Antología Historia de la Cultura 2016

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UNIVERSIDAD PANAMERICANA
DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES
ANTOLOGÍA DE HISTORIA DE
LA CULTURA
SELECCIÓN DE TEXTOS E
INTRODUCCIONES
HÉCTOR ZAGAL ARREGUÍN
EDICIÓN FINAL DE JOSÉ MARÍA LLOVET
© 2016
Universidad Panamericana
Departamento de Humanidades
Augusto Rodin 498
Insurgentes Mixcoac
03920 México, DF
[email protected]
ÍNDICE
I. GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD ........................................................................................................... 5
EDIPO REY .................................................................................................................................................... 6
II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD........................................................................................................ 37
CRITÓN ........................................................................................................................................................ 38
III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO ........................................................................................................ 51
HECHOS DE LOS APÓSTOLES .................................................................................................................... 52
DIÁLOGO CON TRIFÓN ............................................................................................................................ 100
IV. LA MADURACIÓN DEL CRISTIANISMO ................................................................................................. 112
CONFESIONES........................................................................................................................................... 113
LA CIUDAD DE DIOS ................................................................................................................................ 128
V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL ................................................................................................................. 149
EL LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA ........................................................................................... 150
VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO ........................................................................................................... 166
LA LIBERTAD CRISTIANA........................................................................................................................ 167
VII. EL CRISTIANISMO Y LA CIENCIA ......................................................................................................... 186
CARTA A LA GRAN DUQUESA CRISTINA............................................................................................... 187
VIII. EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA LIBERAL ................................................................................. 215
ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL ..................................................................................................... 216
LA FÁBULA DE LAS ABEJAS ................................................................................................................... 247
IX. LA ILUSTRACIÓN .................................................................................................................................... 262
RESPUESTA A LA PREGUNTA: ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? ................................................................. 263
SI EL GÉNERO HUMANO SE HALLA EN PROGRESO CONSTANTE HACIA LO MEJOR ......................... 270
X. EL SOCIALISMO ........................................................................................................................................ 282
TESIS SOBRE FEUERBACH ....................................................................................................................... 283
MANIFIESTO COMUNISTA........................................................................................................................ 287
XI. EL CATOLICISMO FRENTE A LA MODERNIDAD .................................................................................. 313
RERUM NOVARUM ................................................................................................................................... 314
CARTA AL DUQUE DE NORFOLK ............................................................................................................ 340
CALENDARIO DE LECTURAS ....................................................................................................................... 418
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS .................................................................................................................. 419
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I. GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD
5
SÓFOCLES
EDIPO REY
6
INTRODUCCIÓN
La obra de Sófocles (496 – 406 a. C.) es, junto con el Antiguo Testamento y las epopeyas de
Homero, uno de los cimientos de la cultura occidental.
El poeta nació en el seno de una familia adinerada, en Colono Hípico, un demo suburbano
localizado a kilómetro y medio de Atenas. Desde muy joven fue ampliamente reconocido por
sus talentos. A los dieciséis años fue elegido para dirigir un coro de jóvenes en los cantos por la
celebración de la victoria del ejército griego en Salamina. Escribió cerca de ciento veinte obras,
de las cuales nos han llegado sólo siete: Edipo rey, Áyax, Antígona, Filoctetes, Electra, Edipo en
Colono y Las traquinias.
En Sófocles aparece perfectamente cristalizado el espíritu de su tiempo: en el siglo V a. C.,
que fue un período decisivo para la historia de Occidente, Grecia se convirtió en la mayor
potencia cultural del Mediterráneo, gracias al florecimiento en sus ciudades de las artes, las
ciencias y la filosofía. Esto se debió a la madurez intelectual del pueblo griego y su apertura
humanista al desarrollo. Para sus habitantes, la polis era la condición de su humanidad. En las
obras clásicas puede entreverse una idea fundamental: la ciudad permite el despliegue de la
racionalidad.
La racionalidad es central en la comprensión que los griegos tienen del hombre y del
universo. Para ellos, el cosmos entero está atravesado por el λóγος: el mundo está ordenado
racionalmente, por lo que, al ser el hombre un animal racional, puede aprehenderlo y
comprenderlo. En contraste, para los hebreos, por ejemplo, el poder de la mente humana no es
suficiente para rescatar al hombre de su indigencia. En uno de los pasajes centrales del libro de
Job, el protagonista recibe una reprimenda por cuestionar los planes divinos. Esta reprimenda
muestra la impotencia del hombre frente al mundo y la naturaleza. El hombre, bajo esta visión,
es incapaz de comprender los fenómenos naturales. Bestias como el hipopótamo o el cocodrilo
aterrorizan a Job. Las fuerzas naturales son imposibles de predecir o dominar.
El pueblo griego, en cambio, elogia la racionalidad humana como medio para controlar la
naturaleza. Gracias a la polis, el hombre puede idear las herramientas que le permitan dominar
el mar y la tierra. No sorprende, entonces, que en este contexto hayan surgido la ciencia, la
filosofía y la política.
Aristóteles calificó en su Poética a Edipo rey como el paradigma de la tragedia, pues en ella se
muestran los caracteres clásicos de la poesía trágica: una serie de peripecias que culminan en el
reconocimiento o anagnórisis. El desenlace de la tragedia tiene lugar cuando el héroe trágico se
da cuenta de su situación y de las consecuencias de sus actos.
Uno de los mayores logros de Sófocles en Edipo rey es la reinterpretación de un mito ya
conocido entre los griegos. Esta nueva lectura del mito de Edipo manifiesta los problemas que
aquejaban a la sociedad de su tiempo. Entre ellos se encuentran la angustia por el destino, las
consecuencias de la acción humana y la intervención de lo divino en la vida cotidiana.
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Los acontecimientos en la tragedia Antígona ocurren después de Edipo rey. Si bien hay una
clara continuidad entre las dos obras, el estilo lingüístico de ambas deja claro que fueron
escritas en momentos distintos de la vida del autor. Del mismo modo que su antecesora,
Antígona es la reinterpretación de un mito popular de la Antigua Grecia.
El problema que presenta Antígona es la contraposición entre dos formas del deber.
Antígona, la protagonista de la tragedia, enfrenta el dilema moral entre cumplir con el deber
religioso y cumplir con el deber civil. Frente a la democracia griega, en la que se glorifica a la
polis y la ley cívica, Sófocles cuestiona abiertamente los fundamentos de la justicia civil.
En Antígona se ponen en cuestión los límites de la ley humana y el efecto de las leyes divinas
en los hombres. En la obra se revela una tesis central en el espíritu griego: la ley es el
fundamento de la polis. En este sentido, Sófocles se adelanta a Platón y Aristóteles. Para los
dos pensadores, el hombre sólo puede desplegar su racionalidad en el contexto de la ciudad.
Sófocles responde a este contexto cultural y representa en sus obras los conflictos que
surgen entre la racionalidad y la religiosidad griegas. La democracia griega generó leyes que, en
algunos casos, contravenían los mandatos divinos. Este es el conflicto que enfrentan los
grandes pensadores griegos, pero la cuestión sigue vigente todavía. Los grandes teólogos
medievales se enfrentaron a la división entre ley natural, ley divina y ley humana. La reforma
protestante, por otro lado, se preguntó por la compatibilidad entre predestinación y libertad
humana.
En cualquier caso, la obra de Sófocles es una clara manifestación de los fundamentos que
dan pie a estas preguntas. Un cuestionamiento tan abierto sólo podría darse en una sociedad
madura como la griega.
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PERSONAJES
Edipo
Sacerdote
Creonte
Coro de ancianos tebanos
Tiresias
Yocasta
Mensajero
Servidor de layo
Otro mensajero
EDIPO. — ¡Oh hijos, nueva decadencia del antiguo Cadmo! ¿Por qué venís
apresuradamente a celebrar esta sesión, llevando en vuestras manos los ramos de los
suplicantes? El humo del incienso, los cantos de dolor y los lúgubres gemidos llenan a la vez
toda la ciudad. Y yo, creyendo, hijos, que personalmente y no por otros debía enterarme de la
causa de todo esto, he venido espontáneamente, yo, a quien todos llamáis el excelso Edipo.
Habla, pues, tú, ¡oh anciano!, que natural es que interpretes los sentimientos de todos éstos.
¿Cuál es el motivo de esta reunión? ¿Qué teméis? ¿Qué deseáis? Ojalá dependiera de mi
voluntad el complaceros; porque insensible sería si no me compadeciera de vuestra actitud
suplicante.
SACERDOTE. — Pues, ¡oh poderoso Edipo, rey de mi patria!, ya ves que somos de muy
diferente edad cuantos nos hallamos aquí al pie de tus altares. Niños que apenas pueden andar;
ancianos sacerdotes encorvados por la vejez; yo, el sacerdote de Júpiter, y éstos, que son lo más
escogido entre la juventud. El resto del pueblo, con los ramos de los suplicantes en las manos,
está en la plaza pública, prosternado ante los templos de Minerva y sobre las fatídicas cenizas
de Imeno. La ciudad, como tú mismo ves, conmovida tan violentamente por la desgracia, no
puede levantar la cabeza del fondo del sangriento torbellino que la revuelve. Los fructíferos
gérmenes se secan en los campos; muérense los rebaños que pacen en los prados, y los niños
en los pechos de sus madres. Ha invadido la ciudad el dios que la enciende en fiebre: la
destructora peste que deja deshabitada la mansión de Cadmo y llena el infierno con nuestras
lágrimas y gemidos. No es que yo ni estos jóvenes, que estamos junto a tu hogar, vengamos a
implorarte como a un dios, sino que te juzgamos el primero entre los hombres para
socorrernos en la desgracia y para obtener el auxilio de los dioses. Tú, que recién llegado a la
ciudad de Cadmo nos redimiste del tributo que pagábamos a la terrible Esfinge, y esto sin
haberte enterado nosotros de nada, ni haberte dado ninguna instrucción, sino que sólo, con el
auxilio divino –así se dice y se cree–, tú fuiste nuestro libertador. Ahora, pues, ¡oh
poderosísimo Edipo!, vueltos a ti nuestros ojos, te suplicamos todos que busques remedio a
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nuestra desgracia, ya sea que hayas oído la voz de algún dios, ya que te hayas aconsejado de
algún mortal; porque sé que casi siempre en los consejos de los hombres de experiencia está el
buen éxito de las empresas.
¡Ea! ¡Oh mortal excelentísimo! Salva nuestra ciudad ¡Anda! Y recibe nuestras bendiciones; y
ya que esta tierra te proclama su salvador por tu anterior providencia, que no tengamos que
olvidarnos de tu primer beneficio, si después de habernos levantado caemos de nuevo en el
abismo. Con los mismos felices auspicios con que entonces nos proporcionaste la
bienandanza, dánosla ahora. Siendo soberano de esta tierra, mejor es que la gobiernes bien
poblada como ahora está, y no que reines en un desierto; porque de nada sirve una fortaleza o
una nave sin soldados o marinos que la gobiernen.
EDIPO. — ¡Dignos de lástima sois, hijos míos! Conocidos me son, no ignorados, los males
cuyo remedio me estáis pidiendo. Sé bien que todos sufrís, aunque en ninguno de vosotros el
sufrimiento iguala al mío. Cada uno de vosotros siente su propio dolor y no el de otro; pero mi
corazón sufre por mí, por vosotros y por la ciudad; y de tal modo, que no me habéis
encontrado entregado al sueño, sino sabed que ya he derramado muchas lágrimas y meditado
sobre todos los remedios sugeridos por mis desvelos. Y el único que encontré, después de
largas meditaciones, al punto lo puse en ejecución, pues a mi cuñado Creonte, el hijo de
Meneceo, lo envié al templo de Delfos, para que se informe de los votos o sacrificios que
debamos hacer para salvar la ciudad. Y calculando el tiempo de su ausencia, estoy con
inquietud por su suerte; pues tarda ya mucho más de lo que debiera. Pero esto no es culpa mía;
mas sí que lo será si en el momento en que llegue no pongo en ejecución todo lo que ordene el
dios.
SACERDOTE. — Pues muy a propósito has hablado, porque éstos me indican que ya viene
Creonte.
EDIPO. — ¡Oh rey Apolo! Ojalá venga con la fortuna salvadora, como lo manifiesta en la
alegría de su semblante.
SACERDOTE. — A lo que parece, viene contento, pues de otro modo no llevaría la cabeza
coronada con laurel lleno de bayas.
EDIPO. — Pronto lo sabremos, pues ya está a distancia que me pueda oír. Príncipe, querido
cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta nos traes de parte del dios?
CREONTE. — Buena, digo; porque nuestros males, si por una contingencia feliz para ellos
encontrásemos remedio, se convertirían en bienandanza.
EDIPO. — ¿Qué significan esas palabras? Porque ni confianza ni temor me inspira la razón
que acabas de indicar.
CREONTE. — Si quieres que lo diga ante todos éstos, dispuesto estoy, y si no, entremos en
palacio.
EDIPO. — Habla ante todos, pues siento más el dolor de ellos que el mío propio.
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CREONTE. — Voy a decir, pues, la respuesta del dios. El rey Apolo ordena de un modo
claro que expulsemos de esta tierra al miasma que en ella se está alimentando, y que no
aguantemos más un mal que es incurable.
EDIPO. — ¿Con qué purificaciones? ¿Qué medio nos librará de la desgracia?
CREONTE. — Desterrando al culpable o purgando con su muerte el asesinato cuya sangre
impurifica la ciudad.
EDIPO. — ¿A qué hombre se refiere al mencionar ese asesinato?
CREONTE. — Teníamos aquí, ¡oh príncipe!, un rey llamado Layo, antes de que tú
gobernases la ciudad.
EDIPO. — Lo sé, porque me lo han dicho; yo nunca lo vi.
CREONTE. — Pues habiendo muerto asesinado, nos manda ahora manifiestamente el
oráculo que se castigue a los homicidas.
EDIPO. — ¿Dónde están ellos? ¿Cómo encontraremos las huellas de un antiguo crimen tan
difícil de probar?
CREONTE. — En esta tierra, ha dicho. Lo que se busca es posible encontrar, así como se
nos escapa aquello que descuidamos.
EDIPO. — ¿Fue en la ciudad, en el campo o en extranjera tierra donde Layo murió
asesinado?
CREONTE. — Se fue, según nos dijo, a consultar con el oráculo, y ya no volvió a casa.
EDIPO. — ¿Y no hay ningún mensajero ni compañero de viaje que presenciara el asesinato
y cuyo testimonio pudiera servirnos para esclarecer el hecho?
CREONTE. — Han muerto todos, excepto uno, que huyó tan amedrentado, que no sabe
decir más que una cosa de todo lo que vio.
EDIPO. — ¿Cuál? Pues una sola podría revelarnos muchas si proporcionara un ligero
fundamento a nuestra esperanza.
CREONTE. — Dijo que lo asaltaron unos ladrones y, como eran muchos, lo mataron, pues
no fue uno solo.
EDIPO. — ¿Y cómo el ladrón, si no hubiese sido sobornado por alguien de aquí, habría
llegado a tal grado de osadía?
CREONTE. — Eso creíamos aquí; pero en nuestra desgracia no apareció nadie como
vengador de la muerte de Layo.
EDIPO. — ¿Y qué desgracia, una vez muerto vuestro rey, os impidió descubrir a los
asesinos?
CREONTE. — La Esfinge con sus enigmas, pues obligándonos a pensar en el remedio de los
males presentes, nos hizo olvidar un crimen tan misterioso.
EDIPO. — Pues yo procuraré indagarlo desde su origen. Muy justamente Apolo y
dignamente tú habéis manifestado vuestra solicitud por el muerto; de manera que me tendréis
siempre en vuestra ayuda para vengar, como es mi deber, a esta ciudad y al mismo tiempo al
dios. Y no por arte de un amigo lejano, sino por mí mismo, disiparé las tinieblas que envuelven
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este crimen. Pues sea cual fuere el que mató a Layo, es posible que también me quiera matar
con la misma osadía; de modo que cuanto haga en bien de aquél, lo hago en provecho propio.
En seguida, pues, hijos míos, levantaos de vuestros asientos, alzando en alto los ramos
suplicantes, y que otro convoque aquí al pueblo de Cadmo, pues yo lo he de averiguar todo; y
no hay duda de que o nos salvaremos con el auxilio del dios, o pereceremos.
SACERDOTE. — Levantémonos, hijos, que nuestra venida aquí no tuvo otro objeto que el
que éste nos propone. Ojalá Febo, que nos envía este oráculo, sea nuestro salvador y haga
cesar la peste.
CORO. — ¡Oráculo de Júpiter, qué consoladoras palabras tienes! ¿Qué vienes a anunciar a la
ilustre Tebas, desde el riquísimo santuario de Delfos? Mi asustado corazón palpita de terror,
¡ay, Delio Peán!, preguntándome qué suerte tú me reservas, ya para los tiempos presentes, ya
para el porvenir. Dímelo, ¡hijo de la dorada Esperanza, oráculo inmortal! A ti primera invoco,
hija de Júpiter, inmortal Minerva, y a Diana, tu hermana, protectora de esta tierra, que se sienta
en el glorioso trono circular de esta plaza, y a Febo, que de lejos hiere, ¡Oh Trinidad liberadora
de la peste, apareceos en mi auxilio! Si ya otra vez, cuando la anterior calamidad surgió en
nuestra ciudad, extinguisteis la extraordinaria fiebre del mal, venid también ahora. ¡Oh dioses!,
innumerables desgracias me afligen. Se va arruinando todo el pueblo, y no aparece idea feliz
que nos ayude a librarnos del mal. Ni llegan a su madurez los frutos de esta célebre tierra, ni las
mujeres pueden soportar los crueles dolores del parto, sino que, como se puede ver, uno tras
otro, como pájaros de raudo vuelo y más veloces que devoradora llama, llegan los muertos a la
orilla del dios de la muerte, despoblándose la ciudad con tan innumerables defunciones. Los
cadáveres insepultos yacen, inspirando lástima, sobre el suelo en que se asienta la muerte;
jóvenes esposas y encanecidas madres gimen al pie de los altares, implorando remedio a tan
aflictiva calamidad. Por todas partes se oyen himnos plañideros mezclados con gritos de dolor,
contra el cual, ¡Oh espléndida hija de Júpiter!, envíanos saludable remedio. Y a Marte el cruel,
que ahora sin remedio ni escudo me destruye acosándome por todas partes, hazle la contra
haciendo que se vuelva en fugitiva carrera lejos de la patria, ya se vaya al ancho tálamo de
Anfitrita, ya a las inhospitalarias orillas del mar de Tracia; pues ahora en verdad, si la noche me
lleva algún consuelo, durante el día me lo desvanece. A ése, ¡oh padre Júpiter, que gobiernas la
fuerza de encendidos relámpagos!, destrúyelo con tu rayo.
¡Oh dios de Licia! Quisiera que las indomables flechas de tu dorado arco se lanzaran a
diestra y siniestra, dirigidas en mi auxilio, y también los encendidos dardos de Diana, con los
cuales se lanza a través de las licias montañas. Yo te invoco también, dios de la tiara de oro,
que llevas el sobrenombre de esta tierra, vinoso Baco, incitador de gritos de orgía, compañero
de las ménades: ven con tu resplandeciente y encendida tea, contra el dios que es deshonra
entre los dioses
EDIPO. — He oído tu súplica; y si quieres prestar atención y obediencia a mis palabras y
ayudarme a combatir la peste, podrás conseguir la defensa y alivio de tus males. Yo voy a
hablar como si nada supiera de todo lo que se dice, ajeno como estoy del crimen. Pues yo solo
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no podría llevar muy lejos mi investigación, si no tuviera algún indicio. Mas ahora, aunque soy
el último de vosotros que ha obtenido la ciudadanía en Tebas, ordeno a todos los
descendientes de Cadmo: quien de vosotros conozca al hombre que asesinó a Layo el
Labdácida, que me lo diga, pues se lo mando; quien sea el culpable, que no tema presentarse
espontáneamente, pues sin imponerle pena aflictiva alguna, ileso saldrá desterrado de este país.
Si alguno de vosotros sabe que el asesino es extranjero, que me lo exponga, pues le daré buen
premio y le quedaré agradecido. Pero si calláis y rehusáis darme las noticias que os pido, ya por
temor de algún amigo, ya por miedo propio, conviene que oigáis lo que en tal caso voy a
disponer: sea quien sea el culpable, prohíbo a todos los habitantes de esta tierra que rijo y
gobierno, que lo reciban en su casa, que le hablen, que lo admitan en sus plegarias y sacrificios
y que le den agua lustral. Que lo ahuyente todo el mundo de su casa como ser impuro,
causante de nuestra desgracia, según el oráculo de Apolo me acaba de revelar. De este modo
creo yo que debo ayudar a dios y vengar al muerto. Y espero que todos vosotros cumpliréis
este mandato, por mí mismo, por el dios y por esta tierra que tan infructuosa y
desgraciadamente se arruina. Y aun cuando esta investigación no hubiese sido ordenada por el
dios, nunca debíais vosotros haber dejado impune el asesinato del más eminente de los
hombres, de vuestro rey. Pero ahora que me hallo yo en posesión del imperio que él tuvo
antes, y tengo su lecho y la misma mujer que él fecundó, y míos serían los hijos de él, si los que
tuvo no los hubiese perdido –pero la des- gracia cayó sobre su cabeza–, por todo esto, yo,
como si se tratara de mi padre, lucharé y llegaré a todo, deseando coger al autor del asesinato
del hijo de Labdaco, nieto de Polidoro, bisnieto de Cadmo y tataranieto del antiguo Agenor. Y
para los que no cumplan este mandato, pido a los dioses que ni les dejen cosechar frutos de sus
campos, ni tener hijos de sus mujeres, sino que los hagan perecer en la calamidad que nos
aflige o con otra peor. Y pido para el asesino, que escapó, ya siendo solo, ya con sus cómplices,
que, falto de toda dicha, arrastre una vida ignominiosa y miserable. Y pido además que si
apareciera viviendo conmigo en mi propio palacio sabiéndolo yo, sufra yo mismo los males
con que acabo de maldecir a todos éstos. Y a vosotros, los demás cadmeos a quienes plazca
esto lo mismo que a mí, que la justicia venga en vuestro auxilio y que todos los dioses os
socorran favorablemente siempre.
CORO. — Puesto que me obligas con tus imprecaciones, por esto, ¡Oh rey!, te diré: Ni lo
maté, ni puedo indicarte al culpable, pero Febo, que nos ha enviado el oráculo, debía
indicarnos la pista o descubrir al asesino.
EDIPO. — Muy bien has hablado; pero obligar a los dioses en aquello que no quieren, no
puede el hombre.
CORO. — Continuaré, si me das permiso, exponiendo mi segundo parecer.
EDIPO. — Y también un tercero, si lo tienes. No ocultes nada de lo que tengas que decirme.
CORO. — Sé muy bien que el esclarecido Tiresias lee en el porvenir, lo mismo que el dios
Febo. Si de él te aconsejas, ¡oh rey!, podrías saber la cosa con certeza.
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EDIPO. — Pues no me he descuidado, ni siquiera para disponer eso, porque apenas me lo
dijo Creonte le envié dos mensajeros. Lo que me admira es que no esté ya aquí.
CORO. — Y en verdad que todo lo demás son insubstanciales e inútiles habladurías.
EDIPO. — ¿Cuáles son ésas? Yo quiero examinarlas todas.
CORO. — Se dijo que lo mataron unos caminantes.
EDIPO. — También lo sé yo; pero no hay quien haya visto al culpable.
CORO. — Y si éste tenía algún miedo, no habrá esperado al oír tus imprecaciones.
EDIPO. — A quien no asusta el crimen, no intimidan las palabras.
CORO. — Pues ya está aquí quien lo descubrirá: mira a ésos que vienen con el divino vate,
único entre los hombres, en quien es ingénita la verdad.
EDIPO. — ¡Oh Tiresias!, que comprendes en tu entendimiento lo cognoscible y lo inefable,
y lo divino y lo humano. Aunque tu ceguera no te deja ver, bien sabes en qué ruina yace la
ciudad; y no hallé a otro, sino tú, que pueda socorrerla y salvarla, ¡oh excelso! Pues Febo, si no
lo sabes ya por los mensajeros, contestó a la consulta que le hice, que el único remedio a esta
desgracia está en descubrir a los asesinos de Layo y castigarlos con la muerte o con el
destierro. No desdeñes, pues, ninguno de los medios de la adivinación, ya te valgas del vuelo
de las aves, ya de cualquier otro recurso, y procura tu salvación y la de la ciudad; sálvame
también a mí, librándonos de la impureza del asesinato. En ti está nuestra esperanza. Servir a
sus semejantes es el mejor empleo que un hombre puede hacer de su ciencia y su riqueza.
TIRESIAS. — ¡Bah, bah! ¡Cuán funesto es el saber cuando no proporciona ningún provecho
al sabio! Yo sabía bien todo eso, y se me ha olvidado. No debía haber venido.
EDIPO. — ¿Qué es eso? ¿Cómo vienes tan desanimado?
TIRESIAS. — Deja que me vuelva a casa: que mejor proveerás tú en tu bien y yo en el mío, si
en esto me obedeces.
EDIPO. — Ni tus palabras ni tus sentimientos son de benevolencia para esta ciudad que te
ha criado, al negarle la adivinación que te pide.
TIRESIAS. — Ni tampoco veo yo discreción en lo que dices, ni quiero incurrir en ese mismo
defecto.
EDIPO. — Por los dioses, no rehúses decirnos todo lo que sabes; pues todos te lo pedimos
en actitud suplicante.
TIRESIAS. — Pues todos estáis desjuiciados; así que nunca yo revelaré mi pensamiento para
no descubrir tu infortunio.
EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo vas a callarte, haciendo traición a la ciudad y dejándola
perecer?
TIRESIAS. — Ni quiero afligirme ni afligirte. ¿Por qué, pues, me preguntas en vano? De mí
nada sabrás.
EDIPO. — ¿No, perverso y malvado, capaz de irritar a una piedra, no hablarás ya, dejando
de mostrarte tan impasible y obstinado?
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TIRESIAS. — Me echas en cara mi obstinación, sin darte cuenta de que la tuya es mayor, y
me reprendes.
EDIPO. — ¿Quién no se irritará al oír estas palabras con las que manifiestas el desprecio que
tienes por la ciudad?
TIRESIAS. — Eso que deseas saber ya vendrá, aunque yo lo calle.
EDIPO. — Pues eso que ha de venir es preciso que me lo digas.
TIRESIAS. — Yo no puedo hablar más. Por lo tanto, si quieres, déjate llevar de la más salvaje
cólera.
EDIPO. — Pues en verdad que nada callaré, tal es mi rabia, de cuanto conjeturo. Has de
saber que me parece que tú eres el instigador del crimen y el autor del homicidio, aunque no lo
hayas perpetrado con tu mano. Y si no estuvieras ciego, afirmaría que tú solo has cometido el
asesinato.
TIRESIAS. — ¿Verdad? Pues yo te ordeno que persistas en el cumplimiento de la orden que
has dado, y que desde hoy no dirijas la palabra ni a éstos ni a mí, porque tú eres el ser impuro
que mancilla esta tierra.
EDIPO. — ¿Y así, con tanto descaro, lanzas esa injuria? ¿Y crees que has de escapar sin
castigo?
TIRESIAS. — Nada temo, pues mantengo la verdad, que es poderosa.
EDIPO. — ¿De quién lo sabes? No será de tu arte.
TIRESIAS. — De ti; porque tú me hiciste hablar contra mi voluntad.
EDIPO. — ¿Qué has dicho? Repítelo para que lo entienda bien.
TIRESIAS. — ¿No lo has entendido ya? ¿Es que hablé a una piedra?
EDIPO. — No tanto que pueda responderte; repítelo.
TIRESIAS. — Repito que tú eres el asesino de Layo, a quien deseas encontrar.
EDIPO. — Te aseguro que no repetirás con tanto gozo la mortificante injuria que por dos
veces me has lanzado.
TIRESIAS. — ¿Quieres que diga otras cosas que aumentarán tu desesperación?
EDIPO. — Di cuanto quieras, que en vano hablas.
TIRESIAS. — Digo, pues, que tú ignoras el abominable contubernio en que vives con los
seres que te son más queridos; y no te das cuenta del oprobio en que estás.
EDIPO. — ¿Y crees que impunemente puedes continuar siempre calumniándome?
TIRESIAS. — Sí, porque alguna fuerza tiene la verdad.
EDIPO. — La tiene, pero no en ti. En ti no puede tenerla porque eres ciego de ojos, de oído
y de entendimiento.
TIRESIAS. — Tú eres un desdichado al lanzarme esos insultos, que no hay nadie entre éstos
que pronto no los haya de volver contra ti.
EDIPO. — Estás del todo ofuscado; de manera que ni a mí ni a otro cualquiera que vea la
luz puedes hacer daño.
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TIRESIAS. — No está decretado por el hado que sea yo la causa de tu caída, pues suficiente
es Apolo, a cuyo cuidado está el cumplimiento de todo esto.
EDIPO. — ¿Son de Creonte o tuyas estas maquinaciones?
TIRESIAS. — Ningún daño te ha hecho Creonte, sino tú mismo.
EDIPO. ¡Oh riqueza y realeza y arte de gobernar, el más difícil de todos en esta ciencia de la
adivinación, superior a todas las demás ciencias en esta vida agitada por la envidia! ¡Cuánto
odio excitáis en los demás, si por un imperio que la ciudad puso graciosamente en mis manos,
sin haberlo yo solicitado, el fiel Creonte, amigo desde el principio, conspira en secreto contra
mí y desea suplantarme, sobornando a este mágico embustero y astuto charlatán, que sólo ve
donde halla lucro, siendo un mentecato en su arte! Porque, vamos a ver, dime: ¿en qué ocasión
has demostrado tú ser verdadero adivino? ¿Cómo, si lo eres, cuando la Esfinge proponía aquí
sus enigmas en verso, no indicaste a los ciudadanos ningún medio de salvación? Y en verdad
que el enigma no era para que lo interpretara el primer advenedizo, sino que necesitaba de la
adivinación. Adivinación que tú no supiste dar, ni por los augurios ni por revelación de ningún
dios, sino que yo, el ignorante Edipo, apenas llegué, hice callar al monstruo, valiéndome
solamente de los recursos de mi ingenio, sin hacer caso del vuelo de las aves. ¡Y a mí intentas
tú arrojar del trono, para poner en él a Creonte, de quien esperas ser asido consejero! Yo creo
que tú y el que contigo ha urdido esta trama expiaréis el crimen llorando. Y si no pensara que
eres viejo, el castigo te haría venir en conocimiento de la falta que has cometido.
CORO. — Parece, Edipo, que tus palabras y también las de éste han sido proferidas a
impulsos de la cólera. Tal es mi opinión. Y no es eso lo que hace falta, sino averiguar cómo
daremos mejor cumplimiento al oráculo del Dios.
TIRESIAS. — Aunque tú seas rey, te contestaré lo mismo que si fuera tu igual, pues derecho
tengo a ello. No soy esclavo tuyo, sino de Apolo; de modo que el patronato de Creonte para
nada lo he menester. Y voy a hablar, porque me has injuriado llamándome ciego. Tú tienes
muy buena vista y no ves el abismo de males en que estás sumido, ni conoces el palacio en que
habitas, ni los seres con quienes vives. ¿Sabes, por ventura, de quién eres hijo? ¿Tú no te das
cuenta de que eres un ser odioso a todos los individuos de tu familia, tanto a los que han
muerto como a los que viven; ni de que la maldición de tu padre y de tu madre, que en su
horrible acometida te acosa ya por todas partes, te arrojará de esta tierra, donde si ahora ves
luz, luego no verás más que tinieblas? ¿En qué lugar te refugiarás, donde no repercuta el eco de
tus clamores? ¡Cómo retumbarán tus lamentos en el Citerón, cuando tengas conciencia del
horrendo himeneo al cual nunca debías haber llegado si tu suerte hubiera sido feliz! Ahora no
te das cuenta de la multitud de crímenes que te vendrán a igualar con tus propios hijos. Tal es
la verdad; y ante ella, insulta a Creonte y también a mí, porque entre los mortales maltratados
por el destino no habrá otro más miserable que tú.
EDIPO. — ¿Tales injurias he de tolerar yo de este hombre? ¿Cómo no mando que lo maten
enseguida? ¿No te alejarás de aquí y te irás a casa?
TIRESIAS. — Yo nunca habría venido si tú no me hubieras llamado.
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EDIPO. — No sabía que dijeras tantas necedades; que de saberlo, no me habría apresurado
a llamarte a mi palacio.
TIRESIAS. — Mi índole es tal, que a tu parecer soy necio; pero muy sabio para los padres
que te engendraron.
EDIPO. — ¿Cuáles? Espera. ¿Quién fue el mortal que me engendró?
TIRESIAS. — Hoy lo conocerás y lo matarás.
EDIPO. — ¡Qué enigmático y oscuro es todo lo que dices!
TIRESIAS. — No eres tú buen adivinador de enigmas.
EDIPO. — Injuria cuanto quieras, que tus insultos serán los y que más gloria me den.
TIRESIAS. — Esa misma gloria es la que te perdió.
EDIPO. — Pero si salvé a la ciudad, poco me importa. TIRESIAS. — Me voy ya, Niño,
guíame.
EDIPO. — Sí, que te guíe, que tu presencia me embaraza; y lejos de aquí no me
atormentarás
TIRESIAS. — Me voy; pero diciendo antes aquello por lo que fui llamado, sin temor a tu
mirada; que no tienes poder para quitarme la vida. Así, pues, te digo: ese hombre que tanto
tiempo buscas y a quien amenazas y pregonas como asesino de Layo, está aquí, se le tiene por
extranjero domiciliado; pero pronto se descubrirá que es tebano de nacimiento, y no se
regocijará al conocer su desgracia. Privado de la vista y caído de la opulencia en la pobreza, con
un bastón que le indique el camino se expatriará hacia extraña tierra. Él mismo se reconocerá a
la vez hermano y padre de sus propios hijos; hijo y marido de la mujer que lo parió, y comarido
y asesino de su padre. Retírate, pues, y medita sobre estas cosas; que si me encuentras en
mentira, ya podrás decir que nada entiendo del arte adivinatorio
CORO. — ¿Quién es ése que, según manifiesta la profética piedra délfica, llevó a cabo con
homicidas manos el más horrendo e infando crimen? Hora es ya de que emprenda la huida con
pie más ligero que el de los caballos impetuosos del huracán; pues armado de rayos y
relámpagos, se lanza contra él el hijo de Júpiter, al propio tiempo que le persiguen las terribles
e inevitables furias. Desde el nivoso Parnaso se ha difundido recientemente la espléndida luz
del oráculo, para que todo el mundo descubra la pista de ese hombre desconocido, que sin
duda anda errante por agreste selva, ocultándose en los antros y brincando por las peñas,
huyendo inútilmente como toro salvaje, para evitar en su infortunada fuga las profecías salidas
del centro de la tierra, pero ellas, siempre vivas, van revoloteando en torno de él.
Terriblemente, pues; terriblemente me ha dejado en confusión el sabio adivino, cuyas profecías
ni puedo creer, ni tampoco negar.
No sé qué decir. Vuelo en alas de mi esperanza sin poder ver nada claro de lo presente ni
del porvenir. Que entre los labdácidas y el hijo de Pólibo haya habido contienda, ni ha llegado
a mi noticia antes de ahora, ni tampoco al presente he oído nada que me sirva de criterio para
intervenir en el público rumor acerca de Edipo y aparecer como auxiliar del misterioso
asesinato de Layo. Mas Júpiter y Apolo también en su excelsa penetración saben cuanto ocurre
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entre los mortales; pero que entre los hombres un adivino sepa en esto más que yo, no es cosa
probada: puede un hombre responder con su juicio al juicio de otro hombre. Por esto yo, antes
de ver la profecía confirmada por los hechos, jamás me pondré de parte de los acusadores de
Edipo. Porque cuando la virgen alada cayó sobre él, se mostró a vista de todos lleno de
sabiduría y salvador de la ciudad; así que mi corazón, lleno de agradecimiento, no lo acusará
jamás de malvado.
CREONTE. — Ciudadanos: enterado de las terribles acusaciones que el tirano Edipo ha
lanzado sobre mí, vengo sin poderme contener. Si en medio de las desgracias que nos afligen
cree él que yo he sido capaz de causarle algún perjuicio con mis palabras o con mis obras, no
quiero vivir más cargado de tal oprobio. Pues la infamia de tal acusación no es de poca monta,
sino de la mayor importancia, ya que tiende a declararme traidor a la ciudad, a ti y a mis
amigos.
CORO. — Pero esa infamia vino arrastrada por apasionada violencia más que por juicio de
serena razón.
CREONTE. — Pero ¿dijo efectivamente, que el adivino, persuadido por mis consejos, ha
mentido en su profecía?
CORO. — Eso dijo: pero ignoro con qué intención.
CREONTE. — Pero ¿con firme convicción y razón serena ha lanzado sobre mí tal acusación?
CORO. — No lo sé. Los actos de mis soberanos no acostumbro yo criticarlos. Pero ahí lo
tienes, que sale de palacio.
EDIPO. — ¡Eh, tú! ¿Cómo te atreves a venir por aquí? ¿Tanto es tu descaro y osadía que te
presentas en mi casa, siendo tan claro y manifiesto que deseas matarme y arrebatarme la
soberanía? ¡Ea! Dime, por los dioses ¿qué cobardía o qué necedad has visto en mí, que te haya
decidido a proceder de ese modo? ¿Creías acaso que yo no descubriría esas intrigas tuyas tan
cautelosamente urdidas, o que, aunque las descubriera, no te iba a castigar? ¿No es insensato tu
empeño de querer, sin el apoyo de la muchedumbre y de los amigos, usurpar un trono que sólo
se obtiene con el favor del pueblo y abundantes riquezas?
CREONTE. — ¿Sabes lo que debes hacer? Oye primero mi contestación a todo lo que acabas
de decir, y luego medita sobre ella y juzga.
EDIPO. — Tú eres hábil orador y yo mal oyente para que me convenzas; porque he visto tu
malicia y enemistad contra mí.
CREONTE. — Acerca de eso escucha un momento lo que te voy a decir.
EDIPO. — Acerca de eso no me digas que no eres un traidor.
CREONTE. — Si crees que la arrogancia, cuando la razón no la apoya, es cosa que debe
mantenerse, te equivocas.
EDIPO. — Y si tú crees que conspirando contra un pariente no has de sufrir castigo,
también andas equivocado.
CREONTE. — Convengo en la justicia de lo que acabas de decir; pero dime qué daño es ese
que te he inferido yo.
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EDIPO. — ¿Fuiste tú o no quien me aconsejó llamar a ese famoso adivino?
CREONTE. — Yo te lo aconsejé, y te lo aconsejaría también ahora.
EDIPO. — ¿Cuánto tiempo, poco más o menos, hace que Layo...?
CREONTE. — ¿A qué hecho te refieres? No entiendo.
EDIPO. — ¿Desapareció víctima de criminal atentado? CREONTE. — Muchos años han
pasado desde entonces.
EDIPO. — ¿Y entonces ese adivino ejercía ya su arte?
CREONTE. — Y era sabio en él y se le honraba lo mismo que hoy.
EDIPO. — ¿Hizo mención de mí en aquellos días?
CREONTE. — No; al menos delante de mí, nunca.
EDIPO. — ¿Pero no hicisteis entonces investigaciones para, descubrir al culpable?
CREONTE. — Las hicimos, ¿cómo no?, y nada pudimos averiguar.
EDIPO. — ¿Y cómo entonces ese gran sabio no reveló lo que ahora?
CREONTE. — No sé. No quiero hablar de lo que ignoro.
EDIPO. — Lo que te conviene, bien lo sabes; y lo dirías si tuvieras buena intención.
Creonte. — ¿Qué cosa es ésa? Si la sé, no me la callaré.
EDIPO. — Que si no se hubiera puesto de acuerdo contigo, nunca me habría atribuido la
muerte de Layo.
CREONTE. — Si efectivamente dice eso, tú lo sabes; pero justo es que yo te haga algunas
preguntas, cómo tú me las estás haciendo a mí.
EDIPO. — Pregunta, que no se probará que yo sea el asesino.
CREONTE. — Dime, pues: ¿no estás casado con mi hermana?
EDIPO. — No es posible negar eso que preguntas.
CREONTE. — ¿Gobiernas aquí con el mismo mando e imperio que ella?
EDIPO. — Todo lo que desea lo obtiene de mí.
CREONTE. — ¿Y no mando yo casi lo mismo que vosotros dos, aun que ocupe el tercer
lugar?
EDIPO. — En eso se ve claramente ahora que has sido un pérfido amigo.
CREONTE. — No lo creerás así, si reflexionas un poco, como yo. Lo primero que has de
considerar es si puede haber quien prefiera gobernar con temores e inquietudes, a dormir
tranquilamente, ejerciendo el mismo imperio. Porque yo nunca he preferido el título de rey al
hecho de reinar efectivamente; como no lo preferiría nadie que piense prudentemente. Porque
ahora, sin inquietud de ninguna especie, tengo de ti todo lo que quiero; y si yo fuera el rey,
tendría que hacer muchas cosas contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, me ha de ser más grata la
dignidad real que la autoridad y el poder libre de toda inquietud? No ando tan equivocado que
prefiera otras cosas que no sean las que dan honra y provecho. Ahora, pues, todo el mundo me
sonríe; todos me saludan con afecto; todo el que necesita algo de ti, me adula, porque en esto
está el logro de sus deseos. ¿Cómo es posible, pues, que yo renuncie a estas ventajas por
obtener el título de rey? Un espíritu sensato no puede obrar tan neciamente. Jamás llegué a
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acariciar tal idea, ni sería nunca cómplice de otro que quisiera ponerla en ejecución. Y para
prueba de esto, vete a Delfos y entérate por ti mismo para saber si te comuniqué el oráculo con
toda fidelidad. Y, además, de tener pruebas de que yo me he puesto en inteligencia con el
adivino, condéname a muerte; y no con tu voto solo, sino también con el mío. Pero no me
inculpes con infundadas sospechas y sin oírme; porque ni es justo formar juicio temerario de
un hombre de bien, confundiéndolo con un malvado, ni tomar a los malvados por hombres de
bien. Porque el repudiar a un buen amigo es para mí tanto como sacrificar la propia vida, que
es lo que más se estima. Con el tiempo llegarás a enterarte bien de todo esto; porque el tiempo
es la única prueba del hombre justo, ya que al malvado basta un día solo para reconocerlo.
CORO. — Muy bien ha hablado para todo el que tenga escrúpulos de caer en error, ¡oh rey!;
pues los juicios precipitados suelen ser inseguros.
EDIPO. — Cuando el enemigo procede de prisa y cautelosamente en su conspiración,
menester es que yo apresure a tomar resoluciones; porque si espero tranquilo, los proyectos de
aquél tendrán cumplimiento y los míos serán vanos.
CREONTE. — ¿Qué quieres, pues? ¿Desterrarme del reino?
EDIPO. — No, sino que mueras, no quiero que te escapes.
CREONTE. — Siempre que me convenzas de la razón de tu odio.
EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Que no te vas a conformar ni a obedecer?
CREONTE. — No veo que estés en tu cabal juicio.
EDIPO. — Lo estoy para mí.
CREONTE. — Pues menester es que también lo estés para mí.
EDIPO. — Pero tú eres un traidor.
CREONTE. — ¿Y si estuvieras mal informado?
EDIPO. — De todos modos, menester es que obedezcas. CREONTE. — No ciertamente, si
tu orden es injusta.
EDIPO. — ¡Oh Tebas, Tebas!
CREONTE. — También puedo yo invocar a Tebas, no tú sólo.
CORO. — Cesad, príncipes; pues muy a propósito veo salir de palacio a Yocasta, que se
dirige hacia aquí: con ella debéis decidir pacíficamente este altercado.
YOCASTA. — ¿Cómo, desdichados, habéis suscitado tan imprudente disputa? ¿No os
avergonzáis de remover vuestros odios particulares en medio del abatimiento en que se halla la
ciudad? Entra en palacio, Edipo; y tú, Creonte, a tu casa; no sea que por fútiles motivos
originéis gran dolor.
CREONTE. — ¡Hermana! Edipo, tu marido, acaba de amenazarme con uno de estos dos
castigos: o la muerte o el destierro.
EDIPO. — Es verdad, mujer; pues lo he sorprendido tramando odioso complot contra mi
persona.
CREONTE. — No disfrute yo jamás ningún placer, y muera lleno de maldiciones si he hecho
algo de lo que me imputas.
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YOCASTA. — Cree por los dioses, ¡oh Edipo!, en lo que éste dice, principalmente por
respeto a ese juramento en que invoca a los dioses, y también por consideración a mí y a estos
que están presentes.
CORO. — Obedece de buen grado y ten prudencia, ¡oh rey!, te lo suplico.
EDIPO. — ¿En qué quieres que te obedezca?
CORO. — En hacer caso de éste, que siempre ha sido persona respetable; y lo es más ahora
por el juramento que acaba de hacer.
EDIPO. — ¿Sabes lo que pides?
CORO. — Lo sé.
EDIPO. — Explícate más.
CORO. — Deseo, pues, que a un pariente que acaba de escudarse bajo la imprecación del
juramento, no le acuses ni lances a la pública deshonra por una vana sospecha.
EDIPO. — Sabe, pues, que al pedir eso, pides mi muerte o mi destierro.
CORO. — ¡No, por el dios Sol, el primero entre todos los dioses! ¡Muera yo abandonado
por los dioses y de todos mis amigos, si tal es mi pensamiento! No es más que los sufrimientos
de la patria que desgarran mi afligido corazón, y el temor de que a los males que sufrimos se
añadan otros nuevos.
EDIPO. — Que se vaya, pues, ése, aunque yo deba morir o ser lanzado violenta e
ignominiosamente de esta tierra. Tus palabras lastimeras son las que mueven a compasión; no
las de éste, que, dondequiera que se halle, me será odioso.
CREONTE. — Claro que se ve que cedes con despecho; despecho que pesará sobre ti
cuando te pase la cólera. Caracteres como el tuyo, natural es que difícilmente puedan
soportarse a sí mismos.
EDIPO. — ¿ No me dejarás y te marcharás de aquí?
CREONTE. — Me iré sin lograr convencerte de mi inocencia; pero para éstos soy siempre el
mismo.
CORO. — Mujer, ¿qué esperas, que no te lo llevas a palacio?
YOCASTA. — Saber lo que aquí ha habido.
CORO. — Una disputa suscitada por infundadas sospechas y el rencor de acusaciones
injustas.
YOCASTA. — ¿ Acusaciones de una y otra parte?
CORO. — Sí.
YOCASTA. — ¿Y de qué se trataba?
CORO. — Basta ya por mí, basta; que hallándose la patria tan afligida, me parece que debe
terminar la querella en donde ha quedado.
EDIPO. — ¿Ves a lo que vienes a parar? Con toda tu buena intención me abandonas y
atormentas mi corazón.
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CORO. — ¡Oh rey!, ya te lo he dicho más de una vez: sería yo un insensato e incapaz de
razonar si me apartara de ti que salvaste a mi patria cuando se hallaba envuelta en los mayores
males. Sé también hoy, si puedes, nuestro salvador.
YOCASTA. — Dime, por los dioses, rey, qué es lo que te ha puesto tan encolerizado.
EDIPO. — Te diré, mujer; pues te respeto más que a éstos, qué clase de complot ha urdido
Creonte contra mí.
YOCASTA. — Habla, a ver si con tu acusación me aclaras el asunto.
EDIPO. — Dice que yo soy el asesino de Layo.
YOCASTA. — ¿Lo ha inquirido por sí mismo o lo ha sabido por otro?
EDIPO. — De un miserable adivino que me ha enviado; pues él personalmente no me
acusa.
YOCASTA. — Pues déjate de todo eso que estás diciendo. Escúchame y verás cómo ningún
mortal que posea el arte de la adivinación tiene que ver nada contigo. Te daré una prueba de
esto en pocas palabras. Un oráculo que procedía, no diré que del mismo Febo, sino de alguno
de sus ministros, predijo a Layo que su destino era morir a manos de un hijo que tendría de mí.
Pero Layo, según es fama, murió asesinado por unos bandidos extranjeros en un paraje en que
se cruzaban tres caminos; respecto del niño, no tenía aún tres días cuando su padre lo ató de
los pies y lo entregó a manos extrañas para que lo arrojaran en un monte intransitable. Ahí
tienes, pues, cómo ni Apolo dio cumplimiento a su oráculo, ni el hijo fue el asesino de su
padre, ni a Layo atormentó más la terrible profecía de que había de morir a manos de un hijo.
Así quedaron las predicciones proféticas, de las que tú no debes hacer ningún caso; porque
cuando un dios quiere hacer una revelación, fácilmente él mismo la da a conocer.
EDIPO. — ¡Cómo, desde que te estoy escuchando, ¡oh mujer!, divaga mi espíritu y me
tiembla el corazón!
YOCASTA. — ¿Qué inquietud te agita y te hace hablar así?
EDIPO. — Creo haberte oído que Layo fue muerto en un cruce de tres caminos.
YOCASTA. — Así se dijo y no cesa de repetirse.
EDIPO. — ¿Y cuál es la región en que aconteció el hecho?
YOCASTA. — En la región que se llama Fócida, y en el punto en que se divide en dos el
camino que viene de Daulia hacia Delfos.
EDIPO. — ¿Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces?
YOCASTA. — Muy poco antes que tú llegaras a ser rey de este país, se hizo esto público por
toda la ciudad.
EDIPO. — ¡Oh Júpiter!, ¿qué has decidido hacer de mí?
YOCASTA. — ¿Qué te pasa, Edipo? ¿En qué piensas?
EDIPO. — No me preguntes más; dime cuál era el aspecto de Layo y la edad que tenía.
YOCASTA. — Era alto; las canas empezaban ya a blanquearle la cabeza, y su fisonomía no
desemejaba mucho de la tuya.
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EDIPO. — ¡Desdichado de mí! Creo que contra mí mismo acabo de lanzar terribles
maldiciones, sin darme cuenta.
YOCASTA. — ¿Qué dices? Me lleno de temor al mirarte, ¡Oh rey!
EDIPO. — Me inquieta horriblemente el temor de que el adivino acierte. Pero me aclararás
más el asunto, si me dices una sola cosa
YOCASTA. — También estoy yo llena de zozobra; te contestaré a lo que me preguntes, si lo
sé.
EDIPO. — ¿Viajaba solo, o llevaba gran escolta, como convenía a un rey?
YOCASTA. — Cinco eran en conjunto, y entre ellos un heraldo. Un coche solo llevaba a
Layo.
EDIPO. — ¡Ay, ay!, esto está ya claro. ¿Quién es el que os dio estas noticias, mujer?
YOCASTA. — Un criado, que fue el único que se salvó.
EDIPO. — ¿Y se encuentra ahora en palacio?
YOCASTA. — No; porque cuando a su vuelta de allí te vio a ti en el trono y a Layo muerto,
me suplicó, asiéndome de la mano, que le enviara al campo a apacentar los ganados, para vivir
lo más lejos posible de la ciudad. Y yo lo envié; porque era un criado digno de esta y de otra
mayor gracia.
EDIPO. — ¿Cómo haremos que venga lo más pronto posible?
YOCASTA. — Fácilmente; pero ¿para qué lo quieres?
EDIPO. — Me temo, mujer, haber hablado demasiado acerca de este asunto; por lo cual,
deseo verlo.
YOCASTA. — Vendrá, pues; pero también soy merecedora de saber las cosas que te
inquietan, ¡oh rey!
EDIPO. — No pienses que te las voy a callar en medio de la incertidumbre en que estoy. ¿A
quién mejor que a ti podré yo contar el trance en que me hallo? Mi padre fue Pólibo el corintio,
y mi madre la doria Merope. Fui el hombre más respetado entre todos los ciudadanos hasta
que me ocurrió el siguiente caso, digno de admirar, pero no tanto que debiera llegar a
inquietarme. En un banquete, un hombre que había bebido demasiado me dijo en su
borrachera que yo era hijo fingido de mi padre. Apesadumbrado yo por la injuria, aguanté a
duras penas aquel día; pero al siguiente pregunté por ello a mi padre y a mi madre, quienes
llevaron muy a mal el ultraje, y se indignaron contra el que lo había proferido. Las palabras de
ambos me sosegaron; pero, sin embargo, me escocía siempre aquel reproche, que había
penetrado hasta el fondo de mi corazón. Sin que supieran nada mis padres me fui a Delfos,
donde Febo me rechazó, sin creerme digno de obtener contestación a las preguntas que le hice;
pero me reveló los males más afrentosos, terribles y, funestos, diciendo que yo había de casar
con mi madre con la cual engendraría una raza odiosa al género humano; y también que yo
sería el asesino del padre que me engendró. Desde que oí yo tales palabras, procurando
siempre averiguar por medio de los astros la situación de Corinto, andaba errante lejos de su
suelo, buscando lugar donde jamás viera el cumplimiento de las atrocidades que de mí vaticinó
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el oráculo. Pero en mi marcha llegué al sitio en que tú dices que mataron al tirano Layo. Te diré
la verdad, mujer. Cuando ya me hallaba yo cerca de esa encrucijada, un heraldo y un hombre
de las señas que tú me has dado, el cual iba en un coche tirado por jóvenes caballos, toparon
conmigo. El cochero y el mismo anciano me empujaron violentamente, por lo que yo, al que
me empujaba, que era el cochero, le di un golpe con furia; pero el anciano que vio esto, al ver
que yo pasaba por el lado del coche, me infirió dos heridas con el aguijón en medio de la
cabeza. No pagó él de la misma manera: porque del golpe que le di con el bastón que llevaba
en la mano, cayó rodando del medio del coche, quedando en el suelo boca arriba: enseguida,
los maté a todos. Si pues, ese extranjero tiene alguna relación con Layo, ¿quién hay ahora que
sea más miserable que yo?
¿Qué hombre podrá haber que sea más infortunado? Ningún extranjero ni ciudadano puede
recibirme en su casa, ni hablarme: todos deben desecharme de sus moradas. Y no es otro, sino
yo mismo, quien tales maldiciones ha lanzado sobre mí. Estoy mancillando el lecho del muerto
con las mismas manos con que lo maté. ¿No nací, pues, siendo criminal? ¿No soy un ser todo
impuro? Pues cuando es preciso que yo huya desterrado y que en mi destierro no me sea
posible ver a los míos ni entrar en mi patria, ¿es también necesario que me una en casamiento
con mi madre y mate a mi padre, a Pólibo, que me engendró y me educó? ¿No dirá con razón
cualquiera que medite esto, que todo ello lo dirige contra mí una deidad cruel? Nunca, nunca,
¡oh santa majestad divina!, vea yo ese día, sino que desaparezca borrado de los mortales, antes
que ver impresa en mí la mancha de la deshonra.
CORO. — También nosotros, ¡oh rey!, estamos llenos de espanto; pero hasta que te enteres
del testigo de estos hechos, ten esperanza.
EDIPO. — Y en verdad que la única esperanza que me queda es aguantar a que venga ese
pastor.
YOCASTA. — Y en cuanto venga, ¿qué piensas hacer?
EDIPO. — Voy a decírtelo. Si efectivamente dice lo mismo que tú has dicho, nada tengo yo
que temer.
YOCASTA. — ¿Qué palabra tan importante es la que me oíste?
EDIPO. — Has dicho que él manifestó que lo mataron unos ladrones. Si ahora persiste en
afirmar que eran varios, no lo maté yo; pues uno solo nunca puede ser igual a muchos; pero si
dice que lo mató un hombre solo, claro está ya que ese crimen recae sobre mí.
YOCASTA. — Pues sabe que públicamente hizo tal declaración y no es posible que ahora se
retracte; porque la oyó toda la ciudad, no yo solamente. Y aun cuando se apartara un poco de
su declaración anterior, nunca jamás, ¡oh rey!, probaría que tú seas el matador de Layo, quien,
según el oráculo de Apolo, debía morir a manos del hijo que tuviera de mí. Y claro está que no
pudo matarlo aquel hijo desdichado, porque murió antes que él. De modo que ni en este caso
ni en ningún otro que en adelante ocurra, he de prestar fe a ningún oráculo.
EDIPO. — Muy bien has discurrido; pero, sin embargo, envía a llamar al pastor; no difieras
esto.
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YOCASTA. — Voy a enviar enseguida; pero entremos en palacio, que nada haré que no sea
de tu gusto.
CORO. — ¡Ojalá me asistiera siempre la suerte de guardar la más piadosa veneración a las
predicciones y resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las celestes regiones donde han
sido engendradas! El Olimpo sólo es su padre: no las engendró la raza mortal de los hombres,
ni tampoco el olvido las adormece jamás. En ellas vive un dios poderoso que nunca envejece.
Pero el orgullo engendra tiranos. El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha
altanería, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para despeñarse en tal
precipicio, de donde le es imposible salir. Yo ruego a la divinidad que no se malogre el buen
éxito del esfuerzo que la ciudad está haciendo, y para ello jamás dejaré de implorar la
protección divina. Si hay algún orgulloso que de obra o de palabra proceda sin temor a la
justicia ni respeto a los templos de los dioses, que cruel destino le castigue por su culpable
arrogancia; y lo mismo al que se enriquece con ilegítimas ganancias y comete actos de impiedad
o se apodera insolentemente de las cosas santas. ¿Qué hombre en estas circunstancias puede
vanagloriarse de alejar de su alma los golpes del remordimiento? Porque si tales actos fuesen
honrosos, ¿qué necesidad tendría yo de festejar a los dioses con coros? Nunca iré yo al
venerable santuario de Delfos para honrar a los dioses, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si
estos oráculos no llegan a cumplirse a la faz de todo el mundo. Pero, ¡oh poderoso Júpiter, si
realmente todo lo sabes y del mundo eres rey, nada debe ocultarse a tus miradas ni a tu eterno
imperio. Los oráculos se desprecian ya; en los sacrificios no se manifiesta Apolo. La religión va
hacia su ruina.
YOCASTA. — Señores de esta tierra, se me ha ocurrido la idea de ir a los templos de los
dioses con estas coronas y perfumes que llevo en las manos; porque Edipo se ha lanzado en un
torbellino de inquietudes que le torturan el corazón. En vez de juzgar, como hace un hombre
sensato, de los recientes oráculos por las predicciones pasadas, no atiende más que al que le
dice algo que le avive sus sospechas. Y puesto que nada puedo lograr con mis consejos, ante ti,
¡oh Apolo Licio!, que aquí mismo tienes el templo, me presento suplicante con estas ofrendas,
para que nos des favorable remedio a nuestra desgracia; pues temblamos todos al ver aturdido
a nuestro rey, como piloto en una tempestad.
MENSAJERO. — Extranjeros, ¿podría saber de vosotros dónde está el palacio del tirano
Edipo? Mejor sería que me dijerais, si lo sabéis, dónde se encuentra él.
CORO. — Éste es su palacio y dentro se halla él, extranjero. Ésta es la mujer de sus hijos.
MENSAJERO. — Pues dichosa seas siempre, lo mismo que todos los tuyos, siendo tan
cumplida esposa de aquél.
YOCASTA. — Lo mismo te deseo, extranjero, que bien lo mereces por tu afabilidad. Pero
dime qué es lo que te trae aquí, y lo que quieras anunciarme.
MENSAJERO. — Buenas nuevas, mujer, para tu familia y tu marido.
YOCASTA. — ¿Qué nuevas son ésas? ¿De parte de quién vienes?
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MENSAJERO. — De Corinto. Lo que te voy a decir te llenará al momento de alegría, ¿cómo
no?; pero lo mismo podría afligirte.
YOCASTA. — ¿Qué noticia es ésa y qué virtud tiene para producir tan contrarios efectos?
MENSAJERO. — Los habitantes del istmo, según por allí se dice, van a proclamarle rey.
YOCASTA. — ¿Pues qué, ya no reina allí el anciano Pólibo?
MENSAJERO. — No; que la muerte lo ha llevado ya al sepulcro.
YOCASTA. — ¿Qué dices? ¿Ha muerto Pólibo?
MENSAJERO. — Y muera yo si no digo la verdad.
YOCASTA. — Muchacha, al amo enseguida corriendo con esta noticia. ¡Oh pre- dicciones de
los dioses!, ¿qué es de vosotras? Edipo huyó hace tiempo de este hombre por temor de
matarlo; y ahora, ya lo veis, ha muerto por su propia suerte, y no a manos de aquél.
EDIPO. — ¡Oh queridísima esposa mía Yocasta! ¿para qué me haces venir aquí desde
palacio?
YOCASTA. — Oye a este hombre, y considera después de oírle lo que vienen a ser los
venerados oráculos de los dioses.
EDIPO. — ¿Quién es éste y qué me quiere decir?
YOCASTA. — Viene de Corinto para anunciarte que tu padre Pólibo ya no existe, sino que
ha muerto.
EDIPO. — ¿Qué dices, extranjero? Explícame tú mismo lo que acabas de decir.
MENSAJERO. — Si es menester que repita claramente lo que ya he dicho, ten por cierto que
aquél ha muerto ya.
EDIPO. — ¿Cómo? ¿Violentamente o por enfermedad?
MENSAJERO. — El menor contratiempo mata a los ancianos.
EDIPO. — ¿De enfermedad, a lo que parece, ha muerto el pobre?
MENSAJERO. — Y, sobre todo, de viejo.
EDIPO. — ¡Huy, huy! ¿Quién pensará ya, mujer, en consultar el altar profético de Delfos o
el graznido de las aves, según cuyas predicciones debía yo matar a mi padre? Él, muerto ya,
reposa bajo tierra; y yo, que aquí estoy, no soy el que lo he matado, a no ser que haya muerto
por la pena de mi ausencia; sólo así sería yo el causante de su muerte. Pero Pólibo, llevándose
consigo los antiguos oráculos, que de nada han servido, yace ya en los infiernos.
YOCASTA. — ¿No te lo dije yo hace tiempo?
EDIPO. — Lo dijiste; pero yo me dejaba llevar de mis sospechas.
YOCASTA. — Sacúdelas ya todas de tu corazón.
EDIPO. — ¿Y cómo? ¿No me ha de inquietar aún el temor de casarme con mi madre?
YOCASTA. — ¿Por qué? ¿Debe el hombre inquietarse por aquellas cosas que sólo dependen
de la fortuna y sobre las cuales no puede haber razonable previsión? Lo mejor es abandonarse
a la suerte siempre que se pueda. No te inquiete, pues, el temor de casarte con tu madre.
Muchos son los mortales que en sueños se han unido con sus madres; pero quien desprecia
todas esas patrañas, ése es quien vive feliz.
26
EDIPO. — Muy bien dicho estaría todo eso si no viviera aún la que me parió.
Pero como vive, preciso es que yo tema, a pesar de tus sabias advertencias.
YOCASTA. — Pues gran descanso es la muerte de tu padre.
EDIPO. — Grande, lo confieso; pero por la que vive, temo. MENSAJERO. — ¿Cuál es esa
mujer por la que tanto temes?
EDIPO. — Es Merope, ¡oh anciano!, con quien vivía Pólibo.
MENSAJERO. — ¿Y qué es lo que te infunde miedo de parte de ella?
EDIPO. — Un terrible oráculo del dios, ¡oh extranjero!
MENSAJERO. — ¿Puede saberse, o no es lícito que otro se entere?
EDIPO. — Sí. Me profetizó Apolo hace tiempo que mi destino era casarme con mi propia
madre y derramar con mis manos la sangre de mi padre. Por tal motivo que me ausenté de
Corinto hace ya tiempo; me ha ido bien, a pesar de que la mayor felicidad consiste en gozar de
la vista de los padres.
MENSAJERO. — ¿De suerte que por temor a esto te expatriaste de allí?
EDIPO. — Por temor de ser el asesino de mi padre, ¡oh anciano!
MENSAJERO. — ¿Y cómo yo, que he venido con el deseo de servirte, no te he librado ya de
ese miedo?
EDIPO. — Y en verdad que digno premio recibirías de mí.
MENSAJERO. — Pues por eso principalmente vine; para que así que llegues a tu patria me
des una recompensa.
EDIPO. — Pero jamás iré yo a vivir con los que me engendraron.
MENSAJERO. — ¡Ah, hijo!, claramente se ve que no sabes lo que haces...
EDIPO. — ¿Cómo es eso, anciano? Por los dioses, dímelo.
MENSAJERO. — Si por eso temes volver a tu patria.
EDIPO. — Temo que Apolo acierte en lo que ha predicho de mí.
MENSAJERO. — ¿Es que tienes miedo de cometer algún sacrilegio con tus padres?
EDIPO. — Eso mismo, anciano, eso me aterroriza siempre.
MENSAJERO. — ¿Y sabes que no hay razón ninguna para que temas?
EDIPO. — ¿Cómo no, si ellos son los padres que me engendraron?
MENSAJERO. — Porque Pólibo no tenía ningún parentesco contigo.
EDIPO. — ¿Qué has dicho? Pólibo, ¿no me engendró?
MENSAJERO. — No más que yo, sino lo mismo que yo.
EDIPO. — ¿Cómo el que me engendró se ha de igualar con quien nada tiene que ver
conmigo?
MENSAJERO. — Como que ni te engendró él ni yo.
EDIPO. — Pues ¿por qué me llamaba hijo?
MENSAJERO. — Porque, fíjate bien, un día te recibió de mis manos como un presente.
EDIPO. — ¿Y así habiéndome recibido de extrañas manos, pudo amarme tanto?
MENSAJERO. — Sí, porque antes le afligía el no tener hijos.
27
EDIPO. — ¿Y tú me habrías comprado, o encontrándome por casualidad me pusiste en sus
manos?
MENSAJERO. — Te encontré en las cañadas del Giterón.
EDIPO. — ¿Y a qué ibas tú por esos lugares?
MENSAJERO. — Guardaba los rebaños que pacían por el monte.
EDIPO. — ¿Luego fuiste pastor errante y asalariado?
MENSAJERO. — Y tu salvador, hijo, en aquella ocasión.
EDIPO. — ¿Qué dolores me afligían cuando me recogiste?
MENSAJERO. — Las articulaciones de tus pies te lo atestiguarán.
EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Por qué me haces mención de esta antigua desgracia?
MENSAJERO. — Cuando te desaté tenías atravesadas las puntas de los pies.
EDIPO. — Horrible injuria que me causaron las mantillas.
MENSAJERO. — Como que por eso se te puso el nombre que tienes.
EDIPO. — ¿Quién me lo puso? ¿Mi padre o mi madre? ¡Por los dioses, habla!
MENSAJERO. — No sé; el que te puso en mis manos sabe esto mejor que yo.
EDIPO. — ¿Luego me recibiste de manos de otro y no me encontraste por una casualidad?
MENSAJERO. — No, sino que te recibí de otro pastor.
EDIPO. — ¿Quién es ése? ¿Lo sabes, para decírmelo?
MENSAJERO. — Se decía que era uno de los criados de Layo.
EDIPO. — ¿Acaso del que fue rey de este país?
MENSAJERO. — Ciertamente; de ese hombre era el pastor.
EDIPO. — ¿Vive aún ese pastor, para que yo pueda verlo?
MENSAJERO. — Vosotros lo sabréis mejor que yo, pues vivís en el país.
EDIPO. — ¿Hay alguno de vosotros, los que estáis aquí presentes, que conozca al pastor a
que se refiere este hombre, ya por haberlo visto en el campo, ya en la ciudad? Decídmelo; que
tiempo es de aclarar todo esto.
CORO. — Creo que no es otro que ese del campo que antes deseabas ver; pero ahí está
Yocasta, que te podrá enterar mejor que nadie.
EDIPO. — Mujer, ¿sabes si ese hombre que hace poco enviamos a buscar es el mismo a
quien éste se refiere?
YOCASTA. — ¿De quién habla ése? No hagas caso de nada, y haz por olvidarte de toda esa
charla inútil.
EDIPO. — No puede ser que yo, con tales indicios, no aclare mi origen.
YOCASTA. — Déjate estar de eso, por los dioses, si algo te interesas por tu vida, que
bastante estoy sufriendo yo.
EDIPO. — No tengas miedo, que tú, aunque yo resultara esclavo, hijo de mujer esclava
nacida de otra esclava, no aparecerás menoscabada en tu honor.
YOCASTA. — Sin embargo, créeme, te lo suplico, no prosigas eso.
EDIPO. — No puedo obedecerte hasta que no sepa esto con toda claridad.
28
YOCASTA. — Pues porque pienso en el bien tuyo, te doy el mejor consejo.
EDIPO. — Pues esos buenos consejos me atormentan hace ya tiempo.
YOCASTA. — ¡Ay malaventurado! ¡Ojalá nunca sepas quién eres!
EDIPO. — Pero ¿no hay quien me traiga aquí a ese pastor? Dejad que ésta se regocije de su
rica genealogía.
YOCASTA. — ¡Ay, ay, infortunado!, que eso es lo único que puedo decirte, porque en
adelante no te hablaré ya más.
CORO. — ¿Por qué, Edipo, se ha ido tu mujer arrebatada de violenta desesperación? Temo
que tales lamentos estallen en grandes males.
EDIPO. — Que estallen, si es menester; que yo quiero conocer mi origen, aunque éste sea de
lo más humilde. Ella, naturalmente, como mujer que es, tiene orgullo, y se avergüenza de mi
oscuro nacimiento. Pero yo, que me considero hijo de la fortuna, que me ha colmado de
dones, no me veré nunca deshonrado. De tal madre nací; y los meses que empezaron al nacer
yo, son los que determinaron mi grandeza y mi abatimiento. Y siendo tal mi origen, no puede
resultar que yo sea otro, hasta el punto de querer ignorar de quién procedo.
CORO. — Si yo soy adivino y tengo recto criterio, juro por el Olimpo inmenso,
¡oh Citerón!, que no llegará el nuevo plenilunio sin que a ti, como a padre de Edipo y como
a nodriza y madre, te ensalce y te celebre en mis danzas, por los beneficios que dispensaste a
nuestro rey. ¡Glorioso Apolo!, séante gratas mis súplicas. ¿Cuál a ti, ¡oh hijo!, cuál te parió,
pues, de las dichosas ninfas, unida con el padre Pan, que va por los montes? ¿Acaso alguna
desposada con Apolo? Pues a éste todas las planicies que frecuentan pastores le son queridas.
¿Será Mercurio o el dios Baco, que, habitando en las cimas de los montes, te recibiera cormo
engendro de las ninfas de graciosos ojos, con las que él frecuentemente se solaza?
EDIPO. — Si os parece bien ¡oh ancianos!, que yo que nunca he tenido relación con ese
hombre exponga mi opinión, creo ver al pastor que hace tiempo buscarnos. Pues por su
avanzada vejez le conviene cuanto se ha dicho de él; además de que reconozco como siervos
míos a los que lo llevan. Pero tú que lo has conocido, mejor que yo podrás decirlo pronto al
verlo delante de ti.
CORO. — Lo reconozco; bien lo has conocido. Ese hombre, como pastor, era uno de los
más fieles de Layo.
EDIPO. — A ti me dirijo primero, extranjero corintio. ¿Te referías a este hombre?
MENSAJERO. — A ese mismo qué estás viendo.
EDIPO. — ¡Eh!, tú anciano; aquí, cara a cara, contéstame a todo lo que te pregunte. ¿Fuiste
tú de Layo?
EL CRIADO. — Sí; esclavo no comprado, sino nacido en casa.
EDIPO. — ¿En qué labor te ocupabas o cuál era tu vida?
EL CRIADO. — De los rebaños cuidé la mayor parte del tiempo.
EDIPO. — ¿Y qué regiones recorrías con más frecuencia?
EL CRIADO. — El Citerón y las regiones vecinas.
29
EDIPO. — Y a este hombre, ¿recuerdas si lo has visto alguna vez?
EL CRIADO. — ¿En qué circunstancias? ¿De qué hombre hablas?
EDIPO. — De este que está presente. ¿Has tenido trato alguno con él?
EL CRIADO. — No te lo puedo decir en este momento; no recuerdo.
MENSAJERO. — No es de admirar, señor; pero yo le haré recordar claramente lo que ha
olvidado, pues yo sé muy bien que él se acuerda de cuando en los prados del Citerón
apacentaba él dos rebaños, y yo uno solo, y los dos pasábamos juntos tres semestres enteros,
desde el fin de la primavera hasta que apareciera la estrella Arturo. Al llegar el invierno recogía
yo mi rebaño en mis apriscos y éste en los corrales de Layo. ¿Es o no verdad esto que digo?
EL CRIADO. — Dices verdad, aunque ha pasado mucho tiempo.
MENSAJERO. — Dime, pues, ahora: ¿sabes que entonces me entregaste un niño para que yo
lo criase como si fuera hijo mío?
EL CRIADO. — ¿Y qué? ¿Por qué me haces ahora esa pregunta?
MENSAJERO. — Éste es, amigo, aquel que entonces era niño.
EL CRIADO. — ¡Ojalá te murieras enseguida! ¿No te callarás?
EDIPO. — ¡Eh!, no le insultes, viejo; que tus palabras son más merecedoras de represión que
las de éste.
EL CRIADO. — ¡Oh excelentísimo señor! ¿En qué he faltado?
EDIPO. — En no responder a lo que éste te pregunta acerca de aquel niño.
EL CRIADO. — Porque no sabe lo que se dice y trabaja en vano.
EDIPO. — Tú no quieres hablar de buen grado, pero hablarás a la fuerza.
EL CRIADO. — Por los dioses, señor, no insultes a este anciano.
EDIPO. — Atadle enseguida las manos por detrás de la espalda.
EL CRIADO. — ¡Infortunado! ¿Para qué? ¿Qué quieres saber?
EDIPO. — ¿Entregaste tú a éste el niño por quien te pregunta?
EL CRIADO. — Se lo entregué. Ojalá me hubiera muerto aquel día.
EDIPO. — Pues morirás hoy si no dices la verdad.
EL CRIADO. — Más me mata el tener que decirla.
EDIPO. — Este hombre, a lo que parece, dilata la contestación.
EL CRIADO. — No, en verdad, pues ya he dicho que se lo entregué hace tiempo.
EDIPO. — ¿Y de dónde lo recogiste? ¿Era tuyo o de otro?
EL CRIADO. — Mío no era; lo recibí de otro.
EDIPO. — ¿De qué ciudadano y de qué casa?
EL CRIADO. — No, por los dioses, señor, no me preguntes más.
EDIPO. — Muerto eres si tengo que repetirte la pregunta.
EL CRIADO. — Pues había nacido en el palacio de Layo.
EDIPO. — ¿Era siervo o hijo legítimo de aquél?
EL CRIADO. — ¡Ay de mí! Me horroriza el decirlo.
EDIPO. — Y a mí el escucharlo; pero, sin embargo, es preciso que lo oiga.
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EL CRIADO. — De aquél se decía que era hijo; pero la que está en palacio, tu mujer, te dirá
mejor que yo cómo fue todo esto.
EDIPO. — ¿Es que fue ella misma quien te lo entregó?
EL CRIADO. — Sí, rey.
EDIPO. — ¿Y para qué?
EL CRIADO. — Para que lo matara...
EDIPO. — ¿Y lo había parido la infeliz?
EL CRIADO. — Por temor de funestos oráculos.
EDIPO. — ¿Cuáles?
EL CRIADO. — Se decía que él había de matar a sus padres.
EDIPO. — ¿Y cómo se lo entregaste tú a este viejo?
EL CRIADO. — Me compadecí, señor, creyendo que se lo llevaría a tierra extraña, a la patria
de donde él era. Pero éste lo conservó para los mayores males, porque si eres ése a quien éste
se refiere, considérate el más infortunado de los hombres.
EDIPO. — ¡Ay, ay! Ya está todo aclarado. ¡Oh luz!, sea éste el último día que te vea quien
vino al mundo engendrado por quienes no debían haberle dado el ser, contrajo relaciones con
quienes le estaban prohibidas y mató a quien no debía.
CORO. — ¡Oh generaciones humanas! Cómo en mi cálculo, aunque reboséis de vida, sois lo
mismo que la nada. ¿Qué hombre, pues, qué hombre goza de felicidad más que el momento en
que se lo cree, para enseguida declinar? Con tu ejemplo a la vista y con tu sino, ¡oh infortunado
Edipo!, no creo ya que ningún mortal sea feliz. Quien dirigiendo sus deseos a lo más alto llegó
a ser dueño de la más suprema dicha, ¡ay, Júpiter!, y después de haber aniquilado a la virgen de
corvas uñas, cantadora de oráculos, se levantó en medio de nosotros como una valla contra la
muerte, por lo que fue proclamado nuestro rey y recibió los mayores honores, reinando en la
grande Tebas, ¿no es ahora el más infortunado de los hombres? ¿Quién se ve envuelto en más
atroces desgracias y en mayores crímenes por una alternativa de la vida? ¡Oh ilustre Edipo! ¿El
propio asilo de tu casa fue bastante para que cayeras en él, como hijo, como padre y como
marido? ¿Cómo es posible, ¡oh infeliz!, como, que el seno fecundado por tu padre te pudiera
soportar en silencio tanto tiempo? Lo descubrió a pesar tuyo el tiempo, que todo lo ve, y
condenó ese himeneo execrable, donde engendraba a su vez el que fue engendrado. ¡Ay, hijo
de Layo! ¡Ojalá, ojalá nunca te hubiera visto, pues me haces llorar, exhalando dolorosos
lamentos de mi boca! Y para decir verdad, de ti recibí la vida, por ti calmé mis congojas.
MENSAJERO. — ¡Oh siempre respetabilísimos señores de esta tierra! ¡Qué cosas vais a oír y
qué desgracias veréis y cuán grande dolor sentiréis, si como patriotas os inspira interés la casa
de los Labdácidas! Yo creo que ni el Istro ni el Fasis podrán lavar con sus aguas las impurezas
que ese palacio encierra, y los crímenes que ahora salen a la luz, voluntarios, no involuntarios.
Pues de todas las calamidades, las que más deben sentirse son las que uno se procura por sí
mismo.
31
CORO. — La que nosotros ya sabemos, por cierto que es muy dolorosa. ¿Vienes a
anunciarnos otra?
MENSAJERO. — Brevemente os la diré y la sabréis: ha muerto la excelsa Yocasta.
CORO. — ¡Ay, desdichada! ¿Quién la ha matado?
MENSAJERO. — Ella por sí misma. De todo lo sucedido ignoro lo más doloroso, pues no
estuve presente. Pero, sin embargo, en tanto que mi memoria los recuerde, sabrás los
sufrimientos de aquella infortunada. Cuando arrebatada por el furor atravesó el vestíbulo de
palacio, se lanzó derechamente hacia el lecho nupcial, arrancándose la cabellera con ambas
manos. Apenas entró cerró la puerta por dentro y empezó a invocar al difunto Layo, muerto
hace tiempo, rememorando los antiguos concúbitos que debían matarle a él y dejar a la madre
para engendrar hijos con su propio hijo en infandas nupcias. Y lloraba amargamente por el
hecho de que la infeliz concibió de su marido otro marido y de su hijo otros hijos. Después de
esto no sé cómo se mató; porque como entró Edipo dando grandes alaridos, nos impidió
contemplar la desgracia, pues nos fuimos todos hacia él, rodeándole por todas partes, porque
corría desatentado pidiendo que le diéramos una espada, y que le dijésemos dónde estaba la
esposa que no era esposa y en cuyo seno maternal fueron concebidos él y los propios hijos de
él. Y furioso como estaba —un genio se lo indicó, pues no se lo dijo nadie de los que le
rodeábamos—, dando un horrendo grito, y como si fuera guiado por alguien, se arrojó sobre
las puertas: las derribó de los goznes y se precipitó en la sala nupcial donde vimos a la reina
colgando de las fatales trenzas que la habían ahogado. En seguida que la vio el desdichado,
dando un horrible rugido, desató el lazo de que colgaba, y cuando en tierra cayó la infeliz —
aquello fue espectáculo horrible—, arrancándole los broches de oro con que se había sujetado
el manto, se hirió los ojos diciendo que así no vería más ni los sufrimientos que padecía ni los
crímenes que había cometido, sino que, envueltos en la oscuridad, ni verían en adelante a
quienes no debían haber visto, ni conocerían a los que nunca debieron haber conocido. Y
mientras así se lamentaba, no cesaba de darse golpes y desgarrarse los ojos. Al mismo tiempo,
sus ensangrentadas pupilas le teñían la barba, pues no echaban la sangre a gotas, sino que,
como negra lluvia y rojizo granizo, se la bañaban.
Estalló la desesperación de ambos, no de uno solo, confundiendo en la desgracia al marido
y a la mujer. La felicidad de que antes disfrutaban y nos parecía verdadera felicidad, convertida
quedó hoy en gemidos, desesperación, muerte y oprobio, sin que falte ninguno de los hombres
que sirven para designar toda suerte de desgracias.
CORO. — ¿Y qué hace ahora el desdichado, en medio de su infortunio?
MENSAJERO. — Pide a gritos que abran las puertas y expongan ante todos los tebanos al
parricida diciendo blasfemias que yo no debo decir, y añadiendo que va a alejarse de esta tierra
y que no debe permanecer en ella sujeto a las maldiciones que contra sí mismo él lanzó.
Necesita, sin embargo, de quien le sostenga y le guíe, pues su desgracia es demasiado para que
pueda sobrellevarla; lo vas a ver, pues las puertas se abren; pronto verás un espectáculo capaz
de mover a compasión al más cruel enemigo.
32
CORO. — ¡Oh desgracia, que a los hombres horroriza el verla! ¡Oh, la más horrible de
cuantas he visto yo! ¡Infeliz! ¿Qué Furia te dominó? ¿Cuál es la Furia que, abalanzándose sobre
ti, el más infortunado de los hombres, te subyugó en tu desdichadísima suerte? Porque no
tengo valor para mirarte, a pesar de que deseo preguntarte muchas cosas, saberlas de ti y
contemplarte. Tal es el horror que me infundes.
EDIPO. — ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Infeliz de mí! ¿Dónde estoy con mi desdicha? ¿Adónde vuela mi
vibrante voz? ¡Oh demonio! ¿Adónde me has precipitado?
CORO. — A una desgracia horrible, inaudita, espantable.
EDIPO. — ¡Oh nube tenebrosa y abominable que como monstruo te has lanzado sobre mí,
indomable e irremediable! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cómo me penetran las punzadas del dolor y el
recuerdo de mis crímenes!
CORO. — Y no es de admirar que en medio de tan grandes sufrimientos llores y te aflijas
por la doble desgracia que te oprime.
EDIPO. — Tú sigues siendo mi compañero fiel, ya que tienes cuidado de este ciego. ¡Ay, ay!
No se me oculta quién eres, pues aunque ciego, conozco muy bien tu voz.
CORO. — ¡Qué atrocidad has cometido! ¿Cómo tuviste valor para arrancarte así los ojos?
¿Qué demonio te incitó?
EDIPO. — Apolo es el culpable, Apolo, amigos míos; él es el autor de mis males y crueles
sufrimientos. Pero nadie me hirió, sino yo mismo en mi desgracia.
¿Para qué me servía la vista, si nada podía mirar que me fuese grato ver?
CORO. — Así es, como lo dices.
EDIPO. — ¿Qué cosa, en verdad, puedo yo mirar ni amar? ¿A quién puedo yo dirigir la
palabra o escuchar con placer, amigos? Echadme de esta tierra lo más pronto posible,
desterrad, amigos, a la mayor calamidad, al hombre maldito y más aborrecido que ningún otro
de los dioses.
CORO. — Digno de lástima eres, lo mismo por tus remordimientos que por tu desgracia.
¡Cómo quisiera nunca haberte conocido!
EDIPO. — ¡Ojala muera, quienquiera que sea, el que en el monte desató los crueles lazos de
mis pies y me libró y salvó de la muerte, sin hacerme ninguna gracia! Pues muriendo entonces,
no habría sido, ni para mí ni para mis amigos, causa de tanto dolor.
CORO. — Y yo también quisiera que así hubiese sucedido.
EDIPO. — Nunca habría llegado a ser asesino de mi padre, ni los mortales me habrían
llamado marido de la que me dio el ser. Pero ahora me veo abandonado de los dioses; soy hijo
de padres impuros y he participado criminalmente del lecho de los que me engendraron. La
desgracia mayor que pueda haber en el mundo le tocó en suerte a Edipo.
CORO. — No sé cómo pueda decir que hayas tomado buena determinación; mejor te fuera
no existir que vivir ciego.
EDIPO. — Que no sea lo mejor lo que he hecho, ni tienes que decírmelo ni tampoco darme
consejos. Pues yo no sé con qué ojos, si la vista conservara, habría podido mirar a mi padre
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llegando al infierno, ni tampoco a mi infortunada madre, pues mis crímenes con ellos dos son
mayores que los que expían con la estrangulación. Pero ¿acaso la vista de mis hijos —
engendrados como fueron engendrados— podía serme grata? No, de ningún modo; a mis ojos,
jamás. Ni la ciudad, ni las torres, ni las imágenes sagradas de los dioses, de todo lo cual, yo, en
mi malaventura —siendo el único que tenía la más alta dignidad en Tebas—, me privé a mí
mismo al ordenar a todos que expulsaran al impío, al que los dioses y mi propia familia hacían
aparecer como impura pestilencia; y habiendo yo manifestado tal deshonra como mía, ¿podía
mirar con buenos ojos a éstos? De ninguna manera; porque si del sentido del oído pudiese
haber cerradura en las orejas, no aguantaría yo el no habérselas cerrado a mí desdichado
cuerpo, para que fuese ciego y además nada oyese, pues vivir con el pensamiento apartado de
los males es cosa dulce. ¡Oh Citerón!, ¿por qué me recibiste? ¿Por qué, al acogerme, no me
mataste enseguida, para que jamás hubiera manifestado a los hombres de dónde había nacido?
¡Oh Pólibo! ¡Oh Corinto y venerable palacio que yo creía de mi padre! ¡Cómo criasteis en mí
una hermosura que no era más que envoltura de maldades! Ahora, pues, me convenzo de que
soy perverso y de perversa raza nacido. ¡Oh tres caminos y ocultas cañadas y espesa selva y
estrechura de la encrucijada, que mi sangre por mis mismas manos bebisteis de mi padre!
¿Acaso recordáis aún los crímenes que en vosotros cometí, y luego, al llegar aquí, cuáles he
cometido? ¡Oh nupcias, nupcias; me engendrasteis, y habiendo concebido, fecundasteis de
nuevo el mismo semen y disteis a luz padres, hermanos, hijos —sangre de la misma familia—,
novias, esposas y madres y cuantas cosas ignominiosas entre los hombres haya! Pero como no
se debe decir lo que no es hermoso hacer, cuanto más pronto, ¡por los dioses!, echadme,
ocultadme en alguna parte; matadme o arrojadme al mar, donde jamás me podáis ver ya.
Venid; dignaos tocar a un hombre miserable. Creedme, no temáis; que mis desgracias no hay
quien, sino yo, sea capaz de soportarlas entre los hombres.
CORO. — Pues, respecto de los que pides, a propósito viene aquí Creonte, para obrar y
deliberar, porque en tu lugar queda él como único rey del país.
EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Qué palabras diré a éste? ¿Qué confianza me puede merecer en
justicia, si antes contra él en todo he sido malo?
CREONTE. — No para reírme, Edipo, he venido, ni para escarnecerte en nada por tus
pasadas desgracias. Pero si vosotros, los de Coro no tenéis ya sentimientos de respeto para con
la raza humana, temed al menos a esa llama del rey Sol que todo lo alimenta, para que no se
exhiba así al descubierto este ser impuro, que ni la tierra, ni la celestial lluvia, ni la luz pueden
acoger, sino que entradle enseguida en palacio, pues sólo a los parientes permite la piedad el
que puedan ver y atender a las personas impuras de la familia.
EDIPO. — ¡Por los dioses! Puesto que sacándome de mi equivocada creencia vienes lleno de
razón a mí, que soy el hombre más perverso, créeme en algo que por ti, no por mí, diré.
CREONTE. — ¿Y de qué tienes necesidad, que con tanto deseo me pides?
EDIPO. — Échame de esta tierra lo más aprisa posible, adonde muera sin que ninguno de
los mortales me pueda hablar.
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CREONTE. — Ya habría hecho eso, tenlo entendido, si no quisiera preguntar antes al
oráculo lo que debo hacer.
EDIPO. — Pues el mandato de aquél está bien manifiesto: matar al parricida y al impío, que
soy yo.
CREONTE. — Así se dijo eso; sin embargo en las circunstancias en que nos encontramos,
mejor es preguntar lo que debamos hacer.
EDIPO. — ¿De modo que por un hombre miserable vais a consultar?
CREONTE. — Y debes tú ahora tener fe en el dios.
EDIPO. — Pues te encargo y te suplico que por la que yace en palacio celebres los funerales
que quieras, pues con justicia, en bien de los tuyos los celebrarás; pero de mí no creas jamás
que vivo deba residir en esta ciudad patria, sino déjame habitar en los montes, en el que ya se
llama mi Citerón; ese que mi madre y también mi padre, vivo yo aún, determinaron que fuese
mi propia sepultura, para que muera según la determinación de aquellos que querían que se me
matara. Porque verdaderamente veo que ni enfermedad ni otro accidente alguno me puede
matar, ya que de otro modo no me habría salvado, a no ser para algún terrible mal. Siga, pues,
mi destino la marcha hacia donde la empezó. De mis hijos varones, por mí, Creonte, no tengas
cuidado —hombres son—; de modo que donde estén no ha de faltarles lo necesario para vivir;
pero sí de mis dos hijas, infortunadas y dignas de lástima, que jamás se sentaron a comer en la
mesa sin estar yo, sino que de cuanto yo gustaba de todo siempre tomaban su parte: a ellas
cuídamelas, y más aún, déjame que las toque con mis manos y llore mi desgracia. Permíteme,
¡oh rey!, permíteme tú, puro de nacimiento, que al tocarlas con mis manos creeré tenerlas
como cuando veía. ¿Qué digo? ¿No oigo ya, por lo dioses, a mis dos queridas, que lloran a
lágrima viva, y que Creonte, compadecido de mí, me las envía como a lo más querido de mis
hijos? ¿Digo verdad?
CREONTE. — La dices, que yo soy quien te ha proporcionado esto, deduciendo el consuelo
que tienes ahora por el que tenía antes.
EDIPO. — Pues ¡ojalá seas feliz! Y por haberlas hecho venir, que el dios te defienda mejor
que a mí. ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí; llegaos a estas mis manos, hermanas vuestras,
que han puesto así como veis los ojos, antes tan brillantes. Mi padre que os engendró: que yo,
para vosotras, ¡oh hijas!, sin saberlo ni inquirirlo aparecí como sembrador en el mismo campo
en que yo fui sembrado. Y lloro sobre vosotras —ya que veros no puedo— al considerar cuán
amarga es la vida que os queda, tal como la habéis de pasar entre los hombres. Pues ¿a qué
reuniones de los ciudadanos iréis, a qué fiestas, de donde no os volváis llorando a casa, en vez
de gozar del espectáculo? Y cuando ya lleguéis a la nubilidad, ¿quién será el hombre, quién, ¡oh
hijas!, que se decida a tornar oprobio tal, que para mis progenitores y para vosotras a la vez ha
de ser afrentoso? Pues ¿qué ignominia falta aquí? A su padre vuestro padre mató; a la que le
había parido fecundó, sembrando en donde él mismo había sido sembrado, y en el mismo seno
os engendró, donde él fue concebido. Tales injurias sufriréis; y así, ¿quién os va a tomar por
esposas? Nadie, ¡oh hijas!, sino que, sin duda ninguna, estériles y sin casaros es preciso que os
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marchitéis. ¡Oh hijo de Meneceo!, y que sólo tú como padre de ellas quedas —pues nosotros
dos, los que las engendramos, hemos perecido ambos—, no consientas que ellas, como
mendigas, sin maridos y sin familia, vayan errantes; ni dejes que su desgracia llegue a igualarse
con la mía, sino compadécelas, viendo que en la edad en que están, de todo quedan privadas,
excepto de lo que de ti dependa. Prométemelo, ¡oh generoso!, tocándome con tu mano. Y a
vosotras, ¡oh hijas!, si tuvierais ya reflexión, muchas cosas os aconsejaría; pero ahora esto es lo
que os deseo: que donde se os presente la ocasión de vivir, alcancéis mejor vida que el padre
que os ha engendrado.
CREONTE. — Bastante has llorado ya; entra en palacio,
EDIPO. — Hay que obedecer, aunque no sea mi gusto.
CREONTE. — Toda cosa en su punto es buena.
EDIPO. — ¿Sabes para qué voy?
CREONTE. — Dilo y me enteraré cuando lo oiga.
EDIPO. — Para que de la tierra me eches desterrado.
CREONTE. — Del dios depende la concesión que me pides.
EDIPO. — Pues a los dioses, muy odioso soy.
CREONTE. — Sin embargo, obtendrás eso pronto.
EDIPO. — ¿Lo afirmas?
CREONTE. — Lo que no siento no acostumbro decirlo vanamente.
EDIPO. — Llévame, pues, de aquí ya.
CREONTE. — Sigue, pues, y apártate de las niñas.
EDIPO. — De ninguna manera las apartes de mí.
CREONTE. — En todo no quieras disponer, porque aquello en que has dispuesto no resultó
bien para tu vida.
CORO. — ¡Oh habitantes de Tebas, mi patria! ¡Considerad aquel Edipo que adivinó los
famosos enigmas y fue el hombre más poderoso, a quien no había ciudadano que no envidiara
al verle en la dicha, en qué borrasca de terribles desgracias está envuelto! Así que, siendo
mortal, debes pensar con la consideración puesta siempre en el último día, y no juzgar feliz a
nadie antes que llegue el término de su vida sin haber sufrido ninguna desgracia.
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II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD
37
PLATÓN
CRITÓN
38
INTRODUCCIÓN
Platón (c. 428/7 – 347) fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles. Pocos
pensadores han mostrado, como él, una preocupación tan profunda y al mismo tiempo extensa
por la comprensión de la realidad. Muchos de los problemas filosóficos contemporáneos están
ya presentes en los diálogos platónicos.
Las preocupaciones políticas de Platón se relacionan en gran parte con la muerte de su
mentor, Sócrates (470 – 399 a. C.). Su maestro está presente en todos los diálogos, excepto en
las Leyes. Se discute todavía si éste fue el último diálogo que escribió el filósofo. Aunque la vida
de Sócrates fue representada también por su discípulo Jenofonte (430 – 355 a. C.) y el
comediógrafo Aristófanes (448 – 380 a. C.), los testimonios platónicos reflejan con mayor
profundidad el pensamiento socrático.
Sócrates, que se negaba a escribir, sólo dejó tras de sí los testimonios de sus discípulos. Por
este motivo los diálogos platónicos son cruciales para una aproximación a su pensamiento.
La vida, juicio y muerte de su maestro marcaron profundamente el pensamiento de Platón,
a tal grado que, en los primeros diálogos, resulta prácticamente imposible separar su
pensamiento del de Sócrates. El maestro no es sólo un personaje que el autor utiliza en los
diálogos para mostrar sus ideas. En los primeros diálogos se puede ver una genuina
preocupación por mostrar los argumentos de su maestro y las circunstancias de su muerte.
Por otro lado, los diálogos socráticos no son una transcripción literal de sus discursos. El
pensamiento de ambos filósofos está imbricado. En diálogos como el Sofista o el Parménides, se
ve cómo Platón crítica y se aleja de Sócrates. Al mismo tiempo, los diálogos platónicos
muestran las críticas que el filósofo hace de sus propias teorías. Este alejamiento progresivo de
las ideas y el método socrático permiten establecer una cronología más o menos confiable de
los diálogos.
Además de los diálogos, existe un compendio de cartas supuestamente escritas por el
filósofo. Las cartas son las únicas instancias en las que Platón habla de sus teorías y se dirige al
lector en forma explícita. Sin embargo, la mayoría de los especialistas coincide en que las cartas
son apócrifas.
A la dificultad interpretativa de las ideas platónicas, se suma otra: Platón suele utilizar mitos
para exponer sus teorías centrales. A veces se trata de mitos tradicionales de la Antigua Grecia.
En otras ocasiones, alguno de los participantes del diálogo expone un mito completamente
nuevo, como es el caso del mito de la Atlántida en el Timeo.
Platón no abordó solamente los problemas más abstractos de la filosofía, sino que fue
también un prolífico pensador ético y político. En sus diálogos discute temas como la
educación, la organización política y los actos humanos. A menudo varios temas se entrelazan
en un mismo diálogo. Por este motivo, sería un error clasificar a Platón como un filósofo
político o metafísico. Las preocupaciones del filósofo abarcan una gran cantidad de temas.
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El diálogo Critón ocurre después de los eventos narrados en la Apología, donde Sócrates se
defiende de ciertas acusaciones: “se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas
y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros.”2
Después de una elocuente defensa, Sócrates es encontrado culpable y condenado a morir
por medio de un brebaje tóxico. Si bien Sócrates era un hombre pobre, en general sus
discípulos —entre ellos, Platón— pertenecían a familias pudientes. Sin embargo, el jurado
conformado por ciudadanos atenienses no aceptó el pago de una fianza a cambio de su
libertad.
El tema central de Critón es la importancia de las leyes. En Antígona se mostró la centralidad
que éstas tienen para la polis. En este diálogo, en cambio, se analiza la relación entre el
individuo, las leyes y la ciudad. Para Platón —y, en general, para el mundo griego— las leyes
son la condición necesaria para el orden en la ciudad. La racionalidad griega se manifiesta en
este énfasis puesto en la legalidad: las leyes son producto de la razón y la razón permite el
dominio de la naturaleza. Sin las leyes, el hombre queda reducido a su mera animalidad.
2
Platón: Apología de Sócrates en Diálogos, tomo I, traducción de Julio Calonge, Madrid: Gredos (1981), 19b-c.
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SÓCRATES. — ¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?
CRITÓN. — Es cierto.
SÓCRATES. — ¿Qué hora puede ser?
CRITÓN. — Acaba de romper el día.
SÓCRATES. — Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.
CRITÓN. — Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y
me debe algunas atenciones.
SÓCRATES. — ¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?
CRITÓN. — Ya hace algún tiempo.
SÓCRATES. — ¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de
despertarme en el acto que llegaste?
CRITÓN. — ¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar,
temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo
rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido
despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates,
desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la
presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.
SÓCRATES. — Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la
muerte.
CRITÓN. — ¡Ah¡ ¡Cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual
desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!
SÓCRATES. — Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?
CRITÓN. — Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti
tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y
más aflictiva para mí.
SÓCRATES. — ¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el
momento de mi muerte?
CRITÓN. — No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,
donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates,
tendrás que dejar de existir.
SÓCRATES. — Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin
embargo, no creo que llegue hoy el buque.
CRITÓN. — ¿De dónde sacas esa conjetura?
SÓCRATES. — Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese
buque.
CRITÓN. — Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.
SÓCRATES. — El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he
tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas
despertado.
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CRITÓN. — ¿Cuál es ese sueño?
SÓCRATES. — Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida
de blanco, que me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres días estarás en la fértil Ftía.
CRITÓN. — ¡Extraño sueño, Sócrates!
SÓCRATES. — Es muy significativo, Critón.
CRITÓN. — Demasiado, sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate.
Porque en cuanto a mí, si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de
cuya pérdida nadie podrá consolarme, temo que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a
ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. Y
¿hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos?
Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí
cuando yo te he estrechado a hacerlo.
SÓCRATES. — Pero, mi querido Critón, ¿debemos tener tanto aprecio a la opinión del
pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta,
sepan de qué manera han pasado las cosas?
CRITÓN. — Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo,
y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños
hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.
SÓCRATES. — Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de
esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna,
pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o
insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.
CRITÓN. — Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que
puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos,
acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar
nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates,
destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y a
otros aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido
que te aconsejo.
SÓCRATES. — Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.
CRITÓN. — Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de
aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que
podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis
bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi
ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario;
sólo Simias de Tebas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo
mismo y aún hay muchos más.
Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo
que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no
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habrías sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. En cualquier parte del
mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos que te
obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates,
cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en
que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a
tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos.
¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse
a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me parece en verdad, que has
tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando deberías tomar el de un hombre
de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida otro
camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros
tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha debido a nuestra cobardía. Se
nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando pudo evitarse;
luego por el curso de tu proceso; y en fin, como término de este lastimoso drama, por haberte
abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también, que
tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te
hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia
que te va a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros.
Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no
hay que escoger; es preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si
aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.
SÓCRATES. — Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la
justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es, se hace más reprensible.
Es preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque
no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan
justas, después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no
puedo abandonar las máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre
las mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes
persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para
aterrarme como a un niño, me amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean,
cadenas, la miseria, la muerte. Pero ¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente?
Recordando nuestras antiguas conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que
hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se
pudo decir antes de ser yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si
se dijo entonces, fue como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una
necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si
este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o
seguirle.
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Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con
formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta
estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto
bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir
mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien.
¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones
de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo
de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?
CRITÓN. — Mucho.
SÓCRATES. — En este concepto ¿no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar
las malas?
CRITÓN. — Sin duda.
SÓCRATES. — ¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?
CRITÓN. — No puede ser de otra manera.
SÓCRATES. — Vamos a sentar nuestro principio. Un hombre que se ejercita en la gimnasia
¿podrá ser alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o
maestro de gimnasia?
CRITÓN. — Por éste sólo sin duda.
SÓCRATES. — ¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo
que le digan los demás?
CRITÓN. — Sin duda.
SÓCRATES. — Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este
maestro y no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?
CRITÓN. — Eso es incontestable.
SÓCRATES. — He aquí sentado el principio. Pero si desobedeciendo a este maestro y
despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo
y de los ignorantes ¿no le resultará mal?
CRITÓN. — ¿Cómo no le ha de resultar?
SÓCRATES. — Pero este mal ¿de qué naturaleza será? ¿A qué conducirá? Y ¿qué parte de
este hombre afectará?
CRITÓN. — A su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.
SÓCRATES. — Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas
las demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo
malo, que eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a
la opinión del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy
hábil, por el que sólo debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los
hombres? ¿Y si no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que
arruinaremos enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la
justicia, y que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?
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CRITÓN. — Soy de tu dictamen, Sócrates.
SÓCRATES. — Estame atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes,
destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un
mal régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora
tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?
CRITÓN. — De nuestro cuerpo sin duda.
SÓCRATES. — ¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?
CRITÓN. — No, seguramente.
SÓCRATES. — ¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros
mismos, que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O
creemos menos noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia
y la injusticia?
CRITÓN. — Nada de eso.
SÓCRATES. — ¿No es más preciosa?
CRITÓN. — Mucho más.
SÓCRATES. — Nosotros, mi querido Critón, no debemos cuidarnos de lo que diga el pueblo,
sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad.
Ves por esto, que sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que debíamos hacer
caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarios. Quizá me
dirás: pero el pueblo tiene el poder de hacernos morir.
CRITÓN. — Seguramente que se dirá.
SÓCRATES. — Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo que
acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no debe
desear tanto el vivir como el vivir bien?
CRITÓN. — Estoy de acuerdo.
SÓCRATES. — ¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo
reclaman la probidad y la justicia?
CRITÓN. — Sí.
SÓCRATES. — Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo, si
hay justicia o injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es justo,
es preciso ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto a
todas esas consideraciones que me has alegado, de dinero, de reputación, de familia ¿qué otra
cosa son sino consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin razón, y que sin razón
quisiera después hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros, conforme a
nuestro principio, todo lo que tenemos que considerar es si haremos una cosa justa dando
dinero y contrayendo obligaciones con los que nos han de sacar de aquí, o bien si ellos y
nosotros acaso cometeremos en esto injusticia; porque si la cometemos, no hay más que
razonar; es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar injustamente.
CRITÓN. — Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.
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SÓCRATES. — Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando
yo hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de
estrecharme a salir de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de
que me persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la
manera con que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más
sinceramente que te sea posible.
CRITÓN. — Lo haré.
SÓCRATES. — ¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido
cometerlas en unas ocasiones y en otras no? ¿O bien es absolutamente cierto que la injusticia
jamás es permitida, como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de
convenir? Y todos estos juicios, con los que estamos de acuerdo ¿se han desvanecido en tan
pocos días? ¿Sería posible, Critón, que, en nuestros años, las conversaciones más serias se
hayan hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello? ¿O más
bien es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa
y funesta para el que la comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea mal el que
resulte?
CRITÓN. — Estamos conformes.
SÓCRATES. — ¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?
CRITÓN. — Sí, sin duda.
SÓCRATES. — Entonces ¿es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen,
aunque el vulgo crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede
tener lugar la injusticia?
CRITÓN. — Así me lo parece.
SÓCRATES. — ¡Pero qué! ¿Es permitido hacer mal a alguno o no lo es?
CRITÓN. — No, sin duda, Sócrates.
SÓCRATES. — Pero ¿es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es
injusto?
CRITÓN. — Muy injusto.
SÓCRATES. — ¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?
CRITÓN. — Lo confieso.
SÓCRATES. — Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el
mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que
confesando esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas
personas que lo admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están
discordes sobre este punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de
opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco. Reflexiona bien, y mira, si
realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que en
ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, mal por mal; o
si piensas de otra manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a mí, pienso hoy
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como pensaba en otro tiempo. Si tú has mudado de parecer, dilo, y exponme los motivos; pero
si permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.
CRITÓN. — Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.
SÓCRATES. — Prosigo pues, o más bien te pregunto: un hombre que ha prometido una cosa
justa ¿debe cumplirla o faltar a ella?
CRITÓN. — Debe cumplirla.
SÓCRATES. — Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los
atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o
eludiremos el justo compromiso que hemos contraído?
CRITÓN. — No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.
SÓCRATES. — Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o
si te agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de
nosotros y nos dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? La acción que preparas ¿no tiende a
trastornar, en cuanto de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede
subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué
podríamos responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos pudieran dirigir?
Porque ¿qué no diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que
los fallos dados sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos nosotros, que la república nos
ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que responderíamos?
CRITÓN. — Sí, sin duda se lo diríamos.
SÓCRATES. — Dirá la ley ateniense: Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te
someterías al juicio de la república? Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este
lenguaje, ella nos diría quizá: no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes
costumbre de proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú
contra la república y contra mí, pues tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la
que debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz?
¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio? Yo
le responderé sin dudar: nada. Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a cuya
sombra tú has sido educado ¿no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu padre
que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del cuerpo? Exactamente, diría yo. Y siendo
esto así, puesto que has nacido y has sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a
sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo mismo que tus padres? Y si así es, ¿piensas
tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea permitido devolver sufrimientos por
sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? Este derecho, que jamás podrían tener
contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por
golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo
que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que
haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la
patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un
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padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera,
tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u
obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea
verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o
muertos, es preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni
echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los
tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o
emplear para con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una
impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria. ¿Qué
responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice verdad?
CRITÓN. — Así me parece.
SÓCRATES. — Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas
contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he
hecho, como a los demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me
canso de decir públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber
examinado las leyes y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde
guste con todos sus bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos,
quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a
ello y puede libremente marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen,
después de haber considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué leyes
hacemos observar en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les
mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no
obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque,
estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme
si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las
cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o
convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación
de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera
otro ciudadano.» Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome que
yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. Yo tengo,
me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no habrías
permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido
más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya
obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos; jamás
has salido a menos que fuese a expediciones militares; jamás emprendiste viajes, como es
costumbre entre los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de
conocer otras leyes; tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según
nuestras máximas, que aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en
ella. En fin, durante tu proceso podrías haberte condenado a destierro, si hubieras querido, y
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hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú
que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro,
ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin respeto a las leyes, puesto que quieres
abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo, tratando de salvarte contra las condiciones del
tratado que te obliga a vivir según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano;
¿no decimos la verdad cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con
palabras, sino de hecho, y a todas sus condiciones? ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido
podríamos tomar más que confesarlo?
CRITÓN. — Sería preciso hacerlo, Sócrates.
SÓCRATES. — La ley continuaría diciendo: y ¿qué conseguirías, Sócrates, con violar este
tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la
sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los
cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía
no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas leyes han sido
constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a
ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los
ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible
de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra
influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te
rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te
expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque… reflexiona un poco, te lo suplico.
¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus
amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder
sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son
ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que
tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les
confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de
las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante.
¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas sociedades compuestas de hombres
justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a
ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las costumbres deben
estar por encima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los hombres? Y ¿no
conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates. Tendrías
necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los amigos
de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden, y en donde te oirían sin duda
con singular placer referir el disfraz con que habías salido de la prisión, vestido de harapos o
cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer
todos los fugitivos. Pero ¿no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo
ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, no ha dudado, por
49
conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie;
pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y
víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia
entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje.
Pero entonces ¿adónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre la
virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y educación a tus hijos?
¡Qué! ¿Será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un bien convirtiéndolos en
extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que,
ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado
de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo tomarán igualmente
después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán los mismos
servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue
los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en
ninguna otra cosa, sea la que fuere, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás
con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si
faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más
santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la
injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; mientras que si sales de aquí vergonzosamente,
volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una
porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a
tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las
leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que
has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón
y sí los míos.
Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír
las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a
cualquier otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto
puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.
CRITÓN. — Sócrates, nada tengo que decir.
50
III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO
51
HECHOS DE LOS
APÓSTOLES
52
INTRODUCCIÓN
Una civilización que rendía culto al hombre y a la razón parecería el terreno menos propicio
para la difusión del cristianismo. Grecia fue una tierra fértil para el desarrollo de la filosofía y
las ciencias. La moral griega era bastante liberal, por decir lo menos. Las prácticas religiosas
griegas giraban en torno a lo práctico. Mientras que el pueblo judío tenía prohibido consumir
algo de la carne utilizada en el sacrificio para Yahvé, los griegos ofrecían a los dioses los peores
pedazos de carne y guardaban para sí los mejores.
Los seguidores inmediatos de Jesús fueron judíos. El primer núcleo de cristianos compartía
con el pueblo hebreo la fe en la Escritura. Por este motivo, los historiadores romanos
caracterizaron al primer cristianismo como una secta judía. La discusión entre la individualidad
cristiana y la legalidad judía, pensaban, era una discusión entre judíos y nada más.
La expansión del cristianismo y su eventual penetración en el mundo grecorromano obligó
a los cristianos a utilizar nuevos lenguajes para hacer accesible la fe. Los primeros predicadores
debieron mostrarse particularmente abiertos al diálogo con el paganismo grecorromano.
El diálogo y la actitud conciliadora de los primeros cristianos dio pie a una vertiginosa
helenización del cristianismo. Esto ocurrió a tal grado, que el Nuevo Testamento está escrito
totalmente en griego. Los fundamentos de la sociedad occidental son tanto cristianos como
grecorromanos. El encuentro entre los dos mundos es crucial para la formación de la cultura
contemporánea.
La predicación de san Pablo en el areópago es la más clara manifestación de la continuidad
entre en mundo cristiano y el grecorromano. Parecería que el protocristianismo tendría que
supeditarse a la estructura imperial romana: el cesaropapismo. El emperador romano ostentaba
dos títulos importantísimos: princeps senatus y pontifex maximus. Es decir, el emperador era, a una,
cabeza del Estado y de la religión oficial.
Inicialmente, el cristianismo prefirió mantenerse al margen de esta estructura. Los cristianos
rechazaron la teocracia, a favor de la doctrina de las dos espadas, y se inclinaron por separar el
poder espiritual del poder temporal: “al César lo que es del César; a Dios lo que es de Dios”.
De acuerdo con este esquema, el emperador ostenta, en el plano temporal, el poder del Papa
en el plano espiritual, es decir, la autoridad máxima.
Por otro lado, los primeros cristianos también se enfrentaron a la dificultad de dar forma a
la liturgia. El primer mandamiento hebreo prohíbe representar a Dios y al hombre. No extraña,
entonces, la sobriedad y reticencia de las ceremonias religiosas judías. Con la destrucción del
templo en el año 70, las celebraciones judías tomaron una forma todavía más austera; se
limitaron a las ceremonias caseras y algunas en la sinagoga.
Los nuevos conversos estaban acostumbrados a una iconografía profusa. Las celebraciones
grecorromanas eran constantes y no escatimaban en representaciones. El antropomorfismo
griego permitía que los dioses fueran representados por hombres en el teatro. Esta
representación era sumamente blasfema para el judaísmo. Así, el cristianismo adoptó la plástica
53
grecorromana para dar forma a la liturgia y los sacramentos. Además de esto, la preservación
de representaciones clásicas habría sido imposible sin la intervención de la Iglesia.
El contacto entre el mundo antiguo y el cristianismo, narrado por san Pablo, no estuvo libre
de dificultades. El mundo griego, primordialmente dualista, se mostró renuente a concebir la
resurrección cristiana de los cuerpos. No obstante, la predicación y la actitud conciliadora de
los apóstoles logró ganar varios adeptos. Incluso, en el centro cultural y filosófico del mundo
antiguo, Atenas.
54
1
He hablado en mi primer libro, ¡oh
Teófilo!, de todo lo más notable que
hizo y enseñó Jesús, desde su
principio,2 hasta el día en que fue
recibido en el cielo, después de haber
instruido por el Espíritu Santo a los
apóstoles, que él había escogido.3 A los
cuales se había manifestado también
después de su pasión, dándoles muchas
pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el
espacio de cuarenta días, y hablándoles de
las cosas tocantes al reino de Dios.4 Y por
último, comiendo con ellos, les mandó que
no partiesen de Jerusalén, sino que
esperasen el cumplimiento de la promesa
del Padre, la cual, dijo, oísteis de mi
boca,5 y es, que Juan bautizó con el agua,
mas vosotros habéis de ser bautizados, o
bañados, en el Espíritu Santo dentro de
pocos días.
6
Entonces los que se hallaban presentes, le
hicieron esta pregunta: Señor, ¿si será éste
el tiempo en que has de restituir el reino a
Israel?7 A lo cual respondió Jesús: No os
corresponde a vosotros el saber los
tiempos y momentos que tiene el Padre
reservados a su poder soberano;8 recibiréis,
sí, la virtud del Espíritu Santo, que
descenderá sobre vosotros, y me serviréis
de testigos en Jerusalén, y en toda la Judea,
y Samaria, y hasta el cabo del
mundo.9 Dicho esto, se fue elevando a vista
de ellos por los aires, hasta que una nube le
encubrió a sus ojos.10 Y estando atentos a
mirar cómo iba subiéndose al cielo, he aquí
que aparecieron cerca de ellos dos
personajes con vestiduras blancas,11 los
cuales les dijeron: Varones de Galilea, ¿por
qué estáis ahí parados mirando al cielo?
Este Jesús, que separándose de vosotros se
ha subido al cielo, vendrá de la misma
suerte que le acabáis de ver subir allá.
12
Después de esto se volvieron los
discípulos a Jerusalén, desde el monte
llamado de los Olivos, que dista de
Jerusalén el espacio de camino que puede
andarse en sábado.13 Entrados en la ciudad,
subieron a una habitación alta, donde
tenían su morada, Pedro y Juan, Santiago y
Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y
Mateo, Santiago hijo de Alfeo, y Simón
llamado el Zelador, y Judas hermano de
Santiago.14 Todos los cuales, animados de
un mismo espíritu, perseveraban juntos en
oración con las mujeres piadosas, y con
María la madre de Jesús, y con los
hermanos, o parientes de este Señor.
15
Por aquellos días levantándose Pedro en
medio de los hermanos (cuya junta era
como de unas ciento veinte personas) les
dijo: 16 Hermanos míos, es preciso que se
cumpla lo que tiene profetizado el Espíritu
Santo por boca de David, acerca de Judas,
que se hizo adalid de los que prendieron a
Jesús,17 y el cual fue de nuestro número, y
había sido llamado a las funciones de
nuestro ministerio.18 Este adquirió un
campo con el precio de su maldad, y
habiéndose ahorcado reventó por medio;
quedando esparcidas por tierra todas sus
entrañas;19 cosa que es notoria a todos los
habitantes de Jerusalén, por manera que
aquel campo ha sido llamado en su lengua
Haceldama, esto es, Campo de sangre.20 Así
es que está escrito en el libro de los Salmos:
Quede su morada desierta, ni haya quien
habite en ella, y ocupe otro su lugar en el
episcopado.21 Es necesario, pues, que de
1
55
galileos, rudos e ignorantes?8 Pues ¿cómo
es que los oímos cada uno de nosotros
hablar nuestra lengua nativa?9 Partos,
medos y elamitas, los moradores de
Mesopotamia, de Judea, y de Capadocia,
del Ponto y del Asia,10 los de Frigia, de
Panfilia y de Egipto, los de la Libia
confinante con Cirene, los que han venido
de Roma,11 tanto judíos, como prosélitos,
los cretenses, y los árabes, los oímos hablar
en nuestras propias lenguas las maravillas
de Dios.12 Estando, pues, todos llenos de
admiración, y no sabiendo qué discurrir, se
decían unos a otros: ¿Qué novedad es
ésta?13 Pero hubo algunos que se mofaban
de ellos diciendo: Estos sin duda están
borrachos, o llenos de mosto.14 Entonces
Pedro, presentándose con los once
apóstoles, levantó su voz y les habló de esta
suerte: ¡Oh vosotros judíos, y todos los
demás que moráis en Jerusalén!, estad
atentos a lo que voy a deciros, y escuchad
bien mis palabras.15 No están éstos
embriagados, como sospecháis vosotros,
pues no son más que las nueve de la
mañana;16 sino que se verifica lo que dijo el
profeta Joel:17 Sucederá en los postreros
días, dice el Señor, que yo derramaré mi
espíritu sobre todos los hombres; y
profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;
y vuestros jóvenes tendrán visiones, y
vuestros
ancianos
revelaciones
en
18
sueños. Sí, por cierto: yo derramaré mi
espíritu sobre mis siervos, y sobre mis
siervas en aquellos días, y profetizarán.19 Yo
haré que se vean prodigios arriba en el
cielo, y portentos abajo en la tierra: sangre y
fuego, y torbellinos de humo.20 El sol se
convertirá en tinieblas, y la luna en sangre,
estos sujetos que han estado en nuestra
compañía, todo el tiempo que Jesús Señor
nuestro
conversó
entre
22
nosotros, empezando desde el bautismo
de Juan, hasta el día en que apartándose de
nosotros, se subió al cielo, se elija uno que
sea, como nosotros, testigo de su
resurrección .23 Con esto propusieron a
dos: a José, llamado Barsabas, y por
sobrenombre el Justo, y a Matías.24 Y
haciendo oración dijeron: ¡Oh Señor!, tú
que ves los corazones de todos, muéstranos
cuál de estos dos has destinado25 a ocupar
el puesto de este ministerio y apostolado,
del cual cayó Judas por su prevaricación,
para irse a su lugar.26 Y echando suertes,
cayó la suerte a Matías, con lo que fue
agregado a los once apóstoles.
1
Al cumplirse, pues, los días de
Pentecostés, estaban todos juntos en
un mismo lugar,2 cuando de repente
sobrevino del cielo un ruido, como de
viento impetuoso que soplaba, y llenó toda
la casa donde estaban.3 Al mismo tiempo
vieron aparecer unas como lenguas de
fuego, que se repartieron y se asentaron
sobre cada uno de ellos.4 Entonces fueron
llenados todos del Espíritu Santo, y
comenzaron a hablar en diversas lenguas
las palabras que el Espíritu Santo ponía en
su boca.5 Había a la sazón en Jerusalén,
judíos piadosos, y temerosos de Dios, de
todas las naciones del mundo.6 Divulgado,
pues, este suceso, acudió una gran multitud
de ellos, y quedaron atónitos, al ver que
cada uno oía hablar a los apóstoles en su
propia lengua.7 Así pasmados todos, y
maravillados se decían unos a otros: ¿Por
ventura estos que hablan, no son todos
2
56
antes de que llegue el día grande y patente
del Señor.21 Entonces, todos los que hayan
invocado el nombre del Señor, serán
salvos.22 ¡Oh hijos de Israel!, escuchadme
ahora: A Jesús de Nazaret, hombre
autorizado por Dios a vuestros ojos, con
los milagros, maravillas y prodigios que por
medio de él ha hecho entre vosotros, como
todos sabéis,23 a este Jesús, dejado a vuestro
arbitrio por una orden expresa de la
voluntad de Dios y decreto de su
presciencia, vosotros le habéis hecho morir,
clavándole en la cruz por mano de los
impíos.24 Pero Dios le ha resucitado,
librándole de los dolores o ataduras de la
muerte, siendo como era imposible quedar
él preso o detenido por ella en tal
lugar.25 Porque ya David en persona de él
decía: Tenía siempre presente al Señor ante
mis ojos; pues está siempre a mi diestra,
para que no experimente ningún
trastorno.26 Por tanto se llenó de alegría mi
corazón, y resonó mi lengua en voces de
júbilo, y mi carne reposará en la
esperanza:27 que no dejarás mi alma en el
sepulcro, ni permitirás que el cuerpo de tu
Santo experimente la corrupción.28 Me
harás entrar otra vez en las sendas de la
vida, y colmarme has de gozo con tu
presencia.29 Hermanos míos, permitidme
que os diga con toda libertad, y sin el
menor recelo: el patriarca David muerto
está, y fue sepultado, y su sepulcro se
conserva entre nosotros hasta el día de
hoy;30 pero como era profeta, y sabía que
Dios le había prometido con juramento
que uno de su descendencia se había de
sentar sobre su trono,31 previendo la
resurrección de Cristo, dijo, que ni fue
detenido en el sepulcro, ni su carne padeció
corrupción.32 Este Jesús es a quien Dios ha
resucitado de lo que todos nosotros somos
testigos.33 Elevado, pues, al cielo, sentado
allí a la diestra de Dios, y habiendo recibido
de su Padre la promesa o potestad de
enviar al Espíritu Santo, le ha derramado
hoy sobre nosotros del modo que estáis
viendo y oyendo.34 Porque no es David el
que subió al cielo; antes bien él mismo dejó
escrito: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a
mi diestra,35 mientras a tus enemigos los
pongo
yo
por
tarima
de
tus
36
pies. Persuádase, pues, toda la casa de
Israel, que Dios ha constituido Señor, y
Cristo, a este mismo Jesús, al cual vosotros
habéis crucificado.37 Oído este discurso, se
compungieron de corazón, y dijeron a
Pedro y a los demás apóstoles: Pues,
hermanos, ¿qué es lo que debemos
hacer?38 A lo que Pedro les respondió:
Haced penitencia, y sea bautizado cada uno
de vosotros en el nombre de Jesucristo
para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis
el
don
del
Espíritu
39
Santo; porque la promesa de este don es
para vosotros, y para vuestros hijos, y para
todos los que ahora están lejos de la salud,
para cuantos llamare a sí el Señor Dios
nuestro.40 Otras muchísimas razones alegó,
y los amonestaba, diciendo: Poneos en
salvo
de
entre
esta
generación
41
perversa. Aquellos, pues, que recibieron
su doctrina, fueron bautizados; y se
añadieron aquel día a la Iglesia cerca de tres
mil personas.42 Y perseveraban todos en oír
las instrucciones de los apóstoles, y en la
comunicación de la fracción del pan, o
Eucaristía, y en la oración.43 Y toda la gente
57
estaba sobrecogida de un respetuoso
temor; porque eran muchos los prodigios y
milagros que hacían los apóstoles en
Jerusalén,
de
suerte
que
todos
universalmente
estaban
llenos
de
44
espanto. Los creyentes por su parte vivían
unidos entre sí, y nada tenían que no fuese
común para todos ellos.45 Vendían sus
posesiones y demás bienes y los repartían
entre todos, según la necesidad de cada
uno.46 Asistiendo asimismo cada día largos
ratos al templo, unidos con un mismo
espíritu, y partiendo el pan por las casas de
los fieles, tomaban el alimento con alegría y
sencillez de corazón,47 alabando a Dios, y
haciéndose amar de todo el pueblo. Y el
Señor aumentaba cada día el número de los
que abrazaban el mismo género de vida
para salvarse.
1
Subían un día Pedro y Juan al
templo, a la oración de las tres de la
tarde.2 Y había un hombre, cojo desde
el vientre de su madre, a quien traían a
cuestas, y ponían todos los días a la puerta
del templo, llamada la Hermosa, para pedir
limosna a los que entraban en él.3 Pues
como éste viese a Pedro y a Juan que iban a
entrar en el templo, les rogaba que le diesen
limosna.4 Pedro entonces, fijando con Juan
la vista en este pobre, le dijo: Atiende hacia
nosotros.5 Él los miraba de hito en hito,
esperando que le diesen algo.6 Mas Pedro le
dijo: Plata ni oro, yo no tengo; pero te doy
lo que tengo: En el nombre de Jesucristo
Nazareno,
levántate,
y
camina.7 Y
cogiéndole de la mano derecha, le levantó,
y al instante se le consolidaron las piernas y
las plantas.8 Y dando un salto de gozo se
puso en pie, y echó a andar; y entró con
ellos en el templo, andando por sus propios
pies, y saltando, y loando a Dios.9 Todo el
pueblo le vio cómo iba andando y alabando
a Dios.10 Y como le conocían por aquello
mismo de que solía estar sentado a la
limosna, en la puerta Hermosa del templo,
quedaron espantados y fuera de sí con tal
suceso.11 Teniendo, pues, él de la mano a
Pedro y a Juan, todo el pueblo asombrado
vino corriendo hacia ellos, al lugar llamado
pórtico o galería de Salomón .12 Viendo
Pedro aquello, habló a la gente de esta
manera: ¡Oh hijos de Israel!, ¿por qué os
maravilláis de esto, y por qué nos estáis
mirando a nosotros, como si por virtud o
potestad nuestra hubiésemos hecho andar a
este hombre?13 El Dios de Abrahán, el
Dios de Isaac, y el Dios de Jacob, el Dios
de nuestros padres ha glorificado con este
prodigio a su Hijo Jesús, a quien vosotros
habéis entregado y negado en el tribunal de
Pilatos, juzgando éste que debía ser puesto
en libertad.14 Mas vosotros renegasteis del
Santo y del Justo, y pedisteis que se os
hiciese gracia de la vida de un
homicida.15 Disteis la muerte al autor de la
vida, pero Dios le ha resucitado de entre
los muertos, y nosotros somos testigos de
su resurrección .16 Su poder es el que,
mediante la fe en su Nombre, ha
consolidado los pies a éste que vosotros
visteis y conocisteis tullido, de modo que la
fe, que de él proviene, y en él tenemos, es la
que ha causado esta perfecta curación
delante de todos vosotros.17 Ahora,
hermanos, yo bien sé que hicisteis por
ignorancia lo que hicisteis, como también
vuestros jefes.18 Si bien Dios ha cumplido
de esta suerte lo pronunciado por la boca
3
58
siguiente: porque ya era tarde.4 Entretanto
muchos de los que habían oído la
predicación de Pedro, creyeron; cuyo
número llegó a cinco mil hombres.5 Al día
siguiente se congregaron en Jerusalén los
jefes o magistrados, y los ancianos, y los
escribas,6 con el pontífice Anás y Caifás, y
Juan, y Alejandro, y todos los que eran del
linaje sacerdotal;7 y haciendo comparecer
en medio a los apóstoles, les preguntaron:
¿Con qué potestad, o en nombre de quién
habéis hecho esa acción?8 Entonces Pedro,
lleno del Espíritu Santo, les respondió:
Príncipes del pueblo, y vosotros ancianos
de Israel, escuchad:9 Ya que en este día se
nos pide razón del bien que hemos hecho a
un hombre tullido, y que se quiere saber
por
virtud
de
quién
ha
sido
10
curado, declaramos a todos vosotros y a
todo el pueblo de Israel, que la curación se
ha hecho en nombre de nuestro Señor
Jesucristo Nazareno, a quien vosotros
crucificasteis y Dios ha resucitado. En
virtud de tal nombre se presenta sano ese
hombre a vuestros ojos.11 Este Jesús es
aquella piedra que vosotros desechasteis al
edificar, la cual ha venido a ser la principal
piedra del ángulo.12 Fuera de él no hay que
buscar la salvación en ningún otro. Pues no
se ha dado a los hombres otro Nombre
debajo del cielo, por el cual debamos
salvarnos.13 Viendo ellos la firmeza de
Pedro y de Juan, constándoles por otra
parte que eran hombres sin letras y del
vulgo, estaban llenos de admiración,
conociendo que eran de los que habían sido
discípulos de Jesús .14 Por otra parte, al ver
al hombre que había sido curado estar con
ellos en pie, nada podían replicar en
de todos los profetas, en orden a la pasión
de su Cristo .19 Haced, pues, penitencia, y
convertíos, a fin de que se borren vuestros
pecados,20 para cuando vengan por
disposición del Señor los tiempos de
consolación, y envíe al mismo Jesucristo
que os ha sido anunciado.21 El cual es
debido por cierto que se mantenga en el
cielo, hasta los tiempos de la restauración
de todas las cosas, de que antiguamente
Dios habló por boca de sus santos
profetas.22 Porque Moisés dijo a nuestros
padres: El Señor Dios vuestro os suscitará
de entre vuestros hermanos un profeta,
como me ha suscitado a mí; a él habéis de
obedecer en todo cuanto os diga;23 de lo
contrario, cualquiera, que desobedeciere a
aquel profeta será exterminado o borrado
del pueblo de Dios.24 Y todos los profetas
que desde Samuel en adelante han
vaticinado, anunciaron lo que pasa en estos
días.25 Vosotros, ¡oh israelitas!, sois hijos de
los profetas, y los herederos de la alianza
que hizo Dios con nuestros padres,
diciendo a Abrahán: En uno de tu
descendencia serán benditas todas las
naciones de la tierra.26 Para vosotros en
primer lugar es para quienes ha resucitado
Dios a su Hijo, y le ha enviado a llenaros de
bendiciones, a fin de que cada uno se
convierta de su mala vida.
1
Mientras ellos estaban hablando al
pueblo, sobrevinieron los sacerdotes
con el magistrado o comandante del
templo y los saduceos,2 no pudiendo
sufrir que enseñasen al pueblo, y predicasen
en la persona de Jesús la resurrección de los
muertos.3 Y habiéndose apoderado de ellos,
los metieron en la cárcel hasta el día
4
59
contrario.15 Les mandaron, pues, salir fuera
de la junta, y comenzaron a deliberar entre
sí,16 diciendo: ¿Qué haremos con estos
hombres? El milagro hecho por ellos es
notorio a todos los habitantes de Jerusalén ;
es tan evidente, que no podemos
negarlo.17 Pero a fin de que no se divulgue
más en el pueblo, ordenémosles que de
aquí en adelante no tomen en boca este
Nombre, ni hablen de él a persona
viviente.18 Por tanto llamándolos, les
dijeron que por ningún caso hablasen ni
enseñasen en el Nombre de Jesús .19 Mas
Pedro y Juan respondieron a esto,
diciéndoles: Juzgad vosotros si en la
presencia de Dios es justo el obedeceros a
vosotros antes que a Dios;20 porque
nosotros no podemos menos de hablar lo
que hemos visto y oído.21 Pero ellos con
todo amenazándolos los despacharon, no
hallando arbitrio para castigarlos, por
temor del pueblo, porque todos celebraban
este glorioso hecho;22 pues el hombre en
quien se había obrado esta cura milagrosa,
pasaba de cuarenta años.23 Puestos ya en
libertad, volvieron a los suyos; y les
contaron cuantas cosas les habían dicho los
príncipes de los sacerdotes, y los
ancianos.24 Ellos al oírlo, levantaron todos
unánimes la voz a Dios, y dijeron: ¡Señor!,
tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el
mar y todo cuanto en ellos se contiene;25 el
que, hablando el Espíritu Santo por boca
de David nuestro padre y siervo tuyo,
dijiste: ¿Por qué se han alborotado las
naciones, y los pueblos han forjado
empresas vanas?26 Se armaron los reyes de
la tierra, y los príncipes se coligaron contra
el Señor y contra su Cristo .27 Porque
verdaderamente se juntaron en esta ciudad
contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste,
Herodes y Poncio Pilatos, con los gentiles y
las tribus de Israel,28 para ejecutar lo que tu
poder y providencia determinaron que se
hiciese.29 Ahora, pues, Señor, mira sus
vanas amenazas, y da a tus siervos el
predicar
con
toda
confianza
tu
30
palabra, extendiendo tu poderosa mano
para hacer curaciones, prodigios y
portentos en el Nombre de Jesús tu santo
Hijo.31 Acabada esta oración, tembló el
lugar en que estaban congregados; y todos
se sintieron llenos del Espíritu Santo, y
anunciaban con firmeza la palabra de
Dios.32 Toda la multitud de los fieles tenía
un mismo corazón y una misma alma; ni
había entre ellos quien considerase como
suyo lo que poseía, sino que tenían todas
las cosas en común.33 Los apóstoles con
gran valor daban testimonio de la
resurrección de Jesucristo Señor nuestro; y
en todos los fieles resplandecía la gracia
con abundancia.34 Así es que no había entre
ellos persona necesitada; pues todos los que
tenían posesiones o casas, vendiéndolas,
traían el precio de ellas,35 y lo ponían a los
pies de los apóstoles; el cual después se
distribuía según la necesidad de cada
uno.36 De esta manera José, a quien los
apóstoles pusieron el sobrenombre de
Bernabé, (esto es, Hijo de consolación o
Consolador) que era levita y natural de la
isla de Chipre,37 vendió una heredad que
tenía, y trajo el precio y lo puso a los pies
de los apóstoles.
1
Un hombre llamado Ananías, con su
mujer Safira, vendió también un
campo.2 Y, de acuerdo con ella, retuvo
5
60
como de mujeres,15 de suerte que sacaban a
las calles a los enfermos, poniéndolos en
camillas y lechos o carretones, para que
pasando Pedro, su sombra tocase por lo
menos en alguno de ellos, y quedasen libres
de sus dolencias.16 Concurría también a
Jerusalén mucha gente de las ciudades
vecinas,
trayendo
enfermos
y
endemoniados, los cuales eran curados
todos.17 Alarmado con esto el príncipe de
los sacerdotes y los de su partido, que era la
secta de los saduceos, se mostraron llenos
de celo;18 y prendiendo a los apóstoles, los
metieron en la cárcel pública.19 Mas el ángel
del Señor, abriendo por la noche las
puertas de la cárcel, y sacándoles fuera les
dijo:20 Id al templo, y puestos allí, predicad
al pueblo la doctrina de esta ciencia de
vida.21 Ellos, oído esto, entraron al
despuntar el alba en el templo, y se
pusieron a enseñar. Entretanto vino el
pontífice con los de su partido, y
convocaron el concilio y a todos los
ancianos del pueblo de Israel, y enviaron
por los presos a la cárcel.22 Llegados los
ministros y abierta la cárcel, como no los
hallasen,
volvieron
con
la
23
noticia, diciendo: La cárcel la hemos
hallado muy bien cerrada, y a los guardas
en centinela delante de las puertas; mas
habiéndolas abierto, a nadie hemos hallado
dentro.24 Oídas tales nuevas, tanto el
comandante del templo, como los príncipes
de los sacerdotes, no podían atinar qué se
habría hecho de ellos.25 A este tiempo llegó
uno y les dijo: Sabed que aquellos hombres
que metisteis en la cárcel, están en el
templo enseñando al pueblo.26 Entonces el
comandante fue allá con su gente y los
parte del precio; y trayendo el resto, lo puso
a los pies de los apóstoles.3 Mas Pedro le
dijo: Ananías, ¿cómo ha tentado Satanás tu
corazón, para que mintieses al Espíritu
Santo, reteniendo parte del precio de ese
campo?4 ¿Quién te quitaba el conservarlo?
Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba
su precio a tu disposición? Pues ¿con qué
fin has urdido en tu corazón esta trampa?
No mentiste a hombres, sino a Dios.5 Al
oír Ananías estas palabras, cayó en tierra y
expiró. Con lo cual todos los que tal suceso
supieron, quedaron en gran manera
atemorizados.6 En la hora misma vinieron
unos mozos, y le sacaron y llevaron a
enterrar.7 No bien se pasaron tres horas,
cuando su mujer entró ignorante de lo
acaecido.8 Le dijo Pedro: Dime, mujer, ¿es
así que vendisteis el campo por tanto? Sí,
respondió ella, por ese precio lo
vendimos.9 Entonces Pedro le dijo: ¿Por
qué os habéis concertado para tentar al
Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los
que enterraron a tu marido; y ellos mismos
te llevarán a enterrar.10 Al momento cayó a
sus pies, y expiró. Entretanto luego los
mozos la encontraron muerta, y sacándola,
la enterraron al lado de su marido.11 Lo que
causó gran temor en toda la Iglesia y en
todos
los
que
tal
suceso
12
oyeron. Entretanto los apóstoles hacían
muchos milagros y prodigios entre el
pueblo. Y todos los fieles unidos en un
mismo espíritu se juntaban en el pórtico de
Salomón .13 De los otros nadie osaba
juntarse o hermanarse con ellos; pero el
pueblo hacía de ellos grandes elogios.14 Con
esto se aumentaba más y más el número de
los que creían en el Señor, así de hombres
61
condujo sin hacerles violencia; porque
temían
ser
apedreados
por
el
27
pueblo. Fueron conducidos y presentados
al concilio; y el sumo sacerdote los
interrogó,28 diciendo: Nosotros os teníamos
prohibido con mandato formal que
enseñaseis en ese Nombre; y en vez de
obedecer, habéis llenado a Jerusalén de
vuestra doctrina, y queréis hacernos
responsables a nosotros de la sangre de ese
hombre.29 A lo cual respondiendo Pedro y
los apóstoles, dijeron: Es necesario
obedecer a Dios antes que a los
hombres.30 El Dios de nuestros padres ha
resucitado a Jesús, a quien vosotros habéis
hecho morir, colgándole en un madero.31 A
éste ensalzó Dios con su diestra por
príncipe y salvador, para dar a Israel el
arrepentimiento y la remisión de los
pecados:32 nosotros somos testigos de estas
verdades, y lo es también el Espíritu Santo,
que Dios ha dado a todos los que le
obedecen.33 Oídas estas razones, se
desatinaban sus enemigos, y enfurecidos
trataban de matarlos.34 Pero levantándose
en el concilio un fariseo llamado Gamaliel,
doctor de la ley, hombre respetado de todo
el pueblo, mandó que se retirasen afuera
por un breve rato a aquellos hombres.35 Y
entonces dijo a los del concilio: ¡Oh
israelitas!, considerad bien lo que vais a
hacer con estos hombres.36 Sabéis que hace
poco se levantó un tal Teodas, que se
vendía por persona de mucha importancia,
al cual se asociaron cerca de cuatrocientos
hombres: él fue muerto, y todos los que le
creían se dispersaron y redujeron a
nada.37 Después de éste surgió Judas
Galileo en tiempo del empadronamiento, y
arrastró tras sí al pueblo: éste pereció del
mismo modo, y todos sus secuaces
quedaron disipados.38 Ahora, pues, os
aconsejo que no os metáis con esos
hombres, y que los dejéis; porque si este
designio o empresa es obra de hombres,
ella misma se desvanecerá;39 pero si es cosa
de Dios no podréis destruirla, y os
expondríais a ir contra Dios. Todos
adhirieron a este parecer.40 Y llamando a
los apóstoles, después de haberlos hecho
azotar, les dijeron que no hablasen más ni
poco ni mucho en el Nombre de Jesús; y
los dejaron ir.41 Entonces los apóstoles se
retiraron de la presencia del concilio muy
gozosos porque habían sido hallados
dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre
de Jesús .42 Y no cesaban todos los días, en
el templo, y por las casas, de anunciar y de
predicar a Jesucristo.
1
Por aquellos días, creciendo el
número de los discípulos, se suscitó
una queja de los judíos griegos contra
los judíos hebreos, o nacidos en el
país, porque no se hacía caso de sus viudas
en el servicio o distribución del sustento
diario.2 En atención a esto, los doce
apóstoles, convocando a todos los
discípulos, les dijeron: No es justo que
nosotros descuidemos la predicación de la
palabra de Dios, por tener cuidado de las
mesas:3 por tanto, hermanos, nombrad de
entre vosotros siete sujetos de buena fama,
llenos del Espíritu Santo y de inteligencia, a
los cuales encarguemos este ministerio.4 Y
con esto podremos nosotros emplearnos
enteramente en la oración y en la
predicación de la palabra divina.5 Pareció
bien esta propuesta a toda la asamblea; y así
6
62
nombraron a Esteban, varón lleno de fe y
del Espíritu Santo, y a Felipe y a Prócoro, a
Nicanor y a Timón, a Pármenas y a Nicolás
prosélito antioqueno.6 Lo presentaron a los
apóstoles, los cuales, haciendo oración, les
impusieron
las
manos,
o
7
consagraron. Entretanto la palabra de
Dios iba fructificando, y multiplicándose
sobremanera el número de los discípulos
en Jerusalén ; y se sujetaban también a la fe
muchos de los sacerdotes.8 Mas Esteban,
lleno de gracia y de fortaleza, obraba
grandes prodigios y milagros entre el
pueblo.9 Se levantaron, pues, algunos de la
sinagoga llamada de los libertinos, o
libertos, y de las sinagogas de los cireneos,
de los alejandrinos, de los cilicianos y de los
asiáticos, y trabaron disputas con
Esteban,10 pero no podían contrarrestar a la
sabiduría y al Espíritu que hablaba en
él.11 Entonces sobornaron a algunos que
dijesen haberlo oído proferir blasfemias
contra Moisés y contra Dios.12 Con eso
alborotaron a la plebe y a los ancianos, y a
los escribas, y echándose sobre él, le
arrebataron y trajeron al concilio,13 y
produjeron testigos falsos que afirmasen:
Este hombre no cesa de proferir palabras
contra este lugar santo y contra la
ley;14 pues nosotros le hemos oído decir
que aquel Jesús Nazareno ha de destruir
este lugar y cambiar las tradiciones u
observancias que nos dejó ordenadas
Moisés.15 Entonces fijando en él los ojos
todos los del concilio, vieron su rostro
como el rostro de un ángel.
1
Dijo entonces el príncipe de los
sacerdotes: ¿Es esto así?2 Respondió
él: Hermanos míos y padres,
escuchadme. El Dios de la gloria apareció a
nuestro padre Abrahán cuando estaba en
Mesopotamia, antes que habitase en
Carán,3 y le dijo: Sal de tu patria y de tu
parentela, y ven al país que yo te
mostraré.4 Entonces salió de la Caldea, y
vino a habitar en Carán. De allí, muerto su
padre, le hizo pasar Dios a esta tierra, en
donde ahora moráis vosotros.5 Y no le dio
de ella en propiedad ni un palmo tan
solamente; le prometió, sí, darle la posesión
de dicha tierra, y que después de él la
poseerían sus descendientes; y eso que a la
sazón Abrahán no tenía hijos.6 Le predijo
también Dios que sus descendientes
morarían en tierra extraña, y serían
esclavizados, y muy maltratados por
espacio de cuatrocientos años;7 si bien, dijo
el Señor, yo tomaré venganza de la nación a
la cual servirán como esclavos; y al cabo
saldrán libres de aquel país, y me servirán a
mí en este lugar.8 Hizo después con él la
alianza sellada con la circuncisión; y así
Abrahán habiendo engendrado a Isaac, le
circuncidó a los ocho días; Isaac tuvo a
Jacob ; y Jacob a los doce patriarcas.9 Los
patriarcas movidos de envidia, vendieron a
José para ser llevado a Egipto, donde Dios
estaba con él;10 y le libró de todas sus
tribulaciones; y habiéndole llenado de
sabiduría, le hizo grato al Faraón, rey de
Egipto, el cual le constituyó gobernador de
Egipto y de todo su palacio.11 Vino después
el hambre general en todo el Egipto y en la
tierra de Canaán, y la miseria fue extrema;
de suerte que nuestros padres no hallaban
de qué alimentarse.12 Pero habiendo sabido
Jacob que en Egipto había trigo, envió allá
a nuestros padres por la primera vez.13 Y en
7
63
la segunda que fueron José se dio a conocer
a sus hermanos, y fue descubierto su linaje
al Faraón.14 Entonces José envió por su
padre Jacob y por toda su parentela, que
era de setenta y cinco personas.15 Bajó,
pues, Jacob a Egipto, donde vino a morir
él, y también nuestros padres.16 Y sus
huesos fueron después trasladados a
Siquem, y colocados en el sepulcro que
Abrahán compró de los hijos de Hemor,
hijo de Siquem, por cierta suma de
dinero.17 Pero acercándose ya el tiempo de
cumplirse la promesa, que con juramento
había hecho Dios a Abrahán, el pueblo de
Israel fue creciendo y multiplicándose en
Egipto,18 hasta que reinó allí otro soberano,
que no sabía nada de José.19 Este príncipe,
usando de una artificiosa malicia contra
nuestra nación, persiguió a nuestros padres,
hasta obligarlos a abandonar sus niños
recién nacidos a fin de que no se
propagasen.20 Por este mismo tiempo nació
Moisés, que fue grato a Dios, y el cual por
tres meses fue criado ocultamente en casa
de su padre.21 Al fin, habiendo sido
abandonado sobre las aguas del Nilo, le
recogió la hija de Faraón, y le crió como a
hijo suyo.22 Se le instruyó en todas las
ciencias de los egipcios, y llegó a ser varón
poderoso, tanto en palabras como en
obras.23 Llegado a la edad de cuarenta años,
le vino deseo de ir a visitar a sus hermanos
los hijos de Israel.24 Y habiendo visto que
uno de ellos era injuriado, se puso de su
parte, y le vengó, matando al egipcio que le
injuriaba.25 Él estaba persuadido de que sus
hermanos los israelitas conocerían que por
su medio les había de dar Dios libertad;
mas ellos no lo entendieron.26 Al día
siguiente se metió entre unos que reñían: y
los exhortaba a la paz, diciendo: Hombres,
vosotros sois hermanos; ¿pues por qué os
maltratáis uno al otro?27 Mas aquel que
hacía el agravio a su prójimo, le empujó,
diciendo: ¿Quién te ha puesto a ti por
príncipe y juez sobre nosotros?28 ¿Quieres
tú por ventura matarme a mí, como
mataste ayer al egipcio?29 Al oír esto Moisés
se ausentó, y se retiró a vivir como
extranjero en el país de Madián, donde
tuvo dos hijos.30 Cuarenta años después se
le apareció un ángel del Señor en el desierto
del monte Sinaí, entre las llamas de una
zarza que ardía sin consumirse.31 Se
maravilló Moisés al ver aquel espectáculo; y
acercándose a contemplarlo, oyó la voz del
Señor, que le decía:32 Yo soy el Dios de tus
padres, el Dios de Abrahán, el Dios de
Isaac, y el Dios de Jacob . Se estremeció
entonces Moisés; no osaba mirar lo que
aquello era.33 Pero el Señor le dijo: Quítate
de los pies el calzado; porque el lugar en
que estás, es una tierra santa.34 Yo he visto
y considerado la aflicción del pueblo mío,
que habita en Egipto, y he oído sus
gemidos, y he descendido a librarle. Ahora,
pues, ven tú, y te enviaré a Egipto.35 Así
que a este Moisés, a quien desecharon,
diciendo: ¿Quién te ha constituido nuestro
príncipe y juez?, a este mismo envió Dios
para ser el caudillo y libertador de ellos,
bajo la dirección del ángel, que se le
apareció en la zarza.36 Este mismo los
libertó, haciendo prodigios y milagros en la
tierra de Egipto, y en el Mar Rojo, y en el
desierto por espacio de cuarenta
años.37 Este es aquel Moisés que dijo a los
hijos de Israel: Dios os suscitará de entre
64
vuestros hermanos un profeta legislador,
como me ha suscitado a mí: a éste debéis
obedecer.38 Moisés es quien, mientras el
pueblo estaba congregado en el desierto,
estuvo tratando con el ángel, que le hablaba
en el monte Sinaí; es aquel que estuvo con
nuestros padres; el que recibió de Dios las
palabras de vida para comunicárnoslas;39 a
quien no quisieron obedecer nuestros
padres; antes bien le desecharon, y con su
corazón y afecto se volvieron a
Egipto.40 Diciendo a Aarón: Haznos dioses
que nos guíen, ya que no sabemos qué se
ha hecho de ese Moisés, que nos sacó de la
tierra de Egipto.41 Y fabricaron después un
becerro, y ofrecieron sacrificio a este ídolo,
y hacían regocijo ante la hechura de sus
manos.42 Entonces Dios les volvió las
espaldas, y los abandonó a la idolatría de
los astros o la milicia del cielo, según se
halla escrito en el libro de los profetas: ¡Oh
casa de Israel!, ¿por ventura me has
ofrecido víctimas y sacrificios los cuarenta
años del desierto?43 Al contrario, habéis
conducido el tabernáculo de Moloc y el
astro de vuestro dios Remfam, figuras que
fabricasteis para adorarlas. Pues yo os
transportaré
a Babilonia, y
más
44
allá. Tuvieron nuestros padres en el
desierto el Tabernáculo del Testimonio,
según se lo ordenó Dios a Moisés,
diciéndole que lo fabricase según el modelo
que había visto.45 Y habiéndolo recibido
nuestros padres, lo condujeron bajo la
dirección de Josué al país que era la
posesión de las naciones, que fue Dios
expeliendo delante de ellos, y duró el
Tabernáculo hasta el tiempo de
David.46 Éste fue acepto a los ojos de Dios,
y pidió poder fabricar un templo al Dios de
Jacob .47 Pero el templo quien lo edificó fue
Salomón.48 Si bien el Altísimo no habita
precisamente en moradas hechas de mano
de hombres, como dice el profeta:49 El
cielo es mi trono, y la tierra el estrado de
mis pies. ¿Qué especies de casas me habéis
de edificar vosotros?, dice el Señor; o ¿cuál
podrá
ser
digno lugar
de
mi
50
descanso? ¿Por ventura no hizo mi mano
todas estas cosas?51 ¡Hombres de dura
cerviz y de corazón y oído incircuncisos!,
vosotros resistís siempre al Espíritu Santo;
como fueron vuestros padres, así sois
vosotros.52 ¿A qué profeta no persiguieron
vuestros padres? Ellos son los que mataron
a los que anunciaban la venida del Justo,
que vosotros acabáis de entregar, y del cual
habéis sido homicidas;53 vosotros que
recibisteis la ley por ministerio de ángeles, y
no la habéis guardado.54 Al oír tales cosas,
ardían en cólera sus corazones, y crujían los
dientes contra él.55 Mas Esteban, estando
lleno del Espíritu Santo, y fijando los ojos
en el cielo vio la gloria de Dios, y a Jesús
que estaba a la diestra de Dios.56 Y dijo:
Estoy viendo ahora los cielos abiertos, y al
Hijo del hombre sentado a la diestra de
Dios.57 Entonces clamando ellos con gran
gritería se taparon los oídos, y después
todos a una arremetieron contra él.58 Y
arrojándole fuera de la ciudad le
apedrearon; y los testigos depositaron sus
vestidos a los pies de un mancebo, que se
llamaba Saulo.59 Y apedreaban a Esteban, el
cual estaba orando, y diciendo: ¡Señor
Jesús, recibe mi espíritu!60 Y poniéndose de
rodillas, clamó en alta voz: ¡Señor, no les
hagas cargo de este pecado! Y dicho esto
65
durmió en el Señor. Saulo había consentido
como los otros a la muerte de Esteban.
1
Por aquellos días se levantó una gran
persecución contra la Iglesia de
Jerusalén, y todos los discípulos,
menos los apóstoles, se dispersaron
por varios distritos de Judea, y de
Samaria.2 Mas algunos hombres piadosos
cuidaron de dar sepultura a Esteban, en
cuyas
exequias
hicieron
gran
3
duelo. Entretanto Saulo iba desolando la
Iglesia, y entrándose por las casas, sacaba
con violencia a hombres y mujeres, y los
hacía meter en la cárcel.4 Pero los que se
habían dispersado andaban de un lugar a
otro, predicando la palabra de Dios.5 Entre
ellos Felipe, habiendo llegado a la ciudad de
Samaria, les predicaba a Cristo .6 Y era
grande la atención con que todo el pueblo
escuchaba los discursos de Felipe, oyéndole
todos con el mismo fervor, y viendo los
milagros que obraba.7 Porque muchos
espíritus inmundos salían de los poseídos,
dando grandes gritos,8 y muchos paralíticos
y cojos fueron curados.9 Por lo que se llenó
de gran alegría aquella ciudad. En ella había
ejercitado antes la magia un hombre
llamado Simón, engañando a los
samaritanos, y persuadiéndoles que él era
un gran personaje.10 Todos, grandes y
pequeños, le escuchaban con veneración, y
decían: Este es la virtud grande de
Dios.11 La causa de su adhesión a él era
porque ya hacía mucho tiempo que los traía
embaucados con su arte mágica.12 Pero
luego que hubieron creído la palabra del
reino de Dios, que Felipe les anunciaba,
hombres y mujeres se hacían bautizar en
nombre de Jesucristo.13 Entonces creyó
también el mismo Simón, y habiendo sido
bautizado, seguía y acompañaba a Felipe. Y
al ver los milagros y portentos grandísimos
que se hacían, estaba atónito y lleno de
asombro.14 Sabiendo, pues, los apóstoles,
que estaban en Jerusalén, que los
samaritanos habían recibido la palabra de
Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.15 Estos
en llegando, hicieron oración por ellos a fin
de
que
recibiesen
al
Espíritu
16
Santo. Porque aún no había descendido
sobre ninguno de ellos, sino que solamente
estaban bautizados en nombre del Señor
Jesús .17 Entonces les imponían las manos,
y
luego
recibían
al
Espíritu
18
Santo. Habiendo visto, pues, Simón, que
por la imposición de las manos de los
apóstoles se daba el Espíritu Santo, les
ofreció dinero,19 diciendo: Dadme también
a mí esa potestad, para que cualquiera a
quien imponga yo las manos, reciba al
Espíritu
Santo.
Mas
Pedro
le
20
respondió: Perezca tu dinero contigo;
pues has juzgado que se alcanzaba por
dinero el don de Dios.21 No puedes tú
tener parte, ni cabida en este ministerio;
porque tu corazón no es recto a los ojos de
Dios.22 Por tanto haz penitencia de esta
perversidad tuya, y ruega de tal suerte a
Dios, que te sea perdonado ese desvarío de
tu corazón.23 Pues yo te veo lleno de
amarguísima hiel, y arrastrando la cadena
de la iniquidad.24 Respondió Simón, y dijo:
Rogad por mí vosotros al Señor, para que
no venga sobre mí nada de lo que acabáis
de decir.25 Ellos en fin, habiendo predicado
y dado testimonio de la palabra del Señor,
regresaron a Jerusalén, anunciando la buena
nueva en muchos distritos de los
8
66
samaritanos.26 Mas un ángel del Señor
habló a Felipe, diciendo: Parte, y ve hacia el
mediodía, por la vía que lleva de Jerusalén a
Gaza; la cual está desierta.27 Partió luego
Felipe, y se fue hacia allá. Y he aquí que
encuentra a un etíope, eunuco, gran valido
de Candace, reina de los etíopes, y
superintendente de todos sus tesoros, el
cual había venido a Jerusalén a adorar a
Dios;28 y a la sazón se volvía, sentado en su
carruaje,
y
leyendo
al
profeta
29
Isaías. Entonces dijo el espíritu a Felipe:
Date
prisa
y
arrímate
a
ese
30
carruaje. Acercándose, pues, Felipe, a toda
prisa, oyó que iba leyendo en el profeta
Isaías, y les dijo: ¿Te parece a ti que
entiendes lo que vas leyendo?31 ¿Cómo lo
he de entender, respondió él, si alguno no
me lo explica? Rogó, pues, a Felipe que
subiese, y tomase asiento a su lado.32 El
pasaje de la Escritura que iba leyendo, era
éste: Como oveja fue conducido al
matadero: y como cordero que está sin
balar en manos del que le trasquila, así él no
abrió su boca.33 Después de sus
humillaciones ha sido libertado del poder
de la muerte a la cual fue condenado. Su
generación, ¿quién podrá declararla?,
puesto que su vida será cortada de la
tierra.34 A esto preguntó el eunuco a Felipe:
Dime, te ruego, ¿de quién dice esto el
profeta?, ¿de sí mismo, o de algún
otro?35 Entonces Felipe tomando la
palabra, y comenzando por este texto de la
Escritura, le anunció a Jesús .36 Siguiendo
su camino, llegaron a un paraje en que
había agua; y dijo el eunuco: Aquí hay agua:
¿qué impedimento hay para que yo sea
bautizado?37 Ninguno, respondió Felipe, si
crees de todo corazón. A lo que dijo el
eunuco: Yo creo que Jesucristo es el Hijo
de Dios.38 Y mandando parar el carruaje,
bajaron ambos, Felipe y el eunuco, al agua,
y Felipe le bautizó.39 Así que salieron del
agua el Espíritu del Señor arrebató a Felipe,
y no le vio más el eunuco; el cual prosiguió
su viaje rebosando de gozo.40 Felipe de
repente se halló en Azoto, y fue
anunciando la buena nueva a todas las
ciudades por donde pasaba, hasta que llegó
a Cesarea.
1
Mas Saulo, que todavía no respiraba
sino amenazas y muerte contra los
discípulos del Señor, se presentó al
príncipe de los sacerdotes,2 y le pidió
cartas para Damasco, dirigidas a las
sinagogas, para traer presos a Jerusalén a
cuantos hombres y mujeres hallase de esta
profesión o escuela de Jesús .3 Caminando,
pues, a Damasco, ya se acercaba a esta
ciudad, cuando de repente le cercó de
resplandor una luz del cielo.4 Y cayendo en
tierra asombrado oyó una voz que le decía:
¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me persigues?5 Y él
respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y el
Señor le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues: dura cosa es para ti el dar coces
contra el aguijón.6 Él entonces, temblando
y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que
haga?7 Y el Señor le respondió: Levántate y
entra en la ciudad, donde se te dirá lo que
debes
hacer.
Los
que
venían
acompañándole
estaban
asombrados,
oyendo sonidos de voz, pero sin ver a
nadie.8 Se levantó Saulo de la tierra, y
aunque tenía abiertos los ojos, nada veía.
Por lo cual llevándole de la mano le
metieron en Damasco.9 Aquí se mantuvo
9
67
tres días privado de la vista, y sin comer ni
beber.10 Estaba a la sazón en Damasco un
discípulo llamado Ananías, al cual dijo el
Señor en una visión: ¡Ananías! Y él
respondió:
Aquí
me
tenéis,
11
Señor. Levántate, le dijo el Señor, y ve a la
calle llamada Recta; y busca en casa de
Judas a un hombre de Tarso, llamado
Saulo, que ahora está en oración.12 (Y en
este mismo tiempo, veía Saulo en una
visión a un hombre llamado Ananías, que
entraba y le imponía las manos para que
recobrase la vista).13 Respondió Ananías:
Señor, he oído decir a muchos que este
hombre ha hecho grandes daños a tus
santos en Jerusalén .14 Y aun aquí está con
poderes de los príncipes de los sacerdotes
para prender a todos los que invocan tu
Nombre.15 Ve a encontrarlo, le dijo el
Señor, que ese mismo es ya un instrumento
elegido por mí para llevar mi Nombre y
anunciarlo delante de todas las naciones, y
de los reyes, y de los hijos de Israel.16 Y yo
le haré ver cuántos trabajos tendrá que
padecer por mi Nombre.17 Marchó, pues,
Ananías, y entró en la casa, e imponiéndole
las manos, le dijo: ¡Saulo, hermano mío!, el
Señor Jesús, que se te apareció en el
camino que traías, me ha enviado para que
recobres la vista, y quedes lleno del Espíritu
Santo.18 Al momento cayeron de sus ojos
unas como escamas, y recobró la vista; y
levantándose fue bautizado.19 Y habiendo
tomado después alimento, recobró sus
fuerzas. Estuvo algunos días con los
discípulos que habitaban en Damasco;20 y
desde luego empezó a predicar en las
sinagogas a Jesús, afirmando que éste era el
Hijo de Dios.21 Todos los que le oían
estaban pasmados, y decían: ¿Pues no es
éste aquel mismo que con tanto furor
perseguía en Jerusalén a los que invocaban
este Nombre, y que vino acá de propósito
para conducirlos presos a los príncipes de
los sacerdotes?22 Saulo cobraba cada día
nuevo vigor y esfuerzo, y confundía a los
judíos que habitaban en Damasco,
demostrándoles que Jesús era el Cristo
.23 Mucho tiempo después, los judíos se
conjuraron para quitarle la vida.24 Fue
advertido Saulo de sus acechanzas; y ellos a
fin de salir con el intento de matarle, tenían
puestos centinelas día y noche a las
puertas.25 En vista de lo cual los discípulos,
tomándole una noche, le descolgaron por el
muro metido en un serón.26 Así que llegó a
Jerusalén, procuraba unirse con los
discípulos, mas todos se temían de él, no
creyendo que fuese discípulo;27 hasta tanto,
que Bernabé, tomándole consigo, le llevó a
los apóstoles, y les contó cómo el Señor se
le había aparecido en el camino, y las
palabras que le había dicho, y con cuánta
firmeza había procedido en Damasco,
predicando con libertad en el Nombre de
Jesús .28 Con eso andaba y vivía con ellos
en Jerusalén, y predicaba con grande ánimo
y
libertad
en
el
nombre
del
Señor.29 Conversaba también con los de
otras naciones, y disputaba con los judíos
griegos; pero éstos, confundidos, buscaban
medio para matarle.30 Lo que sabido por los
hermanos le condujeron a Cesarea, y de allí
le enviaron a Tarso.31 La Iglesia entretanto
gozaba de paz por toda la Judea, y Galilea,
y Samaria, e iba estableciéndose o
perfeccionándose, procediendo en el temor
del Señor, y llena de los consuelos del
68
Espíritu Santo.32 Sucedió por entonces, que
visitando Pedro a todos los discípulos, vino
así mismo a visitar a los santos o fieles que
moraban en Lidda.33 Aquí halló a un
hombre llamado Eneas, que hacía ocho
años que estaba postrado en una cama, por
estar paralítico.34 Le dijo Pedro: Eneas, el
Señor Jesucristo te cura: levántate, y hazte
tú mismo la cama. Y al momento se
levantó.35 Todos los que habitaban en
Lidda y en Sarona le vieron; y se
convirtieron al Señor.36 Había también en
Jope entre los discípulos una mujer llamada
Tabita, que traducido al griego es lo mismo
que Dorcas. Estaba ésta enriquecida de
buenas obras y de las limosnas que
hacía.37 Mas acaeció en aquellos días que
cayendo enferma, murió. Y lavado su
cadáver, la pusieron de cuerpo presente en
un aposento alto.38 Como Lidda está cerca
de Jope, oyendo los discípulos que Pedro
estaba allí, le enviaron dos mensajeros,
suplicándole que sin detención pasase a
verlos.39 Se puso luego Pedro en camino
con ellos. Llegado que fue, le condujeron al
aposento alto, y se halló rodeado de todas
las viudas, que llorando le mostraban las
túnicas y los vestidos que Dorcas les
hacía.40 Entonces Pedro, habiendo hecho
salir a toda la gente, poniéndose de rodillas,
hizo oración, y vuelto al cadáver, dijo:
Tabita, levántate. Al instante abrió ella los
ojos, y viendo a Pedro se incorporó.41 El
cual, dándole la mano, la puso en pie. Y
llamando a los santos, o fieles, y a las
viudas, se la entregó viva.42 Lo que fue
notorio en toda la ciudad de Jope; por cuyo
motivo
muchos
creyeron
en
el
43
Señor. Con eso Pedro se hubo de detener
muchos días en Jope, hospedado en casa de
cierto Simón curtidor.
1
Había en Cesarea un varón
llamado Cornelio, el cual era
centurión en una cohorte de la
legión llamada Itálica,2 hombre
religioso, y temeroso de Dios con toda su
familia, y que daba muchas limosnas al
pueblo, y hacía continua oración a
Dios.3 Este, pues, a eso de las tres de la
tarde, en una visión vio claramente a un
ángel del Señor entrar en su aposento, y
decirle: ¡Cornelio!4 Y él, mirándole
sobrecogido de temor, dijo: ¿Qué queréis
de mí, Señor? Le respondió: Tus oraciones
y tus limosnas han subido hasta arriba en el
acatamiento de Dios haciendo memoria de
ti.5 Ahora, pues, envía a alguno a Jope en
busca de un tal Simón, llamado Pedro,6 el
cual está hospedado en casa de otro Simón
curtidor, cuya casa está cerca del mar: éste
te dirá lo que te conviene hacer.7 Luego que
se retiró el ángel que le hablaba, llamó a
dos de sus domésticos y a un soldado de
los que estaban a sus órdenes, temeroso de
Dios;8 a los cuales, después de habérselo
confiado todo, los envió a Jope.9 El día
siguiente, mientras estaban ellos haciendo
su viaje, y acercándose a la ciudad, subió
Pedro a lo alto de la casa, cerca del
mediodía, a hacer oración.10 Sintiendo
hambre, quiso tomar alimento. Pero
mientras se lo aderezaban, le sobrevino un
éxtasis;11 y en él vio el cielo abierto, y bajar
cierta cosa como un mantel grande, que
pendiente de sus cuatro puntas se
descolgaba del cielo a la tierra,12 en el cual
había
todo
género
de
animales
cuadrúpedos, y reptiles de la tierra, y aves
10
69
del cielo.13 Y oyó una voz que le decía:
Pedro, levántate, mata y come.14 Dijo
Pedro: No haré tal, Señor, pues jamás he
comido cosa profana e inmunda.15 Le
replicó la misma voz: Lo que Dios ha
purificado, no lo llames tú profano.16 Esto
se repitió, por tres veces; y luego el mantel
volvió a subirse al cielo.17 Mientras estaba
Pedro discurriendo entre sí qué significaría
la visión que acababa de tener, he aquí que
los hombres que enviara Cornelio,
preguntando por la casa de Simón, llegaron
a la puerta.18 Y habiendo llamado,
preguntaron si estaba hospedado allí
Simón, por sobrenombre Pedro.19 Y
mientras éste estaba ocupado en discurrir
sobre la visión, le dijo el Espíritu: Mira, ahí
están
tres
hombres
que
te
20
buscan. Levántate luego, baja, y vete con
ellos sin el menor reparo: porque yo soy el
que los ha enviado.21 Habiendo, pues,
Pedro bajado, e ido al encuentro de los
mensajeros, les dijo: Vedme aquí: yo soy
aquel a quien buscáis: ¿cuál es el motivo de
vuestro viaje?22 Ellos le respondieron. El
centurión Cornelio, varón justo y temeroso
de Dios, estimado y tenido por tal de toda
la nación de los judíos, recibió aviso de un
santo ángel, para que te enviara llamar a su
casa, y escuchase lo que tú le digas.23 Pedro
entonces, haciéndolos entrar, los hospedó
consigo. Al día siguiente partió con ellos,
acompañándole también algunos de los
hermanos de Jope.24 El día después entró
en Cesarea. Cornelio, por su parte,
convocados sus parientes y amigos más
íntimos, los estaba esperando.25 Estando
Pedro para entrar, le salió Cornelio a
recibir, y postrándose a sus pies, le
adoró.26 Mas Pedro le levantó, diciendo:
Álzate, que yo no soy más que un hombre
como tú.27 Y conversando con él entró en
casa, donde halló reunidas muchas
personas.28 Y les dijo: No ignoráis qué cosa
tan abominable sea para un judío el trabar
amistad o familiarizarse con un extranjero;
pero Dios me ha enseñado a no tener a
ningún
hombre
por
impuro
o
29
manchado. Por lo cual, luego que he sido
llamado he venido sin dificultad. Ahora os
pregunto: ¿por qué motivo me habéis
llamado?30 A lo que respondió Cornelio.
Cuatro días hace hoy, que yo estaba orando
en mi casa a las tres de la tarde, cuando he
aquí que se me puso delante un personaje
vestido de blanco, y me dijo:31 Cornelio, tu
oración ha sido oída benignamente, y se ha
hecho mención de tus limosnas en la
presencia de Dios.32 Envía, pues, a Jope, y
haz venir a Simón, por sobrenombre
Pedro, el cual está hospedado en casa de
Simón el curtidor, cerca del mar.33 Al
punto, pues, envié por ti, y tú me has
hecho la gracia de venir. Ahora, pues, todos
nosotros estamos aquí en tu presencia, para
escuchar cuanto el Señor te haya mandado
decirnos.34 Entonces
Pedro,
dando
principio a su discurso, habló de esta
manera: Verdaderamente acabé de conocer
que Dios no hace acepción de
personas;35 sino que en cualquiera nación,
el que le teme, y obra bien, merece su
agrado.36 Lo cual ha hecho entender Dios a
los hijos de Israel, anunciándoles la paz por
Jesucristo (el cual es el Señor de
todos).37 Vosotros sabéis lo que ha
ocurrido en toda la Judea, habiendo
principiado en Galilea, después que predicó
70
Juan el bautismo ;38 la manera con que Dios
ungió con el Espíritu Santo y su virtud a
Jesús de Nazaret; el cual ha ido haciendo
beneficios por todas partes por donde ha
pasado, y ha curado a todos los que estaban
bajo la opresión del demonio, porque Dios
estaba con él.39 Y nosotros somos testigos
de todas las cosas que hizo en el país de
Judea y en Jerusalén, al cual no obstante
quitaron la vida colgándole en una
cruz.40 Pero Dios le resucitó al tercer día, y
dispuso que se dejase ver,41 no de todo el
pueblo, sino de los predestinados de Dios
para testigos, de nosotros, que hemos
comido y bebido con él, después que
resucitó de entre los muertos.42 Y nos
mandó que predicásemos y testificásemos
al pueblo, que él es el que está por Dios
constituido juez de vivos y de
muertos.43 Del mismo testifican todos los
profetas, que cualquiera que cree en él,
recibe en virtud de su nombre la remisión
de los pecados.44 Estando aún Pedro
diciendo estas palabras, descendió el
Espíritu Santo sobre todos los que oían la
plática.45 Y los fieles, circuncidados, o
judíos, que habían venido con Pedro,
quedaron pasmados, al ver que la gracia del
Espíritu Santo se derramaba también sobre
los gentiles, o incircuncisos.46 Pues los oían
hablar varias lenguas y publicar las
grandezas de Dios.47 Entonces dijo Pedro:
¿Quién puede negar el agua del bautismo a
los que como nosotros, han recibido
también al Espíritu Santo?48 Así que mandó
bautizarlos en Nombre y con el bautismo
de Nuestro Señor Jesucristo; y le suplicaron
que se detuviese con ellos algunos días,
como lo hizo.
1
Supieron los apóstoles y los
hermanos o fieles de Judea, que
también los gentiles habían
recibido
la
palabra
de
2
Dios. Vuelto, pues, Pedro a Jerusalén, le
hacían por eso cargo los fieles
circuncidados,3 diciendo:
¿Cómo
has
entrado en casa de personas incircuncisas, y
has comido con ellas?4 Pedro entonces
empezó a exponerles toda la serie del
suceso, en estos términos:5 Estaba yo en la
ciudad de Jope en oración, y vi en éxtasis
una visión de cierta cosa que iba
descendiendo, a manera de un gran lienzo
descolgado del cielo por las cuatro puntas,
que llegó junto a mí.6 Mirando con
atención, me puse a contemplarle, y le vi
lleno de animales cuadrúpedos terrestres,
de fieras, de reptiles y volátiles del cielo.7 Al
mismo tiempo oí una voz que me decía:
Pedro, levántate, mata, y come.8 Yo
respondí: De ningún modo, Señor, porque
hasta ahora no ha entrado jamás en mi
boca cosa profana o inmunda.9 Mas la voz
del cielo, hablándome segunda vez, me
replicó: Lo que Dios ha purificado, no lo
llames tú impuro.10 Esto sucedió por tres
veces; y luego todo aquel aparato fue
recibido otra vez en el cielo.11 Pero en aquel
mismo punto llegaron a la casa en que
estaba yo hospedado tres hombres, que
eran enviados a mí de Cesarea.12 Y me dijo
el Espíritu que fuese con ellos sin
escrúpulo alguno. Vinieron así mismo estos
seis hermanos que me acompañan y
entramos en casa de aquel hombre que me
envió a buscar.13 El cual nos contó cómo
había visto en su casa a un ángel, que se le
presentó y le dijo: Envía a Jope, y haz de
11
71
los que se agregaron al Señor.25 De aquí
partió Bernabé a Tarso, en busca de Saulo;
y habiéndole hallado, le llevó consigo a
Antioquía,26 en cuya Iglesia estuvieron
empleados todo un año; e instruyeron a
tanta multitud de gentes, que aquí en
Antioquía fue donde los discípulos
empezaron a llamarse cristianos.27 Por estos
días vinieron de Jerusalén ciertos profetas a
Antioquía;28 uno de los cuales por nombre
Agabo, inspirado de Dios, anunciaba que
había de haber una gran hambre por toda la
tierra, como en efecto la hubo en tiempo
del emperador Claudio;29 por cuya causa los
discípulos determinaron contribuir cada
uno, según sus facultades, con alguna
limosna, para socorrer a los hermanos
habitantes en Judea.30 Lo que hicieron
efectivamente, remitiendo las limosnas a
los ancianos o sacerdotes de Jerusalén por
mano de Bernabé y de Saulo.
1
Por este mismo tiempo el rey
Herodes se puso a perseguir a
algunos
de
la
2
Iglesia. Primeramente
hizo
degollar a Santiago, hermano de
Juan;3 después viendo que esto complacía a
los judíos, determinó también prender a
Pedro. Eran entonces los días de los
ázimos.4 Habiendo,
pues,
logrado
prenderle, le metió en la cárcel,
entregándole a la custodia de cuatro
piquetes de soldados, de a cuatro hombres
cada piquete, con el designio de presentarle
al pueblo y ajusticiarle después de la Pascua
.5 Mientras que Pedro estaba así custodiado
en la cárcel, la Iglesia incesantemente hacía
oración a Dios por él.6 Mas cuando iba ya
Herodes a presentarle al público, aquella
venir a Simón, por sobrenombre
Pedro,14 quien te dirá las cosas necesarias
para tu salvación y la de toda tu
familia.15 Habiendo yo, pues, empezado a
hablar, descendió el Espíritu Santo sobre
ellos, como descendió al principio sobre
nosotros.16 Entonces me acordé de lo que
decía el Señor: Juan a la verdad ha
bautizado con agua, mas vosotros seréis
bautizados con el Espíritu Santo.17 Pues si
Dios les dio a ellos la misma gracia, y del
mismo modo que a nosotros, que hemos
creído en Nuestro Señor Jesucristo, ¿quién
era yo para oponerme al designio de
Dios?18 Oídas estas cosas, se aquietaron, y
glorificaron a Dios, diciendo: luego
también a los gentiles les ha concedido
Dios la penitencia para alcanzar la
vida.19 Entretanto los discípulos que se
habían esparcido por la persecución
suscitada con motivo de Esteban, llegaron
hasta Fenicia, y Chipre, y Antioquía,
predicando la buena nueva únicamente a
los judíos.20 Entre ellos había algunos
nacidos en Chipre y en Cirene, los cuales,
habiendo
entrado
en
Antioquía,
conversaban así mismo con los griegos,
anunciándoles la fe del Señor Jesús .21 Y la
mano de Dios los ayudaba, por manera que
un gran número de personas creyó y se
convirtió al Señor.22 Llegaron estas noticias
a oídos de la Iglesia de Jerusalén ; y
enviaron a Bernabé a Antioquía.23 Llegado
allá, y al ver los prodigios de la gracia de
Dios, se llenó de júbilo; y exhortaba a
todos a permanecer en el servicio del Señor
con un corazón firme y constante.24 Porque
era Bernabé varón perfecto, y lleno del
Espíritu Santo y de fe. Y así fueron muchos
12
72
misma noche estaba durmiendo Pedro en
medio de dos soldados, atado a ellos con
dos cadenas, y las guardias ante la puerta de
la cárcel haciendo centinela.7 Cuando de
repente apareció un ángel del Señor, cuya
luz llenó de resplandor toda la pieza, y
tocando a Pedro en el lado, le despertó
diciendo: Levántate presto. Y al punto se le
cayeron las cadenas de las manos.8 Le dijo
así mismo el ángel: ponte el ceñidor, y
cálzate tus sandalias. Lo hizo así. Le dijo
más: Toma tu capa, y sígueme.9 Salió, pues,
y le iba siguiendo, bien que no creía ser
realidad lo que hacía el ángel; antes se
imaginaba que era un sueño lo que
veía.10 Pasada la primera y la segunda
guardia, llegaron a la puerta de hierro que
sale a la ciudad, la cual se les abrió por sí
misma. Salidos por ella caminaron hasta lo
último de la calle, y súbitamente
desapareció de su vista el ángel.11 Entonces
Pedro vuelto en sí, dijo: Ahora sí que
conozco que el Señor verdaderamente ha
enviado a su ángel y me ha librado de las
manos de Herodes y de la expectación de
todo el pueblo judaico.12 Y habiendo
pensado lo que haría, se encaminó a casa de
María madre de Juan, por sobrenombre
Marcos,
donde
muchos
estaban
congregados en oración.13 Habiendo, pues,
llamado al postigo de la puerta, una
doncella llamada Rode salió a observar
quién era.14 Y conocida la voz de Pedro,
fue tanto su gozo, que, en lugar de abrir,
corrió adentro con la nueva de que Pedro
estaba a la puerta.15 Le dijeron: Tú estás
loca. Mas ella afirmaba que era cierto lo que
decía. Ellos dijeron entonces: Sin duda será
su ángel.16 Pedro entretanto proseguía
llamando a la puerta. Abriendo por último,
le vieron, y quedaron asombrados.17 Mas
Pedro haciéndoles señas con la mano para
que callasen, les contó cómo el Señor le
había sacado de la cárcel, y añadió: Haced
saber esto a Santiago y a los hermanos. Y
partiendo de allí, se retiró a otra
parte.18 Luego que fue de día, era grande la
confusión entre los soldados, sobre qué se
habría hecho de Pedro.19 Herodes,
haciendo pesquisas de él, y no hallándole,
hecho el juicio a los de la guardia, los
mandó llevar al suplicio; y después se
marchó de Judea a Cesarea, en donde se
quedó.20 Estaba Herodes irritado contra los
tirios y sidonios. Pero éstos de común
acuerdo vinieron a presentársele, y ganado
el favor de Blasto, camarero mayor del rey,
le pidieron la paz, pues aquel país
necesitaba de los socorros del territorio de
Herodes para su subsistencia.21 El día
señalado para la audiencia, Herodes vestido
de traje real, se sentó en su trono, y les
arengaba.22 Todo el auditorio prorrumpía
en aclamaciones, diciendo: Esta es la voz
de un dios, y no de un hombre.23 Mas en
aquel mismo instante le hirió un ángel del
Señor, por no haber dado a Dios la gloria; y
roído de gusanos, expiró.24 Entretanto la
palabra de Dios hacía grandes progresos, y
se propagaba más y más cada día.25 Bernabé
y Saulo, acabada su comisión de entregar
las limosnas, volvieron de Jerusalén a
Antioquía, habiéndose llevado consigo a
Juan, por sobrenombre Marcos.
1
Había en la iglesia de Antioquía
varios profetas y doctores, de cuyo
número eran Bernabé, y Simón,
llamado el Negro, y Lucio de
13
73
Cirene, y Manahén, hermano de leche del
tetrarca Herodes, y Saulo.2 Mientras
estaban un día ejerciendo las funciones de
su ministerio delante del Señor, y
ayunando, les dijo el Espíritu Santo:
Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra
a que los tengo destinados.3 Y después de
haberse dispuesto con ayunos y oraciones,
les impusieron las manos y los
despidieron.4 Ellos, pues, enviados así por
el Espíritu Santo fueron a Seleucia; desde
donde navegaron a Chipre.5 Y llegados a
Salamina, predicaban la palabra de Dios en
las sinagogas de los judíos, teniendo
consigo a Juan, que les ayudaba, como
diácono.6 Recorrida toda la isla hasta Pafo,
encontraron a cierto judío, mago y falso
profeta, llamado Barjesús,7 el cual estaba en
compañía del procónsul Sergio Paulo,
hombre de mucha prudencia. Este
procónsul habiendo hecho llamar a sí a
Bernabé y a Saulo, deseaba oír la palabra de
Dios.8 Pero Elimas, o el mago (que eso
significa el nombre Elimas) se les oponía,
procurando apartar al procónsul de abrazar
la fe.9 Mas Saulo, que también se llama
Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en
él sus ojos,10 le dijo: ¡Oh hombre lleno de
toda suerte de fraudes y embustes, hijo del
diablo, enemigo de toda justicia! ¿No
cesarás nunca de procurar trastornar o
torcer los caminos rectos del Señor?11 Pues
mira: Desde ahora la mano del Señor
descargará sobre ti, y quedarás ciego sin ver
la luz del día, hasta cierto tiempo. Y al
momento densas tinieblas cayeron sobre
sus ojos, y andaba buscando a tientas quien
le diese la mano.12 En la hora el procónsul,
visto lo sucedido, abrazó la fe,
maravillándose de la doctrina del
Señor.13 Pablo
y
sus
compañeros,
habiéndose hecho a la vela desde Pafo,
apartaron a Perge de Panfilia. Aquí Juan,
apartándose de ellos, se volvió a Jerusalén
.14 Pablo y los demás, sin detenerse en
Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia; y
entrando el sábado en la sinagoga, tomaron
asiento.15 Después que se acabó la lectura
de la ley y de los profetas, los presidentes
de la sinagoga los convidaron, enviándoles
a decir: Hermanos, si tenéis alguna cosa de
edificación que decir al
pueblo,
16
hablad. Entonces Pablo, puesto en pie, y
haciendo con la mano una señal pidiendo
atención, dijo: ¡Oh israelitas, y vosotros los
que teméis al Señor, escuchad!17 El Dios del
pueblo de Israel eligió a nuestros padres, y
engrandeció a este pueblo, mientras
habitaban como extranjeros en Egipto, de
donde los sacó con el poder soberano de su
brazo;18 y sufrió después sus perversas
costumbres por espacio de cuarenta años
en el desierto;19 y, en fin, destruidas siete
naciones en la tierra de Canaán, les
distribuyó por suerte las tierras de
éstas,20 unos cuatrocientos cincuenta años
después; luego les dio jueces, o
gobernadores, hasta el profeta Samuel,21 en
cuyo tiempo pidieron rey; y les dio Dios a
Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín,
por espacio de cuarenta años.22 Y removido
éste, les dio por rey a David, a quien abonó
diciendo: He hallado a David, hijo de Jesé,
hombre conforme a mi corazón, que
cumplirá todos mis preceptos.23 Del linaje
de éste ha hecho nacer Dios, según su
promesa, a Jesús para ser el salvador de
Israel,24 habiendo predicado Juan, antes de
74
manifestarle su venida, el bautismo de
penitencia a todo el pueblo de Israel.25 El
mismo Juan al terminar su carrera, decía:
Yo no soy el que vosotros imagináis; pero
mirad, después de mí viene uno a quien yo
no soy digno de desatar el calzado de sus
pies.26 Ahora, pues, hermanos míos, hijos
de Abrahán, a vosotros es, y a cualquiera
que entre vosotros teme a Dios, a quienes
es enviado este anuncio de la
salvación.27 Porque los habitantes de
Jerusalén y sus jefes, desconociendo a este
Señor, y las profecías que se leen todos los
sábados, con haberle condenado las
cumplieron,28 cuando no hallando en él
ninguna causa de muerte, no obstante
pidieron a Pilatos que le quitase la vida.29 Y
después de haber ejecutado todas las cosas
que de él estaban escritas, descolgándole de
la cruz, le pusieron en el sepulcro.30 Mas
Dios le resucitó de entre los muertos al
tercer día; y se apareció durante muchos
días a aquellos31 que con él habían venido
de Galilea a Jerusalén, los cuales hasta el día
de hoy están dando testimonio de él al
pueblo.32 Nosotros, pues, os anunciamos el
cumplimiento de la promesa hecha a
nuestros padres,33 el efecto de la cual nos
ha hecho Dios ver a nosotros sus hijos,
resucitando a Jesús, en conformidad de lo
que se halla escrito en el salmo segundo: Tú
eres Hijo mío, yo te di hoy el ser.34 Y para
manifestar que le ha resucitado de entre los
muertos para nunca más morir, dijo así: Yo
cumpliré fielmente las promesas juradas a
David.35 Y por eso mismo dice en otra
parte: No permitirás que tu Santo Hijo
experimente la corrupción.36 Pues por lo
que hace a David, sabemos que después de
haber servido en su tiempo a los designios
de Dios, cerró los ojos; y fue sepultado con
sus padres, y padeció la corrupción como
los demás.37 Pero aquel a quien Dios ha
resucitado de entre los muertos, no ha
experimentado
ninguna
38
corrupción. Ahora, pues, hermanos míos,
tened entendido que por medio de éste se
os ofrece la remisión de los pecados y de
todas las manchas de que no habéis podido
ser justificados en virtud de la ley
mosaica.39 Todo aquel que cree en él es
justificado.40 Por tanto mirad no recaiga
sobre vosotros lo que se halla dicho en los
profetas:41 Reparad, burladores de mi
palabra, llenaos de pavor, y quedad
desolados; porque yo voy a ejecutar una
obra en vuestros días, obra que no
acabaréis de creerla por más que os la
cuenten y aseguren.42 Al tiempo de salir, les
suplicaban que el sábado siguiente les
hablasen
también
del
mismo
43
asunto. Despedido el auditorio, muchos
de los judíos y de los prosélitos, temerosos
de Dios, siguieron a Pablo y a Bernabé, los
cuales los exhortaban a perseverar en la
gracia de Dios.44 El sábado siguiente casi
toda la ciudad concurrió a oír la palabra de
Dios.45 Pero los judíos, viendo tanto
concurso, se llenaron de envidia, y
contradecían con blasfemias a todo lo que
Pablo predicaba.46 Entonces Pablo y
Bernabé con gran entereza les dijeron: A
vosotros debía ser primeramente anunciada
la palabra de Dios; mas ya que la rechazáis,
y os juzgáis vosotros mismos indignos de la
vida eterna, de hoy en adelante nos vamos
a predicar a los gentiles:47 que así nos lo
tiene ordenado el Señor diciendo: Yo te
75
puse por lumbrera de las naciones, para que
seas la salvación de todas hasta el cabo del
mundo.48 Oído esto por los gentiles se
regocijaban, y glorificaban la palabra de
Dios; y creyeron todos los que estaban
preordinados para la vida eterna.49 Así la
palabra del Señor se esparcía por todo
aquel país.50 Los judíos instigaron a varias
mujeres devotas y de distinción, y a los
hombres principales de la ciudad, y
levantaron una persecución contra Pablo y
Bernabé, y los echaron de su
territorio.51 Pero éstos, sacudiendo contra
ellos el polvo de sus pies, se fueron a
Iconio.52 Y los discípulos estaban llenos de
gozo y del Espíritu Santo.
1
Estando ya en Iconio, entraron
juntos en la sinagoga de los judíos,
y hablaron en tales términos, que
se convirtió una gran multitud de
judíos y de griegos.2 Pero los judíos que se
mantuvieron incrédulos, conmovieron y
provocaron a ira los ánimos de los gentiles
contra los hermanos.3 Sin embargo se
detuvieron allí mucho tiempo, trabajando
llenos de confianza en el Señor, que
confirmaba la palabra de su gracia con los
prodigios y milagros que hacía por sus
manos.4 De suerte que la ciudad estaba
dividida en dos bandos: unos estaban por
los judíos, y otros por los apóstoles.5 Pero
habiéndose amotinado los gentiles y judíos
con sus jefes, para ultrajar a los apóstoles y
apedrearles,6 ellos,
sabido
esto,
se
marcharon a Listra y Derbe, ciudades
también de Licaonia, recorriendo toda la
comarca,7 y
predicando
la
buena
8
nueva. Había en Listra un hombre cojo
desde su nacimiento, que por la debilidad
de las piernas estaba sentado, y no había
andado en su vida.9 Este oyó predicar a
Pablo; el cual fijando en él los ojos, y
viendo que tenía fe de que sería curado,10 le
dijo en alta voz: Levántate y mantente
derecho sobre tus pies. Y al instante saltó
en pie, y echó a andar.11 Las gentes viendo
lo que Pablo acababa de hacer, levantaron
el grito, diciendo en su idioma licaónico:
Dioses son éstos que han bajado a nosotros
en figura de hombres.12 Y daban a Bernabé
el nombre de Júpiter, y a Pablo el de
Mercurio: por cuanto era el que llevaba la
palabra.13 Además de eso el sacerdote de
Júpiter, cuyo templo estaba al entrar en la
ciudad, trayendo toros adornados con
guirnaldas delante de la puerta, intentaba,
seguido
del
pueblo,
ofrecerles
14
sacrificios. Lo cual apenas entendieron los
apóstoles Bernabé y Pablo, rasgando sus
vestidos, rompieron por medio del gentío,
clamando,15 y diciendo: Hombres, ¿qué es
lo que hacéis? También somos nosotros, de
la misma manera que vosotros, hombres
mortales que venimos a predicaros que,
dejadas esas vanas deidades, os convirtáis al
Dios vivo, que ha creado el cielo, la tierra,
el mar y todo cuanto en ellos se
contiene.16 Que si bien en los tiempos
pasados permitió que las naciones echasen
cada cual por su camino,17 no dejó con
todo de dar testimonio de quién era, o de
su divinidad, haciendo beneficios desde el
cielo, enviando lluvias, y los buenos
temporales para los frutos, dándonos
abundancia de manjares, y llenando de
alegría nuestros corazones.18 Aun diciendo
tales cosas, con dificultad pudieron recabar
del pueblo que no les ofreciese
14
76
sacrificio.19 Después sobrevinieron de
Antioquía y de Iconio ciertos judíos; y
habiendo ganado al populacho, apedrearon
a Pablo, y le sacaron arrastrando fuera de la
ciudad, dándole por muerto.20 Mas
amontonándose alrededor de él los
discípulos,
se
levantó
curado
milagrosamente, y entró en la ciudad, y al
día siguiente marchó con Bernabé a
Derbe.21 Y habiendo predicado en esta
ciudad la buena nueva e instruido a
muchos, volvieron a Listra, y a Iconio, y a
Antioquía de Pisidia,22 para corroborar los
ánimos de los discípulos, y exhortarlos a
perseverar en la fe, haciéndoles entender
que es preciso pasar por medio de muchas
tribulaciones para entrar en el reino de
Dios.23 En seguida, habiendo ordenado
sacerdotes en cada una de las iglesias,
después de oraciones y ayunos, los
encomendaron al Señor, en quien habían
creído.24 Y atravesando la Pisidia, vinieron a
la Panfilia,25 y anunciada la palabra divina
en Perge, bajaron a Atalia;26 y desde aquí se
embarcaron para Antioquía de Siria de
donde los habían enviado, y encomendado
a la gracia de Dios para la obra o ministerio
que acababan de cumplir.27 Luego de
llegados, congregaron la Iglesia, y refirieron
cuán grandes cosas había hecho Dios con
ellos, y cómo había abierto la puerta de la
fe a los gentiles.28 Y después se detuvieron
bastante tiempo aquí con los discípulos.
1
Por aquellos días algunos
venidos de Judea andaban
enseñando a los hermanos: Que si
no se circuncidaban según el rito
de Moisés, no podían salvarse.2 Se originó
de ahí una conmoción, y oponiéndoseles
fuertemente Pablo y Bernabé, se acordó
que Pablo y Bernabé, y algunos del otro
partido fuesen a Jerusalén a consultar a los
apóstoles y presbíteros sobre la dicha
cuestión.3 Ellos, pues, siendo despachados
honoríficamente por la Iglesia, iban
atravesando por la Fenicia y la Samaria,
contando la conversión de los gentiles, con
lo que llenaban de grande gozo a todos los
hermanos.4 Llegados a Jerusalén, fueron
bien recibidos de la Iglesia, y de los
apóstoles, y de los presbíteros, y allí
refirieron cuán grandes cosas había Dios
obrado por medio de ellos.5 Pero,
añadieron, algunos de la secta de los
fariseos, que han abrazado la fe, se han
levantado
diciendo
ser
necesario
circuncidar a los gentiles, y mandarles
observar la ley de Moisés.6 Entonces los
apóstoles y los presbíteros se juntaron a
examinar este punto.7 Y después de un
maduro examen, Pedro como cabeza de
todos se levantó, y les dijo: Hermanos
míos, bien sabéis que mucho tiempo hace
fui yo escogido por Dios entre nosotros,
para que los gentiles oyesen de mi boca la
palabra evangélica y creyesen.8 Y Dios que
penetra los corazones, dio testimonio de
esto, dándoles el Espíritu Santo, del mismo
modo que a nosotros.9 Ni ha hecho
diferencia entre ellos y nosotros, habiendo
purificado con la fe sus corazones.10 Pues
¿por qué ahora queréis tentar a Dios, con
imponer sobre la cerviz de los discípulos
un yugo, que ni nuestros padres ni nosotros
hemos podido soportar?11 Pues nosotros
creemos salvarnos únicamente por la gracia
de nuestro Señor Jesucristo, así como
ellos.12 Calló a esto toda la multitud, y se
15
77
pusieron a escuchar a Bernabé y a Pablo
que contaban cuántas maravillas y
prodigios por su medio había obrado Dios
entre los gentiles.13 Después que hubieron
acabado, tomó Santiago la palabra y dijo:
Hermanos míos, escuchadme.14 Simón os
ha manifestado de qué manera ha
comenzado Dios desde el principio a mirar
favorablemente a los gentiles, escogiendo
entre ellos un pueblo consagrado a su
Nombre.15 Con él están conformes las
palabras de los profetas, según está
escrito.16 Después de estas cosas yo
volveré, y reedificaré el Tabernáculo o
reino de David, que fue arruinado, y
restauraré sus ruinas y lo levantaré,17 para
que busquen al Señor los demás hombres y
todas las naciones que han invocado mi
Nombre, dice el Señor que hace estas
cosas.18 Desde la eternidad tiene conocida
el Señor su obra.19 Por lo cual yo juzgo que
no se inquiete a los gentiles que se
convierten a Dios,20 sino que se les escriba
que se abstengan de las inmundicias de los
ídolos o manjares a ellos sacrificados, y de
la fornicación, y de animales sofocados, y
de la sangre.21 Porque en cuanto a Moisés,
ya de tiempos antiguos tiene en cada ciudad
quien predica su doctrina en las sinagogas,
donde se lee todos los sábados.22 Oído
esto, acordaron los apóstoles y presbíteros
con toda la Iglesia elegir algunas personas
de entre ellos, y enviarlas con Pablo y
Bernabé a la Iglesia de Antioquía; y así
nombraron a Judas, por sobrenombre
Barsabas, y a Silas, sujetos principales entre
los hermanos,23 remitiendo por sus manos
esta carta: Los apóstoles y los presbíteros
hermanos,
a
nuestros
hermanos
convertidos de la gentilidad, que están en
Antioquía, Siria y Cilicia, salud.24 Por
cuanto hemos sabido que algunos que de
nosotros fueron ahí sin ninguna comisión
nuestra han alarmado con sus discursos
vuestras
conciencias,25 habiéndonos
congregado, hemos resuelto, de común
acuerdo, escoger algunas personas, y
enviároslas con nuestros carísimos Bernabé
y Pablo,26 que son sujetos que han expuesto
sus vidas por el Nombre de Nuestro Señor
Jesucristo.27 Os enviamos, pues, a Judas y a
Silas, los cuales de palabra os dirán también
lo mismo:28 y es que ha parecido al Espíritu
Santo, y a nosotros, inspirados por él, no
imponeros otra carga, fuera de estas que
son precisas, es a saber:29 que os abstengáis
de manjares inmolados a los ídolos, y de
sangre, y de animal sofocado, y de la
fornicación; de las cuales cosas haréis bien
en
guardaros.
Dios
os
30
guarde. Despachados, pues, de esta suerte
los enviados, llegaron a Antioquía, y
congregada la Iglesia, entregaron la
carta,31 que fue leída con gran consuelo y
alegría.32 Judas y Silas por su parte, siendo
como eran también profetas, consolaron y
confortaron con muchísimas reflexiones a
los hermanos;33 y habiéndose detenido allí
por algún tiempo, fueron remitidos en paz
por los hermanos a los que los habían
enviado.34 Verdad es que a Silas le pareció
conveniente quedarse allí; y así Judas se
volvió solo a Jerusalén .35 Pablo y Bernabé
se mantenían en Antioquía, enseñando y
predicando con otros muchos la palabra del
Señor.36 Mas pasados algunos días, dijo
Pablo a Bernabé: Demos una vuelta
visitando a los hermanos por todas las
78
ciudades, en que hemos predicado la
palabra del Señor, para ver el estado en que
se hallan.37 Bernabé para esto quería llevar
también consigo a Juan, por sobrenombre
Marcos.38 Pablo,
al
contrario,
le
representaba que no debían llevarle, pues le
había dejado desde Panfilia, y no les había
acompañado en aquella misión.39 La
disensión entre los dos vino a parar en que
se apartaron uno de otro. Bernabé,
tomando consigo a Marcos, se embarcó
para Chipre.40 Pablo, eligiendo por su
compañero a Silas, emprendió su viaje,
después de haber sido encomendado por
los hermanos a la gracia o favor de
Dios.41 Discurrió, pues, de esta suerte por
la Siria y Cilicia, confirmando y animando
las Iglesias; y mandando que observasen los
preceptos de los apóstoles y de los
presbíteros.
1
Llegó Pablo a Derbe, y luego a
Listra; donde se hallaba un
discípulo llamado Timoteo, hijo
de madre judía, convertida a la fe,
y de padre gentil.2 Los hermanos que
estaban en Listra y en Iconio hablaban con
mucho elogio de este discípulo.3 Pablo,
pues, determinó llevarle en su compañía; y
habiéndole tomado consigo, le circuncidó,
por causa de los judíos que había en
aquellos lugares; porque todos sabían que
su padre era gentil.4 Conforme iban
visitando las ciudades, recomendaban a los
fieles la observancia de los decretos
acordados por los apóstoles y los
presbíteros, que residían en Jerusalén .5 Así
las iglesias se confirmaban en la fe, y se
aumentaba cada día el número de los
fieles.6 Cuando hubieron atravesado la
Frigia y el país de Galacia, les prohibió el
Espíritu Santo predicar la palabra de Dios
en el Asia, o Jonia.7 Y habiendo ido a la
Misia, intentaban pasar a Bitinia; pero
tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús
.8 Con eso, atravesada la Misia, bajaron a
Tróade,9 donde Pablo tuvo por la noche
esta visión: Un hombre de Macedonia,
poniéndosele delante, le suplicaba, y decía:
Ven a Macedonia, y socórrenos.10 Luego
que tuvo visión, al punto dispusimos
marchar a Macedonia, cerciorados de que
Dios nos llamaba a predicar la buena nueva
a aquellas gentes.11 Así, embarcándonos en
Tróade, fuimos derecho a Samotracia, y al
día siguiente a Nápoles.12 Y de aquí a
Filipos, que es una colonia romana y la
primera ciudad de aquella parte de
Macedonia. En esta ciudad nos detuvimos
algunos días conferenciando.13 Un día de
sábado salimos fuera de la ciudad hacia la
ribera del río, donde parecía estar el lugar o
casa para tener oración los judíos, y
habiéndonos sentado allí trabamos
conversación con varias mujeres, que
habían concurrido a dicho fin.14 Y una
mujer llamada Lidia, que comerciaba en
púrpura o grana, natural de Tiatira,
temerosa de Dios, estaba escuchando; y el
Señor le abrió el corazón para recibir bien
las cosas que Pablo decía.15 Habiendo,
pues, sido bautizada ella y su familia, nos
hizo esta súplica: Si es que me tenéis por
fiel al Señor, venid, y hospedaos en mi casa.
Y nos obligó a ello.16 Sucedió que yendo
nosotros a la oración, nos salió al
encuentro una esclava moza, que estaba
obsesa, o poseída, del espíritu pitón, la cual
acarreaba una gran ganancia a sus amos
16
79
haciendo de adivina.17 Esta, siguiendo
detrás de Pablo y de nosotros, gritaba
diciendo: Estos hombres son siervos del
Dios altísimo, que os anuncian el camino
de la salvación.18 Lo que continuó haciendo
muchos días. Al fin Pablo, no pudiendo ya
sufrirlo, vuelto a ella, dijo al espíritu: Yo te
mando en nombre de Jesucristo que salgas
de esta muchacha. Y al punto salió.19 Mas
sus amos, viendo desvanecida la esperanza
de las ganancias que hacían con ella,
prendiendo a Pablo y a Silas, los
condujeron al juzgado ante los jefes de la
ciudad,20 y
presentándolos
a
los
magistrados, dijeron: Estos hombres
alborotan nuestra ciudad, son judíos,21 y
quieren introducir una manera de vida que
no nos es lícito abrazar ni practicar, siendo
como somos romanos.22 Al mismo tiempo
la muchedumbre conmovida acudió de
tropel contra ellos; y los magistrados
mandaron que, rasgándoles las túnicas, los
azotasen con varas.23 Y después de haberles
dado muchos azotes, los metieron en la
cárcel, apercibiendo al carcelero para que
los asegurase bien.24 El cual, recibida esta
orden, los metió en un profundo calabozo,
con los pies en el cepo.25 Mas a eso de
medianoche, puestos Pablo y Silas en
oración, cantaban alabanzas a Dios, y los
demás
presos
los
estaban
26
escuchando, cuando de repente se sintió
un gran terremoto, tal que se meneaban los
cimientos de la cárcel. Y al instante se
abrieron de par en par todas las puertas, y
se les soltaron a todos las prisiones.27 En
esto, despertando el carcelero, y viendo
abiertas las puertas de la cárcel,
desenvainando una espada iba a matarse,
creyendo que se habían escapado los
presos.28 Entonces Pablo le gritó con
grande voz, diciendo: No te hagas ningún
daño, que todos sin faltar uno estamos
aquí.29 El carcelero entonces habiendo
pedido luz, entró dentro, y estremecido se
arrojó a los pies de Pablo y de Silas,30 y
sacándolos afuera, les dijo: Señores ¿qué
debo hacer para salvarme?31 Ellos le
respondieron: Cree en el Señor Jesús, y te
salvarás tú, y tu familia.32 Y le enseñaron la
doctrina del Señor a él y a todos los de su
casa.33 El carcelero en aquella misma hora
de la noche, llevándolos consigo, les lavó
las llagas: y recibió luego el bautismo, así él
como toda su familia.34 Y conduciéndolos a
su habitación, les sirvió la cena,
regocijándose con toda su familia de haber
creído en Dios.35 Luego que amaneció, los
magistrados enviaron los alguaciles, con
orden al carcelero para que pusiese en
libertad a aquellos hombres.36 El carcelero
dio esta noticia a Pablo, diciendo: Los
magistrados han ordenado que se os ponga
en libertad; por tanto saliéndoos ahora,
idos en paz.37 Mas Pablo les dijo a los
alguaciles: ¡Cómo! Después de habernos
azotado públicamente, sin oírnos en juicio,
siendo ciudadanos romanos nos metieron
en la cárcel, ¿y ahora salen con soltarnos en
secreto? No ha de ser así, sino que han de
venir los magistrados,38 y soltarnos ellos
mismos. Los alguaciles refirieron a los
magistrados esta respuesta; los cuales al oír
que eran romanos comenzaron a temer.39 Y
así viniendo procuraron excusarse con
ellos, y sacándolos de la cárcel les
suplicaron que se fuesen de la
ciudad.40 Salidos, pues, de la cárcel,
80
sinagoga de los judíos.11 Eran éstos de
mejor índole que los de Tesalónica, y así
recibieron la palabra de Dios con gran ansia
y ardor, examinando atentamente todo el
día las Escrituras, para ver si era cierto lo
que se les decía.12 De suerte que muchos de
ellos creyeron, como también muchas
señoras gentiles de distinción, y no pocos
hombres.13 Mas como los judíos de
Tesalónica hubiesen sabido que también en
Berea predicaba Pablo la buena nueva,
acudieron luego allá alborotando y
amotinando al pueblo.14 Entonces los
hermanos dispusieron inmediatamente que
Pablo se retirase hacia el mar, quedando
Silas y Timoteo en Berea.15 Los que
acompañaban a Pablo, lo condujeron hasta
la ciudad de Atenas, y recibido el encargo
de decir a Silas y a Timoteo que viniesen a
él cuanto antes, se despidieron.16 Mientras
que Pablo los estaba aguardando en Atenas,
se consumía interiormente su espíritu,
considerando aquella ciudad entregada toda
a la idolatría.17 Por tanto disputaba en la
sinagoga con los judíos y prosélitos, y todos
los días en la plaza, con los que allí se le
ponían
delante.18 También
algunos
filósofos de los epicúreos y de los estoicos
armaban con él disputas; y unos decían:
¿Qué quiere decir este charlatán? Y otro:
Este parece que viene a anunciarnos
nuevos dioses; lo cual decían porque les
hablaba de Jesús y de la resurrección .19 Al
fin, cogiéndole en medio, le llevaron al
Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué
doctrina
nueva
es
esta
que
20
predicas? Porque te hemos oído decir
cosas que nunca habíamos oído. Y así
deseamos saber a qué se reduce eso.21 (Es
entraron en casa de Lidia; y habiendo visto
a los hermanos, los consolaron, y después
partieron.
1
Y habiendo pasado por Anfípolis
y Apolonia, llegaron a Tesalónica,
donde había una sinagoga de
judíos.2 Pablo según su costumbre
entró en ella, y por tres sábados continuos
disputaba
con
ellos
sobre
las
3
Escrituras, demostrando y haciéndoles ver
que había sido necesario que el Cristo o
Mesías padeciese y resucitase de entre los
muertos; y este Mesías, les decía, es
Jesucristo, a quien yo os anuncio.4 Algunos
de ellos creyeron, y se unieron a Pablo y a
Silas, y también gran multitud de prosélitos,
y de gentiles, y muchas matronas de
distinción.5 Pero los judíos incrédulos,
llevados de su falso celo, se valieron de
algunos malos hombres de ínfima plebe, y
reuniendo gente, amotinaron la ciudad, y se
echaron sobre la casa de Jasón en busca de
Pablo y de Silas, para presentarlos a la vista
del pueblo.6 Mas como no los hubiesen
encontrado, trajeron por fuerza a Jasón y a
algunos hermanos ante los magistrados de
la ciudad, gritando: Ved ahí unas gentes
que meten la confusión por todas partes;
han venido acá,7 y Jasón los ha hospedado
en su casa. Todos éstos son rebeldes a los
edictos de César, diciendo que hay otro rey,
el cual es Jesús .8 La plebe y los magistrados
de la ciudad, oyendo esto, se
alborotaron.9 Pero Jasón y los otros,
habiendo dado fianzas, fueron puestos en
libertad.10 Como quiera, los hermanos, sin
perder tiempo aquella noche, hicieron
partir a Pablo y a Silas para Berea. Los
cuales luego que llegaron, entraron en la
17
81
de advertir que todos los atenienses, y los
forasteros que allí vivían, en ninguna otra
cosa se ocupaban, sino en decir o en oír
algo de nuevo).22 Puesto, pues, Pablo en
medio del Areópago, dijo: Ciudadanos
atenienses, echo de ver que vosotros sois
casi nimios en todas las cosas de
religión.23 Porque al pasar, mirando yo las
estatuas de vuestros dioses, he encontrado
también un altar, con esta inscripción: AL
DIOS NO CONOCIDO. Pues ese Dios
que vosotros adoráis sin conocerle, es el
que yo vengo a anunciaros.24 El Dios que
creó al mundo y todas las cosas contenidas
en él, siendo como es el Señor del cielo y
tierra, no está encerrado en templos
fabricados por hombres,25 ni necesita del
servicio de las manos de los hombres,
como si estuviese menesteroso de alguna
cosa; antes bien él mismo está dando a
todos la vida, y el aliento, y todas las
cosas.26 Él es el que de uno solo ha hecho
nacer todo el linaje de los hombres, para
que habitase la vasta extensión de la tierra,
fijando el orden de los tiempos o
estaciones, y los límites de la habitación de
cada pueblo,27 queriendo con esto que
buscasen a Dios, por si rastreando y como
palpando, pudiesen por fortuna hallarle;
como quiera que no está lejos de cada uno
de nosotros:28 porque dentro de él vivimos,
nos movemos, y existimos; y como algunos
de vuestros poetas dijeron: Somos del
linaje, o descendencia, del mismo
Dios.29 Siendo, pues, nosotros del linaje de
Dios, no debemos imaginar que el ser
divino sea semejante al oro, a la plata, o al
mármol, de cuya materia ha hecho las
figuras el arte e industria humana.30 Pero
Dios, habiendo disimulado o cerrado los
ojos sobre los tiempos de esta tan grosera
ignorancia, comunica ahora a los hombres
que todos en todas partes hagan
penitencia,31 por cuanto tiene determinado
el día en que ha de juzgar al mundo con
rectitud, por medio de aquel varón
constituido por él, dando de esto a todos
una prueba cierta, con haberle resucitado
de entre los muertos.32 Al oír mentar la
resurrección de los muertos, algunos se
burlaron de él, y otros le dijeron: Te
volveremos a oír otra vez sobre esto.33 De
esta suerte Pablo salió de en medio de
aquellas gentes.34 Sin embargo, algunos se
le juntaron y creyeron, entre los cuales fue
Dionisio el areopagita, y cierta mujer
llamada Dámaris, con algunos otros.
1
Después
de
esto
Pablo,
marchándose de Atenas, pasó a
Corinto.2 Y encontrando allí a un
judío, llamado Aquila, natural del
Ponto, que poco antes había llegado de
Italia, con su mujer Priscila (porque el
emperador Claudio había expelido de
Roma a todos los judíos), se juntó con
ellos.3 Y como era del mismo oficio, se
hospedó en su casa, y trabajaba en su
compañía (el oficio de ellos era hacer
tiendas de campaña).4 Y todos los sábados
disputaba en la sinagoga, haciendo entrar
siempre en sus discursos el nombre del
Señor Jesús, y procurando convencer a los
judíos y a los griegos.5 Mas cuando Silas y
Timoteo hubieron llegado de Macedonia,
Pablo se aplicaba aún con más ardor a la
predicación, testificando a los judíos que
Jesús era el Cristo .6 Pero como éstos le
contradijesen,
y
prorrumpiesen en
18
82
blasfemias, sacudiendo sus vestidos, les
dijo: Recaiga vuestra sangre sobre vuestra
cabeza; yo no tengo la culpa. Desde ahora
me voy a predicar a los gentiles.7 En efecto,
saliendo de allí, entró a hospedarse en casa
de uno llamado Tito Justo, temeroso de
Dios, cuya casa estaba contigua a la
sinagoga.8 Con todo Crispo, jefe de la
sinagoga, creyó en el Señor con toda su
familia, como también muchos ciudadanos
de Corinto, oyendo a Pablo creyeron, y
fueron bautizados.9 Entonces el Señor,
apareciéndose una noche a Pablo, le dijo:
No tienes que temer, prosigue predicando,
y no dejes de hablar;10 pues que yo estoy
contigo, y nadie llegará a maltratarte;
porque ha de ser mía mucha gente en esta
ciudad.11 Con esto se detuvo aquí año y
medio, predicando la palabra de
Dios.12 Pero siendo procónsul de Acaya
Galión, los judíos se levantaron de común
acuerdo contra Pablo, y le llevaron a su
tribunal,13 diciendo: Este persuade a la
gente que dé a Dios un culto contrario a la
ley.14 Mas cuando Pablo iba a hablar en su
defensa, dijo Galión a los judíos: Si se
tratase verdaderamente de alguna injusticia
o delito, o de algún enorme crimen, sería
razón, ¡oh judíos!, que yo admitiese vuestra
delación;15 mas si éstas son cuestiones de
palabras, y de nombres, y cosas de vuestra
ley, allá os las hayáis, que yo no quiero
meterme a juez de esas cosas.16 Y los hizo
salir
de
su
tribunal.17 Entonces,
acometiendo todos a Sóstenes, jefe de la
sinagoga, le maltrataban a golpes delante
del tribunal, sin que Galión hiciese caso de
nada de esto.18 Y Pablo habiéndose aún
detenido allí mucho tiempo, se despidió de
los hermanos, y se embarcó para la Siria (en
compañía de Priscila y de Aquila),
habiéndose hecho cortar antes el cabello en
Cencres, a causa de haber concluido ya el
voto que había hecho.19 Arribó a Éfeso, y
dejó allí a sus compañeros. Y entrando él
en la sinagoga, disputaba con los judíos.20 Y
aunque éstos le rogaron que se detuviese
más tiempo en su compañía, no
condescendió,21 sino que, despidiéndose de
ellos, y diciéndoles: Otra vez volveré a
veros, si Dios quiere, partió de Éfeso.22 Y
desembarcando en Cesarea, subió a saludar
a la Iglesia, y en seguida tomó el camino de
Antioquía;23 donde habiéndose detenido
algún tiempo, partió después, y recorrió
por su orden los pueblos del país de la
Galacia y de la Frigia, confortando a todos
los discípulos.24 En este tiempo vino a
Éfeso un judío, llamado Apolo, natural de
Alejandría, varón elocuente, y muy versado
en las Escrituras.25 Estaba éste instruido en
el camino del Señor, y predicaba con
fervoroso espíritu, y enseñaba exactamente
todo lo perteneciente a Jesús, aunque no
conocía más que el bautismo de
Juan.26 Apolo, pues, comenzó a predicar
con toda libertad en la sinagoga; y
habiéndole oído Priscila y Aquila, se lo
llevaron consigo, y le instruyeron más a
fondo
en
la
doctrina
del
27
Señor. Mostrando después el deseo de ir a
la provincia de Acaya, habiéndole animado
a ello los hermanos, escribieron a los
discípulos para que le diesen buena
acogida. El cual llegado a aquel país, sirvió
de mucho provecho a los que habían
creído.28 Porque
con
gran
fervor
contradecía a los judíos en público,
83
demostrando por las Escrituras que Jesús
era el Cristo o Mesías.
1
Mientras Apolo estaba en
Corinto, Pablo, recorridas las
provincias superiores del Asia,
pasó a Éfeso, y encontró a
algunos discípulos,2 y les preguntó: ¿Habéis
recibido al Espíritu Santo después que
abrazasteis la fe? Mas ellos le respondieron:
Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu
Santo.3 ¿Pues con qué bautismo, les replicó,
fuisteis bautizados? Y ellos respondieron:
Con el bautismo de Juan.4 Dijo entonces
Pablo: Juan bautizó al pueblo con el
bautismo de penitencia, advirtiendo que
creyesen en aquel que había de venir
después de él, esto es, en Jesús .5 Oído esto,
se bautizaron en nombre del Señor Jesús
.6 Y habiéndoles Pablo impuesto las manos,
descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y
hablaban
varias
lenguas,
y
7
profetizaban. Eran en todos como unos
doce hombres.8 Pablo, entrando después en
la sinagoga, predicó libremente por espacio
de tres meses, disputando con los judíos, y
procurando convencerlos en lo tocante al
reino de Dios.9 Mas como algunos de ellos
endurecidos no creyesen, antes blasfemasen
de la doctrina del Señor delante de los
oyentes, apartándose de ellos, separó a los
discípulos, y platicaba o enseñaba todos los
días en la escuela de un tal Tirano.10 Lo que
practicó por espacio de dos años, de
manera que todos los que habitaban en
Asia, oyeron la palabra del Señor, así judíos
como gentiles.11 Y obraba Dios milagros
extraordinarios
por
medio
de
12
Pablo. Tanto que aplicando solamente los
pañuelos y ceñidores que habían tocado a
su cuerpo, a los enfermos, al momento las
dolencias se les quitaban, y los espíritus
malignos salían fuera.13 Tentaron así mismo
ciertos judíos exorcistas que andaban
girando de una parte a otra, el invocar
sobre los endemoniados el nombre del
Señor Jesús, diciendo: Os conjuro por
aquel Jesús, a quien Pablo predica.14 Los
que hacían esto eran siete hijos de un judío
llamado Esceva, príncipe de los
sacerdotes.15 Pero el maligno espíritu
respondiendo, les dijo: Conozco a Jesús, y
sé quién es Pablo; mas vosotros ¿quiénes
sois?16 Y al instante el hombre, que estaba
poseído de un pésimo demonio, se echó
sobre ellos y se apoderó de dos, y los
maltrató de tal suerte que los hizo huir de
aquella casa desnudos y heridos.17 Cosa que
fue notoria a todos los judíos y gentiles que
habitaban en Éfeso; y todos ellos quedaron
llenos de temor, y era engrandecido el
nombre del Señor Jesús .18 Y muchos de los
creyentes, o fieles, venían a confesar y a
declarar todo lo malo que habían
hecho.19 Muchos asimismo de los que se
habían dado al ejercicio de vanas
curiosidades o ciencia mágica, hicieron un
montón de sus libros, y los quemaron a
vista de todos; y valuados, se halló que
montaban a cincuenta mil denarios, o siclos
de plata.20 Así se iba propagando más y más
y
prevaleciendo
la
palabra
de
21
Dios. Concluidas estas cosas, resolvió
Pablo por inspiración divina ir a Jerusalén,
bajando por la Macedonia y Acaya, y decía:
Después de haber estado allí, es necesario
que yo vaya también a Roma.22 Y habiendo
enviado a Macedonia a dos de los que le
ayudaban en su ministerio, Timoteo y
19
84
habían juntado.33 Entre tanto un tal
Alejandro, habiendo podido salir de entre
el tropel, ayudado de los judíos, pidiendo
con la mano que tuviesen silencio, quería
informar al pueblo.34 Mas luego que
conocieron ser judío, todos a una voz se
pusieron a gritar por espacio de casi dos
horas: ¡Viva la gran Diana de los
efesios!35 Al fin el secretario, o síndico,
habiendo sosegado el tumulto, les dijo:
Varones efesios, ¿quién hay entre los
hombres que ignore que la ciudad de Éfeso
está dedicada toda al culto de la gran Diana,
hija de Júpiter?36 Siendo, pues, esto tan
cierto que nadie lo puede contradecir, es
preciso que os soseguéis, y no procedáis
inconsideradamente.37 Estos hombres que
habéis traído aquí, ni son sacrílegos, ni
blasfemadores de vuestra diosa.38 Mas si
Demetrio y los artífices que le acompañan,
tienen queja contra alguno, audiencia
pública hay, y procónsules: acúsenle, y
demanden contra él.39 Y si tenéis alguna
otra pretensión, podrá ésta decidirse en
legítimo ayuntamiento.40 De lo contrario
estamos a riesgo de que se nos acuse de
sediciosos por lo de este día, no pudiendo
alegar ninguna causa para justificar esta
reunión.41 Dicho esto, hizo retirar a todo el
concurso.
1
Después que cesó el tumulto,
convocando
Pablo
a
los
discípulos, y haciéndoles una
exhortación, se despidió, y puso
en camino para Macedonia.2 Recorridas
aquellas tierras, y habiendo exhortado a los
fieles con muchas pláticas, pasó a
Grecia,3 donde permaneció tres meses, y
estando para navegar a Siria, le armaron los
Erasto él se quedó por algún tiempo en
Asia.23 Durante este tiempo fue cuando
acaeció un no pequeño alboroto con
ocasión del camino del Señor, o de la
buena nueva.24 El caso fue que cierto
Demetrio, platero de oficio, fabricando de
plata templitos de Diana, daba no poco que
ganar a los demás de este oficio.25 A los
cuales, como a otros que vivían de
semejantes
labores,
habiéndolos
convocado, les dijo: Amigos, bien sabéis
que nuestra ganancia depende de esta
industria;26 y veis también y oís cómo ese
Pablo, no sólo en Éfeso, sino casi en toda
el Asia, con sus persuasiones ha hecho
cambiar de creencia a mucha gente,
diciendo que no son dioses los que se
hacen con las manos.27 Por donde, no sólo
esta profesión nuestra correrá peligro de
ser desacreditada, sino, lo que es más, el
templo de la gran diosa Diana perderá toda
su estimación, y la majestad de aquélla, a
quien toda el Asia y el mundo entero adora,
caerá por tierra.28 Oído esto, se
enfurecieron, y exclamaron, diciendo: ¡Viva
la gran Diana de los efesios!29 Se llenó
luego la ciudad de confusión, y corrieron
todos
impetuosamente
al
teatro,
arrebatando consigo a Gayo y a Aristarco
macedonios,
compañeros
de
30
Pablo. Quería éste salir a presentarse en
medio del pueblo, mas los discípulos no se
lo permitieron.31 Algunos también de los
señores principales del Asia, que eran
amigos suyos, enviaron a rogarle que no
compareciese en el teatro.32 Por lo demás
unos gritaban una cosa y otros otra; porque
todo el concurso era un tumulto, y la
mayor parte de ellos no sabían a qué se
20
85
judíos una emboscada; por lo cual tomó la
resolución de volverse por Macedonia.4 Le
acompañaron Sópatro, hijo de Pirro,
natural de Berea, y los tesalonicenses
Aristarco y Segundo, con Gayo de Derbé y
Timoteo, y así mismo Tíquico y Trófimo
asiáticos,5 los cuales habiéndose adelantado,
nos esperaron en Tróade.6 Nosotros
después de los días de los ázimos, o Pascua,
nos hicimos a la vela desde Filipos, y en
cinco días nos juntamos con ellos en
Tróade, donde nos detuvimos siete
días.7 Mas como el primer día de la semana
nos hubiésemos congregado para partir, y
comer el pan eucarístico, Pablo, que había
de marchar al día siguiente, conferenciaba
con los oyentes y alargó la plática hasta la
medianoche.8 Es de advertir que en el
cenáculo o sala donde estábamos
congregados, había gran copia de luces.9 Y
sucedió que a un mancebo llamado Eutico,
estando sentado sobre una ventana, le
sobrecogió un sueño muy pesado, mientras
proseguía Pablo su largo discurso, y
vencido al fin del sueño, cayó desde el
tercer piso de la casa abajo, y le levantaron
muerto.10 Pero habiendo bajado Pablo, se
echó sobre él, y abrazándole, dijo: No os
asustéis, pues está vivo.11 Y subiendo luego
otra vez, partió el pan, y habiendo comido
y platicado todavía con ellos hasta el
amanecer, después se marchó.12 Al
jovencito le presentaron vivo a la vista de
todos, con lo cual se consolaron en
extremo.13 Nosotros,
embarcándonos,
navegamos al puerto de Asón, donde
debíamos recibir a Pablo, que así lo había
dispuesto él mismo, queriendo andar aquel
camino por tierra.14 Habiéndonos, pues,
alcanzado en Asón, tomándole en nuestra
nave, vinimos a Mitilene.15 Desde allí
haciéndonos a la vela, llegamos al día
siguiente delante de Quío, al otro día
aportamos a Samos, y en el día siguiente
desembarcamos en Mileto.16 Porque Pablo
se había propuesto no tocar en Éfeso, para
que no le detuviesen poco o mucho en
Asia, por cuanto se daba prisa con el fin de
celebrar, sí le fuese posible, el día de
Pentecostés en Jerusalén .17 Desde Mileto
envió a Éfeso a llamar a los ancianos, o
prelados, de la Iglesia.18 Venidos que
fueron, y estando todos juntos, les dijo:
Vosotros sabéis de qué manera me he
portado todo el tiempo que he estado con
vosotros, desde el primer día que entré en
el Asia,19 sirviendo al Señor con toda
humildad y entre lágrimas, en medio de las
adversidades que me han sobrevenido por
la conspiración de los judíos contra
mí;20 cómo nada de cuanto os era
provechoso, he omitido de anunciároslo y
enseñároslo en público y por las casas,21 y
en particular exhortando a los judíos y
gentiles a convertirse a Dios y a creer
sinceramente
en
nuestro
Señor
22
Jesucristo. Al presente constreñido del
Espíritu Santo yo voy a Jerusalén, sin saber
las cosas que me han de acontecer
allí;23 solamente puedo deciros que el
Espíritu Santo en todas las ciudades me
asegura y avisa que en Jerusalén me
aguardan cadenas y tribulaciones.24 Pero yo
ninguna de estas cosas temo; ni aprecio
más mi vida que a mí mismo, o a mi alma,
siempre que de esta suerte concluya
felizmente mi carrera, y cumpla el
ministerio que he recibido del Señor Jesús
86
para predicar la buena nueva de la gracia de
Dios.25 Ahora bien, yo sé que ninguno de
todos vosotros, por cuyas tierras he
discurrido predicando el reino de Dios me
volverá a ver.26 Por tanto os protesto en
este día, que yo no tengo la culpa de la
perdición de ninguno.27 Pues que no he
dejado de comunicaros todos los designios
de Dios.28 Velad sobre vosotros y sobre
toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os
ha instituido obispos, para apacentar o
gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado
él con su propia sangre.29 Porque sé que
después de mi partida os han de asaltar
lobos voraces, que destrocen el rebaño.30 Y
de entre vosotros mismos se levantarán
hombres
que
sembrarán doctrinas
perversas con el fin de atraerse a sí
discípulos.31 Por tanto estad alerta,
teniendo en la memoria que por espacio de
tres años no he cesado de día ni de noche
de amonestar con lágrimas a cada uno de
vosotros.32 Y ahora, por último, os
encomiendo a Dios, y a la palabra o
promesa de su gracia, a aquel que puede
acabar el edificio de vuestra salud, y
haceros participar de su herencia con todos
los santos.33 Yo no he codiciado ni recibido
de nadie plata, ni oro, ni vestido,
como34 vosotros mismos lo sabéis; porque
cuanto ha sido menester para mí y para mis
compañeros, todo me lo han suministrado
estas manos, con su trabajo.35 Yo os he
hecho ver en toda mi conducta, que
trabajando de esta suerte, es como se debe
sobrellevar a los débiles, y tener presente
las palabras del Señor Jesús, cuando dijo:
Mucho mayor dicha es el dar, que el
recibir.36 Concluido este razonamiento, se
puso de rodillas e hizo oración con todos
ellos.37 Y aquí comenzaron todos a
deshacerse en lágrimas; y arrojándose al
cuello de Pablo no cesaban de
besarle,38 afligidos sobre todo por aquella
palabra que había dicho, que ya no verían
más su rostro. Y de esta manera le fueron
acompañando hasta la nave.
1
Al fin nos hicimos a la vela
después de habernos con pena
separado de ellos, y navegamos
derechamente a la isla de Cos, y al
día siguiente a la de Rodas y de allí a
Pátara,2 en donde, habiendo hallado una
nave que pasaba a Fenicia, nos
embarcamos en ella y marchamos.3 Y
habiendo avistado a Chipre, dejándola a la
izquierda, continuamos nuestro rumbo
hacia la Siria, y arribamos a Tiro, en donde
había
de
dejar
la
nave
su
4
cargamento. Habiendo encontrado aquí
discípulos, nos detuvimos siete días; estos
discípulos, decían a Pablo, como
inspirados, que no subiese a Jerusalén
.5 Pero cumplidos aquellos días, nos
pusimos en camino, acompañándonos
todos con sus mujeres y niños hasta fuera
de la ciudad, y puestos de rodillas en la
ribera, hicimos oración.6 Despidiéndonos
unos de otros, entramos en la nave; y ellos
se volvieron a sus casas.7 Y concluyendo
nuestra navegación, llegamos de Tiro a
Tolemaida, donde abrazamos a los
hermanos, y nos detuvimos un día con
ellos.8 Partiendo al siguiente, llegamos a
Cesarea. Y entrando en casa de Felipe el
evangelista, que era uno de los siete
diáconos, nos hospedamos en ella.9 Tenía
éste
cuatro
hijas
vírgenes
21
87
profetisas.10 Deteniéndonos aquí algunos
días, sobrevino de la Judea cierto profeta,
llamado Agabo.11 El cual, viniendo a
visitarnos, cogió el ceñidor de Pablo, y
atándose con él los pies y las manos, dijo:
Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los
judíos en Jerusalén al hombre cuyo es este
ceñidor, y entregarle han en manos de los
gentiles.12 Lo que oído, rogábamos a Pablo,
así nosotros como los de aquel pueblo, que
no pasase a Jerusalén .13 A lo que
respondió, y dijo: ¿Qué hacéis con llorar y
afligir mi corazón? Porque yo estoy pronto,
no sólo a ser aprisionado, sino también a
morir en Jerusalén por el Nombre del
Señor Jesús .14 Y viendo que no podíamos
persuadírselo, dejamos de instarle más, y
dijimos: Hágase la voluntad del
Señor.15 Pasados estos días nos dispusimos
para el viaje, y nos encaminamos hacia
Jerusalén .16 Vinieron también con nosotros
algunos de los discípulos de Cesarea,
trayendo consigo un antiguo discípulo
llamado Mnasón, oriundo de Chipre, en
cuya
casa
habíamos
de
17
hospedarnos. Llegados a Jerusalén, nos
recibieron los hermanos con mucho
gozo.18 Al día siguiente fuimos con Pablo a
visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron
todos los ancianos, o presbíteros.19 Y
habiéndolos saludado, les contaba una por
una las cosas que Dios había hecho por su
ministerio entre los gentiles.20 Ellos, oído
esto, glorificaban a Dios, y después le
dijeron: Ya ves, hermano, cuántos millares
de judíos hay, que han creído, y que todos
son celosos de la observancia de la
ley.21 Ahora, pues, éstos han oído decir que
tú enseñas a los judíos que viven entre los
gentiles, a abandonar a Moisés, diciéndoles
que no deben circuncidar a sus hijos, ni
seguir las antiguas costumbres.22 ¿Qué es,
pues, lo que se ha de hacer? Sin duda se
reunirá toda esta multitud de gente, porque
luego han de saber que has venido.23 Por
tanto haz esto que vamos a proponerte:
aquí tenemos cuatro hombres con
obligación de cumplir un voto.24 Unido a
éstos, purifícate con ellos y hazles el gasto
en la ceremonia, a fin de que se hagan la
rasura de la cabeza: con eso sabrán todos,
que lo que han oído de ti es falso, antes
bien, que aun tú mismo continúas en
observar la ley.25 Por lo que hace a los
gentiles que han creído, ya les hemos
escrito, que habíamos decidido que se
abstuviesen de manjares ofrecidos a los
ídolos, y de sangre, y de animales
sofocados, y de la fornicación.26 Pablo,
pues, tomando consigo aquellos hombres,
se purificó al día siguiente con ellos y entró
en el templo, haciendo saber cuándo se
cumplían los días de su purificación, y
cuándo debía presentarse la ofrenda por
cada uno de ellos.27 Estando para cumplirse
los siete días, los judíos venidos de Asia,
habiendo visto a Pablo en el templo,
amotinaron todo el pueblo y le prendieron,
gritando:28 ¡Favor, israelitas!, éste es aquel
hombre que, sobre andar enseñando a
todos, en todas partes, contra la nación,
contra la ley, y contra este santo lugar, ha
introducido también a los gentiles en el
templo, y profanado este lugar santo.29 Y
era que habían visto andar con él por la
ciudad a Trófimo de Éfeso, al cual se
imaginaron que Pablo le había llevado
consigo al templo.30 Con esto se conmovió
88
lengua hebrea redoblaron el silencio.3 Dijo,
pues: Yo soy judío, nacido en Tarso de
Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la
escuela de Gamaliel, e instruido por él
conforme a la verdad de la ley de nuestros
padres, y muy celoso de la misma ley, así
como ahora lo sois todos vosotros.4 Yo
perseguí de muerte a los de esta nueva
doctrina, aprisionando y metiendo en la
cárcel a hombres y a mujeres,5 como me
son testigos el sumo sacerdote y todos los
ancianos, de los cuales tomé así mismo
cartas para los hermanos de Damasco, e iba
allá para traer presos a Jerusalén a los de
esta secta que allí hubiese, a fin de que
fuesen castigados.6 Mas sucedió que, yendo
de camino, y estando ya cerca de Damasco
a hora de mediodía, de repente una luz
copiosa del cielo me cercó con sus
rayos.7 Y cayendo en tierra, oí una voz que
me decía: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me
persigues?8 Yo respondí: ¿Quién eres tú,
Señor? Y me dijo: Yo soy Jesús Nazareno,
a quien tú persigues.9 Los que me
acompañaban, aunque vieron la luz, no
entendieron bien la voz del que hablaba
conmigo.10 Yo dije: ¿Qué haré, Señor? Y el
Señor me respondió: Levántate, y ve a
Damasco, donde se te dirá todo lo que
debes hacer.11 Y como el resplandor de
aquella luz me hizo quedar ciego, los
compañeros me condujeron por la mano
hasta Damasco.12 Aquí un cierto Ananías,
varón justo según la ley, que tiene a su
favor el testimonio de todos los judíos, sus
conciudadanos,13 viniendo
a
mí,
y
poniéndoseme delante me dijo: hermano
mío, recibe la vista. Y al punto le vi ya
claramente.14 Dijo él entonces: El Dios de
toda la ciudad, y se amotinó el pueblo. Y
cogiendo a Pablo, le llevaron arrastrando
fuera del templo, cuyas puertas fueron
cerradas
inmediatamente.31 Mientras
estaban tratando de matarle, fue avisado el
tribuno de la cohorte de que toda Jerusalén
estaba alborotada.32 Al punto marchó con
los soldados y centuriones, y corrió a
donde estaban. Ellos al ver al tribuno y la
tropa,
cesaron
de
maltratar
a
33
Pablo. Entonces llegando el tribuno le
prendió, y le mandó asegurar con dos
cadenas, y preguntaba quién era, y qué
había hecho.34 Mas en aquel tropel de gente
quién gritaba una cosa, y quién otra. Y no
pudiendo averiguar lo cierto a causa del
alboroto, mandó que le condujesen a una
fortaleza.35 Al llegar a las gradas, fue preciso
que los soldados le llevasen en peso a causa
de la violencia del pueblo.36 Porque le
seguía
el
gentío
gritando:
¡Que
37
muera! Estando ya Pablo para entrar en la
fortaleza, dijo al tribuno: ¿No podré
hablarte dos palabras? A lo cual respondió
el tribuno: ¿Qué, sabes tú hablar en
griego?38 ¿Pues no eres tú el egipcio que los
días pasados excitó una sedición, y se llevó
al desierto cuatro mil salteadores?39 Le dijo
Pablo: Yo soy ciertamente judío, ciudadano
de Tarso en Cilicia, ciudad bien conocida.
Te suplico, pues, que me permitas hablar al
pueblo.40 Y concediéndoselo el tribuno,
Pablo poniéndose en pie sobre las gradas,
hizo señal con la mano al pueblo, y
siguiéndole a esto gran silencio, le habló así
en lengua hebrea:
1
¡Hermanos y padres míos!, oíd la
razón que voy a daros ahora de
mí.2 Al ver que les hablaba en
22
89
es
ciudadano
romano.27 Llegándose
entonces el tribuno a él, le preguntó: Dime,
¿eres tú romano? Respondió él: Sí que lo
soy.28 A lo que replicó el tribuno: A mí me
costó una gran suma de dinero este
privilegio. Y Pablo dijo: Pues yo lo soy de
nacimiento .29 Al punto se apartaron de él
los que iban a darle el tormento. Y el
mismo tribuno entró en temor después que
supo que era ciudadano romano, y que le
había hecho atar.30 Al día siguiente
queriendo cerciorarse del motivo por qué le
acusaban los judíos, le quitó las prisiones, y
mandó juntar a los sacerdotes, con todo el
sanedrín, o consistorio, y sacando a Pablo
le presentó en medio de ellos.
1
Pablo entonces fijos los ojos en
el sanedrín les dijo: Hermanos
míos, yo hasta el día presente he
observado tal conducta, que en la
presencia de Dios nada me remuerde la
conciencia.2 En esto el príncipe de los
sacerdotes Ananías mandó a sus ministros
que le hiriesen en la boca.3 Entonces le dijo
Pablo: Herirte ha Dios a ti, pared
blanqueada. ¿Tú estás sentado para
juzgarme según la ley, y contra la ley
mandas herirme?4 Los circunstantes le
dijeron: ¿Cómo maldices tú al sumo
sacerdote de Dios?5 A esto respondió
Pablo: Hermanos, no sabía que fuese el
príncipe de los sacerdotes. Porque
realmente escrito está: No maldecirás al
príncipe de tu pueblo.6 Sabiendo Pablo que
parte de los que asistían eran saduceos y
parte fariseos, exclamó en medio del
sanedrín: Hermanos míos, yo soy fariseo,
hijo de fariseos y por causa de mi esperanza
de la resurrección de los muertos es por lo
nuestros padres te ha predestinado para
que conocieses su voluntad, y viese al justo
y oyeses la voz de su boca;15 porque has de
ser testigo suyo delante de todos los
hombres, de las cosas que has visto y
oído.16 Ahora, pues, ¿por qué te detienes?
Levántate, bautízate, y lava tus pecados,
invocando su Nombre.17 Sucedió después
que, volviendo yo a Jerusalén, y estando
orando en el templo, fui arrebatado en
éxtasis,18 y le vi que me decía: Date prisa, y
sal luego de Jerusalén ; porque éstos no
recibirán el testimonio que les dieres de
mí.19 Señor, respondí yo, ellos saben que yo
era el que andaba por las sinagogas,
metiendo en la cárcel y maltratando a los
que creían en ti;20 y mientras se derramaba
la sangre de tu testigo, o mártir, Esteban,
yo me hallaba presente, consintiendo en su
muerte y guardando la ropa de los que le
mataban.21 Pero el Señor me dijo: Anda,
que yo te quiero enviar lejos de aquí hacia
los gentiles.22 Hasta esta palabra la
estuvieron
escuchando;
mas
aquí
levantaron el grito diciendo: ¡Quita del
mundo a un tal hombre, que no es justo
que viva!23 Prosiguiendo ellos en sus
alaridos, y echando de sí enfurecidos sus
vestidos, y arrojando puñados de polvo al
aire,24 ordenó el tribuno que le metiesen en
la fortaleza, y que azotándole le
atormentasen, para descubrir por qué causa
gritaban tanto contra él.25 Ya que le
hubieron atado con las correas, dijo Pablo
al centurión que estaba presente: ¿Os es
lícito a vosotros azotar a un ciudadano
romano, y eso sin formarle causa?26 El
centurión, oído esto, fue al tribuno, y le
dijo: mira lo que haces; pues este hombre
23
90
que voy a ser condenado.7 Desde que hubo
proferido estas palabras, se suscitó
discordia entre los fariseos y saduceos, y se
dividió
la
asamblea
en
dos
8
partidos. Porque los saduceos dicen que
no hay resurrección, ni ángel ni espíritu;
cuando al contrario los fariseos confiesan
ambas cosas.9 Así que fue grande la gritería
que se levantó. Y puestos en pie algunos
fariseos, porfiaban, diciendo: Nada de malo
hallamos en este hombre; ¿quién sabe si le
habló algún espíritu o ángel?10 Y
enardeciéndose más la discordia, temeroso
el tribuno que despedazasen a Pablo,
mandó bajar a los soldados, para que le
quitasen de en medio de ellos, y le
condujesen a la fortaleza.11 A la noche
siguiente se le apareció el Señor, y le dijo:
¡Pablo, buen ánimo!, así como has dado
testimonio de mí en Jerusalén, así conviene
también que lo des en Roma.12 Venido el
día se juntaron algunos judíos, e hicieron
voto con juramento e imprecación, de no
comer ni beber hasta haber matado a
Pablo.13 Eran más de cuarenta hombres los
que se habían así conjurado;14 los cuales se
presentaron a los príncipes de los
sacerdotes y a los ancianos, y dijeron:
Nosotros nos hemos obligado con voto y
grandes imprecaciones, a no probar bocado
hasta que matemos a Pablo.15 Ahora, pues,
no tenéis más que avisar al tribuno de parte
del sanedrín, pidiéndole que haga conducir
mañana a Pablo delante de vosotros, como
que tenéis que averiguar de él alguna cosa
con más certeza. Nosotros de nuestra parte
estaremos prevenidos para matarle antes
que llegue.16 Mas como un hijo de la
hermana de Pablo entendiese la trama, fue,
y entró en la fortaleza, y dio aviso a
Pablo.17 Pablo llamado a uno de los
centuriones, dijo: Lleva este mozo al
tribuno, porque tiene que participarle cierta
cosa.18 El centurión tomándole consigo le
condujo al tribuno, y dijo: Pablo el preso
me ha pedido que traiga a tu presencia a
este joven, que tiene que comunicarte
alguna cosa.19 El tribuno cogiendo de la
mano al mancebo, se retiró con él a solas, y
le preguntó: ¿Qué es lo que tienes que
comunicarme?20 El respondió: Los judíos
han acordado el suplicarte que mañana
conduzcas a Pablo al concilio, con pretexto
de querer examinarle más individualmente
de algún punto.21 Pero tú no los creas,
porque de ellos le tienen armadas
acechanzas más de cuarenta hombres, los
cuales con grandes juramentos han hecho
voto de no comer ni beber hasta que le
maten; y ya están alerta, esperando que tú
les concedas lo que piden.22 El tribuno
despidió al muchacho, mandándole que a
nadie dijese que había hecho aquella
delación.23 Y llamando a dos centuriones,
les dijo: Tened prevenidos para las nueve
de la noche doscientos soldados de
infantería, para que vayan a Cesarea, y
setenta de caballería, y doscientos
alabarderos, o lanceros:24 Y preparad
bagajes para que lleven a Pablo, y le
conduzcan sin peligro de su vida al
gobernador Félix.25 (Porque temió el
tribuno que los judíos le arrebatasen, y
matasen, y después él mismo padeciese la
calumnia de haberlo permitido, sobornado
con dinero). Y al mismo tiempo escribió
una carta al gobernador Félix, en los
términos siguientes:26 Claudio Lisias al
91
óptimo gobernador Félix, salud.27 A ese
hombre preso por los judíos, y a punto de
ser muerto por ellos, acudiendo con la
tropa le libré, noticioso de que era
ciudadano
romano;28 y
queriendo
informarme del delito de que le acusaban,
condújele a su sanedrín.29 Allí averigüé que
es acusado sobre cuestiones de su ley de
ellos; pero que no ha cometido ningún
delito digno de muerte o de prisión.30 Y
avisado después de que los judíos le tenían
urdidas acechanzas, te lo envío a ti,
previniendo también a sus acusadores que
recurran a tu tribunal. Ten salud.31 Los
soldados, pues, según la orden que se les
había dado, encargándose de Pablo, le
condujeron de noche a la ciudad de
Antipátrida.32 Al día siguiente dejando a los
de a caballo para que le acompañasen, se
volvieron
los
demás
a
la
33
fortaleza. Llegados que fueron a Cesarea,
y entregada la carta al gobernador, le
presentaron así mismo a Pablo.34 Luego
que leyó la carta, le preguntó de qué
provincia era, y oído que de Cilicia,
dijo:35 Te daré audiencia viniendo tus
acusadores. Entre tanto mandó que le
custodiasen en el pretorio llamado de
Herodes.
1
Al cabo de cinco días llegó a
Cesarea el sumo sacerdote
Ananías con algunos ancianos y
con un tal Tértulo orador, o
abogado, los cuales comparecieron ante el
gobernador contra Pablo.2 Citado Pablo,
empezó su acusación Tértulo, diciendo:
Como es por medio de ti, óptimo Félix,
que gozamos de una paz profunda, y con tu
previsión
remedias
muchos
desórdenes,3 nosotros lo reconocemos en
todas ocasiones y en todos lugares, y te
tributamos toda suerte de acciones de
gracias.4 Mas por no molestarte demasiado,
te suplico nos oigas por breves momentos
con
tu
acostumbrada
5
humanidad. Tenemos averiguado ser éste
un hombre pestilencial, que anda por todo
el mundo metiendo en confusión y
desorden a todos los judíos, y es el caudillo
de la sediciosa secta de los nazarenos.6 El
cual además intentó profanar el templo, y
por esto habiéndole preso, quisimos
juzgarle
según
nuestra
ley.7 Pero
sobreviniendo el tribuno Lisias, le arrancó a
viva fuerza de nuestras manos,8 mandando
que los acusadores recurriesen a ti; tú
mismo, examinándole como juez, podrás
reconocer la verdad de todas estas cosas de
que le acusamos.9 Los judíos confirmaron
por su parte lo dicho, atestiguando ser todo
verdad.10 Pablo, habiéndole hecho señal el
gobernador para que hablase, lo hizo en
estos términos: Sabiendo yo que ya hace
muchos años que tú gobiernas esta nación,
emprendo con mucha confianza el
justificarme.11 Bien fácilmente puedes
certificarte, de que no ha más de doce días
que llegué a Jerusalén, a fin de adorar a
Dios.12 Y nunca me han visto disputar con
nadie en el templo, ni amotinando la gente
de las sinagogas,13 o en la ciudad; ni pueden
alegarte prueba de cuantas cosas me acusan
ahora.14 Es verdad, y lo confieso delante de
ti, que siguiendo una doctrina, que ellos
tratan de herejía, yo sirvo al Padre y Dios
mío, creyendo todas las cosas, que se hallan
escritas
en
la
ley y
en
los
15
profetas, teniendo firme esperanza en
24
92
Dios, como ellos también la tienen, que ha
de verificarse la resurrección de los justos y
de los pecadores.16 Por lo cual procuro yo
siempre conservar mi conciencia sin culpa
delante de Dios y delante de los
hombres.17 Ahora, después de muchos
años, vine a repartir limosnas a los de mi
nación, y a cumplir a Dios mis ofrendas y
votos.18 Y estando en esto, es cuando
algunos judíos de Asia me han hallado
purificado en el templo; mas no con
reunión de pueblo, ni con tumulto.19 Estos
judíos son los que habían de comparecer
delante de ti, y ser mis acusadores si algo
tenían que alegar contra mí:20 Pero ahora
digan estos mismos que me acusan, si,
congregados en el sanedrín, han hallado en
mí algún delito,21 a no ser que lo sea una
expresión con que exclamé en medio de
ellos, diciendo: Veo que por defender yo la
resurrección de los muertos me formáis
hoy vosotros causa.22 Félix, pues, que
estaba bien informado de esta doctrina,
difirió para otra ocasión el asunto,
diciendo: Cuando viniere de Jerusalén el
tribuno Lisias, os daré audiencia otra
vez.23 Entretanto mandó a un centurión
que custodiara a Pablo, teniéndole con
menos estrechez, y sin prohibir que los
suyos entrasen a asistirle.24 Algunos días
después volviendo Félix a Cesarea, y
trayendo a su mujer Drusila, la cual era
judía, llamó a Pablo, y le oyó explicar la fe
de Jesucristo.25 Pero inculcando Pablo la
doctrina de la justicia, de la castidad y del
juicio venidero, despavorido Félix le dijo:
Basta por ahora, retírate, que a su tiempo
yo te llamaré.26 Y como esperaba que Pablo
le daría dinero para conseguir la libertad,
por eso llamándole a menudo, conversaba
con él.27 Pasados dos años, Félix recibió
por sucesor a Porcio Festo; y queriendo
congraciarse con los judíos, dejó preso a
Pablo.
1
Llegado Festo a la provincia, tres
días después subió a Jerusalén
desde Cesarea.2 Se le presentaron
luego los príncipes de los
sacerdotes y los más distinguidos entre los
judíos, para acusar a Pablo, con una
petición3 en que le suplicaban por gracia
que le mandase conducir a Jerusalén,
tramando ellos una emboscada para
asesinarle en el camino.4 Mas Festo
respondió que Pablo estaba bien
custodiado en Cesarea, para donde iba a
partir él cuanto antes.5 Por tanto, los
principales, dijo, de entre vosotros, vengan
también a Cesarea, y acúsenle, si es reo de
algún crimen.6 En efecto, no habiéndose
detenido en Jerusalén más que ocho o diez
días, marchó a Cesarea, y al día siguiente,
sentándose en el tribunal, mandó
comparecer a Pablo.7 Luego que fue
presentado, le rodearon los judíos venidos
de Jerusalén, acusándole de muchos y
graves delitos, que no podían probar,8 y de
los cuales se defendía Pablo, diciendo: En
nada he pecado ni contra la ley de los
judíos, ni contra el templo, ni contra
César.9 Mas Festo queriendo congraciarse
con los judíos, respondiendo a Pablo, le
dijo: ¿Quieres subir a Jerusalén, y ser allí
juzgado ante mí?10 Respondió Pablo: Yo
estoy ante el tribunal de César, que es
donde debo ser juzgado; tú sabes muy bien
que yo no he hecho el menor agravio a los
judíos;11 que si en algo les he ofendido, o
25
93
Mañana, respondió Festo, le oirás.23 Con
eso al día siguiente, habiendo venido
Agripa y Berenice, con mucha pompa, y
entrando en la sala de la audiencia con los
tribunos y personas principales de la
ciudad, fue Pablo traído por orden de
Festo.24 El cual dijo: Rey Agripa, y todos
vosotros que os halláis aquí presentes, ya
veis a este hombre, contra quien todo el
pueblo de los judíos ha acudido a mí en
Jerusalén, representándome con grandes
instancias y clamores que no debe vivir
más.25 Mas yo he averiguado que nada ha
hecho que mereciese la muerte. Pero
habiendo él mismo apelado a Augusto he
determinado remitírsele.26 Bien que como
no tengo cosa cierta que escribir al Señor
acerca de él, por esto le he hecho venir a
vuestra presencia, mayormente ante ti, ¡oh
rey Agripa!, para que examinándole tenga
yo algo que escribir.27 Pues me parece cosa
fuera de razón el remitir a un hombre
preso, sin exponer los delitos de que se le
acusa.
1
Entonces Agripa dijo a Pablo: Se
te da licencia para hablar en tu
defensa.
Y
luego
Pablo
accionando con la mano, empezó
así su apología.2 Tengo a gran dicha mía,
¡oh rey Agripa!, el poder justificarme ante ti
en el día de hoy, de todos los cargos de que
me acusan los judíos.3 Mayormente
sabiendo tú todas las costumbres de los
judíos y las cuestiones que se agitan entre
ellos; por lo cual te suplico que me oigas
con paciencia.4 Y en primer lugar, por lo
que hace al tenor de vida, que observé en
Jerusalén, desde mi juventud entre los de
mi nación, es bien notorio a todos los
he hecho alguna cosa por la que sea reo de
muerte, no rehúso morir; pero si no hay
nada de cuanto éstos me imputan, ninguno
tiene derecho para entregarme a ellos.
Apelo
a
César.12 Entonces
Festo,
habiéndolo tratado con los de su consejo,
respondió: ¿A César has apelado?, pues a
César irás.13 Pasados algunos días, bajaron a
Cesarea el rey Agripa y Berenice a visitar a
Festo.14 Y habiéndose detenido allí muchos
días, Festo habló al rey de la causa de
Pablo, diciendo: Aquí dejó Félix preso a un
hombre,15 sobre lo cual estando yo en
Jerusalén, recurrieron a mí los príncipes de
los sacerdotes y los ancianos de los judíos,
pidiendo que fuese condenado a
muerte.16 Yo les respondí que los romanos
no acostumbran condenar a ningún
hombre, antes que el acusado tenga
presentes a sus acusadores y lugar de
defenderse para justificarse de los
cargos.17 Habiendo, pues, ellos concurrido
acá sin dilación alguna, al día siguiente,
sentado yo en el tribunal, mandé traer ante
mí al dicho hombre.18 Compareciendo los
acusadores, vi que no le imputaban ningún
crimen de los que yo sospechaba fuese
culpado.19 Solamente tenían con él no sé
qué disputa tocante a su superstición
judaica, y sobre un cierto Jesús difunto, que
Pablo afirmaba estar vivo.20 Perplejo yo en
una causa de esta naturaleza, le dije si
quería ir a Jerusalén, y ser allí juzgado de
estas cosas.21 Mas interponiendo Pablo
apelación para que su causa se reservase al
juicio de Augusto, di orden para que se le
mantuviese en custodia, hasta remitirle a
César.22 Entonces dijo Agripa a Festo:
Desearía yo también oír a ese hombre.
26
94
judíos.5 Sabedores son de antemano (si
quieren confesar la verdad) que yo,
siguiendo desde mis primeros años la secta
o profesión más segura de nuestra religión,
viví cual fariseo.6 Y ahora soy acusado en
juicio por la esperanza que tengo de la
promesa hecha por Dios a nuestros
padres,7 promesa
cuyo
cumplimiento
esperan nuestras doce tribus, sirviendo a
Dios noche y día. Por esta esperanza, ¡oh
rey!, soy acusado yo de los judíos.8 Pues
qué, ¿juzgáis acaso increíble que Dios
resucite a los muertos?9 Yo por mí estaba
persuadido de que debía proceder
hostilmente contra el Nombre de Jesús
Nazareno,10 como ya lo hice en Jerusalén,
donde no sólo metí a muchos de los santos,
o fieles, en las cárceles, con poderes que
para ello recibí de los príncipes de los
sacerdotes, sino que siendo condenados a
muerte
yo
di
también
mi
11
consentimiento. Y
andando
con
frecuencia por todas las sinagogas, los
obligaba a fuerza de castigos a blasfemar
del Nombre de Jesús, y enfurecido más
cada día contra ellos, los iba persiguiendo
hasta en las ciudades extranjeras.12 En este
estado, yendo un día a Damasco con
poderes y comisión de los príncipes de los
sacerdotes,13 siendo al mediodía, vi, ¡oh
rey!, en el camino una luz del cielo más
resplandeciente que el sol, la cual con sus
rayos me rodeó a mí y a los que iban
conmigo.14 Y habiendo todos nosotros
caído en tierra, oí una voz que me decía en
lengua hebrea: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me
persigues?; duro empeño es para ti el dar
coces contra el aguijón.15 Yo entonces
respondí: ¿Quién eres tú, Señor? Y el Señor
me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues.16 Pero levántate, y ponte en pie;
pues para esto te he aparecido, a fin de
constituirte ministro y testigo de las cosas
que has visto y de otra que te mostraré
apareciéndome a ti de nuevo.17 Y yo te
libraré de las manos de este pueblo y de los
gentiles, a los cuales ahora te envío,18 a
abrirles los ojos, para que se conviertan de
las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás
a Dios, y con esto reciban la remisión de
sus pecados, y tengan parte en la herencia
de los santos, mediante la fe en mí.19 Así
que, ¡oh rey Agripa!, no fui rebelde a la
visión celestial;20 antes bien empecé a
predicar primeramente a los judíos que
están en Damasco, y en Jerusalén, y por
todo el país de Judea, y después a los
gentiles, que hiciesen penitencia, y se
convirtiesen a Dios, haciendo dignas obras
de penitencia.21 Por esta causa los judíos
me prendieron, estando yo en el templo, e
intentaban matarme.22 Pero ayudado del
auxilio de Dios, he perseverado hasta el día
de hoy, testificando la verdad a grandes y a
pequeños, no predicando otra cosa más
que lo que Moisés y los profetas predijeron
que había de suceder,23 es a saber, que
Cristo había de padecer la muerte, y que
sería el primero que resucitaría de entre los
muertos, y había de mostrar la luz de la
buena nueva a este pueblo y a los
gentiles.24 Diciendo él esto en su defensa,
exclamó Festo: Pablo, tú estás loco: las
muchas letras te han trastornado el
juicio.25 Y Pablo le respondió: No deliro,
óptimo Festo, sino que hablo palabras de
verdad y de cordura.26 Que bien sabidas
son del rey estas cosas, y por lo mismo
95
Mira, de la Licia,6 donde el centurión,
encontrando una nave de Alejandría que
pasaba a Italia, nos trasladó a ella.7 Y
navegando por muchos días lentamente, y
arribando con trabajo enfrente de Gnido,
por estorbárnoslo el viento, costeamos a
Creta, por el cabo Salmón.8 Y doblado éste
con gran dificultad arribamos a un lugar
llamado Buenos Puertos, que está cercano a
la ciudad de Talasa.9 Pero habiendo gastado
mucho tiempo, y no siendo desde entonces
segura la navegación, por haber pasado ya
el tiempo del ayuno, Pablo los
amonestaba,10 diciéndoles: Yo conozco,
amigos, que la navegación comienza a ser
muy peligrosa y de mucho perjuicio, no
sólo para la nave y cargamento, sino
también para nuestras vidas.11 Pero el
centurión daba más crédito al piloto y al
patrón del barco, que a cuanto decía
Pablo.12 Mas como aquel puerto no fuese a
propósito para invernar, la mayor parte
fueron de parecer que nos hiciésemos a la
vela para ir a tomar invernadero, por poco
que se pudiese, en Fenice, puerto de Creta,
opuesto al ábrego y al poniente.13 Así, pues,
soplando el austro, figurándose salir ya con
su intento, levantando anclas en Asón, iban
costeando por la isla de Creta.14 Pero a
poco tiempo dio contra la nave un viento
tempestuoso,
llamado
15
nordeste. Arrebatada la nave, y no
pudiendo resistir el torbellino, éramos
llevados
a
merced
de
los
16
vientos. Arrojados con ímpetu hacia una
isleta, llamada Cauda, pudimos con gran
dificultad recoger el esquife.17 El cual
metido dentro, maniobraban los marineros
cuanto podían, asegurando y liando la nave,
hablo delante de él con tanta confianza,
bien persuadido de que nada de esto
ignora, puesto que ninguna de las cosas
mencionadas se ha ejecutado en algún
rincón oculto.27 ¡Oh rey Agripa! ¿Crees tú
en los profetas? Yo sé que crees en
ellos.28 A esto Agripa sonriéndose,
respondió a Pablo: Poco falta para que me
persuadas a hacerme cristiano.29 A lo que
contestó Pablo: Quiera Dios, como deseo,
que no solamente faltara poco, sino que no
faltara nada, para que tú y todos cuantos
me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy
yo, salvo estas cadenas.30 Aquí se
levantaron el rey, y el gobernador, y
Berenice, y los que les hacían la corte.31 Y
habiéndose retirado aparte hablaban entre
sí, y decían: En efecto, este hombre no ha
hecho cosa digna de muerte, ni de
prisión.32 Y Agripa dijo a Festo: Si no
hubiese ya apelado a César, bien se le
pudiera poner en libertad.
1
Luego, pues, que se determinó
que Pablo navegase a Italia, y que
fuese entregado con los demás
presos a un centurión de la
cohorte o legión augusta llamado
Julio,2 embarcándonos en una nave de
Adrumeto, nos hicimos a la vela,
empezando a costear las tierras de Asia,
acompañándonos
siempre
Aristarco,
3
macedonio de Tesalónica. El día siguiente
arribamos a Sidón; y Julio, tratando a Pablo
con humanidad, le permitió salir a visitar a
los amigos y proveerse de lo
necesario.4 Partidos de allí, fuimos bogando
por debajo de Chipre, por ser contrarios los
vientos.5 Y habiendo atravesado el mar de
Cilicia y de Panfilia, aportamos a Listra, o
27
96
temerosos de dar en algún banco de arena.
De esta suerte abajadas las velas y el mástil,
se dejaban llevar de las olas.18 Al día
siguiente,
como
nos
hallábamos
furiosamente combatidos por la tempestad,
echaron al mar el cargamento.19 Y tres días
después arrojaron con sus propias manos
las municiones y pertrechos de la
nave.20 Entretanto, había muchos días que
no se dejaban ver ni el sol, ni las estrellas, y
la borrasca era continuamente tan furiosa,
que ya habíamos perdido todas las
esperanzas de salvarnos.21 Entonces Pablo,
como había ya mucho tiempo que nadie
había tomado alimento, puesto en medio
de ellos, dijo: En verdad, compañeros, que
hubiera sido mejor, creyéndome a mí, no
haber salido de Creta, y excusar este
desastre y pérdida.22 Mas ahora os exhorto
a tener buen ánimo, pues ninguno de
vosotros se perderá, lo único que se
perderá será la nave.23 Porque esta noche se
me ha aparecido un ángel del Dios de quien
soy yo, y a quien sirvo,24 diciéndome: No
temas, Pablo, tú sin falta has de comparecer
ante César; y he ahí que Dios te ha
concedido la vida de todos los que navegan
contigo.25 Por tanto, compañeros, tened
buen ánimo, pues yo creo en Dios, que así
será, como se me ha prometido.26 Al fin
hemos de venir a dar en cierta isla.27 Mas
llegada la noche del día catorce, navegando
nosotros por el mar Adriático, los
marineros a eso de la medianoche
barruntaban hallarse a vista de tierra.28 Por
lo que tiraron la sonda, y hallaron veinte
brazas de agua; y poco más adelante sólo
hallaron ya quince.29 Entonces temiendo
cayésemos en algún escollo, echaron por la
popa cuatro anclas, aguardando con
impaciencia el día.30 Pero como los
marineros, intentando escaparse de la nave,
echasen al mar el bote salvavidas, con el
pretexto de ir a tirar las anclas un poco más
lejos por la parte de proa,31 dijo Pablo al
centurión y a los soldados: Si estos
hombres no permanecen en el navío,
vosotros no podéis salvaros.32 En la hora
los soldados cortaron las amarras del bote
salvavidas, y lo dejaron perder.33 Y al
empezar a ser de día, rogaba Pablo a todos
que tomasen alimento, diciendo: Hace hoy
catorce días que aguardando el fin de la
tormenta estáis sin comer, ni probar casi
nada.34 Por lo cual os ruego que toméis
algún alimento para vuestra conservación,
seguros de que no ha de perderse ni un
cabello de vuestra cabeza.35 Dicho esto,
tomando pan, dio gracias a Dios en
presencia de todos; y partiéndolo empezó a
comer.36 Con eso animados todos,
comieron también ellos.37 Éramos los
navegantes al todo doscientas setenta y seis
personas.38 Estando
ya
satisfechos,
aligeraban la nave, arrojando al mar el
trigo.39 Siendo ya día claro, no reconocían
qué tierra era la que descubrían; echaban sí
de ver cierta ensenada que tenía playa,
donde pensaban arrimar la nave, si
pudiesen.40 Alzadas, pues, las anclas, se
abandonaban a la corriente del mar,
aflojando al mismo tiempo las cuerdas de
las dos planchas del timón; y alzada la vela
del artimón, o de la popa, para tomar el
viento preciso, se dirigían hacia la
playa.41 Mas tropezando en una lengua de
tierra que tenía mar por ambos lados,
encalló la nave, quedando inmóvil la proa,
97
con mucha humanidad.8 Y sucedió que,
hallándose el padre de Publio muy acosado
de fiebres y disentería, entró Pablo a verle,
y haciendo oración, e imponiendo sobre él
las manos, le curó.9 Después de este suceso
todos los que tenían enfermedades en
aquella isla acudían a él, y eran
curados;10 por cuyo motivo nos hicieron
muchas honras, y cuando nos embarcamos
nos proveyeron de todo lo necesario.11 Al
cabo de tres meses, nos hicimos a la vela en
una nave alejandrina, que había invernado
en aquella isla, y tenía la divisa de Cástor y
Pólux.12 Y habiendo llegado a Siracusa, nos
detuvimos allí tres días.13 Desde aquí
costeando las tierras de Sicilia, vinimos a
Regio; y al día siguiente soplando el sur, en
dos días nos pusimos en Puzol,14 donde
habiendo encontrado hermanos en Cristo,
nos instaron a que nos detuviésemos con
ellos siete días, después de los cuales nos
dirigimos a Roma.15 Sabiendo nuestra
venida los hermanos de esta ciudad,
salieron a recibirnos hasta el pueblo
llamado Foro Apio, y otros a Tres
Tabernas. A los cuales habiendo visto
Pablo, dio gracias a Dios, y cobró gran
ánimo.16 Llegados a Roma, se le permitió a
Pablo el estar de por sí en una casa con un
soldado de guardia.17 Pasados tres días
pidió a los principales de entre los judíos
que fuesen a verle. Luego que se juntaron,
les dijo: Yo hermanos míos, sin haber
hecho nada contra el pueblo, ni contra las
tradiciones de nuestros padres, fui preso en
Jerusalén y entregado en manos de los
romanos,18 los cuales después que me
hicieron los interrogatorios, quisieron
ponerme en libertad, visto que no hallaban
fija, o encallada, en el fondo, mientras la
popa iba abriéndose por la violencia de las
olas.42 Los soldados entonces deliberaron
matar a los presos, temerosos de que
alguno se escapase a nado.43 Pero el
centurión, deseoso de salvar a Pablo,
estorbó que lo hiciesen; y mandó que los
que supiesen nadar; saltasen primeros al
agua, y saliesen a tierra.44 A los demás, parte
los llevaron en tablas, y algunos sobre los
desechos que restaban del navío. Y así se
verificó, que todas las personas salieron
salvas a tierra.
1
Salvados
del
naufragio,
conocimos entonces que aquella
isla se llamaba Malta. Los bárbaros
por su parte nos trataron con
mucha
humanidad.2 Porque
luego
encendida una hoguera nos protegieron a
todos contra la lluvia que descargaba, y el
frío.3 Y habiendo recogido Pablo una
porción de sarmientos, y echándolos al
fuego, saltó una víbora huyendo del calor, y
le trabó de la mano.4 Cuando los bárbaros
vieron la víbora colgando de su mano, se
decían unos a otros: Este hombre sin duda
es algún homicida, pues que, habiéndose
salvado de la mar, la venganza divina no
quiere que viva.5 El, sacudiendo la víbora
en el fuego, no padeció daño alguno.6 Los
bárbaros, al contrario, se persuadían a que
se hincharía, y de repente caería muerto.
Mas después de aguardar largo rato,
reparando que ningún mal le acontecía,
cambiando de opinión, decían que era un
dios.7 En aquellas cercanías tenía unas
posesiones el príncipe de la isla, llamado
Publio,
el
cual,
acogiéndonos
benignamente, nos hospedó por tres días
28
98
en mí causa de muerte.19 Mas, oponiéndose
los judíos, me vi obligado a apelar a César,
pero no con el fin de acusar en cosa alguna
a los de mi nación.20 Por este motivo, pues,
he procurado veros y hablaros, para que
sepáis que por la esperanza de Israel me
veo atado con esta cadena.21 A lo que
respondieron ellos: Nosotros ni hemos
recibido cartas de Judea acerca de ti, ni
hermano alguno venido de allá ha contado
o dicho mal de ti.22 Mas deseamos saber
cuáles son tus sentimientos; porque
tenemos noticia que esa tu secta halla
contradicción
en
todas
partes.23 Y
habiéndole señalado día para oírle, vinieron
en gran número a su alojamiento, a los
cuales predicaba el reino de Dios desde la
mañana hasta la noche, confirmando con
autoridades las proposiciones que sentaba,
y probándoles lo perteneciente a Jesús con
la ley de Moisés y con los profetas.24 Unos
creían las cosas que decía, otros no las
creían.25 Y no estando acordes entre sí, se
iban saliendo, sobre lo cual decía Pablo:
¡Oh, con cuánta razón habló el Espíritu
Santo a nuestros padres por el profeta
Isaías,26 diciendo: Ve a ese pueblo, y diles:
Oiréis con vuestros oídos, y no entenderéis;
y por más que viereis con vuestros ojos, no
miraréis!27 Porque embotando este pueblo
su corazón, ha tapado sus oídos, y apretado
las pestañas de sus ojos, de miedo que con
ellos vean y oigan con sus oídos, y
entiendan con el corazón, y así se
conviertan, y yo les dé la salud.28 Por tanto
tened entendido todos vosotros, que a los
gentiles es enviada esta salud de Dios, y
ellos la recibirán.29 Dicho esto, se apartaron
de él los judíos, teniendo grandes debates
entre sí.30 Y Pablo permaneció por espacio
de dos años enteros en la casa que había
alquilado, en donde recibía a cuantos iban a
verle,31 predicando el reino de Dios, y
enseñando con toda libertad, sin que nadie
se lo prohibiese, lo tocante a Nuestro Señor
Jesucristo.
99
SAN JUSTINO
DIÁLOGO CON TRIFÓN
(SELECCIÓN)
INTRODUCCIÓN
Además de replantear la relación entre poder espiritual y temporal, el cristianismo suscitó
interrogantes acerca de su propia plasticidad y estructura. La interrogante central que surgió en
el contexto inmediato fue la de la posibilidad de conciliar el conocimiento divino con el
conocimiento humano. A primera vista, parece que ambos reinos están escindidos. Incluso
pensadores inmediatos al cristianismo primitivo como Taciano (120 – 180 d. C.), o lejanos
como Kierkegaard (1813 – 1855 d. C.), se inclinaron por la vía del fideísmo.
El fideísmo, grosso modo, rechaza el acceso racional al conocimiento de lo divino. Es decir,
el único acceso a la divinidad es la fe. La antípoda racionalista del fideísmo es el gnosticismo.
Los pensadores gnósticos pensaban que los contenidos de la fe no eran sino alegorías
filosóficas. La razón podía abarcar —e, incluso, ir más allá de— los contenidos de la fe.
El problema central seguía vigente: ¿qué papel debe guardar la fe frente a la ciencia y la
filosofía? Frente a la oposición entre fideísmo y gnosticismo, varios teólogos cristianos
argumentaron a favor de la armonía entre fe y razón. Entre ellos se encuentran Clemente de
Alejandría, san Justino Mártir y san Agustín de Hipona. El mundo medieval heredó este
espíritu y dio pie al surgimiento de las grandes universidades.
Además de la función conciliadora entre fe y razón, los primeros intelectuales cristianos
enfrentaron un problema de igual peso. Varias posturas intentaron reducir el cristianismo a una
vertiente del judaísmo o a una doctrina filosófica más. Frente a estos opositores, surgió un
nuevo estilo de hacer filosofía: la apologética. Los grandes apologistas se enfocaron en marcar
las diferencias y similitudes entre los contenidos de la fe. Por otro lado, retomaron la tarea de
mostrar al cristianismo como la religión verdadera.
El proceso de evangelización no se limitó a la exposición del Evangelio a los paganos,
también implicó el diálogo con las altas esferas de la cultura antigua. Gobernantes, científicos y
filósofos participaron en la discusión. Este proceso supuso también la refutación de las herejías
tempranas como el arrianismo, donatismo, pelagianismo y gnosticismo.
Los primeros intelectuales cristianos enfrentaron todas estas dificultades, dedicando obras
extensas a su discusión filosófica. Si bien había cierta preocupación por aclarar los contenidos
de la fe, el núcleo de las discusiones tenía que ver más con la verdadera naturaleza de la fe y el
esfuerzo por darle forma a una iglesia cristiana.
San Justino mártir (c. 100 – 165 d. C.) fue uno de estos intelectuales. Su extensa obra abarca
varios escritos apologéticos, teológicos y algunos diálogos. El Diálogo con Trifón representa una
de las exposiciones más importantes del cristianismo primitivo, pues presenta una postura
conciliadora entre fe y razón que habría de heredar el cristianismo posterior.
El diálogo plantea interrogantes acerca de la relación entre filosofía y religión. El gran
mérito de san Justino consiste en mostrar la compatibilidad y marcar los límites entre ambas.
101
No se ve en el desarrollo de la obra un rechazo tajante de las formas de conocimiento distintas
al cristianismo; pero tampoco se ve una subordinación absoluta, como ocurre con algunos
autores contemporáneos.
La actitud conciliadora entre fe y razón resultó ser determinante para el cristianismo
posterior y la cultura occidental. La Reforma protestante reaccionó, en parte, en contra de la
laxitud cristiana con la que se incorporaban elementos ajenos a la fe para la interpretación de la
Escritura.
102
CAPÍTULO I.— INTRODUCCIÓN
Mientras paseaba una mañana por los pasillos de Xisto, cierto hombre, con otros en su
compañía, vino y me dijo:
—Hola, filósofo.
E inmediatamente después de decir esto, se volvió y caminó conmigo; sus amigos hicieron
lo mismo y lo siguieron.
—¿Qué hay? —respondí yo.
Y él replicó:
—Aprendí por Corinto el socrático, en Argos, que no debo despreciar ni tratar con
indiferencia a los que se cubren a sí mismos con esta vestimenta. Más bien debo mostrarles
toda amabilidad y asociarme con ellos, pues quizás alguna ventaja podría surgir de tal
compañía, ya sea para ese hombre o para mí. Es bueno, además, para ambos, si uno u otro se
beneficia. Tomando esto en cuenta, entonces, cuando veo a uno con tal atuendo, gustoso me
acerco a él, y ahora, por la misma razón, me he emparejado a ti; y también ellos que me
acompañan, con la esperanza de oír algo provechoso de ti.
—Pero, ¿quién eres tú, oh, el más excelente de los hombres? —le dije yo en respuesta.
—Mi nombre y mi familia los digo simplemente: me llamo Trifón y soy hebreo
circuncidado. Escapé de la reciente guerra y paso la mayor parte de mi tiempo en Grecia,
especialmente en Corinto.
—¿Y en qué —dije yo— te aprovecharía a ti la filosofía tanto como tu Legislador (Moisés)
o los profetas?
—¿Por qué no? —dijo él—. ¿Acaso los filósofos no hacen un discurso sobre Dios? Y ¿no
se cuestionan constantemente sobre su unidad y su providencia? ¿No es acaso deber de la
filosofía investigar sobre Dios?
—Sí —dije yo—, así también nosotros hemos opinado. Pero la mayoría de los filósofos no
ha pensado sobre esto, si hay uno o más dioses y si guardan de cada uno de nosotros o no,
pues parece que este conocimiento en nada contribuye a nuestra felicidad. No, más bien nos
tratan de convencer de que Dios cuida del universo con sus géneros y especies, pero no de ti y
de mí y de cada uno de nosotros individualmente, pues de otro modo no necesitaríamos orar a
Él noche y día. No es difícil entender el resultado: la irreverencia y el descuido al hablar de esto
hacen que los que dicen estas opiniones hagan y digan lo que sea que elijan sin temer el castigo
ni esperar algún bien de parte de Dios. Pues ellos afirman que las mismas cosas pasarán
siempre; y además, que tú y yo viviremos de nuevo de una manera semejante, no habiéndonos
convertido ni en mejores ni peores hombres. Pero hay otros que, habiendo supuesto que el
alma es inmortal e inmaterial, creen que, aunque hayan cometido el mal, no sufrirán un castigo
(pues lo inmaterial es impasible), y que el alma, en consecuencia, no necesita nada de Dios.
Y él, sonriendo gentilmente, dijo:
—Y tú, ¿qué piensas de todo esto? ¿Cuál es tu opinión sobre Dios y cuál es tu filosofía?
Dínoslo.
103
CAPÍTULO II.—JUSTINO DESCRIBE SUS ESTUDIOS FILOSÓFICOS
—Les contaré —dije— lo que me parece, pues la filosofía es, de hecho, la más grande
posesión, y la más honorable ante Dios; y a Él nos conduce y con Él nos reúne. Y santos, de
verdad, son los que consagran su inteligencia a la filosofía. Qué sea la filosofía, sin embargo, y
la razón por la cual ella ha sido enviada a los hombres, ha escapado de la observación de la
mayoría, pues si este conocimiento fuera uno, no habría platónicos, ni peripatéticos, ni
contemplativos ni pitagóricos.
”Deseo decirles por qué le han salido muchas cabezas. Ha pasado que aquellos que primero
manejaron la filosofía, y que, por tanto, eran estimados como hombres ilustres, fueron
sustituidos por aquellos que no hicieron ninguna investigación concerniente a la verdad, sino
que sólo admiraron la perseverancia y la autodisciplina de los anteriores, así como la novedad
de sus doctrinas y cada pensamiento que, de ser verdad, aprendían de sus maestros: luego,
además, esos primeros hombres pasaron a sus sucesores estas cosas y otras similares; y este
sistema fue llamado por el nombre del padre de esa doctrina.
”Estando yo primero deseoso de conversar personalmente con uno de esos hombres, me
rendí ante cierto filósofo estoico, y habiendo gastado un tiempo considerable con él, cuando
no adquirí más conocimiento de Dios (pues el filósofo no se conocía a sí mismo y dijo que esta
instrucción era innecesaria), lo dejé y tomé a otro, peripatético, muy definido en lo que creía.
Luego de entretenerme los primeros pocos días, pidió que asentara un salario para que nuestra
relación no fuera inútil. A él, por esta razón, también lo abandoné, creyendo que no era
filósofo del todo. Pero cuando mi alma grandemente deseaba escuchar qué es propia y
excelentemente la filosofía, llegué con un pitagórico muy famoso, un hombre que estimaba
mucho su propia sabiduría. Y luego, cuando me entrevisté con él, queriendo convertirme en su
oyente y discípulo, dijo:
”—¿Qué, entonces? ¿Conoces la música, la astronomía y la geometría? ¿Esperas percibir
alguna de esas cosas que conducen a la vida feliz si no has estado informado primero de esos
puntos que alejan al alma de los objetos sensibles, y dejarla adecuada para objetos que
competen a la mente, para que ella pueda contemplar lo que es honorable en su esencia, y lo
que es bueno en su esencia?
”Habiendo comentado muchas de estas ramas del conocimiento, y habiéndome dicho que
ellas eran necesarias, me despidió cuando le confesé mi ignorancia. En consecuencia, tomé esto
impacientemente, como era de esperarse cuando fallé en lo que esperaba, y más porque
pensaba que el hombre tenía algún conocimiento; pero reflexionando de nuevo sobre el lapso
durante el cual debería perder tiempo en esas ramas del conocimiento. No fui capaz de
soportar más procrastinación. En mi débil condición me ocurrió tener un encuentro con los
104
platonistas, pues su fama era grande. Y, entonces, pasé tanto de mi tiempo como me fuera
posible con uno que se había instalado en nuestra ciudad, un hombre sagaz que tenía una
posición alta entre los platonistas, y progresé e hice los más grandes avances día tras día. Y la
intelección de las cosas inmateriales me emocionó mucho, y la contemplación de las ideas dio
alas a mi mente, así que supuse que en un momento me había convertido en sabio; y fui
suficientemente tonto como para creer que iba a ver inmediatamente a Dios, pues ésta es la
finalidad de la filosofía de Platón.
CAPÍTULO III.—JUSTINO NARRA CÓMO FUE SU CONVERSIÓN
”Y estando así dispuesto, con deseos de estar lleno de una gran paz y de huir del camino de
los hombres durante un tiempo, me acostumbré a ir a un campo no lejos del mar. Y cuando
estaba cerca del lugar, un día, habiéndolo alcanzado, me propuse estar conmigo mismo, y
cierto hombre anciano, cuyo aspecto no tenía nada de despreciable, sino dulce y serio, me
siguió de cerca. Y cuando paré y me volví y fijé mis ojos en él.
”Y él dijo:
”—¿Me conoces?
”Yo dije que no.
”—¿Por qué, entonces, me miras?”
”—Estoy asombrado —dije—, pues has conseguido estar en mi compañía, ya que no
esperaba ver a ningún hombre aquí.
”Y él me dijo:
”—Estoy preocupado por algunos en mi casa. Ellos se han apartado de mí: y por ello he
venido a hacer una búsqueda personal por ellos, si, quizás, aparezcan en algún lugar. Pero tú,
¿por qué estás aquí? —me dijo.
”—Me deleito —dije— en tales paseos, en los que mi atención no está distraída, pues la
conversación conmigo mismo no se interrumpe, y estos lugares son los más adecuados para el
amor al razonamiento.
”—¿Eres, entonces, un filólogo? —dijo—, pero no un amante de las acciones o de la
verdad? Y ¿no pretendes ser un hombre práctico, siendo un sofista?
”—¿Qué más grande trabajo —dije— podría yo cumplir que éste: exhibir la razón que
gobierna todas las cosas, y subiendo en ella, ver los errores de otros y sus pretensiones? Pero
sin filosofía y sin recta razón, la prudencia no estaría presente en ningún hombre. Por lo cual es
105
necesario que cada hombre filosofe y estimar esto como el más grande y honorable trabajo;
pues otras cosas son de segundo o tercer nivel de importancia, aunque claro, si se las hace
depender de la filosofía, entonces son de un valor moderado y digno de aceptación. Pero si
ellas son privadas de la filosofía, y no la acompañan, son vulgares y rudas para aquellos que las
persiguen.
”—¿La filosofía, entonces, da la felicidad? —dijo él, interrumpiendo.
”—-Sin duda —dije yo—, y sólo ella.
”—¿Qué es, entonces, la filosofía —dijo—, y qué es la felicidad? Por favor, dime, a menos
que algo te lo dificulte.
”—La filosofía —dije— es la ciencia del ser y de lo verdadero; y la felicidad es la
recompensa de tal conocimiento y sabiduría.
”—Pero, ¿a qué le llamas Dios? —dijo él.
”—A Aquello que siempre mantiene la misma naturaleza en el mismo modo, y es la causa
de todas las otras cosas. Eso, de hecho, es Dios.
Así le respondí y él me escuchó con placer. A continuación me interrogó:
”—¿No es el conocimiento un término común para diferentes asuntos? Pues en las artes de
todo tipo, el que sabe cualquiera de ellas es un hombre igualmente hábil en el arte de ser
general, de gobernar o de curar. Pero en los asuntos humanos y divinos no es así. ¿Hay, acaso,
un conocimiento que permita el entendimiento de las cosas humanas y divinas, además de su
rectitud, y luego, un encuentro minucioso con la divinidad?
”—Seguramente —dije.
”—¿Entonces, qué? ¿Es el mismo el modo por el que conocemos a Dios, que aquel por el
que conocemos la música, la aritmética, la astronomía o alguna otra rama similar?
”—De ningún modo —dije.
”—No me has contestado correctamente, entonces —dijo él—. Para algunas ramas del
saber, el conocimiento viene por el aprendizaje o por algún uso, mientras que para otras,
tenemos el conocimiento por la vista. Ahora, si uno te dijera que existe en la India un animal
con una naturaleza diferente a las otras, pero de tal y tal tipo, multiforme y variado, no podrías
conocerlo sin antes haberlo visto, pero tampoco serías competente de dar cuenta de él, a
menos que oyeras de alguien que lo hubiera visto.
”—Ciertamente no —dije.
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”—¿Cómo, entonces —dijo— deberían los filósofos juzgar correctamente sobre Dios o
decir alguna verdad, cuando no tienen ningún conocimiento de Él, de ninguna ocasión, ni lo
han escuchado?
”—Pero, padre —dije—, la divinidad no puede ser vista simplemente por los ojos, como
otras cosas vivas pueden verse, sino que es discernible sólo para la mente, como dice Platón, y
yo le creo.
CAPÍTULO IV.—EL ALMA POR SÍ MISMA NO PUEDE VER A DIOS
”—¿Existe, entonces —dijo él—, un poder tan grande en nuestra alma? O ¿puede un
hombre no percibir el ser por los sentidos? ¿Podrá el alma del hombre ver a Dios en algún
tiempo, si no es instruido por el Espíritu Santo?
”—Platón en verdad afirma —dije yo— que el ojo del alma es de tal naturaleza y ha sido
dado con el fin de que nosotros, cuando el alma es pura, veamos al mismísimo Ser que es la
causa de todo lo conocido por el alma, sin tener color, forma ni magnitud, nada, en verdad, de
lo que el ojo corporal ve. Pero es algo de tal clase, dice también Platón, que está más allá de
toda esencia, inefable e inexplicable, honorable y bueno por sí solo, y que viene de pronto a las
almas bien dispuestas, a causa de su afinidad con Él y del su deseo de verlo.
”—¿Qué afinidad —dijo él— hay entre nosotros y Dios? ¿Es el alma también divina e
inmortal y una parte de la mismísima mente regia? E incluso si ella ve a Dios, ¿es también así
alcanzable para nosotros pensar en la divinidad en nuestra alma y llegar así a ser felices?
”—Sin duda —dije yo.
”—¿Y todas las almas de los seres vivos comprenden a Dios? —preguntó—. ¿O son las
almas de los hombres de un tipo y las almas de los caballos y los burros de otro tipo?”
”—No, pero las almas que están en todos son semejantes —respondí.
”—Entonces —dijo él— ¿deberán los caballos y burros ver, o ya han visto en un punto u
otro, a Dios?
”—No —dije—, no más que la mayoría de los hombres, salvo aquellos que viven
justamente, purificados por la prudencia y todas las otras virtudes.
”—¿No es, entonces —dijo él— a causa de su afinidad que el hombre ve a Dios, ni porque
tenga un alma, sino porque es templado y justo?
”—Sí —dije— y porque tiene eso, el hombre conoce a Dios.
”—¿Acaso las cabras y ovejas hacen daño a alguien?
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”—A nadie en ningún modo —dije.
”—Entonces estos animales verán a Dios, según lo que propones —dijo él.
”—No, porque su cuerpo, siendo de tal naturaleza, es un obstáculo.
”Y repuso:
”—Si estos animales asumieran el lenguaje, ten por seguro que, con gran razón,
ridiculizarían nuestro cuerpo; pero dejemos este tema, y concedámoslo como dices. Dime, de
todos modos, esto: ¿acaso el alma ve a Dios en tanto está en el cuerpo, o después de
desprenderse del cuerpo?
”—En tanto esté en la forma de un hombre, es posible para él —dije— conseguir esto por
medio del alma; pero especialmente cuando ha sido liberada del cuerpo, y estando aparte, por
ella misma, toma posesión de aquello que era deseado continua y completamente para amarlo.
”—Y, ¿recuerda el alma esto (la visión de Dios) cuando está de nuevo en el hombre?
”—No me parece así —dije.
”—¿Cuál es, entonces, la ventaja de aquellos que han visto a Dios? O, ¿qué tiene aquél que
ha visto más que aquél que no ha visto, a menos que recuerde este hecho que ha visto?
”—No puedo decirlo —respondí.
”—Y, ¿qué sufren aquellos que son juzgados como indignos de este espectáculo (la visión
de Dios)? —dijo él.
”—Son apresados en los cuerpos de ciertas bestias salvajes y este es su castigo.
”—¿Saben ellos, entonces, que es por esta razón que están en estas formas y que han
cometido algún pecado?
”—No lo creo.
”—Entonces esto no tiene ninguna ventaja desde su castigo, como parece, además, yo diría
que ellos no son castigados a menos de que sean conscientes de su castigo.
”—Sin duda.
”—Entonces, las almas, ni ven a Dios ni migran a otros cuerpos; pues sabrían si están
castigadas, y temerían cometer incluso el pecado más trivial después. Pero que puedan conocer
que Dios existe y que la justicia y la piedad son honorables, en eso concuerdo contigo.
”—Tienes razón —le dije.
CAPÍTULO V.—EL ALMA POR SÍ MISMA NO ES INMORTAL
”—Estos filósofos no saben nada, entonces, sobre estas cosas; pues ellos no pueden decir
lo que es un alma.
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”—No parece que sea así.
”—Ni se debe decir que se pueda llamar el alma inmortal, pues si es inmortal, entonces es
engendrada de manera simple.
”—El alma es ambas: no engendrada e inmortal, de acuerdo con los llamados platonistas.
”—¿Dices que el mundo es también no engendrado?
”—Algunos dicen eso. Pero no necesito estar de acuerdo con ellos.
”—Tienes razón, pues ¿qué razón tiene uno para suponer que un cuerpo tan sólido, que
posee resistencia, es compuesto, cambia, se descompone y se regenera cada día, no ha surgido
por alguna causa? Pero si el mundo es generado, las almas necesariamente son generadas; y
quizás, en un tiempo, no existieron, pues fueron hechas para el hombre y los otros seres vivos,
si es que dirás que han sido generadas totalmente aparte y no junto con sus respectivos
cuerpos.
”—Eso parece ser correcto.
”—Entonces, ¿no son inmortales?
”—No, pues el mundo nos parece ser generado.
”—Pero, de hecho, no digo que todas las almas mueran, pues sería una parte de buena
fortuna para el mal. ¿Qué entonces? Las almas de los hombres piadosos permanecen en un
mejor lugar, mientras que las de aquellos injustos y malvados están en un lugar peor, esperando
su juicio. Así, algunos que han aparecido ser dignos de Dios nunca mueren; pero otros son
castigados en tanto que Dios quiere que existan y que sean castigados.
”—¿Es, entonces, como dices, de una naturaleza semejante a la que Platón se refiere en el
Timeo sobre el mundo, cuando dice que es sujeto de descomposición, en tanto que ha sido
creado, pero que no será destruido ni encontrará el destino de la muerte en función de la
voluntad de Dios? ¿Te parece que lo mismo se puede decir sobre el alma, y en general, de
todas las cosas? Pues aquellas cosas que existen después de Dios o deberán existir en algún
tiempo tienen la naturaleza de la descomposición y son de tal modo que pueden ser borradas o
dejar de existir; pues sólo Dios es no engendrado e incorruptible, y por tanto, Él es Dios, y
todas las cosas después de Él son creadas y corruptibles. Por esta razón las almas mueren y son
castigadas: pues si fueran no engendradas, no pecarían ni se llenarían de tonterías, ni serían
cobardes, ni de nuevo feroces, ni se transformarían voluntariamente en cerdos y serpientes y
perros, ni sería justo obligarlas si fueran no generadas. Pues lo que es no generado es similar a,
igual a y lo mismo que aquello que es no generado; y ni en poder ni en honor debería ser
preferido uno que otro, y por tanto, no hay muchas cosas que sean no generadas; pues si
hubiera alguna diferencia entre ellas, no descubrirías la causa de la diferencia aunque buscaras
por ella, sino hasta dejar la mente vagar hacia el infinito, al final, cansado, llegarías al Uno no
generado, y dirías que es la Causa de todas las cosas. ¿Escapó esto a las observaciones de
Platón y de Pitágoras, hombres sabios, quienes han sido como un muro y una fortaleza para
nosotros?
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CAPÍTULO VI.— ESTAS COSAS ERAN DESCONOCIDAS PARA PLATÓN Y
OTROS FILÓSOFOS
”—No me importa —dijo él— si Platón o Pitágoras, o en suma, cualquier otro hombre,
tuvo estas opiniones. Pues la verdad es tal, y lo sabrás de esto. El alma seguramente es o tiene
vida. Si, entonces, es vida, causaría que otra cosa viviera y no ella misma, pues el movimiento
mueve a otra cosa y no a sí mismo. Ahora, que el alma vive, nadie lo niega. Pero si vive, vive
no como siendo la vida misma, sino como algo que participa de la vida. Pero lo que participa
de cualquier cosa, es diferente de aquello de lo que participa. Ahora bien, el alma participa de la
vida, pues Dios desea que viva. Entonces, el alma no participará de la vida si Dios no desea
que viva. Pues la vida no es su atributo, pues lo es de Dios, pero como un hombre no vive para
siempre, ni el alma está para siempre unida a un cuerpo, pues, cuando esta armonía se debe
romper, el alma deja el cuerpo y el hombre no existe más; incluso cuando el alma deja de
existir, el espíritu de vida es removido de él y no hay más alma, sino que regresa al lugar de
donde fue tomada.
CAPÍTULO VII.—EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD DEBE SER
TOMADO SÓLO DE LOS PROFETAS
”—¿A qué maestro debemos recurrir —dije— y en quién encontrar ayuda, si incluso esos
hombres no tienen la verdad?
”—Existieron, mucho antes de ahora, ciertos hombres más antiguos que todos los
estimados filósofos, a la vez, justos y amados por Dios, por quienes habló el Espíritu Divino, y
predijo eventos que tomarían lugar y que ahora tienen lugar. Esos hombres se llamaban
profetas. Sólo ellos vieron y anunciaron la verdad a los hombres, sin reverenciar ni temer a
hombre alguno, sin estar influidos por el deseo de gloria, sino sólo hablando de las cosas que
vieron y escucharon, estando llenos del Espíritu Santo. Sus escrituras aún existen, y el que las
ha leído es ayudado en su conocimiento del principio y el fin de las cosas, y de aquellos asuntos
que el filósofo debe saber, teniendo en cuenta que las ha creído.
”Pues ellos no usaron demostración en sus tratados, viendo que eran testigos de la verdad
que está por encima de toda demostración y es digna de ser creída; y esos eventos han
sucedido y aquellos que están sucediendo, te obligan a asentir las afirmaciones dichas por ellos,
aunque, sin duda, fueron creídos en función de los milagros que hacían, pues glorificaban
mucho al creador, a Dios, Padre de todas las cosas, y proclamaban a su Hijo, el Cristo, enviado
por Él.
”Esto, los falsos profetas, que están llenos de un espíritu inmundo y mentiroso, no lo han
hecho, al contrario, han tenido la audacia de hacer cosas maravillosas para asombrar a los
hombres y glorificar a los espíritus y demonios del error. Pero, oremos, sobre todas las cosas,
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para que las puertas de la luz te sean abiertas pues estas cosas no pueden ser conocidas ni
comprendidas completamente, sino sólo por el hombre a quien Dios y su Cristo le han dado
sabiduría.
CAPÍTULO VIII.— JUSTINO, POR SU COLOQUIO, ESTÁ ENCENDIDO DE
AMOR A CRISTO
”Apenas dijo estas y otras cosas que ahora no conviene mencionar, el hombre se alejó
prometiéndome profundizarlas. No lo he vuelto a ver. Pero inmediatamente una llama se
encendió en mi corazón; y un amor por los profetas y por aquellos hombres que son amigos de
Cristo me poseyó; y mientras repasaba sus palabras en mi mente, encontré que sólo esta
filosofía era segura y útil. Entonces, por esta razón, soy filósofo. Además, desearía que todos
hicieran una resolución como la mía y no se quedaran lejos de las palabras del Salvador.
”Pues ellas poseen un poder inmenso en ellas mismas y son suficientes para inspirar a
aquellos que se alejan del camino de la rectitud con temor; mientras que el dulce resto es dado
a aquellos que hacen una práctica diligente de ellas. Si, entonces, tú tienes alguna preocupación
por ti mismo, y si estás buscando deseoso la salvación, y si crees en Dios, puedes —pues no
eres indiferente al asunto— conocer al Cristo de Dios, y después de ser iniciado, vivir una vida
feliz.
Cuando dije esto, mis estimados amigos, los que estaban con Trifón, se rieron; pero él,
sonriendo, dijo:
—Apruebo tus otras observaciones y admiro el afán con el que estudias las cosas divinas;
pero sería mejor para ti seguir con la filosofía de Platón, o de algún otro hombre cultivando la
constancia, el autocontrol y la moderación, más que ser engañado por falsas palabras y seguir
las opiniones de hombres sin reputación. Pues si continúas en ese modo de filosofía, y vives
sin culpa, una esperanza de un mejor destino te queda. Pero si has abandonado a Dios y has
puesto la confianza en los hombres, ¿qué seguridad te queda? Si, entonces, estás dispuesto a
escucharme (pues ya te considero un amigo), primero hazte la circuncisión, y luego, observa
qué mandamientos se han hecho respecto del Shabbat y las fiestas y las lunas nuevas de Dios;
y, en una palabra, haz todas las cosas escritas en la ley: y quizás obtendrás la misericordia de
Dios. Pero el Cristo —si en verdad nació y existe en alguna parte— es desconocido e incluso
no se conoce a sí mismo y no tiene poder hasta que Elías venga a ungirlo y hacerlo manifiesto
a todos. Y ustedes, habiendo aceptado una historia sin fundamentos, se inventan un Cristo
para ustedes, y por esta causa están muriendo desconsideradamente.
111
IV. LA MADURACIÓN DEL
CRISTIANISMO
112
SAN AGUSTÍN
CONFESIONES
(SELECCIÓN)
113
INTRODUCCIÓN
Pocos teólogos han tenido una influencia tan extensa como Agustín de Hipona (354 – 430
d. C.). Incluso pensadores contemporáneos no cristianos han recibido el influjo de la filosofía
agustiniana. Para la tradición medieval, san Agustín se convirtió en una de las autoridades
centrales en temas de teología. Sus obras fueron una referencia inevitable en las discusiones
teológicas posteriores a él.
Las Confesiones es una de las obras más leídas de la historia, incluso por personas no
cristianas. Esto porque se considera una de las primeras autobiografías disponibles, además de
ser uno de los pocos accesos a la filosofía neoplatónica. Los especialistas advierten, sin
embargo, que hay que tomar varias precauciones al aproximarse al pensamiento agustiniano en
las Confesiones.
La primera precaución consiste en saber que las Confesiones no son una narración exhaustiva
de la vida de san Agustín. La finalidad de la narrativa agustiniana no es relatar la totalidad de
sus vivencias, sino su búsqueda de Dios.
El lector también debe estar prevenido acerca de la formación retórica de Agustín. La obra
no sigue un orden del todo lógico. Podrá sorprender, por ejemplo, la diversidad de temas que
se desarrollan en una obra supuestamente autobiográfica. Ejemplo de ello es la caracterización
del tiempo en el libro XI. Por otro lado, también hay temas que podrían considerarse ajenos a
una obra teológica. Tal es el caso de la ruptura amorosa narrada en el libro VI.
Estos aparentes desatinos deben interpretarse a la luz de una tesis central y en la que el
santo de Hipona es pionero: la interioridad como el acceso a lo divino. La narrativa de las
Confesiones adquiere un tono cada vez más espiritual. Entonces se aprecia la estrategia
argumentativa de Agustín. Lo que busca mostrar es el deseo del alma de alcanzar la
trascendencia y superar los límites materiales.
Este énfasis en la interioridad es una de las interpretaciones más novedosas del cristianismo
y una de las manifestaciones más claras de cómo la filosofía puede colaborar con la fe. La
influencia neoplatónica se ve en la interpretación de la narrativa interior como la búsqueda de
trascendencia.
La filosofía agustiniana resultó determinante para el espíritu medieval. No sólo por la
autoridad intelectual con la que fue investida, sino también por dar forma a la argumentación
teológica y la exégesis bíblica. Esta actitud frente a posturas distintas al cristianismo no es de
rechazo absoluto, como podría pensarse. Más bien consiste esencialmente en el diálogo y el
intento de conciliación.
114
I, 6
Permitid, Señor, que no obstante ser yo polvo y ceniza, hable delante de vuestra
misericordia. Permitidme hablar, Señor, pues a vuestra misericordia hablo y no a los hombres,
que harían burla y se reirían de mí. Y si acaso os riereis Vos también, estoy muy cierto de que
lo convertirías en provecho mío, volviendo a tener misericordia de mí.
Pero ¿qué es lo que yo intento deciros, Dios y Señor mío, sino que ignoro de dónde haya
venido a esta vida, que no sé si la llame vida mortal o muerte vital? Aquí estaban ya para
recibirme los consuelos y favores de vuestra misericordia, según oí de los padres que me
engendraron y de quien hicisteis que yo naciera, porque a mí no me ha quedado especie alguna
de lo que entonces pasó. Recibiéronme, pues, los consuelos y favores que me previno vuestra
misericordia, proveyéndome y surtiéndome de la leche que había de mamar y necesitaba para
mi sustento. Porque ni mi madre ni las amas que me criaban se llenaban los pechos a sí
mismas, sino que Vos, Dios mío, erais quien se los llenaba, ministrándome por medio de ellas
el alimento propio de mi infancia, según las determinaciones de vuestra providencia, que surte
abundantísimamente de cuanto es necesario a todas las criaturas.
También era don vuestro el que yo no quisiese más que aquello que me dabais; y que las
amas que me criaban quisiesen también darme lo que para mí les dabais: como efectivamente
lo hacían, dándome con mucho afecto y amor bien ordenado lo que habían recibido de Vos
con abundancia. Porque era bueno y conveniente para ellas darme aquel mismo bien que de
ellas recibía; aunque, a la verdad, no de ellas sino de Vos me venía aquel bien por ministerio de
ellas: porque todos los bienes, sean corporales o espirituales, vienen siempre de Vos, Dios y
Señor mío, de quien depende toda la salud y felicidad de mi cuerpo y alma: como lo advertí
después, reflexionando la multitud de beneficios que interior y exteriormente me habéis hecho,
que son tantas voces que me habéis dado para que lo reconozca. Mas por entonces lo que yo
sabía era mamar, y entretenerme con las cosas que me eran agradables; y llorar y disgustarme
con las que me eran incómodas y molestas: esto era lo que sabía, y nada más.
Después también comencé a reír: primeramente mientras estaba dormido, y después
también reía estando despierto. Así me han contado, y yo lo he creído, porque lo mismo
vemos en los otros niños; pues yo no me acuerdo de estas cosas.
Poco a poco iba también conociendo dónde estaba, y procuraba manifestar mi voluntad y
deseos a los que podían cumplírmelos; pero no podía manifestárselos bien, porque mis deseos
estaban dentro de mí, y aquellas personas estaban fuera; y por ninguno de sus sentidos podían
recibir ni penetrar el interior de mi alma. Por eso me agitaba, daba voces, y hacía aquellas pocas
señas y ademanes que podía, para significar mis deseos interiores; a los cuales no se parecían ni
eran bastante semejantes mis ademanes y acciones. Y cuando no me daban los gustos que
pedía, o por no haberme entendido, o porque no me hiciese daño, me indignaba con mis
mayores porque no me obedecían, y con las personas libres porque no se me sujetaban y
115
servían, y me vengaba de todos con llorar. Lo mismo he visto que hacen todos los niños que
yo he podido observar: y que yo fui también como ellos, mejor me lo han dado a entender los
mismos niños que lo ignoran, que los que me criaron, que lo saben.
Pues he aquí que mi infancia murió hace ya mucho tiempo y, no obstante, yo todavía estoy
vivo; pero Vos, Señor, sois el único que siempre vive y en quien nada muere, porque vuestro
ser es antes del principio de los siglos, y antes de todo cuanto se puede decir antes. Vos sois el
Dios y Señor de todo lo que criaseis, en Vos están permanentes e inmutables las causas y
principios de todas las cosas mudables y transitorias; en Vos viven inalterables y eternas las
ideas y razones de todas las criaturas temporales y destituidas de razón.
Yo os confieso y alabo, soberano Señor del cielo y de la tierra, por aquellos primeros
principios de mi vida y de mi infancia, de que no me acuerdo: lo cual quisisteis que los
hombres lo infiriesen y conjeturasen de lo que ven y experimentan que sucede a los otros, y
creyesen muchas cosas de sí mismos, solamente por la autoridad de aquellas mujeres que los
asistieron en aquella edad.
Yo entonces verdaderamente ya tenía algún ser, y también tenía vida; y al írseme acabando
aquella edad de mi infancia, buscaba indicios y señas con que darme a entender a otros, y
hacerles conocer mis pensamientos y deseos. ¿Quién sino Vos, Dios mío, había de ser el autor
de una tal criatura? ¿Por ventura puede alguno ser la causa o artífice de sí mismo?, ¿o hay algún
otro conducto por donde se nos comunique el ser y la vida fuera de Vos, que nos hacéis y
formáis, y en quien el ser y el vivir no son dos cosas realmente distintas, sino que Vos mismo
sois la suma vida y el sumo ser?
Sumo sois, y no sois capaz de mutación; ni este día, que para nosotros pasa y se hace
sucesivamente, pasa también para Vos, no obstante que él está en Vos, donde están todas las
cosas, porque no tuvieran camino alguno por donde ir pasando si no estuvieran contenidas en
Vos. Como vuestros años no pasan ni se acaban, por eso todos ellos no son más que un día presente
siempre continuo. ¿Cuánta multitud de días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por
ese vuestro día siempre presente, y de él tomaron su modo de existir, y efectivamente
existieron a su modo, y todavía han de pasar por él otros muchos que tomarán de él su modo
de ser sucesivamente, y existirán y serán según su modo?
Pero Vos, Señor, siempre sois el mismo; y todas las cosas que han de ser mañana y en los
demás días adelante, y todas las que fueron ayer y en los demás días antecedentes, en
ese hoy vuestro las haréis, y en ese hoy las habéis hecho.
¿Qué importará si alguno no entendiere esto que digo? Alégrese él, no obstante, y exclame
diciendo: ¡Qué misterio tan grande será ése! Alégrese, vuelvo a decir, aunque no lo entienda bien; y
quiera más hallaros sin entenderlo, que entenderlo sin hallaros.
I, 13
116
Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y
no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aun ahora no he podido acabar de averiguar
el motivo.
Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que
podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman
gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y
contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.
Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida,
por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es como un soplo de
aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor
y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora,
ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a
que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas
olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas
se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me
daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida.
¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no
tenía lástima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su
grande amor a Eneas, no llorando mi propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío,
luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la
capacidad de mi entendimiento?
No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas
partes oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese
apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera
en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.
No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mató a sí
misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos,
y portándome como terreno en tener puesta mi afición en cosas de la tierra. Y estaba tan
aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría
mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes
locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras; y su
estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.
Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad
diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera. Porque a la
verdad yo más quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y las demás
historietas a este modo, que el escribir y leer.
Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o
cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fábulas ocultan, cuanto
para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.
117
No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra
presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las
erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el
camino de vuestras santas leyes y preceptos.
No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y
reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a
Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que
saben algo más, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe
el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y
conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados
por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les
preguntara cuál sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u
olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no
estuviese olvidado enteramente de sí mismo?
Luego siendo un muchacho hacía yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas
cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba
mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mi repugnancia a los primeros
principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo
mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un pasaje
muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y
la sombra de Creúsa.
I, 14
Pues ¿cómo aborrecía yo también la gramática griega, que enseña estas y semejantes
fábulas?, porque Homero verdaderamente es destrísimo en tejer estas ficciones, y es
dulcísimamente vano; y no obstante, era bien amargo para mí cuando muchacho. Yo creo que
lo mismo les sucederá respecto de Virgilio a los muchachos griegos de nacimiento cuando los
obliguen a aprenderle, como a mí me obligaban a aprender a Homero.
Esto debía consistir en que la gran dificultad que generalmente hay en aprender una lengua
extraña servía de amarga hiel con que se rociaban todas las dulzuras que yo hallaba en la
narración de las fábulas griegas. Pues cuando aún no sabía palabra de aquel idioma, me
obligaban con terribles amenazas y crueles castigos a que le aprendiera.
Es verdad que también durante algún tiempo de mi infancia estuve sin saber palabra alguna
de la lengua latina; y con todo eso solamente de oírla hablar la aprendí (sin que me hostigasen
con miedos ni tormentos), entre los halagos y caricias de las amas, y entre las chanzas y juegos
de los que me entretenían o se divertían conmigo. Pero si la aprendí, sin que ninguno me
estimulase con castigos ni amenazas, fue porque mi mismo corazón me obligaba a que
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manifestase sus interiores afectos; lo que no pudiera hacer si no hubiera aprendido algunas
palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban en mi presencia, en cuyos
oídos procuraba yo también ir pariendo a mi modo mis conceptos. De donde se infiere que
para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia.
Pero ya conozco, Dios mío, que es voluntad vuestra serviros de este freno para reprimir el
exceso de aquella curiosidad, siendo éste uno de los efectos de vuestras leyes y
determinaciones, que comprenden y abrazan todas las edades de los hombres, desde las
palmetas que sufren los niños de mano de sus maestros, hasta las torturas que padecen de los
tiranos los mártires; y de este modo vuestras divinas leyes nos hacen volver a Vos, porque van
mezclando saludables amarguras en los mismos deleites ponzoñosos que nos habían apartado
de Vos.
I, 17
Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los
desatinos en que lo ejercitaba.
Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante
desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a
que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues,
por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía
impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno
las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos
en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más
alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos de ira y
sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que
había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna
las sentencias.
Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir
lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y
condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor
en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de
que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi
corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a
ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno
solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.
IV, 2
119
Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y
dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien
sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente
se llaman buenos, a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no
para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez
al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino
tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los
que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.
En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio,
sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba
también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor
conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el
cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de
nacido los obliga a que le tengan amor.
También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición
pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que
él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí
que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e
inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus
sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que
hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien
conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella
maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros
sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no
es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de
los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo
así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa
es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y
diversión con nuestros errores?
V, 3
Quiero hablar en presencia de mi Dios acerca de aquel año, que fue el veintinueve de mi
edad. Ya había venido a Cartago cierto obispo de los maniqueos, que se llamaba Fausto, gran
lazo del demonio, en que muchos se enredaban y caían engañados con la suavidad de sus
palabras. Yo también alababa su elocuencia, pero distinguía entre el modo de decir y la verdad
de las cosas que se dicen, la cual buscaba yo y deseaba aprender ansiosamente; y así más
atendía a ver qué manjar de ciencia me ofrecía para mi sustento aquel Fausto, tan famoso entre
ellos, que no al plato de palabras hermosas en que la proponía. Antes de verle y oírle sabía yo
120
que tenía fama de hombre muy instruido en todas las ciencias, y docto perfectamente en las
artes liberales. Y como yo había leído muchas obras de filósofos, y las conservaba en la
memoria, comparaba alguna de sus doctrinas y sentencias con las grandes y largas fábulas de
los maniqueos, y me parecían mucho más probables las cosas que enseñaron aquellos
filósofos, cuyo ingenio y estudio bastó para averiguar muchas cosas de este mundo, aunque no llegaron a
conocer al Autor de él, porque siendo Vos tan grande, miráis desde cerca a los humildes y os alejáis de los
espíritus que conocéis excelsos y orgullosos. Así no os acercáis sino a los que tienen un corazón
contrito, ni permitís que os hallen los sabios, aunque haya llegado a tanto su curiosidad y
ciencia, que sepan el número de las estrellas del cielo y de las arenas del mar, o tengan medidas
las regiones celestiales y averiguado el curso de los astros.
Con el entendimiento e ingenio que Vos les concedisteis investigaron todas estas cosas y
hallaron la verdad en muchas de ellas; también llegaron a anunciar los eclipses del Sol y de la
Luna muchos años antes que sucediesen, y en qué día y en qué hora habían de suceder, y
cuánta parte de ellos se habían de eclipsar. Y les salió tan verdadero su cómputo, que sucedió
del mismo modo que lo habían pronosticado. Además de esto inventaron y dejaron reglas
seguras que hoy día se leen y sirven, y con ellas se pronostica en qué año, en qué mes del año,
en qué día del mes, en qué hora del día y en cuánta parte de su luz se ha de eclipsar la Luna o el
Sol, y vendría a suceder infaliblemente como lo han pronosticado.
Los hombres que no saben estas reglas se admiran y se pasman; los que las saben se alegran
y se envanecen, y con esta impía soberbia se apartan de Vos y padecen la falta de vuestra luz, y
viendo tanto antes el defecto del Sol, que es futuro, no ven su defecto, que está presente,
porque no indagan piadosa y cristianamente el origen de donde les ha venido aquel ingenio
capaz de hacer estas investigaciones. Dado caso que descubran y hallen que Vos sois quien les
ha hecho y creado, no se entregan a Vos para que conservéis lo mismo que habéis hecho, ni
sacrifican en honra vuestra lo que ellos han hecho en sí mismos, degollando en lugar de aves
sus altanerías, que los elevan hasta las nubes; matando sus vanas curiosidades, que como los
peces penetran los senos más ocultos del abismo; y haciendo morir a sus sensualidades y
lujurias en lugar de las fieras y animales del campo, para que Vos, Dios mío, que sois un fuego
consumidor, abraséis todos estos afectos y cuidados mortíferos, dándoles un nuevo ser y vida
inmortal.
Pero ellos no dieron con el camino que lleva a este conocimiento, pues no conocieron a
vuestro Verbo eterno, por el cual hicisteis las estrellas y demás criaturas que ellos cuentan y
numeran, y a los mismos que las cuentan, y a los sentidos con que miran las mismas cosas que
cuentan, y al entendimiento con que ajustan esta cuenta, porque no hay cuenta ni número de vuestra
infinita sabiduría. Pero ese vuestro Unigénito se hizo Él mismo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra
santificación y quiso ser contado y entrar en el número de los hombres, y como tal pagó tributo al César.
No atinaron aquellos filósofos con este camino, por el cual bajasen desde sí mismos hasta
llegar a Él, y por Él mismo humanado, subiesen a conocerle creador de todo. No conocieron
este camino: por eso piensan que son tan sublimes y resplandecientes como las estrellas, y esto
los hizo caer precipitadamente en tierra, y su necio corazón se oscureció y quedó sin luz alguna. Ellos
121
dicen de las criaturas muchas cosas verdaderas; pero como no buscan con veneración piadosa
la verdad, que es el artífice de las criaturas, por eso no la hallan, conociendo que es el
verdadero Dios, no le honran y glorifican como a Dios, ni le dan gracias por sus obras; antes se desvanecen
en sus pensamientos y dicen que son sabios. Se atribuyen a sí mismos los que son dones vuestros, al
mismo tiempo que con ceguedad perversa os quieren atribuir las que son obras suyas, esto es,
apropiando a vuestra naturaleza mentiras y falsedades, siendo Vos la verdad por esencia, y
trasladando la gloria y honra debida a un Dios incorruptible a la semejanza e imagen de los
hombres corruptibles, y de las aves, de los cuadrúpedos y de las serpientes, de modo que toda
vuestra verdad la truecan en mentira, dando a las criaturas la adoración y el culto en lugar de
tributárselo al Creador.
No obstante, yo conservaba en mi memoria muchas cosas verdaderas que ellos dijeron de
las criaturas y la cuenta y razón que ellos enseñaron por los números y orden de los tiempos
me salía puntual y conforme a los visibles testimonios de los astros; pero comparando esto con
la doctrina de Maniqueo, que sobre éstas escribió muchísimos delirios y extravagancias, no
hallaba de ningún modo cómputo ni razón de los solsticios, ni de los equinoccios, ni de los
eclipses de Sol y Luna, ni de otras cosas semejantes que yo había aprendido en los libros de la
sabiduría de este universo. A pesar de eso se me mandaba que creyese todo aquello, lo cual no
venía bien con las otras reglas y razones que tenía yo muy averiguadas por los cálculos y
números, y por lo que veía con mis ojos; antes era muy diferente uno de otro.
VI, 6
Ardía mi alma en deseos de honores, de riquezas y de matrimonio, y Vos, Señor, os
burlabais de mis ansias y proyectos. Padecía en semejantes deseos amarguísimos trabajos,
siéndome Vos en esto tanto más propicio y favorable, cuanto menos permitíais que hallase
dulzura en todo lo que no erais Vos. Ved cómo os manifiesto todo mi corazón, pues habéis
querido, Señor, que me acuerde de todos estos beneficios y os rinda gracias por ellos. Haced
que de aquí en adelante esté mi alma unida a Vos, que la desembarazasteis de aquella tan tenaz
y pegajosa liga de la muerte.
¡Qué infeliz era aquel estado de mi alma, cuando Vos teníais que punzarla en lo más
delicado y sensible de sus llagas, para que dejadas todas las cosas se convirtiese a Vos, que sois
sobre todas ellas, y convirtiéndose a Vos lograse su sanidad! ¡Qué miserable era yo entonces y
de qué modo hicisteis que conociese mi miseria! Llegó el día en que habiéndome preparado
para decir en alabanza y presencia del emperador un panegírico, en el cual había de mezclar
mentiras y lisonjas con que merecer el aplauso y favor de los mismos que sabían la falsedad de
mis elogios, en aquel día, pues, en que mi corazón no respiraba sino estos cuidados, abrasado
en los ardores de varios pensamientos que le angustiaban, pasando por una calle de Milán, eché
de ver a un pobre mendigo, que después de bien harto, según creo, estaba retozando y
122
alegrándose. Esta ocasión me hizo suspirar y decir a los amigos que me acompañaban muchos
sentimientos y quejas de nuestras locuras, pues con todos nuestros estudios y conatos, cuáles
eran los que entonces me afligían, estimulándome con los acicates de mis codicias y ambiciones
a traer sobre mí la pesada carga de mi infelicidad, y haciéndola más pesada sólo con traerla, no
pretendía otra cosa ni aspiraba a otro fin que llegar a conseguir una alegre tranquilidad, adonde
había llegado antes que nosotros aquel pobre mendigo, y acaso no llegaríamos jamás a
conseguirla. Porque la alegría de una felicidad temporal, que aquel pobre había alcanzado ya
con unos pocos dineros que le habían dado de limosna, esa misma era la que yo anhelaba y la
que buscaba por tan penosos caminos y trabajosos rodeos. Es cierto que la alegría que aquel
pobre gozaba no es la verdadera alegría, pero mucho más falsa era la que yo buscaba por los
medios que me sugería mi ambición, y a lo menos aquel pobre estaba alegre y yo angustiado, él
estaba seguro y yo temeroso.
Ahora bien, si alguno me pregunta qué querría más, estar con alegría o estar con temor,
respondería sin duda que más querría estar alegre. Y si me volviera a preguntar si quería más
ser tal como era aquél o ser tal como me hallaba entonces, escogiera primero ser lo que yo era,
aunque tan lleno de cuidados y temores; pero esta elección la haría mi perversidad, no la recta
razón fundada en la verdad. Porque el ser yo más sabio que él no era la razón que me debía
mover para anteponer mi estado al suyo, supuesto que de mi ciencia no sacaba yo gozo ni
alegría, sino que me valía de ella para agradar a los hombres, no con el fin de instruirlos, sino
solamente con el designio de agradarles. Por eso Vos, Dios mío, con el báculo de vuestra
corrección y enseñanza quebrantabais los huesos de mi dureza.
Nadie diga, pues, que hay mucha diferencia en los motivos y causas que tiene un hombre
para su alegría, pues que si aquel mendigo se alegraba con su embriaguez, yo deseaba alegrarme
con aplauso y gloria. Porque ¿con qué gloria, Señor, había de alegrarme, siendo una gloria que
no estaba en Vos? Que si la alegría de aquel pobre no era verdadera, tampoco era verdadera
gloria la que yo buscaba y que entorpecía y trastornaba mi razón, más que al otro su
embriaguez. Además en aquella misma noche había de digerir aquel mendigo el vino con que
se había embriagado, pero yo había ya muchos días que dormía y me levantaba con mi
embriaguez, y había de proseguir durmiendo y volviéndome a levantar muchos días sin
desecharla.
Es verdad que debe considerarse la diferencia que hay entre los motivos y causas de la
alegría; bien lo conozco, y lo sé, que la alegría que nace de la esperanza cristiana es mayor
incomparablemente que la que provenía de aquella vanagloria. Aun bajo este concepto, entre
mí y el pobre había una distancia y diferencia muy grande, conviene a saber, que él era
actualmente más feliz que yo, no sólo porque estaba rebosando alegría, al mismo tiempo que
yo estaba lleno de cuidados que me arrancaban las entrañas, sino también porque él con
buenas palabras había adquirido el vino y yo con mentiras buscaba mi vanagloria.
Estas y otras muchas cosas semejantes dije entonces a mis amigos, y en tales reflexiones que
hacía con frecuencia consideraba cuál era mi estado y cuán mal me hallaba; y en medio del
sentimiento y tristeza que me causaba esto, duplicaba mi mal de tal modo, que si me sucedía
123
alguna cosa favorable, tenía repugnancia a aprovecharme de ella, porque, casi antes de asirla, se
me iba de las manos y volaba.
VI, 7
Sentíamos y llorábamos estas cosas todos los que vivíamos junta y amigablemente, pero en
especial, y con grandísima familiaridad y confianza, las trataba con Alipio y Nebridio, el
primero de los cuales era como yo, natural de Tagaste, de las más nobles y primeras familias de
aquel pueblo, si bien era más joven, pues había sido mi discípulo cuando comencé a enseñar en
dicha ciudad, y luego después en Cartago. Éste me amaba mucho, porque me tenía por
hombre de bien y docto; e igualmente amábale yo por su bella índole y gran muestra que daba
de virtud, que aun en sus pocos años se descubría. Pero la impetuosa corriente de las
costumbres de los cartagineses, aficionadísimos a vanos espectáculos, le había sumergido y
llevado a la locura de los juegos circenses. Al mismo tiempo que él andaba miserablemente
envuelto y agitado de estas olas, enseñaba yo la retórica en las escuelas públicas de la ciudad,
pero él todavía no estudiaba conmigo entonces, ni me tenía por maestro, a causa de cierto
disgusto que entre su padre y yo se había suscitado.
La noticia que yo tenía de su funesta pasión por aquellos juegos me afligía gravemente, por
parecerme que estaban para perderse o ya podían darse por perdidas las grandes esperanzas
que de él se tenían. Mas no tenía yo proporción alguna para amonestarle con la satisfacción de
amigo, ni para apartarle de aquellos juegos con alguna reprensión, usando con él de la
autoridad de maestro, porque yo juzgaba que en orden a mí estaría en la misma disposición que
su padre, y a la verdad no era así. En efecto, posponiendo él la voluntad de su padre, en cuanto
al resentimiento que había entre los dos, me había comenzado a saludar y a venir a mi aula,
donde estaba un rato oyendo lo que yo explicaba y luego se iba.
Se me había olvidado en todas estas ocasiones el tratar con él lo que tenía pensado, para que
su pasión ciega y violenta por aquellos vanos e inútiles juegos no apagase las luces de tan buen
ingenio. Pero Vos, Señor, que con altísima providencia gobernáis todas las cosas que habéis
creado, no os olvidasteis de Alipio, a quien habíais destinado para que fuese pastor de vuestros
hijos y ministro que les dispensase vuestros Sacramentos; y para que su corrección se
atribuyese a Vos solamente, la obrasteis por medio de mí, pero sin saberlo ni advertirlo yo.
Porque un día, estando yo en mi escuela, sentado en el lugar que acostumbraba y delante de
mis discípulos, vino Alipio, me saludó, tomó asiento y se puso a atender a las cosas que yo
estaba tratando. Por casualidad tenía cierta lección entre manos que, para declararla de modo
que su explicación se hiciese más perceptible y gustosa, me pareció que era oportuno traer la
similitud y ejemplo de lo que sucedía en los juegos del circo, haciendo burla y como satirizando
a los que se dejaban cautivar de semejante locura. Bien sabéis Vos, Dios y Señor Nuestro, que
por entonces no pensaba yo en sanar a Alipio de aquella contagiosa enfermedad, mas él tomó
para sí lo que yo dije y creyó que solamente lo había dicho por él. Y lo que hubiera sido para
124
otro causa de enojarse conmigo, aquel prudente mancebo lo tomó por motivo para enojarse
contra sí y para encenderse en amor vivo, verificándose lo que mucho tiempo antes habíais
dicho e insertado en vuestras Sagradas Escrituras: Reprende al sabio y él te amará. Y
ciertamente que no era yo quien le había reprendido, sino que Vos, Dios mío, que usáis de
todos los hombres como de instrumentos, ya con advertencia suya, ya sin ella, con aquel justo
orden que Vos sólo conocéis, formasteis de mi corazón y lengua carbones encendidos con que
cauterizar la podrida llaga que aquel joven de tan buenas esperanzas tenía en el ánimo para
sanarle con aquel cauterio.
Solamente podrá callar vuestras alabanzas quien no considere vuestras misericordias; las
cuales me obligan a que yo os confiese y alabe con lo más íntimo de mi corazón, acordándome
de que al instante que él acabó de oír aquellas palabras, salió de aquella hoya profunda en que
voluntariamente se había hundido y en que perseveraba ciego con aquel miserable deleite; y
sacudiendo su ánimo con una fuerte templanza, saltaron fuera de él todas las manchas y lodos
de aquellos juegos del circo, y no volvió jamás ni se acercó a ellos. Además de esto, venció la
repugnancia que había en su padre para que yo fuese su maestro; y al fin, el padre cedió y se lo
concedió. Volviendo a ser mi discípulo por segunda vez, se hizo también compañero y
participante de mi superstición, amando él en los maniqueos aquella continencia que
aparentaban y que creía legítima y verdadera. Pero ella era fingida y engañosa, acomodada sólo
a cautivar almas sencillas y preciosas, que no sabiendo todavía llegar a lo profundo e interior de
la virtud verdadera, son fáciles de engañar con el buen exterior de la virtud fingida y aparente.
VI, 8
Continuando Alipio la carrera regular de los estudios, que sus padres le habían encargado
mucho que siguiese, antes que yo se fue a Roma, para aprender allí el derecho, donde se dejó
arrebatar increíblemente de una extraordinaria afición y ansia de asistir al espectáculo de los
gladiadores.
Porque siendo así que él aborrecía tales espectáculos y le horrorizaban, encontrándose un
día de los que estaban dedicados a tan crueles como funestos juegos con unos amigos y
condiscípulos suyos, que venían de comer, con una amigable y familiar violencia le llevaron al
anfiteatro, no obstante que él lo rehusó y resistió fuertemente, y que les iba diciendo: Aunque a
mi cuerpo le llevéis por fuerza a ese lugar y le coloquéis en él, ¿por ventura podréis obligar a
mis ojos ni a mi alma a que atienda y mire tan bárbaros espectáculos? Por lo cual yo estaré allí
como si no estuviera, y de este modo triunfaré de vosotros y de tales espectáculos. Mas ellos,
aunque oyeron esto, no desistieron de su empresa y le llevaron consigo, acaso deseando
experimentar si podía cumplir lo que había dicho.
Habiendo llegado allá y tomado los asientos que pudieron, en todo aquel gran concurso no
se veía otra cosa que deleites crudelísimos. Cerrando Alipio las puertas de sus ojos, estorbó que
su alma saliese a ver tantos males, ¡y ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos!
125
Porque en un lance de aquella lucha fue tan grande el clamor de todo el pueblo, que movido
fuertemente de aquellas voces y vencido de la curiosidad (pareciéndole que estaba prevenido
interiormente para despreciarlo, fuese ello lo que fuese, y quedar victorioso), abrió los ojos y
recibió mayor herida en su alma que el otro a quien deseaba ver había recibido en el cuerpo.
Así cayó él más lastimosa y miserablemente que el otro a quien quiso ver, cuya caída ocasionó
aquella gritería, que entrándole por los oídos, le hizo abrir los ojos, para que su ánimo, que
entonces era aún más presuntuoso que fuerte, fuese herido y derribado, y conociese que tanto
era más flaco, cuanto más había presumido de sí mismo, debiendo solamente confiar en Vos.
Porque luego que vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la crueldad, pues no los
apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo
se iba deleitando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan sangriento deleite.
Ya no era verdaderamente el mismo que había venido, sino uno de los muchos que allí
estaban y con quienes se había mezclado, y verdadero compañero de aquéllos que por fuerza le
habían atraído. Pero ¿qué hay que decir más? Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó consigo la
loca afición que le estimulase a volver, no sólo igualando en esta afición a los otros que le
habían llevado a él, sino aventajándose a ellos y llevando también a otros.
Pero Vos, Señor, con vuestra mano omnipotente y misericordiosa le sacasteis también de
aquel abismo y le enseñasteis a que no presumiese ni confiase de sí mismo, sino de Vos
solamente, aunque esto fue mucho después.
VI, 9
Todo este suceso se conservó en su memoria para que más adelante le sirviese de medicina,
como también el otro lance, que siendo estudiante todavía y discípulo mío, le sucedió en
Cartago, pues estando él al mediodía en la plaza repasando la lección que había de dar después,
como se acostumbra para ejercitar a los estudiantes, Vos, Señor, permitisteis que los guardas de
dicha plaza lo prendiesen como ladrón. Lo cual, Dios y Señor nuestro, no me persuado que lo
permitisteis por otra causa o motivo sino a fin de que aquél que había de ser tan grande
hombre comenzase a aprender desde entonces cuán necesaria es una madura consideración en
el conocimiento de las causas y delitos de los hombres, y no determinarse a condenar un
hombre a otro ligeramente, llevado de una temeraria credulidad.
Fue el caso que Alipio se paseaba sólo delante de la casa del consistorio con sus tablas y
punzón de hierro, con que entonces se escribía, cuando hete aquí que un mozuelo del número
también de los estudiantes, pero verdadero ladrón, llevando escondida un hacha, se entró sin
verle Alipio hasta los enrejados de plomo que vienen a dar a la platería y sobre las tiendas de
los plateros y comenzó a cortar el plomo de aquellas rejas. Al ruido del hacha dieron voces los
plateros que estaban debajo y enviaron a algunos que fuesen allá arriba y prendiesen a
cualquiera que por casualidad hallasen. El muchacho, habiendo oído las voces de aquéllos, se
escapó dejándose allí el hacha, temiendo ser cogido con ella en las manos. Alipio, que no le
126
había visto entrar, le sintió salir y le vio escapar corriendo. Deseando saber la causa por qué
huía, se entró hasta aquel paraje y, hallando el hacha, se puso a mirarla y se estaba allí parado
admirándose del hecho. Los que habían sido enviados a prender al ladrón encontraron sólo a
Alipio, que tenía en la mano el hacha, a cuyos golpes habían acudido ellos. Echan mano de él,
le llevan por fuerza y, juntándose todos los inquilinos de dicha casa, se gloriaban de haberle
cogido como a manifiesto ladrón, y desde allí le llevaban a presentarle al juez.
Hasta aquí no más llegó la enseñanza que había menester, porque al instante, Señor,
acudisteis a socorrer su inocencia, de la cual sólo Vos erais testigo. Pues cuando le llevaban a la
cárcel o al castigo, les salió al encuentro un arquitecto, cuyo empleo principal era el cuidado de
los edificios públicos. Los que le llevaban se alegraron de haberse encontrado
determinadamente con aquél, que sospechaba de los inquilinos de las Casas consistoriales
siempre que faltaba alguna cosa de ellas, para que conociese quién era el que hurtaba aquellas
cosas.
Este arquitecto había visto muchas veces a Alipio en casa de un senador, a quien él solía
visitar a menudo; así que le conoció, cogiéndole de la mano le apartó de aquel tropel, y
preguntándole la causa de tan grave mal, le informó Alipio de la verdad del hecho. Entonces
vuelto el artífice a toda aquella gente alborotada que se hallaba presente y se explicaba con
furiosas amenazas, mandó a todos que le siguiesen, y todos juntos fueron a la casa del
mancebo autor del delito. Delante de la puerta había un muchachuelo de la misma casa, de tan
poca edad, que fácilmente pudo declarar todo el suceso sin recelar que a su amo se le siguiese
daño alguno, pues era paje de aquel mismo mancebo a quien había seguido y acompañado
cuando iba a cometer su atentado. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo también al
arquitecto. Éste enseñó el hacha al muchacho, preguntándole de quién era. Sin detenerse,
respondió el chico: Es nuestra; y consecutivamente fue descubierto todo lo demás, según se le
fue preguntando.
Así, recayendo el delito sobre los de aquella casa, y quedando corrida toda aquella multitud
de gente que había comenzado ya a triunfar de Alipio, éste, que había de llegar a ser en vuestra
Iglesia predicador de vuestra divina palabra, y juez que había de fallar en su diócesis muchas
causas eclesiásticas, se retiró de allí mucho más instruido a costa de su experiencia propia.
127
SAN AGUSTÍN
LA CIUDAD DE DIOS
(SELECCIÓN)
128
LIBRO II
CAPÍTULO VII. QUE POCO APROVECHA LO QUE HA INVENTADO LA FILOSOFÍA SIN LA
AUTORIDAD DIVINA, PUES A UNO QUE ES INCLINADO A LOS VICIOS, MÁS LE MUEVE LO QUE
HICIERON LOS DIOSES QUE LO QUE LOS HOMBRES AVERIGUARON
Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y
disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su origen en
Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos, porque Grecia ha
venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y documentos de
los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes, poseyendo naturalmente sutilísimos
ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en
los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o
huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente las
reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no
concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio
divino, cosas grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de
conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y
caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el
campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo
cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de nuestro gran
Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir para vivir bien
y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado las
honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de
Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran los
hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los demás
actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente torpes, que suelen celebrarse
en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para
instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de
los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los
que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de
un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o
en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que,
mirando un cuadro colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de
129
que en cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta
alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un
dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando
desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he
ejecutado y de muy buena gana.
CAPÍTULO XVII. DEL ROBO DE LAS SABINAS Y DE OTRAS MALDADES QUE REINARON EN
ROMA, AUN EN LOS TIEMPOS QUE TENÍAN POR BUENOS
Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo
romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto por
las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de
las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las hijas de sus vecinos,
bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas por mujeres con voluntad de sus
padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas
los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera
la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de
habérselas pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por habérselas robado.
Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte pudiera
favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacía en negarles sus hijas
por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con el derecho de la
guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le habían negado; lo que
sucedió muy al contrario —ya que sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido
concedida—, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se agraviaron de un
crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por
suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño
permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica
ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en haber canonizado por
su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre
autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad resultó que, después de
desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul
Junio Bruto hizo por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su
compañero en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que
tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción
fea efectuó con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el
consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón
singular de aquel tiempo, que al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas
veces había tenido tan funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma
Roma, venció con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo
romano, ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta
130
en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la
insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que,
estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de
estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de volver a
librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir
relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos
procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos
partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y
justicia.
LIBRO IV
CAPÍTULO VIII. QUÉ DIOSES PIENSAN LOS ROMANOS QUE LES HAN ACRECENTADO Y
CONSERVADO SU IMPERIO, HABIÉNDOLES PARECIDO QUE APENAS SE PODÍA ENCOMENDAR A
ESTOS DIOSES, Y CADA UNO DE POR SÍ, EL AMPARO DE UNA SOLA COSA
Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos
cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en
empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la
diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina,
denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las
criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo
lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados
volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se
contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que
encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a
la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una
vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban
debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido
de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las
trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la
Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y,
con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos
abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan
y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos
y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga
la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia,
131
cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los
arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se
avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se
atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano;
pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en
general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo
tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su
poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había
de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga,
sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es
hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea,
para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese
cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?
CAPÍTULO XLII. DE LOS QUE DICEN QUE SÓLO LOS ANIMALES RACIONALES SON PARTE DEL
QUE ES UN SOLO DIOS
Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales,
como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es
Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal,
esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que
azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios
lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del todo
estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes
son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares
vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben
adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo
pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les
fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál
será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás
en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede
ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?
LIBRO V
CAPÍTULO XII. CUÁLES FUERON LAS COSTUMBRES DE LOS ANTIGUOS ROMANOS CON QUE
MERECIERON QUE EL VERDADERO DIOS, AUNQUE NO LE ADORASEN, LES ACRECENTASE SU
IMPERIO
132
Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes
quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su
Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de
averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito,
manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los
dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí
hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya
persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que
tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa
voluntad del sumo y verdadero Dios.
Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque
como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y
sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran
aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria
inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir.
Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de
gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar,
glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese
señora absoluta.
De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, establecieron su gobierno
anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o
señores de reinar o dominar con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se
dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos,
como queda dicho, de regir, pero el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de
persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y
mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda.
Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el
mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad —cosa increíble—,
habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo
de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas
maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres.
Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César,
diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su
valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones,
aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el
mérito de César, pone que deseaba para sí el generalato (mejor dijera toda la autoridad
Republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra,
donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los
hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la
133
guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese
ocasión para poder ellos manifestar su valor.
La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que
aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por
codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo
otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en
su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a
las armas con extraordinario denuedo y fiereza.»
Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos
soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en
el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio
y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice:
«También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire,
mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el
mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando
años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se
enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a
Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como
presente.
He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida la
libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores
elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y
artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de
reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las
imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al
vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los
movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de
regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la
paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y
profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y
a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y
acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus infelices
ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían pasado y
sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos
cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio
de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al principio más
ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este
vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los
desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el
otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.» Los medios
134
limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al
mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las
procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como
al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas particularidades las
tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los
templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron
contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones peculiares que con acede
Dios gratuitamente a los mortales.
De donde puede colegirse el fin que se habían propuesto, que era el de la virtud, y adónde la
referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la
virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto
es, con cautelas y engaños.
Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria
tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y
opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que
no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo
que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro
lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se
podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro».
Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos
apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben
seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el
sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad
estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos
personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se
aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué
tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros
antepasados acrecentaron la República con las armas. Si así fuera, tuviéramosla mucho más
hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y
caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos
nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento
de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de
pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No
hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están
en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en
privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y
del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin
defensa».
Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de
los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les
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prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité
en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la
escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el
principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de
Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación.
Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a usanza
de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con los demás.
El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían ser señores y
otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los
ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero
unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados y
atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de esos pocos buenos,
como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo él las muchas y preclaras hazañas
realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar, por el pueblo romano, se interesó por
averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los
romanos habían peleado con un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos;
conocía las guerras libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de
mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado
todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la
poquedad a la multitud. «Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la
república con su grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados».
Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando
por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria
doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas
fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario:
públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia.
CAPÍTULO XV. DEL PREMIO TEMPORAL CON QUE PAGÓ DIOS LAS COSTUMBRES DE LOS
ROMANOS
Aquellos a quienes no había de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en
su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el
culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les
concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara
sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de
aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres,
dice también el Señor: «De verdad os dije que ya recibieron su recompensa. Pues bien, éstos
despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su
tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su
patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas
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estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y
así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes,
y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la redondez
del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero
Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.
LIBRO XII
CAPÍTULO XX. DE LA IMPIEDAD DE LOS QUE DICEN QUE LAS ALMAS QUE GOZAN DE LA
SUMA Y VERDADERA BIENAVENTURANZA HAN DE TORNAR A VOLVER UNA Y OTRA VEZ POR
LOS CIRCUITOS DE LOS TIEMPOS A LAS MISMAS MISERIAS Y AFLICCIONES PASADAS
¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida
con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón
puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos
libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por
medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos
bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella
inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea
preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad,
verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y
abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por
medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya
de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han
sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda tener noticia exacta de sus obras en ciertos y
limitados circuitos que van y vuelven constantemente por nuestras falsas felicidades y
verdaderas miserias que aunque alternas con la revolución incesable, son sempiternas; porque
no puede cesar de hacer, ni con su ciencia comprender las cosas que son infinitas. ¿Quién
puede escuchar esta doctrina? ¿Quién darla crédito? ¿Quién puede sufrirla? Que si fuese
verdad, no sólo con más cordura se pasara en silencio, sino también (por decir según mi
posibilidad lo que siento) fuera prueba de más sabiduría el no saberlo. Pues si en la eternidad
no hemos de tener memoria de estas cosas, y por eso hemos de ser bienaventurados, ¿por qué
razón aquí, con la noticia que tenemos de ellas, se nos agrava más esta nueva miseria? Y si en la
vida futura necesariamente las hemos de saber, a lo menos no las sepamos en la presente, para
que así sea más dichosa la esperanza, que allá el gozo y posesión del sumo bien; puesto que
aquí esperamos conseguir la vida eterna, y allá sabemos que hemos al fin alguna vez de perder
la vida bienaventurada, aunque no eterna.
Y si dijesen que ninguno puede llegar a aquella bienaventuranza, si en la escuela de esta vida
no hubiere conocido estos circuitos y revoluciones, donde alternativamente suceden la
137
bienaventuranza y la miseria, ¿cómo enseñan que cuanto uno más amare a Dios, tanto más
fácilmente llegarán a la bienaventuranza los que enseñan doctrina con que se entibie y enfríe
este amor? Porque ¿quién habrá que no ame más remisa y tibiamente a quien sabe que
necesariamente ha de venir a dejar y contra cuya verdad y sabiduría ha de sentir; y esto cuando
con la perfección de la bienaventuranza hubiere llegado, según su capacidad, a tener plena y
cumplida noticia de su verdad y sabiduría? Pues ni a un hombre amigo puede uno amar
fielmente si sabe que ha de venir a ser su enemigo. Pero Dios nos libre de creer que sea verdad
esto, que nos promete y amenaza una verdadera miseria que nunca ha de acabarse, aunque con
la interposición de la falsa bienaventuranza muchas veces y sin fin se ha de ir interrumpiendo.
Porque ¿qué cosa puede haber más falsa y engañosa que aquella bienaventuranza donde
estando en la misma luz de la verdad, no sepamos que hemos de ser miserables, o estando en
la cumbre de la suma felicidad, temamos que lo habremos de ser? Porqué si allá hemos de
ignorar la calamidad que nos ha de sobrevenir, más sabía es acá nuestra miseria, donde
tenemos noticia de la bienaventuranza que hemos de gozar; y si allá no se nos ha de esconder
la miseria que esperamos, con más felicidad pasa su tiempo el alma miserable; pues pasado el
suyo ha de volver al estado de miseria. Y así la esperanza que hay en nuestra desdicha será
dichosa, y desdichada la que hay en nuestra felicidad. Por lo cual se deduce que puesto que
aquí pasemos los males presentes y allá tenemos los que nos amenazan y aguardan, con más
verdad seremos siempre miserables que alguna vez bienaventurados.
Mas porque esta doctrina es falsa y manifiestamente contraria a la religión y a la verdad
(pues; efectivamente, nos promete Dios aquella verdadera felicidad, de cuya seguridad
estaremos siempre ciertos, sin que la interrumpa ninguna desdicha), sigamos el camino recto
que para nosotros es Jesucristo, y auxiliados de este ínclito caudillo y salvador, enderecemos las
sendas de nuestra fe y desviémonos de este vano y absurdo círculo de los impíos. Porque si el
platónico Porfirio no quiso seguir la opinión de los suyos acerca de estas revoluciones, idas y
venidas alternativas de las almas sin cesar un momento, ya fuese movido por su propia
vanidad, ya lo fuese por tener algún respeto a los tiempos cristianos, y quiso mejor decir (según
insinúo en el libro X) que el alma fue entregada al mundo para que conociese los males, y
librada y purificada de ellos, cuando volviese al Padre, no padeciese ya semejantes mutaciones
en su estado, ¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de esta falsedad contraria a la fe
cristiana? Descubiertos pues ya y deshechos estos círculos y revoluciones no habrá ya
necesidad que nos obligue a que entendamos que el género humano por eso no tuvo principio
de tiempo, de donde principió a ser y existir: porque no sé por qué circuitos y revoluciones no
hay cosa nueva en el mundo que no haya sido antes por ciertos intervalos de tiempo, y que
después ha de venir a volver a ser: porque si se liberta el alma para no volver más a las miserias,
de manera que nunca antes se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás
se hizo antes, y esta es en efecto cosa muy grande, y es la eterna felicidad que nunca ha de
acabarse; y si en la naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido
jamás, ni la haya de volver a suceder con ningún circuito o revolución ¿por qué porfían que no
la puede haber en las cosas mortales?
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Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar
vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en
que nunca estuvo cuando se libra el infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca
hubo. Y si esta novedad no es de las cosas ordinarias que se gobiernan por la divina
Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde están aquellos circuitos en quienes no sucede
cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad
tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya
sea que cayó en él) pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin
embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma
por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de
manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma
Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar
que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho
ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren
libertado no han de caer en la miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el
mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto
a lo menos conceden si es así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y
nueva libertad. Porque si dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales
diariamente se hacen nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente,
salen libres, de manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que
estas almas son infinitas. Pues por grande que se suponga que haya sido el número de las
almas, no pudiera ser suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen
haciendo siempre los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no
volver después más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este
mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de
almas. Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía
que el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta
que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar
cosas nuevas que jamás haya hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable?
Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria
se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la
infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas
partes. Pues si se puede, ¿qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue
criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez,
sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado
de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más,
también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al
término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese este
principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo hombre alguno.
139
LIBRO XIII
CAPÍTULO I. DE LA CAÍDA DEL PRIMER HOMBRE, POR QUIEN HEREDAMOS EL SER MORTALES
Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo
y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa
acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen
y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma
condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición
que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar sin intervención de la
muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada; y siendo desobedientes
incurriesen en pena de muerte, por medio de una justísima condenación, como lo insinuamos
ya en el libro anterior.
LIBRO XIV
CAPÍTULO XXVIII. DE LA CALIDAD DE LAS DOS CIUDADES, TERRENA Y CELESTIAL
Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta
llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí
mismo. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca
el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su
conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos
sois mi gloria y el que ensalza mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a
quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores,
aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; ésta
dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza»; y por eso, en
aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su
alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le dieron la gloria como a Dios,
ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y
quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes,
que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la
semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y
de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la
enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron
antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos». Pero en esta
ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se
140
adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de
los hombres, sino también de los ángeles, «que sea Dios todo en todos».
LIBRO XV. CAPÍTULO V. EL PRIMER AUTOR Y FUNDADOR DE LA CIUDAD TERRENA FUE
FRATRICIDA, CUYA IMPIEDAD IMITÓ CON LA MUERTE DE SU HERMANO EL FUNDADOR DE
ROMA
Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia
mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra. Por lo cual nadie
debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había de llegar
a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de
tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los griegos llaman
archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dijo un poeta refiriendo la
misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se
construyeron en aquella ciudad, pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su
hermano Remo», según refiere la historia romana.
Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación
de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno
solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si,
viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder
tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y
empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los
hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni
tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues
ambos reinaran y fueran señores.
Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la
diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque
son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad porque con
su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser
tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.
En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto
más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así
que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí
misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay
entre las mismas dos ciudades terrenas, entre los buenos y los malos; pero los buenos con los
buenos, si lo son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que
van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, como un hombre
puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la carne desea
contra el espíritu y el espíritu contra la carne».
141
LIBRO XVIII
CAPÍTULO XLII. QUE POR DISPENSACIÓN DE LA PROVIDENCIA DIVINA SE TRADUJO LA
SAGRADA ESCRITURA DEL VIEJO TESTAMENTO DEL HEBREO A GRIEGO PARA QUE VINIESE A
NOTICIA DE TODAS LAS GENTES
Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de
Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de
Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el
terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe,
consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea;
luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino
para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con
guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago,
condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo,
quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un
presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice,
le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran
divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa.
Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también
intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en
ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de
los setenta.
Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina
concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte
(porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon
uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de
las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos
interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos.
Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y
recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual
efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que
habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.
LIBRO XIX
CAPÍTULO V. CÓMO A LA VIDA SOCIAL Y POLÍTICA, AUNQUE ES LA QUE PARTICULARMENTE
DEL DESEARSE, DE ORDINARIO LA TRASTORNA MUCHOS TRABAJOS, ENCUENTROS E
INCONVENIENTES
142
Los que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también nosotros lo aprobamos y
confirmamos con más solidez que ellos. Porque ¿cómo esta Ciudad de Dios (sobre la cual
tenemos ya entre manos el libro decimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo
caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fines si no fuese social la vida de los
santos? Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males encierra en sí la
sociedad y política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿Quién podrá ponderarlos?
Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de
todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron
hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los
inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha,
enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas a
desventuras suceden ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos? ¿Por
ventura no está llena de ellas la vida humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas,
enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y
dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de
aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin
duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que
viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo
sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas
cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y dolosamente se
fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que hace llorar por
fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que se encubrió bajo el
velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque fácilmente te podrás precaver y
guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto, intestino y doméstico, no sólo
existe, sino que también le mortifica antes que pueda descubrirle.» Por eso también viene esta
sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares», sentencia
que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues aunque haya alguno tan fuerte que lo
sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de lo que maquina contra él el
amigo disimulado y fingido, sin embargo, es inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de
aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a conocer por experiencia que son tan malos, ya
hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos, ya se hayan transformado de buenos en malos,
cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y
sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más
llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias
muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las
ciudades, pero de los peligros nunca?
CAPÍTULO XVII. POR QUÉ LA CIUDAD CELESTIAL VIENE A ESTAR EN PAZ CON LA CIUDAD
TERRENA Y POR QUÉ EN DISCORDIA.
143
La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y
comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los
bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como
peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la
verdadera senda que dirige hacia Dios, sino para que la sustenten con los alimentos necesarios,
para pasar más fácilmente la vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, «que
agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común
a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto.
También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el
mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y
conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial, o,
por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe,
también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la
vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como
prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan
las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como
es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia
entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes
reprueba la doctrina del cielo, los cuales, o porque lo pensaron así o porque los engañaron los
demonios creyeron que era menester conciliar muchos dioses a las cosas humanas a cuyos
diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro,
el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno
el suyo. Asimismo en el alma, a uno el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la
concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a
otro el vino, a otro el aceite a otro las selvas y florestas, a otro el dinero, a otro la navegación, a
otro las guerras, a otro las victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y
así a los demás todos los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un
solo Dios que debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a él solo se debe
servir con aquella servidumbre que los griegos llaman latría, que no debe prestarse sino a Dios.
Sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por
ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban lo
contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara vez
cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre, y
siempre el favor y ayuda de Dios.
Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y
convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo
recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e
institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa
alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y
144
distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y
es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios.
Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en
cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las
voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres,
refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es
verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien
ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios.
Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada
y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y
oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz,
entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando
refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir
aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política.
LIBRO XXII
CAPÍTULO XXX. DE LA ETERNA FELICIDAD Y BIENAVENTURANZA DE LA CIUDAD DE DIOS,
Y DEL SÁBADO Y DESCANSO PERPETUO
¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien
alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacío de todas las
cosas en todos? Porque no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por
vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto mismo me lo insinúa también
aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa.
Para siempre te estarán alabando.»
Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas
para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena,
cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque
todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están
encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por
dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la
suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande
artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a definirlo,
por no poder imaginarlo. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura,
será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda
que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo, y no querrá el espíritu cosa que no
pueda ser decente al espíritu y al cuerpo.
145
Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le alabare.
Habrá verdadera honra que a ningún digno se negará; pero ninguno que sea indigno la
pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no sea digno. Allí habrá
verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de mano de otro. El
premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que la tuvieren les
prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque ¿qué otra cosa es
lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo seré su
satisfacción, yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear, vida y salud,
sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera se
entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». Él será el
fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le elogiaremos sin
cansancio. Este oficio, este afecto, este acto, será, sin duda, como la misma vida eterna, común
a todos.
Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los
méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los ha
de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún
inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación de
los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a quien
se lo dieron con un vínculo apacible de concordia; como en el cuerpo no querría ser ojo el
miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución de todo
el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no desear ni
querer más.
No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan deleitarse con los pecados. Pues más
libre estará de la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a conseguir el
deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al hombre cuando
al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas este último será tanto
más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será igualmente por beneficio de
Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser uno Dios, otra participar
de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el que participa de Dios, de Dios le
viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se observasen estos grados en la divina
gracia, dándonos el primer libre albedrío con que pudiese no pecar el hombre, y el último con
que no pudiese pecar, a fin de que el primero fuese para adquirir mérito y el segundo para
recibir el premio. Mas porque pecó esta naturaleza cuando pudo pecar, con más abundante
gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a aquella libertad en que no puede pecar. Porque así
como la primera inmortalidad que perdió Adán pecando fue el no poder morir, y la última será
no poder morir, así el primer albedrío fue el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así
será inadmisible y eterno el amor y voluntad de la piedad y equidad, como lo será el de la
felicidad. Pues, en efecto, pecando no pudimos conservar la piedad ni la felicidad; pero la
voluntad y amor de la felicidad, ni aun perdida la misma felicidad la perdimos. Por cuanto el
mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar que tenga libre albedrío?
146
Tendrá aquella ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya
de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos,
olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser
ingrata a su libertador.
En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en
cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su
facultad sabe y conoce casi todas las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se
tiene noticia de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas
que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las
potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque, en efecto, de
una manera se saben y se tiene noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de
otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque
de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el
primero olvidándose de la pericia y ciencia, y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de
olvido que puse en último lugar, no se acordarán los santos de los males pasados, porque
carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos.
Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les
encubrieran sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque, de
otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo, conforme a la expresión del real
Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella ciudad,
en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de
la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»?
Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí
verdaderamente un grande descanso y un sábado que jamás tenga noche. Esto nos lo significó
el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «Descansó Dios
al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque
en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer.» También nosotros mismos
vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación.
Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos que Él es Dios, que es lo que
quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al
engañador que nos dijo: «seréis como dioses”, y apartándonos del verdadero Dios, por cuya
voluntad y gracia fuéramos dioses por participación, y no por rebelión. Porque ¿qué hicimos
sin Él, sino desahuciarnos, enojándole? Por Él, creados y restaurados con mayor gracia,
permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo Él es Dios, de quien estaremos
llenos cuando Él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son
antes suyas que nuestras, entonces se nos imputarán para que podamos conseguir este sábado y
descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que dice Dios del
sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice también por el Profeta
Ezequiel: «Les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Señor
147
que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando estemos descansando y
perfectamente veamos que Él es Dios.
El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar conforme
a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la Sagrada
Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se halla el
séptimo, de manera que la primera edad, casi al tenor del primer día, venga a ser, desde Adán
hasta el Diluvio, la segunda desde éste hasta Abraham, no por la igualdad del tiempo, sino por
el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez. De aquí, como lo
expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Jesucristo, las cuales
cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta David, otra desde éste hasta
la cautividad de Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el nacimiento de Cristo en carne. Son,
pues, en todas cinco, número determinado de generaciones, por lo que dice la Escritura: «que
no nos toca saber los tiempos que el Padre puso en su potestad». Después de ésta, Cómo en
séptimo día, descansará Dios, cuando al mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará
Dios descansar en sí mismo. Si quisiéramos discutir ahora particularmente de cada una de estas
edades, sería asunto largo. Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no
será la noche, sino el día del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a
la resurrección de Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma, sino también
del cuerpo. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved
aquí lo que haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino
que no tiene fin?
Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande obra; a
los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen, y a los que
pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias. Amén.
148
V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL
149
RAIMON LLULL
EL LIBRO DE LA
ORDEN DE
CABALLERÍA
150
INTRODUCCIÓN
Raimon Llull (cuyo nombre castellanizado es Ramón Lulio, conocido como Raimundus Lullius
en latín) nació en Mallorca en 1232. Fue abogado, misionero, apologista, teólogo y místico
católico. Escribió más de 250 libros sobre temáticas tan variadas como filosofía, medicina,
astronomía, lógica, física, geometría, jurisprudencia y política, además de comentarios sobre las
religiones judía y musulmana. Fue tutor del Rey Jaime II. Su interés intelectual principal fue el
de convertir musulmanes al cristianismo, para lo que escribió una Ars argumentativa, donde
diseñó una especie de mecanismo universal para argumentar y persuadir. Llull aprendió árabe y
teología islámica para poder discutir con los filósofos averroístas, y consiguió un permiso papal
en 1276 para fundar el monasterio de Miramar, donde se enseñaba árabe y caldeo a los monjes
para prepararlos para estas argumentaciones. En 1311, el Concilio de Viena mandaría hacer lo
mismo en muchas otras ciudades cristianas como Bolonia, Oxford, París y Salamanca, con lo
que el empeño de Llull expandió su alcance formativo y educador en el mundo cristiano.
Murió en 1315.
Aunque algunas de sus posturas filosóficas y teológicas fueron controvertidas y condenadas
en algún momento, su búsqueda de universalidad para la religión católica, su énfasis en la
unidad de la verdad y en la armonía entre fe y razón, y sus obras morales y labor filosófica
respaldaron su beatificación, promulgada por Pio IX en 1857.
El Libro de la Orden de Caballería fue escrito entre 1274 y 1276, y se constituyó pronto en el
tratado por excelencia para la formación de los caballeros medievales y en un referencia para
toda la literatura posterior sobre el tema. El libro es una muestra clara y destacada de cómo en
el pensamiento medieval se unían la lógica y la retórica para la exposición de las leyes terrenales
y la predicación de las verdades eternas, así como para la moralización del pueblo. De hecho,
tal como la expone este tratado, la caballería es una vocación divina que protege al hombre de
las tentaciones del mundo mediante virtudes morales y religiosas, es decir, mediante una moral
cristiana de la que el buen caballero es el modelo consumado. La caballería tiene, pues, una
función ejemplar y defensiva, no sólo contra los enemigos externos del pueblo y de la Fe, sino
ante todo contra el pecado y los vicios. Llull análoga al caballero con el clérigo en tanto su
oficio también viene de Dios y debe seguir una orden estricta y sumamente cuidadosa para
mantener su honra y asegurar su salvación. No deja de percibirse, en este escrito luliano, a la
vez una crítica a la caballería tal como se daba en sus tiempos y una propuesta de reforma
moral de la misma.
Para fines de esta antología, incluimos aquí el prólogo y los libros I y II del volumen de
Llull, en los que se muestra muy bien la mentalidad medieval europea, cuyo mejor rasgo es el
intento constante por articular desde los valores del Evangelio y un espíritu de caridad las
realidades políticas y jurídicas, y cuyos intentos de cristianización y moralización se enfrentaban
a las tensiones propias de la época entre los diversos estamentos de poder y entre los diversos
reinos y ámbitos jurisdiccionales. En el texto se ven reflejadas también la importancia de la
“doctrina de las letras” tanto para clérigos como caballeros (impulso educativo que alrededor
de esta época haría surgir las primeras universidades), las dificultades de un seguimiento fiel a la
Orden de Caballería y algunos lastres propios de la época, como la concepción medieval de la
mujer.
152
Dios honrado y glorioso, que eres el cumplimiento de todos los bienes, empieza este libro con tu gracia y
bendición, libro que es sobre la Orden de Caballería.
PRÓLOGO
Para significar a los siete planetas, que son cuerpos celestiales y gobiernan y ordenan los
cuerpos terrenales, dividimos este libro de caballería en siete partes, para demostrar que los
caballeros tienen honor y señorío sobre el pueblo a ordenar y a defender.
La primera parte es sobre el comienzo de la caballería. La segunda trata del oficio de la
caballería. La tercera es del examen que ha de hacerse al escudero que quiera entrar en la
Orden de Caballería. La cuarta es de la manera según la cual debe ser nombrado el caballero.
La quinta es sobre aquello que significan las armas del caballero. La sexta es sobre las
costumbres que tiene el caballero. La séptima es del honor que ha de rendirse al caballero.
Aconteció en una tierra que un sabio caballero, que había mantenido por largo tiempo la
Orden de Caballería en la nobleza y fuerza de su alto coraje3, y su sabiduría y ventura le habían
mantenido en el honor de la caballería en guerras y en torneos, en asaltos y batallas, eligió una
vida ermitaña, cuando vio que sus días ya eran pocos y que le fallaba ya la naturaleza para usar
armas, por la vejez. Entonces dejó sus herencias a sus hijos y habitó en un bosque, que tenía
gran abundancia de aguas y árboles frutales, y huyó del mundo, para que el debilitamiento de
su cuerpo, que le acontecía por la vejez, no lo deshonrase en aquellas cosas en que la sabiduría
y la ventura por mucho tiempo le habían honrado. Por eso el caballero pensó en la muerte,
recordando el paso de este siglo al otro, y entendió la sentencia perdurable a la que había de
llegar.
En un bello prado había un árbol muy grande, todo cargado de fruta, en aquel bosque
donde vivía el caballero. Debajo de aquel árbol había una fuente muy bella y clara, por lo cual
abundaban en el prado los árboles que le rodeaban. Y el caballero tenía por costumbre todos
los días ir a ese lugar a adorar, contemplar y rogar a Dios, al cual daba gracias y mercedes por el
gran honor que le había hecho todo el tiempo de su vida en este mundo.
En ese tiempo aconteció que al entrar un duro invierno, un gran rey, muy noble y con
abundantes buenas costumbres, llamó a las Cortes, y por la gran fama que había por la Tierra
de su Corte, un excelente escudero, cabalgando a solas en su caballo manso4, se dirigía a la
Corte para ser constituido como novel caballero, y por el trabajo que le costaba su cabalgar,
mientras iba en su caballo se durmió. En aquella hora el caballero, que en el bosque hacía
3 Coratge, que contextualmente podría traducirse también como espíritu o ánimo, pero no en todas las instancias
en las que aparece en este texto. He decidido, con éste y algún otro término que tienen vocablos castellanos muy
cercanos, traducirlo de la manera más directa, aunque en este caso, por el uso que le da Llull, se entiende que su
campo semántico es más amplio que el que tiene ahora en el castellano usual.
4 En catalán “palafre”. En castellano existe la palabra “palafrén”, pero tratamos de ofrecer una traducción más
clara y accesible al lector contemporáneo.
153
penitencia, se dirigió a la fuente a contemplar a Dios y a menospreciar la vanidad de este
mundo, según se había acostumbrado cada día. Mientras el escudero cabalgaba, su caballo salió
del camino y fue por el boscaje, y anduvo tanto por donde quiso que se encontró en la fuente
donde el caballero estaba en oración.
El caballero, que vio venir al escudero, dejó su oración y se sentó en el bello prado a la
sombra del árbol, y comenzó a leer un libro que tenía en su regazo. El caballo, cuando fue a la
fuente bebió del agua; y el escudero, que sintió dormido que su caballo no se movía, se
despertó y vio delante de sí al caballero, que era muy viejo y tenía una gran barba y un largo
cabello y rotas las vestimentas. Por lo viejo y por la penitencia que hacía, estaba magro y
descolorido, y por las lágrimas que lloraba, sus ojos eran pequeños y tenía apariencia de una
vida muy santa.
Mucho se maravillaron el uno del otro, pues el caballero había estado en su ermita mucho
tiempo, en el cual no había visto a ningún hombre después que dejó el mundo y dejó de portar
armas, y el escudero se maravilló fuertemente de cómo había acabado en ese lugar.
El escudero bajó de su caballo saludando agradablemente al caballero, y el caballero le
acogió cuan bellamente pudo, y se sentaron en la bella hierba uno cerca del otro. El caballero,
que comprendió que el escudero no quería hablar en primer lugar porque quería darle el honor,
habló primeramente, y dijo:
—Bello amigo, ¿cuál es tu coraje, a dónde vas y por qué has venido aquí?
—Señor —dijo el escudero— se sabe por largas tierras que un rey muy sabio ha llamado a
Cortes y se hará él mismo caballero, y después hará caballeros a otros barones, extranjeros y
propios. Por eso yo voy a aquella corte para ser un novel caballero, y mi caballo, mientras que
yo dormía por el trabajo que he tenido en largos días, me ha traído a este lugar.
Como el caballero le oyó hablar de caballería, entonces arrojó un suspiro y empezó a
meditar, recordando la honra en la cual la caballería le había mantenido largamente. Mientras el
caballero pensaba en eso, el escudero le preguntó de qué era su meditar. El caballero le dijo:
—Bello hijo, mis pensamientos son sobre la Orden de Caballería y sobre la gran deuda del
que es caballero de mantener honor de la caballería.
El escudero le rogó al caballero que le dijera qué es la Orden de Caballería y de qué manera
el hombre la puede honrar mejor y conservarla en el honor que le ha dado.
—¿Cómo, hijo —así dijo el caballero— que no sabes tú cuál es la Regla y el Orden de
Caballería? ¿Y cómo puedes pedir la caballería, si no conoces la Orden de Caballería? Pues
ningún caballero puede mantener la Orden que no conoce ni puede amar su Orden ni lo que
pertenece a su Orden si no conoce la Orden de Caballería, ni sabe conocer las faltas que hace
contra su Orden. Ni ningún caballero debe nombrar a otro caballero si no conoce la Orden de
Caballería, pues es un caballero desordenado el que hace a otro caballero y no sabe mostrarle
las costumbres que pertenecen al caballero.
Mientras aquel caballero decía estas palabras y reprendía al escudero, que pedía la caballería,
el escudero le pidió al caballero:
154
—Señor, si le place decirme qué es la Orden de Caballería, me siento con coraje de aprender
aquella Orden y de seguir la Regla y la Orden de Caballería.
—Bello amigo —así le dijo el caballero— la Regla y la Orden de Caballería están en este
libro, el cual leo algunas veces para así recordar la gracia y el favor que Dios me ha hecho en
este mundo porque honraba y mantenía la Orden de Caballería con todo mi poder, porque así
como la caballería da todo lo que pertenece al caballero, así el caballero debe dedicar todas sus
fuerzas a honrar la caballería.
El caballero le dio el libro al escudero, y cuando el escudero lo leyó, entendió que el
caballero es electo entre mil hombres para tener el más noble oficio de todos y así entendió la
Regla y la Orden de Caballería. Entonces meditó un poco y dijo:
—Señor Dios, bendito seas, que me has llevado al lugar y al tiempo adecuados para que yo
conociera la caballería, la cual he deseado largo tiempo sin saber la nobleza de su Orden ni la
honra que Dios ha posado en todos aquellos que están en la Orden de Caballería.
—Amable hijo —dijo el caballero— ya estoy cerca de la muerte y mis días no son muchos.
Como este libro se hizo para regresar la devoción y la lealtad y el ordenamiento que debe tener
el caballero en su Orden, por eso, bello hijo, lleva tú este libro a la Corte a donde vas, y
muéstralo a todos aquellos que quieren ser nóveles caballeros. Cuídalo, ya que lo tienes, si amas
la Orden de Caballería, y cuando seas constituido un novel caballero, regresa por este lugar y
dime cuáles son aquellos que serán hechos caballeros y que hayan sido obedientes a la doctrina
de la caballería.
El caballero dio su bendición al escudero, y el escudero tomó el libro y dijo adiós,
devotamente, al caballero, y subió a su caballo y fue a la corte muy alegremente. Sabiamente
dio y presentó este libro al muy noble Rey y a toda la gran Corte. Y lo ofreció a todo caballero
que quisiera estar en la Orden de Caballería, para que lo pudiera copiar, para que lo leyese a
veces y recuerde la Orden de Caballería.
PARTE I. DEL COMIENZO DE LA CABALLERÍA
Faltaron caridad, lealtad, justicia y verdad en el mundo. Comenzaron la enemistad, deslealtad,
injuria y falsedad y por eso hubo error y perturbación en el pueblo de Dios, que fue creado
para que Dios sea amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre. Al comienzo,
cuando hubo venido al mundo el menosprecio de la justicia por menoscabarse la caridad,
convino que la justicia retornara a su honra por el temor, y por eso de todo el pueblo se
hicieron conjuntos de mil, y de cada mil fue electo y escogido un hombre, el más amable, el
más sabio, el más leal y el más fuerte, y con el más noble coraje, el de más enseñanzas y de
buena educación por sobre los otros.
Fue buscada entre todas las bestias, cuál es la más bella bestia y la más rápida y la que más
corre y la que pudiera aguantar más trabajo, y cuál es la más conveniente para servir al hombre,
y siendo el caballo la más noble bestia y la más conveniente para servir al hombre, por eso de
155
todas las bestias se eligió al caballo y se le dio al hombre que fue electo entre mil, y por eso
aquel hombre fue llamado caballero.
Cuando se hubo juntado la más noble bestia al más noble hombre, después convino que se
eligiesen y escogiesen de entre todas las armas, aquellas armas que son más nobles y más
convenientes para el combate y para defender de las heridas y de la muerte. Aquellas armas se
dieron como propias del caballero.
A quien quiere entrar en la Orden de Caballería, le conviene considerar y pensar el noble
comienzo de la caballería y conviene que lo noble de su coraje y su buena educación
concuerden y coincidan con el comienzo de la caballería, pues si no lo hiciera, sería contrario a
la Orden de Caballería y a sus comienzos, y por eso no conviene que la Orden de Caballería
reciba a sus enemigos en sus honras, ni a aquellos que son contrarios a sus comienzos.
Amor y temor se adecuan contra el desamor y el menosprecio, y por eso conviene que el
caballero, por lo noble de su coraje y sus buenas costumbres, y por el honor tan alto y tan
grande que se le ha hecho por su elección y por el caballo y por las armas, sea conocido y
temido por la gente, y que por el amor retornen a la caridad y la enseñanza, y por el temor
retornen la verdad y la justicia.
El hombre, cuanto tiene más de sensatez y entendimiento, y es más fuerte naturalmente que
la mujer, puede ser mejor que la mujer. Porque si no fuese tan poderoso para ser bueno como
la mujer, se seguiría que la bondad y la fuerza natural serían contrarias a la bondad de coraje y a
las buenas obras. De que el hombre por su naturaleza esté más preparado para tener noble
coraje y ser bueno que la mujer, se sigue que el hombre está también más preparado para ser
malo que la mujer, porque si no lo fuera, no sería digno de tener mayor nobleza de coraje y
mayor mérito de ser bueno que la mujer.
Guarda, escudero, en tu recuerdo lo que debes hacer si tomas la Orden de Caballería,
porque si te haces caballero, tú recibes la honra y servidumbre que toca a los amigos de la
caballería, porque en cuanto tienes más nobles comienzos, estás más obligado a ser bueno y
agradable a Dios y a la gente, y si eres malo, tú eres el mayor enemigo de la caballería y más
contrario a sus comienzos y a su honra.
Es tan alta y noble la Orden de Caballería, que no basta a la Orden que esté hecha de las
más nobles personas ni que le sean dadas las más nobles bestias ni las más honradas armas,
sino que convino que se hiciera a aquellos hombres que son de la Orden de la caballería
señores de la gente, y dado que la señoría tiene tanto de nobleza y servidumbre como de
sometimiento, si tú, que tomas la Orden de Caballería, eres vil y malvado, puedes pensar cuál
injuria haces a tus sometidos y a tus compañeros, que son buenos, pues por la vileza en que
estás deberías ser tú el sometido, y por la nobleza de tus compañeros que son buenos, es
indigno que seas llamado caballero.
Ni la elección ni el caballo ni las armas ni aún el señorío, bastan para el alto honor que
pertenece al caballero, sino que conviene que se le den escudero y mensajero que le sirvan y
que cuiden de las bestias. Y conviene que la gente are y cave y quite la mala hierba para que dé
156
frutos la tierra donde viva el caballero y sus bestias, y que el caballero cabalgue y señoree y haga
bonanza de aquellas cosas por las que sus hombres se han esforzado y la han pasado mal.
Ciencia y doctrina tienen los clérigos, con las que pueden y saben y quieren amar, conocer y
honrar a Dios y a sus obras, y con eso dan doctrina a la gente y buen ejemplo de amar y honrar
a Dios. Y para que estén ordenados hacia estas cosas, van a las escuelas y aprenden. Por ello,
como los clérigos tienen Orden y Oficio para una vida honesta y por el buen ejemplo, con los
que inclinan a la gente a la devoción y a la vida buena, así los caballeros por lo noble de su
coraje y por la fuerza de las armas mantienen la Orden de Caballería, y tienen la Orden en la
que están para inclinar a la gente al temor, por el que temen cometer faltas unos contra los
otros.
La ciencia y la escuela de la Orden de Caballería están en que el caballero enseñe a su hijo,
cuando es joven, a cabalgar, porque si el niño no aprende siendo joven a cabalgar no podrá
aprender en su vejez. Y conviene que el hijo del caballero, mientras tanto, sea escudero y sepa
cuidar del caballo. Y conviene que el hijo del caballero sea antes súbdito que señor, y que sepa
servir al señor, porque de otra manera no conocerá la nobleza de su señorío cuando sea
caballero. Y por eso los caballeros deben someter a su hijo a otro caballero, para que aprenda a
cortar las cosas en la mesa, a preparar el caballo y las otras cosas que pertenecen al honor del
caballero.
Quien ama la Orden de Caballería, así como aquel que quiere ser carpintero necesita un
maestro que sea carpintero, y aquel que quiere ser zapatero conviene que tenga un maestro que
sea zapatero, si quiere ser caballero ha de tener un maestro que sea caballero, pues es
inconveniente que el escudero aprenda la Orden de Caballería de otro que no sea caballero,
como sería inconveniente que sea el carpintero quien enseñase a quien quiere ser zapatero.
Y así como los juristas, los médicos y los clérigos tienen ciencia y libros y en ellos aprenden
su oficio por la doctrina de las letras, es tan honrada y alta la Orden de Caballería que no basta
solamente que se enseñe al escudero la Orden de Caballería con el cuidar el caballo o el servir
al señor, ni con ir con él a usar las armas, ni con otras cosas parecidas a éstas, sino que sería
conveniente que alguien de la Orden de Caballería hiciera una escuela, y que fuera ciencia
escrita en libros, y que se enseñara como un arte, así como son enseñadas otras ciencias, y que
los niños hijos de los caballeros al comienzo aprendan la ciencia que pertenece a la caballería y
que después fuesen escuderos y fuesen por las tierras con los caballeros.
Si no hubiera faltas en los clérigos ni en los caballeros, apenas habría faltas en el resto de la
gente, porque por los clérigos habría devoción y amor a Dios y por los caballeros se temería
injuriar al prójimo. Por ello, si los clérigos tienen maestro y doctrina y están en escuelas para
ser buenos, y si existen tantas ciencias que están en doctrina y por escrito, se hace gran
injusticia a la Orden de Caballería al no ser así una ciencia demostrada por las letras, y con que
no se haga escuela como con las otras ciencias. Y por eso aquel que hace este libro suplica al
noble Rey y a y a toda su Corte que se ha ajustado al honor de la caballería, que sea satisfecha y
restituida la honrada Orden de Caballería, que es agradable a Dios.
157
PARTE II. DEL OFICIO QUE PERTENECE AL CABALLERO
El oficio 5 del caballero es el fin y la intención por la cual fue comenzada la Orden de
Caballería. De ahí que si el caballero no usa el oficio de caballería es contrario a su Orden y a
los comienzos de la caballería antes dichos, y por esa contrariedad no es un verdadero
caballero aunque sea llamado caballero, tal caballero es más vil que el tejedor y el trompetista
que siguen su oficio.
El oficio del caballero es mantener y defender la santa fe católica, por la cual Dios Padre
envió a su Hijo a tomar carne en la Virgen gloriosa nuestra Señora Santa María, y quien para
honrar y multiplicar la fe sufrió muchas penas y muchas cargas en este mundo y una grave
muerte.
De ahí que, así como nuestro Señor Dios ha electo clérigos para mantener la santa fe con
las Escrituras y con las pruebas necesarias, predicando aquellos a los infieles con tan gran
caridad, que la muerte a ellos mismos les es deseable, así el Dios de la gloria ha electo
caballeros, que por la fuerza de las armas vencen y dominan a los infieles que cada día luchan
por la destrucción de la Santa Iglesia. Y por eso Dios honra en este mundo y en el otro a tales
caballeros, que son mantenedores y defensores del oficio de Dios y de la fe por la cual nos
hemos de salvar.
El caballero que tiene fe y no usa de la fe y es contrario a aquellos que mantienen la fe, es
como el entendimiento de un hombre a quien Dios ha dado razón y usa la sinrazón y la
ignorancia. El que tiene fe y es contrario a la fe, quiere ser salvado por eso que es contra la fe, y
por eso su querer concuerda con el descreimiento, que es contra la fe y la salvación. Por ese
descreimiento el hombre es condenado a penas que no tienen fin.
Muchos son los oficios que Dios ha dado en este mundo para ser servido por los hombres,
pero los más nobles, los más honrados y los más próximos [a Él] que hay en este mundo son el
oficio de clérigo y el oficio de caballero. Y por eso la mayor amistad que hay en este mundo
debe ser entre clérigo y caballero. De ahí que, como el clérigo no sigue la Orden de Clerecía
cuando está contra la Orden de Caballería, el caballero no mantiene la Orden de Caballería
cuando es contrario y desobediente a los clérigos, que están obligados a amar y mantener la
Orden de Caballería.
La Orden no solamente está en los hombres que aman su Orden, sino que está en ellos
también por amar las otras órdenes. Pues amar una Orden y no amar otra Orden no es
mantener la Orden, pues ninguna la ha dado Dios contraria a otra Orden. De ahí que como el
hombre religioso, al amar tanto su Orden, no se sigue que sea enemigo de otra, así el caballero
no tiene oficio de caballero si menosprecia y no ama otra Orden. Pues si el caballero tuviese la
5
Conviene que el lector recuerde que, en este contexto, el término “oficio” no se refiere simplemente a una
ocupación habitual, sino a una función, que en el caso del caballero supone un estamento social, un cargo, un
deber y una vocación particular.
158
Orden de Caballería no amando y destruyendo otra Orden, se seguiría que Dios y Orden
fuesen contrarios, contrariedad que no puede ser.
Es tan noble cosa el oficio de caballero, que cada caballero debería ser señor y regidor de
una tierra, pero al ser muchos los caballeros, no bastan las tierras. Y para significar que un Dios
es Señor de todas las cosas, el Emperador debe ser caballero y señor de todos los caballeros.
Mas porque el Emperador no podría por sí mismo regir a todos los caballeros, conviene que
tenga bajo de sí Reyes, que sean caballeros, para que ayuden a mantener la Orden de Caballería,
y los reyes deben tener bajo sí condes, comodoros, vasvessores 6 y los otros grados de
caballería, y abajo de estos grados deben estar los caballeros de un escudo, que son gobernados
y dominados por los grados de caballería arriba dichos.
Para demostrar el excelente señorío, sabiduría y poder de nuestro Señor Dios, que es uno y
puede y sabe regir y gobernar todo cuanto existe, sería inconveniente que un caballero pudiese
por sí mismo regir a toda la gente de este mundo, pues si lo hiciera no estaría tan bien
significado el señorío, el poder y sabiduría de nuestro Señor Dios, y por eso Dios ha querido
que, para regir a toda la gente de este mundo, deba haber muchos oficiales que sean caballeros.
Por eso el rey o el príncipe que hace procuradores, vegueres7, batles8, a otros hombres que no
son caballeros, va contra el oficio de caballería. Pues la cosa es que el caballero es más
conveniente, según la dignidad de su oficio, para señorear al pueblo que otros hombres, pues
por el honor de su oficio debe serle dado más honor que a otro hombre cuyo oficio no sea tan
honrado, y por el honor en el que está por su Orden tiene nobleza de corazón, y por la nobleza
de su coraje se inclina más raramente a la maldad y al engaño y a hechos viles que algún otro
hombre.
Es oficio del caballero mantener y defender a su señor terrenal, pues ni el rey ni el príncipe
ni ningún alto barón podría mantener el derecho en su gente sin su ayuda. Si el pueblo o algún
hombre es contra el mandamiento del rey o del príncipe, conviene que los caballeros ayuden a
su señor, que es sólo un hombre como cualquier otro hombre. Pues el caballero malvado, que
ayuda antes al pueblo que a su señor, o quiere ser el señor y quiere desposeer a su señor, no
sigue el oficio por el cual es llamado caballero.
Por los caballeros debe ser mantenida la justicia, pues así como los jueces tienen oficio de
juzgar, así los caballeros tienen oficio de mantener justicia. Y si el caballero y las letras se
pudieran adecuar tan fuertemente que el caballero por su ciencia llegara a ser juez, esto le
6 En catalán, varvessors. Es el equivalente al francés varvasseur y al italiano valvassore. Todos estos términos se
derivan de la expresión latina vassus vassorum, “el vasallo del vasallo”, y se usan para referirse al rango más bajo
de la pirámide feudal de las autoridades, apenas arriba del rango de caballero. Cf. “El lèxic cortés i cavalleresc en
Curial e Güelfa: mots patrimonials i interferències culturals”, en Anuario de Estudios Medievales 45/I, enero-junio
2015, pp. 109-142.
7 Veguer: viene del latín vicarius. Refiere a un magistrado que ejercía funciones gubernativas, judiciales y militares
en Cataluña, Aragón y Baleares en épocas anteriores al s. XVIII. Su nivel de influencia es análogo al de los
corregidores en Castilla.
8 Batle en catalán refiere a un puesto foral: al de un encargado para administrar los bienes del rey.
159
conviene al caballero, porque aquel por quien la justicia puede ser mejor mantenida, es más
adecuado para ser juez que otro hombre, si el caballero es adecuado para ser juez.
El caballero debe correr a caballo en torneos, lancear en el tablado, ir con armas a los
torneos, hacer mesas redondas, esgrimir, cazar ciervos, osos, jabalíes, leones y otras cosas
semejantes a éstas, que son del oficio del caballero, porque por todas estas cosas se
acostumbran los caballeros a hechos de armas y a mantener la Orden de Caballería. Por eso,
despreciar la costumbre y la usanza de aquello por lo que el caballero se puede preparar a usar
de su oficio, es menospreciar la Orden de Caballería.
Así como todas estas usanzas arriba dichas le pertenecen al caballero en cuanto al cuerpo,
así la justicia, sabiduría, caridad, lealtad, verdad, humildad, fortaleza, esperanza, sagacidad y las
otras virtudes semejantes a éstas, pertenecen al caballero en cuanto al alma. Y por eso el
caballero, que usa estas cosas, que pertenece a la Orden de Caballería en cuanto al cuerpo, y no
las usa en cuanto al alma, no es amigo de la Orden de Caballería, pues si lo fuera, se seguiría
que el cuerpo y la caballería fuesen juntamente contrarios al alma y a sus virtudes y eso no es
verdadero.
Oficio del caballero es mantener la tierra, pues por el miedo que la gente tiene de los
caballeros dudan en destruir las tierras, y por el temor a los caballeros dudan los reyes y los
príncipes en ir los unos contra los otros. Mas el caballero malvado, que no ayuda a su señor
terrenal natural contra otro príncipe, es caballero sin oficio, y es tal como la fe sin obras que es
como el descreimiento, que está en contra de la fe. De ahí que, si tal caballero sigue la Orden y
el oficio de caballería, la caballería y su Orden serían injuriosas al caballero que combate hasta
la muerte por la justicia y por mantener y defender a su señor.
No existe ningún oficio que haya sido hecho que no pueda ser deshecho. Porque si lo que
se ha hecho no pudiese ser deshecho ni destruido, sería tal que sería semejante a Dios, quien
no es hecho ni puede ser destruido. El oficio de caballería ha sido hecho y ordenado por Dios
y se ha mantenido por aquellos que aman la Orden de Caballería y que están en la Orden de
Caballería. Por eso el caballero malvado, que sale de la Orden de Caballería, no amando el
oficio de caballería, deshace en sí mismo la caballería.
Rey o príncipe que deshace en sí mismo la caballería, no solamente deshace el caballero en
sí mismo, sino que lo hace en los caballeros que le están sometidos, los cuales por el mal
ejemplo de su señor y para ser amados por él, siguen enseñanzas malvadas, hacen lo que no
pertenece a la caballería ni a su orden. Por ello, si sacar a un caballero de la Orden de Caballería
es una gran maldad, más grande y de gran vileza de ánimo es cuantos más caballeros se saca de
la caballería.
¡Ah, qué grande la fuerza de coraje en un caballero que vence y domina a muchos caballeros
malvados! Éste es un príncipe o alto barón, que ama tanto la Orden de Caballería, que por
muchos hombres malvados que sean llamados caballeros y que cada día le aconsejen que haga
maldades, faltas y engaños con los que destruya en sí mismo la caballería, este bienaventurado
príncipe, con la sola nobleza de su coraje y con la ayuda que le hacen la caballería y su orden,
destruye y vence a todos los enemigos de la caballería.
160
Si la caballería estuviese más en la fuerza corporal que en la fuerza del coraje, se seguiría que
la Orden de Caballería concordaría más fuertemente con el cuerpo que con el alma, y si así
fuera, el cuerpo tendría mayor nobleza que el alma. Como la nobleza de coraje no puede ser
vencida ni dominada por uno ni por todos los hombres que existen, y un cuerpo sería vencido
y hecho preso por otro, el caballero malvado que le teme más fuertemente a la fuerza del
cuerpo, pues huye de la batalla y desampara a su señor, que a la maldad y flaqueza de su coraje,
no usa del oficio de caballero ni es servidor ni obediente a la honrada Orden de Caballería, que
comenzó por la nobleza del coraje.
Si una menor nobleza de coraje le conviniese más a la Orden de Caballería que la mayor,
concordarían con ella la flaqueza y la cobardía en contra del ardor y de la fuerza del coraje. Y si
eso fuera así, la flaqueza y la cobardía serían oficio del caballero y el ardor y la fuerza
desordenarían la Orden de Caballería. Por eso, es lo contrario; por eso si tú, caballero, quieres y
amas mucho la caballería, conviene te esfuerces, para que mientras más fuertemente te hagan
falta compañeros y armas y medios, tengas ardor y coraje y esperanza contra aquellos que son
contrarios a la caballería. Y si tú mueres por mantener la caballería, entonces tú tienes a la
caballería como lo que más puedes amar y servir y considerar, porque la caballería no está en
ningún lugar tan agradablemente como en la nobleza del coraje, y ningún hombre la podría
amar más ni honrar ni considerar como aquel que muere por el honor y la Orden de Caballería.
Caballería y ardor no convienen sin sabiduría y sensatez9, porque si lo hiciesen, locura e
ignorancia se adecuarían a la Orden de Caballería. Y si así fuera, la sabiduría y la sensatez, que
son contrarios a la locura e ignorancia, serían contrarios a la Orden de Caballería, y eso es
imposible. Por esa imposibilidad, se te ha significado, caballero que tienes gran amor a la
Orden de Caballería, que como con la caballería por nobleza de coraje has de tener ardor y
menospreciar los peligros para que puedas honrar la caballería, así conviene que la Orden de
Caballería te haga amar la sabiduría y la sensatez, para que puedas honrar a la Orden de
Caballería contra el desorden y el desfallecimiento que hay en aquellos que creen seguir el
honor de la caballería por la locura y el menor entendimiento.
Oficio de caballero es mantener viudas, huérfanos y hombres desprovistos de poder. Pues
así como es costumbre y razón que los mayores ayuden a defender a los menores, y los
menores hallen refugio en los mayores, así es costumbre de la Orden de Caballería, que por
ello es grande y honrada y poderosa, ir en socorro y ayuda de los que están abajo en honra y
fortaleza. Por eso, si forzar viudas, necesitadas de ayuda, y desheredar huérfanos, que necesitan
de un regidor, y robar y destruir a los hombres pobres e impotentes, a quienes se debe dar
socorro, se concordara con la Orden de Caballería, entonces la maldad, el engaño, la crueldad y
el fallecimiento concordarían con la Orden y con la nobleza y la honra. Y si eso es así,
entonces el caballero y su Orden son contrarios al comienzo de la Orden de la Caballería.
Si Dios le ha dado ojos al trabajador manual para que vea al trabajar, al hombre pecador le
ha dado ojos para que pueda llorar sus pecados, y si al caballero le ha dado el corazón para que
9
El célebre seny catalán: sensatez, cordura, buen juicio.
161
sea el lugar donde esté la nobleza de su coraje, al caballero que tiene fuerza y honra le ha dado
corazón para que sienta piedad y merced para ayudar y salvar y cuidar a aquellos que elevan sus
ojos con lágrimas y cuyos corazones elevan con esperanza de que los caballeros los ayuden, los
defiendan y les den para sus necesidades. Por eso el caballero que no tiene ojos para ver a los
desprovistos de poder ni tiene corazón para cuidar sus necesidades, no es verdadero caballero
ni está en la Orden de Caballería. Pues tan alta y noble cosa es la caballería, que todos aquellos
que son obcecados y de vil coraje están fuera de la Orden y de su beneficio.
Si la caballería, que es tan honrado oficio, fuese oficio de robar y de destruir a los pobres y a
los desprovistos de poder y engañar y forzar a las viudas y a otras mujeres, bien grande y bien
noble oficio sería el de ayudar y mantener huérfanos y viudas y pobres. Por eso, si la maldad y
el engaño estuviesen en la Orden de Caballería, que es tan honrada, y por maldad y falsía y
traición y crueldad, estuviese la caballería en honra, ¡cuánto más fuertemente por sobre la
caballería sería honrada la Orden que tuviese su honra en la lealtad y cortesía y liberalidad y
piedad!
Oficio de caballero es tener castillo y caballo para cuidar los caminos y para defender
labradores. Oficio de caballero es tener villas y ciudades, para hacer valer el derecho de la
gente y para congregar y juntar en un lugar carpinteros, herreros, zapateros, traperos,
mercaderes y los otros oficios que pertenecen al ordenamiento de este mundo y que son
necesarios para conservar el cuerpo y sus necesidades. Por eso los caballeros para mantener su
sitio están tan bien ubicados que son señores de castillos y de ciudades y villas. Por eso, si
destruir villas, castillos y ciudades, quemar y cortar los árboles y las plantas y matar a las bestias
y robar los caminos fuera oficio y orden de caballero, obrar y edificar castillos, fortalezas, villas
y ciudades, defender a los labradores, tener atalayas para asegurar caminos y otras cosas
parecidas a éstas sería desordenamiento de la caballería. Y, si eso fuera así, la razón por la cual
la caballería fue inventada sería la misma cosa que su desordenamiento y su contrario.
Los traidores, ladrones y rateros deben ser perseguidos por los caballeros, pues así como el
hacha se hizo para destruir los árboles, así el caballero tiene oficio para destruir a los malos
hombres. Por eso si el caballero es ratero, ladrón o traidor, y los rateros, traidores y ladrones
deben ser apresados y ejecutados por los caballeros, si el caballero que es ladrón o traidor o
ratero, quiere usar de su oficio y usar en otros de su oficio, que se aprenda y mate a sí mismo.
Y si en sí mismo no quiere usar su oficio, y lo usa en otros, más se cuida de la Orden de
Caballería en otros que en sí mismo. Y como no es legítimo que ningún hombre se mate a sí
mismo, por eso el caballero que sea ladrón, traidor y ratero debe ser destruido y ejecutado por
otro caballero. Y el caballero que soporta y mantiene al caballero traidor, ratero, ladrón, no usa
de su oficio, pues si lo usara haría algo contra ese oficio si matase o destruyese hombres
ladrones y traidores que no son caballeros.
Si tú, caballero, tienes dolor o algún mal en una mano, aquel mal está más cerca de la otra
mano que de mí o de otro hombre. Por eso el caballero que sea traidor, ladrón y ratero está
más cerca en vicio y en falta, de ti, que eres caballero, que de mí, que no soy caballero. Por eso
si tu mal te da mayor trabajo que el mío, ¿por qué disculpas y mantienes al caballero enemigo
162
del honor de caballería? ¿por qué repruebas a los hombres que no son caballeros de las faltas
que cometen? El caballero ladrón hace mayor robo al alto honor de la caballería, con lo que se
quita a sí mismo y a su nombre, que con lo que hace al quitar dinero u otras cosas. Pues quitar
honra es dar vileza y mala fama a aquella cosa que es digna de ser loada y honrada. Y ya que el
honor y la honra valen más que el dinero y que el oro y la plata, por eso es mayor falta
envilecer la caballería que quitar dinero y otras cosas que no son caballería. Y, si esto no fuese
así, se seguiría que el dinero y las cosas que se quitan serían mayores que el hombre, o que
fuera mayor robo quitar un dinero que quitar mucho dinero. Si el hombre traidor, que mata a
su señor o yace con su mujer o entrega su castillo, es caballero, ¿qué cosa es el hombre que
muere para honrar y defender a su señor? Y si el caballero traidor es premiado por su señor,
¿qué falta podrá cometer para que sea castigado o reprendido? Pues si el señor no mantiene el
honor de caballería contra su caballero traidor, ¿quién lo mantendrá? Y si el señor no destruye
a su traidor, ¿qué cosa destruirá y para qué es señor, hombre o cosa alguna?
Si el oficio de caballero no es retar o combatir al traidor, y si el oficio del caballero traidor es
esconderse y combatir al caballero leal, ¿qué cosa es el oficio de caballero? Y si un coraje tan
malvado como el del caballero traidor, intenta vencer el coraje del caballero leal, el alto coraje
del caballero que combate por lealtad, ¿qué cosa intenta vencer o superar? Si el caballero amigo
de la caballería y la lealtad es vencido, ¿qué pecado ha hecho y a dónde ha ido el honor de la
caballería?
Si robar fuese oficio de caballero, dar sería contrario a la Orden de Caballería. Y si dar se
adecuara a algún oficio, ¿cuánto de valor tendría aquel hombre que hiciera del dar un oficio? Y
si dar las cosas quitadas [por robo] fuera adecuado al honor de la caballería, ¿a qué sería
adecuado el restituirlas? Y si se quita lo que Dios da, para que el caballero lo posea, ¿qué cosa
no debería poseer el caballero?
Poco sabe de encargar el que encarga a un lobo hambriento sus ovejas o el que encarga a su
bella mujer a un caballero joven y traidor, o el que encarga su fuerte castillo a un caballero
avaro y ratero, y si tal hombre no sabe poco de encargar sus cosas, ¿quién es el que sabe
encargar, quién es aquel que sabe cuidar y conservar los encargos?
¿Has visto algún caballero que no quiera recobrar su castillo? ¿Has visto algún caballero que
no quiera guardar su mujer del caballero traidor? ¿Has visto algún caballero ratero que no se
esconda para robar? Y si no has visto ninguno de tales caballeros, no hay regla ni Orden que
pueda hacerlos volver a la Orden de Caballeros.
Tener su arnés gentil y curar a su caballo es oficio de caballero, y si apostar su arnés sus
armas y su caballo es oficio de caballero, el oficio de caballero es lo que es y lo que no es. Pues
si eso es así, entonces el oficio de caballero es y no es, y como ser y nada son contrarios y no es
caballería destruir su arnés, ¿entonces la caballería sin armas, qué sería? ¿Y por qué razón es
nombrado caballero?
Mandamiento de la Ley es que el hombre no sea mentiroso, por eso si hacer falso
juramento no es contra la Orden de Caballería, Dios, que hizo el Mandamiento, y la caballería
son contrarios, y si lo son, ¿dónde está la honra de la caballería y cuál es su oficio? Y si Dios y
163
la caballería concuerdan, conviene que jurar falsamente no se dé en aquellos que mantienen la
caballería, y si hacer un voto y prometer algo a Dios y jurar con verdad no es de caballero, ¿qué
es eso en qué consiste la caballería?
Si la justicia y la lujuria concordaran, la caballería, que concuerda con la justicia, concordaría
con la lujuria, y si caballería y lujuria concordaran, la castidad, que es contraria a la lujuria, sería
contra la honra de la caballería. Y si eso fuera así, sería verdad que los caballeros querrían
honrar la caballería sólo para mantener a la lujuria. Si la justicia y la lujuria son contrarias, y la
caballería es para mantener la justicia, entonces un caballero lujurioso y la caballería son
contrarios y, si lo son, en la caballería debe ser evitado más fuertemente de lo que se ha hecho
el vicio de la lujuria. Si fuera castigado el vicio de la lujuria como se debe, no serían sacados
tantos hombres de ninguna Orden como de la Orden de Caballería.
Si la justicia y la humildad fuesen contrarios, la caballería, que concuerda con la justicia,
estaría contra la humildad y se concordaría con el orgullo. Y si el caballero orgulloso mantiene
la Orden de Caballería, fue otra caballería la que comenzó por la justicia y para mantener a los
hombres humildes contra los injustos orgullosos. Y si eso es así, los caballeros que existen en
este tiempo no están en la Orden de Caballería en la que estaban los otros caballeros que
fueron los primeros, y si estos caballeros que existen ahora tienen la regla y usan del oficio que
usaban los primeros, no hay orgullo ni maldad en estos caballeros que vemos orgullosos e
injuriosos. Y si lo que parece orgullo e injuria no son nada, ¿entonces la humildad y la justicia
en quién están, en dónde y qué son?
Si la justicia y la paz fueran contrarios, la caballería que concuerda con la justicia sería
contraria a la paz, y si lo es, entonces estos caballeros que son ahora enemigos de la paz y aman
la guerra y los males, son caballeros, y aquellos que pacifican a la gente y huyen a los males son
injuriosos y están contra la caballería. Si eso es así, y los caballeros que ahora existen usan la
Orden de Caballería al ser injuriosos y guerreros y amantes del mal y de las penas, entonces
¿qué cosa eran y quiénes eran los caballeros primeros, que concordaban con la justicia y la paz,
pacificando a los hombres con justicia y por la fuerza de las armas? Con que si, en los tiempos
primeros, era del oficio del caballero pacificar a los hombres por la fuerza de las armas y si los
caballeros guerreros e injuriosos que existen en este tiempo no están en la Orden de Caballería
ni tienen oficio de caballero, ¿dónde está la caballería y cuáles y cuántos son aquellos que están
en su Orden?
Hay muchas maneras por las que el caballero puede y debe usar el oficio de caballería, y
como hemos de tratar de otras cosas, por eso pasamos por esto lo más brevemente que
podemos. Sobre todo por la petición de un cortés escudero, leal y veraz, que ha seguido la
Regla del caballero largo tiempo, hemos hecho este libro de modo breve, pues en corto tiempo
debe ser constituido un novel caballero.
164
165
VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO
166
MARTÍN LUTERO
LA LIBERTAD
CRISTIANA
167
INTRODUCCIÓN
Bajo las consignas de solus Christus, sola fide, sola scriptura y sola gratia, Martín Lutero dio pie al
cisma más doloroso que el cristianismo haya experimentado. Posibilitada por causas no
exclusivamente doctrinales, la Reforma Protestante —encabezada, además de por Lutero, por
figuras como Calvino, Knox y Zwinglio— fue un enérgico llamado a replantear en qué
consiste ser cristiano; constituyó también la ocasión del movimiento contrarreformista que se
expresó, entre otras vertientes, en ricos movimientos artísticos como el Barroco y contribuyó,
mediante la difusión y traducción de las Escrituras a lenguas vernáculas como el alemán, al
asentamiento de la identidad y la educación de varios pueblos, sin lo cual varios pensadores
posteriores, de la talla de Kant y Hegel, no habrían sido posibles.
La libertad del cristiano de Lutero (con una clara impronta agustiniana) subraya que nada
externo hace al hombre libre, bueno o servicial, tan sólo la palabra de Dios o predicación de
Cristo tal y como se encuentra en las Escrituras. Y es que sin ella, Lutero observa, el hombre
debe reconocer la futilidad de sus obras y su propia perdición. Dado que los mandamientos tan
sólo convencen de la imposibilidad de observarlos por las propias fuerzas, los cristianos tienen
una sola misión: grabar en su ser la palabra de Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe, pues la
fe (…) justificará abundantemente a quienes la posean.
Mandamientos y leyes frente a la fe en la promesa de Cristo, Antiguo y Nuevo Testamento,
tales son las dimensiones del cristianismo a ojos de Lutero; la fe desliga al hombre de los
mandamientos y las leyes, la fe va más allá de las obras a grado tal que la libertad del cristiano
consiste en no necesitar de obra alguna para su justificación o salvación.
168
MÜLPHORDT 10 , ALCALDE DE ZWICKAU, MI MUY
BONDADOSO AMIGO Y PROTECTOR, YO, DOCTOR MARTÍN LUTERO, AGUSTINO, PRESENTO MIS
11
SOLÍCITOS SERVICIOS Y MEJORES DESEOS.
AL
ATENTO Y SABIO SEÑOR JERÓNIMO
Atento y sabio señor y buen amigo: El digno magíster Juan Eger12, predicador de vuestra
loable ciudad, me ha ensalzado el amor y la complacencia que ponéis en la Sagrada Escritura, la
cual fervorosamente confesáis y delante de todos alabáis sin cesar. Por esta razón quiso aquél
relacionarme con vos; lo cual estoy dispuesto a hacer presto y con gozo; que es motivo de
alegría para mí saber que se ama la verdad divina. Por desgracia son muchos los que con toda
violencia y astucia la desechan, sobre todo aquellos que se glorían de ostentar ciertos derechos
sobre ella. Empero siempre será así: muchos tropezarán con Cristo, puesto como escándalo y
símbolo al que es menester desechar, y caerán y volverán a levantarse. Como principio de
nuestro conocimiento y nuestra amistad, he querido dedicaros este pequeño tratado y
exposición en lengua alemana, después de habérselo dedicado al Papa en latín. Con el presente
escrito pretendo exponer públicamente la causa de mi doctrina y mis escritos sobre el papado,
causa que espero a nadie parecerá nimia. Sin más, me encomiendo y os encomiendo a vos y a
todos a la gracia divina. Amén.
Wittenberg, 1520
JESÚS
1. A fin de que conozcamos a fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la
libertad que para él adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite
el apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:
El cristiano es libre y señor de todas las cosas y no está sujeto* a nadie.
El cristiano es servidor de todas las cosas y está sujeto a todos.
Ambas afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de san Pablo13:
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos”. Asimismo14: “No debáis a
nadie nada, sino el amarse unos a otros”. El amor empero es servicial y se supedita a aquello en
que está puesto; y a los gálatas15 donde se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido
de mujer y nacido bajo la ley”.
2. Para poder entender ambas afirmaciones, de por sí contradictorias, sobre la libertad y la
servidumbre, pensemos que todo cristiano posee una naturaleza espiritual y, otra corporal. Por
10
Germán Mülphort, no Jerónimo como lo llama Lutero.
La traducción y las notas son de Rodolfo Olivera Obermöller.
12 Juan Silvio Wildenauer de Eger.
* También se puede traducir como “sometido” o “supeditado”.
13 1 Co 9:19.
14 Rom 13:8.
15 Ga 4:4.
11
169
el alma* se llama al hombre espiritual, nuevo e interior; por la carne y la sangre, se lo llama
corporal, viejo y externo. A causa de esta diferencia, también la Sagrada Escritura contiene
aseveraciones directamente contradictorias acerca de la libertad y la servidumbre del cristiano.
3. Si examinamos al hombre interior, espiritual, a fin de ver qué necesita para ser y poder
llamarse cristiano bueno y libre, hallaremos que ninguna cosa externa, sea cual fuere, lo hará
libre, ni bueno, puesto que ni su bondad, ni su libertad ni por otra parte, su maldad ni
servidumbre son corporales o externas. ¿De qué aprovecha al alma si el cuerpo es libre,
vigoroso y sano, si come, bebe y vive a su antojo? O ¿qué daño puede causar al alma si el
cuerpo anda sujeto, enfermo y débil, padeciendo hambre, sed y sufrimientos, aunque no lo
quiera? Ninguna de estas cosas se acerca tanto al alma como para poder libertarla o
esclavizarla, hacerla buena o perversa.
4. De nada sirve al alma, asimismo, si, el cuerpo se recubre de vestiduras sagradas, como
hacen los sacerdotes y demás religiosos, ni tampoco si permanece en iglesias y otros lugares
santificados, ni si sólo se ocupa en cosas sagradas: ni si hace oraciones de labios, ayuda, va en
peregrinación y realiza, en fin, tantas buenas obras que eternamente puedan llevarse a cabo en
el cuerpo y por medio de él. Algo completamente distinto ha de ser lo que aporte y dé al alma
bondad y libertad, porque todo lo indicado, obras y actos, puede conocerlo y ponerlo en
práctica también un hombre malo, impostor e hipócrita. Además, con ello no se engendra
realmente sino gente impostora. Por otro lado, en nada perjudica al alma que el cuerpo se
cubra con vestiduras profanas y more en lugar no santificado, coma, beba, no peregrine, ni ore,
ni haga las obras que los hipócritas mencionados ejecutan.
5. Ni en el cielo ni en la tierra existe para el alma otra cosa en qué vivir y ser buena, libre y
cristiana que el Santo Evangelio, la Palabra de Dios predicada por Cristo, como Él mismo
dice16: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, vivirá eternamente”. Asimismo17:
“Yo soy el camino y la verdad, y la vida”. Además18: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de
toda Palabra que sale de la boca de Dios”. Por consiguiente, no hay duda de que el alma puede
prescindir de todo, menos de la Palabra de Dios: fuera de ésta, nada existe con que auxiliar al
alma. Una vez que ésta posea la Palabra de Dios, nada más precisará; en ella encontrará
suficiente alimento, alegría, paz, luz, arte, justicia, verdad, sabiduría, libertad, y toda suerte de
bienes en superabundancia. Por eso nos describen los Salmos, especialmente el salmo 11819, al
profeta clamando sólo por la Palabra de Dios. Asimismo se considera en la Sagrada Escritura
* Lutero, como hombre de su época, comprendía al ser humano desde lo espiritual (alma o vida/espíritu) y carnal
(lo material y corpóreo). Esto no debe entenderse como un dualismo, sino más bien como una comprensión del
ser humano que vive como un todo en dos esferas conexas, es decir, al mismo tiempo vivimos lo corporal y lo
espiritual. Lo importante para Lutero es que aprendamos a vivir y servir desde la fe conociendo ambas esferas o
realidades (naturalezas) de nuestra existencia, de modo que no nos alejemos de lo espiritual (fe) y cuidemos
nuestro cuerpo (carnal) para que podamos servir a Dios en el mundo.
16 Jn 11:25.
17 Jn 14:6.
18 Mt 4;4.
19 Cf. Sal 119.
170
como el mayor castigo y como señal de la ira divina, si Dios retira a los hombres su Palabra20.
Por el contrario, la mayor gracia de Dios se manifiesta cuando Él la envía según leemos en el
Salmo 10621: “Envió su Palabra y con ella les socorrió”. Únicamente para predicar la Palabra de
Dios ha venido Cristo al mundo y con este exclusivo fin fueron llamados e impuestos en sus
cargos todos los apóstoles, obispos, sacerdotes y eclesiásticos en general, aunque respecto a
estos últimos hoy, desgraciadamente, no lo parezca.
6. Acaso preguntes: ¿qué Palabra es esa que otorga una gracia tan grande y cómo deberé
usar de tal Palabra? He aquí la respuesta: La Palabra no es otra cosa que la predicación de
Cristo, según está contenida en el Evangelio. Dicha predicación ha de ser —y lo es
realmente— de tal manera que al oírla oigas hablar a Dios contigo, quien te dice que para Él tu
vida entera y la totalidad de tus obras nada valen y que te perderás eternamente con todo
cuanto en ti hay. Oyendo esto, si crees sinceramente en tu culpa, perderás la confianza en ti
mismo y reconocerás cuán cierta es la sentencia del profeta Oseas22: “Oh Israel, en ti sólo hay
perdición: que fuera de Mí no hay salvación”. Mas para que te sea posible salir de ti mismo,
esto es, de tu perdición, Dios te presenta a su amadísimo Hijo Jesucristo, y con su palabra viva
y consoladora, te dice: Entrégate a Él con fe inquebrantable, confía en Él sin desmayar. Por esa
fe tuya te serán perdonados todos tus pecados; será superada tu perdición; serás justo, veraz,
lleno de paz, bueno; y todos los mandamientos serán cumplidos y serás libre de todas las cosas,
como San Pablo dice23: “Mas el justo solamente vive por su fe”. Y también24: “Porque el fin y
cumplimiento de la ley es Cristo para todos los que en Él creen”.
7. Luego la única práctica de los cristianos debería consistir precisamente en lo siguiente:
grabar en su ser la Palabra y a Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe. No existe
otra obra para el hombre que aspire a ser cristiano. Así lo indicó Cristo a los judíos cuando
éstos lo interrogaron acerca de las obras cristianas que debían realizar y que debían ser
agradables a Dios, diciendo 25 : “Ésta es la única obra de Dios, que creáis en el que Él ha
enviado”. Pues sólo a Cristo ha enviado Dios como objeto de la fe. Se desprende de esto que
una fe verdadera en Cristo es inapreciable riqueza, pues trae consigo toda salvación y quita la
maldición, como está escrito en Marcos, último capítulo26: “El que creyere y fuere bautizado,
será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Así reconoció el profeta Isaías las riquezas
de esa fe27: “Dios contará un poco sobre la tierra y en ese poco entrará la justicia como un
nuevo diluvio”. O sea, la fe, que encierra ya el cumplimiento de todos los mandamientos,
justificará abundantemente a quienes la posean, de manera que nada más habrán menester para
20
Am 8:11 y sig.
Cf. Sal 107:20.

Se refiere a la contrición.
22 Os 13:9.
23 Rom 1:17.
24 Rom 10:4.
25 Jn 6:29.
26 Mt 16:16.
27 Is 10:22.
21
171
ser justos y buenos, como dice el apóstol Pablo28: “Porque cuando se cree con el corazón,
entonces se es justo y bueno”.
8. ¿Pero cómo es que habiendo ordenado la Sagrada Escritura tantas leyes, mandamientos,
obras y ritos, sólo la fe puede justificar al hombre sin necesidad de todo ello, y más aún, puede
concederle tantos bienes? Tocante a esto deberá tenerse muy en cuenta, sin olvidarlo nunca,
que la fe sola, sin obras, justifica, liberta y salva, como luego veremos. Y a la vez es preciso
saber que en la Sagrada Escritura hay dos clases de palabra: mandamientos o ley de Dios, y
promesas y afirmaciones. Los mandamientos nos indican y ordenan toda clase de buenas
obras, pero con eso no están ya cumplidas: porque enseñan rectamente, pero no auxilian;
instruyen acerca de lo que es preciso hacer, pero no expenden la fuerza necesaria para
realizarlo. O sea, los mandamientos han sido promulgados únicamente para que el hombre se
convenza por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprenda a reconocerse y a desconfiar de
sí mismo. Por esta razón llevan los mandamientos el nombre de Antiguo Testamento, todos
figuran en el mismo. Por ejemplo, el mandamiento que dice29: “No codiciarás” demuestra que
todos somos pecadores y que no hay hombre libre de concupiscencia, aunque haga lo que
quiera. Aquí aprende el hombre a no confiar en sí mismo y a buscar en otra parte el auxilio
necesario para poder limpiarse de codicia y cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado
que por esfuerzo propio le es imposible. Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo:
no somos capaces de cumplirlos.
9. Una vez que el hombre haya visto y reconocido por los mandamientos su propia
insuficiencia, lo acometerá el temor y pensará en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya que
es menester cumplirla so pena de condenación; y se sentirá verdaderamente humillado y
aniquilado, sin hallar en su interior nada con que llegar a ser bueno. Entonces es cuando la otra
palabra se allega, la promesa y la afirmación divina, y dice: ¿deseas cumplir los mandamientos y
verte libre de la codicia malsana y del pecado como exigen los mandamientos? ¡Mira! ¡Cree en
Cristo! En Él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, mas si
no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás conseguirás con las obras de los
mandamientos –que son muchas, sin que ninguna valga– te será dado pronto y fácilmente por
medio de la fe: que en la fe he puesto directamente todas las cosas, de manera que quien tiene
fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no tiene fe, nada poseerá. Son pues, las
promesas de Dios las que cumplen lo que los mandamientos ordenan y dan lo que ellos exigen:
esto sucede así para que todo sea de Dios; el mandamiento y cumplimiento. Sólo Dios ordena
y sólo Dios cumple. Esta es la razón por la cual las promesas de Dios son la Palabra del Nuevo
Testamento y están comprendidas en el mismo.
10. Estas palabras y todas las demás de Dios son santas, verídicas, justas, pacíficas, libres y
plenas de bondad. Por tanto, el alma de aquel que con fe verdadera se atiene a la Palabra
divina, se unirá a la misma de modo tal que también el alma se adueñará de todas las virtudes
28
29
Rom 10:10.
Ex 20:17.
172
de la Palabra. Es decir, por la fe, la Palabra de Dios hará al alma santa, justa, sincera, pacífica,
libre y plena de bondad; será en fin un verdadero hijo de Dios, como dice Juan30: “A los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.
Esto aclara por qué la fe es tan potente y asimismo cómo no existen buenas obras que
puedan igualarse a ella. Ninguna obra buena se atiene a la Palabra divina como la fe, ni hay
obra buena alguna capaz de morar en el alma, sino que únicamente la Palabra divina y la fe
reinan en el alma. Tal como es la palabra, así se vuelve el alma, a semejanza del hierro que al
unirse al fuego se vuelve rojo blanco como el fuego mismo. Vemos así que al cristiano le basta
con su fe, sin que precise obra alguna para ser justo, de donde se deduce que si no ha menester
de obra alguna, queda ciertamente desligado de todo mandamiento o ley, y si está desligado de
todo esto será, por consiguiente, libre. En esto consiste la libertad cristiana: en la fe única que
no nos convierte en ociosos o malhechores, sino antes bien en hombres que no necesitan obra
alguna para obtener la justificación y salvación. Luego trataremos este punto con amplitud.
11. También se asemeja la fe a un hombre que confía en otro porque aprecia su bondad y
veracidad, lo cual es el honor más grande que un ser humano puede rendir a otro. Por el
contrario, la mayor vergüenza es que un hombre considere a su semejante como inútil,
mentiroso y superficial. Del mismo modo, cuando el alma cree firmemente en la Palabra de
Dios, considera a éste como sincero, bueno y justo, rindiéndole así todo el honor del que es
capaz, en tanto respeta el derecho divino, glorifica el nombre de Dios y se abandona a su
voluntad, dado que no duda de la bondad y veracidad de todas sus Palabras. Por el contrario, el
deshonor mayor que a Dios puede hacérsele es no creerle, cosa que sucede si el alma lo
considera incapaz, falaz y superficial, negándole con tal incredulidad y haciendo de su propio
sentir un ídolo levantado en el corazón contra Dios, como si su propia sabiduría pudiera
superar a la divina. Al ver Dios que el alma lo reconoce por la única verdad y que lo honra así
con su fe, Él, a su vez, honra al alma y la considera buena y sincera.
Por consiguiente, por la fe es el alma realmente buena y sincera, porque bueno es y
conforme a la verdad que se considere a Dios como bondad y verdad mismas, lo cual hace al
hombre también justo y sincero, siendo así que es sincero y justo conceder a Dios toda la
verdad. Y esto es algo que no realizan quienes en lugar de creer se esfuerzan poniendo en
práctica muchas buenas obras.
12. No sólo obra la fe compenetrando al alma íntimamente con la Palabra de Dios,
dotándola de gracia, libertad y bienaventuranza, sino que la misma fe también une al alma con
Cristo, como la esposa con su esposo. De tales desposorios resulta, según el apóstol Pablo, que
Cristo y el alma forman un solo cuerpo 31 , de manera tal que todo cuanto ambos poseen,
bienes, dicha, desdicha, todo, en fin, lo poseen en común. Esto es, lo que a Cristo de por sí
pertenece, pasa a pertenecer también al alma, y lo que ésta posee pasa a ser posesión de Cristo.
Así, Cristo posee todos los bienes y la bienaventuranza que pertenecen al alma. De la misma
30
31
Jn 1:12.
Ef 5:30
173
manera no dispone el alma de maldad y pecado, los cuales se transfieren a Cristo. ¡Aquí
comienza el gozoso trueque y la alegre porfía! Cristo es Dios y hombre, pero jamás ha
cometido pecado: su justicia es invencible, eterna y omnipotente. Al apropiarse Cristo del
pecado del alma creyente en virtud del anillo de bodas de ésta, es decir, por su fe, es como si
Cristo mismo hubiera cometido el pecado: de donde resulta que los pecados son absorbidos
por Cristo y perecen en Él; que no hay pecado capaz de resistir la invencible justicia de Cristo.
De este modo se ve el alma limpia de todos sus pecados, en virtud de las arras de boda, o sea,
el alma es por su fe libertada y dotada con la justicia eterna de su esposo Jesucristo. ¿No es
acaso alegre negocio que Jesucristo, el novio rico, noble y bueno, se despose con una
insignificante ramera, pobre, despreciable y mala, sacándola así de todo mal y adornándola con
toda clase de bienes? Ya no es posible que el alma sea condenada por sus pecados, una vez que
éstos también son de Cristo, en el cual han perecido. De esta suerte dispone el alma de una
justicia tan superabundante por su esposo que es capaz de resistirse contra todos los pecados,
aunque ya estuviera sobrecargada de ellos. A este respecto dice el apóstol Pablo32: “Gracias
sean dadas a Dios que nos ha dado la victoria en Cristo Jesús, en la que han sido absorbidos la
muerte y el pecado”.
13. Comprenderás ahora, lector, por qué motivo se concede tal valor a la fe, afirmando que
cumple los mandamientos y justifica sin necesidad de otras obras. Ya has visto cómo sólo la fe
cumple el primer mandamiento, el cual ordena33: “Honrarás al Señor, tu Dios”. Aunque fueras
de pies a cabeza una sola y pura “buena obra”, no serías justo ni darías a Dios honra alguna
con ello, o sea, dejarías incumplido el primero de todos los mandamientos. Honrar a Dios sólo
es factible si se reconoce de antemano que Él es la verdad y la suma de todas las bondades,
como es en verdad. Sin embargo, dicho conocimiento no cabe en las buenas obras, sino
únicamente en la fe del corazón. Por eso es sólo la fe la justicia del hombre y el cumplimiento
de los mandamientos: pues quien cumple el primer mandamiento cumplirá también segura y
fácilmente los demás. Las obras [sin fe] son, por el contrario, cosa muerta; no pueden honrar y
alabar a Dios, aun cuando pueden practicarse en su honor y alabanza, si la fe está presente.
Pero nosotros andamos buscando no aquello que puede realizarse, como las obras, sino al
autor y maestro que honra a Dios y lleva a cabo las obras. Esto no es sino la fe de corazón que
es la cabeza y toda la sustancia de la justicia. Por consiguiente, la doctrina que enseña a cumplir
los mandamientos con obras, es una doctrina tan peligrosa como malvada, toda vez que los
mandamientos han de ser cumplidos por la fe antes que por las obras, ya que estas siguen a tal
cumplimiento como en seguida veremos.
14. Para conocer más a fondo lo que en Cristo poseemos y el beneficio tan grande que
supone tener una fe verdadera, ha de saberse que anteriormente al Antiguo Testamento y en

Las arras de boda eran una cantidad en dinero que los novios al comprometerse en matrimonio pactaban pagar
al otro en caso de que uno de ellos no cumpliera con el compromiso, no celebrándose la boda.
32 1 Co 15:55-57.
33 Ex 20:2-4.
174
este mismo, Dios escogió y retuvo para sí el primogénito viril de hombres y animales34. Ahora
bien, la primera criatura nacida fue de valor inapreciable y aventaja a todos los nacidos35 en dos
grandes cosas, como son: la soberanía y la clerecía, o en otras palabras, el reino y el sacerdocio.
Es decir, el niño que primero nació era señor de todos sus hermanos, y al mismo tiempo
sacerdote o papa ante Dios. Este símil se refiere a Jesucristo, el cual es realmente el
primogénito de Dios el Padre, nacido de la Virgen María. Por eso es Él también rey y
sacerdote, aunque en sentido espiritual, toda vez que su Reino no es de este mundo ni consiste
en bienes terrenales, sino puramente espirituales, como son: la verdad, la sabiduría, la paz, el
gozo, la bienaventuranza, etc. Sin embargo, no quedan tampoco excluidos los bienes
temporales, pues todas las cosas están supeditadas a Cristo, así las del cielo como las de la tierra
y del infierno. Se explica que no veamos a Cristo, porque reina espiritual e invisiblemente.
Asimismo no consiste su sacerdocio en actos exteriores o en vestiduras, como sucede entre
los hombres, sino en un sacerdocio en espíritu, invisible: de este modo Cristo está delante de
Dios, rogando sin cesar por los suyos, sacrificándose a sí mismo, haciendo, en fin, cuanto a un
sacerdote bueno corresponde. “Él intercede por nosotros”, como dice San Pablo36, y al mismo
tiempo nos instruye interiormente, en nuestro corazón. Ambos menesteres, el ruego intercesor
y la enseñanza, son propios del sacerdote: que también los sacerdotes humanos, visibles y
perecederos, ruegan y enseñan del mismo modo.
15. Cristo en posesión de la primogenitura y toda la gloria y dignidad que a la misma
pertenecen, hace participar de ella a todos los cristianos, a fin de que por la fe también ellos
sean reyes y sacerdotes con Cristo. Así dice San Pedro37: “Vosotros sois reino sacerdotal y
sacerdocio real”. Esto sucede porque la fe eleva al cristiano por encima de todas las cosas, de
manera que se convierte en el soberano espiritual de las mismas, sin que ninguna pueda
malograr su salvación. Antes al contrario, todo le queda supeditado y todo ha de servirle para
su salvación, como enseña San Pablo38: “Todas las cosas habrán de ayudar a los escogidos para
su mayor bien”, sea la vida o la muerte, el pecado o la justicia, lo bueno y lo malo, llámese
como quiera”. Igualmente39: “Todo es vuestro, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo
por venir”, etc. Claro está que esto no significa que ya dominemos corporal o materialmente
todas las cosas, poseyéndolas y haciendo uso de ellas, como hombres que somos; no es esto
posible, dado que todos tenemos que perecer corporalmente, y nadie puede escaparse de la
muerte. Además existen cosas a las cuales estamos sometidos, como lo vemos en Cristo mismo
y en sus santos. Se trata de una soberanía espiritual, ejercitada dentro de los límites que nos
impone el cuerpo. Es decir, mi alma puede perfeccionarse en todas y a pesar de todas las cosas,
de manera que aun la muerte y el padecimiento me están sometidos y me servirán para mi
34
Ex13:2.
Gn 49:3.
36 Rom 8:34
37 1 Pe 2:9.
38 Rom 8:28 y sigs.
39 1 Co 3:21 y sigs.
35
175
salvación. ¡Qué elevado y estupendo honor! ¡Qué soberanía tan real y omnipotente! Es éste un
reino espiritual, donde nada hay tan bueno o tan malo que no tenga que beneficiarme si tengo
la fe, sin que nada necesite, porque con mi fe me basta. ¡He aquí cuán hermosos son el señorío
y la libertad de los cristianos!
16. Además, somos sacerdotes, lo que vale mucho más que ser rey, toda vez que el
sacerdocio nos capacita para poder presentarnos delante de Dios rogando por los demás
hombres, puesto que sólo a los sacerdotes corresponde por derecho propio estar a los ojos de
Dios y rogar. A Cristo le debemos este don de interceder y suplicar en espíritu unos por otros,
semejantes al sacerdote que corporalmente intercede y ruega ante Dios por el pueblo. Empero,
a quien no cree en Cristo ninguna cosa puede beneficiarlo, antes al contrario, estará sometido a
todas como un siervo, y todas lo hacen alterarse. Tampoco su oración alcanzará el agrado de
Dios, ni siquiera llegará hasta Él. ¿Quién es capaz de abarcar la grandeza y el honor del
cristiano? Por su reinado y soberanía dispone Él de todas las cosas; por su sacerdocio influye
en Dios, puesto que Dios obra conforme al ruego y deseo del cristiano, como leemos en el
Salmo40: “Dios cumplirá el deseo de todos los que le temen y oirá su oración”. Este honor lo
recibe el cristiano sólo por la fe, pero no por las obras. De lo dicho se deduce claramente que
el cristiano es libre de todas las cosas y soberano de ellas, sin que precise, por tanto, de obra
buena alguna para ser justo y salvo. La fe es la que da de todo en abundancia. Y si el cristiano
fuera tan necio de pensar ser justo, libre, salvo o cristiano en virtud de las buenas obras,
perdería su fe y con ella todo lo demás. Semejante sería el tal a aquel perro del cuento que
llevaba un trozo de carne en la boca, y viéndolo reflejado en el agua, quiso cogerlo de un
bocado; perdió el trozo de carne y además también la imagen del mismo en el agua.
17. Acaso te preguntes qué diferencia hay entre los sacerdotes y los laicos en la cristiandad,
sentado que todos los cristianos son sacerdotes. La respuesta es la siguiente: Las palabras
“sacerdote”, “cura”, “eclesiástico” y otras semejantes fueron despojadas de su verdadero
sentido al ser aplicadas únicamente a un reducido número de hombres que se apartaron de la
masa y formaron lo que ahora conocemos con el nombre de “estado sacerdotal”. La Sagrada
Escritura no hace diferencias entre cristianos, sino que sólo distingue entre los sabios y los
consagrados que reciben el nombre de “ministri”, “servi”, “oeconomi”, que significa:
servidores, siervos y administradores, y cuya misión consiste en predicar a los demás a Cristo y
sobre la fe y la libertad cristiana. Aunque todos seamos iguales sacerdotes, no todos podemos
servir, administrar y predicar. Así dice San Pablo 41 : “Queremos ser considerados por los
hombres únicamente como servidores de Cristo y administradores del Evangelio”. Pero el caso
es que dicha administración se ha tornado en un dominio y poder tan mundano, ostentativo,
fuerte y temible, que el verdadero poder temporal no puede ya compararse con él, ¡como si los

Se refiere a la doctrina del sacerdocio universal, con lo que se intenta provocar que la gente tome su
responsabilidad como sacerdotes y no caiga sólo en los ministros consagrados.
40 Sal 145:19.
41 1 Co 4:1.
176
laicos y cristianos fueran dos cosas distintas! Claro es que con ello se ha despojado totalmente
de su sentido a la gracia, la libertad y la fe cristianas, así como también a todo aquello que de
Cristo hemos recibido, y hasta a Cristo mismo. ¿Y qué se nos ha dado en cambio? Muchas
leyes y obras humanas, haciéndonos así verdaderos esclavos de la gente más incapaz del
mundo.
18. Puede deducirse de lo expuesto que no basta con predicar superficialmente sobre la vida
y obra de Cristo, cual si se tratase de un mero hecho histórico o una crónica; aun es peor
callarse sobre Cristo y en su lugar predicar el derecho eclesiástico u otras leyes y doctrinas
humanas. También hay muchos que al predicar o leer sobre Cristo se muestran llenos de
compasión con Él, pero de odio contra los judíos, o se entretienen, en fin, con diversas
frivolidades. Ahora bien, es necesario predicar a Cristo en tal forma que la predicación brote en
ti y en mí la fe y se mantenga en nosotros; una fe que sólo nace y permanece cuando se nos
predica por qué vino Cristo al mundo, de qué manera hemos de valernos de Él y de sus
beneficios, qué es lo que Él nos ha traído y donado. Se predicará de este modo cuando se
interpreta debidamente la libertad cristiana que de Cristo hemos recibido, y cuando se nos dice
de qué modo somos reyes y sacerdotes, y dueños y señores de todas las cosas, y que Dios se
complace en todo cuanto hacemos y lo atiende, según hemos venido diciendo. Y el corazón
que oye esto de Cristo, se gozará hasta lo más profundo, se sentirá consolado, se volverá
blando para con Cristo, y le corresponderá amándolo, cosas todas en fin, a las que jamás
podría llegar el corazón mediante el cumplimiento de leyes y obras. Por lo demás, ¿qué podría
dañar o atemorizar a un corazón que así siente? Si el pecado y la muerte se allegan, le dice su fe
que la justicia de Cristo es suya y que sus pecados tampoco son ya suyos sino de Cristo; de este
modo, el pecado se desvanece ante la justicia de Cristo por la fe y en la fe, como antes se dijo; y
el hombre aprende a porfiar a la muerte y al pecado como el apóstol, y exclama42: “¿Dónde
está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Tu aguijón es el pecado. Mas
a Dios sean dadas gracias y alabanzas, que nos ha otorgado la victoria por Jesucristo nuestro
Señor. Absorbida es la muerte con su victoria”, etc.
19. Baste lo hasta aquí expuesto acerca del hombre interior o espiritual, de su libertad y de
su justicia esencial, para lo cual no precisa ley u obra buena alguna; más aún, sería perjudicial a
la justificación si quisiera alcanzarla mediante leyes y obras. Pasemos ahora a la otra parte, a la
referente al hombre externo. Al hacerlo; replicaremos a todos aquellos que, escandalizados por
nuestros razonamientos, suelen exclamar: “Está bien: si la fe ya lo es todo y por sí sola basta
para la justificación, ¿por qué han sido ordenadas las buenas obras? Vivamos, pues, alegres y
confiados y sin hacer nada.” No, amado hermano, eso, es un error. Podría suceder lo que tú
dices, si fueras ya del todo un hombre interior, puramente espiritual e interior, cosa que no

Lutero sostiene, al igual que el apóstol Pablo, que Cristo llega a nosotros por medio de la predicación de la
Palabra más que con palabras u obras humanas. De este modo, en Romanos 10:17, leemos que “La fe, por lo tanto,
nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.”
42 1 Co 15:55 y sig.
177
tendrá lugar antes del día del juicio final. En este mundo todo es comienzo y crecimiento, y el
fin vendrá en el otro mundo. Por eso habla el apóstol de “primitias spiritus”, o sea, los
primeros frutos del espíritu43; y también por eso cabe aplicar lo que antes se dijo: “el cristiano
es servidor de todas las cosas y está supeditado a todos.” Con otras palabras: dado que es libre,
nada necesita hacer: dado que es siervo, ha de hacer muchas y diversas cosas. Veamos cómo
sucede esto.
20. Aun cuando el hombre esté ya interiormente, por lo que a su alma respecta, bastante
justificado por la fe y en posesión de todo cuanto precisa, aunque su fe y suficiencia tendrán
que seguir creciendo hasta la otra vida, sigue, sin embargo, en el mundo y ha de gobernar su
propio cuerpo y de convivir con sus semejantes. Y aquí comienzan las obras. El hombre,
dejando a un lado toda ociosidad, está obligado a guiar y disciplinar moderadamente su cuerpo
con ayunos, vigilias y trabajos, ejercitándolo a fin de supeditarlo e igualarlo al hombre interior y
a la fe, de modo que no sea impedimento ni haga oposición, como sucede cuando no se lo
obliga. Pues, el hombre interior va al unísono con Dios, se goza y se alegra por Cristo, que
tanto ha hecho por él, y su mayor y único placer es, a su vez, servir a Dios con un amor
desinteresado y voluntario. Empero en su carne late una voluntad rebelde, una voluntad
inclinada a servir al mundo y a buscar lo que más la deleita. Pero la fe no puede sufrirlo y se le
arroja de modo al cuello amorosa, para apaciguarlo y subyugarlo. Dice el apóstol Pablo 44 :
“Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, mas veo otra ley en mis miembros que
me lleva cautivo a la ley del pecado”. Del mismo modo45: “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en
servidumbre, no sea que habiendo sido un maestro para otros, yo mismo venga a ser
eliminado”. Y asimismo46: “Pero los que son de Cristo crucifican su carne con sus afectos y
concupiscencia”.
21. Pero dichas obras no se realizarán pensando que por ellas el hombre se justifica ante
Dios, pues tal pensamiento es insoportable para la fe, la cual es y será siempre la única justicia a
los ojos de Dios. Antes bien, se harán las obras con la sola intención de dominar el cuerpo y
limpiarlo de sus malas inclinaciones deleitosas, poniendo toda la mira en desterrarlas.
Precisamente por ser el alma pura por la fe y amante de Dios, anhela que también lo demás sea
puro, sobre todo el propio cuerpo, y que todo, juntamente con ella, ame y alabe a Dios. Por
consiguiente, el hombre, a causa de su propio cuerpo, no puede andar ocioso, antes al
contrario, habrá de realizar muchas buenas obras para supeditarlo. Sin embargo, no son las
obras el medio apropiado para aparecer como bueno y justo delante de Dios, sino que se
ejecutarán con puro y libre amor, desinteresadamente, sólo para complacer a Dios, buscando y
mirando única y exclusivamente lo que a Dios le agrada en tanto se desea cumplir su voluntad
43 Rom 8: 22-23. “Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.”
44 Rom 7:22 y sig.
45 1 Co 8:27.
46 Ga 5:24.
178
lo mejor posible. Concluya así, pues, cada cual la medida y la prudencia al castigar su cuerpo
con tantos ayunos, vigilias y trabajos como necesite para apaciguar su temeridad. Pero aquellos
que buscan la justificación por medio de obras, no se cuidan de la mortificación, sino sólo
ponen la mira en las obras, pensando que cuanto más numerosas éstas sean, mejor es para
alcanzar la justificación. Y a veces pierden la cabeza y malgastan sus cuerpos. ¡Cuán grande
estupidez y asimismo cuán falsa comprensión de la vida cristiana y de la fe demuestra la
pretensión de ser justificado y salvo por obras, pero sin fe!
22. Valiéndonos de algunos símiles diríamos: las obras del cristiano, el cual por su fe y por
pura gracia de Dios es justificado y salvado gratuitamente, podrían tasarse como las que Adán y
Eva habrían hecho en el paraíso, según está escrito47, que Dios lo puso en el paraíso al hombre
creado para que lo labrara y guardase. Ahora bien: Adán fue creado justo, bueno y sin pecado.
Por consiguiente, no le era preciso labrar y cuidar para ser bueno y justificado. Sin embargo, a
fin de que no anduviera ocioso, Dios le encomienda el trabajo de plantar, labrar y cuidar el
Edén. Tales obras de Adán habrían sido hechas por él voluntariamente, sólo para complacer a
Dios, pero en modo alguno para alcanzar la justificación que él ya poseía y con la cual todos
nosotros podríamos haber nacido. Pues bien, este es el caso de las obras del hombre creyente,
el cual, por su fe es puesto de nuevo en el paraíso y de nuevo creado; las obras que ejecuta no
le serán necesarias para su justificación, sino que le han sido ordenadas con objeto de evitar su
holganza, haciéndolo esforzar y cuidar el cuerpo exclusivamente para agradar a Dios.
Además: un obispo consagrado bendice un templo, confirma o practica cualquier otra obra
inherente a su cargo, pero tales cosas no lo hacen obispo; aún más, si no fuera por tratarse de
un obispo ya consagrado, ninguno de dichos actos tendrían valor, sino que serían puras
necedades. A semejanza del obispo, el cristiano, consagrado por la fe, al realizar buenas obras,
éstas no lo hacen mejor cristiano o más consagrado, cosa que únicamente sucede con el
incremento de la fe; antes bien, de no tratarse de un creyente y cristiano, nada valdrían sus
obras, sino que serían pecados punibles y condenables.
23. Estas dos sentencias son, por consiguiente, ciertas. Primera: “Las obras buenas y justas
jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y
justas”. Segunda: “Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo
ejecuta malas obras”. Se desprende de esto que la persona habrá de ser ya buena y justa antes
de realizar buenas obras o sea, que dichas obras emanan de la persona justa y buena, como dice
Cristo48: “El árbol malo no lleva buenos frutos; el árbol bueno no da frutos malos”. Ahora

Lutero plantea que es beneficioso y necesario que venzamos el ocio, con obras dirigidas a Dios, materializadas
en el prójimo. Él sabe que el ocio mata al espíritu, y por ende, impide el fluir de la fe en nosotros. Así, el hombre
interior debe estimular al exterior desde la fe, ya que, de modo contrario, el hombre exterior (el ocio) ahoga al
hombre interior (la fe).

Con esto, Lutero indica la necesidad de que sea la fe lo que de sentido a nuestras obras, y no que se dejen de
practicar las mismas.
47 Gn 2:15.
48 Mt 7:18.
179
bien, está claro que ni los frutos llevan al árbol ni se producen los árboles en los frutos, sino
que por el contrario, los árboles llevan los frutos y los frutos crecen en los árboles. Luego, así
como los árboles preceden a los frutos y estos no hacen al árbol malo o bueno, sino que son
los árboles los que dan frutos buenos o malos, también la persona será justa o mala antes de
ejecutar obras buenas o malas, de modo que sus obras no lo hacen bueno o malo al hombre,
sino que él mismo es quien hace buenas o malas obras. Algo semejante podemos ver en todos
los oficios manuales. Una casa bien o mal construida no hace al constructor bueno ni malo,
sino que éste levantará una casa buena o mala. Ninguna obra hace al artesano según la calidad
de ella, sino como es el artesano, así resultará también la obra. Idéntico es el caso de las obras
humanas, las cuales serán buenas o malas según sean la fe o la incredulidad del hombre. Y no
al contrario: como son sus obras, así será justo o creyente. Como las obras no hacen al hombre
creyente, así no lo justifican tampoco. Sin embargo, la fe, que hace justo al hombre, así también
realizará buenas obras. Toda vez que las obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser
ya justo antes de realizarlas, queda claramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia
divina, en virtud de Cristo y su Palabra, justifica a la persona suficientemente y la salva, sin que
el cristiano precise de obra o mandamiento alguno para lograr su salvación. Porque el cristiano
está desligado de todos los mandamientos, y en uso de su libertad hace voluntaria y
desinteresadamente todo cuanto haga, sin buscar nunca su propio provecho y su propia
salvación, porque por su fe y la gracia divina está ya salvo, sino que busca únicamente cómo
complacer a Dios.
24. Por otra parte, a quien carezca de fe, ninguna obra buena colaborará con su justicia y
salvación. Además, no hay malas obras que puedan hacerlo malo y condenarlo, sino que la
incredulidad pervierte a la persona y al árbol y es ejecutora de las obras malas y condenables:
Luego el ser justo o malo no procede de las obras, sino de la fe, como dice el sabio49: “El
principio del pecado es apartarse de Dios y desconfiar de Él”. También Cristo enseña que no
debe comenzarse por las obras y dice50: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el
árbol malo, y su fruto malo”. Lo mismo podría haber dicho: el que desee buenos frutos, que
empiece por el árbol plantándolo debidamente. Por consiguiente, quien pretenda realizar
buenas obras no comenzará por éstas, sino por la persona que ha de ejecutarlas. Mas a la
persona nadie la hace buena sino la fe, y nadie la hace mala sino la incredulidad. No es menos
cierto que las obras revelan al hombre como justo o malo ante sus semejantes, esto es, por las
obras se conoce ya exteriormente si el hombre es justo o malo, como dice Cristo51: “Por los
frutos los conoceréis”. Sin embargo, eso tiene un valor más bien aparente y externo, aunque
muchos se han dejado guiar por ello y yerran, escribiendo y enseñando cómo han de hacerse
las buenas obras y cómo es posible ganar la justificación, en tanto que olvidan del todo la fe. Y

Esto se resume en que: no es el pecado que hace a un hombre pecador, sino que el pecador comete pecado. Y
pecadores somos todos, por naturaleza.
49 Eccl 10:14-15.
50 Mt 12:33.
51 Mt 7:20.
180
así van por el mundo, guías ciegos de ciegos; así se torturan con muchas obras sin llegar jamás
a la recta justicia. A ello se refiere San Pablo52: “Tendrán apariencia de justicia, pero les falta el
fundamento; siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la justicia
verdadera”. Quien no quiera andar vagando en compañía de esos ciegos, que mire más allá de
las obras, de los mandamientos y de las doctrinas sobre las obras, para fijar la atención ante
todo en la persona y el modo en que puede ser justificada. Ciertamente la persona no se
justificará y salvará por medio de mandamientos y obras, sino por la Palabra de Dios, esto es,
por la promesa de su gracia, y la fe. Y sucede así, a fin de que la gloria divina permanezca en
todo su esplendor, en tanto Dios no nos redime por causa de nuestras obras, sino por su
Palabra misericordiosa, gratuitamente por pura clemencia. [Esto es, por gracia.]
25. Después de lo dicho, no será difícil comprender en qué sentido deben desecharse o
aceptarse las buenas obras y de qué modo habrá de entenderse toda doctrina acerca de las
mismas. Aquellas doctrinas fundadas en la falsa y torcida opinión de que mediante buenas
obras seremos justificados y salvos son ya en sí malas y dignas de condenación; lo son porque
desconocen la libertad y escarnecen la gracia de Dios, la cual sólo justifica y salva por la fe,
cosa imposible para las obras, mas al pretenderlo éstas, atacan la obra y el honor de la gracia.
No desechemos las buenas obras porque lo sean, no a causa de las malas consecuencias y la
errónea opinión que las acompaña, presentándolas como buenas cuando en realidad no lo son.
De donde resulta que tales doctrinas son engañosas y engañan al hombre; son como con piel
de oveja. Sin la fe no es posible destruir aquellas malas consecuencias y aquella falsa creencia
en las obras. Y mientras no venga la fe y las destruya, abundarán en todo aquel que busque la
justificación mediante las buenas obras. Porque la naturaleza humana no es capaz de
desterrarlas, ni siquiera de reconocerlas; antes al contrario, para ella son consecuencias, y la
creencia en las buenas obras algo inapreciable y salvador. Y esto es lo que a tantos ya ha
seducido. Por lo tanto, siendo provechoso escribir y predicar sobre el arrepentimiento, la
confesión y la satisfacción, si no se avanza hacia la fe, resultará de ello una mera serie de
doctrinas diabólicas y seductoras. No vale predicar sólo una parte, sino la Palabra de Dios en
sus dos partes. Predíquense los mandamientos para intimar a los pecadores y manifestarles sus
pecados, de modo, que se arrepientan y se conviertan. Pero esto no basta. Es preciso anunciar
también la otra Palabra, la promesa de gracia, enseñando lo que es la fe [y la esperanza], sin la
cual mandamientos, arrepentimiento y todo lo demás son cosas vanas. Hay todavía algunos
predicadores que no anuncian el arrepentimiento de los pecados y las promesas de Dios, como
para poder aprender de dónde y cómo vienen el arrepentimiento y la gracia. Porque el
arrepentimiento emana de los mandamientos y la fe, de las promesas de Dios. De este modo el
hombre que, atemorizado ante los mandamientos divinos, se ha humillado y reconocido su
verdadero estado, es justificado y levantado por su fe en las divinas Palabras.
26. Es suficiente lo expuesto acerca de las obras en general y de aquellas que el cristiano
realizará para dominar su propio cuerpo. Trataremos ahora de las obras que el hombre habrá
52
2 Ti 3:5 y sigs.
181
de practicar entre sus semejantes, porque el hombre vive no sólo en su cuerpo y para él, sino
también con los demás hombres. Esta es la razón por la cual el hombre no puede prescindir de
las obras en el trato con sus semejantes; antes bien, ha de hablar y tratarse con ellos, aunque
dichas obras en nada contribuyen a su propia justificación y salvación. Luego, al realizar tales
obras su intención será libre y él tendrá sus miras puestas sólo en servir y ser útil a los demás,
sin pensar en otra cosa que en las necesidades de aquellos a cuyo servicio desea ponerse. Este
modo de obrar para con los demás es la verdadera vida del cristiano, y la fe actuará con amor y
gozo, como el apóstol enseña a los gálatas53. También a los filipenses se les había enseñado que
con la fe en Cristo ya poseían la gracia y su abundancia, y añade54 : “Os amonesto con la
consolación que en Cristo tenéis y toda la consolación que guardáis en nuestro amor y toda la
comunión que tenéis con todos los cristianos espirituales y justos, que cumpláis mi gozo
sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor para con otros, sirviendo uno al otro, no mirando
cada cual lo suyo propio, sino cada uno también lo de los demás y lo que otros han de
necesitar”. Con estas palabras describe el apóstol sencilla y claramente la vida cristiana, una
vida en la cual todas las obras atienden al bien del prójimo, ya que cada cual posee con su fe
todo cuanto para sí mismo precisa y aún le sobran obras y vida suficientes para servir al
prójimo con amor desinteresado. A Cristo presenta el apóstol como ejemplo, diciendo 55 :
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo”, el cual, siendo pleno de forma divina
y teniendo suficiente para sí, sin que necesitara de vida, obras y sufrimiento, para ser justo y
salvo, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndolo y sufriéndolo todo, no
mirando más que nuestro propio bien; y así, siendo libre, se hizo siervo por causa nuestra.
27. Así también el cristiano, como Cristo, su cabeza, debe sentirse pleno y harto con su fe,
mirando de acrecentarla, porque ella le es vida, justicia y salvación, y le da todo cuanto es de
Cristo y Dios, como antes se dijo56 y el apóstol Pablo escribe57: “Lo que vivo todavía en la
carne, lo vivo en la fe de Cristo, Hijo de Dios”. El cristiano es libre, sí, pero debe hacerse con
gusto siervo, a fin de ayudar a su prójimo, tratándolo y obrando con él como Dios ha hecho
con el cristiano por medio de Jesucristo. Y el cristiano lo hará todo sin esperar recompensa,
sino únicamente por agradar a Dios y diciéndose: bien; aunque soy hombre indigno,
condenable y sin mérito alguno, mi Dios me ha otorgado gratuitamente y por pura gracia suya
en virtud de Cristo y en Cristo riquísima justicia y salvación, de manera que de ahora en
adelante sólo necesito creer que es así. Mas por mi parte haré también por tal Padre que me ha
colmado de beneficios tan inapreciables, todo cuanto pueda agradarle, y lo haré libre, alegre y
gratuitamente, y seré con mi prójimo un cristiano a la manera que Cristo lo ha sido conmigo,
no emprendiendo nada excepto aquello que yo vea que mi prójimo necesite o le sea
provechoso y salvador; que yo ya poseo todas las cosas en Cristo por mi fe. He aquí cómo de
53
Ga 5:6 y sigs.
Fil 2:1 y sigs.
55 Fil 2:5 y sigs.
56 Cap. 12.
57 Ga 2:20.
54
182
la fe fluyen el amor y el gozo en Dios, y del amor emana a la vez una vida libre, dispuesta y
gozosa para servir al prójimo sin miras de recompensa. Porque así como el prójimo padece
necesidad de aquello que a nosotros nos sobra, así padecíamos nosotros mismos también gran
necesidad ante Dios y hubo de socorrer la gracia. Por consiguiente, si Dios nos ha socorrido
gratuitamente por Cristo, auxiliemos nosotros también al prójimo con todas las obras de
nuestro cuerpo. Claramente se ve cuán noble y elevada es la vida cristiana, aunque hoy
desgraciadamente, en todo el mundo es desestimada, y más aún, ya se ha olvidado que existe y
no se predica sobre ella.
28. En el capítulo segundo del evangelio según Lucas leemos 58 que la Virgen María se
presentó en el templo después de las seis semanas indicadas para ser declarada limpia, como
ordenaba la ley a todas las mujeres, si bien la Virgen María no era impura como ellas, ni
deudora de la misma limpieza, ni siquiera la necesitaba. Mas la Virgen María obró así por amor,
no queriendo hacer de menos a las demás mujeres, ni pretendiendo apartarse de entre ellas. De
modo semejante obró el apóstol Pablo haciendo que se circuncidara a Timoteo59, no porque
fuera necesario, sino más bien por no ofrecer a los judíos de fe cristiana tibia la ocasión de
pensar mal; sin embargo, el apóstol no quiso que Tito fuera circuncidado, precisamente porque
se lo obligaba a ello; alegando que la circuncisión era necesaria para la salvación 60 . En el
capítulo 17 61 del evangelio según Mateo discute Cristo con Pedro acerca del tributo que
también se exigía a los discípulos, y le objetó que los hijos de un rey no necesitaban abonar
tributo alguno. Una vez conforme Pedro con dicha explicación, Cristo le ordenó no obstante
que saliera al mar y le dijo: “Para que no se escandalicen por causa nuestra, ve al mar. El primer
pez que saques, tómalo y en su boca hallarás una moneda, dásela por ti y por mí”. ¡Qué
ejemplo tan hermoso es éste y cuán aplicable a lo que venimos diciendo! Cristo se da a sí
mismo y a sus discípulos el título de libres hijos de rey que no carecen de nada, y sin embargo,
se doblega voluntariamente, sirve y paga el tributo. Tanto como la obra de Cristo pudo serle
necesaria y beneficiarle para su propia justicia o salvación, así también son todas sus demás
obras y las que realizan los cristianos, necesarias para su salvación; porque en realidad se trata
de servicios voluntarios en favor de los demás hombres y para su mejoramiento. Asimismo
deberían las obras de los sacerdotes y conventos, y ser hechas de manera que cada cual obrase
según su estado y su orden, pero con la mira puesta únicamente en auxiliar a otros y dominar el
propio cuerpo, dando así buen ejemplo a aquellos que también necesitan gobernar su carne.
Pero estén prevenidos siempre y no se propongan alcanzar justicia y salvación con tales obras,
porque justicia y salvación sólo son posibles por la fe. En este sentido amonesta el apóstol
Pablo 62 y 63 a los cristianos a someterse al poder secular, dispuesto siempre a prestarle su
58
Lc 2:22 y sig.
Hch 16:3.
60 Ga 2:3.
61 Mt 17:24 y sigs.
62 Rom 13:1 y sigs.
63 Tit 3:1.
59
183
servicio, mas no con miras de alcanzar justicia, sino para servir libremente a los demás y a la
autoridad secular, obedeciendo con amor y libertad. Quien entienda esto podrá vivir fácilmente
en medio de los innumerables preceptos y leyes del Papa, de los obispos, de los conventos, de
los príncipes y señores de que algunos prelados irrazonables hacen uso y los presentan como si
fueran necesarios para la salvación, denominándolos injustamente mandamientos de la iglesia;
injustamente, porque el cristiano libre reflexiona así: “ayunaré, oraré, haré esto y lo otro tal
como ha sido ordenado, pero no porque lo necesito, ni busco mi justicia y salvación con ello,
sino que lo hago por el Papa, el obispo, la comunidad, o también por mi hermano en la fe o
por mi señor, a fin de dar ejemplo, servir y sufrir. ¡Qué cosas mucho mayores ha hecho y
padecido Cristo por mí, aunque Él lo necesitaba mucho menos que yo! Y aunque los tiranos
exijan lo que no les corresponde, en nada me perjudicará mientras no vaya contra Dios.
29. De lo hasta aquí expuesto cualquiera puede formarse un juicio exacto y distinguir entre,
todas las obras y los mandamientos, así como también entre ciegos y locos y aquellos que son
razonables. Porque toda obra que no persiga el fin de servir a los demás y sufrir su voluntad
siempre que no se obligue a ir contra la voluntad de Dios, no será una buena obra cristiana.
Por eso sospecho que son pocas las fundaciones, iglesias, conventos, altares, misas y legados
verdaderamente cristianos, y asimismo los ayunos y oraciones especiales dirigidos a algunos
santos. Temo que con todo ello cada cual vela sólo por lo suyo, pensando expiar sus pecados y
conseguir la salvación. Este afán dimana de la ignorancia sobre la fe y la libertad cristiana. Pero
hay también eclesiásticos irrazonables que empujan a la gente a obrar de tal modo ensalzándolo
y coronándolo todo con indulgencias, pero olvidándose de instruir en la fe. Yo te aconsejo que
si deseas hacer un legado en bien de la iglesia, o si quieres orar y ayunar, no lo hagas pensando
en tu propio provecho, antes al contrario, hazlo desinteresadamente, para que los demás lo
disfruten y se beneficien con ello; si tal haces, eres un verdadero cristiano. ¿Por qué quieres,
retener tus bienes y buenas obras que te sobran para cuidar y dominar tu propio cuerpo, toda
vez que ya tienes bastante con tu fe, en la que Dios te ha otorgado ya todas las cosas? Sabrás
que los bienes de Dios han de pasar de unos a otros y pertenecer a todos, o sea, cada cual
cuidará a su prójimo como a sí mismo. Los bienes divinos emanan de Cristo y entran en
nosotros: de Cristo, de aquel cuya vida estuvo dedicada a nosotros, como si fuera la suya
propia. Del mismo modo deben emanar de nosotros y derramarse sobre aquellos que los
necesitan. Pero esto tendrá lugar de tal manera que pondremos también nuestra fe y justicia en
servicio y favor del prójimo delante de Dios, a fin de cubrir así sus pecados y tomarlos sobre
nosotros cual si fueran nuestros, como Cristo ha hecho para con nosotros mismos. He aquí,
esto es amor cuando el amor es verdadero. Y el amor es verdadero cuando la fe también es
verdadera. Por eso el apóstol indica como propiedad del amor64, que no busque lo suyo, sino el
bien del prójimo.
30. Se deduce de todo lo dicho que el cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y el
prójimo; en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe sale el cristiano de sí mismo y
64
1 Co 13:5.
184
va a Dios; de Dios desciende el cristiano al prójimo por el amor. Pero siempre permanece en
Dios y en el amor divino, como Cristo dice65: “De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los
ángeles que suben y descienden sobre el Hijo de Dios”. He aquí la libertad verdadera, espiritual
y cristiana que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley; la libertad que supera a
toda otra como los cielos superan la tierra. ¡Quiera Dios hacernos comprender esa libertad y
que la conservemos! Amén.
65
Jn 1:51.
185
VII. EL CRISTIANISMO Y LA CIENCIA
186
GALILEO GALILEI
CARTA A LA GRAN
DUQUESA CRISTINA
187
INTRODUCCIÓN
Considerado (en años muy posteriores a su desarrollo) como paradigmático respecto a los
pretendidos conflictos entre ciencia y religión, el caso Galileo tiene muchas aristas. Galileo
defendió atinadamente, siguiendo a san Agustín, los distintos niveles y formas de
interpretación de las Escrituras en un ambiente inmediatamente posterior a la Reforma.
Astrónomo, y como tal dedicado estrictamente a la descripción, explicó matemáticamente el
objeto de estudio de los cosmólogos y con ello dio pie a la instauración de la ciencia moderna.
Es verdad, sin embargo, que abogó por el cambio de paradigma en la concepción cosmológica
de su tiempo sin tener aún pruebas científicas contundentes.
La Carta a la gran duquesa Cristina expone de modo sintético las observaciones que Galileo
realizó, su propuesta respecto al nuevo paradigma y una defensa ante las reacciones que
suscitaron sus tesis. Para él, la novedad representa siempre un reto, pues se encuentra
estrechamente vinculada con el progreso. Con esta observación Galileo anticipa ya el espíritu
moderno, aunque a la vez se encuentre inmerso todavía en el espíritu de su tiempo. Galileo es
conocedor de la tradición y es por ello consciente de las revoluciones implícitas en su
acercamiento al modelo copernicano.
Galileo denuncia en sus detractores un amor a su error superior a su amor a la verdad. Denuncia
también la intransigencia en su postura más por animadversión a él que por verdadera
reflexión, así como su deliberada mezcla de discursos filosóficos y religiosos. Es esta última
observación la que sería radicalizada tiempo después.
No obstante, no parece haber en la carta a la gran duquesa Cristina una intención de oponer
ciencia y religión; Galileo señala el peligro de un mal uso de las Escrituras sin distanciarse de
ellas; no duda de su verdad, si se consideran los distintos niveles de interpretación; se refiere a
la Iglesia como Santa, se lamenta de la puesta en duda de su fe debido a sus investigaciones y
encomia la investigación astronómica de Copérnico aunada a su labor eclesiástica como
sacerdote. En la misma línea, se niega a discutir materias religiosas por ser ajenas a su
especialidad y manifiesta preocupación por que sus investigaciones puedan atentar contra su fe
católica.
A LA SERENÍSIMA SEÑORA, LA GRAN DUQUESA MADRE:
Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas
no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que
se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por
filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto
estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias.
Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso
de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o
destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad,
pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas
con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y
publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de
salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido
correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este
error si hubieran prestado atención a un texto de san Agustín, muy útil a este respecto, que
concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de
comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales
referentes a los cuerpos celestes, escribe:
«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer
temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin
embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo
puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo
Testamento» (Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).
Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí
sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron
persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la
verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de
una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay
quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para
con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad
de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más
irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan
combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores
que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin
reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión
particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de
acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que
no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y
189
los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de desprestigiarme
por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han
llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo, que el Sol, sin cambiar de lugar,
permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira
sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante
no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo
consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales que de otro
modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que
contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla el de Copérnico.
Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará,
dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura
de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con escasa
inteligencia, a la refutación de argumentos que no han comprendido.
En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales
proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son
heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los
actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen
a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable lo haya
acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no sólo para la
dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los matemáticos.
Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes había enraizado en
su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van murmurando entre el
pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad y conociendo que dicha
declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que también convertiría en
condenables a todas las otras observaciones y postulados astronómicos y naturales, con los
cuales se corresponden y mantienen una relación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a
facilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea considerada como nueva y propia de mi
persona, disimulando saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y
defensor. Hombre éste, no únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado
que, tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del
calendario eclesiástico, fue llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para
llevar a cabo la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió
a que todavía no se tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar.
Encargado por el obispo Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir
estudios con miras a precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al
trabajo, y a costa de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes
progresos en sus ciencias, y logró mejorar la exactitud del conocimiento de los períodos de los
movimientos celestes, mereciendo así el título de summo astronomo. Merced a sus trabajos se
pudo resolver luego la cuestión del calendario y erigir las tablas de todos los movimientos de
los planetas. Copérnico había de exponer esta doctrina en seis libros que publicó a
190
requerimiento del cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro acerca De las
Revoluciones Celestes, al sucesor de León X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada por aquel
entonces, ha sido bien recibida por la Santa Iglesia, y leída y estudiada por todo el mundo, sin
que jamás se haya formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo, al mismo tiempo que
se va comprobando, en base a exactos experimentos y necesarias demostraciones, la certeza de
las teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber visto jamás el libro, premian las
múltiples fatigas de su autor con la consideración de herético, y esto con el único objeto de
satisfacer su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con Copérnico, no
posee interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías.
Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata de hacerme, y que ponen en tela de
juicio mi fe y mi reputación, he considerado necesario enfrentar esos argumentos, que me son
opuestos en nombre de un pretendido celo por la religión y echando mano de las Sagradas
Escrituras, puestas al servicio de disposiciones que no son sinceras, y con la pretensión de
extender su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y las interpretaciones
de los padres, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe,
reemplazando así los razonamientos y las demostraciones por algún pasaje de la Escritura,
pasaje que muchas veces, más allá de su sentido literal, puede ser interpretado de diversas
maneras. Espero demostrar que yo procedo con un celo mucho más piadoso y más conforme
a la religión que ellos cuando propongo, no que no se condene a ese libro, sino que no se le
condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, ni comprenderlo. Precisaría que se supiera
reconocer que el autor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religión o a la fe, y que no
presenta argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmente
podría haber interpretado mal, sino que se atiene siempre a conclusiones naturales, que atañen
a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas y geométricas y que
proceden de experiencias razonables y de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significa
que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, pero una vez así
demostrada su doctrina, estaba por cierto persuadido de que en modo alguno podía hallarse en
contradicción con las Escrituras, desde que se las comprendiera correctamente. Es por ello por
lo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa así:
«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes, pese a ignorar toda la matemática, se
permitieran juzgar acerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras, deformado
especialmente para sus propósitos, y se atrevieran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me
preocuparé de ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juicio como temerario. Nadie
ignora que Lactancio, célebre escritor, pero matemático deficiente, habla de la forma de la
Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella tenía forma de esfera;
de modo que los estudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran en ridículo. La
matemática se escribe para los matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi
trabajo será útil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principado ejerce ahora Vuestra
Santidad.»
191
De esta índole son quienes se ingenian para hacer creer que tal autor se condena, sin
siquiera haberlo visto, y quienes, para demostrar que ello no solamente está permitido, sino que
es realmente beneficioso, alegan la autoridad de la Escritura, de los teólogos y de los Concilios.
Yo reverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría sumamente temerario
contradecirlas; pero, al mismo tiempo, no creo que constituya un error hablar cuando se tienen
razones para pensar que algunos, en su propio interés, tratan de utilizarlas en un sentido
diferente de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello, con una afirmación solemne
(y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no sólo me propongo rechazar los
errores en los cuales hubiera podido caer en el terreno de las cuestiones tocantes a la religión,
sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión alguna en esas materias, ni aun en
el caso en que pudieran dar lugar a interpretaciones divergentes: y esto porque, si en esas
consideraciones alejadas de mi profesión personal, llegara a presentarse algo susceptible de
inducir a otros a que hicieran una advertencia útil para la Santa Iglesia con respecto al carácter
incierto del sistema de Copérnico, deseo yo que ese punto sea tenido en cuenta, y que saquéis
de él el partido que las autoridades consideren conveniente; de otro modo, sean mis escritos
desgarrados o quemados, pues no me propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera
traicionar mi fidelidad por la fe católica. Además de eso, aunque con mis propios oídos haya
escuchado muchísimas de las cosas que allí afirmo, de buen grado les concedo a quienes las
dijeron que quizá no las hayan dicho, si así les place, y confieso haber podido comprenderlas
mal; así pues, no se les atribuya lo que yo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.
El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la
estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras
que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar,
de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el
Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.
Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y
establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar
equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que muchas
veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su sonido. Por
consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los
estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer aparecer en las
Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los mencionados, sino
también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y,
asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira, pena, odio, y aun tal vez el
olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. Así como las citadas proposiciones,
inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma por los sagrados profetas
en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, del mismo
modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el
verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están escritas con tales palabras.
Este modo de ver ha sido tan tratado y especificado por todos los teólogos, que resulta
192
superfluo dar razón de él. Me parece entonces que razonablemente se puede convenir en que
esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a tratar cuestiones de orden natural, y
principalmente las cuestiones más difíciles de comprender, no se aparta de este procedimiento,
y ello con el fin de no llevar confusión a los espíritus de ese mismo pueblo, y de no correr el
riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los misterios más altos. Por ello, si como se ha
dicho, y como claramente se ve, es con el solo objeto de adaptarse a la mentalidad popular que
la Escritura no ha esquivado velar verdades fundamentales, no vacilando en atribuir a Dios
cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría sostener seriamente que esa misma Escritura,
cuando se ve en el caso de hablar incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o de otras
criaturas, haya preferido atenerse con todo rigor a la significación estrictamente literal de las
palabras? Y, sobre todo, ¿cómo habría podido ocuparse, con respecto a esas criaturas, de
cuestiones que están alejadísimas de la capacidad de comprensión del pueblo, y que no se
relacionan directamente con el objetivo primero de esas mismas Escrituras, que es el culto
divino y la salud de las almas?
Así las cosas, me parece que, al discutir los problemas naturales, no se debería partir de la
autoridad de los pasajes de la Escritura, sino de la experiencia de los sentidos y de las
demostraciones necesarias. Porque la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente del
Verbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, y ésta como la ejecutora perfectamente
fiel de las órdenes de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las Escrituras, para adaptarse
a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen cosas que difieren con mucho de la
verdad absoluta, por gracia de su género y de la significación literal de los términos, la
naturaleza, por el contrario, se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes que le son
impuestas, sin franquear jamás sus límites, y no se preocupa por saber si sus razones ocultas y
sus maneras de obrar están al alcance de nuestras capacidades humanas. De ello resulta que los
efectos naturales y la experiencia de los sentidos que delante de los ojos tenemos, así como las
demostraciones necesarias que de ella deducimos, no deben en modo alguno ser puestas en
duda ni, a priori, condenadas en nombre de los pasajes de la Escritura, aun cuando el sentido
literal pareciera contradecirlas. Pues las palabras de la Escritura no están constreñidas a
obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza, y Dios no se revela de modo menos
excelente en los efectos de la naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras. Es lo
que quiso significar Tertuliano con estas palabras:
«Declaramos que Dios debe ser primero conocido por la naturaleza y luego reconocido por
la doctrina: a la naturaleza se la alcanza por las obras, a la doctrina por las predicaciones.»
No quiero decir con ello que no se deba tener una altísima consideración por los pasajes de
la Sagrada Escritura. Así, cuando hayamos obtenido una certeza, dentro de las conclusiones
naturales, debemos servirnos de esas conclusiones como de un medio perfectamente apto para
una exposición verídica de esas Escrituras, y para la búsqueda del sentido que necesariamente
se contiene en ellas, puesto que son perfectamente verdaderas y concuerdan con la verdad
demostrada. Considero que la autoridad de los Textos Sagrados tiene por objeto,
principalmente, el de persuadir a los hombres acerca de proposiciones que, por sobrepasar
193
todo discurso humano, su credibilidad no puede obtenerse por ninguna otra ciencia, ni por
medio distinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, dentro de las proposiciones que
no son de Fe, debe preferirse la autoridad de esos mismos Textos Sagrados a la autoridad de
textos humanos cualesquiera, que no estén escritos con método demostrativo, sino o bien
como pura narración, o bien sobre la base de razones probables. La autoridad de las Sagradas
Escrituras debe considerarse aquí conveniente y necesaria en la medida misma en que la
sabiduría divina sobrepasa a todo Juicio y a toda conjetura humanos.
No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos, palabra e intelecto, y haya querido,
despreciando la posible utilización de éstos, darnos por otro medio las informaciones que por
aquéllos podamos adquirir, de tal modo que aun en aquellas conclusiones naturales que nos
vienen dadas o por la experiencia o por las oportunas demostraciones, debemos negar su
significado y razón; no creo que sea necesario aceptarlas como dogma de fe, y máxime en
aquellas ciencias sobre las cuales en las Escrituras tan sólo se pueden leer algunos aspectos, y
aun entre sí opuestos. La astronomía constituye una de estas ciencias, de la cual sólo son
tratados algunos aspectos, puesto que ni siquiera se encuentran los planetas, a excepción del
Sol y la Luna, y Venus sólo una o dos veces, bajo el nombre de Lucifer. Ahora bien, si los
sagrados profetas hubiesen tenido la pretensión de comunicar al pueblo la situación y
movimiento de los cuerpos celestes y, por consiguiente, tuviéramos nosotros que sacar de las
Sagradas Escrituras tal información, no habrían, en mi opinión, tratado el tema tan poco, que
es casi nada si lo comparamos con los infinitos y admirables resultados que dicha ciencia
contiene y demuestra. Por tanto, que no solamente los autores de las Sagradas Escrituras no
hayan pretendido enseñarnos la constitución y los movimientos de los cielos y de las estrellas,
sus formas, sus tamaños y su distancia, sino que, aunque todas esas cosas les fueran
perfectamente conocidas, se hayan abstenido de hacerlo, tal es la opinión de los santos y sabios
Padres; así leemos en San Agustín:
«Suele también preguntarse qué forma y figura atribuyen nuestros libros divinos al cielo.
Pues muchos autores profanos disputan largamente sobre estas cosas, que omitieron con gran
prudencia los nuestros, por no ser para los que las aprenden necesarias para la vida
bienaventurada, y, además, porque los que en esto se ocupan han de malgastar lo que es peor,
tiempo sobremanera preciso restándolo a cosas más útiles. Pues a mí, ¿qué me interesa que el
cielo, siendo como una esfera, envuelva por todas sus partes a la Tierra equilibrada en medio
de la masa del mundo, o que la cubra por la parte de arriba como si fuera un disco? Mas
porque se trata de la autoridad de la divina Escritura y como quizás alguno no entienda las
palabras divinas, cuando acerca de estas cosas encuentre algo semejante en los libros divinos u
oiga hablar algo de ellos que le parezca oponerse a las razones percibidas por él, cosas que no
he recordado solamente una vez, para que no crea en modo alguno a los que le amonestan o le
cuentan o le afirman que son más útiles las cosas profanas que la verdad de la Santa Escritura,
brevemente he de decir que nuestros autores sagrados conocieron sobre la figura del cielo lo
que se conforma a la verdad, pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos, no
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quiso enseñar a los hombres estas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vida
futura» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).
Y además el poco cuidado que tuvieron esos mismos escritores sagrados para determinar lo
que debía creerse acerca de los accidentes de los cuerpos celestes, se nos muestra en el capítulo
X de esa misma obra de san Agustín, donde se discute la cuestión de si el cielo se mueve, o
bien permanece inmóvil:
«Sobre el movimiento del cielo no pocos hermanos preguntan si está quieto o se mueve, y
dicen: si se mueve, ¿cómo es el firmamento? Y si permanece estable, ¿cómo las estrellas, las
cuales se cree que están fijas en él, giran del oriente al occidente, recorriendo las
septentrionales, que están cerca del polo, círculos más breves, de tal modo que aparece el cielo
como una esfera, si es que está oculto a nosotros el otro polo en la parte opuesta, o como un
disco si no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, que para conocer claramente si es
así o no, demanda excesivo trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su
estudio y exponer tales razones ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a
su salud y a la necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
De allí resulta, por consecuencia necesaria, que el Espíritu Santo, que no ha querido
enseñarnos si el cielo se mueve o si permanece inmóvil, si su forma es la de una esfera, de un
disco o de un plano, no habrá podido tampoco tener la intención de tratar otras conclusiones
que con estas cuestiones se ligan, tales como la determinación del movimiento y del reposo de
la Tierra o del Sol. Y si el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos esas cosas, porque ellas no
concernían al objetivo que Él se propone, a saber, nuestra salud, ¿cómo podría afirmarse
entonces que de dos afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y la otra errónea? ¿Podría
sostenerse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos algo concerniente a la salud?
¿Podría tratarse de una opinión herética, cuando para nada se relaciona con la salud de las
almas? Repetiré aquí lo que he oído a un eclesiástico que se encuentra en un grado muy
elevado de la jerarquía, a saber, que la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo se va al
cielo, y no cómo va el cielo.
Pero pasemos a considerar qué valor conviene asignar, en las conclusiones naturales, a las
demostraciones necesarias y a las experiencias de los sentidos, y qué autoridad les fue atribuida
por los sabios y santos teólogos; de éstos, entre otros cien testimonios, tenemos los siguientes:
«Debemos cuidarnos, cuando tratamos de la doctrina de Moisés, de no presentar como
asegurado lo que repugne a experiencias manifiestas y a razones filosóficas, o a otras
disciplinas; en efecto, como lo verdadero coincide siempre con lo verdadero, la verdad de los
Textos Santos no puede ser contraria a las razones verdaderas y a las experiencias alegadas por
las doctrinas humanas» (Pereirus, In Genesim, circa Principium).
Y en San Agustín leemos esto:
«Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escrituras se mostrara en oposición con una
razón manifiesta y segura, ello significaría que quien interpreta la Escritura no la comprende de
manera conveniente; no es el sentido de la Escritura el que se opone a la verdad, sino el
sentido que él ha querido atribuirle; lo que se opone a la Escritura, no es lo que en ella figura,
195
sino lo que él mismo le atribuye, creyendo que eso constituía su sentido» (Epístola séptima, Ad
Marcellinum).
Así las cosas, y puesto que, como se ha dicho, dos verdades no pueden contradecirse, es
oficio de sabios comentaristas el esforzarse por penetrar el verdadero sentido de los pasajes de
la Escritura, la que indubitablemente ha de estar en concordancia con las conclusiones
naturales cuyo sentido manifiesto o demostración necesaria hayan sido establecidos de
antemano como ciertos y seguros. Y como, según se ha dicho, las Escrituras presentan, en
numerosos pasajes, un sentido literal muy alejado de su sentido real, y como, además, no se
puede estar seguro de que todos sus intérpretes estén divinamente inspirados, pues en tal caso
no habría ninguna divergencia en las interpretaciones que proponen, pienso que sería muy
prudente no permitir que ninguno de ellos invocara algún pasaje de la Escritura con miras a
postular como verdadera una conclusión natural que pudiera entrar en contradicción con la
experiencia o con una demostración necesaria. ¿Quién podría tener la pretensión de poner un
límite al ingenio humano? ¿Quién podría afirmar que hemos visto y que conocemos todo lo
que de perceptible y de cognoscible hay en el mundo? ¿Acaso los mismos que afirman, en otras
ocasiones (y con gran verdad), que las cosas que conocemos no constituyen sino una
pequeñísima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espíritu Santo sabemos que Dios ha
abandonado el mundo a sus discusiones, para que el hombre no halle la obra, que realizó Dios
desde el principio al final (Eclesiast. 3, 11), no se deberá, según mi parecer, contradiciendo esa
sentencia, detener la marcha del libre filosofar acerca de las cosas del mundo y de la naturaleza,
como si las tuviéramos encontradas con certeza y conocidas claramente ya todas. No debería
considerarse temerario el que no nos atengamos a las opiniones comunes, ni tampoco
inquietarse porque alguien, en las discusiones referentes a esos problemas naturales, no siga la
opinión del momento, sobre todo en lo que toca a problemas que durante miles de años han
sido objeto de controversias entre los mayores filósofos; problemas tales como la estabilidad
del Sol y la movilidad de la Tierra: opinión sostenida por Pitágoras y toda su secta, y por
Heráclito del Ponto, así como Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como lo
cuenta Aristóteles, y como nos lo enseña Plutarco, quien, en la vida de Numa, declara que
Platón, ya viejo, decía que sostener la opinión contraria era algo perfectamente absurdo. La
afirmación de la estabilidad del Sol y de la movilidad de la Tierra se encuentra también en
Aristarco de Samos, como lo sabemos por Arquímedes, en el matemático Seleuco, en el
filósofo Hicetas, como nos cuenta Cicerón, y en muchos otros todavía. Esta misma opinión la
volvemos a encontrar desarrollada y confirmada por las numerosas observaciones y
demostraciones de Nicolás Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, en el libro De cometis
nos dice que se precisaría desplegar gran diligencia para determinar con certeza si es el Cielo el
que experimenta una revolución diurna, o bien es la Tierra. Por ello no parece razonable que,
sin necesidad, se agreguen otras afirmaciones a los artículos referentes a la salud y el
fundamento de la fe, contra cuya solidez no cabe temer que nadie pueda oponer una doctrina
válida y eficaz: verdaderamente, entonces iría contra toda razón que se diera crédito a las
opiniones de gentes que, aparte de que no sepamos si están inspiradas por una virtud celeste,
196
vemos claramente que carecen de esa inteligencia que se necesitaría, ante todo para
comprender, y luego para discutir, las demostraciones según las cuales proceden las ciencias
más afinadas en la fundamentación de sus conclusiones. Diría más, si se me permite revelar
todo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados
que no se tolerara que los más superficiales y los más ignaros de los escritores los
comprometieran, salpicando sus escritos con citas interpretadas o más bien extraídas en
sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la ostentación de un
vano ornamento. Me limitaré a citar ejemplos de este abuso que se relacionan, precisamente,
con las materias astronómicas en cuestión. En los escritos que se publicaron después de mi
descubrimiento de los astros mediceos se adujeron contra su existencia numerosos pasajes de
la Sagrada Escritura: ahora que esos astros son vistos por todo el mundo, me gustaría saber a
qué nueva interpretación de la Escritura recurren mis contradictores para excusar su
simplicidad de espíritu. El otro ejemplo lo proporcionó recientemente el autor de un texto
impreso en que se sostiene, contra los astrónomos y los filósofos, que la Luna no recibe su luz
del Sol, sino que brilla por sí misma; concepción que el autor pretende confirmar con ayuda de
la Escritura, los cuales, según él, no podrían salvarse sino merced a su opinión. Ahora bien, que
la Luna sea por sí misma oscura, es algo no menos claro que el esplendor del Sol.
Así se pone de manifiesto que tales autores, por no haber penetrado el verdadero sentido de
la Escritura, la han utilizado, abusando de su autoridad, para obligar a sus lectores a dar por
verdaderas conclusiones que repugnan a la razón y a los sentidos: pero si tal abuso, cosa que
Dios no permita, debiera prevalecer, sería preciso entonces suprimir, a poco andar, todas las
ciencias especulativas; en efecto: puesto que, por naturaleza, el número de hombres poco aptos
para comprender perfectamente, tanto la Sagrada Escritura cuanto las otras ciencias, es como
mucho superior al número de los hombres inteligentes, se daría el caso de que los primeros,
hojeando superficialmente las Escrituras, se arrogarían el derecho de decidir en todas las
cuestiones de ciencia natural, arguyendo algunos pasajes de los escritos sagrados, interpretados
por ellos en un sentido distinto del verdadero, en tanto el escaso número de quienes
comprenden correctamente las Escrituras no podría reprimir el torrente furioso de esos malos
intérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil conseguir adeptos, cuanto que es mucho
menos trabajoso parecer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sin reposo en
disciplinas infinitamente laboriosas. Debemos, por ello, dar gracias infinitas a Dios por la
bondad con la cual nos libra de este temor, cuando quita su autoridad a tales personas,
confiando el cuidado de ocuparse de cuestiones tan importantes a la inmensa sabiduría y
bondad de Padres Prudentísimos, y a la suprema autoridad de quienes, guiados por el Espíritu
Santo, no pueden sino decidir acerca de esas cosas santamente, no permitiendo, de ese modo,
que la liviandad que hemos condenado sea objeto de estima. Contra esos malos intérpretes de
la Escritura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y no sin razón, los graves y santos
escritores, y entre ellos, en particular, San Jerónimo, quien escribe:
«En cuanto a ese arte (el de las Escrituras), la vieja parlanchina, el viejo charlatán, el sofista
verboso, todos se vanaglorian con él, lo chapucean, lo enseñan antes de haberlo aprendido.
197
Otros, la ceja orgullosa, agitando grandes palabras en un círculo de mujerzuelas, filosofan
sobre los Textos Sagrados; otros aun —qué vergüenza!— aprenden de las mujeres lo que han
de enseñar a los hombres; y esto es poco: dotados de cierta facilidad de elocución, o más bien
de audacia, explican a los otros lo que ellos mismos no comprenden. Y nada digo de mis pares,
quienes, si por acaso han accedido a las Sagradas Escrituras luego de haber cultivado la
literatura profana, y si por su lenguaje rebuscado han halagado agradablemente a los oídos del
pueblo, se imaginan que todas sus palabras son la ley misma de Dios, y no se dignan
informarse de la opinión de los profetas o de los apóstoles, sino que ajustan a su sentimiento
personal los textos, como si el alterar el sentido de las frases y el violentar según sus deseos a la
Sagrada Escritura, aun cuando ésta lo repugne, constituyera un método de expresión digno de
ser aprobado, y no sumamente falaz» (Epistola ad Paulinum, C III).
No quiero incluir en el número de esos tales escritores seculares a ciertos teólogos que
considero hombres de profunda doctrina y santísimas costumbres, los cuales, por ello, son
tenidos en gran estima y veneración; pero no puedo negar que me encuentro acosado por
ciertos escrúpulos, y, por tanto, con el deseo de que ellos me sean aliviados, cuando veo que
éstos se arrogan el derecho, utilizando la autoridad de la Escritura, de obligar a los otros a
seguir en las discusiones naturales la opinión que a ellos les parezca la más conforme con los
pasajes de la Escritura, creyendo que no tienen por qué preocuparse por las razones o
experiencias que lleven a una opinión contraria. Para explicar y confirmar su manera de ver
arguyen que, como la teología es la reina de todas las ciencias, de ningún modo debe ella
rebajarse para acomodarse con las proposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que, todo
lo contrario, esas otras ciencias deben remitirse a ella como la reina suprema, y modificar sus
conclusiones de acuerdo con los estatutos y decretos de la teología; agregan incluso que,
cuando en una ciencia inferior se presente una conclusión que se considere segura, porque esté
fundada en demostraciones y experiencias, en tanto se halle en contradicción con alguna
afirmación de las Escrituras, quienes se ocupan de esta ciencia deben hacer de modo que sus
demostraciones queden modificadas y que se pongan al descubierto las falacias de sus propias
experiencias, sin recurrir a los teólogos ni a los exegetas. Afirman que no conviene a la
dignidad de la teología el rebajarse para buscar los errores de las ciencias que le están
subordinadas, sino que le basta con fijar la verdad a la cual deben llevar sus conclusiones, cosa
que ella hace con una autoridad absoluta y con la seguridad de su carácter infalible. Las
conclusiones concernientes a las ciencias naturales, que según esos teólogos y exegetas deben
ser aceptadas a partir de las afirmaciones de las Escrituras, sin que quepa dar lugar a glosas ni a
interpretarlas en sentido diferente al de las propias palabras del texto, serían aquellas de que la
Escritura habla siempre de la misma manera, y que los santos Padres presentan siempre del
mismo modo. Quisiera yo, en cuanto a este modo de proceder, aportar algunas observaciones
particulares, que expongo con la mira de asegurarme de que ellas podrán ser aceptadas por
personas más versadas que yo en estas materias, personas a cuyo juicio acostumbro
someterme.
198
Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación en el hecho de no especificar las
virtudes que hacen a la teología sagrada digna del título de reina. Ella podría merecer ese
nombre, ya porque todo lo que las otras ciencias enseñan estaría contenido y demostrado en
ella en modo más excelente y con ayuda de una doctrina más sublime, asimismo como, por
ejemplo, las reglas de la agrimensura y del cálculo están contenidas más eminentemente en la
aritmética y la geometría de Euclides que en la práctica de los agrimensores y calculistas, o ya
también la teología sería reina porque trata de un asunto que sobrepasa en dignidad a todos los
otros que constituyen la materias de las otras ciencias, y también porque sus preceptos utilizan
medios más sublimes. Creo que los teólogos que no tienen destreza alguna en las otras
ciencias, no afirmarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el
primer sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá que la geometría, la astronomía, la música y
la medicina se hallan más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que en los libros
de Arquímedes, Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, pues, que su preeminencia real le
corresponde a la teología sólo en el segundo sentido, esto es, por causa de la sublimidad de su
objeto y de la excelencia de sus enseñanzas acerca de las revelaciones divinas, de las cuales no
presentan conclusiones que atañen esencialmente a la adquisición de la beatitud eterna,
conclusiones que los hombres no pueden adquirir ni comprender por otros medios. Si,
asentado eso, la teología, ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el trono
real entre las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las humildes
especulaciones de las ciencias inferiores, y no debe ocuparse de ellas porque no tocan a la
beatitud. Por ello los ministros y los profesores de teología no deberían arrogarse el derecho de
dictar fallos sobre disciplinas que no han estudiado ni ejercitado. En efecto, sería el mismo
caso que el de un príncipe absoluto, quien, pudiendo mandar y hacerse obedecer a su voluntad,
diera en exigir, sin ser médico ni arquitecto, que se respetara su voluntad en materia de
remedios y de construcciones, con grave peligro de la vida de sus pobres pacientes y del rápido
derrumbamiento de sus edificios.
Por ello, el que se quiera imponer a los profesores de astronomía que desconfíen de sus
propias observaciones y demostraciones, porque no podría tratarse sino de falsedades y
sofismas, constituye una pretensión absolutamente inadmisible; equivaldría a impartirles la
orden de no ver lo que ven, de no comprender lo que comprenden; cuando investigan, de que
encuentren lo contrario de lo que hallan. Antes de entrar por ese camino, sería preciso que se
indicara a esos profesores cómo hacer de modo que las potencias inferiores del alma se
impongan sobre las potencias superiores, es decir, que la imaginación y la voluntad puedan
creer lo contrario de lo que la inteligencia comprende (hablo siempre de las proposiciones
puramente naturales y que no son de Fe y no de las proposiciones sobrenaturales y de Fe).
Quisiera yo rogar a esos prudentísimos Padres que tuvieran a bien considerar con diligencia la
diferencia que existe entre las doctrinas opinables y las demostrativas; en tal caso, y haciéndose
cargo de la fuerza con que nos imponen las deducciones necesarias, se hallarían en mejores
condiciones para reconocer por qué no está en la mano de los profesores de ciencia
demostrativa el cambiar las opiniones a su gusto, presentando ora una, ora otra; es menester
199
por cierto que se perciba toda la diferencia que hay entre mandar a un matemático o a un
filósofo, y dar instrucciones a un mercader o a un abogado. No se pueden cambiar las
conclusiones demostradas, referentes a las cosas de la naturaleza y del cielo, con la misma
facilidad como las opiniones relativas a lo que está permitido o no en un contrato, en la
evaluación fiscal del valor de un bien o en una operación de cambio. Esta diferencia ha sido
perfectamente bien reconocida por los santísimos y doctísimos Padres, como lo prueba el
modo como combatieron numerosos argumentos, o por mejor decir, numerosas doctrinas
filosóficas audaces, y como lo señalan también, en más de uno de ellos, declaraciones bien
manifiestas; es así como hallamos en san Agustín las siguientes declaraciones:
«Debemos tener por indudable que todo lo que los sabios de este mundo pueden demostrar
con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros divinos.
Y también que todo lo que en cualquiera de sus escritos presenten ellos contrario a nuestros
divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostramos con argumentos firmes que es falso,
o sin duda alguna creeremos que no es verdadero. Así pues, nos quedamos con nuestro
Mediador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría Y de la ciencia, para no
ser engañados por la locuacidad de la errónea filosofía, ni atemorizados por la superstición de
la falsa religión» (Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Creo que de este texto puede derivarse la siguiente doctrina, a saber, que en los libros de los
sabios de este mundo hay cosas que se refieren a la naturaleza, que están demostradas de un
modo completo, y otras que simplemente son enseñadas; en lo concerniente a las primeras, a
los teólogos corresponde mostrar que no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a
las otras, las que son enseñadas pero no demostradas de modo necesario, si en ellas se hallaren
algunas cosas contrarias a los Textos Sagrados, se las debe considerar como indudablemente
falsas, y hacer todo lo posible por demostrar su falsedad. Por tanto, si las conclusiones
naturales demostradas de modo verdadero no ha de subordinarse a pasaje alguno de la
Escritura, sino que tan sólo requieren la declaración de que no están en contradicción con
pasajes de la Escritura, es menester, antes de que se condene a tales proposiciones naturales,
traer las pruebas de que no han sido demostradas de manera necesaria: esta tarea corresponde,
no a quienes las tienen por verdades, sino a quienes las consideran falsas, pues lo que hay de
erróneo en un discurso será reconocido como falso con mucha mayor facilidad por quienes lo
consideran tal, que por quienes lo aprecian como verdadero y concluyente; en efecto, en
cuanto estos últimos, mientras más examinen la cuestión, mientras más escruten sus razones, y
controlen las observaciones y las experiencias sobre las cuales se funda, más confirmados se
verán en sus convicciones. Pero Vuestra Alteza conoce lo ocurrido a ese matemático de Pisa
que en su vejez había emprendido el estudio de la doctrina de Copérnico, con la esperanza de
refutarla en sus fundamentos: pero si, cuando no la tenía estudiada, la consideraba falsa, bien
pronto quedó persuadido de la exactitud de las demostraciones sobre las que se fundaba, así
pues, luego de haber sido su adversario, se convirtió en su más firme defensor. Podría yo
señalar a otros matemáticos, los cuales, impresionados por mis últimos descubrimientos, han
reconocido que se imponía cambiar la concepción que hasta entonces se tenía del mundo,
200
porque de modo alguno podía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta opinión y esta doctrina,
bastara con cerrar la boca a una sola persona, como piensan quienes toman su propio juicio
como medida del de los además, muy fácil asunto sería; pero las cosas se presentan de otro
modo: para obtener un resultado semejante se necesitaría, no ya sólo prohibir el libro de
Copérnico y los escritos de sus partidarios, sino toda la ciencia astronómica; más aún, se
debería impedir a los hombres que miraran el cielo, para que no vieran a Marte y a Venus, ora
muy cercanos, ora alejados de la Tierra, con una diferencia de distancia tan considerable, que
puede variar en cuarenta veces para Venus, y en sesenta para Marte; no deberían tampoco
tener la posibilidad de verificar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma de creciente con
puntas sumamente finas; habría que impedir, asimismo, tantas otras observaciones hoy
admitidas por todos, las que de modo alguno pueden convenir con el sistema de Ptolomeo,
mientras que concuerdan perfectamente con la concepción de Copérnico. Prohibir la doctrina
de Copérnico cuando numerosísimas observaciones nuevas, y el estudio sobre ellas practicado
por grandísimo número de sabios, llevan de día en día a que su validez sea mejor reconocida,
me parecería, en lo que a mí respecta, ir contra la verdad: se la ocultaría y se la escamotearía en
el preciso momento en que se presenta mejor demostrada y más clara. Por otra parte, que no
se la tome en su conjunto, sino que se condene solamente la opinión particular referente al
movimiento de la Tierra, aparejaría una situación aún más perjudicial, pues se daría la
posibilidad de que se tuvieran por probadas proposiciones de las que luego se afirmaría que es
pecaminoso creer en ellas. Pero si toda esta doctrina hubiera de ser condenada, significaría ello
que no se toman en cuenta las centenas de pasajes de la Escritura donde se nos enseña que la
gloria y magnificencia de Dios se muestran admirablemente en todas sus obras, y que se leen
de manera divina en el libro del Cielo, que ante nuestros ojos se despliega. ¿Quién podría
pretender que la lectura de ese libro ha de llevar tan sólo a que se reconozca el esplendor del
Sol y de las estrellas, su ascenso en el Cielo y su caída, que es a lo que se limita el conocimiento
de los hombres poco instruidos y del pueblo, cuando en esas cosas hay misterios tan
profundos, e ideas tan sublimes, que las vigilias y los trabajos de los más penetrantes espíritus
no han permitido todavía dilucidarlos por completo, pese a las investigaciones que se
prosiguen desde milenios? Y por otra parte, ¿no hay acaso espíritus, aun poco instruidos, que
comprendan que el aspecto exterior del cuerpo percibido por sus sentidos significa poquísima
cosa en comparación con lo que permiten alcanzar los medios admirables que utilizan
anatomistas o filósofos cuando estudian el modo como funcionan tantos músculos, tendones,
nervios y huesos, cuando examinan el funcionamiento del corazón y de los otros órganos
esenciales, cuando tratan de determinar la sede de las facultades vitales, cuando observan la
admirable estructura de los órganos de los sentidos, cuando, sin dejar de asombrarse nunca,
contemplan todas las posibilidades de la imaginación, de la memoria y del discurso, del propio
modo que lo que nos es dado alcanzar por el simple uso de la vista no es casi nada tomando en
cuenta las profundas maravillas que el espíritu de los sabios, merced a largas y minuciosas
observaciones, puede descubrir en el cielo?
201
Se afirma, es cierto, que las proposiciones naturales que a la Escritura presenta siempre del
mismo modo, y que son interpretadas concordantemente por los Padres siempre en el mismo
sentido, han de entenderse según el sentido directo de las palabras, sin glosa ni interpretación,
y que, por tanto, se las debería aceptar y tener por totalmente veraces. La movilidad del Sol y la
estabilidad de la Tierra serían, según eso, de Fe, debiéndose tener a esta afirmación por
verdadera y considerar errónea la opinión contraria. Creo necesario observar a este respecto,
ante todo, que entre las proposiciones naturales las hay tales, que pese a los esfuerzos del
espíritu humano, sólo pueden ser objeto de una opinión probable; de una conjetura verosímil,
pero no de una ciencia segura y demostrada; tal el caso, por ejemplo, de la afirmación de que
las estrellas son animadas. Pero hay otras proposiciones cuya indudable certeza puede probarse
mediante prolongadas observaciones y demostraciones necesarias. Tal es el problema de si la
Tierra y el Sol se mueven o no, o de si la Tierra es o no esférica. En cuanto a las primeras,
reconozco que, allí donde el discurso humano no permite acceder a una ciencia segura, sino
que proporciona tan sólo una opinión y una creencia, corresponde atenerse totalmente al
sentido literal de las Escrituras. Pero en cuanto a las otras, como se dijo antes, pienso que
corresponde, ante todo, asegurarse de los hechos: sólo entonces se descubrirá el verdadero
sentido de las Escrituras, las que deben hallarse en perfecto acuerdo con un hecho
demostrado, aunque las palabras mismas pueden sugerir a primera vista un sentido diferente.
Dos verdades no pueden contradecirse nunca. Esta doctrina me parece tanto más recta y
segura cuanto que la hallo expuesta exactamente por san Agustín. Éste, hablando precisamente
de la figura del cielo y de la idea que de ella debe tenerse, declara que cuando se dé el caso de
que los astrónomos afirmen que la Tierra es redonda, cuando la Escritura habla de ella como
de una piel, no hay que preocuparse por ver que la Escritura se opone a las afirmaciones de los
astrónomos, sino que debe creerse en la autoridad de la Escritura en caso de que lo declarado
por los astrónomos sea falso, o fundado solamente sobre las conjeturas de la debilidad
humana; pero, cuando los astrónomos sostengan proposiciones fundadas sobre razonamientos
indudables, este santo Padre no dice que se les deba obligar a que modifiquen sus
demostraciones y declaren que sus conclusiones son falsas; por el contrario, afirma que
entonces ha de demostrarse que lo que la Escritura dice acerca de la piel no se contradice con
esas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras:
«Pero alguno dirá en qué forma no se opone a los que atribuyen al cielo la figura de esfera,
lo que está escrito en nuestros libros divinos: Tú que extiendes el cielo como una piel (Sal. 103,
2). Ciertamente será contrario si es falso lo que ellos dicen, pues lo que dice la divina autoridad
más bien es verdadero que aquello que conjetura la fragilidad humana. Pero si ellos lo pudieran
probar con tales argumentos que no deba dudarse, debemos demostrarles nosotros que aquello
que se dijo en los libros divinos sobre la piel, no es opuesto a sus verdaderos raciocinios; de lo
contrario, también será opuesto a ellos lo que en otro lugar de nuestro escrito se lee, donde
dice que el cielo está suspendido como una bóveda (Isaías, cap. 40, v. 22, sec. LXX)» (Génesis a
la letra, lib. II, cap. IX).
202
Del texto se deriva, como se ve, que no debemos inquietarnos menos porque un pasaje de
la Escritura contradiga una proposición natural demostrada, que porque un pasaje de la
Escritura contradiga otro pasaje, que eventualmente presente una proposición opuesta;
paréceme que hemos de admirar o imitar la circunspección de este santo, quien se muestra
reservadísimo cuando se trata de conclusiones oscuras, o de conclusiones cuya demostración
segura no puede obtenerse por los medios humanos. He aquí lo que escribe al final del
segundo libro del Génesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problema de si debe creerse que
las estrellas están animadas:
«Aunque esto al presente no pueda fácilmente entenderse, creo, sin embargo, que en el
decurso de la exposición de los libros divinos podrá ofrecerse un lugar más oportuno donde,
según las reglas de la santa autoridad, podamos, si no, demostrar algo definitivamente cierto
sobre este asunto, a lo menos patentizar que pueda ser creído lícitamente. Ahora, pues,
observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre
algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos
por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo
contrario a ella en los libros Santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Génesis a la
letra, lib. II, cap. XVIII).
De este texto y de varios otros creo que se sigue, si no me equivoco, que según los santos
Padres, en las cuestiones naturales y que no son de Fe, es menester ante todo que se averigüe si
están demostradas de manera indudable o sobre la base de experiencias, conocidas con
exactitud, o bien si es posible que de ellas se tenga un conocimiento y demostración
semejantes: así, entonces, una vez obtenido este conocimiento, que constituye también un don
de Dios, hay que aplicarse a buscar el sentido exacto de las Sagradas Escrituras en los pasajes
que en apariencia parecieran no concordar con ese saber natural. Esos pasajes habrán de ser
estudiados por sabios teólogos; los que pondrán de manifiesto las razones por las cuales el
Espíritu Santo los ha presentado de ese modo, ya sea para ponernos a prueba o por alguna otra
razón oculta.
Lo que acabamos de decir se aplica también cuando la Escritura ha hablado en varios
pasajes en el mismo sentido. No hay razón alguna para que se pretenda que, en tal caso,
convendría interpretar el texto en su sentido literal. En efecto, si la Escritura, para adecuarse a
la capacidad de la mayoría, ha debido una vez presentar una proposición mediante el empleo
de términos que tengan un sentido diferente de la esencia misma de esta proposición, ¿por qué
habría procedido de otro modo al repetir la misma proposición? Aún más, creo que, de haber
procedido de otro modo, habría aumentado la confusión y abusado de la credulidad del
pueblo. Que, al ocuparse del reposo o del movimiento del Sol y de la Tierra, resultaba
necesario, para adaptarse a la capacidad del pueblo, afirmar lo que las palabras de la Escritura
expresan, es cosa que la experiencia claramente nos muestra: aun en nuestra época, siendo el
pueblo menos torpe, se ha mantenido una opinión semejante sobre la base de motivos que se
revelan sin valor ante un examen un poco serio, pues se basan en experiencias que son, en su
totalidad, falsas, o que al menos están completamente fuera de lugar; sin embargo, no puede
203
intentarse desviar al pueblo de esta creencia, pues es incapaz de comprender las razones
contrarias, las que dependen de observaciones demasiado delicadas, y de demostraciones
demasiado sutiles, apoyadas sobre abstracciones que requieren, para que se las comprenda
bien, una capacidad de imaginación de que él carece. Por ello es que, en el preciso instante en
que la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra queden probados por los sabios como
ciertos y demostrados, debe dejarse subsistir la creencia contraria en la mayoría de los
hombres; si se diera en interrogar a mil hombres del pueblo acerca de estas cuestiones, no se
hallaría sin duda uno solo que no considerara como perfectamente demostrado que el Sol se
mueve en tanto que la Tierra permanece inmóvil. Pero nadie debe tomar ese asentimiento
popular común como argumento de la verdad de lo que de ese modo se afirma; si
interrogáramos, en efecto, a esos mismos hombres acerca de las causas y los motivos de su
creencia, y si, a la inversa, preguntáramos al pequeño número de instruidos sobre qué
experiencias y demostraciones fundan la creencia contraria, comprobaríamos que éstos tienen
una convicción fundada en razones más sólidas, en tanto aquéllos toman su creencia de las
apariencias y de comprobaciones vanas y ridículas. Que haya entonces que atribuir al Sol el
movimiento y a la Tierra el reposo para no perturbar la escasa capacidad del pueblo, y
permitirle que acepte la fe y sus artículos principales, los cuales son absolutamente de Fe, es
cosa clarísima, y desde que así ese modo de obrar se revela necesario, no cabe asombrarse por
qué las divinas Escrituras hayan procedido según él. Diré más: no es, por cierto, tan sólo el
respeto a la incapacidad del vulgo, sino el deseo de respetar las maneras de pensar de una
época, lo que hace que los escritores sagrados, en las cosas que no son necesarias para la
beatitud, se adecuen más a las costumbres admitidas que a la existencia de los hechos. En ese
sentido, precisamente, pudo escribir San Jerónimo: «Hay muchos pasajes de las Escrituras que
deben interpretarse según las ideas del tiempo y no según la verdad misma de las
cosas» (comentario al cap. 28 de Jeremías).
Y el mismo santo declara en otro lugar:
«En las Sagradas Escrituras es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según el
modo como en su época se las entendía» (capítulo 12 de su Comentario a San Mateo).
Santo Tomás por su parte, en el capítulo 27 de su Comentario sobre Job, a propósito del pasaje
en que se dice que extiende el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tierra por encima de la
nada, señala que la Escritura llama vacío y nada al espacio que abarca y rodea a la Tierra,
respecto del que sabemos, por nuestra parte, que no está vacío, sino lleno de aire. Si la
Escritura habla de ese modo es para adecuarse a la creencia del pueblo vulgar, quien piensa
que, en un espacio semejante, no hay nada. He aquí las palabras de Santo Tomás:
«La porción superior del hemisferio celeste no es, para nosotros, sino un espacio lleno de
aire, en tanto que el pueblo vulgar la considera vacía. El autor sagrado sigue esta última
opinión, con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio
habitual de los hombres.»
Creo que de este pasaje puede concluirse claramente que la Sagrada Escritura, por el mismo
motivo, tuvo razón en declarar que el Sol es móvil y la Tierra inmóvil, porque, si
204
interrogáramos a los hombres del común, los hallaríamos mucho menos dispuestos a
comprender que el Sol es inmóvil y la Tierra móvil que a comprender que el espacio que nos
rodea está lleno de aire: si, por lo tanto, los autores sagrados, sobre este punto con respecto al
cual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritu del pueblo, se abstuvieron no obstante
de persuadirlo, se comprende de suyo que era todavía mucho más razonable que observaran el
mismo procedimiento en cuanto a otras proposiciones mucho más oscuras. Por ello, como
Copérnico conocía la fuerza con que están arraigadas en nuestro espíritu las antiguas
tradiciones y los modos de concebir las cosas que nos son familiares desde la infancia, tuvo
buen cuidado, para no aumentar nuestra dificultad de comprensión, luego de haber
demostrado que los movimientos que nos parecen propios del Sol y del firmamento son en
verdad propios de la Tierra, de presentarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del movimiento
del Sol y del Cielo superior, de la salida y de la puesta del Sol, de las mutaciones de la
oblicuidad del zodíaco y de las variaciones de los puntos de equinoccio, del movimiento medio
de la anomalía del Sol y de otras cosas semejantes, las cuales se deben en realidad al
movimiento de la Tierra.
Pero como nosotros estamos unidos a la Tierra y, por consecuencia, a cada uno de sus
movimientos, no podemos reconocerlos inmediatamente, conviene que nos refiramos a los
cuerpos celestes con relación a los cuales se manifiestan esos movimientos; por eso nos vemos
llevados a decir que ellos se producen allí donde a nosotros nos parece que se producen.
Fácilmente se entiende cómo tal modo de obrar resulta de todo punto natural.
Si, por otra parte, hay que atenerse al hecho de que deba considerarse como de Fe toda
proposición referente a las realidades naturales que haya sido interpretada en el mismo sentido
por todos los Padres, pienso que ello no debiera valer sino para las conclusiones que hayan
sido discutidas y analizadas por los Padres con absoluta diligencia. Pero la movilidad de la
Tierra y la estabilidad del Sol no constituyen proposiciones de este género; una proposición
semejante ha permanecido al margen de las disputas de escuela y, prácticamente no ha sido
estudiada por nadie; por ello se comprende que ni se les ocurriera a los Padres ponerla en
discusión, puesto que, en esas cuestiones, ellos y todos los hombres concordaban en la misma
interpretación.
No basta entonces con decir que, si todos los Padres han admitido la estabilidad de la
Tierra, etc., haya que considerar a esta opinión como de Fe, sino que debe probarse que ellos
han condenado la opinión contraria. Puesto que no tuvieron ocasión de reflexionar acerca de
esta doctrina, ni de discutirla, no se preocuparon directamente por ella, y la admitieron tan sólo
como una opinión corriente, no adoptando a este respecto posiciones verdaderamente firmes y
seguras. Me parece, por tanto, que puede decirse con razón esto: o bien los Padres han
reflexionado verdaderamente sobre esta conclusión, o no lo han hecho; si no lo han hecho, si
ni siquiera se han planteado la cuestión, su abstención no puede ponernos en la obligación de
buscar en sus escritos interpretaciones que ni soñaron proponer; y por el contrario, si hubieran
atendido a ello, entonces, en caso de que esta conclusión les pareciera errónea, la habrían
condenado; pero nada permite afirmar que lo hayan hecho.
205
Se observa, por otra parte, que cuando los teólogos se han puesto a estudiarla, no la han
considerado errónea, como se lee en los Comentarios de Diego de Zúñiga sobre Job en el cap. 9,
vers. 6, a propósito de las palabras “que remueve la tierra de su lugar”, etc., donde se nos
presenta una larga discusión acerca de la posición de Copérnico, y se concluye que la movilidad
de la Tierra no va contra la Escritura.
Me pregunto, por otra parte, si acaso es exacto afirmar que la Iglesia obliga a considerar
proposiciones de Fe a las conclusiones referentes a las cosas naturales que estuvieran tan sólo
fundadas en una interpretación concordante de todos los Padres. Me pregunto si quienes
sostienen este punto de vista no lo hacen con miras de utilizar en beneficio de su propia
opinión el decreto del Concilio. Ahora bien, no hallo que en este decreto se prohíba otra cosa
sino que se interprete en un sentido contrario a la Santa Iglesia o al común consenso de los
Padres, solamente los pasajes que son de Fe, o que atañen a las costumbres, o bien a la
edificación de la doctrina cristiana: así se expresa el Concilio de Trento en su sesión cuarta.
Pero la movilidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, ni atañen a las costumbres;
Además, en esta concepción nada hay que pueda inducir a modificar pasajes de la Escritura de
modo que se entrara en oposición contra la Santa Iglesia o los Padres: en efecto, quienes se
ocuparon de esta doctrina no utilizaron jamás pasaje alguno de la Escritura, de modo que toca,
por modo exclusivo, a la autoridad de los graves y sabios teólogos la interpretación de esos
pasajes conforme a su verdadero sentido. Además, asaz claro resulta que los decretos del
Concilio se atienen a la posición de los Santos Padres en estas cuestiones particulares: hasta tal
punto no estaba en su ánimo la voluntad de imponer como de Fide esas conclusiones naturales,
o de rechazarlas por erróneas, cuanto que, remitiéndose a la intención primera de la Santa
Iglesia, consideran inútil tratar de probar su certidumbre. Tenga a bien Vuestra Alteza oír lo
que respondía san Agustín a sus hermanos, cuando éstos planteaban el problema de si es
verdad que el cielo se mueve, o si permanece inmóvil:
«A los cuales respondo que para conocer claramente si es así, o no, demanda excesivo
trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su estudio y exponer tales
razones, ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a su salud y a la necesaria
utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).
Pero, aun cuando debiera afirmarse que, cuando en los pasajes de la Escritura nos
encontremos con proposiciones naturales que están interpretadas de modo concordante por
todos los Padres, debamos tomar posición, ya para condenarlas, ya para admitirlas, no creo que
este modo de proceder haya de aplicarse en nuestro caso, pues esos pasajes de la Escritura
reciben interpretaciones divergentes por parte de los Padres: así, Dionisio Areopagita declara
que no fue el Sol, sino el primer móvil el que se detuvo; san Agustín piensa del mismo modo
cuando declara que fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvieron; el Avilense es de
la misma opinión. Aún más, entre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienes
consideraron que el Sol no se había en verdad detenido, sino que solamente había parecido
detenerse por causa de la brevedad del tiempo en que los israelitas vencieron a sus enemigos.
Asimismo, en lo que concierne al milagro sobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo
206
Burgalense considera que el acontecimiento no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Pero que
haya necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del texto de Josué, cualquiera que sea la
concepción que se tenga acerca de la constitución del mundo, es un punto que trataré más
adelante. Por fin, y concediendo a esas personas más de lo que piden, declaro estar dispuesto a
suscribir por entero las opiniones de los sabios teólogos, aun cuando esas discusiones
particulares no estén contenidas en los escritos de los antiguos Padres, pero eso sí, bajo la
condición de que esos teólogos examinen con el mayor cuidado las experiencias y las
observaciones, los argumentos y las demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en
un sentido, ya en otro. Entonces podrán determinar, con seguridad bastante, lo que les dicten
las divinas inspiraciones. Pero no cabría admitir que ellos se permitieran formular conclusiones
sin haberse entregado a un estudio atentísimo de todos los argumentos en un sentido o en
otro, y sin haberse asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Pues en tal caso sus vanas
imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y
evidenciarían no poseer ese celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su
dignidad y autoridad, en que todo cristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que esta
dignidad no será verdaderamente deseada y asegurada sino por quienes, sometiéndose por
entero a la Santa Iglesia, no piden que se condene a tal o cual opinión, sino solamente que se
puedan estudiar ciertas cosas acerca de las que luego la Iglesia habrá de decidir de manera
segura? Este procedimiento es de todo punto diferente al de quienes, no viendo más que su
propio interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más discusión,
arguyendo que la Iglesia tiene el poder de pronunciarlas, sin comprender que no todo lo que
puede hacerse ha de ser hecho necesariamente. Los Santos Padres no compartieron ese punto
de vista: sabiendo cuán perjudicial sería para la Iglesia, y cuán opuesto a su primordial objetivo,
que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacar conclusiones en el orden del saber
natural, conclusiones de las que un día podría probarse, mediante experiencias o
demostraciones necesarias, que son contrarias al sentido de las palabras, se comportaron, no
sólo de manera circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nos dejaron los siguientes
preceptos:
«Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas
oscuras y ocultas a nuestros sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos
alimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con
precipitada firmeza, a fin de no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñada con más
diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia divina
de la Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando más
bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap.
XVIII).
Y San Agustín agrega que ninguna proposición puede ir contra la fe si no se demuestra que
es falsa, al decir:
207
«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evidencia clarísima. Si esto llegara a
suceder, diremos que no lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana
ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Vemos así cuán grande es el riesgo de que se revelen falsas las interpretaciones que hayamos
dado de la Escritura, y que puedan manifestarse un día en discordancia con una verdad
demostrada: por ello conviene buscar, con ayuda de la verdad demostrada, el sentido seguro de
la Escritura, y no un sentido que simplemente se atuviera a la significación literal de los
términos, significación que, eventualmente, podría manifestarse conforme con nuestra
debilidad, pero que de algún modo importaría forzar la naturaleza y negar la experiencia y las
demostraciones necesarias.
Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección de que hace gala este santísimo hombre
antes de resolverse a presentar una interpretación de la Escritura como cierta y tan segura que
ya no quepa temer que tropiece con dificultad alguna. San Agustín, no bastándole con que
ciertas explicaciones de la Escritura concuerden con ciertas demostraciones, agrega:
«Pero si lo demostrara un contundente argumento, aún sería incierto si quiso en estas
palabras de los libros santos decir esto el escritor sagrado, o si intentó decir otra cosa no
menos cierta. Si el contexto del discurso probara que no quiso decir esto el autor, no será falso
otro sentido el cual quiso él fuera entendido, aunque desease y conociera el verdadero y más
útil» (Lib. I, cap. XIX).
Pero lo que aumenta todavía nuestra admiración es la prudencia con que procede nuestro
autor: no contentándose con que converjan en una misma intención, tanto las razones
demostrativas cuanto el sentido directo de las palabras de la Escritura y su contexto, agrega las
siguientes palabras:
«Pero si el contexto de la Escritura no se opone a que haya querido decir esto el escritor,
aún nos falta indagar si puede: tener algún otro» (Lib. I, cap. XIX).
Y, no resignándose a aceptar ese sentido o a excluirlo, y no creyendo haber llegado todavía
a una conclusión verdaderamente segura y satisfactoria, continúa:
«Por lo tanto, si hubiéramos podido encontrar algún otro sentido, sería incierto cuál de los
dos quiso expresar el autor; conveniente creer que uno y otro quiso exponer, si ambos se
apoyan en fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX).
Por fin, como si quisiera justificar su modo de proceder mostrándonos los peligros a que se
verían expuestas, tanto la Escritura como la Iglesia, si aquellos que se preocupan más por
mantenerse en su error que por la dignidad de la Escritura pretendieran extender su autoridad
más allá de los términos que ella misma nos prescribe, agrega las siguientes palabras, las cuales,
por sí solas, deberían bastar para reprimir y moderar la licencia que algunos creen poder
arrogarse:
«Acontece, pues, muchas veces que el infiel conoce por la razón y la experiencia algunas
cosas de la Tierra, del Cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro,
y también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los
círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de las frutas, de las
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piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado
vergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno de ser evitado, que un cristiano hable
de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal
modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa.
No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros
autores defienden tales errores, y, por lo tanto, cuando trabajamos por la salud espiritual de sus
almas, con gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles,
en las cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos,
afirmando éstos que extrajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a
creer a nuestros libros cuando tratan de la resurrección de los muertos y de la esperanza de la
vida eterna y del reino del cielo? Juzgarán que fueron escritos falazmente, pues pudieron
comprobar por su propia experiencia o por la evidencia de sus razones, el error de estas
sentencias» (Génesis a la letra, cap. XIX).
Y el mismo santo explica también cuán ofendidos quedan los Padres verdaderamente sabios
y prudentes ante el proceder de quienes, con la mira de sostener proposiciones que no han
comprendido, invocan pasajes de la Escritura, dando así en agravar su primer error, al aducir
otros pasajes menos comprendidos todavía que los primeros: «Cuando estos cristianos, para
defender lo que afirmaron con ligereza inaudita y falsedad evidente, intentan por todos los
medios aducir los libros divinos para probar por ellos un aserto, o citan también de memoria lo
que juzgan vale para probar un testimonio, y sueltan al aire muchas palabras, no entendiendo
ni lo que dicen ni a qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y la
tristeza que causan estos temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si alguna vez
han sido refutados y convencidos de su viciosa y falsa opinión por aquellos que no conceden
autoridad a los libros divinos» (Lib. I, cap. XIX).
Creo que hay que incluir en el número de éstos, a quienes no queriendo o no pudiendo
comprender las demostraciones y las experiencias por las cuales el autor y quienes siguen su
posición lo confirman, recurren a las Escrituras, sin caer en la cuenta de que, mientras más
persistan en afirmar que ellas son claras y que no admiten otro sentido que el que ellos les
atribuyen, mayores perjuicios causarán a su dignidad (aun cuando su juicio sea de gran
autoridad), cuando se dé el caso de que se demuestre que la verdad es manifiestamente
contraria; y esto es fuente de confusiones, al menos para quienes están separados de la Santa
Iglesia y que esta madre celosísima desea ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza
considerar con qué desorden proceden quienes, en las disputas acerca de las cuestiones
naturales, invocan como argumento pasajes de la Escritura que las más de las veces han
comprendido mal.
Pero si esos intérpretes de la Escritura consideran que tienen captado por completo el
verdadero sentido de cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de consecuencia
necesaria, que hayan adquirido a la par la seguridad de estar en posesión de la verdad absoluta
acerca de la conclusión natural que es su intención defender, y que reconozcan, al mismo
tiempo, la enorme ventaja que poseen sobre el adversario, quien habrá de defender la tesis
209
falsa; mientras quien sostiene la verdad podrá tener de su parte muchas experiencias seguras y
muchas demostraciones necesarias, su adversario sólo puede invocar apariencias, paralogismos
y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en los términos naturales, y no exhibiendo otras
armas que las filosóficas, tienen la seguridad de ser de todos modos superiores a su adversario,
¿por qué pues experimentan de pronto la necesidad de blandir las armas para aterrorizar con su
sola vista a su adversario? Para decir la verdad, tengo para mí que son ellos quienes se
atemorizan primero y, sintiéndose incapaces de resistir a los asaltos de sus adversarios, buscan
el medio de no dejarse abordar, evitando el uso del discurso que la Divina Bondad les ha
concedido, y abusando de la autoridad tan justa de la Sagrada Escritura, la cual, bien entendida
y bien utilizada, jamás puede, según la opinión común de los teólogos, entrar en oposición con
experiencias manifiestas y demostraciones necesarias. Pero, si no me equivoco, esos tales no
deberían recabar beneficio alguno al refugiarse así en los textos de la Escritura para ocultar la
imposibilidad en que se hallan de comprender y refutar los argumentos que se les oponen,
pues, hasta hoy, la Santa Iglesia jamás ha condenado una opinión semejante. Por ello, si
quisieran proceder con sinceridad, deberían, o bien llamarse a silencio y confesar que son
incapaces de tratar materias tales, o bien considerar desde un principio que no es a ellos, ni a
otros, a quienes corresponde declarar errónea una proposición, sino sólo al Soberano Pontífice
y al sagrado Concilio; solamente de esas instancias depende la decisión que demostrará
eventualmente su falsedad. Pero luego, si entienden que es imposible que una proposición sea
a la vez verdadera y herética, a ellos tocará demostrar su falsedad. Y si la demostraran
entonces, o bien ya no sería necesario condenarla, pues nadie correría ya el riesgo de seguirla, o
bien la interdicción de esa proposición no constituiría ya motivo de escándalo para nadie. Así
pues, aplíquense ellos a refutar entonces los argumentos de Copérnico y de los otros, y dejen el
cuidado de condenarlos por erróneos y heréticos a quienes corresponde hacerlo; pero no
esperen hallar en los sapientísimos y prudentísimos Padres, ni en la absoluta sabiduría de Aquel
que no puede errar, esas decisiones súbitas a que se dejarían arrastrar por sus pasiones o su
interés particular; y ello porque, acerca de esas proposiciones y de otras semejantes que no son
de Fe, nadie duda que el Soberano Pontífice tenga siempre el poder absoluto de admitirlas o de
condenarlas; pero no está en manos de ninguna criatura el hacer de modo que sean verdaderas
o falsas, aparte de cómo puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parece por ello que sería
más atinado asegurarse ante todo de la necesaria e inmutable verdad del hecho, sobre el cual
nadie tiene poder; pues, si se carece de esta seguridad, se corre el riesgo de trocar en necesarias,
determinaciones que, en el presente, son indiferentes y libres, y que dependen de la decisión de
la autoridad suprema. En suma, no es posible que una conclusión sea declarada herética
mientras se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzos de quienes pretenden condenar la
creencia en la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol, si primeramente no demuestran
que esta proposición es imposible y falsa.
Me queda finalmente por mostrar cuán cierto es que el pasaje referente a Josué puede
comprenderse sin alterar la significación directa de las palabras, y cómo puede ser que al
obedecer el Sol a la orden de Josué, éste haya podido detenerse, sin que de ello se siga que la
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duración del día se haya prolongado durante algún tiempo. Si los movimientos celestes se
adecuan a la concepción de Ptolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: en efecto,
puesto que el movimiento del Sol se efectúa de occidente a oriente, es decir, en sentido inverso
al movimiento del primer móvil, que se efectúa de oriente a occidente, y que es causa del día y
de la noche, se comprende que, si el movimiento verdadero y propio del Sol cesara, el día sería
más corto y no más largo, y que a la inversa, si se quiere que el Sol permanezca sobre el
horizonte durante un cierto tiempo en el mismo lugar sin declinar hacia occidente,
correspondería acelerar su movimiento hasta el punto en que se equipare con el del primer
móvil, lo que significaría acelerar en 360 veces su movimiento habitual. Por tanto, si Josué
hubiera tenido la intención de que sus palabras se tomaran en su sentido exacto, habría
ordenado al Sol que acelerara su movimiento de modo tal que el arrastre del primer móvil no
lo llevara hacia poniente. Pero como sus palabras se dirigían a un pueblo que sin duda no
conocía otros movimientos celestes que ese movimiento vulgarísimo de oriente a occidente, se
adecuó a sus capacidades, y como no tenía la intención de enseñarles la constitución de las
esferas celestes, sino que simplemente quería hacerles comprender la grandiosidad del milagro
que representaba ese alargamiento del día, les habló conforme a su capacidad.
Sin duda fue esta consideración la que indujo ante todo a Dionisio Areopagita a decir que,
en ese milagro, el primer móvil se detuvo, y que entonces, por consecuencia, se detuvieron
todas las esferas celestes: san Agustín es de la misma opinión y el Avilense la confirma en
largos desarrollos. Y como en la intención de Josué estaba que todo el sistema de las esferas
celestes había de detenerse, se entiende que haya ordenado también a la Luna que se detuviera,
aunque ésta nada tuviera que hacer en el alargamiento del día. Debe entenderse, pues, que esta
orden a la Luna atañe también a los desplazamientos de los otros planetas, los que no son
mencionados, ni en este pasaje ni en el resto de las Escrituras, pues no fue nunca su intención
enseñarnos las ciencias astronómicas.
Me parece, pues, si no me equivoco, que de ello se sigue con claridad bastante que, si nos
ubicamos dentro del sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar las palabras de la
Escritura en un sentido algo diferente del sentido directo que ella presenta. Instruido por los
textos tan útiles de san Agustín, no diré yo que esta interpretación sea necesaria hasta el punto
en que no se la pueda reemplazar por alguna otra. Pero como este sentido, más conforme con
lo que leemos en Josué, parece que puede comprenderse dentro del sistema de Copérnico,
merced al agregado de otra observación que recientemente he demostrado en el cuerpo solar,
querría examinarlo para terminar. Me apresuro a decir que hablo siempre con las mismas
reservas, es decir, preocupado por no mostrarme tan apegado a mis ideas que quiera preferirlas
a las de los otros, y creer que no se las puede hallar mejores ni más conformes con la intención
de los Textos Sagrados.
Una vez sentado que, en el milagro de Josué, hubo de inmovilizarse todo el sistema de los
movimientos celestes, según el punto de vista de los autores anteriormente citados, y ello
porque, de haber cesado sólo un movimiento, se hubiera introducido sin necesidad un gran
desorden en todo el curso de la naturaleza, paso a considerar en seguida cómo el cuerpo solar,
211
aun cuando permanezca inmóvil en el mismo lugar, gira sobre sí mismo, efectuando una
revolución completa en el lapso de alrededor de un mes, como creo haberlo demostrado de
modo concluyente en mis Cartas sobre las manchas solares. Este movimiento parece efectuarse en
la porción superior del globo del Sol, está inclinado hacia el mediodía y, por tanto, hacia la
porción inferior, y se inclina hacia el Aquilón, exactamente del mismo modo como lo hacen las
revoluciones de todos los planetas. En tercer lugar, si atendemos a la nobleza del Sol, fuente de
la luz que ilumina, como lo he demostrado en forma categórica, no solamente a la Luna y a la
Tierra, sino a todos los otros planetas, los cuales, por sí mismos, son oscuros, no creo que se
filosofara mal si se dijera que él es el principal ministro de la naturaleza y, en cierto modo, el
alma y corazón del mundo; que aporta a los otros cuerpos que lo rodean, no solamente la luz,
sino también el movimiento, y esto último, por su revolución sobre sí mismo; por ello, así
como, si se detienen los movimientos del corazón de un animal, todos los otros movimientos
de sus miembros también cesarán, si la rotación del Sol sobre sí mismo se detuviera,
inmediatamente cesarían todos los movimientos de los otros planetas. Con respecto a esta
fuerza y esta energía admirables del Sol podría yo traer el asentimiento de un elevadísimo
número de graves escritores, pero me contentaré con citar uno solo de ellos, el bienaventurado
Dionisio Aeropagita, quien, en su libro De divinis nominibus, escribe del Sol lo siguiente: «La luz
reúne y hace convergir hacia sí a todas las cosas que se ven, que se desplazan, que brillan, que
calientan y, en una palabra, a todas las cosas que están contenidas en su esplendor. Por ello el
Sol es llamado Ilios, porque reúne a todas las cosas dispersas».
Y un poco más adelante dice también el mismo autor refiriéndose al Sol:
«Si, en efecto, ese Sol que vemos nosotros que hace convergir hacia él a todas las cosas que
caen bajo los sentidos, esencia y cualidad, aunque ellas sean múltiples y disímiles, sin embargo,
él, que es uno y que difunde la luz de una manera uniforme, renueva, alimenta, protege, lleva a
cabo, divide, reúne, calienta, fecunda, aumenta, cambia, afirma, desplaza, da a todas las cosas la
vida, y todas las cosas de este universo, por estar bajo su poder, por participar de un único y
mismo Sol, y las causas de todas las cosas que participan en él, las que están en él igualmente
anticipadas, etcétera.»
Así pues, puesto que el Sol es a la par fuente de luz y principio de los movimientos, cuando
Dios quiso que ante la orden de Josué todo el sistema del mundo permaneciera inmóvil
durante numerosas horas en el mismo estado, le bastó con detener al Sol. En efecto, desde que
éste se detuvo, todos los otros movimientos se detuvieron. La Tierra, la Luna y el Sol
permanecieron en la misma posición, así como todos los otros planetas; durante todo ese
tiempo, el día no declinó hacia la noche, sino que se prolongó milagrosamente: y fue así que,
deteniendo al Sol, sin alterar para nada las posiciones recíprocas de las estrellas, resultó posible
que se alargara el día sobre la Tierra, lo que concuerda exactamente con el sentido literal del
texto sagrado.
Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para tenerlo en poco, es que gracias a la
concepción copernicana, obtenemos un sentido literal perfectamente claro de otro rasgo
particular de ese mismo milagro, a saber, que el Sol se detuvo en medio del cielo. Graves
212
teólogos han planteado dificultades sobre este punto: como parece muy probable que cuando
Josué pidió el alargamiento del día el Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meridiano,
porque si hubiera estado sobre el meridiano, como se estaba entonces en el solsticio de verano,
y por consecuencia, los días eran muy largos, no parece verosímil que haya sido entonces
necesario pedir el alargamiento del día para obtener la victoria en una batalla, para la cual podía
bastar ampliamente la duración de siete horas, y aun un poco más del día que aún restaba.
Impresionados por esas consideraciones, gravísimos teólogos han sostenido, con verdad, que
el Sol se hallaba entonces cercano a su ocaso, y esto mismo es lo que implican las palabras:
¡Sol, detente!; en efecto, si el Sol se hubiera hallado sobre el meridiano, o bien no hubiera sido
preciso pedir un milagro, o bien habría bastado con pedir simplemente que el movimiento del
Sol se retardara un poco. Cayetano, así como Magaglianes, son de esta opinión, y la confirman
señalando que Josué había tenido que hacer ese día tantas cosas antes de dar esa orden al Sol,
que resultaba imposible que las hubiera cumplido en el espacio de media jornada: se ven
llevados entonces a interpretar las palabras in medio coeli en modo algo difícil de admitir,
diciendo que significan que el Sol se detuvo cuando estaba en nuestro hemisferio, es decir, por
encima del horizonte. Pero si, según el sistema de Copérnico, colocamos al Sol en medio, es
decir, en el centro de las órbitas celestes y de los movimientos de los otros planetas, como es
necesario hacerlo, entonces esta dificultad y muchas otras desaparecen, porque, en cualquier
hora del día en que el acontecimiento D se haya producido, sea a mediodía o a cualquier otra
hora de la tarde, el día se alargó y todos los movimientos celestes cesaron cuando el Sol se
detuvo en medio del Cielo, es decir, en el centro de ese Cielo donde reside: este sentido
concuerda tanto más con la letra, que aun cuando hubiera querido afirmarse que la detención
del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto de expresarse habría sido: stetit in meridie, vel in
meridiano circula y no in medio caeli, ya que, en un cuerpo esférico como es el Cielo, el único
verdadero medio lo constituye el centro.
En cuanto a los otros pasajes de la Escritura que parecen contrarios a este punto de vista,
no dudo que, cuando se lo haya reconocido por verdadero y demostrado, esos mismos
teólogos, que hoy lo consideran falso por pensar que esos pasajes de la Escritura no admiten
una interpretación que concuerde con él, hallarán interpretaciones mucho más convenientes,
sobre todo si aparejaren a la inteligencia de los Textos Sagrados algunos conocimientos de las
ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlo falso, creen que la Escritura sólo
contiene pasajes que lo contradigan, cuando lo hayan reconocido por verdadero, hallarán
numerosísimos pasajes que con él concuerden; quizá reconozcan entonces con cuánta justicia
declara la Santa Iglesia que Dios ha puesto al Sol en el centro del Cielo, y que él, en
consecuencia, girando sobre sí mismo como una rueda, asegura el movimiento de la Luna y de
los otros astros errantes, cuando canta: «Dios Santísimo, que pintas con ígneo blancor la
superficie del cielo proveyéndole el agregado de una luz espléndida, quien, el cuarto día, has
constituido la rueda inflamada del Sol, fijando el curso de la Luna y de los astros errantes».
Podrán decir que el nombre de firmamento conviene perfectamente bien ad literam a la
esfera celeste y a todo lo que se encuentra por encima del lugar de desplazamiento de los
213
planetas y que, según esta disposición, está totalmente fijo e inmóvil. Entonces, como la Tierra
se desplaza circularmente, comprenderán que es a esos polos a los que se refiere el pasaje
donde se dice: Nec dum Terram fecerat, et flumina et cardines orbis Terrae; si el globo terrestre no
debiera girar en torno de esos polos, está claro que le habrían sido atribuidos inútilmente.
214
VIII. EL CAMINO HACIA LA
DEMOCRACIA LIBERAL
215
JOHN LOCKE
ENSAYO SOBRE EL
GOBIERNO CIVIL
(SELECCIÓN)
216
INTRODUCCIÓN
Figura clave del denominado empirismo británico y de la Ilustración británica, John Locke (16321704) desarrolló su filosofía práctica en el contexto de una Inglaterra agobiada por pugnas
religiosas, políticas y sociales. Locke, apostando por la tolerancia, tendrá por interlocutores a
teóricos a favor del absolutismo y de la legitimación de la monarquía, ya sea por medio de la
apelación divina (como Filmer) o a través del miedo (como Hobbes). Las ideas de Locke,
contrastantes —aunque no por ello menos valiosas— con las de estos autores, tendrán una
relevancia que se extenderá más allá de los límites de la Ilustración y darán pie a la formación
del liberalismo y a los ideales fundadores de naciones como Estados Unidos (cuyos padres
fundadores fueron asiduos lectores de Locke). Locke reconoce el derecho a la propiedad y la
condición de libertad como intrínsecos a los seres humanos y sobre la base de tales
reconocimientos estudia la formación de la sociedad civil, del Estado y su gobierno. Se
pregunta cuál es su función, qué legitimidad tienen y cuáles son sus límites, desde casos
cotidianos como la convivencia hasta casos extremos como la declaración de guerra y las
invasiones de territorios extranjeros. Niega, además, la legitimidad de cualquier forma de
absolutismo. Su reconocimiento y visión del Estado conducirán a Locke a postular, siguiendo a
Hobbes, un estado de naturaleza en los hombres previo a éste. ¿Qué se gana y qué se pierde
respecto al estado de naturaleza? El estado que no reconozca el derecho a la propiedad y la
libertad de los hombres ¿es legítimamente un Estado? El Ensayo sobre el gobierno civil de Locke
pretende dar cuenta de preguntas como éstas. Sus respuestas y limitaciones permean aún
nuestros días.
CHAPTER 1. OF POLITICAL POWER
(…)
2. To this purpose, I think it may not be amiss to set down what I take to be political
power. That the power of a magistrate over a subject may be distinguished from that of a
father over his children, a master over his servant, a husband over his wife, and a lord over his
slave. All which distinct powers happening sometimes together in the same man, if he be
considered under these different relations, it may help us to distinguish these powers one from
another, and show the difference betwixt a ruler of a commonwealth, a father of a family, and
a captain of a galley.
3. Political power, then, I take to be a right of making laws, with penalties of death, and
consequently all less penalties for the regulating and preserving of property, and of employing
the force of the community in the execution of such laws, and in the defense of the
commonwealth from foreign injury, and all this only for the public good.
CHAPTER 2. OF THE STATE OF NATURE
4. To understand political power aright, and derive it from its original, we must consider
what estate all men are naturally in, and that is, a state of perfect freedom to order their
actions, and dispose of their possessions and persons as they think fit, within the bounds of
the law of Nature, without asking leave or depending upon the will of any other man.
A state also of equality, wherein all the power and jurisdiction is reciprocal, no one having
more than another, there being nothing more evident than that creatures of the same species
and rank, promiscuously born to all the same advantages of Nature, and the use of the same
faculties, should also be equal one amongst another, without subordination or subjection,
unless the lord and master of them all should, by any manifest declaration of his will, set one
above another, and confer on him, by an evident and clear appointment, an undoubted right to
dominion and sovereignty.
(….)
6. But though this be a state of liberty, yet it is not a state of license; though man in that
state have an uncontrollable liberty to dispose of his person or possessions, yet he has not
liberty to destroy himself, or so much as any creature in his possession, but where some nobler
use than its bare preservation calls for it. The state of Nature has a law of Nature to govern it,
which obliges every one, and reason, which is that law, teaches all mankind who will but
consult it, that being all equal and independent, no one ought to harm another in his life,
health, liberty or possessions; for men being all the workmanship of one omnipotent and
infinitely wise Maker; all the servants of one sovereign Master, sent into the world by His order
and about His business; they are His property, whose workmanship they are made to last
during His, not one another's pleasure. And, being furnished with like faculties, sharing all in
218
one community of Nature, there cannot be supposed any such subordination among us that
may authorize us to destroy one another, as if we were made for one another's uses, as the
inferior ranks of creatures are for ours. Every one as he is bound to preserve himself, and not
to quit his station wilfully, so by the like reason, when his own preservation comes not in
competition, ought he as much as he can to preserve the rest of mankind, and not unless it be
to do justice on an offender, take away or impair the life, or what tends to the preservation of
the life, the liberty, health, limb, or goods of another.
7. And that all men may be restrained from invading others' rights, and from doing hurt to
one another, and the law of Nature be observed, which willeth the peace and preservation of
all mankind, the execution of the law of Nature is in that state put into every man's hands,
whereby everyone has a right to punish the transgressors of that law to such a degree as may
hinder its violation. For the law of Nature would, as all other laws that concern men in this
world, be in vain if there were nobody that in the state of Nature had a power to execute that
law, and thereby preserve the innocent and restrain offenders; and if anyone in the state of
Nature may punish another for any evil he has done, every one may do so. For in that state of
perfect equality, where naturally there is no superiority or jurisdiction of one over another,
what any may do in prosecution of that law, everyone must needs have a right to do.
(…)
10. Besides the crime which consists in violating the laws, and varying from the right rule of
reason, whereby a man so far becomes degenerate, and declares himself to quit the principles
of human nature and to be a noxious creature, there is commonly injury done, and some
person or other, some other man, receives damage by his transgression; in which case, he who
hath received any damage has (besides the right of punishment common to him, with other
men) a particular right to seek reparation from him that hath done it. And any other person
who finds it just may also join with him that is injured, and assist him in recovering from the
offender so much as may make satisfaction for the harm he hath suffered.
11. From these two distinct rights (the one of punishing the crime, for restraint and
preventing the like offence, which right of punishing is in everybody, the other of taking
reparation, which belongs only to the injured party) comes it to pass that the magistrate, who
by being magistrate hath the common right of punishing put into his hands, can often, where
the public good demands not the execution of the law, remit the punishment of criminal
offences by his own authority, but yet cannot remit the satisfaction due to any private man for
the damage he has received. That he who hath suffered the damage has a right to demand in
his own name, and he alone can remit. The damnified person has this power of appropriating
to himself the goods or service of the offender by right of self-preservation, as every man has a
power to punish the crime to prevent its being committed again, by the right he has of
preserving all mankind, and doing all reasonable things he can in order to that end. And thus it
is that every man in the state of Nature has a power to kill a murderer, both to deter others
from doing the like injury (which no reparation can compensate) by the example of the
punishment that attends it from everybody, and also to secure men from the attempts of a
219
criminal who, having renounced reason, the common rule and measure God hath given to
mankind, hath, by the unjust violence and slaughter he hath committed upon one, declared war
against all mankind, and therefore may be destroyed as a lion or a tiger, one of those wild
savage beasts with whom men can have no society nor security. And upon this is grounded
that great law of nature, "Whoso sheddeth man's blood, by man shall his blood be shed." And
Cain was so fully convinced that everyone had a right to destroy such a criminal, that, after the
murder of his brother, he cries out, "Every one that findeth me shall slay me," so plain was it
writ in the hearts of all mankind.
12. By the same reason may a man in the state of Nature punish the lesser breaches of that
law, it will, perhaps, be demanded, with death? I answer: Each transgression may be punished
to that degree, and with so much severity, as will suffice to make it an ill bargain to the
offender, give him cause to repent, and terrify others from doing the like. Every offence that
can be committed in the state of Nature may, in the state of Nature, be also punished equally,
and as far forth, as it may, in a commonwealth. For though it would be beside my present
purpose to enter here into the particulars of the law of Nature, or its measures of punishment,
yet it is certain there is such a law, and that too as intelligible and plain to a rational creature
and a studier of that law as the positive laws of commonwealths, nay, possibly plainer; as much
as reason is easier to be understood than the fancies and intricate contrivances of men,
following contrary and hidden interests put into words; for truly so are a great part of the
municipal laws of countries, which are only so far right as they are founded on the law of
Nature, by which they are to be regulated and interpreted.
13. To this strange doctrine- viz., That in the state of Nature everyone has the executive
power of the law of Nature- I doubt not but it will be objected that it is unreasonable for men
to be judges in their own cases, that self-love will make men partial to themselves and their
friends; and, on the other side, ill-nature, passion, and revenge will carry them too far in
punishing others, and hence nothing but confusion and disorder will follow, and that therefore
God hath certainly appointed government to restrain the partiality and violence of men. I
easily grant that civil government is the proper remedy for the inconveniences of the state of
Nature, which must certainly be great where men may be judges in their own case, since it is
easy to be imagined that he who was so unjust as to do his brother an injury will scarce be so
just as to condemn himself for it. But I shall desire those who make this objection to
remember that absolute monarchs are but men; and if government is to be the remedy of
those evils which necessarily follow from men being judges in their own cases, and the state of
Nature is therefore not to be endured, I desire to know what kind of government that is, and
how much better it is than the state of Nature, where one man commanding a multitude has
the liberty to be judge in his own case, and may do to all his subjects whatever he pleases
without the least question or control of those who execute his pleasure? and in whatsoever he
doth, whether led by reason, mistake, or passion, must be submitted to? which men in the state
of Nature are not bound to do one to another. And if he that judges, judges amiss in his own
or any other case, he is answerable for it to the rest of mankind.
220
14. It is often asked as a mighty objection, where are, or ever were, there any men in such a
state of Nature? To which it may suffice as an answer at present, that since all princes and
rulers of "independent" governments all through the world are in a state of Nature, it is plain
the world never was, nor never will be, without numbers of men in that state. I have named all
governors of "independent" communities, whether they are, or are not, in league with others;
for it is not every compact that puts an end to the state of Nature between men, but only this
one of agreeing together mutually to enter into one community, and make one body politic;
other promises and compacts men may make one with another, and yet still be in the state of
Nature. The promises and bargains for truck, etc., between the two men in Soldania, in or
between a Swiss and an Indian, in the woods of America, are binding to them, though they are
perfectly in a state of Nature in reference to one another for truth, and keeping of faith
belongs to men as men, and not as members of society.
(…)
CHAPTER 3. OF THE STATE OF WAR
16. The state of war is a state of enmity and destruction; and therefore declaring by word or
action, not a passionate and hasty, but sedate, settled design upon another man's life puts him
in a state of war with him against whom he has declared such an intention, and so has exposed
his life to the other's power to be taken away by him, or any one that joins with him in his
defense, and espouses his quarrel; it being reasonable and just I should have a right to destroy
that which threatens me with destruction; for by the fundamental law of Nature, man being to
be preserved as much as possible, when all cannot be preserved, the safety of the innocent is to
be preferred, and one may destroy a man who makes war upon him, or has discovered an
enmity to his being, for the same reason that he may kill a wolf or a lion, because they are not
under the ties of the common law of reason, have no other rule but that of force and violence,
and so may be treated as a beast of prey, those dangerous and noxious creatures that will be
sure to destroy him whenever he falls into their power.
17. And hence it is that he who attempts to get another man into his absolute power does
thereby put himself into a state of war with him; it being to be understood as a declaration of a
design upon his life. For I have reason to conclude that he who would get me into his power
without my consent would use me as he pleased when he had got me there, and destroy me
too when he had a fancy to it; for nobody can desire to have me in his absolute power unless it
be to compel me by force to that which is against the right of my freedom- i.e. make me a
slave. To be free from such force is the only security of my preservation, and reason bids me
look on him as an enemy to my preservation who would take away that freedom which is the
fence to it; so that he who makes an attempt to enslave me thereby puts himself into a state of
war with me. He that in the state of Nature would take away the freedom that belongs to any
one in that state must necessarily be supposed to have a design to take away everything else,
221
that freedom being the foundation of all the rest; as he that in the state of society would take
away the freedom belonging to those of that society or commonwealth must be supposed to
design to take away from them everything else, and so be looked on as in a state of war.
18. This makes it lawful for a man to kill a thief who has not in the least hurt him, nor
declared any design upon his life, any farther than by the use of force, so to get him in his
power as to take away his money, or what he pleases, from him; because using force, where he
has no right to get me into his power, let his pretence be what it will, I have no reason to
suppose that he who would take away my liberty would not, when he had me in his power,
take away everything else. And, therefore, it is lawful for me to treat him as one who has put
himself into a state of war with me- i.e., kill him if I can; for to that hazard does he justly
expose himself whoever introduces a state of war, and is aggressor in it.
19. And here we have the plain difference between the state of Nature and the state of war,
which however some men have confounded, are as far distant as a state of peace, goodwill,
mutual assistance, and preservation; and a state of enmity, malice, violence and mutual
destruction are one from another. Men living together according to reason without a common
superior on earth, with authority to judge between them, is properly the state of Nature. But
force, or a declared design of force upon the person of another, where there is no common
superior on earth to appeal to for relief, is the state of war; and it is the want of such an appeal
gives a man the right of war even against an aggressor, though he be in society and a fellowsubject. Thus, a thief whom I cannot harm, but by appeal to the law, for having stolen all that I
am worth, I may kill when he sets on me to rob me but of my horse or coat, because the law,
which was made for my preservation, where it cannot interpose to secure my life from present
force, which if lost is capable of no reparation, permits me my own defense and the right of
war, a liberty to kill the aggressor, because the aggressor allows not time to appeal to our
common judge, nor the decision of the law, for remedy in a case where the mischief may be
irreparable. Want of a common judge with authority puts all men in a state of Nature; force
without right upon a man's person makes a state of war both where there is, and is not, a
common judge.
(…)
CHAPTER 5. OF PROPERTY
(…)
25. God, who hath given the world to men in common, hath also given them reason to
make use of it to the best advantage of life and convenience. The earth and all that is therein is
given to men for the support and comfort of their being. And though all the fruits it naturally
produces, and beasts it feeds, belong to mankind in common, as they are produced by the
spontaneous hand of Nature, and nobody has originally a private dominion exclusive of the
rest of mankind in any of them, as they are thus in their natural state, yet being given for the
222
use of men, there must of necessity be a means to appropriate them some way or other before
they can be of any use, or at all beneficial, to any particular men. The fruit or venison which
nourishes the wild Indian, who knows no enclosure, and is still a tenant in common, must be
his, and so his- i.e., a part of him, that another can no longer have any right to it before it can
do him any good for the support of his life.
26. Though the earth and all inferior creatures be common to all men, yet every man has a
"property" in his own "person." This nobody has any right to but himself. The "labour" of his
body and the "work" of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever, then, he removes
out of the state that Nature hath provided and left it in, he hath mixed his labour with it, and
joined to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him
removed from the common state Nature placed it in, it hath by this labour something annexed
to it that excludes the common right of other men. For this "labour" being the unquestionable
property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least
where there is enough, and as good left in common for others.
(…)
31. But the chief matter of property being now not the fruits of the earth and the beasts
that subsist on it, but the earth itself, as that which takes in and carries with it all the rest, I
think it is plain that property in that too is acquired as the former. As much land as a man tills,
plants, improves, cultivates, and can use the product of, so much is his property. He by his
labour does, as it were, enclose it from the common. Nor will it invalidate his right to say
everybody else has an equal title to it, and therefore he cannot appropriate, he cannot enclose,
without the consent of all his fellow- commoners, all mankind. God, when He gave the world
in common to all mankind, commanded man also to labour, and the penury of his condition
required it of him. God and his reason commanded him to subdue the earth- i.e., improve it
for the benefit of life and therein lay out something upon it that was his own, his labour. He
that, in obedience to this command of God, subdued, tilled, and sowed any part of it, thereby
annexed to it something that was his property, which another had no title to, nor could
without injury take from him.
32. Nor was this appropriation of any parcel of land, by improving it, any prejudice to any
other man, since there was still enough and as good left, and more than the yet unprovided
could use. So that, in effect, there was never the less left for others because of his enclosure for
himself. For he that leaves as much as another can make use of does as good as take nothing at
all. Nobody could think himself injured by the drinking of another man, though he took a
good draught, who had a whole river of the same water left him to quench his thirst. And the
case of land and water, where there is enough of both, is perfectly the same.
33. God gave the world to men in common, but since He gave it them for their benefit and
the greatest conveniencies of life they were capable to draw from it, it cannot be supposed He
meant it should always remain common and uncultivated. He gave it to the use of the
industrious and rational (and labour was to be his title to it); not to the fancy or covetousness
of the quarrelsome and contentious. He that had as good left for his improvement as was
223
already taken up needed not complain, ought not to meddle with what was already improved
by another's labour; if he did it is plain he desired the benefit of another's pains, which he had
no right to, and not the ground which God had given him, in common with others, to labour
on, and whereof there was as good left as that already possessed, and more than he knew what
to do with, or his industry could reach to.
(…)
46. The greatest part of things really useful to the life of man, and such as the necessity of
subsisting made the first commoners of the world look after- as it doth the Americans noware generally things of short duration, such as- if they are not consumed by use- will decay and
perish of themselves. Gold, silver, and diamonds are things that fancy or agreement hath put
the value on, more than real use and the necessary support of life. Now of those good things
which Nature hath provided in common, every one hath a right (as hath been said) to as much
as he could use; and had a property in all he could effect with his labour; all that his industry
could extend to, to alter from the state Nature had put it in, was his. He that gathered a
hundred bushels of acorns or apples had thereby a property in them; they were his goods as
soon as gathered. He was only to look that he used them before they spoiled, else he took
more than his share, and robbed others. And, indeed, it was a foolish thing, as well as
dishonest, to hoard up more than he could make use of If he gave away a part to anybody else,
so that it perished not uselessly in his possession, these he also made use of And if he also
bartered away plums that would have rotted in a week, for nuts that would last good for his
eating a whole year, he did no injury; he wasted not the common stock; destroyed no part of
the portion of goods that belonged to others, so long as nothing perished uselessly in his
hands. Again, if he would give his nuts for a piece of metal, pleased with its colour, or
exchange his sheep for shells, or wool for a sparkling pebble or a diamond, and keep those by
him all his life, he invaded not the right of others; he might heap up as much of these durable
things as he pleased; the exceeding of the bounds of his just property not lying in the largeness
of his possession, but the perishing of anything uselessly in it.
47. And thus came in the use of money; some lasting thing that men might keep without
spoiling, and that, by mutual consent, men would take in exchange for the truly useful but
perishable supports of life.
48. And as different degrees of industry were apt to give men possessions in different
proportions, so this invention of money gave them the opportunity to continue and enlarge
them. For supposing an island, separate from all possible commerce with the rest of the world,
wherein there were but a hundred families, but there were sheep, horses, and cows, with other
useful animals, wholesome fruits, and land enough for corn for a hundred thousand times as
many, but nothing in the island, either because of its commonness or perishableness, fit to
supply the place of money. What reason could anyone have there to enlarge his possessions
beyond the use of his family, and a plentiful supply to its consumption, either in what their
own industry produced, or they could barter for like perishable, useful commodities with
others? Where there is not something both lasting and scarce, and so valuable to be hoarded
224
up, there men will not be apt to enlarge their possessions of land, were it never so rich, never
so free for them to take. For I ask, what would a man value ten thousand or an hundred
thousand acres of excellent land, ready cultivated and well stocked, too, with cattle, in the
middle of the inland parts of America, where he had no hopes of commerce with other parts
of the world, to draw money to him by the sale of the product? It would not be worth the
enclosing, and we should see him give up again to the wild common of Nature whatever was
more than would supply the conveniences of life, to be had there for him and his family.
(…)
CHAPTER 6. OF PATERNAL POWER
(…)
54. Though I have said above (2) "That all men by nature are equal," I cannot be supposed
to understand all sorts of "equality." Age or virtue may give men a just precedency. Excellency
of parts and merit may place others above the common level. Birth may subject some, and
alliance or benefits others, to pay an observance to those to whom Nature, gratitude, or other
respects, may have made it due; and yet all this consists with the equality which all men are in
respect of jurisdiction or dominion one over another, which was the equality I there spoke of
as proper to the business in hand, being that equal right that every man hath to his natural
freedom, without being subjected to the will or authority of any other man.
55. Children, I confess, are not born in this full state of equality, though they are born to it.
Their parents have a sort of rule and jurisdiction over them when they come into the world,
and for some time after, but it is but a temporary one. The bonds of this subjection are like the
swaddling clothes they are wrapt up in and supported by in the weakness of their infancy. Age
and reason as they grow up loosen them, till at length they drop quite off, and leave a man at
his own free disposal.
(…)
58. The power, then, that parents have over their children arises from that duty which is
incumbent on them, to take care of their offspring during the imperfect state of childhood. To
inform the mind, and govern the actions of their yet ignorant nonage, till reason shall take its
place and ease them of that trouble, is what the children want, and the parents are bound to.
For God having given man an understanding to direct his actions, has allowed him a freedom
of will and liberty of acting, as properly belonging thereunto within the bounds of that law he
is under. But whilst he is in an estate wherein he has no understanding of his own to direct his
will, he is not to have any will of his own to follow. He that understands for him must will for
him too; he must prescribe to his will, and regulate his actions, but when he comes to the
estate that made his father a free man, the son is a free man too.
59. This holds in all the laws a man is under, whether natural or civil. Is a man under the
law of Nature? What made him free of that law? what gave him a free disposing of his
225
property, according to his own will, within the compass of that law? I answer, an estate
wherein he might be supposed capable to know that law, that so he might keep his actions
within the bounds of it. When he has acquired that state, he is presumed to know how far that
law is to be his guide, and how far he may make use of his freedom, and so comes to have it;
till then, somebody else must guide him, who is presumed to know how far the law allows a
liberty. If such a state of reason, such an age of discretion made him free, the same shall make
his son free too. Is a man under the law of England? what made him free of that law- that is,
to have the liberty to dispose of his actions and possessions, according to his own will, within
the permission of that law? a capacity of knowing that law. Which is supposed, by that law, at
the age of twenty-one, and in some cases sooner. If this made the father free, it shall make the
son free too. Till then, we see the law allows the son to have no will, but he is to be guided by
the will of his father or guardian, who is to understand for him. And if the father die and fail to
substitute a deputy in this trust, if he hath not provided a tutor to govern his son during his
minority, during his want of understanding, the law takes care to do it: some other must
govern him and be a will to him till he hath attained to a state of freedom, and his
understanding be fit to take the government of his will. But after that the father and son are
equally free, as much as tutor and pupil, after nonage, equally subjects of the same law
together, without any dominion left in the father over the life, liberty, or estate of his son,
whether they be only in the state and under the law of Nature, or under the positive laws of an
established government.
60. But if through defects that may happen out of the ordinary course of Nature, any one
comes not to such a degree of reason wherein he might be supposed capable of knowing the
law, and so living within the rules of it, he is never capable of being a free man, he is never let
loose to the disposure of his own will; because he knows no bounds to it, has not
understanding, its proper guide, but is continued under the tuition and government of others
all the time his own understanding is incapable of that charge. And so lunatics and idiots are
never set free from the government of their parents: "Children who are not as yet come unto
those years whereat they may have, and innocents, which are excluded by a natural defect from
ever having." Thirdly: "Madmen, which, for the present, cannot possibly have the use of right
reason to guide themselves, have, for their guide, the reason that guided other men which are
tutors over them, to seek and procure their good for them," says Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 7).
All which seems no more than that duty which God and Nature has laid on man, as well as
other creatures, to preserve their offspring till they can be able to shift for themselves, and will
scarce amount to an instance or proof of parents' regal authority.
61. Thus we are born free as we are born rational; not that we have actually the exercise of
either: age that brings one, brings with it the other too. And thus we see how natural freedom
and subjection to parents may consist together, and are both founded on the same principle. A
child is free by his father's title, by his father's understanding, which is to govern him till he
hath it of his own. The freedom of a man at years of discretion, and the subjection of a child
to his parents, whilst yet short of it, are so consistent and so distinguishable that the most
226
blinded contenders for monarchy, "by right of fatherhood," cannot miss of it; the most
obstinate cannot but allow of it. For were their doctrine all true, were the right heir of Adam
now known, and, by that title, settled a monarch in his throne, invested with all the absolute
unlimited power Sir Robert Filmer talks of, if he should die as soon as his heir were born, must
not the child, notwithstanding he were never so free, never so much sovereign, be in
subjection to his mother and nurse, to tutors and governors, till age and education brought
him reason and ability to govern himself and others? The necessities of his life, the health of
his body, and the information of his mind would require him to be directed by the will of
others and not his own; and yet will anyone think that this restraint and subjection were
inconsistent with, or spoiled him of, that liberty or sovereignty he had a right to, or gave away
his empire to those who had the government of his nonage? This government over him only
prepared him the better and sooner for it. If anybody should ask me when my son is of age to
be free, I shall answer, just when his monarch is of age to govern. "But at what time," says the
judicious Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 6), "a man may be said to have attained so far forth the
use of reason as sufficeth to make him capable of those laws whereby he is then bound to
guide his actions; this is a great deal more easy for sense to discern than for any one, by skill
and learning, to determine."
62. Commonwealths themselves take notice of, and allow that there is a time when men are
to begin to act like free men, and therefore, till that time, require not oaths of fealty or
allegiance, or other public owning of, or submission to, the government of their countries.
(…)
66. But though there be a time when a child comes to be as free from subjection to the will
and command of his father as he himself is free from subjection to the will of anybody else,
and they are both under no other restraint but that which is common to them both, whether it
be the law of Nature or municipal law of their country, yet this freedom exempts not a son
from that honour which he ought, by the law of God and Nature, to pay his parents, God
having made the parents instruments in His great design of continuing the race of mankind
and the occasions of life to their children. As He hath laid on them an obligation to nourish,
preserve, and bring up their offspring, so He has laid on the children a perpetual obligation of
honouring their parents, which, containing in it an inward esteem and reverence to be shown
by all outward expressions, ties up the child from anything that may ever injure or affront,
disturb or endanger the happiness or life of those from whom he received his, and engages
him in all actions of defence, relief, assistance, and comfort of those by whose means he
entered into being and has been made capable of any enjoyments of life. From this obligation
no state, no freedom, can absolve children. But this is very far from giving parents a power of
command over their children, or an authority to make laws and dispose as they please of their
lives or liberties. It is one thing to owe honour, respect, gratitude, and assistance; another to
require an absolute obedience and submission. The honour due to parents a monarch on his
throne owes his mother, and yet this lessens not his authority nor subjects him to her
government.
227
(…)
CHAPTER 7. OF POLITICAL OR CIVIL SOCIETY
77. GOD, having made man such a creature that, in His own judgment, it was not good for
him to be alone, put him under strong obligations of necessity, convenience, and inclination, to
drive him into society, as well as fitted him with understanding and language to continue and
enjoy it. The first society was between man and wife, which gave beginning to that between
parents and children, to which, in time, that between master and servant came to be added.
And though all these might, and commonly did, meet together, and make up but one family,
wherein the master or mistress of it had some sort of rule proper to a family, each of these, or
all together, came short of "political society," as we shall see if we consider the different ends,
ties, and bounds of each of these.
78. Conjugal society is made by a voluntary compact between man and woman, and though
it consist chiefly in such a communion and right in one another's bodies as is necessary to its
chief end, procreation, yet it draws with it mutual support and assistance, and a communion of
interests too, as necessary not only to unite their care and affection, but also necessary to their
common offspring, who have a right to be nourished and maintained by them till they are able
to provide for themselves.
(…)
81. But though these are ties upon mankind which make the conjugal bonds more firm and
lasting in a man than the other species of animals, yet it would give one reason to inquire why
this compact, where procreation and education are secured and inheritance taken care for, may
not be made determinable, either by consent, or at a certain time, or upon certain conditions,
as well as any other voluntary compacts, there being no necessity, in the nature of the thing,
nor to the ends of it, that it should always be for life- I mean, to such as are under no restraint
of any positive law which ordains all such contracts to be perpetual.
(…)
86. Let us therefore consider a master of a family with all these subordinate relations of
wife, children, servants and slaves, united under the domestic rule of a family, with what
resemblance soever it may have in its order, offices, and number too, with a little
commonwealth, yet is very far from it both in its constitution, power, and end; or if it must be
thought a monarchy, and the paterfamilias the absolute monarch in it, absolute monarchy will
have but a very shattered and short power, when it is plain by what has been said before, that
the master of the family has a very distinct and differently limited power both as to time and
extent over those several persons that are in it; for excepting the slave (and the family is as
much a family, and his power as paterfamilias as great, whether there be any slaves in his family
or no) he has no legislative power of life and death over any of them, and none too but what a
mistress of a family may have as well as he. And he certainly can have no absolute power over
228
the whole family who has but a very limited one over every individual in it. But how a family,
or any other society of men, differ from that which is properly political society, we shall best
see by considering wherein political society itself consists.
87. Man being born, as has been proved, with a title to perfect freedom and an uncontrolled
enjoyment of all the rights and privileges of the law of Nature, equally with any other man, or
number of men in the world, hath by nature a power not only to preserve his property- that is,
his life, liberty, and estate, against the injuries and attempts of other men, but to judge of and
punish the breaches of that law in others, as he is persuaded the offence deserves, even with
death itself, in crimes where the heinousness of the fact, in his opinion, requires it. But because
no political society can be, nor subsist, without having in itself the power to preserve the
property, and in order thereunto punish the offences of all those of that society, there, and
there only, is political society where every one of the members hath quitted this natural power,
resigned it up into the hands of the community in all cases that exclude him not from
appealing for protection to the law established by it. And thus all private judgment of every
particular member being excluded, the community comes to be umpire, and by understanding
indifferent rules and men authorized by the community for their execution, decides all the
differences that may happen between any members of that society concerning any matter of
right, and punishes those offences which any member hath committed against the society with
such penalties as the law has established; whereby it is easy to discern who are, and are not, in
political society together. Those who are united into one body, and have a common established
law and judicature to appeal to, with authority to decide controversies between them and
punish offenders, are in civil society one with another; but those who have no such common
appeal, I mean on earth, are still in the state of Nature, each being where there is no other,
judge for himself and executioner; which is, as I have before showed it, the perfect state of
Nature.
(…)
89. Wherever, therefore, any number of men so unite into one society as to quit everyone
his executive power of the law of Nature, and to resign it to the public, there and there only is
a political or civil society. And this is done wherever any number of men, in the state of
Nature, enter into society to make one people one body politic under one supreme
government: or else when any one joins himself to, and incorporates with any government
already made. For hereby he authorizes the society, or which is all one, the legislative thereof,
to make laws for him as the public good of the society shall require, to the execution whereof
his own assistance (as to his own decrees) is due. And this puts men out of a state of Nature
into that of a commonwealth, by setting up a judge on earth with authority to determine all the
controversies and redress the injuries that may happen to any member of the commonwealth,
which judge is the legislative or magistrates appointed by it. And wherever there are any
number of men, however associated, that have no such decisive power to appeal to, there they
are still in the state of Nature.
229
90. And hence it is evident that absolute monarchy, which by some men is counted for the
only government in the world, is indeed inconsistent with civil society, and so can be not form
of civil government at all. For the end of civil society being to avoid and remedy those
inconveniences of the state of Nature which necessarily follow from every man's being judge
in his own case, by setting up a known authority to which every one of that society may appeal
upon any injury received, or controversy that may arise, and which every one of the society
ought to obey. Wherever any persons are who have not such an authority to appeal to, and
decide any difference between them there, those persons are still in the state of Nature. And so
is every absolute prince in respect of those who are under his dominion.
(…)
93. In absolute monarchies, indeed, as well as other governments of the world, the subjects
have an appeal to the law, and judges to decide any controversies, and restrain any violence
that may happen betwixt the subjects themselves, one amongst another. This everyone thinks
necessary, and believes; he deserves to be thought a declared enemy to society and mankind
who should go about to take it away. But whether this be from a true love of mankind and
society, and such a charity as we owe all one to another, there is reason to doubt. For this is no
more than what every man, who loves his own power, profit, or greatness, may, and naturally
must do, keep those animals from hurting or destroying one another who labour and drudge
only for his pleasure and advantage; and so are taken care of, not out of any love the master
has for them, but love of himself, and the profit they bring him. For if it be asked what
security, what fence is there in such a state against the violence and oppression of this absolute
ruler, the very question can scarce be borne. They are ready to tell you that it deserves death
only to ask after safety. Betwixt subject and subject, they will grant, there must be measures,
laws, and judges for their mutual peace and security. But as for the ruler, he ought to be
absolute, and is above all such circumstances; because he has a power to do more hurt and
wrong, it is right when he does it. To ask how you may be guarded from or injury on that side,
where the strongest hand is to do it, is presently the voice of faction and rebellion. As if when
men, quitting the state of Nature, entered into society, they agreed that all of them but one
should be under the restraint of laws; but that he should still retain all the liberty of the state of
Nature, increased with power, and made licentious by impunity. This is to think that men are
so foolish that they take care to avoid what mischiefs may be done them by polecats or foxes,
but are content, nay, think it safety, to be devoured by lions.
(…)
CHAPTER 8. OF THE BEGINNING OF POLITICAL SOCIETIES
95. MEN being, as has been said, by nature all free, equal, and independent, no one can be
put out of this estate and subjected to the political power of another without his own consent,
which is done by agreeing with other men, to join and unite into a community for their
230
comfortable, safe, and peaceable living, one amongst another, in a secure enjoyment of their
properties, and a greater security against any that are not of it. This any number of men may
do, because it injures not the freedom of the rest; they are left, as they were, in the liberty of
the state of Nature. When any number of men have so consented to make one community or
government, they are thereby presently incorporated, and make one body politic, wherein the
majority have a right to act and conclude the rest.
96. For, when any number of men have, by the consent of every individual, made a
community, they have thereby made that community one body, with a power to act as one
body, which is only by the will and determination of the majority. For that which acts any
community, being only the consent of the individuals of it, and it being one body, must move
one way, it is necessary the body should move that way whither the greater force carries it,
which is the consent of the majority, or else it is impossible it should act or continue one body,
one community, which the consent of every individual that united into it agreed that it should;
and so everyone is bound by that consent to be concluded by the majority. And therefore we
see that in assemblies empowered to act by positive laws where no number is set by that
positive law which empowers them, the act of the majority passes for the act of the whole, and
of course determines as having, by the law of Nature and reason, the power of the whole.
97. And thus every man, by consenting with others to make one body politic under one
government, puts himself under an obligation to every one of that society to submit to the
determination of the majority, and to be concluded by it; or else this original compact, whereby
he with others incorporates into one society, would signify nothing, and be no compact if he
be left free and under no other ties than he was in before in the state of Nature. For what
appearance would there be of any compact? What new engagement if he were no farther tied
by any decrees of the society than he himself thought fit and did actually consent to? This
would be still as great a liberty as he himself had before his compact, or anyone else in the state
of Nature, who may submit himself and consent to any acts of it if he thinks fit.
98. For if the consent of the majority shall not in reason be received as the act of the whole,
and conclude every individual, nothing but the consent of every individual can make anything
to be the act of the whole, which, considering the infirmities of health and avocations of
business, which in a number though much less than that of a commonwealth, will necessarily
keep many away from the public assembly; and the variety of opinions and contrariety of
interests which unavoidably happen in all collections of men, it is next impossible ever to be
had. And, therefore, if coming into society be upon such terms, it will be only like Cato's
coming into the theatre, tantum ut exiret. Such a constitution as this would make the mighty
leviathan of a shorter duration than the feeblest creatures, and not let it outlast the day it was
born in, which cannot be supposed till we can think that rational creatures should desire and
constitute societies only to be dissolved. For where the majority cannot conclude the rest,
there they cannot act as one body, and consequently will be immediately dissolved again.
(…)
231
119. Every man being, as has been showed, naturally free, and nothing being able to put
him into subjection to any earthly power, but only his own consent, it is to be considered what
shall be understood to be a sufficient declaration of a man's consent to make him subject to
the laws of any government. There is a common distinction of an express and a tacit consent,
which will concern our present case. Nobody doubts but an express consent of any man,
entering into any society, makes him a perfect member of that society, a subject of that
government. The difficulty is, what ought to be looked upon as a tacit consent, and how far it
binds- i.e., how far any one shall be looked on to have consented, and thereby submitted to
any government, where he has made no expressions of it at all. And to this I say, that every
man that hath any possession or enjoyment of any part of the dominions of any government
doth hereby give his tacit consent, and is as far forth obliged to obedience to the laws of that
government, during such enjoyment, as anyone under it, whether this his possession be of land
to him and his heirs forever, or a lodging only for a week; or whether it be barely travelling
freely on the highway; and, in effect, it reaches as far as the very being of any one within the
territories of that government.
120. To understand this the better, it is fit to consider that every man when he at first
incorporates himself into any commonwealth, he, by his uniting himself thereunto, annexes
also, and submits to the community those possessions which he has, or shall acquire, that do
not already belong to any other government. For it would be a direct contradiction for anyone
to enter into society with others for the securing and regulating of property, and yet to suppose
his land, whose property is to be regulated by the laws of the society, should be exempt from
the jurisdiction of that government to which he himself, and the property of the land, is a
subject. By the same act, therefore, whereby any one unites his person, which was before free,
to any commonwealth, by the same he unites his possessions, which were before free, to it
also; and they become, both of them, person and possession, subject to the government and
dominion of that commonwealth as long as it hath a being. Whoever therefore, from
thenceforth, by inheritance, purchases permission, or otherwise enjoys any part of the land so
annexed to, and under the government of that commonweal, must take it with the condition it
is under- that is, of submitting to the government of the commonwealth, under whose
jurisdiction it is, as far forth as any subject of it.
121. But since the government has a direct jurisdiction only over the land and reaches the
possessor of it (before he has actually incorporated himself in the society) only as he dwells
upon and enjoys that, the obligation any one is under by virtue of such enjoyment to submit to
the government begins and ends with the enjoyment; so that whenever the owner, who has
given nothing but such a tacit consent to the government will, by donation, sale or otherwise,
quit the said possession, he is at liberty to go and incorporate himself into any other
commonwealth, or agree with others to begin a new one in vacuis locis, in any part of the world
they can find free and unpossessed; whereas he that has once, by actual agreement and any
express declaration, given his consent to be of any commonweal, is perpetually and
indispensably obliged to be, and remain unalterably a subject to it, and can never be again in
232
the liberty of the state of Nature, unless by any calamity the government he was under comes
to be dissolved.
122. But submitting to the laws of any country, living quietly and enjoying privileges and
protection under them, makes not a man a member of that society; it is only a local protection
and homage due to and from all those who, not being in a state of war, come within the
territories belonging to any government, to all parts whereof the force of its law extends. But
this no more makes a man a member of that society, a perpetual subject of that
commonwealth, than it would make a man a subject to another in whose family he found it
convenient to abide for some time, though, whilst he continued in it, he were obliged to
comply with the laws and submit to the government he found there. And thus we see that
foreigners, by living all their lives under another government, and enjoying the privileges and
protection of it, though they are bound, even in conscience, to submit to its administration as
far forth as any denizen, yet do not thereby come to be subjects or members of that
commonwealth. Nothing can make any man so but his actually entering into it by positive
engagement and express promise and compact. This is that which, I think, concerning the
beginning of political societies, and that consent which makes any one a member of any
commonwealth.
CHAPTER 9. OF THE ENDS OF POLITICAL SOCIETY AND GOVERNMENT
123. IF man in the state of Nature be so free as has been said, if he be absolute lord of his
own person and possessions, equal to the greatest and subject to nobody, why will he part with
his freedom, this empire, and subject himself to the dominion and control of any other power?
To which it is obvious to answer, that though in the state of Nature he hath such a right, yet
the enjoyment of it is very uncertain and constantly exposed to the invasion of others; for all
being kings as much as he, every man his equal, and the greater part no strict observers of
equity and justice, the enjoyment of the property he has in this state is very unsafe, very
insecure. This makes him willing to quit this condition which, however free, is full of fears and
continual dangers; and it is not without reason that he seeks out and is willing to join in society
with others who are already united, or have a mind to unite for the mutual preservation of
their lives, liberties and estates, which I call by the general name- property.
124. The great and chief end, therefore, of men uniting into commonwealths, and putting
themselves under government, is the preservation of their property; to which in the state of
Nature there are many things wanting.
Firstly, there wants an established, settled, known law, received and allowed by common
consent to be the standard of right and wrong, and the common measure to decide all
controversies between them. For though the law of Nature be plain and intelligible to all
rational creatures, yet men, being biased by their interest, as well as ignorant for want of study
233
of it, are not apt to allow of it as a law binding to them in the application of it to their
particular cases.
125. Secondly, in the state of Nature there wants a known and indifferent judge, with
authority to determine all differences according to the established law. For every one in that
state being both judge and executioner of the law of Nature, men being partial to themselves,
passion and revenge is very apt to carry them too far, and with too much heat in their own
cases, as well as negligence and unconcernedness, make them too remiss in other men's.
126. Thirdly, in the state of Nature there often wants power to back and support the
sentence when right, and to give it due execution. They who by any injustice offended will
seldom fail where they are able by force to make good their injustice. Such resistance many
times makes the punishment dangerous, and frequently destructive to those who attempt it.
127. Thus mankind, notwithstanding all the privileges of the state of Nature, being but in an
ill condition while they remain in it are quickly driven into society. Hence it comes to pass, that
we seldom find any number of men live any time together in this state. The inconveniencies
that they are therein exposed to by the irregular and uncertain exercise of the power every man
has of punishing the transgressions of others, make them take sanctuary under the established
laws of government, and therein seek the preservation of their property. It is this that makes
them so willingly give up every one his single power of punishing to be exercised by such alone
as shall be appointed to it amongst them, and by such rules as the community, or those
authorised by them to that purpose, shall agree on. And in this we have the original right and
rise of both the legislative and executive power as well as of the governments and societies
themselves.
(…)
CHAPTER 10. OF THE FORMS OF A COMMONWEALTH
132. THE majority having, as has been showed, upon men's first uniting into society, the
whole power of the community naturally in them, may employ all that power in making laws
for the community from time to time, and executing those laws by officers of their own
appointing, and then the form of the government is a perfect democracy; or else may put the
power of making laws into the hands of a few select men, and their heirs or successors, and
then it is an oligarchy; or else into the hands of one man, and then it is a monarchy; if to him
and his heirs, it is a hereditary monarchy; if to him only for life, but upon his death the power
only of nominating a successor, to return to them, an elective monarchy. And so accordingly
of these make compounded and mixed forms of government, as they think good. And if the
legislative power be at first given by the majority to one or more persons only for their lives, or
any limited time, and then the supreme power to revert to them again, when it is so reverted
the community may dispose of it again anew into what hands they please, and so constitute a
new form of government; for the form of government depending upon the placing the
234
supreme power, which is the legislative, it being impossible to conceive that an inferior power
should prescribe to a superior, or any but the supreme make laws, according as the power of
making laws is placed, such is the form of the commonwealth.
133. By "commonwealth" I must be understood all along to mean not a democracy, or any
form of government, but any independent community which the Latins signified by the word
civitas, to which the word which best answers in our language is "commonwealth," and most
properly expresses such a society of men which "community" does not (for there may be
subordinate communities in a government), and "city" much less. And therefore, to avoid
ambiguity, I crave leave to use the word "commonwealth" in that sense, in which sense I find
the word used by King James himself, which I think to be its genuine signification, which, if
anybody dislike, I consent with him to change it for a better.
CHAPTER 11. OF THE EXTENT OF THE LEGISLATIVE POWER
134. THE great end of men's entering into society being the enjoyment of their properties
in peace and safety, and the great instrument and means of that being the laws established in
that society, the first and fundamental positive law of all commonwealths is the establishing of
the legislative power, as the first and fundamental natural law which is to govern even the
legislative. Itself is the preservation of the society and (as far as will consist with the public
good) of every person in it. This legislative is not only the supreme power of the
commonwealth, but sacred and unalterable in the hands where the community have once
placed it. Nor can any edict of anybody else, in what form soever conceived, or by what power
soever backed, have the force and obligation of a law which has not its sanction from that
legislative which the public has chosen and appointed; for without this the law could not have
that which is absolutely necessary to its being a law, the consent of the society, over whom
nobody can have a power to make laws but by their own consent and by authority received
from them; and therefore all the obedience, which by the most solemn ties any one can be
obliged to pay, ultimately terminates in this supreme power, and is directed by those laws
which it enacts. Nor can any oaths to any foreign power whatsoever, or any domestic
subordinate power, discharge any member of the society from his obedience to the legislative,
acting pursuant to their trust, nor oblige him to any obedience contrary to the laws so enacted
or farther than they do allow, it being ridiculous to imagine one can be tied ultimately to obey
any power in the society which is not the supreme.
135. Though the legislative, whether placed in one or more, whether it be always in being or
only by intervals, though it be the supreme power in every commonwealth, yet, first, it is not,
nor can possibly be, absolutely arbitrary over the lives and fortunes of the people. For it being
but the joint power of every member of the society given up to that person or assembly which
is legislator, it can be no more than those persons had in a state of Nature before they entered
into society, and gave it up to the community. For nobody can transfer to another more power
235
than he has in himself, and nobody has an absolute arbitrary power over himself, or over any
other, to destroy his own life, or take away the life or property of another. A man, as has been
proved, cannot subject himself to the arbitrary power of another; and having, in the state of
Nature, no arbitrary power over the life, liberty, or possession of another, but only so much as
the law of Nature gave him for the preservation of himself and the rest of mankind, this is all
he doth, or can give up to the commonwealth, and by it to the legislative power, so that the
legislative can have no more than this. Their power in the utmost bounds of it is limited to the
public good of the society. It is a power that hath no other end but preservation, and therefore
can never have a right to destroy, enslave, or designedly to impoverish the subjects; the
obligations of the law of Nature cease not in society, but only in many cases are drawn closer,
and have, by human laws, known penalties annexed to them to enforce their observation. Thus
the law of Nature stands as an eternal rule to all men, legislators as well as others. The rules
that they make for, other men's actions must, as well as their own and other men's actions, be
conformable to the law of Nature- i.e., to the will of God, of which that is a declaration, and
the fundamental law of Nature being the preservation of mankind, no human sanction can be
good or valid against it.
136. Secondly, the legislative or supreme authority cannot assume to itself a power to rule
by extemporary arbitrary decrees, but is bound to dispense justice and decide the rights of the
subject by promulgated standing laws, and known authorised judges. For the law of Nature
being unwritten, and so nowhere to be found but in the minds of men, they who, through
passion or interest, shall miscite or misapply it, cannot so easily be convinced of their mistake
where there is no established judge; and so it serves not as it aught, to determine the rights and
fence the properties of those that live under it, especially where everyone is judge, interpreter,
and executioner of it too, and that in his own case; and he that has right on his side, having
ordinarily but his own single strength, hath not force enough to defend himself from injuries
or punish delinquents. To avoid these inconveniencies which disorder men's properties in the
state of Nature, men unite into societies that they may have the united strength of the whole
society to secure and defend their properties, and may have standing rules to bound it by
which every one may know what is his. To this end it is that men give up all their natural
power to the society they enter into, and the community put the legislative power into such
hands as they think fit, with this trust, that they shall be governed by declared laws, or else
their peace, quiet, and property will still be at the same uncertainty as it was in the state of
Nature.
(…)
138. Thirdly, the supreme power cannot take from any man any part of his property
without his own consent. For the preservation of property being the end of government, and
that for which men enter into society, it necessarily supposes and requires that the people
should have property, without which they must be supposed to lose that by entering into
society which was the end for which they entered into it; too gross an absurdity for any man to
own. Men, therefore, in society having property, they have such a right to the goods, which by
236
the law of the community are theirs, that nobody hath a right to take them, or any part of
them, from them without their own consent; without this they have no property at all. For I
have truly no property in that which another can by right take from me when he pleases
against my consent. Hence it is a mistake to think that the supreme or legislative power of any
commonwealth can do what it will, and dispose of the estates of the subject arbitrarily, or take
any part of them at pleasure. This is not much to be feared in governments where the
legislative consists wholly or in part in assemblies which are variable, whose members upon the
dissolution of the assembly are subjects under the common laws of their country, equally with
the rest. But in governments where the legislative is in one lasting assembly, always in being, or
in one man as in absolute monarchies, there is danger still, that they will think themselves to
have a distinct interest from the rest of the community, and so will be apt to increase their own
riches and power by taking what they think fit from the people. For a man's property is not at
all secure, though there be good and equitable laws to set the bounds of it between him and his
fellow-subjects, if he who commands those subjects have power to take from any private man
what part he pleases of his property, and use and dispose of it as he thinks good.
139. But government, into whosesoever hands it is put, being as I have before shown,
entrusted with this condition, and for this end, that men might have and secure their
properties, the prince or senate, however it may have power to make laws for the regulating of
property between the subjects one amongst another, yet can never have a power to take to
themselves the whole, or any part of the subjects' property, without their own consent; for this
would be in effect to leave them no property at all. And to let us see that even absolute power,
where it is necessary, is not arbitrary by being absolute, but is still limited by that reason and
confined to those ends which required it in some cases to be absolute, we need look no farther
than the common practice of martial discipline. For the preservation of the army, and in it of
the whole commonwealth, requires an absolute obedience to the command of every superior
officer, and it is justly death to disobey or dispute the most dangerous or unreasonable of
them; but yet we see that neither the sergeant that could command a soldier to march up to the
mouth of a cannon, or stand in a breach where he is almost sure to perish, can command that
soldier to give him one penny of his money; nor the general that can condemn him to death
for deserting his post, or not obeying the most desperate orders, cannot yet with all his
absolute power of life and death dispose of one farthing of that soldier's estate, or seize one jot
of his goods; whom yet he can command anything, and hang for the least disobedience.
Because such a blind obedience is necessary to that end for which the commander has his
power- viz., the preservation of the rest, but the disposing of his goods has nothing to do with
it.
(…)
141. Fourthly. The legislative cannot transfer the power of making laws to any other hands,
for it being but a delegated power from the people, they who have it cannot pass it over to
others. The people alone can appoint the form of the commonwealth, which is by constituting
the legislative, and appointing in whose hands that shall be. And when the people have said,
237
"We will submit, and be governed by laws made by such men, and in such forms," nobody else
can say other men shall make laws for them; nor can they be bound by any laws but such as are
enacted by those whom they have chosen and authorised to make laws for them.
(…)
CHAPTER 12. THE LEGISLATIVE, EXECUTIVE, AND FEDERATIVE POWER OF THE
COMMONWEALTH
143. THE legislative power is that which has a right to direct how the force of the
commonwealth shall be employed for preserving the community and the members of it.
Because those laws which are constantly to be executed, and whose force is always to continue,
may be made in a little time, therefore there is no need that the legislative should be always in
being, not having always business to do. And because it may be too great temptation to human
frailty, apt to grasp at power, for the same persons who have the power of making laws to have
also in their hands the power to execute them, whereby they may exempt themselves from
obedience to the laws they make, and suit the law, both in its making and execution, to their
own private advantage, and thereby come to have a distinct interest from the rest of the
community, contrary to the end of society and government. Therefore in well-ordered
commonwealths, where the good of the whole is so considered as it ought, the legislative
power is put into the hands of divers persons who, duly assembled, have by themselves, or
jointly with others, a power to make laws, which when they have done, being separated again,
they are themselves subject to the laws they have made; which is a new and near tie upon them
to take care that they make them for the public good.
144. But because the laws that are at once, and in a short time made, have a constant and
lasting force, and need a perpetual execution, or an attendance thereunto, therefore it is
necessary there should be a power always in being which should see to the execution of the
laws that are made, and remain in force. And thus the legislative and executive power come
often to be separated.
145. There is another power in every commonwealth which one may call natural, because it
is that which answers to the power every man naturally had before he entered into society. For
though in a commonwealth the members of it are distinct persons, still, in reference to one
another, and, as such, are governed by the laws of the society, yet, in reference to the rest of
mankind, they make one body, which is, as every member of it before was, still in the state of
Nature with the rest of mankind, so that the controversies that happen between any man of
the society with those that are out of it are managed by the public, and an injury done to a
member of their body engages the whole in the reparation of it. So that under this
consideration the whole community is one body in the state of Nature in respect of all other
states or persons out of its community.
238
146. This, therefore, contains the power of war and peace, leagues and alliances, and all the
transactions with all persons and communities without the commonwealth, and may be called
federative if any one pleases. So the thing be understood, I am indifferent as to the name.
147. These two powers, executive and federative, though they be really distinct in
themselves, yet one comprehending the execution of the municipal laws of the society within
itself upon all that are parts of it, the other the management of the security and interest of the
public without with all those that it may receive benefit or damage from, yet they are always
almost united. And though this federative power in the well or ill management of it be of great
moment to the commonwealth, yet it is much less capable to be directed by antecedent,
standing, positive laws than the executive, and so must necessarily be left to the prudence and
wisdom of those whose hands it is in, to be managed for the public good. For the laws that
concern subjects one amongst another, being to direct their actions, may well enough precede
them. But what is to be done in reference to foreigners depending much upon their actions,
and the variation of designs and interests, must be left in great part to the prudence of those
who have this power committed to them, to be managed by the best of their skill for the
advantage of the commonwealth.
148. Though, as I said, the executive and federative power of every community be really
distinct in themselves, yet they are hardly to be separated and placed at the same time in the
hands of distinct persons. For both of them requiring the force of the society for their
exercise, it is almost impracticable to place the force of the commonwealth in distinct and not
subordinate hands, or that the executive and federative power should be placed in persons that
might act separately, whereby the force of the public would be under different commands,
which would be apt some time or other to cause disorder and ruin.
CHAPTER 13. OF THE SUBORDINATION OF THE POWERS OF THE COMMONWEALTH
149. THOUGH in a constituted commonwealth standing upon its own basis and acting
according to its own nature- that is, acting for the preservation of the community, there can be
but one supreme power, which is the legislative, to which all the rest are and must be
subordinate, yet the legislative being only a fiduciary power to act for certain ends, there
remains still in the people a supreme power to remove or alter the legislative, when they find
the legislative act contrary to the trust reposed in them. For all power given with trust for the
attaining an end being limited by that end, whenever that end is manifestly neglected or
opposed, the trust must necessarily be forfeited, and the power devolve into the hands of
those that gave it, who may place it anew where they shall think best for their safety and
security. And thus the community perpetually retains a supreme power of saving themselves
from the attempts and designs of anybody, even of their legislators, whenever they shall be so
foolish or so wicked as to lay and carry on designs against the liberties and properties of the
subject. For no man or society of men having a power to deliver up their preservation, or
239
consequently the means of it, to the absolute will and arbitrary dominion of another, whenever
anyone shall go about to bring them into such a slavish condition, they will always have a right
to preserve what they have not a power to part with, and to rid themselves of those who
invade this fundamental, sacred, and unalterable law of self-preservation for which they
entered into society. And thus the community may be said in this respect to be always the
supreme power, but not as considered under any form of government, because this power of
the people can never take place till the government be dissolved.
150. In all cases whilst the government subsists, the legislative is the supreme power. For
what can give laws to another must needs be superior to him, and since the legislative is no
otherwise legislative of the society but by the right it has to make laws for all the parts, and
every member of the society prescribing rules to their actions, they are transgressed, the
legislative must needs be the supreme, and all other powers in any members or parts of the
society derived from and subordinate to it.
(…)
158. Salus populi suprema lex is certainly so just and fundamental a rule, that he who sincerely
follows it cannot dangerously err. If, therefore, the executive who has the power of convoking
the legislative, observing rather the true proportion than fashion of representation, regulates
not by old custom, but true reason, the number of members in all places, that have a right to
be distinctly represented, which no part of the people, however incorporated, can pretend to,
but in proportion to the assistance which it affords to the public, it cannot be judged to have
set up a new legislative, but to have restored the old and true one, and to have rectified the
disorders which succession of time had insensibly as well as inevitably introduced; for it being
the interest as well as intention of the people to have a fair and equal representative, whoever
brings it nearest to that is an undoubted friend to and establisher of the government, and
cannot miss the consent and approbation of the community; prerogative being nothing but a
power in the hands of the prince to provide for the public good in such cases which,
depending upon unforeseen and uncertain occurrences, certain and unalterable laws could not
safely direct. Whatsoever shall be done manifestly for the good of the people, and establishing
the government upon its true foundations is, and always will be, just prerogative. The power of
erecting new corporations, and therewith new representatives, carries with it a supposition that
in time the measures of representation might vary, and those have a just right to be
represented which before had none; and by the same reason, those cease to have a right, and
be too inconsiderable for such a privilege, which before had it. It is not a change from the
present state which, perhaps, corruption or decay has introduced, that makes an inroad upon
the government, but the tendency of it to injure or oppress the people, and to set up one part
or party with a distinction from and an unequal subjection of the rest. Whatsoever cannot but
be acknowledged to be of advantage to the society and people in general, upon just and lasting
measures, will always, when done, justify itself; and whenever the people shall choose their
representatives upon just and undeniably equal measures, suitable to the original frame of the
240
government, it cannot be doubted to be the will and act of the society, whoever permitted or
proposed to them so to do.
CHAPTER 14. OF PREROGATIVE
159. WHERE the legislative and executive power are in distinct hands, as they are in all
moderated monarchies and well-framed governments, there the good of the society requires
that several things should be left to the discretion of him that has the executive power. For the
legislators not being able to foresee and provide by laws for all that may be useful to the
community, the executor of the laws, having the power in his hands, has by the common law
of Nature a right to make use of it for the good of the society, in many cases where the
municipal law has given no direction, till the legislative can conveniently be assembled to
provide for it; nay, many things there are which the law can by no means provide for, and
those must necessarily be left to the discretion of him that has the executive power in his
hands, to be ordered by him as the public good and advantage shall require; nay, it is fit that
the laws themselves should in some cases give way to the executive power, or rather to this
fundamental law of Nature and government- viz., that as much as may be all the members of
the society are to be preserved. For since many accidents may happen wherein a strict and rigid
observation of the laws may do harm, as not to pull down an innocent man's house to stop the
fire when the next to it is burning; and a man may come sometimes within the reach of the
law, which makes no distinction of persons, by an action that may deserve reward and pardon;
it is fit the ruler should have a power in many cases to mitigate the severity of the law, and
pardon some offenders, since the end of government being the preservation of all as much as
may be, even the guilty are to be spared where it can prove no prejudice to the innocent.
160. This power to act according to discretion for the public good, without the prescription
of the law and sometimes even against it, is that which is called prerogative; for since in some
governments the law-making power is not always in being and is usually too numerous, and so
too slow for the dispatch requisite to execution, and because, also, it is impossible to foresee
and so by laws to provide for all accidents and necessities that may concern the public, or
make such laws as will do no harm, if they are executed with an inflexible rigour on all
occasions and upon all persons that may come in their way, therefore there is a latitude left to
the executive power to do many things of choice which the laws do not prescribe.
(…)
CHAPTER 15. OF PATERNAL, POLITICAL AND DESPOTICAL POWER
241
169. THOUGH I have had occasion to speak of these separately before, yet the great
mistakes of late about government having, as I suppose, arisen from confounding these
distinct powers one with another, it may not perhaps be amiss to consider them here together.
170. First, then, paternal or parental power is nothing but that which parents have over
their children to govern them, for the children's good, till they come to the use of reason, or a
state of knowledge, wherein they may be supposed capable to understand that rule, whether it
be the law of Nature or the municipal law of their country, they are to govern themselves bycapable, I say, to know it, as well as several others, who live as free men under that law. The
affection and tenderness God hath planted in the breasts of parents towards their children
makes it evident that this is not intended to be a severe arbitrary government, but only for the
help, instruction, and preservation of their offspring. But happen as it will, there is, as I have
proved, no reason why it should be thought to extend to life and death, at any time, over their
children, more than over anybody else, or keep the child in subjection to the will of his parents
when grown to a man and the perfect use of reason, any farther than as having received life
and education from his parents obliges him to respect, honour, gratitude, assistance, and
support, all his life, to both father and mother. And thus, it is true, the paternal is a natural
government, but not at all extending itself to the ends and jurisdictions of that which is
political. The power of the father doth not reach at all to the property of the child, which is
only in his own disposing.
171. Secondly, political power is that power which every man having in the state of Nature
has given up into the hands of the society, and therein to the governors whom the society hath
set over itself, with this express or tacit trust, that it shall be employed for their good and the
preservation of their property. Now this power, which every man has in the state of Nature,
and which he parts with to the society in all such cases where the society can secure him, is to
use such means for the preserving of his own property as he thinks good and Nature allows
him; and to punish the breach of the law of Nature in others so as (according to the best of his
reason) may most conduce to the preservation of himself and the rest of mankind; so that the
end and measure of this power, when in every man's hands, in the state of Nature, being the
preservation of all of his society- that is, all mankind in general- it can have no other end or
measure, when in the hands of the magistrate, but to preserve the members of that society in
their lives, liberties, and possessions, and so cannot be an absolute, arbitrary power over their
lives and fortunes, which are as much as possible to be preserved; but a power to make laws,
and annex such penalties to them as may tend to the preservation of the whole, by cutting off
those parts, and those only, which are so corrupt that they threaten the sound and healthy,
without which no severity is lawful. And this power has its original only from compact and
agreement and the mutual consent of those who make up the community.
172. Thirdly, despotical power is an absolute, arbitrary power one man has over another, to
take away his life whenever he pleases; and this is a power which neither Nature gives, for it
has made no such distinction between one man and another, nor compact can convey. For
man, not having such an arbitrary power over his own life, cannot give another man such a
242
power over it, but it is the effect only of forfeiture which the aggressor makes of his own life
when he puts himself into the state of war with another. For having quitted reason, which God
hath given to be the rule betwixt man and man, and the peaceable ways which that teaches,
and made use of force to compass his unjust ends upon another where he has no right, he
renders himself liable to be destroyed by his adversary whenever he can, as any other noxious
and brutish creature that is destructive to his being. And thus captives, taken in a just and
lawful war, and such only, are subject to a despotical power, which, as it arises not from
compact, so neither is it capable of any, but is the state of war continued. For what compact
can be made with a man that is not master of his own life? What condition can he perform?
And if he be once allowed to be master of his own life, the despotical, arbitrary power of his
master ceases. He that is master of himself and his own life has a right, too, to the means of
preserving it; so that as soon as compact enters, slavery ceases, and he so far quits his absolute
power and puts an end to the state of war who enters into conditions with his captive.
(…)
CHAPTER 16. OF CONQUEST
175. THOUGH governments can originally have no other rise than that before mentioned,
nor polities be founded on anything but the consent of the people, yet such have been the
disorders ambition has filled the world with, that in the noise of war, which makes so great a
part of the history of mankind, this consent is little taken notice of; and, therefore, many have
mistaken the force of arms for the consent of the people, and reckon conquest as one of the
originals of government. But conquest is as far from setting up any government as demolishing
a house is from building a new one in the place. Indeed, it often makes way for a new frame of
a commonwealth by destroying the former; but, without the consent of the people, can never
erect a new one.
(…)
177. But supposing victory favours the right side, let us consider a conqueror in a lawful
war, and see what power he gets, and over whom.
First, it is plain he gets no power by his conquest over those that conquered with him. They
that fought on his side cannot suffer by the conquest, but must, at least, be as much free men
as they were before. And most commonly they serve upon terms, and on condition to share
with their leader, and enjoy a part of the spoil and other advantages that attend the conquering
sword, or, at least, have a part of the subdued country bestowed upon them. And the
conquering people are not, I hope, to be slaves by conquest, and wear their laurels only to
show they are sacrifices to their leader's triumph. They that found absolute monarchy upon the
title of the sword make their heroes, who are the founders of such monarchies, arrant "drawcan-sirs," and forget they had any officers and soldiers that fought on their side in the battles
they won, or assisted them in the subduing, or shared in possessing the countries they
243
mastered. We are told by some that the English monarchy is founded in the Norman
Conquest, and that our princes have thereby a title to absolute dominion, which, if it were true
(as by the history it appears otherwise), and that William had a right to make war on this island,
yet his dominion by conquest could reach no farther than to the Saxons and Britons that were
then inhabitants of this country. The Normans that came with him and helped to conquer, and
all descended from them, are free men and no subjects by conquest, let that give what
dominion it will. And if I or anybody else shall claim freedom as derived from them, it will be
very hard to prove the contrary; and it is plain, the law that has made no distinction between
the one and the other intends not there should be any difference in their freedom or privileges.
178. But supposing, which seldom happens, that the conquerors and conquered never
incorporate into one people under the same laws and freedom; let us see next what power a
lawful conqueror has over the subdued, and that I say is purely despotical. He has an absolute
power over the lives of those who, by an unjust war, have forfeited them, but not over the
lives or fortunes of those who engaged not in the war, nor over the possessions even of those
who were actually engaged in it.
(…)
CHAPTER 17. OF USURPATION
197. As conquest may be called a foreign usurpation, so usurpation is a kind of domestic
conquest, with this difference- that an usurper can never have right on his side, it being no
usurpation but where one is got into the possession of what another has right to. This, so far
as it is usurpation, is a change only of persons, but not of the forms and rules of the
government; for if the usurper extend his power beyond what, of right, belonged to the lawful
princes or governors of the commonwealth, it is tyranny added to usurpation.
198. In all lawful governments the designation of the persons who are to bear rule being as
natural and necessary a part as the form of the government itself, and that which had its
establishment originally from the people- the anarchy being much alike, to have no form of
government at all, or to agree that it shall be monarchical, yet appoint no way to design the
person that shall have the power and be the monarch- all commonwealths, therefore, with the
form of government established, have rules also of appointing and conveying the right to those
who are to have any share in the public authority; and whoever gets into the exercise of any
part of the power by other ways than what the laws of the community have prescribed hath no
right to be obeyed, though the form of the commonwealth be still preserved, since he is not
the person the laws have appointed, and, consequently, not the person the people have
consented to. Nor can such an usurper, or any deriving from him, ever have a title till the
people are both at liberty to consent, and have actually consented, to allow and confirm in him
the power he hath till then usurped.
(…)
244
CHAPTER 19. OF THE DISSOLUTION OF GOVERNMENT
(…)
240. Here it is like the common question will be made: Who shall be judge whether the
prince or legislative act contrary to their trust? This, perhaps, ill-affected and factious men may
spread amongst the people, when the prince only makes use of his due prerogative. To this I
reply, The people shall be judge; for who shall be judge whether his trustee or deputy acts well
and according to the trust reposed in him, but he who deputes him and must, by having
deputed him, have still a power to discard him when he fails in his trust? If this be reasonable
in particular cases of private men, why should it be otherwise in that of the greatest moment,
where the welfare of millions is concerned and also where the evil, if not prevented, is greater,
and the redress very difficult, dear, and dangerous?
241. But, farther, this question, Who shall be judge? cannot mean that there is no judge at
all. For where there is no judicature on earth to decide controversies amongst men, God in
heaven is judge. He alone, it is true, is judge of the right. But every man is judge for himself, as
in all other cases so in this, whether another hath put himself into a state of war with him, and
whether he should appeal to the supreme judge, as Jephtha did.
242. If a controversy arise betwixt a prince and some of the people in a matter where the
law is silent or doubtful, and the thing be of great consequence, I should think the proper
umpire in such a case should be the body of the people. For in such cases where the prince
hath a trust reposed in him, and is dispensed from the common, ordinary rules of the law,
there, if any men find themselves aggrieved, and think the prince acts contrary to, or beyond
that trust, who so proper to judge as the body of the people (who at first lodged that trust in
him) how far they meant it should extend? But if the prince, or whoever they be in the
administration, decline that way of determination, the appeal then lies nowhere but to Heaven.
Force between either persons who have no known superior on earth or, which permits no
appeal to a judge on earth, being properly a state of war, wherein the appeal lies only to
heaven; and in that state the injured party must judge for himself when he will think fit to
make use of that appeal and put himself upon it.
243. To conclude. The power that every individual gave the society when he entered into it
can never revert to the individuals again, as long as the society lasts, but will always remain in
the community; because without this there can be no community- no commonwealth, which is
contrary to the original agreement; so also when the society hath placed the legislative in any
assembly of men, to continue in them and their successors, with direction and authority for
providing such successors, the legislative can never revert to the people whilst that government
lasts: because, having provided a legislative with power to continue forever, they have given up
their political power to the legislative, and cannot resume it. But if they have set limits to the
duration of their legislative, and made this supreme power in any person or assembly only
245
temporary; or else when, by the miscarriages of those in authority, it is forfeited; upon the
forfeiture of their rulers, or at the determination of the time set, it reverts to the society, and
the people have a right to act as supreme, and continue the legislative in themselves or place it
in a new form, or new hands, as they think good.
246
BERNARD MANDEVILLE
LA FÁBULA DE LAS
ABEJAS
247
INTRODUCCIÓN
Bernard Mandeville recibió el bautismo en Rotterdam el 20 de noviembre de 1670 y murió en
Londres el 21 de enero de 1733. Su libro más conocido es La fábula de las abejas o sobre los
beneficios públicos de los vicios privados (1714). Se trata de un breve poema en el que defiende a
grandes rasgos la idea de que el progreso de una sociedad obedece sobre todo a dos factores
fundamentales: la mayor libertad posible y la búsqueda del provecho personal por parte de sus
miembros. Es decir, contrario a la intuición generalizada —y que fue fundamental en la
filosofía política de la Antigüedad y la Edad Media— según la cual la mejor sociedad es la
sociedad conformada mayoritariamente por hombres virtuosos, Mandeville piensa que la mejor
sociedad posible no estará conformada por hombres que se caractericen por su virtud, sino
más bien por hombres bastante egoístas y hasta cierto punto maliciosos. El caso es que,
aunque tales hombres sólo busquen su propio beneficio, de manera indirecta contribuirán a la
conformación de una sociedad altamente competitiva, una sociedad industriosa, en la que se
perseguirá a cualquier precio el éxito.
¿Por qué, al final, esta sociedad será mejor que otra conformada por hombres más justos?
Entre otras razones, porque esta incesante búsqueda del éxito termina por crear un cierto
equilibrio político y social que la virtud nunca ha conseguido propiciar. Quienes depositan en
la virtud sus esperanzas —quienes suspiran, por ejemplo, por una clase política ejemplar— se
equivocan, según Mandeville, pues no han comprendido que la sociedad progresa impulsada
por el egoísmo de los individuos y no por la filantropía de sus mejores hombres.
Mandeville es heredero de una visión política propia de la Modernidad y que se puede
rastrear hasta Maquiavelo: la filosofía política de la Antigüedad partía del principio de que para
crear una sociedad más justa, había que hacer a los hombres más justos —y por ende, también
crear instituciones más justas, que sólo estos últimos podrían fundar y sostener—. Pero a partir
de Maquiavelo surge, paulatinamente, una visión mucho más pesimista, que trata más bien de
responder a esta pregunta: ¿cómo hacer que una sociedad conformada por hombres injustos
—o que muy fácilmente se corrompen— sea medianamente justa? Ya no se trata de mejorar a
los hombres, sino de hacer una sociedad más justa a pesar de ellos. En una sociedad altamente
organizada, sus miembros más egoístas serán capaces de cooperar y contribuir al bien común,
una vez que comprendan que la cooperación les beneficia también. Mandeville no tiene en
mente una sociedad conformada por puros rufianes embrutecidos e ingobernables, sino por
248
hombres de carne y hueso que, aunque ciertamente no sean ejemplos de virtud, en ciertas
circunstancias serán capaces de cooperar, no tanto por una motivación de índole moral, sino
por el simple hecho de ser racionales.
La tesis de Mandeville fue mal recibida por la sociedad de su tiempo. A pesar de que intentó
ampliarla y matizarla —publicó en 1728 una segunda parte de la fábula, mucho más extensa, y
constituida por un prefacio y seis diálogos—, debió morir con la sensación de que muy pocas
personas habían comprendido lo que quería decir. A la larga, sin embargo, su pensamiento
tuvo una gran influencia en Adam Smith, Rousseau, Voltaire, Diderot, Kant, Herder, Gibbon,
Taine y Marx, entre muchos otros.
249
Un espacioso panal, bien colmado de abejas
que vivían entre el lujo y el desahogo
—y sin embargo famoso por sus leyes y poderío,
además de sus numerosos enjambres precoces—,
era considerado el gran semillero
de las ciencias y la industria.
Jamás hubo abejas mejor gobernadas,
tampoco mayor frivolidad ni menor contento,
no eran esclavas de tiranía alguna
ni las regía tampoco la feroz democracia,
sino reyes, incapacitados para el atropello,
pues su poder estaba limitado por las leyes.
Estos insectos vivían como hombres
y todas nuestras acciones a escala las realizaban,
hacían todo lo que se hace en la ciudad
y lo que corresponde a la espada y a la toga,
aunque sus ingeniosas obras, por la sutil ligereza
de sus diminutos miembros, al ojo humano se le escapaban.
No tenemos, sin embargo, máquinas, trabajadores,
naves, castillos, armas, artífices,
arte, ciencia, taller ni instrumento
del que no tuviesen ellas equivalente,
a todo lo cual, ya que su lenguaje nos es extraño,
habremos de llamar con los mismos nombres.
Pongamos que, entre otras cosas,
no conocían los dados, mas ¿no tenían reyes
y éstos guardias? De lo cual bien podemos
concluir que algún juego tendrían,
a menos que se haya visto un regimiento
de soldados que ninguno practique.
Grandes multitudes pululaban en el floreciente panal
y esa vasta cantidad les permitía prosperar;
millones se empeñaban en satisfacerse
mutuamente la lujuria y la vanidad.
Mientras millones eran empleadas
para ver sus manufacturas consumidas
—y abasteciendo a medio mundo
tenían más trabajo que trabajadores—,
otras, con almacenes repletos y pocos obstáculos
emprendían negocios con enormes ganancias;
250
pero otros más estaban condenados a la guadaña y al azadón,
y a todos esos duros y laboriosos quehaceres
con los que diariamente sudan los infatigables desdichados
hasta acabarse su fuerza y quedarse sin brazos para comer.
Mientras tanto otras se aficionaban a esos misterios
a los que poca gente sus aprendices consagra,
pues no requieren mayor capital que el hierro
y pueden encumbrarse sin gran esfuerzo,
como estafadores, parásitos, proxenetas y jugadores,
rateros, falsificadores, charlatanes, adivinos
y todos los que, enemistados
con el trabajo honorable, astutamente
convierten para su propio provecho el trabajo
del vecino incauto y de buen natural.
Éstos eran llamados granujas, pero allende el nombre,
los serios e industriosos no eran diferentes,
pues en todo oficio y puesto existía el ardid,
ninguna profesión desconocía el engaño.
Los abogados, de cuyo arte la base
consiste en crear litigios y dividir los casos,
se oponían a todo lo establecido,
pues los engaños dan más trabajo
cuando las haciendas están arruinadas,
como si fuera ilegal que lo propio
sin demanda de por medio pueda disfrutarse;
a propósito demoraban las audiencias
para echar mano del estimulante honorario,
y para defender una causa malvada
estudiaban y escudriñaban las leyes,
como hacen los ladrones con las tiendas y casas
para encontrar por dónde colarse.
Los médicos valoraban la fama y la riqueza
por encima de la salud del paciente aquejado
y de su propia habilidad; la mayoría
estudiaba, en lugar de las reglas de su arte,
graves actitudes absortas y conductas parsimoniosas
para ganarse del boticario el favor,
y la alabanza de parteras y curas, y de todos
los que asisten al parto o al funeral;
y eran indulgentes con la horda parlanchina
251
y escuchaban a la comadre prescribir
con una sonrisa formal y un amable “¿Cómo está usted?”,
con tal de adular a toda la familia;
y también la peor de todas las maldiciones:
soportaban la impertinencia de las enfermeras.
Entre los muchos sacerdotes de Júpiter,
contratados para conseguir las bendiciones del cielo,
algunos eran instruidos y elocuentes,
pero irascibles e ignorantes otros miles;
no obstante superaban las inspecciones cuantos podían
ocultar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo;
por todo lo cual tenían la reputación de los sastres,
que ocultan los remiendos, como los marineros el ron.
Algunos, enclenques y harapientos,
mendigaban el pan con misticismo
queriendo una copiosa despensa,
sin recibir otra cosa que pan;
y mientras estos santos menestrales morían de hambre,
los flojos a los que servían
disfrutaban su comodidad, con todas las ventajas
de la salud y la abundancia en sus semblantes.
Los soldados, que eran obligados a pelear,
si sobrevivían, eran homenajeados; mas
algunos, para evitar el sangriento combate
se dejaban disparar en los miembros, que eran amputados.
Generales valientes había algunos, que enfrentaban al enemigo,
otros recibían sobornos para dejarle huir,
los que siempre se exponían en la refriega
perdían ora una pierna, ora un brazo,
hasta quedar impedidos; entonces eran hechos a un lado
y vivían con la mitad de su salario;
mientras que otros que nunca se batieron
se quedaban en casa cobrando el doble.
Sus reyes eran servidos, mas vilmente,
pues eran engañados por sus propios ministros,
y muchos, que eran esclavos de su propio bienestar,
se salvaban robando a la misma corona;
y aunque las pensiones eran pequeñas, la pasaban en grande,
siempre jactándose de su honestidad;
y cuando engrosaban sus retribuciones
252
llamaban estipendios a los escurridizos trucos;
y cuando los hombres entendieron la jerga
cambiaron aquel nombre por el de emolumento,
no queriendo quedarse cortos ni ser simples,
en todo lo tocante a la ganancia.
Y no es que hubiera abeja que quisiera
recibir más, hay que decirlo, de lo acordado;
pero sí más de lo que se habría atrevido a confesar
que le había costado; como nuestros jugadores
que aun jugando honestamente jamás presumen
frente a los perdedores lo ganado.
¿Quién podría enlistar todos sus fraudes?
El mismo material que en la calle
se vendía como abono para fertilizar la tierra,
frecuentemente era descubierto por los compradores
adulterado con un cuarto
de inservibles piedras y mortero;
mas poca razón tenía el tramposo si se quejaba,
pues él también daba gato por liebre.
Y a la Justicia misma, célebre por su reparto equitativo,
la ceguera no le había hecho perder el tacto;
no era raro que, sobornada con oro,
su mano izquierda soltara la balanza que debía sostener;
y aunque parecía imparcial,
cuando se trataba de castigos corporales
aparentaba su curso regular
en los asesinatos y todos los crímenes violentos;
mas algunos, los primeros cuyas trampas eran expuestas,
eran ahorcados con cáñamo de su propia hechura;
se creía, sin embargo, que la espada que empuñaba
sólo ponía coto a desesperados y pobres,
que urgidos por la mera necesidad,
eran colgados en el árbol de los desventurados
por crímenes que no merecían tal desenlace,
salvo por la seguridad de los ricos y los grandes.
Cada parte estaba, pues, repleta de vicios,
mas el conjunto todo era un paraíso;
adulados en la paz, temidos en la guerra,
gozaban de la estimación de los extranjeros
y disipaban en su fortuna y vidas
253
el equilibrio de los demás panales.
Tales eran las bendiciones de aquel Estado:
sus crímenes conspiraban para hacerlos grandes,
y la virtud, que de politiquerías
había aprendido mil astucias,
había, por su feliz influencia,
hecho migas con el vicio; y desde entonces
aun el peor de entre los de la multitud
hizo algo por el bien común.
Tal era el arte del Estado, que sostenía
el todo, aunque cada parte se quejara:
esto, como en música la armonía,
hacía concordar las disonancias;
facciones directamente opuestas
se ayudaban, a pesar suyo,
y la templanza con sobriedad
servía a la embriaguez y la glotonería.
La raíz del mal, la avaricia
—ese vicio maldito, perverso y pernicioso—,
era esclava de la prodigalidad,
noble pecado; y mientras que el lujo
daba trabajo a un millón de pobres
y el odioso orgullo a otro millón,
la envidia misma y la vanidad
eran ministros de la industria;
su amada, la insensatez —veleidad
en la dieta, el menaje y el vestido—,
hizo de ese vicio extraño y ridículo
la rueda misma que impulsaba el comercio.
Sus leyes y ropas eran por igual
objeto de mutabilidad;
porque lo que bien hecho estaba durante un tiempo,
en medio año se convertía en delito;
a pesar de ello, aunque alteraban sus leyes,
siempre buscando y corrigiendo sus defectos,
con la inconstancia enmendaban
las faltas que la prudencia no podía prever.
El vicio, así, nutría al ingenio,
que unido al tiempo y a la industria
había traído estos beneficios a la vida:
254
sus verdaderos placeres, las comodidades y la holgura,
todo ello a tal grado que los más pobres
vivían mejor que antes los ricos,
y nada más podría añadirse.
¡Cuán vana es la felicidad de los mortales!
Si hubiesen conocido los límites de la bienaventuranza,
y que la perfección, aquí abajo,
es más de lo que los dioses pueden conceder,
los quejumbrosos brutos se habrían contentado
con sus ministros y gobierno.
Mas ellos con cada malandanza,
como criaturas perdidas sin remedio,
maldecían a sus políticos, ejércitos y flotas,
gritando cada uno ‘¡Malditos los bribones!’,
y aunque eran conscientes de sus fechorías,
ninguna toleraban rabiosamente en los otros.
Uno, que tenía apariencia principesca
por haber burlado al amo, al Rey y al pobre,
se atrevía a gritar ‘¡Húndase la tierra
por sus muchas infamias!’ Y ¿a quién creerían
que el pillo sermoneador reprendía?
A un guantero que daba borrego por chivo.
En la cosa más insignificante no se erraba
ni se afectaba al negocio público,
pero todos los bribones exclamaban sin vergüenza:
‘¡Por Dios, si tuviéramos un poco de honradez…!’
Mercurio sonreía ante tal impudicia
y otros decían que era insensatez
vilipendiar lo que amaban.
Pero Júpiter, movido de indignación,
juró airado librar por fin
del fraude al bullicioso panal, y lo hizo.
Y apenas lo hace el fraude se aleja
y la honradez colma sus corazones todos,
les muestra, como el Árbol de la Ciencia,
aquellos crímenes que se avergüenzan de ver,
y que ahora confiesan silenciosamente
ruborizándose de su fealdad,
como niños, que esconderían si pudieran sus faltas
y el color de sus mismos pensamientos,
255
imaginando, que al verlos,
los otros sabrían lo que han hecho.
Pero ¡Oh, dioses, qué consternación!
¡Cuán vasta y súbita ha sido la transformación!
En media hora, en la nación entera,
bajó un penique la libra de carne,
la máscara de la hipocresía yace en el suelo,
la del estadista y también la del payaso;
Algunos, conocidos por todos con apariencias prestadas,
se hallan a sí mismos extraños ante las propias.
El tribunal quedó desde ese día en silencio,
porque ya muy a gusto pagan los deudores,
incluso si sus acreedores olvidan
quién ha liquidado y quién no.
Los que cometían agravios enmudecieron,
cesando los penosos y recurrentes pleitos,
con lo cual, ya que nadie puede prosperar menos
que un abogado en un panal honesto,
todos, excepto aquellos que ya tenían lo suficiente,
con sus cuernos de tinta en los hombros se han marchado.
La Justicia colgó a algunos y liberó a otros,
a otros más los puso tras las rejas,
y al no ser requerida más su presencia,
con su séquito y pompa se largó.
Encabezan el séquito herreros con cerrojos y rejas,
grillos y puertas con planchas de hierro,
después carceleros, torneros y asistentes:
delante de la diosa, a cierta distancia,
su fiel ministro supremo,
el verdugo, ejecutor de las leyes,
no blande ya su imaginaria espada,
sino sus propias herramientas, el hacha y la soga;
después, en una nube, el hada encapuchada,
la Justicia misma, impulsada por los aires
en torno de su carro; y detrás los sargentos,
holgazanes de toda clase,
alguaciles de vara, y todos los oficiales
que exprimen lágrimas para ganarse la vida.
Aunque la medicina vivirá mientras haya enfermos,
ahora sólo recetan las abejas facultadas para ello;
256
y son tan abundantes en todo el panal,
que ninguna de ellas necesita viajar,
pues han abandonado sus viejas disputas y se esfuerzan
por librar de su miseria a los pacientes,
descartando las drogas de países deshonestos,
y usando en cambio los productos del suyo,
pues saben que los dioses no envían enfermedades
a naciones que carezcan del remedio.
El clero, sacudido de su letargo,
no pasa ya su carga a abejas jornaleras,
sino que se sirve a sí mismo, libre de vicios,
y a los dioses con ruegos y sacrificios.
Todos aquellos que eran ineptos o que sabían
que sus servicios no eran indispensables, se marcharon;
no hay ya trabajo para tantos
(si son los honestos quienes los necesitan).
Quedaron sólo algunos con el sumo sacerdote
a quien el resto tributaba obediencia,
y él mismo, ocupado en tareas sagradas
ha delegado a otros los asuntos de Estado.
No echa de su puerta a los hambrientos
ni regatea la paga de los pobres:
en su casa se alimenta al famélico
y ahí el jornalero halla abundante pan
y sustento y cama el viajero pobre.
Entre los grandes ministros del Rey
y todos los funcionarios inferiores
el cambio fue grande; pues frugalmente
de sus sueldos viven ahora.
Que una pobre abeja diez veces acuda
a reclamar lo suyo —una suma insignificante—,
y un burócrata le exija
soltar una corona para ser indemnizada,
se considera ahora una clara extorsión,
ya no un ‘emolumento’.
Todos los cargos, antes manejados por tres,
que mutuamente vigilaban sus fechorías,
y que a menudo, por camaradería,
promovían de uno y otro el robo,
ahora están felizmente en manos de uno;
257
por lo cual otros miles se han ido.
De nadie el honor está ahora intacto
si vive debiendo lo que gasta;
las libreas de los prestamistas están colgadas,
cambian los coches por una canción,
y briosos caballos por tiros completos,
y sus casas venden para pagar deudas.
El derroche se evita tanto como el fraude;
no hay ya tropas en el extranjero,
la estima de los forasteros mueve a risa,
también la gloria vana obtenida en guerras;
luchan, sí, pero sólo por el bien de la patria,
cuando el derecho o la libertad peligran.
¡Contemplen ahora el glorioso panal, y vean
cómo congenian la honradez y el comercio!
El espectáculo se ha ido, rápido se esfuma,
y reaparece con aspecto muy distinto,
pues no sólo se han ido
aquellos que cada año gastaban enormes sumas;
también multitudes que de ello vivían
y que fueron forzadas a hacer lo mismo.
En vano se intenta cambiar de negocio,
pues todos se encuentran ya ocupados.
Los precios de las casas y tierras decaen,
palacios milagrosos, cuyos muros,
cual los de Tebas, fueron obra de la presunción,
están deshabitados; al tiempo que los otrora alegres
y bien establecidos lares, prefieren
perecer en las llamas antes que ver cambiadas
las ejecutorias que antes ostentaban
por indignas inscripciones en las puertas.
El arte de la construcción está casi muerto,
los artífices no encuentran empleo,
ningún dibujante encuentra fama con su arte,
ni hay canteros ni talladores renombrados.
Los sobrios que han quedado desean saber
no ya cómo gastar, sino cómo vivir,
y al pagar la cuenta en la taberna
deciden jamás volver a ella.
Ninguna buscona de figón, en todo el panal,
258
puede ahora vestir telas de oro y prosperar;
ningún presumido puede avanzar grandes sumas
por vino de Borgoña y verderoles;
se ha ido el cortesano que con su amante
a diario cenaba en su casa un manjar navideño,
y gastaba tan sólo en dos horas
lo que cuesta por día una tropa de caballería.
La altanera Cloe, para darse la gran vida,
había hecho a su esposo robar al Estado;
ahora vende ese mobiliario,
por el que las Indias fueron saqueadas,
reduce su costosa lista de compras
y se pone todo el año un recio vestido:
ha pasado la época trivial y veleidosa,
ahora la ropa dura tanto como la moda.
Se han marchado los tejedores,
que urdían plata en ricas sedas,
y a quienes el resto de las industrias se subordinaba.
Empero, reinan la paz y la abundancia,
y todo es barato, aunque sencillo;
la amable naturaleza,
libre de la violencia del jardinero,
deja a cada fruto seguir su curso,
mas no se consiguen rarezas,
pues nadie paga el trabajo que cuestan.
A medida que el orgullo y el lujo disminuyen,
también se abandonan poco a poco los mares,
no ya sólo comerciantes, sino empresas enteras,
cierran completamente las fábricas.
Todas las artes y oficios yacen olvidados;
la saciedad, ruina de la industria,
les hace admirar la alacena casera
y no buscar nada más, ni desearlo.
Tan pocas abejas quedan en el panal,
que sólo pueden mantener la centésima parte
frente a los insultos de los numerosos rivales,
a quienes, no obstante, valientemente enfrentan,
hasta encontrar un encierro bien fortificado,
en el que mueren o se mantienen firmes.
No hay mercenarios en sus ejércitos,
259
más bien luchan con bravura por lo suyo,
hasta que su coraje e integridad
son coronados al final con la victoria.
Pero su triunfo ha tenido un precio,
pues miles de abejas perecieron.
Curtidas de trabajos y ejercicio,
al propio descanso consideran vicio,
lo que acrecienta su templanza;
y para evitar extravagancias,
han volado a otro tronco hueco,
bendecidas de contento y honradez.
MORALEJA
Hagan pues a un lado las quejas; sólo los tontos se esfuerzan
por edificar un gran panal honrado.
Gozar de las comodidades del mundo
y ser famosos en la guerra, viviendo con holgura y
sin grandes vicios, es vana
utopía asentada en el cerebro.
El fraude, el lujo y el orgullo deben existir
para que recibamos sus beneficios.
El hambre es, no hay duda, una plaga terrible,
pero sin ella ¿quién se nutre y prospera?
¿No debemos la abundancia de vino
a la seca, torcida y deslucida vid?
La cual, mientras descuida sus sarmientos,
asfixia a otras plantas y se hace madera,
pero nos bendice con su noble fruto,
tanto pronto se ata y poda.
Así el vicio es provechoso
cuando la Justicia lo poda y limita;
y más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza,
es necesario el vicio para el Estado,
como lo es el hambre para comer;
la mera virtud no puede hacer que las naciones
vivan en esplendor; las que deseen revivir
la Edad de Oro, han de librarse
por igual de las bellotas como de la honestidad.
260
261
IX. LA ILUSTRACIÓN
262
IMMANUEL KANT
RESPUESTA A LA
PREGUNTA: ¿QUÉ ES LA
ILUSTRACIÓN?
263
INTRODUCCIÓN
El pensamiento de Immanuel Kant (1724-1804) constituye la síntesis de su tiempo. Nacido
en Königsberg, ciudad prusiana progresivamente cosmopolita y culturalmente influyente por
su situación fronteriza con Rusia, Kant desarrolló, residiendo perpetuamente ahí, en diálogo
con racionalistas y empiristas, un sistema que hoy, a dos siglos de su desarrollo, sigue siendo un
referente obligatorio para entender nuestros tiempos tanto teórica como prácticamente. Sin
restringir su pensamiento al campo de la Ilustración, Kant realizó ricas observaciones en torno a
ésta como movimiento cultural de su tiempo y a los efectos que podría traer en el hombre y en
la sociedad en el breve pero ya clásico artículo periodístico Respuesta a la pregunta: ¿qué es la
ilustración? La Ilustración es un movimiento a tal grado complejo que se habla no de una sino
de varias ilustraciones. El texto de Kant no debe ser reducido exclusivamente al campo de la
rica Ilustración alemana sino, por encontrarse en él reflexiones en torno a las directrices comunes
a todos los movimientos ilustrados, como uno de los textos paradigmáticos de cualquier
ilustración. Ser ilustrado, Kant afirma, es atreverse a razonar por cuenta propia, en otras palabras, no
otra cosa que usar la propia razón.
Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. 66 Minoría de edad significa
imposibilidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es el
culpable de esta imposibilidad cuando la causa de ella no está en la falta de entendimiento, sino
en la falta de decisión y valor para por sí mismo usar de él sin la guía de otro. Sapere aude! “Ten
el valor de usar tu propio entendimiento”. Éste es el lema de la Ilustración.
La pereza y la cobardía son las causas por las cuales una gran parte de los hombres
permanece con gusto en minoría de edad a lo largo de la vida, no obstante que hace ya tiempo
la naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter maiorennes)67; y por eso es tan fácil que otros se
erijan en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí,
un director espiritual que suple mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc.,
entonces no tengo necesidad de esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar;
otros se encargarán por mí de esa necesidad tan fastidiosa. Aquellos tutores que tan
bondadosamente se encargan de supervisar, cuidan también de que pasar a la mayoría de edad
sea considerado como difícil, además de peligroso, por la gran mayoría de los hombres (y por
todo el bello sexo). Después de haber amaestrado sus animales domésticos y procurar con
cuidado que estas dóciles criaturas no puedan atreverse a dar un paso fuera del camino que se
les ha señalado, les muestran el peligro que les amenaza si tratan de caminar por sí solos. Sin
embargo, este peligro no es tan grande, pues lo cierto es que ellos aprenderían a andar por sí
solos después de algunas cuantas caídas; pero un ejemplo de esta índole les intimida y, por lo
general, los escarmienta para desistir de todo intento futuro.
Por lo tanto, es difícil para cada uno en lo individual lograr salir de esa minoría de edad,
convertida para él casi en estado natural. Incluso le ha tomado apego y se siente
verdaderamente incapaz de servirse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha
permitido hacer la prueba. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos del uso racional —o
más bien, de abuso— de sus talentos naturales, son los grilletes de una perpetua minoría de
edad. Quien se desprendiera de ellos, apenas daría un inseguro salto sobre la más pequeña
zanja pues no está acostumbrado a semejante libertad de movimientos. Por ello, son pocos los
hombres que han logrado, con el esfuerzo de su propia mente, salir de esa minoría de edad y
proseguir con paso firme.
En contraste, es más posible que el público se ilustre a sí mismo y es casi inevitable en tanto
es dejado en libertad. Ciertamente siempre se encontrarán, incluso entre los tutores de la gran
masa, algunos pocos hombres que piensen por sí mismos, quienes después de haberse liberado
del yugo de la minoría de edad, diseminarán en su entorno el espíritu de estimación racional del
propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí es de señalarse
algo especial: ese público, al que anteriormente los tutores habían sometido bajo aquel yugo,
obliga, a su vez, a los propios tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede
66
Traducción y notas de Dulce María Granja.
Esta expresión latina se puede traducir como “mayores naturalmente”, es decir, como mayores desde el punto
de vista de la naturaleza, la cual los vuelve adultos.
67
265
cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de toda Ilustración.
Por eso es tan perjudicial propagar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus
mismos predecesores y autores. De aquí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la
Ilustración. Acaso una revolución pueda derrocar el despotismo personal y la opresión
ambiciosa y dominante, pero nunca producirá una verdadera reforma del modo de pensar; sino
que los nuevos prejuicios, tanto incluso como los viejos, servirán de riendas para la gran masa
carente de pensamiento.
Para esta Ilustración se requiere únicamente libertad; y la libertad más inofensiva de cuantas
llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre uso público de la razón en todos los
asuntos. Pero oigo en todas partes el grito: ¡No arguyas! El oficial dice: ¡No arguyas, disciplínate! El
funcionario de hacienda dice: ¡No arguyas, paga! El clérigo dice: ¡No arguyas, ten fe! (No hay más
que un solo señor en el mundo que dice: Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis,
pero obedeced 68 ). Por todas partes encontramos limitaciones a la libertad. Pero ¿qué clase de
restricción obstaculiza a la Ilustración y qué, por el contrario, la promueve? Yo respondo: el uso
público de nuestra razón debe siempre ser libre; y solamente esto puede llevar Ilustración a los
hombres; en cambio, el uso privado puede ser con frecuencia estrechamente limitado sin que ello
sea un obstáculo para el progreso de la Ilustración. Entiendo por uso público de la propia
razón, aquél que hace alguien en su calidad de docto ante el gran público del mundo de los lectores.
Llamo uso privado de la razón al que está permitido en un determinado puesto civil o en una
función que se ha confiado. Ahora bien, en algunas tareas que afectan el interés de la
comunidad, se necesita cierto mecanismo por el cual algunos miembros de la república se
tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que el gobierno los guie hacia fines
públicos mediante una unanimidad ficticia del gobierno, o al menos para que se impida la
destrucción de esos fines. En tal caso no está permitido razonar, sino que se tiene que
obedecer. Pero en la medida en que este elemento de la máquina es considerado como
miembro de la totalidad de un Estado o, incluso de la sociedad cosmopolita, y al mismo
tiempo, en calidad de docto se dirige mediante escritos a un público usando verdaderamente su
entendimiento, puede argüir sin que por ello se vean afectados los asuntos en los que es usado,
en parte, pasivamente. Por ejemplo, sería muy peligroso que un oficial que recibe una orden de
sus superiores quisiera argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o
utilidad de dicha orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, en justicia no se le puede prohibir
hacer observaciones, en tanto que docto, acerca de los errores del servicio militar y exponerlos
ante el juicio de su público. El ciudadano no puede rehusarse a pagar los impuestos asignados y
una crítica impertinente a tal carga, en el momento que debe ser pagada, puede ser castigada
como escándalo (susceptible de provocar actos de rebelión generalizada). En contraste, él
mismo no irá en contra de su deber de ciudadano si expone públicamente, en tanto que docto,
sus reflexiones sobre la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un
sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la
68
Kant está haciendo alusión a Federico II, el Grande, rey de Prusia (1740-1786).
266
fe69 de la Iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero
como docto tiene plena libertad, incluso el deber, de comunicar al público sus pensamientos
cuidadosamente examinados y bienintencionados, acerca de los defectos de ese símbolo y
hacer propuestas para mejorar la institución de la religión y la Iglesia. Tampoco hay en esto
ningún cargo de conciencia, pues lo que enseña en virtud de su puesto de encargado de los
asuntos de la Iglesia, lo presenta como algo que no puede enseñar según que a su propio juicio
le parezca bien, sino que él está en su puesto para exponer según las prescripciones y el
nombre de otro. Dirá: Nuestra Iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que
se vale. En este caso. En ese caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de
principios que él mismo no suscribirá con total convencimiento, a cuya exposición se obliga
porque no es del todo imposible que en ellos no se encuentre escondida alguna verdad o que,
al menos, no alberguen nada que contradiga la religión interior. Si él creyera encontrar esto
último en ellos, entonces, no podría, en conciencia, desempeñar su función; tendría que dimitir
a su cargo. Así pues, el uso que hace de su razón un predicador ante su comunidad, es
meramente privado, puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión
familiar, respecto a la cual, como sacerdote, no es libre ni le está permitido serlo, puesto que
ejecuta un mandato ajeno. En cambio, como docto, que por escrito habla al público auténtico,
es decir, al mundo, el clérigo goza de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón y
hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos
espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un absurdo que desemboca en la
eternización de los insensateces.
Pero ¿no debería estar autorizada una sociedad de clérigos, por ejemplo, un sínodo de la
Iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses) a comprometerse, bajo
juramento, entre sí a un cierto símbolo de la fe inmutable a fin de instaurar así una tutela
continua y suprema sobre cada uno de sus miembros y, por medio suyo, sobre el pueblo,
perpetuándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato
semejante, que consideraría excluida para siempre toda ulterior Ilustración del género humano,
es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el Congreso y
los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar
a la siguiente en un estado en que sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los
muy urgentes), depurar los errores y, en términos generales, avanzar en la Ilustración. Sería un
crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino original consiste, precisamente, en ese
progresar. Por ende, la posteridad está en pleno derecho de rechazar todo acuerdo tomado de
forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo aquello que pueda decidirse como
ley de un pueblo reside en la siguiente pregunta: ¿podría un pueblo haberse dado a sí mismo tal
ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una
ley mejor para introducir un nuevo orden que, al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano,
en especial a los sacerdotes, para que en cuanto doctos pudiesen hacer públicamente, es decir,
69
Por “símbolo de la fe” se debe entender el credo de esa Iglesia.
267
por escrito, observaciones acerca de las deficiencias de dicho orden. Entretanto el orden
establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión de estos asuntos se haya extendido y
confirmado públicamente, de modo que mediante un acuerdo alcanzado por votos (aunque no
sean todos iguales) se pudiese elevar al trono una propuesta para proteger aquellas
comunidades que se han unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios
de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la
antigua lo hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución
religiosa inmodificable, que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan
siquiera durante el breve lapso de la vida de un ser humano, pues con ello se destruiría un paso
de la marcha de la humanidad hacia su progreso, dejándolo estéril y perjudicial para la
posteridad. En lo que a su propia persona concierne, un hombre puede aplazar la Ilustración,
pero sólo por un corto tiempo en aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a
ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón aún para la posteridad, significa
violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Si a un pueblo no le está permitido
decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél;
porque su autoridad legisladora reside, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el
pueblo en la suya propia. Si no busca otra cosa que todo mejoramiento, real o presunto, sea
compatible con el orden civil, no podrá menos que permitir que sus súbditos hagan lo que
consideren pertinente para la salvación de su alma. Esto no le concierne al monarca; si, en
cambio, evitar que unos y otros se obstaculicen violentamente en el trabajo para promover
todas sus capacidades. El monarca lesiona su propia majestad si se inmiscuye en estas cosas, en
tanto que somete a inspección gubernamental los escritos con los que los súbditos intentan
poner en claro sus opiniones, a no ser de que lo hiciera convencido de que su propia opinión
es superior, en cuyo caso se expone al reproche Caesar non est supra Grammaticos70 , o bien a
rebajar su poder supremo hasta el punto de cobijar bajo su Estado el despotismo espiritual de
algunos tiranos contra el resto de los súbditos.
Si nos preguntamos si ahora vivimos en una época Ilustrada, la respuesta es no, pero sí en
una época de Ilustración. Tal como están las cosas, todavía falta mucho para que los hombres,
tomados en general, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad
de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Pero tenemos claras
señales de que se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño y percibimos
que disminuyen los obstáculos para una Ilustración en general, o para dejar atrás la culpable
minoría de edad. Desde ese punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el
siglo de Federico71.
Un príncipe que no se considera indigno al declarar que considera como deber no prescribir
nada a los hombres en materia de religión, antes bien dejarlos en ese aspecto en total libertad y
70
Esta expresión latina la podríamos traducir como “César no está por arriba de los sabios”, en otras palabras, la
autoridad del soberano encuentra su límite en la autoridad de los sabios.
71 Kant está refiriéndose nuevamente a Federico II, el Grande.
268
que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece ser
ensalzado por el mundo y la posteridad como el primero que, al menos desde el gobierno, se
decidió a terminar con la minoría de edad y dejó libre a todos para servirse de su propia razón
en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo su gobierno, dignísimos clérigos, sin
menoscabo de los deberes de su misión, pueden exponer libre y públicamente al escrutinio del
mundo, en calidad de doctos, sus juicios y opiniones que se desvían del símbolo aceptado; con
mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo quienes no están limitados por el
cumplimiento de alguna misión. Este espíritu de libertad se expande también hacia fuera,
incluso ahí donde debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que malentiende
su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más
mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen poco a poco,
por su propio trabajo, del estado de rusticidad siempre que no se trate de mantenerlos en esa
condición de modo adrede y artificial.
He puesto el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su culpable
minoría de edad, principalmente en asuntos religiosos, pues en lo que se refiere a las artes y las
ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés de ejercer como tutores sobre sus
súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial
y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece la Ilustración va
todavía más lejos y comprende que no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso
público de su propia razón incluso en lo que se refiere a la legislación y que expongan
públicamente sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquélla, incluso cuando
contienen una franca crítica a la existente. También en esto disponemos de un brillante
ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo aquél que por ser ilustrado no teme a las sombras y también dispone de un
disciplinado y numeroso ejército para la tranquilidad pública de los ciudadanos, puede decir lo
que ningún Estado libre se atrevería a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero
obedeced! Se manifiesta aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas pues, en
general y si lo consideramos con detenimiento, casi todo es paradójico. Un mayor grado de
libertad civil parece favorecer la libertad de espíritu del pueblo y también le fija límites
infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le proporciona el espacio necesario
para desarrollarse según todas sus facultades. Una vez que la naturaleza ha desarrollado, bajo
esta dura cáscara, la semilla que cuida con extrema delicadeza, es decir, la inclinación y
vocación al libre pensar, este hecho va repercutiendo gradualmente sobre el sentir del pueblo
(con lo cual se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar
a los principios del gobierno, al cual le resulta benéfico tratar al hombre, que es algo más que una
máquina, conforme a su dignidad.
269
IMMANUEL KANT
SI EL GÉNERO HUMANO SE
HALLA EN PROGRESO
CONSTANTE HACIA LO MEJOR
270
INTRODUCCIÓN
En el ensayo Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor —que fue publicado en
1798 como la segunda parte de El conflicto de las facultades—, Kant se ocupa de un tema típico de
la mentalidad moderna: el progreso. Numerosos intelectuales modernos, fascinados ante los
avances científicos y tecnológicos, y maravillados también ante los cambios políticos y sociales
de los siglos XVII y XVIII, llegaron a creer que la vocación de la humanidad era el progreso
mismo: que con el paso del tiempo se erradicarían la pobreza, la injusticia, la enfermedad, la
ignorancia y todos los males que aquejan a los hombres desde que comenzaron a existir. Kant
aborda esta tesis con un espíritu crítico, pero sin ser completamente inmune al entusiasmo
propio de su tiempo, que veía en la Revolución Francesa y en la independencia de Estados
Unidos dos signos del destino grandioso que la Historia deparaba a la humanidad.
Un año después de la publicación de este texto, Napoleón se alzaría con el poder en Francia
y daría inicio a uno de los períodos más turbulentos de la historia de Europa. Las así llamadas
Guerras Napoleónicas (1803-1815) terminaron con la vida de al menos cinco millones de
personas.
271
¿QUÉ SE TRATA DE SABER?
Pedimos un fragmento de la historia de la humanidad, y no del tiempo pasado sino del
futuro; una historia predictiva entonces que, si no puede obtenerse según las leyes naturales
conocidas (como los eclipses de sol y de luna), de un modo vaticinador y, sin embargo, natural,
no podrá lograrse sino es por medio de la comunicación y ampliación sobrenaturales de la
propia visión del futuro, y se llamará entonces historia profética. Por lo demás, cuando se
plantea la pregunta de si el género humano (en general) avanza constantemente hacia lo mejor,
no se trata tampoco de la historia natural de los hombres (de saber si se originarán nuevas
razas humanas) sino de la historia de las costumbres, y no según el concepto de la especie
(singulorum), sino teniendo en cuenta a la totalidad de los hombres reunidos en sociedad sobre
la tierra y repartidos por pueblos (universorum).
¿CÓMO SE PUEDE SABER?
Como historia profética de lo que ha de suceder en el tiempo futuro, por consiguiente,
como una posible representación a priori de los hechos que han de acaecer. Pero, ¿cómo es
posible una historia a priori? Respuesta: cuando el mismo profeta hace y dispone los hechos
que anuncia con anticipación.
Para los profetas judíos era fácil profetizar que, en corto o largo plazo, su Estado no sólo
decaería, sino que terminaría en la ruina total. Porque los causantes de tal destino eran ellos
mismos. En su calidad de líderes de su nación habían abrumado su constitución con tan
grandes cargas eclesiásticas y civiles, que su Estado fue completamente incapaz de subsistir por
sí mismo, y no digamos en relación con los pueblos vecinos, y como es natural, las jeremiadas
de sus sacerdotes tenían que resonar vanamente en el aire; porque éstos obstinadamente se
mantenían en su propósito de una constitución insostenible, obra de sus manos, y así podían
prever, infaliblemente, el desenlace.
Nuestros políticos, tan lejos como su influencia se lo permite, hacen lo mismo, y resultan,
en sus profecías, igualmente afortunados. Uno debe tomar a los hombres, dicen, como son, y
no como los pedantes ignorantes del mundo o los soñadores de buen natural se imaginan que
deberían ser.
Pero cómo son debe ser descrito así: como los hemos hecho por medio de la coerción
injusta, por medio de los planes traicioneros que hemos sugerido al gobierno, esto es,
obstinados y con tendencia a la rebelión. Dada esta tendencia, las profecías de estos estadistas
supuestamente sagaces se confirman tan pronto se aflojan un poco las riendas, y entonces
sobrevienen consecuencias lamentables.
Incluso el clero ocasionalmente profetiza el declive total de la religión y la venida inminente
del Anticristo, mientras hace precisamente aquello que se requiere para que tal cosa suceda.
272
Esto lo hace al no preocuparse por inculcar a su congregación principios morales que la
conducirían directamente al progreso moral; más bien convierte las observancias y la fe
histórica en un deber esencial que pretende conseguir tal progreso de manera indirecta. Así
surge una unanimidad mecánica, como en una constitución civil, pero no una basada en las
convicciones morales. Se quejan, sin embargo, de una irreligiosidad que han creado ellos
mismos y que podrían entonces predecir sin un talento particular para la profecía.
DIVISIÓN DEL CONCEPTO DE LO QUE SE QUIERE SABER
ANTICIPADAMENTE DEL FUTURO
Los casos que pueden permitir una predicción son tres. La humanidad está continuamente
retrocediendo hacia lo peor, o está constantemente progresando hacia lo mejor —en lo que
concierne a su vocación moral—, o está, entre los miembros de la creación, estancada
perpetuamente en el estadio actual de su valía moral —lo cual es por cierto lo mismo que rotar
eternamente alrededor del mismo punto—. La primera aseveración puede llamarse terrorismo
moral, la segunda eudemonismo (el cual, en vista de su amplia perspectiva de avance, puede
también ser llamado quiliasmo); la tercera, empero, abderitismo, porque, como un verdadero
estancamiento en el reino moral no es posible, una constante tendencia hacia arriba y un
relapso igualmente frecuente y profundo (como una oscilación eterna) equivalen a que el sujeto
permanezca reposando en el mismo lugar.
a) Del estilo terrorista de imaginarse la historia humana
La recaída en lo peor no puede continuar incesantemente en la historia humana, porque al
llegar a cierto punto acabaría destruyéndose a sí misma. Por eso, cuando las atrocidades y los
males derivados de ellas crecen como montañas, se dice: ahora las cosas no pueden estar peor,
el día del juicio está próximo; y el entusiasta piadoso sueña con la restauración de todas las
cosas y con un mundo nuevo, tan pronto el presente haya sido devorado por el fuego.
b) Del estilo eudemonista
Se puede conceder sin reparo que la masa de bien y de mal atribuida a nuestra naturaleza, en
el fondo, es siempre la misma y no se puede aumentar o disminuir en un mismo individuo. En
efecto: ¿cómo se podría aumentar la cantidad de bien a nuestra disposición, pues tal cosa
tendría que ocurrir en virtud de la libertad del sujeto, para lo cual éste tendría que disponer de
una cantidad mayor de bien del que ya dispone? Los efectos no pueden sobrepasar la potencia
de la causa actuante y tampoco la cantidad de bien mezclada en el hombre con el mal puede
sobrepasar cierta medida por encima de la cual podría elevarse y avanzar con sus propias
fuerzas hacia lo mejor. El eudemonismo, con sus esperanzas optimistas, parece insostenible, y
273
parece prometer poco en una historia profética de la humanidad a favor del constante progreso
en la vía del bien.
c) De la hipótesis del abderitismo del género humano a la predeterminación de su
historia
Acaso esta opinión obtenga la mayoría de los votos a su favor. El carácter de nuestra
especie es activa necesidad: entrar rápidamente en la ruta del bien, pero no para perseverar en
ella, sino que, para no hallarse atada a un único fin, por mero amor al cambio, dar marcha atrás
al plan del progreso; edificar para derribar, y entregarse a la tarea más desesperada, a cargar la
piedra de Sísifo, imponiéndose a sí misma el esfuerzo desesperanzado de cargarla cuesta arriba
para dejarla rodar dentro de un momento. El principio del mal en la natural predisposición
humana no parece estar amalgamado con el bien, sino que se diría que uno neutraliza al otro;
lo que traería como consecuencia la inercia (que aquí se llama estancamiento): agitación vacía
en la que el bien y el mal se alternan, de modo que el juego de afanes de nuestra especie sobre
la tierra, se asemeja a una farsa de locos, lo que a los ojos de la razón no puede conferirle una
mayor estimación de la concedida a otras especies animales, que tienen a su favor conducirse
en el juego con menos costo y sin derroche de inteligencia.
NO ES POSIBLE RESOLVER DIRECTAMENTE CON LA EXPERIENCIA
EL PROBLEMA DEL PROGRESO
En caso de que se comprobara que la especie humana, considerada en conjunto, ha
avanzado y ha progresado durante cierto tiempo, tan largo como se quiera, nadie podría
asegurar a causa de la constitución física de nuestra especie, precisamente ahora entre ésta en
su época de retroceso. Y a la inversa, si se retrocede y con la caída acelerada se va hacia lo
peor, no se debe desesperar de no poder encontrar el punto de inflexión (punctum flexus contrarii)
justamente allí donde, gracias a la predisposición moral de nuestra especie, el curso de ésta se
vuelve de nuevo hacia lo mejor. Pues nos las habemos con criaturas que actúan libremente, a
los que, a decir verdad, se les puede dictar de antemano lo que deben hacer, pero de los que no
se puede predecir qué harán, y que del sentimiento del mal que ellos mismos se causaron,
saben extraer, al volverse éste muy grave, un impulso para conducirse mejor que antes de
hallarse ese estado. Pero "¡Pobres mortales!" (dice el abate Coyer), "entre vosotros nada hay
que sea constante, excepto la inconstancia"!
Quizá el curso de las acciones humanas nos parezca tan absurdo a causa de la mala elección
del punto de vista desde el cual las observamos. Vistos desde la tierra, los planetas parecen
retroceder unas veces, otras pararse, otras avanzar.
Pero, si trasladamos nuestro punto de vista al sol, cosa que sólo la razón puede hacer, su
curso se percibe regularmente, según la hipótesis copernicana. Pero hay algunos, que por lo
274
demás no son torpes, que se aferran a su modo de explicar los fenómenos y a sus puntos de
vista ya adoptados, aunque tengan que embrollarse hasta el absurdo con los ciclos y epiciclos
ticónicos. Y en esto consiste el infortunio, en que no somos capaces de colocarnos en aquel
punto de vista cuando se trata de predecir las acciones libres. Pues sería el punto de vista de la
Providencia, que sobrepasa a toda sabiduría humana, que también abarca las acciones libres del
hombre, que éste puede muy bien ver, pero no prever (para el ojo divino no hay en esto
diferencia alguna) porque para esto necesita un encadenamiento según las leyes
naturales, indicación que de la que debe prescindir cuando se trata de las futuras acciones
humanas.
El hombre podría predecir con seguridad el progreso de su especie hacia lo mejor si
pudiéramos atribuirle una voluntad congénita e invariablemente buena, aunque limitada;
porque se trataría de un acontecimiento que él mismo puede producir. Pero no podemos
saber cuál será el resultado, pues hay una mezcla del bien y del mal en nuestras disposiciones,
en una medida que ignoramos.
PERO ES NECESARIO QUE LA HISTORIA PROFÉTICA DEL GÉNERO
HUMANO SEA ENLAZADA A ALGUNA CLASE DE EXPERIENCIA
Debe haber alguna experiencia en el género humano que, como hecho, nos refiera a una
constitución y facultad de esta especie, que sería causa de su progreso hacia lo mejor (dado que
ésta debe ser obra de un ser dotado de libertad) y de que la raza humana sea la autora de este
progreso; pero se puede predecir que un hecho es efecto de una causa dada, al producirse las
circunstancias que concurren para ello. Es fácil predecirlas en general, en tanto que deben
producirse en cualquier momento, como en el cálculo de probabilidades en el juego; pero no se
puede determinar si eso ocurrirá en mi vida y si de ello tendré la experiencia que confirme tal
predicción.
Hay, por lo tanto, que buscar un hecho que indique de manera indeterminada, en lo que
respecta al tiempo, la existencia de una causa semejante y también el acto de su causalidad en el
género humano, y que nos permita concluir el progreso hacia lo mejor como consecuencia
ineludible, conclusión que podríamos extender luego a la historia de tiempos pasados (es decir,
que siempre fue progresiva) pero de modo tal que aquel hecho tuviera que considerarse no
como causa de ese progreso, sino únicamente como si apuntara hacia él, como signo histórico
(signum rememorativum, demonstrativum, prognostikon), y podría demostrar así la tendencia del género
humano pensado en su totalidad, es decir, no según los individuos (pues esto nos conduciría
una enumeración y cálculo interminables), sino tal como se encuentra repartido en naciones y
Estados por toda la tierra.
DE UN HECHO DE NUESTRO TIEMPO QUE DEMUESTRA ESTA
TENDENCIA MORAL DEL GÉNERO HUMANO
275
Este hecho no consiste en acciones u omisiones importantes, realizadas por los hombres y
por las cuales lo grande entre los hombres se vuelve pequeño o lo pequeño se vuelve grande, y
en virtud de las cuales desaparecen, como por arte de magia, antiguas y magníficas
edificaciones gubernamentales y en su lugar surgen otras, como del seno de la tierra. No, nada
de esto. Se trata solamente de la forma de pensar de los espectadores, que se traiciona
públicamente en ese juego de grandes transformaciones y que manifiesta, no obstante, un
interés tan general y a la vez tan desinteresado por los jugadores de un partido contra los del
otro, aun a pesar del peligro de los serios inconvenientes que podría crearle tal partidismo; y
que demuestra así (a causa de la generalidad) un carácter de la humanidad en general, y también
(a causa del desinterés) su carácter moral, por lo menos en su fondo, lo cual no sólo permite
esperar el progreso hacia lo mejor, sino que constituye el progreso mismo, en la medida en que
actualmente puede ser alcanzado.
Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días,
puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria horrores que un hombre
honrado, si pudiera realizarla exitosamente por segunda vez, jamás querría repetir un
experimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de
todos los espectadores (que no están implicados en el juego) una participación de su deseo, que
raya en el entusiasmo, cuya manifestación, que lleva consigo un riesgo, no puede reconocer
otra causa que una disposición moral del género humano.
Esta causa moral que interviene aquí ofrece un doble aspecto, primero, el del derecho,
según el cual a ningún pueblo debe impedírsele el darse a sí mismo la constitución que
considere conveniente; segundo, el del fin (que es deber al mismo tiempo), ya que sólo será en
sí misma justa y moralmente buena aquella constitución que, por su índole, tienda a evitar, por
principio, la guerra agresiva —constitución que no puede ser otra, por lo menos en teoría, que
la republicana—, y a colocarse en aquella condición que pondrá fin a las guerras (fuente de
todos los males y de toda corrupción de las costumbres) y, de este modo, asegurar
negativamente a la especie humana, a pesar de sus flaquezas, el progreso hacia lo mejor o, por
lo menos, un progreso sin trabas.
Esto y la participación afectiva en el bien, el entusiasmo —aunque como todo afecto,
merece reproche y, por consiguiente, no puede ser aprobado por completo—, da, sin embargo,
por medio de esta historia, motivo para la siguiente observación, importante para la
antropología: que el verdadero entusiasmo tiene siempre como referencia lo ideal, lo
puramente moral, esto es, el concepto del derecho, y no puede ser empañado por el egoísmo.
A los enemigos de los revolucionarios no se les podía azuzar con recompensas monetarias,
para el celo y la grandeza de ánimo que el mero concepto del derecho insuflaba en aquellos; y
el mismo concepto del honor de la vieja nobleza militar (un análogo del entusiasmo) cedía ante
las armas de aquellos que se habían encandilado por el derecho del pueblo al que pertenecían.
¡Y cómo simpatizó entonces el público espectador desde fuera con tal exaltación, sin la menor
intención de participar!
276
HISTORIA PROFÉTICA DE LA HUMANIDAD
Tiene que ser algo fundamentalmente moral aquello que nos presenta como pura a la razón
y que, al mismo tiempo, en virtud de su enorme influencia, hace época, como deber
reconocido por el alma de los hombres, que afecta al género humano en la totalidad de su
asociación (non singulorum, sed uriversorum), y cuyo esperanzado logro nos entusiasma con una
simpatía tan desinteresada y tan general.
Este hecho es el fenómeno no de una revolución, sino (como dice el señor Erhard) de la
evolución de una constitución iusnaturalista, que no se conquista sólo entre luchas salvajes —la
guerra intestina y la foránea destruyen todos los estatutos existente—, pero que nos lleva a
empeñarnos por una constitución que no es beligerante, a saber, la constitución republicana; la
cual puede serlo ya por la forma del Estado, ya por el modo de gobernar, cuando, por la
unidad del jefe supremo (el monarca), se rige el Estado por las mismas leyes que un pueblo se
daría a sí mismo según los principios generales del derecho.
Puedo asegurar a la especie humana, sin pretensión profética, por los aspectos y presagios
de nuestros días, que va a lograr este fin y que a partir de ahí su progreso hacia lo mejor nunca
tendrá una regresión total. Porque no se olvida un fenómeno como ese en la historia de la
humanidad, pues ha revelado una disposición en la naturaleza humana y una capacidad de
mejoramiento que ningún político hubiera podido deducir con absoluta sutileza a partir del
curso de los acontecimientos ocurridos hasta ahora, y que sólo la naturaleza y la libertad,
unidas en la especie humana según los principios jurídicos internos, podían prometer, pero, en
lo que se refiere al momento, sólo de una manera indeterminada y como un acontecimiento
azaroso.
Pero si tampoco se alcanzara ahora el fin propuesto por este acontecimiento, si fracasara a
fin de cuentas la revolución o reforma de la constitución de un pueblo, o si, habiendo regido
durante algún tiempo, las cosas volvieran a su antiguo cauce (como anuncian los políticos
ahora), no por eso pierde su fuerza aquella predicción filosófica.
Porque ese acontecimiento es demasiado grande, está demasiado ligado al interés de la
humanidad, está demasiado extendido por todas partes en virtud de su influencia sobre el
mundo, como para que los pueblos no lo recuerden en alguna ocasión propicia ni sean
incitados por esa evocación a repetir el intento; porque tiene que llegar algún tiempo por fin,
en un asunto tan decisivo para el género humano, en el que la enseñanza de frecuentes
experiencias no pueda menos que producir la constitución anhelada en el ánimo de todos.
Cuando decimos que el género humano se ha mantenido siempre en progreso y continuará
en él, se trata, pues, de un principio, no sólo bien intencionado y recomendable en la práctica,
sino también válido, a pesar de todos los incrédulos, hasta en la teoría más rigurosa. Si
esparcimos la mirada a todos los pueblos de la tierra que irán participando, uno tras otro, en
ese progreso, y no limitamos nuestra mirada a lo que acontece en un pueblo cualquiera, se nos
277
abre la perspectiva de un tiempo ilimitado; a menos que, tras la primera época de una
revolución natural, que enterró (según Camper y Blumenbach), antes de que naciera el hombre,
sólo al reino animal y vegetal, le siga una segunda revolución que haga lo mismo con la
humana, para permitir que otras criaturas entren en escena, y así sucesivamente. Porque para la
naturaleza omnipotente o más bien, su causa primera, inaccesible para nosotros, el hombre no
es más que una insignificancia. Pero que también lo tomen por una pequeñez los que mandan
en el género humano y lo traten en consecuencia, imponiéndole cargas como a un animal y
volviéndolo instrumento suyo, o empleándolo como pieza de ajedrez en sus disputas, para que
se deje matar por ellos, esto sí que no es una pequeñez, sino genuina inversión de la causa final
misma de la creación.
DE LA DIFICULTAD QUE OFRECE LA PUBLICIDAD DE LAS MÁXIMAS
QUE APUNTAN AL PROGRESO DIRIGIDO HACIA EL BIEN UNIVERSAL
Ilustrar al pueblo es instruirlo públicamente en las obligaciones y derechos que le competen
frente al Estado al que pertenece. Sus propugnadores e intérpretes naturales ante el pueblo,
como se trata de derechos naturales derivados de la común razón humana, no son los
profesores oficiales de derecho, nombrados por el gobierno, sino los libres, esto es, los
filósofos, que justamente a causa de esta libertad que se permiten son motivo de escándalo
para el Estado, que quiere controlar siempre; y, con el nombre de ilustrados, éstos son
difamados como gentes peligrosas para él; aunque su voz no se dirige confidencialmente al
pueblo (que, en cuanto tal, poco o nada percibe de ella), sino confidencialmente al Estado,
implorándole que preste atención a las necesidades a las que éste tiene derecho; lo cual no
puede hacerse por otro camino que el de la publicidad, si todo un pueblo quiere elevar sus
quejas (gravamen). De ese modo, la prohibición de la publicidad impide el progreso de un
pueblo hacia lo mejor, incluso en aquello que concierne al mínimo de sus exigencias, a saber, a
su mero derecho natural.
Otro silenciamiento, fácilmente perceptible, mas ordenado legalmente, es el del verdadero
carácter de su constitución política. Sería herir la majestad del pueblo británico decir que vive
bajo una monarquía absoluta, así que se pretenderá que se trata de una constitución que limita
la voluntad del monarca por medio de las dos cámaras del Parlamento, que representan al
pueblo, cuando todo el mundo sabe que el influjo de esa voluntad sobre los representantes es
tan grande e indefectible que aquellas cámaras no resuelven nada que ella no quiera ni
proponga por medio de sus ministros; y que también, de vez en cuando, propone resoluciones
que sabe que suscitarán oposiciones (por ejemplo, la cuestión de la trata de negros), para así
dar una prueba aparente de la libertad del Parlamento. Esta figuración de la índole de la cosa
tiene de decepcionante en sí, que ya no se busque una constitución verdaderamente jurídica,
porque se cree haberla encontrado en un caso ya existente, y una publicidad engañosa embauca
al pueblo con el espejismo de una monarquía limitada por una ley que emana de él, cuando la
278
realidad es que sus representantes, ganados por la corrupción, lo sometieron secretamente a un
monarca absoluto.
La idea de una constitución que concuerde con los derechos naturales del hombre, a saber,
aquella en la que los que deben, reunidos, dictar leyes, al mismo tiempo obedecen a la ley, se
halla a la base de todas las formas de organización política; y el ente común que, pensado con
arreglo a ella por puros conceptos de razón, llaman un ideal platónico (respublica noumenon), no
es una vana quimera, sino la norma eterna de toda constitución civil en general y que ahuyenta
todas las guerras. Una sociedad civil organizada en conformidad con esa idea es la
representación de la misma según las leyes de la libertad, mediante un ejemplo que la
experiencia provee (respublica phaenomenon) y puede lograrse con trabajo, sólo después de
múltiples luchas y guerras; y esta constitución, lograda una vez en grande, se califica como la
mejor si mantiene alejada la guerra, destructora de todo bien; por consiguiente, es un deber
trabajar por ella, y provisionalmente (puesto que no es realizable tan pronto) obligación de los
monarcas, aunque reinen autocráticamente, gobernar de un modo republicano (no
democráticamente), es decir, que deben tratar al pueblo según principios adecuados al espíritu
de las leyes de la libertad (como un pueblo de razón madura se las prescribiría a sí mismo)
aunque, a la letra, a ese pueblo no se le haya solicitado su consentimiento.
¿QUÉ RENDIMIENTO LE VA A APORTAR AL GÉNERO HUMANO EL
PROGRESO HACIA LO MEJOR?
No una cantidad siempre creciente de la moralidad en el sentir, sino un aumento de los
efectos de la legalidad de sus actos conforme al deber, cualesquiera sean los móviles que los
ocasionen; es decir, que habrá que buscar en los actos buenos de los hombres, que serán más
frecuentes y acertados, el rendimiento (el resultado) de su trabajo por mejorar; lo que quiere
decir, en los fenómenos de la condición moral del género humano. Porque no disponemos
más que de datos empíricos (experiencias) para fundar esta predicción; a saber, sobre la causa
física de nuestras acciones, en la medida que ocurren y son, por lo mismo, también fenómenos,
no sobre la causa moral, que contiene el concepto moral de lo que deberá ocurrir, concepto
que sólo puede ser establecido puramente a priori.
Poco a poco los poderosos emplearán menos la violencia, habrá mayor obediencia a las
leyes; surgirán en la comunidad más acciones benéficas, habrá menos discordias en los
procesos, más seguridad en la palabra dada, etc., ya sea por amor al honor, ya sea por el interés
propio bien entendido, y este comportamiento se extenderá, finalmente, a las reacciones
exteriores de los Estados, hasta la sociedad cosmopolita, sin que para ello tenga que aumentar
en lo más mínimo la base moral del género humano; para lo cual sería necesaria, en efecto, una
especie de nueva creación (una influencia sobrenatural). Porque tampoco debemos esperar
demasiado de los hombres en su progreso hacia lo mejor, para no ser objeto de la burla de los
279
políticos, que muy a gusto tomarían las esperanzas humanas por sueños de una cabeza
exaltada.
¿EN QUÉ ORDEN EXCLUSIVAMENTE SE PUEDE ESPERAR EL
PROGRESO HACIA LO MEJOR?
La respuesta es la siguiente: no por el curso de las cosas de abajo hacia arriba, sino de arriba
hacia abajo. Esperar que mediante la educación de la juventud, bajo la dirección doméstica y
más tarde escolar, desde la escuela elemental hasta la superior, en una cultura intelectual y
moral fortalecida por la enseñanza religiosa, se llegase a formar no sólo buenos ciudadanos,
sino dados al bien, capaces de conservarse y progresar siempre, es un plan del que difícilmente
se puede esperar el logro deseado. Pues no sólo ocurre que el pueblo juzga que los gastos de
educación de la juventud no le corresponde a él, sino al Estado, y éste, por su parte, apenas si
tiene algo disponible para pagar a maestros activos y entregados a su oficio (como se lamenta
Büsching) pues lo necesita todo para la guerra; sino que también toda esta maquinaria de la
educación no exhibe unidad alguna si no es trazada concienzudamente desde arriba y puesta en
juego con arreglo a ese plan y mantenida con regularidad conforme a él; para lo cual también
sería necesario que el Estado de vez en cuando se reformase a sí mismo y, ensayando la
evolución en vez de la revolución, progresara continuamente hacia lo mejor. Pero son hombres
también los que tienen que llevar a cabo esta instrucción, seres, por lo tanto, que han debido
ser educados para esta finalidad; de modo que, tomando en cuenta la contingencia de las
circunstancias que pueden favorecer tal efecto, y la flaqueza de la naturaleza humana, no
podemos poner positivamente la esperanza de su progreso sino en una sabiduría que venga de
arriba (la que, cuando es invisible para nosotros, se llama Providencia); mientras que, por lo
que respecta a los hombres mismos puede demandarse y esperarse para el avance de este fin,
sólo una sabiduría negativa, esto es, que los obligue a que la guerra, el mayor obstáculo de lo
moral, pues no hace sino oponerse a su avance, se torne poco a poco más humana, luego cada
vez menos frecuente, y por último desaparezca por completo como guerra agresiva, para, así,
encaminarse hacia una constitución que por su naturaleza, sin debilitarse, apoyada en
auténticos principios de derecho, pueda progresar constantemente hacia lo mejor.
CONCLUSIÓN
Hubo un médico que consolaba a su paciente todos los días con la esperanza de una
curación inminente, hoy diciéndole que el pulso iba mejor, mañana que la excreción anunciaba
una mejoría, pasado que el sudor era más fresco, etc. El enfermo recibe cierto día la visita de
un amigo: "¿cómo va esa enfermedad?", le pregunta al entrar. "¡Cómo ha de ir! ¡Me muero de
mejoría!".
280
A nadie le voy a reprochar que, en vista del estado deplorable que ofrece la cosa pública,
empiece a desanimarse por la salvación del género humano y de su supuesto progreso hacia lo
mejor; confío, sin embargo, en el remedio heroico citado por Hume y que promete una rápida
curación: "Cuando veo ahora (dice) las naciones en guerra, me imagino ver a dos borrachos
que se apalean en una tienda de porcelana. Además de tener que atender a la curación de sus
contusiones durante largo tiempo, habrán de pagar todos los daños que han causado en la
tienda. Sero sapiunt Phryges. Los dolores que seguirán a la guerra presente pueden obligar al
adivinador político a admitir un cambio inminente hacia lo mejor en la especie humana, un
cambio que por cierto ya se puede vislumbrar.
281
X. EL SOCIALISMO
282
KARL MARX
TESIS SOBRE
FEUERBACH
283
INTRODUCCIÓN
La Modernidad y la Ilustración trajeron consigo una cantidad enorme de avances técnicos y
científicos. La máquina de vapor y las locomotoras facilitaron la industria y el comercio. Por
primera vez en la historia, la economía se convirtió en uno de los temas centrales de discusión.
Ciertos productos, al ser producidos por primera vez en masa, se volvieron más accesibles.
Bajo este esquema de progreso y crecimiento, las diferencias entre ricos y pobres fueron
todavía más notables. Al aumentar la velocidad productiva, aumentaron también las ganancias
de los patrones. Pero esto no se tradujo en una mejora en el nivel de vida de los obreros. Por el
contrario, los trabajadores se enfrentaron a condiciones inhumanas: jornadas laborales muy
extensas, entornos peligrosos de trabajo y salarios miserables.
Varios pensadores interpretaron la miseria de los obreros como el fracaso rotundo del
proyecto moderno. En efecto, no parecía que el progreso técnico hubiera mejorado en ningún
sentido las condiciones humanas de vida. Ante estos conflictos de la era moderna, Marx y
Engels trataron de proponer cambios radicales al ordenamiento social. Sus propuestas
resultaron en el cisma político más importante de la historia: la instauración del comunismo.
1- El defecto fundamental de todo el materialismo anterior —incluido el de Feuerbach— es
que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación,
pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí
que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo
de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial,
como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos
conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva.
Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente
humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de
manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación "revolucionaria",
"práctico-crítica".
2- El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es
un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que
demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El
litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un
problema puramente escolástico.
3- La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la
educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias
distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que
hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce,
pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la
sociedad (así, por ej., en Roberto Owen). La coincidencia de la modificación de las
circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente
como práctica revolucionaria.
4- Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un
mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso,
reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por
hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las
nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la
contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es
comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la
contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de
la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.
5- Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no
concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.
6- Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es
algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones
sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto,
obligado: 1) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento
285
religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado. 2) En él, la esencia
humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna, muda, que se
limita a unir naturalmente los muchos individuos.
7- Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y
que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de
sociedad.
8- La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el
misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa
práctica.
9- A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe
la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la
"sociedad civil".
10- El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad civil; el del nuevo materialismo,
la sociedad humana o la humanidad socializada.
11- Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo
que se trata es de transformarlo.
Karl Marx, 1845
286
KARL MARX & FRIEDRICH ENGELS
MANIFIESTO
COMUNISTA
287
Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. 74 Contra este fantasma se han
conjurado en una santa jauría, todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar,
Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
¿Hay un solo partido de la oposición, al que el gobierno no califique de comunista? ¿Hay un
solo partido de la oposición, que no lance al rostro de la oposición más progresista, lo mismo
que a sus enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunista?
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera, que el comunismo ya se halla reconocido como un poder por todas las
potencias europeas.
La segunda, que ya es hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo
entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del
fantasma comunista, con un manifiesto de su partido.
Con este fin se han reunido en Londres los representantes comunistas de varios países y
han redactado el siguiente manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana,
italiana, flamenca y danesa.
BURGUESES Y PROLETARIOS
Hasta nuestros días, la historia de la humanidad ha sido una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores feudales y siervos de la gleba, maestros y
oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos siempre frente a frente, enfrentados en una
lucha ininterrumpida, unas veces encubierta, y otras franca y directa, en una lucha que conduce
siempre a la transformación revolucionaria de la sociedad o al exterminio de ambas clases
beligerantes.
Desde el principio de la historia nos encontramos siempre la sociedad dividida en
estamentos, dentro de cada uno de los cuales hay a su vez una nueva jerarquía social con
grados y posiciones. En la Roma antigua eran los patricios, los équites, los plebeyos, los
esclavos. En la Edad Media eran los señores feudales, los vasallos, los maestros, los oficiales de
los gremios, los siervos de la gleba. Y dentro de cada una de estas clases, nos encontramos
también con matices internos.
La moderna sociedad burguesa, que ha surgido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha
abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho, sólo ha sido crear nuevas clases, nuevas
condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha; que han venido a sustituir a las
antiguas.
Nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos
antagonismos de clase. Hoy y cada vez más abiertamente, toda la sociedad tiende a separarse
74
Por razones didácticas eliminamos las notas a pie de página. Agradecemos a Santiago Gómez Crespo por
facilitarnos este material.
en dos grandes grupos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el
proletariado.
De los siervos de la gleba de la edad media surgieron los villanos de las primeras ciudades y
estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América o la circunnavegación de África, abrieron nuevos horizontes
e imprimieron nuevo impulso a la ascendente burguesía. El mercado de la China y de las indias
orientales, la colonización de América, el intercambio comercial con las colonias, el incremento
de los medios de cambio y de las mercaderías en general; dieron al comercio, a la navegación, a
la industria; un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se
escondía en el seno de la sociedad feudal ya en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando, no bastaba ya para cubrir
las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los
maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial y la división del
trabajo entre las diversas corporaciones profesionales fue sustituida por la división del trabajo
dentro de cada taller.
Pero los mercados seguían ampliándose y la demanda de productos crecía sin cesar. La
manufactura ya no era suficiente. La máquina de vapor revolucionó los sistemas de
producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna y la clase media
industrial tuvo que dejar su puesto a los grandes magnates de la industria, a jefes de auténticos
ejércitos industriales, a los burgueses actuales.
La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América.
Este imprimió un gran impulso al comercio, a la navegación y a las comunicaciones por tierra.
A su vez, estos progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en la
misma proporción en que se acrecentaba la industria, el comercio, la navegación o los
ferrocarriles; se desarrollaba la burguesía. Crecían sus capitales e iba desplazando a un segundo
plano a todas las clases sociales heredadas de la Edad Media.
Vemos pues, que la moderna burguesía es como lo fueron en su tiempo las anteriores clases
sociales, el producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones
radicales operadas en los sistemas de comercio y de producción.
A cada etapa histórica recorrida por la burguesía, le correspondió una nueva etapa en el
progreso político. Clase oprimida bajo el poder de los señores feudales, la burguesía forma en
la “comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses. En unos
lugares se organiza en repúblicas municipales independientes y en otros forma el tercer estado
tributario de las monarquías. En la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza
dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en
general, hasta que por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado
mundial, conquista la hegemonía política y crea el estado actual representativo. El poder
público es pura y simplemente, un consejo que gobierna los intereses colectivos de la clase
burguesa.
289
La burguesía ha desempeñado en el transcurso de la historia un papel verdaderamente
revolucionario.
En donde ha conquistado el poder ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales o
idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus
superiores naturales y no dejó en pie más relación entre las personas, que el simple interés
económico, el del dinero contante y sonante. Echó por encima del santo temor a dios, de la
devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía del buen burgués;
el jarro de agua fría de sus intereses egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero.
Redujo todos los innúmeros derechos del pasado, que hacía tiempo que se habían adquirido y
que estaban bien escriturados, a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Dicho en
pocas palabras, sustituyó un régimen de explotación casi oculto por los velos de las ilusiones
políticas y religiosas, por un régimen de explotación franco, descarado, directo y escueto.
La burguesía ha despojado de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable
y digno de piadoso respeto. Ha convertido en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al
poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían a la familia y puso
al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares.
La burguesía ha demostrado que esos alardes de fuerza bruta de la Edad Media, que los
reaccionarios tanto admiran, sólo tenían su sustento en la más absoluta vagancia. Hasta que ella
no nos lo reveló, no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha
producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, que los acueductos
romanos y que las catedrales góticas. Ha acometido movimientos de población, mucho
mayores que las antiguas migraciones de los pueblos o las cruzadas.
La burguesía no puede existir, si no es revolucionando permanentemente los instrumentos y
los medios de la producción, que es como decir, todo el sistema de la producción y con él todo
el régimen social. Todo lo contrario que las clases sociales que le precedieron, pues éstas tenían
como causa de su existencia y pervivencia, la inmutabilidad e invariabilidad de sus métodos de
producción. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las precedentes, por un
cambio continuo en los sistemas de producción, por los continuos cambios en la estructura
social, por un cambio y una transformación permanente. Se derrumban las relaciones
inconmovibles y mohosas del pasado, junto con todo su séquito de ideas y creencias antiguas y
venerables, y las nuevas envejecen ya antes de echar raíces. Se esfuma todo lo que se creía
permanente y perenne. Todo lo santo es profanado, y al final, el hombre se ve constreñido por
la fuerza de las cosas a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar permanentemente nuevos mercados espolea a la burguesía de
una punta o la otra del planeta. En todas partes se instala, construye, establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado mundial, da un sello cosmopolita a la producción y al
consumo de todos los países. Entre los lamentos de los reaccionarios, destruye los cimientos
nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales caen por tierra, arrolladas cada día
por otras nuevas, cuya instalación es un problema vital para todas las naciones civilizadas. Por
290
industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de
lejanas tierras, y cuyos productos encuentran salida, no sólo dentro de sus fronteras, sino en
todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas, que la producción del país no puede
satisfacer suficientemente, tal como lo hacía en otros tiempos, sino que se reclama para su
satisfacción, productos de tierras remotas y otros climas. Ya no reina aquel mercado local y
nacional autosuficiente, en donde no entraba nada de fuera. Actualmente, la red del comercio
es universal y están en ella todas las naciones, unidas por vínculos de interdependencia. Y lo
que acontece con la producción material, sucede también con la espiritual. Los productos
espirituales de las diferentes naciones, vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y
peculiaridades del carácter nacional son cada día más raras, y las literaturas locales y nacionales,
confluyen todas en una literatura universal.
La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción y con las
facilidades increíbles de su red de comunicaciones, arrastra a la civilización hasta a las naciones
más bárbaras. El bajo precio de sus productos es la artillería pesada con la que derrumba todas
las murallas de la China, con la que obliga a capitular hasta a los salvajes más xenófobos y
fanáticos. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o a
perecer. Les obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse
burguesas. Resumiendo: se crea un mundo a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al dominio de la ciudad y crea urbes enormes. Acrecienta en
una fuerte proporción la población urbana con respecto a la rural y rescata a una parte
considerable de la población de la estrechez de miras de la vida en el campo. Y del mismo
modo que somete el campo a la ciudad, somete a los pueblos bárbaros y semibárbaros a las
naciones civilizadas, a los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el oriente al occidente.
La burguesía va concentrando cada vez más los medios de producción, la propiedad y la
población del país. Reúne a la población, centraliza los medios de producción y concentra en
manos de unos pocos la propiedad. Por lógica, este proceso tenía que conducir a un régimen
de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses
distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias; se asocian y
refunden en una única nación, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una
sola línea aduanera.
En el siglo escaso que lleva como clase dominante, la burguesía ha creado fuerzas
productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas.
Pensemos en el sometimiento de las fuerzas naturales al hombre, en la maquinaria, en la
aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación mediante el vapor, en
los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos
abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por milagro…
¿Quién en los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el trabajo de la sociedad, yaciesen
ocultas tantas y tales energías, y tales capacidades de producción?
Hemos visto, que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la
burguesía, brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de
291
producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, las condiciones en que la
sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la
manufactura, en una palabra, todo el régimen feudal de propiedad, ya no se correspondía con
el estado de desarrollo de las fuerzas productivas. Obstruía la producción en vez de fomentarla
y se había convertido en un impedimento. Era necesario destruirlo, y lo destruyeron.
Vino a ocupar su puesto la libre competencia, con la constitución política y social adecuada
para ello, mediante la hegemonía económica y política de la clase burguesa.
Actualmente, ante nuestros ojos, se está produciendo algo parecido. Las condiciones de
producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la sociedad
burguesa moderna, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de
producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus que
conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la
historia de las fuerzas productivas modernas, que se rebelan contra el vigente régimen de
producción, contra el vigente régimen de propiedad, en el que residen las condiciones de vida y
de predominio político de la burguesía. Baste con mencionar las crisis económicas, cuyos ciclos
periódicos suponen un peligro cada vez mayor para la existencia de toda la sociedad burguesa.
Éstas, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte
considerable de las fuerzas productivas existentes. En las crisis se desata una epidemia social,
que en cualquiera de las épocas pasadas hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia
de la sobreproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie
momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado
esquilmada, sin recursos para subsistir. La industria y el comercio parece que hubiesen sido
destruidos. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados
recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone,
no sirven ya para fomentar el régimen burgués de propiedad; pues se han hecho demasiado
poderosas para servir a este régimen, restringiendo su desarrollo. Y tan pronto como logran
vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazando con dar al
traste con el régimen burgués de propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya
demasiado angostas para abarcar las riquezas que ellas mismas engendran. ¿Cómo se
sobrepone la burguesía a las crisis económicas? De dos formas: destruyendo violentamente una
gran masa de fuerzas productivas y conquistando nuevos mercados, a la par que procurando
explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis
preparando otras más profundas e importantes, y destruyendo los medios de que dispone para
prevenirlas.
Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo, se vuelven ahora contra ella.
La burguesía no sólo forja las armas que han de provocarle la muerte, sino que además,
pone en pie a los hombres llamados a manejarlas. Estos hombres son los obreros modernos:
los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, se desarrolla
también el proletariado, esa clase obrera moderna, que sólo puede vivir encontrando trabajo, y
292
que sólo encuentra trabajo, en la medida en que éste alimenta el incremento del capital. El
obrero, obligado a venderse a plazos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta por tanto a
todos los cambios y modalidades del mercado, a todas las fluctuaciones del mercado.
La división del trabajo y la extensión de la maquinaria en la situación actual del proletariado,
le quitan al trabajo todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero.
El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una
operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, el desembolso que supone un
obrero, se reduce poco más o menos, al mínimo que necesita para vivir y reproducirse. Pero el
precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo, equivale a su coste de producción.
Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún,
cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también el
trabajo para el obrero, bien porque se le alargue la jornada, porque se le intensifique el
rendimiento exigido, se le acelere la marcha de las máquinas u otras causas.
La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal, en la gran
fábrica del magnate capitalista. Las masas de obreros concentrados en la fábrica, son sometidas
a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan
bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo esclavos de la
burguesía y del estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo
esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la
fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más odioso, más indignante, cuanta mayor
es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto
mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en
que el trabajo de la mujer y del niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la
clase obrera las diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros
instrumentos de trabajo, entre los que no hay más diferencia que la del coste.
Y cuando la explotación del obrero por el fabricante ya ha dado su fruto, y aquél recibe su
salario, caen sobre él los demás representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el
prestamista, etc.
Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños
industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado.
Unos, porque su pequeña fortuna no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y
sucumben arrollados por la competencia con capitales más fuertes, y otros, porque sus
aptitudes profesionales quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Así,
todas las clases sociales contribuyen a nutrir las filas del proletariado.
La historia del proletariado va pasando por distintas etapas, pero su lucha contra la
burguesía se inicia ya en el momento en que comienza su existencia.
Al principio son obreros aislados, luego los de una fábrica, después los de toda una rama de
trabajo, los que se enfrentan en una localidad con la burguesía que personal y directamente les
explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra
293
los propios instrumentos de producción. Los obreros sublevados destruyen las mercancías
ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, prenden fuego a las fábricas,
pugnan por volver a la situación ya enterrada del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida
por la competencia entre ellos. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto
de su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines
políticos, tiene que poner en movimiento, cosa que todavía logra, a todo el proletariado. En
esta etapa, los proletarios no combaten todavía contra sus enemigos, sino contra los enemigos
de sus enemigos. Contra los vestigios de la monarquía absoluta, de los grandes señores de la
tierra, de los burgueses no industriales, de los pequeños burgueses. La marcha de la historia
está toda concentrada en manos de la burguesía y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la
clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las
aprieta y concentra. Al tiempo que su fuerza crece, el proletariado se va dando cuenta de esta.
Y al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y las categorías en el trabajo, y
reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, se igualan también
los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia cada vez mayor
desatada entre la burguesía y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más
inseguro el salario del obrero. Los progresos incesantes y cada día más veloces del
maquinismo, aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia. Las colisiones entre
obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones
entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse en contra de los burgueses. Se asocian y se
unen para defender sus salarios. Llegan incluso a crear organizaciones permanentes para
aprovisionarse en previsión de posibles enfrentamientos. De vez en cuando, estallan revueltas
y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero siempre transitorio. El verdadero
objetivo de estas luchas, no es conseguir un resultado inmediato, sino el ir extendiendo y
consolidando la unión obrera. Ayudan a ello, los sistemas de comunicación cada vez más
asequibles, creados por la gran industria y que se utilizan para poner en contacto a los obreros
de las diversas regiones y localidades. Gracias a las comunicaciones, las múltiples acciones
locales, que en todas partes presentan un carácter idéntico, se convierten en un movimiento
nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades de
la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para coaligarse. El
proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.
Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político,
se ve minada a cada momento por la competencia desatada entre los propios obreros. Pero
avanza y siempre triunfa, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y
aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción
legal de sus propios intereses. Así nace en Inglaterra, la ley de la jornada de diez horas.
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Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad, imprimen nuevos
impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente, primero contra la aristocracia,
después contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los
progresos de la industria y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos
combates, no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo
así al escenario político. Y de este modo le suministra elementos de fuerza, es decir, armas
contra sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de la industria empujan hacia el proletariado a
sectores enteros de la clase dominante, o al menos amenazan su nivel de vida. Y estos
elementos suministran nuevas fuerzas al proletariado.
Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan
violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la
sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa
revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una
parte de la nobleza se pasó a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del
proletariado. En este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que han
conseguido una comprensión global de la historia.
De todas las clases que hoy en día se enfrentan con la burguesía, no hay más que una
verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás están pereciendo y desapareciendo
con la gran industria. El proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el
artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía, para salvar de la ruina su existencia
como tales clases. No son pues revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, son
reaccionarios, pues pretenden hacer retroceder el curso de la historia. Todo lo que tienen de
revolucionario, es lo que desemboca en su inminente tránsito hacia el proletariado. Con esa
actitud, no defienden sus intereses actuales, sino los futuros. Se despojan de sus puntos de
vista, para abrazar los del proletariado.
El lumpemproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la
vieja sociedad, resultará en parte arrastrado al movimiento por la revolución proletaria, aunque
sus condiciones de vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de los
manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja sociedad, aparecen ya destruidas en las condiciones de
vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con su mujer y con sus
hijos, no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas. La producción
industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia,
en Alemania que en Norteamérica, borra en el proletariado todo carácter nacional. Las leyes, la
moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses, tras los que se ocultan otros
tantos intereses de la burguesía.
Todas las clases que le precedieron y conquistaron el poder procuraron consolidar las
posiciones adquiridas, sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición. Los
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proletarios, sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción, aboliendo el
régimen adquisitivo al que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la
sociedad hasta el momento. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar o consolidar,
sino el destruir todo lo que hasta el presente ha asegurado y garantizado la propiedad privada.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una
minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de
la inmensa mayoría, en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la clase más baja y
oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse ni alzarse, sin hacer saltar, hecho añicos
desde los cimientos hasta el tejado, todo ese edificio que forma la sociedad oficial, con todas
sus capas y estratos.
Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía
empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas
con su propia burguesía.
Al esbozar en líneas muy generales las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos
seguido las incidencias de una guerra civil más o menos disimulada, que se plantea en el seno
de la sociedad vigente, hasta el momento en que esa guerra civil desencadena una revolución
abierta y franca, y el proletariado derrocando por la fuerza a la burguesía, cimentará las bases
de su poder.
Como hemos visto, hasta hoy en día, toda sociedad ha descansado en el antagonismo entre
las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase, es menester asegurarle
por lo menos las condiciones indispensables para la vida, pues de otro modo se extinguiría y
con ella su esclavitud. El siervo de la gleba se vio aupado a miembro del municipio sin salir de
la servidumbre, del mismo modo que el villano convertido en burgués, siguió bajo el yugo del
absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar
conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del antiguo nivel de su propia
clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores
que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía
para seguir gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida
como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la
existencia, ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una
situación tal de desamparo, que no tiene más remedio que mantenerlos, cuando son ellos
quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de
esa clase. La existencia de la burguesía se ha hecho incompatible con la supervivencia de la
sociedad.
La existencia y el predominio de la clase burguesa tiene como objetivo principal, la
concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento
constante del capital, y éste a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo
asalariado origina inevitablemente la competencia de los obreros entre sí. Los progresos de la
industria, consecuencia de la acción de la burguesía, sustituye la desunión de los obreros, fruto
de la competencia que se establece entre ellos, por su unión revolucionaria mediante las
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asociaciones obreras. Así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus
pies las bases sobre las que produce y se apropia de lo producido. Y a la par que avanza, se
cava su fosa y crea a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado, son
igualmente inevitables.
PROLETARIOS Y COMUNISTAS
¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?
Los comunistas no forman un partido distinto, enfrentado a los demás partidos obreros.
No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No
profesan principios especiales, con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.
Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios, en que reivindican
siempre, en todas y cada una de las luchas nacionales proletarias, los intereses comunes de todo
el proletariado independiente de su nacionalidad; y que cualquiera que sea la etapa histórica en
que se encuentre la lucha entre el proletariado y la burguesía, atienden siempre al interés del
movimiento obrero en su totalidad.
Los comunistas son pues, en la práctica, la parte más decidida de la totalidad del
movimiento obrero, la que siempre lo impulsa hacia adelante. En la teoría, aventajan a las
grandes masas del proletariado en su clara visión de las condiciones, la marcha y los resultados
generales a los que ha de abocar el movimiento proletario.
El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos
proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de la
burguesía y llevar al proletariado a la conquista del poder.
Las teorías comunistas, por supuesto, no descansan en las ideas, en los principios forjados o
descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Todas son expresión en general, de las
condiciones materiales, de una lucha de clases real y viva, de un movimiento histórico, que se
está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen de propiedad vigente, no es
tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.
Todos los sistemas históricos de propiedad han estado siempre sujetos a cambios históricos,
a alteraciones históricas constantes.
Así, por ejemplo, la revolución francesa abolió el sistema de propiedad feudal, para instaurar
sobre sus ruinas el sistema de propiedad burgués.
Lo que caracteriza al comunismo, no es la abolición de la propiedad en general, sino la
abolición del sistema de propiedad burgués. Este nuevo sistema de propiedad burgués, es la
más acabada y última expresión de la producción y de la apropiación de esa producción,
basándose esta apropiación en el enfrentamiento entre clases, en la explotación de unos
hombres por otros.
Así entendido, pueden los comunistas resumir su pensamiento en esa frase: abolición de la
propiedad privada.
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Se nos reprocha a los comunistas, que queremos destruir la propiedad personal
honradamente adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano. Esa propiedad que es para el
hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda
independencia personal.
¡La propiedad personal honradamente adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano!
¿Acaso os referís a la propiedad del humilde artesano o del pequeño labriego, antecedente
histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla, el desarrollo de la
industria ya lo ha hecho y lo continúa haciendo a todas horas.
¿O más bien os referís, a la moderna propiedad privada adquirida por la burguesía?
Pero decidnos, ¿es que acaso el trabajo asalariado, el trabajo del proletario, le reporta a éste
alguna riqueza? En modo alguno. Lo que genera es capital. Esa forma de propiedad que se
nutre de la explotación del trabajo asalariado, y que sólo puede crecer y multiplicarse, a
condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su
explotación. La propiedad, en la forma en que hoy en día se presenta, genera un
enfrentamiento entre el capital y el trabajo asalariado.
Vamos a examinar ambos conceptos enfrentados.
Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la
producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la
cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que en rigor, esta cooperación abarca la
actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital, no es pues una propiedad
personal, sino un bien social.
Por lo tanto, si el capital se transforma en propiedad colectiva, perteneciente a todos los
miembros de la sociedad, la propiedad personal no se está transformando en propiedad social.
A lo único a lo que aspiramos, es a transformar su carácter nominal de propiedad privada, para
que nominalmente deje de ser propiedad de una clase social.
Vamos a hablar ahora del trabajo asalariado.
El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo posible. Es decir, el mínimo necesario
para que el obrero permanezca vivo. Todo lo que el obrero asalariado obtiene con su trabajo,
es pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y reproduciéndose. Nosotros no
aspiramos en modo alguno, a impedir los ingresos generados mediante el trabajo personal,
destinados a adquirir los bienes necesarios para la vida. Unos ingresos que no se originan
mediante la explotación de otros hombres, ni generan un capital para explotarlos
posteriormente. Sólo aspiramos a destruir el carácter ignominioso de la explotación burguesa,
en la que el obrero sólo vive para multiplicar el capital. Tan sólo vive en la medida en que es
beneficioso para la clase explotadora.
En la sociedad burguesa, el trabajo del hombre no es más que un medio para incrementar el
trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será por el contrario, un
simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.
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Así pues, en la sociedad burguesa el pasado impera sobre el presente; en la comunista,
imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda
personalidad e iniciativa, el individuo trabajador, carece de iniciativa y personalidad.
¡Y a la abolición de este estado de cosas, la burguesía lo llama abolición de la personalidad y
la libertad! Y sin embargo, tiene razón. En efecto, queremos ver abolidas la personalidad, la
independencia y la libertad burguesas.
Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de producción, la libertad de tráfico y
de comercio, la libertad de comprar y de vender.
Desaparecido el trapicheo, forzosamente desaparecerá también el libre trapicheo. La
apología del libre trapicheo, como en general todos los ditirambos liberales que entona nuestra
burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser, en cuanto que significaron la emancipación de las
trabas y de la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista de
este trapicheo, del sistema burgués de producción, y de la propia burguesía.
Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡como si en el seno de la
sociedad actual, la propiedad privada no estuviese ya abolida, para nueve décimas partes de la
población! ¡Como si no existiese precisamente, a costa de no existir para la inmensa mayoría!
¿Qué es pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que
tiene por necesaria condición, el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.
Nos reprocháis, para decir de una vez la verdad, que queremos abolir vuestra propiedad.
Pues sí, es precisamente a eso a lo que aspiramos.
Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no puede convertirse ya en capital, en
dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad
personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona ya no existe.
Con eso confesáis, que para vosotros no hay más persona que el burgués, que el capitalista.
Pues bien, la personalidad así concebida, es la que nosotros queremos destruir.
El comunismo, no priva a nadie del poder adquirir bienes y servicios; lo único que no
admite, es que por estos medios, alguien se apodere del trabajo ajeno.
Se arguye, que abolida la propiedad privada, cesará toda actividad productiva y reinará la
más absoluta vagancia.
Según esto, ya hace mucho tiempo que se habría hundido en la vagancia una sociedad como
la burguesa, en la que los que trabajan no se enriquecen y los que verdaderamente se
enriquecen, son precisamente los que no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, a fin de
cuentas, a una verdad que no necesita demostración, y que es, que al desaparecer el capital,
desaparecerá también el trabajo asalariado.
Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de producción y obtención de la
riqueza, se hacen extensivas también a la producción y la apropiación de los productos
espirituales. Y así como para el burgués, el destruir la propiedad burguesa equivale a destruir la
producción; el destruir su cultura de clase, es para él, sinónimo de destruir la cultura en general.
Esa cultura, cuya pérdida tanto deplora la burguesía, es para la inmensa mayoría de las
personas, la cultura que les convierte en una máquina.
299
Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa, partiendo de
vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta, de que esas
mismas ideas, son fruto del régimen burgués de propiedad y de producción. Del mismo modo
que vuestro derecho, no es más que vuestra voluntad de clase elevada al rango de ley. Una
voluntad que tiene su origen y encarnación, en las condiciones materiales de vida de vuestra
clase.
Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron, la idea interesada
de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que
desaparecerán con el transcurso del tiempo, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los
dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que
pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar, es que perezca vuestro sistema de
producción burgués.
¡Abolición de la familia! Hasta los más radicales se escandalizan, al mencionar tales
intenciones satánicas de los comunistas.
¿En qué se fundamenta el sistema familiar actual, la familia burguesa? En el capital, en el
lucro privado. Sólo la burguesía tiene una verdadera familia, en el pleno sentido de la palabra, y
esta familia se asienta en la forzosa carencia de relaciones familiares por parte de los proletarios
y en la prostitución pública.
Es lógico que la familia burguesa como institución desaparezca, al desaparecer la base sobre
la que se asienta, y que una y otra dejen de existir, al dejar de existir el capital que les sirve de
base.
¿Nos reprocháis, que aspiramos a abolir la explotación de los hijos por sus padres?
Efectivamente, nos declaramos culpables de ese horrendo crimen.
Pero decís que abolimos los vínculos familiares más íntimos, suplantando la educación
familiar por la social.
¿Acaso vuestra educación, no está también influida por la sociedad? ¿No está también
influida, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos
directa, de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son los comunistas los que se inventan
esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que hacen, es modificar el carácter clasista
que tiene actualmente y sustraerla de la influencia de la clase dominante.
Esas declamaciones burguesas sobre la familia y la educación, sobre la intimidad de las
relaciones entre padres e hijos, son tanto más repugnantes, cuanto más se desgarran los lazos
familiares de los proletarios debido a la gran industria, que va convirtiendo a los hijos en
simples mercancías y en meros instrumentos de trabajo.
¡Pero vosotros, los comunistas, nos grita la burguesía entera a coro, lo que pretendéis, es
colectivizar a las mujeres!
Como el burgués no ve en la mujer más que un simple instrumento de producción, al
oírnos proclamar que los instrumentos de producción deben ser explotados colectivamente, no
puede por menos que pensar, que este régimen colectivo de propiedad se hará extensivo
también a las mujeres.
300
No advierte que de lo que se trata, es precisamente de acabar con la situación de la mujer,
como mero instrumento de producción.
Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de grandísima indignación de nuestros
burgueses, henchidos de la más alta moral, al hablar de la colectivización de las mujeres por el
comunismo. Los comunistas no tienen por qué molestarse en implantar la comunidad de
mujeres, pues ésta ha existido casi siempre en la sociedad.
Por lo visto, a nuestros burgueses no les basta con tener a su disposición a las mujeres y a
los hijos de los proletarios ¡y no hablemos de la prostitución oficial!, sino que sienten una
grandísima complacencia seduciendo a las mujeres de los demás burgueses.
En realidad, ya el matrimonio burgués es verdaderamente una comunidad de las esposas. A
lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir la situación actual de la
mujer, hipócrita y aparentemente recatada, por una colectivización oficial, franca y abierta. Por
lo demás, es fácil comprender, que al abolirse el actual sistema de producción desaparecerá con
él la comunidad de las mujeres que engendra, por ejemplo, con la prostitución oficial y la
encubierta.
A los comunistas se nos reprocha también, que queramos abolir la patria, la nacionalidad.
Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. Puesto que el
proletariado debe conquistar primero el poder político, antes de elevarse hasta constituir la
primera clase nacional, constituyéndose a sí mismo como nación; resulta evidente que también
en él reside un sentido nacional, aunque esa concepción no coincide ni mucho menos con la
que tiene la burguesía.
Las diferencias nacionales entre los pueblos desaparecen cada día más con el desarrollo de
la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la
producción industrial y con las condiciones de vida que engendran.
El triunfo del proletariado acelerará su desaparición. La acción coordinada de los
proletarios, por lo menos en las naciones civilizadas, es una de las principales condiciones para
su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos
individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.
Con el fin del antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad
de las naciones entre sí.
No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo, desde el
punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.
¿Hace falta ser un lince para comprender, que al cambiar las condiciones de vida, las
relaciones sociales, la existencia social del hombre; se modifican también sus ideas, sus
opiniones y sus conceptos, en una palabra, su conciencia?
¿La historia de las ideas, no es una prueba evidente, de cómo cambia y se transforma la
producción espiritual, con la material? Las ideas imperantes en una época, han sido siempre las
ideas propias de su clase dominante.
Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello no se hace más que dar
expresión al hecho de que en el seno de la sociedad antigua, ya han germinado los elementos
301
materiales necesarios para que se genere la nueva sociedad, y a la par que se esfuman o
derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.
Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron
vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas
sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente haciendo un
último esfuerzo contra la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de
conciencia y de libertad religiosa, no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre
conciencia en el mundo ideológico.
Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque
sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por
debajo de esos cambios, siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política,
un derecho.
“Pero”, se seguirá arguyendo, “las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas,
etc. se modificaron, sin duda, en el curso de la evolución histórica, aunque la existencia de la
religión, la moral, la filosofía, la política o el derecho ha pervivido siempre, pese a los
cambios.”.
“Hay, además, verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., que son comunes a todas
las situaciones sociales. Pero el comunismo suprime las verdades eternas, deroga la religión o la
moral, en vez de darles una forma nueva, y por eso, está en contradicción con todas las
evoluciones históricas anteriores.”.
Veamos a qué queda reducida esta acusación.
Hasta hoy en día, la historia de todas las sociedades existentes, ha sido una constante
sucesión de antagonismos de clase, que revisten diversas modalidades, según las épocas.
Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la
sociedad por la otra, es un hecho común a todas las épocas históricas. Nada tiene pues de
extraño, que la conciencia social de todas las épocas pasadas, pese a toda su enorme variedad y
a sus grandes difidencias, se atenga a ciertas formas comunes de conciencia, que sólo
desaparecerán, cuando desaparezcan totalmente los antagonismos de clase.
La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional
de la propiedad; nada tiene pues de extraño, que según se vaya implantando vaya rompiendo
de la forma más radical, con las ideas más tradicionales.
Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el
comunismo.
Ya hemos dicho, que el primer paso de la revolución obrera será el ascenso del proletariado
al poder, la conquista de la democracia.
El proletariado se valdrá del poder, para ir despojando paulatinamente a la burguesía de
todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del
estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar
por todos los medios y con la mayor rapidez posible, las energías productivas.
302
Claro está que al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica
sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas, que aunque de
momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del
movimiento serán un gran resorte propulsor, y de las que no puede prescindirse, como medio
para transformar todo el régimen de producción vigente.
Naturalmente, estas medidas no podrán ser las mismas en todos los países.
Sin embargo, para los países más avanzados, se podrán emplear de forma casi generalizada
las siguientes:
1. Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos
públicos.
2. Fuerte impuesto progresivo.
3. Abolición del derecho de herencia.
4. Confiscación de la fortuna de todos los emigrados y rebeldes.
5. Centralización del crédito en el estado, por medio de bancos nacionales, con capital del
estado y régimen de monopolio.
6. Nacionalización de los transportes.
7. Aumento de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora
de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8. Proclamación del deber general de trabajar. Creación de ejércitos industriales,
principalmente en el campo.
9. Organización de las explotaciones agrícolas e industriales. Tendencia a ir borrando
gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.
10. Educación pública y gratuita para todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las
fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material,
etc.
Tan pronto como con el transcurso del tiempo, hayan desaparecido todas las diferencias de
clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, los poderes públicos
perderán su carácter político. Ese poder político, que no es más que el poder organizado de
una clase para la opresión de otra.
Si en su lucha contra la burguesía se fuerza necesariamente al proletariado a organizarse
como clase; si después, gracias a una revolución se convierte en la clase dominante y como
clase dominante derriba por la fuerza el régimen vigente de producción; hará desaparecer junto
a estas relaciones de producción, las causas de los antagonismos de clase, las clases mismas y
por tanto, su papel como clase dominante.
Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, le sustituirá una
asociación en la que el libre desarrollo de cada uno, condicione el libre desarrollo de todos.
LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1.
Los socialismos reaccionarios
303
a)
El socialismo feudal
Por su posición histórica, la aristocracia francesa e inglesa, cuando ya no pudo hacer otra
cosa, se dedicó a escribir libelos contra la sociedad burguesa moderna. En la revolución
francesa de julio de 1830 y en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir arrollada por
el odiado intruso. No pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba otra arma
que la escritura. Pero también en el escenario literario habían cambiado los tiempos. Ya no era
posible seguir empleando el lenguaje nobiliario de la época de la restauración. Para ganar
adeptos, la aristocracia finge olvidar sus verdaderos intereses y se dedica a atacar a la burguesía,
no teniendo más interés aparente, que el de defender los intereses de los obreros vilmente
explotados por ésta. Se da el gusto de componer canciones infamantes y difamatorias contra su
nuevo amo, y de susurrarle al oído profecías más o menos siniestras y catastróficas.
Así nació el socialismo feudal, una mezcla de lamentos, ecos del pasado y rumores sordos
sobre el porvenir. Un socialismo que de vez en cuando le asesta a la burguesía un golpe en el
corazón con sus razonamientos irrisorios y mordaces, aunque normalmente sus ridiculeces
sólo producen risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia.
Para atraer al pueblo agitan como bandera el saco de las limosnas, con las que pretenden
atender a los proletarios. En cuanto el pueblo se agrupa a su alrededor, inmediatamente se da
cuenta de que aún llevan los blasones bordados en el culo, y se dispersa con una risotada
totalmente irrespetuosa.
Una parte de los legitimistas franceses y de la joven Inglaterra, han dado al público este
lamentable espectáculo.
Esos antiguos señores feudales, que insisten en demostrar que sus modos de explotación no
se parecían en nada a los de la burguesía actual, se olvidan de una cosa: de que las
circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación ya han desaparecido.
Y al enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no se dan
cuenta, de que la burguesía moderna a la que tanto desprecian, es un producto históricamente
necesario de su desaparecido orden social.
Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas y
así se explica que su más rabiosa acusación contra la burguesía, sea precisamente la de crear y
fomentar bajo su régimen, una clase social que está llamada a derruir todo el orden social
actual.
Lo que más reprochan a la burguesía, no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar
un proletariado revolucionario.
Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte en todas las acciones
violentas y actos represivos contra la clase trabajadora. En realidad, pese a toda su retórica
ampulosa, también se dedican a recoger sus huevos de oro y a cambiar la nobleza, el amor y el
honor caballerescos, por el vil comercio de la lana, la remolacha y el aguardiente.
De la misma forma que los curas y los nobles están siempre juntos, el socialismo feudal y el
socialismo clerical, también caminan juntos.
304
Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el
cristianismo, contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó
frente al estado la caridad y la limosna, el celibato y la mortificación de la carne, la vida
monástica y la iglesia? El socialismo cristiano no es más el hisopazo, con el que el que clérigo
bendice el santo cabreo del aristócrata.
b)
El socialismo pequeñoburgués
La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, no es la única clase
cuyo sistema de vida ha sido destruido por la moderna burguesía. Los villanos medievales y los
pequeños labriegos fueron los precursores de la burguesía actual. En los países en que la
industria y el comercio no han alcanzado un elevado grado de desarrollo, esta clase permanece
eternamente inmovilista, pero aliada de la ascendente burguesía.
En los países en los que la civilización ha alcanzado un elevado grado de progreso, ha
venido a formarse una nueva clase pequeño burguesa, a medias entre la burguesía y el
proletariado, que aunque está muy ligada a la gran burguesía, no hace más que brindar nuevos
elementos al proletariado, arrojados a éste por la libre competencia. Al desarrollarse la gran
industria, llega un momento en que esa parte de la sociedad moderna pierde su razón de ser y
se ve suplantada en el comercio, en la manufactura y en la agricultura, por capataces,
asalariados y criados.
En países como Francia, en que los campesinos representan mucho más de la mitad de la
población, es natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la
burguesía, tomen como norma para criticar el régimen burgués los intereses de los pequeños
burgueses y de los campesinos, simpatizando con la causa obrera mediante las ideas de la
pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. No sólo en Francia, sino también
en Inglaterra. Su principal representante es Sismondi.
Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones del moderno
régimen de producción y ha puesto al descubierto las hipócritas argucias de los economistas.
Ha puesto de relieve de modo irrefutable los efectos aniquiladores del maquinismo, la división
del trabajo, la concentración de los capitales, la propiedad inmueble, la superproducción, las
crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del
proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman ante
la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras y la
disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional y de las viejas nacionalidades.
Pero en su esencia, este socialismo no tiene más aspiración, que restaurar los antiguos
medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la
sociedad tradicional; cuando no pretende volver a encajar por la fuerza, los modernos medios
de producción y de comercio, dentro del régimen de propiedad antiguo, que forzosa y
necesariamente se autodestruyó mediante el progreso burgués. En uno y otro caso, peca a la
par de reaccionario y de utópico.
305
En la manufactura, pretende la restauración de los viejos gremios. En el campo, la
implantación de nuevo del régimen patriarcal. Esas son sus dos grandes aspiraciones.
Actualmente, esta corriente socialista, ha venido a caer en un cobarde lloriqueo.
c)
El socialismo alemán o socialismo “verdadero”
La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía
gobernante y expresión literaria de la lucha librada contra su opresión, fue importada por
Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudirse el yugo del
absolutismo feudal.
Los filósofos, semifilósofos y grandes mentes del país asimilaron ansiosamente esa
literatura, pero olvidando que junto con estas doctrinas no habían pasado la frontera las
condiciones sociales que las originaron. Dada la situación social alemana, la literatura socialista
francesa perdió todo su significado práctico inmediato, para asumir un aspecto puramente
literario y convertirse en una especulación ociosa acerca del espíritu humano. Pasó lo mismo
que con los postulados de la primera revolución francesa, que fueron para los filósofos
alemanes del siglo XVIII los postulados de la “razón práctica” en general. Las aspiraciones de
la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la
voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.
La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas
con su vieja conciencia filosófica, o por decirlo mejor, asimilar desde su punto de vista
filosófico aquellas ideas.
Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila una lengua
extranjera: traduciéndola.
Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a preservar los manuscritos
que atesoraban las obras clásicas del paganismo, mezclándolos con insubstanciales historias de
santos. Los literatos alemanes procedieron de modo inverso con la literatura francesa profana.
Lo que hicieron fue empalmar sus absurdas ideas filosóficas tras los originales franceses. Así,
donde el original desarrollaba la crítica de las relaciones monetarias, ellos pusieron después:
“expropiación del ser humano”; tras la crítica francesa del estado burgués, escribieron:
“abolición del imperio de lo general abstracto” y otras cosas parecidas.
A esta interpelación mediante locuciones y galimatías filosóficos de las doctrinas francesas
se le bautizó con diversos nombres como: “filosofía del hecho”, “socialismo verdadero”,
“ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo” y otros parecidos.
De este modo, castraron la literatura socialista y comunista francesa. Como en manos de los
alemanes ya no expresaba la lucha de una clase contra otra, el profesor alemán se hacía la
ilusión de haber superado la “parcialidad francesa”. En vez de defender verdaderas
necesidades, pregonaba la necesidad de la verdad y como no existían los intereses de un
proletariado inexistente, defendía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese
306
hombre que no pertenece a ninguna clase social, que ha dejado de vivir en la realidad para
transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.
Sin embargo, este socialismo alemán que se tomaba tan en serio sus burdos ejercicios
escolares y que tan solemnemente los cacareaba a los cuatro vientos, fue perdiendo poco a
poco su pedantesca inocencia.
En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente de la prusiana, contra el régimen
feudal y la monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un carácter más serio.
Esto le permitió al “verdadero” socialismo, la esperada ocasión para contraponer las
reivindicaciones socialistas al movimiento político burgués, para lanzar los consabidos
anatemas contra el liberalismo, contra el estado representativo, contra la libre competencia
burguesa, contra la libertad de prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses;
predicando ante la masa del pueblo, que con este movimiento burgués no saldría ganando nada
y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán olvidaba precisamente, que la crítica francesa, de
la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa
moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política, es decir,
una sociedad que aún no existía en Alemania, pues la burguesía estaba empezando a luchar
para implantarla.
Este “verdadero” socialismo, les venía de perlas a los gobiernos absolutistas alemanes, con
toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas; pues les servía
de espantapájaros contra la amenazadora y ascendente burguesía.
Constituyó el complemento dulzón de los feroces latigazos y de las balas de fusil, con que
esos gobiernos respondían a los levantamientos obreros.
El socialismo “verdadero” se convirtió de este modo en un arma en manos de los gobiernos
contra la burguesía alemana, pero además encarnaba de una manera directa otro interés
reaccionario: el de la pequeña burguesía alemana. Esa pequeña burguesía heredada del siglo
XVI, que desde entonces no ha cesado de reaparecer bajo diversas formas y modalidades,
constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.
Para su supervivencia, sería necesaria la conservación de la actual situación económica
alemana, pues para evitar que desaparezca esta clase, es necesario conservar el orden
actualmente imperante. Teme su ruina segura si se produce el predominio industrial y político
de la gran burguesía, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque
entraña la formación de un proletariado revolucionario. Consideró que el “verdadero”
socialismo podía matar estos dos pájaros de un tiro y por eso se propagó como una epidemia
por todo el país.
Este ropaje exagerado, tejido con telarañas especulativas, bordado con flores retóricas,
bañado por un rocío sentimental cálidamente amoroso, con el que los socialistas alemanes
envolvían sus deplorables “verdades eternas”, todo hueso y pellejo, sólo incrementó la venta
de su mercancía entre ese público.
Por su parte, el socialismo alemán comprendía cada vez más claramente, que su misión era
la de ser el pomposo representante de esta pequeña burguesía.
307
Proclamó que la nación alemana era la nación modelo y al riquillo alemán como al hombre
medio de la calle. A todas las bajezas y villanías de éste les dio un sentido oculto, superior y
socialista, exactamente todo lo contrario de lo que eran. El socialismo “verdadero” fue
consecuente hasta el final y al levantarse contra todas las tendencias “brutalmente destructivas”
del comunismo, subrayando como contraste la total y sublime imparcialidad de sus propias
doctrinas, totalmente ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar las últimas
consecuencias lógicas de su sistema. Con muy escasas excepciones, toda la pretendida literatura
socialista y comunista que circula por Alemania, profesa estas doctrinas sucias e inmundas.
2.
El socialismo burgués o conservador
Una parte de la burguesía desea mitigar los males sociales, para de este modo garantizar la
perduración de la sociedad burguesa.
Pertenecen a ésta los economistas, los filántropos y los humanitarios que pretenden mejorar
la situación de la clase obrera. Las organizaciones caritativas y de beneficencia, las sociedades
protectoras de los animales, las de la lucha contra el alcoholismo y todo tipo de reformadores y
predicadores de tercera. Este socialismo burgués, incluso ha llegado a elaborar sistemas sociales
completos y totales.
Por ejemplo: La filosofía de la miseria de Proudhon.
Los burgueses socialistas quieren perpetuar las condiciones de vida de la sociedad moderna,
pero sin las luchas y los peligros que necesariamente encierra. Su ideal es la sociedad existente,
depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: una sociedad burguesa con
burguesía, pero sin el proletariado. Como es lógico, la burguesía se representa su mundo como
el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora hasta
diseñar un sistema social completo o casi completo. Cuando invita al proletariado a que la
construya, tomando posesión de una nueva Jerusalén, lo que en realidad le está pidiendo es que
acepte perpetuar al actual sistema de sociedad, pero abandonando todas sus ideas hostiles o
contrarias a éste.
Una segunda modalidad de este socialismo, aunque menos sistemática bastante más
práctica, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario, haciéndole
ver que lo que le interesa, no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente
determinadas mejoras en sus condiciones materiales, económicas y de vida. Resulta evidente,
que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones
materiales de vida”, la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse
por la vía revolucionaria. Sus aspiraciones se reducen a las reformas administrativas que se
pueden conciliar con el actual régimen de producción, y que por tanto, no afectan para nada a
las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo solamente, en el mejor de los
casos, para abaratar a la burguesía los costes de su dominio y sanearle el presupuesto del
estado.
308
Este socialismo burgués sólo encuentra expresión adecuada, allí donde se convierte en una
mera figura retórica.
¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera, pedimos
aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares, en interés de la clase trabajadora!
He aquí la última palabra del socialismo burgués. Lo único que dice verdaderamente y su
única aspiración seria, pues el socialismo burgués se resume exactamente en esta frase: los
burgueses son burgueses, pero en beneficio de la clase trabajadora.
3.
El socialismo y el comunismo crítico–utópico
No queremos hablar aquí sobre toda la literatura que en todas las grandes revoluciones
modernas ha expresado las reivindicaciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).
Las primeras tentativas del proletariado por imponer directamente sus intereses de clase en
una época de efervescencia general, en el periodo del derrumbamiento de la sociedad feudal,
tenían que tropezar necesariamente, por una parte con la falta de desarrollo del propio
proletariado, y por otra, con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su
emancipación, que son fruto y consecuencia del establecimiento de la sociedad burguesa. La
literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos vacilantes del proletariado es
reaccionaria, si la juzgamos por su contenido. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal
y un torpe y vago igualitarismo.
Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier,
de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la
burguesía, tal como más arriba la hemos esbozado. (Véase el capítulo “Burgueses y
Proletarios”).
Los autores de estos sistemas penetran ya en los antagonismos de clases y en los elementos
autodestructivos que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero todavía no
aciertan a ver en la aparición del proletariado una acción histórica independiente, un
movimiento político propio y peculiar.
Como este antagonismo entre la burguesía y el proletariado se desarrolla siempre al mismo
tiempo que la gran industria, se encuentran con que aún les faltan las condiciones materiales
para la emancipación del proletariado, y en un esfuerzo baldío, buscan una ciencia social o unas
leyes sociales para crear dichas condiciones. Esos autores pretenden suplantar la acción social,
por su acción personal especulativa. Sustituyen las condiciones históricas que han de
determinar la emancipación proletaria, por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan.
Suplantan la gradual organización del proletariado como clase, por una organización de la
sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir, se
basa en la propaganda y la puesta en práctica de sus doctrinas y planes sociales.
Es cierto que tienen la intención de defender los intereses de la clase trabajadora, pero por
ser la clase que más sufre. Su concepción del proletariado es el de la clase que más sufre y
padece.
309
La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se
desarrolla la vida de estos autores, hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como
situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los
individuos de la sociedad, incluso de los más acomodados. Por ello, no cesan de apelar a la
sociedad entera sin distinción e incluso se dirigen con preferencia a la propia clase dirigente.
Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema social, para percibir que es el plan más
perfecto posible para la mejor de las sociedades posibles.
Por eso, rechazan todo lo que sea acción política y muy especialmente la revolucionaria.
Quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio
social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos, en los que
naturalmente siempre fracasan.
Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana, brotan en una época en que el
proletariado no ha alcanzado aún su madurez. En que por lo tanto, se forja todavía una serie
de ideas fantásticas acerca de su destino y posición social, dejándose llevar por los primeros
impulsos puramente intuitivos de transformar radicalmente la sociedad.
Sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto
que atacan todos los fundamentos la sociedad existente. Por eso, han contribuido
notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Pero las doctrinas que predican
sobre la sociedad del futuro son de carácter especulativo. Predican, por ejemplo, que en ella se
borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo, o proclaman la abolición de la familia, de la
propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del
estado en un simple organismo administrativo de la producción, etc. Todas giran en torno a la
desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos
apenas conocen en sus primeras formas indistintas. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones
tienen un carácter puramente utópico.
La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al
desarrollo histórico de la sociedad. Al tiempo que la lucha de clases se define y acentúa, va
perdiendo importancia práctica y sentido teórico, esa fantástica posición de superioridad
respecto a ella, esa fe fantasiosa en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de
estos sistemas socialistas fueron en muchos aspectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos
forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas
las viejas ideas de sus maestros, frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son
pues consecuentes siguiendo las doctrinas de sus maestros, pues pugnan por mitigar la lucha de
clases y por conciliar lo que es irreconciliable. Siguen soñando con la realización experimental
de sus utopías sociales como la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la
creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de una nueva Jerusalén. Para levantar
todos estos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad
de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van cayendo a la categoría de los
socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática
pedantería y por una fanática fe supersticiosa en los efectos milagrosos de su ciencia social.
310
He ahí por qué se enfrentan rabiosamente contra todos los movimientos políticos a los que
se entrega la clase obrera, pues suponen que el error de ésta se encuentra en su falta de fe ciega
en el nuevo evangelio social.
En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas y en Francia los reformistas tienen
enfrente a los discípulos de Fourier.
LA ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS DEMÁS PARTIDOS DE LA OPOSICIÓN
Después de lo que dijimos en el capítulo II, es fácil comprender la relación que guardan los
comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los
reformadores agrarios de Norteamérica.
Los comunistas luchan por alcanzar los fines e intereses inmediatos de la clase obrera, pero
representan dentro del movimiento y al mismo tiempo, su futuro. En Francia se alían con el
partido democrático-socialista contra la burguesía conservadora y radical, pero sin renunciar
por esto a su derecho de crítica frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición
revolucionaria.
En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos
contradictorios: por una parte los demócratas socialistas a la manera francesa y por otra los
burgueses radicales.
En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria como
condición previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección
de Cracovia en 1846.
En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía mientras ésta actúe
revolucionariamente, dando con ella batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal
y a la pequeña burguesía.
Pero este partido no olvida en ningún momento, el avivar entre los obreros una conciencia
de clase lo más clara posible, que les ilustre sobre el antagonismo hostil entre burguesía y
proletariado, para que llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados
para volverse contra la burguesía. Esas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una
vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar, son otras tantas armas del proletariado,
para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias, comience
automáticamente la lucha contra la burguesía.
Las miradas de los comunistas convergen con un interés especial sobre Alemania, pues no
desconocen, que este país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida
revolucionaria se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con
un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el
XVIII, razones abundantes para que la revolución alemana burguesa que se avecina, no sea
más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.
Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos
revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante.
311
En todos estos movimientos, la cuestión fundamental que verdaderamente se dilucida, es el
régimen de posesión de la propiedad, cualesquiera que sean las formas más o menos
progresistas y avanzadas que revista.
Finalmente, los comunistas trabajan por llegar a la unión y el entendimiento de los partidos
democráticos de todos los países.
Los comunistas, no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones.
Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia
todo el orden social existente. Tiemblen si quieren las clases gobernantes, ante la perspectiva
de una revolución comunista. Con ella, los proletarios no tienen nada que perder, sino las
cadenas. Por el contrario, tienen todo un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los países, uníos!
312
XI. EL CATOLICISMO FRENTE A LA
MODERNIDAD
313
LEÓN XIII
RERUM NOVARUM
314
INTRODUCCIÓN
El siglo XIX, colmado de guerras y crisis económicas y políticas, obligó a la sociedad
occidental a buscar nuevas soluciones a sus viejos problemas. La relación entre obreros y
patrones, cada vez más tensa, llevó a respuestas radicales como el socialismo. Por otro lado, la
búsqueda de una sociedad democrática y liberal parecía incompatible con la intervención
política en la industria.
La Revolución Industrial abarató la fabricación de bienes, pero también generó condiciones
inhumanas de trabajo y una gran injusticia económica. Los primeros socialistas acertaron al
denunciar la devaluación del trabajo humano, pero quedaba todavía por verse que el socialismo
despejara las injusticias.
La encíclica Rerum novarum, publicada en 1891, puso en cuestión los postulados socialistas.
El documento advierte los riesgos de una postura radical en torno a la propiedad privada. Sin
embargo, también toma en cuenta la responsabilidad de buscar la justicia social. Si bien en ella
hay un rechazo del socialismo en su forma radical, también se proponen enmiendas
importantes al liberalismo.
Este documento propone volver a la pregunta por el ser del hombre como clave para
resolver los problemas sociales decimonónicos. Ni el socialismo ni el liberalismo radicales
responden a las necesidades humanas. Por eso es necesario buscar un camino entre ambos y
responder a las auténticas necesidades humanas.
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CARTA ENCÍCLICA RERUM NOVARUM DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN
XIII SOBRE LA SITUACIÓN DE LOS OBREROS
1. Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era
de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la
política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y
de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas
entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza
de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha
cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el
planteamiento de la contienda. Cuál y cuán grande sea la importancia de las cosas que van en
ello, se ve por la punzante ansiedad en que viven todos los espíritus; esto mismo pone en
actividad los ingenios de los doctos, informa las reuniones de los sabios, las asambleas del
pueblo, el juicio de los legisladores, las decisiones de los gobernantes, hasta el punto que
parece no haber otro tema que pueda ocupar más hondamente los anhelos de los hombres.
Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común, creemos
oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer, respecto de la situación de
los obreros, lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la
libertad humana, sobre la cristiana constitución de los Estados y otras parecidas, que
estimamos oportunas para refutar los sofismas de algunas opiniones. Este tema ha sido
tratado por Nos incidentalmente ya más de una vez; ms la conciencia de nuestro oficio
apostólico nos incita a tratar de intento en esta encíclica la cuestión por entero, a fin de que
resplandezcan los principios con que poder dirimir la contienda conforme lo piden la verdad y
la justicia. El asunto es difícil de tratar y no exento de peligros. Es difícil realmente determinar
los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los
que aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se
sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para
incitar sediciosamente a las turbas. Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente,
cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las
gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una
situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de
artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones
públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente
entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la
desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que,
reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por
hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la
contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan
sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de
316
opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una
muchedumbre infinita de proletarios.
2. Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los
ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su
lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio
o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la
comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se
podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda,
que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta,
pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita
fundamentalmente a las naciones.
3. Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que se
ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es procurarse algo
para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por consiguiente, presta sus
fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la
comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto
derecho no sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si,
reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que
puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo
salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma
debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo. Ahora bien: es en esto
precisamente en lo que consiste, como fácilmente se colige, la propiedad de las cosas, tanto
muebles como inmuebles. Luego los socialistas empeoran la situación de los obreros todos, en
cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que,
privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan de la
esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares y de procurarse utilidades.
4. Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta contra la
justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre
por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande la diferencia entre el hombre y el
género animal. Las bestias, indudablemente, no se gobiernan a sí mismas, sino que lo son por
un doble instinto natural, que ya mantiene en ellas despierta la facultad de obrar y desarrolla
sus fuerzas oportunamente, ya provoca y determina, a su vez, cada uno de sus movimientos.
Uno de esos instintos las impulsa a la conservación de sí mismas y a la defensa de su propia
vida; el otro, a la conservación de la especie. Ambas cosas se consiguen, sin embargo,
fácilmente con el uso de las cosas al alcance inmediato, y no podrían ciertamente ir más allá,
puesto que son movidas sólo por el sentido y por la percepción de las cosas singulares. Muy
otra es, en cambio, la naturaleza del hombre. Comprende simultáneamente la fuerza toda y
perfecta de la naturaleza animal, siéndole concedido por esta parte, y desde luego en no
menor grado que al resto de los animales, el disfrute de los bienes de las cosas corporales. La
naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea la medida en que se la posea, dista tanto
317
de contener y abarcar en sí la naturaleza humana, que es muy inferior a ella y nacida para
servirle y obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en nosotros, lo que da al hombre el que lo
sea y se distinga de las bestias, es la razón o inteligencia. Y por esta causa de que es el único
animal dotado de razón, es de necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes,
cosa común a todos los animales, sino también el poseerlos con derecho estable y
permanente, y tanto los bienes que se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se
hace de ellos, perduran.
5. Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del hombre.
Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y relacionando las
cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la
previsión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo
cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo
en cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se
halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra
misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias
para el futuro.
Las necesidades de cada hombre se repiten de una manera constante; de modo que,
satisfechas hoy, exigen nuevas cosas para mañana. Por tanto, la naturaleza tiene que haber
dotado al hombre de algo estable y perpetuamente duradero, de que pueda esperar la
continuidad del socorro. Ahora bien: esta continuidad no puede garantizarla más que la tierra
con su fertilidad.
6. Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es
anterior a ella, y consiguientemente debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera
comunidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo. El que Dios haya
dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede
oponerse en modo alguno a la propiedad privada. Pues se dice que Dios dio la tierra en
común al género humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino
porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las
posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos. Por lo
demás, a pesar de que se halle repartida entre los particulares, no deja por ello de servir a la
común utilidad de todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los
campos producen. Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que cabe
afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el
trabajo, el cual, rendido en el fundo propio o en un oficio mecánico, recibe, finalmente, como
merced no otra cosa que los múltiples frutos de la tierra o algo que se cambia por ellos.
7. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la
naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la conservación
de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el
cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien: cuando el hombre aplica su habilidad intelectual
y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se
318
adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona
dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte
como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo.
8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a algunos
restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso del suelo y los
diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la existencia del derecho a
poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el campo que cultivó. No ven que, al
negar esto, el hombre se vería privado de cosas producidas con su trabajo. En efecto, el
campo cultivado por la mano e industria del agricultor cambia por completo su fisonomía: de
silvestre, se hace fructífero; de infecundo, feraz. Ahora bien: todas esas obras de mejora se
adhieren de tal manera y se funden con el suelo, que, por lo general, no hay modo de
separarlas del mismo. ¿Y va a admitir la justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro
regó con sus sudores? Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el
fruto del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la
totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en
desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el
fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad
privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila
convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley
natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos. Y lo
mismo sancionó la autoridad de las leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo
de lo ajeno: «No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el
buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo»(1).
9. Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza cuando se
hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la sociedad doméstica. Está fuera
de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual
preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el
vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y
primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del
matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: «Creced y multiplicaos»(2).
He aquí, pues, la familia o sociedad doméstica, bien pequeña, es cierto, pero verdadera
sociedad y más antigua que cualquiera otra, la cual es de absoluta necesidad que tenga unos
derechos y unos deberes propios, totalmente independientes de la potestad civil. Por tanto, es
necesario que ese derecho de dominio atribuido por la naturaleza a cada persona, según
hemos demostrado, sea transferido al hombre en cuanto cabeza de la familia; más aún, ese
derecho es tanto más firme cuanto la persona abarca más en la sociedad doméstica.
Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las
atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma naturaleza que quiera
adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en cierto modo prolongan la personalidad
del padre, algo con que puedan defenderse honestamente, en el mudable curso de la vida, de
319
los embates de la adversa fortuna. Y esto es lo que no puede lograrse sino mediante la
posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a los hijos. Al igual que el Estado,
según hemos dicho, la familia es una verdadera sociedad, que se rige por una potestad propia,
esto es, la paterna. Por lo cual, guardados efectivamente los límites que su causa próxima ha
determinado, tiene ciertamente la familia derechos por lo menos iguales que la sociedad civil
para elegir y aplicar los medios necesarios en orden a su incolumidad y justa libertad. Y hemos
dicho «por lo menos» iguales, porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a la
sociedad civil, se sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y más naturales.
Pues si los ciudadanos, si las familias, hechos partícipes de la convivencia y sociedad humanas,
encontraran en los poderes públicos perjuicio en vez de ayuda, un cercenamiento de sus
derechos más bien que una tutela de los mismos, la sociedad sería, más que deseable, digna de
repulsa.
10. Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad
de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara
eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir
de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios
extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro
del hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad civil deberá
amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino
protegerlos y afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que
los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la
patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que
tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del
padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar con
propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad
doméstica en la que han nacido. Y por esta misma razón, porque los hijos son «naturalmente
algo del padre..., antes de que tengan el uso del libre albedrío se hallan bajo la protección de
dos padres»(3). De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de los
padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la
organización familiar.
11. Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál sería la
perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa la opresión de los
ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par la puerta a las mutuas envidias, a la
maledicencia y a las discordias; quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos,
necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que
sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta,
de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe
rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues
que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de
los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto,
320
cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener
como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable.
Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el remedio que conviene.
12. Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por cuanto se trata
de un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los
auspicios de la religión y de la Iglesia. Y, estando principalmente en nuestras manos la defensa
de la religión y la administración de aquellas cosas que están bajo la potestad de la Iglesia, Nos
estimaríamos que, permaneciendo en silencio, faltábamos a nuestro deber. Sin duda que esta
grave cuestión pide también la contribución y el esfuerzo de los demás; queremos decir de los
gobernantes, de los señores y ricos, y, finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los
proletarios; pero afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos
de los hombres si se da de lado a la Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio
las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando
sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la inteligencia,
sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que
mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que quiere y
desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen
con la finalidad de mirar por el bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima
que a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la
autoridad del Estado.
13. Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana,
que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, es
verdad, pero todo es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza
entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la
habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota
espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en correlación perfecta con los usos y
necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, pues que la vida en común
precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al desempeño de los cuales se sienten
impelidos los hombres, más que nada, por la diferente posición social de cada uno. Y por lo
que hace al trabajo corporal, aun en el mismo estado de inocencia, jamás el hombre hubiera
permanecido totalmente inactivo; mas lo que entonces hubiera deseado libremente la voluntad
para deleite del espíritu, tuvo que soportarlo después necesariamente, y no sin molestias, para
expiación de su pecado: «Maldita la tierra en tu trabajo; comerás de ellas entre fatigas todos los
días de tu vida». Y de igual modo, el fin de las demás adversidades no se dará en la tierra,
porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es
preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y
padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no
habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad
humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una
vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan
321
indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo
males mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como
son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según hemos dicho, el oportuno alivio de los
males.
14. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea
espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los
pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la
verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí
miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente
podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas
clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se
necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El
acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la
lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.
15. Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y
varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la doctrina de la religión
cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y
unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus
deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que
corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia
libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno
al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender
sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan
pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo
arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.
Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos;
respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que
se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la
filósofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan
honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de
los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y
músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de
la religión y los bienes de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos
disponer que el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no
exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en
modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe
imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté
conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se
destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.
Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que considerar muchas
322
razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su
lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo
permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un
gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo. «He aquí que el salario de los
obreros... que fue defraudado por vosotras, clama; y el clamor de ellos ha llegado a los oídos
del Dios de los ejércitos»(4).
Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los
intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios usurarios; tanto
más cuanto que no están suficientemente preparados contra la injusticia y el atropello, y, por
eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.
16. ¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la violencia y los
motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y guía, persigue una meta más
alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata de unir una clase con la otra por la
aproximación y la amistad. No podemos, indudablemente, comprender y estimar en su valor
las cosas caducas si no es fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la
cual se vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto; más aún,
todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable a toda investigación
humana. Pues lo que nos enseña de por sí la naturaleza, que sólo habremos de vivir la
verdadera vida cuando hayamos salido de este mundo, eso mismo es dogma cristiano y
fundamento de la razón y de todo el ser de la religión. Pues que Dios no creó al hombre para
estas cosas frágiles y perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como
lugar de exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas de
riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo
verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos.
Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las tribulaciones diversas
de que está tejida casi por completo la vida mortal, sino que hizo de ellas estímulo de virtudes
y materia de merecimientos, hasta el punto de que ningún mortal podrá alcanzar los premios
eternos si no sigue las huellas ensangrentadas de Cristo. Si «sufrimos, también reinaremos con
El»(5). Tomando El libremente sobre sí los trabajos y sufrimientos, mitigó notablemente la
rudeza de los trabajos y sufrimientos nuestros; y no sólo hizo más llevaderos los sufrimientos
con su ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza del eterno galardón: «Porque lo
que hay al presente de momentánea y leve tribulación nuestra, produce en nosotros una
cantidad de gloria eterna de inconmensurable sublimidad»(6).
17. Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la exención
del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más bien la obstaculizan (7); de
que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de Jesucristo(8) y de que pronto
o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del uso de las riquezas.
Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia, que, si bien
fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha enseñado también perfeccionada por completo y ha
hecho que no se quede en puro conocimiento, sino que informe de hecho las costumbres. El
323
fundamento de dicha doctrina consiste en distinguir entre la recta posesión del dinero y el
recto uso del mismo. Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es derecho
natural del hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es
lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es
necesario también para la vida humana» (9). Y si se pregunta cuál es necesario que sea el uso
de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: «En cuanto a esto, el hombre no
debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que
las comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: "Manda a los
ricos de este siglo... que den, que compartan con facilidad"» (10).
A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los
suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la
persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una manera inconveniente»(11). Pero cuando se ha
atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con
lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna»(12). No son éstos, sin embargo, deberes de
justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente,
no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la
ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar:
«Es mejor dar que recibir» (13), y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como
hecha o negada a Él en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más
pequeños, a mí me lo hicisteis»(14). Todo lo cual se resume en que todo el que ha recibido
abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para
perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia
divina, los emplee en beneficio de los demás. «Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide
mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer
para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que se afane
en compartir su uso y su utilidad con el prójimo»(15).
18. Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la
pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de
avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su trabajo. Y esto lo confirmó realmente
y de hecho Cristo, Señor nuestro, que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo
rico; y, siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo, aparecer y ser tenido por hijo
de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte de su vida en el trabajo manual. «¿No es acaso
éste el artesano, el hijo de María?»(16)
19. Contemplando lo divino de este ejemplo, se comprende más fácilmente que la
verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en la virtud; que la
virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y
pobres; y que el premio de la felicidad eterna no puede ser consecuencia de otra cosa que de
las virtudes y de los méritos, sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de
Dios parece más inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a los pobres,
invita amantísimamente a que se acerquen a Él, fuente de consolación, todos los que sufren y
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lloran, y abraza con particular claridad a los más bajos y vejados por la injuria. Conociendo
estas cosas, se baja fácilmente el ánimo hinchado de los ricos y se levanta el deprimido de los
afligidos; unos se pliegan a la benevolencia, otros a la modestia. De este modo, el pasional
alejamiento de la soberbia se hará más corto y se logrará sin dificultades que las voluntades de
una y otra clase, estrechadas amistosamente las manos, se unan también entre sí.
20. Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo, resultará poco la amistad
y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y comprenderán que todos los hombres han sido
creados por el mismo Dios, Padre común; que todos tienden al mismo fin, que es el mismo
Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; que,
además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la
dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto
entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos. De igual manera que los
bienes naturales, los dones de la gracia divina pertenecen en común y generalmente a todo el
linaje humano, y nadie, a no ser que se haga indigno, será desheredado de los bienes
celestiales: «Si hijos, pues, también herederos; herederos ciertamente de Dios y coherederos de
Cristo» (17).
Tales son los deberes y derechos que la filosofía cristiana profesa. ¿No parece que acabaría
por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?
21. Finalmente, la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para llegar a la
curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina, pues que está dedicada por
entero a instruir y enseñar a los hombres su doctrina, cuyos saludables raudales procura que se
extiendan, con la mayor amplitud posible, por la obra de los obispos y del clero. Trata, además
de influir sobre los espíritus y de doblegar las voluntades, a fin de que se dejen regir y
gobernar por la enseñanza de los preceptos divinos. Y en este aspecto, que es el principal y de
gran importancia, pues que en él se halla la suma y la causa total de todos los bienes, es la
Iglesia la única que tiene verdadero poder, ya que los instrumentos de que se sirve para mover
los ánimos le fueron dados por Jesucristo y tienen en sí eficacia infundida por Dios. Son
instrumentos de esta índole los únicos que pueden llegar eficazmente hasta las intimidades del
corazón y lograr que el hombre se muestre obediente al deber, que modere los impulsos del
alma ambiciosa, que ame a Dios y al prójimo con singular y suma caridad y destruya
animosamente cuanto obstaculice el sendero de la virtud.
Bastará en este orden con recordar brevemente los ejemplos de los antiguos. Recordamos
cosas y hechos que no ofrecen duda alguna: que la sociedad humana fue renovada desde sus
cimientos por las costumbres cristianas; que, en virtud de esta renovación, fue impulsado el
género humano a cosas mejores; más aún, fue sacado de la muerte a la vida y colmado de una
tan elevada perfección, que ni existió otra igual en tiempos anteriores ni podrá haberla mayor
en el futuro. Finalmente, que Jesucristo es el principio y el fin mismo de estos beneficios y
que, como de Él han procedido, a El tendrán todos que referirse. Recibida la luz del
Evangelio, habiendo conocido el orbe entero el gran misterio de la encarnación del Verbo y
de la redención de los hombres, la vida de Jesucristo, Dios y hombre, penetró todas las
325
naciones y las imbuyó a todas en su fe, en sus preceptos y en sus leyes. Por lo cual, si hay que
curar a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres
cristianas, ya que, cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay que hacerlas
volver a sus principios. Porque la perfección de toda sociedad está en buscar y conseguir
aquello para que fue instituida, de modo que sea causa de los movimientos y actos sociales la
misma causa que originó la sociedad. Por lo cual, apartarse de lo estatuido es corrupción,
tornar a ello es curación. Y con toda verdad, lo mismo que respecto de todo el cuerpo de la
sociedad humana, lo decimos de igual modo de esa clase de ciudadanos que se gana el
sustento con el trabajo, que son la inmensa mayoría.
22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos en
el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena. En relación
con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y
logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y
guiando a los hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente,
las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas externas, en cuanto que
aproximan a Dios, principio y fuente de todos los bienes; reprime esas dos plagas de la vida
que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son
el exceso de ambición y la sed de placeres(18); en fin, contentos con un atuendo y una mesa
frugal, suplen la renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas,
sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero, además, provee
directamente al bienestar de los proletarios, creando y fomentando lo que estima conducente
a remediar su indigencia, habiéndose distinguido tanto en esta clase de beneficios, que se ha
merecido las alabanzas de sus propios enemigos.
Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que frecuentemente los
más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y no... había ningún necesitado entre
ellos»(19). A los diáconos, orden precisamente instituido para esto, fue encomendado por los
apóstoles el cometido de llevar a cabo la misión de la beneficencia diaria; y Pablo Apóstol,
aunque sobrecargado por la solicitud de todas las Iglesias, no dudó, sin embargo, en acometer
penosos viajes para llevar en persona la colecta a los cristianos más pobres. A dichas colectas,
realizadas espontáneamente por los cristianos en cada reunión, la llama Tertuliano «depósitos
de piedad», porque se invertían «en alimentar y enterrar a los pobres, a los niños y niñas
carentes de bienes y de padres, entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos»(20). De
aquí fue poco a poco formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con religioso
cuidado, como herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a una muchedumbre de
indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna. Pues como madre común de ricos y
pobres, excitada la caridad por todas partes hasta un grado sumo, fundó congregaciones
religiosas y otras muchas instituciones benéficas, con cuyas atenciones apenas hubo género de
miseria que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente, son muchos los que, como en otro
tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la Iglesia esta tan eximia caridad, en cuyo
lugar se ha pretendido poner la beneficencia establecida por las leyes civiles. Pero no se
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encontrarán recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana, que se entrega toda
entera a sí misma para utilidad de los demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no
brotara del sacratísimo corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda errante lejos
de Cristo el que se separa de la Iglesia.
Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las ayudas que están
en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que todos aquellos a quienes interesa
la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por ello en la parte que les corresponda. Lo cual
tiene cierta semejanza con la providencia que gobierna al mundo, pues vemos que el éxito de
las cosas proviene de la coordinación de las causas de que dependen.
23. Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado.
Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la
recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por otro, las
enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos expuesto concretamente en la
encíclica sobre la constitución cristiana de las naciones. Así, pues, los que gobiernan deber
cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e
instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote
espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el
cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más
contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y
ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las
moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del
comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales,
cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los
ciudadanos. A través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás
órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del
mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el bien
común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes
de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el
bienestar de los obreros.
24. Pero también ha de tenerse presente, punto que atañe más profundamente a la
cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los
proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos, es decir, partes
verdaderas y vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir
que en toda nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo
atender a una parte de los ciudadanos y abandonar a la otra, se sigue que los desvelos públicos
han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase proletaria; y si tal
no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe
sabiamente Santo Tomás: «Así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así
lo que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte»(21). De ahí que entre los deberes, ni
pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los
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primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando Inviolablemente la
justicia llamada distributiva.
25. Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir
necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una parte no pequeña a los
individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo mismo ni en igual cantidad.
Cualesquiera que sean las vicisitudes en las distintas formas de gobierno, siempre existirá en el
estado de los ciudadanos aquella diferencia sin la cual no puede existir ni concebirse sociedad
alguna. Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno,
quienes legislen, quienes juzguen y, finalmente, quienes con su dictamen y autoridad
administren los asuntos civiles y militares. Aportaciones de tales hombres que nadie dejará de
ver que son principales y que ellos deben ser considerados como superiores en toda sociedad
por el hecho de que contribuyen al bien común más de cerca y con más altas razones. Los que
ejercen algún oficio, por el contrario, no aprovechan a la sociedad en el mismo grado y con las
mismas funciones que aquéllos, mas también ellos concurren al bien común de modo notable,
aunque menos directamente. Y, teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los
hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la virtud. De
todos modos, para la buena constitución de una nación es necesaria también la abundancia de
los bienes del cuerpo y externos, «cuyo uso es necesario para que se actualice el acto de
virtud»(22). Y para la obtención de estos bienes es sumamente eficaz y necesario el trabajo de
los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y destreza en el cultivo del campo, ya en los talleres
e industrias. Más aún: llega a tanto la eficacia y poder de los mismos en este orden de cosas,
que es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo
de los obreros. La equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus
cuidados al proletario para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa,
el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad. De donde se desprende que se
habrán de fomentar todas aquellas cosas que de cualquier modo resulten favorables para los
obreros. Cuidado que dista mucho de perjudicar a nadie, antes bien aprovechará a todos, ya
que interesa mucho al Estado que no vivan en la miseria aquellos de quienes provén unos
bienes tan necesarios.
26. No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el
Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible,
sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán
atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la
naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la
salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder; de los miembros, porque
la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes
se ha confiado, sino de los que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe
cristiana. Y, puesto que el poder proviene de Dios y es una cierta participación del poder
infinito, deberá aplicarse a la manera de la potestad divina, que vela con solicitud paternal no
menos de los individuos que de la totalidad de las cosas. Si, por tanto, se ha producido o
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amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda
subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público.
Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las cosas estén en paz y
en orden; e igualmente que la totalidad del orden doméstico se rija conforme a los mandatos
de Dios y a los preceptos de la naturaleza; que se respete y practique la religión; que florezca la
integridad de las costumbres privadas y públicas; que se mantenga inviolada la justicia y que
no atenten impunemente unos contra otros; que los ciudadanos crezcan robustos y aptos, si
fuera preciso, para ayudar y defender a la patria. Por consiguiente, si alguna vez ocurre que
algo amenaza entre el pueblo por tumultos de obreros o por huelgas; que se relajan entre los
proletarios los lazos naturales de la familia; que se quebranta entre ellos la religión por no
contar con la suficiente holgura para los deberes religiosos; si se plantea en los talleres el
peligro para la pureza de las costumbres por la promiscuidad o por otros incentivos de
pecado; si la clase patronal oprime a los obreros con cargas injustas o los veja imponiéndoles
condiciones ofensivas para la persona y dignidad humanas; si daña la salud con trabajo
excesivo, impropio del sexo o de la edad, en todos estos casos deberá intervenir de lleno,
dentro de ciertos límites, el vigor y la autoridad de las leyes. Límites determinados por la
misma causa que reclama el auxilio de la ley, o sea, que las leyes no deberán abarcar ni ir más
allá de lo que requieren el remedio de los males o la evitación del peligro.
27. Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que
cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las injurias.
Sólo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente por
los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de
la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía
principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá, por consiguiente, rodear de singulares
cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la muchedumbre desvalida.
28. Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor importancia.
El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes.
Y principalísimamente deberá mantenerse a la plebe dentro de los límites del deber, en medio
de un ya tal desenfreno de ambiciones; porque, si bien se concede la aspiración a mejorar, sin
que oponga reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco autoriza la propia razón del bien
común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad, caer sobre las
fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte de los obreros prefieren mejorar mediante el
trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se cuenta, sin embargo, no pocos, imbuidos de
perversas doctrinas y deseosos de revolución, que pretenden por todos los medíos concitar a
las turbas y lanzar a los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y,
frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de
las rapiñas de los legítimos dueños.
29. El trabajo demasiado largo o pesado y la opinión de que el salario es poco dan pie con
frecuencia a los obreros para entregarse a la huelga y al ocio voluntario. A este mal frecuente y
grave se ha de poner remedio públicamente, pues esta clase de huelga perjudica no sólo a los
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patronos y a los mismos obreros, sino también al comercio y a los intereses públicos; y como
no escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia ponen en peligro la tranquilidad
pública. En lo cual, lo más eficaz y saludable es anticiparse con la autoridad de las leyes e
impedir que pueda brotar el mal, removiendo a tiempo las causas de donde parezca que habría
de surgir el conflicto entre patronos y obreros.
30. De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con la protección
del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que la vida mortal, aunque buena y
deseable, no es, con todo, el fin último para que hemos sido creados, sino tan sólo el camino y
el instrumento para perfeccionar la vida del alma con el conocimiento de la verdad y el amor
del bien. El alma es la que lleva impresa la imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel
poder mediante el cual se mandó al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores y
sometiera a su beneficio a las tierras todas y los mares. «Llenad la tierra y sometedla, y
dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre
la tierra»(23). En esto son todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias
entre los ricos y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los
particulares, «pues uno mismo es el Señor todos»(24). A nadie le está permitido violar
impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni
ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los
cielos. Más aún, ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser tratado, en este orden,
de una manera inconveniente o someterse a una esclavitud de alma pues no se trata de
derechos de que el hombre tenga pleno dominio, sino de deberes para con Dios, y que deben
ser guardados puntualmente. De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras y
trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá entenderlo como el disfrute de
una más larga holganza inoperante, ni menos aún como una ociosidad, como muchos desean,
engendradora de vicios y fomentadora de derroches de dinero, sino justamente del descanso
consagrado por la religión. Unido con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos
y de los problemas de la vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales y a
rendir a la suprema divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente, el carácter y ésta
la causa del descanso de los días festivos, que Dios sancionó ya en el Viejo Testamento con
una ley especial: «Acuérdate de santificar el sábado» (25), enseñándolo, además, con el ejemplo
de aquel arcano descanso después de haber creado al hombre: «Descansó el séptimo día de
toda la obra que había realizado» (26).
31. Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo primero que se ha
de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los ambiciosos, que abusan de las
personas sin moderación, como si fueran cosas para su medro personal. O sea, que ni la
justicia ni la humanidad toleran la exigencia de un rendimiento tal, que el espíritu se embote
por el exceso de trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a la fatiga. Como todo en la
naturaleza del hombre, su eficiencia se halla circunscrita a determinados límites, más allá de
los cuales no se puede pasar. Cierto que se agudiza con el ejercicio y la práctica, pero siempre
a condición de que el trabajo se interrumpa de cuando en cuando y se dé lugar al descanso.
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Se ha de mirar por ello que la jornada diaria no se prolongue más horas de las que permitan
las fuerzas. Ahora bien: cuánto deba ser el intervalo dedicado al descanso, lo determinarán la
clase de trabajo, las circunstancias de tiempo y lugar y la condición misma de los operarios. La
dureza del trabajo de los que se ocupan en sacar piedras en las canteras o en minas de hierro,
cobre y otras cosas de esta índole, ha de ser compensada con la brevedad de la duración, pues
requiere mucho más esfuerzo que otros y es peligroso para la salud.
Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con frecuencia que un
trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible en otra o no puede realizarse sino
con grandes dificultades. Finalmente, lo que puede hacer y soportar un hombre adulto y
robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño. Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar
cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el
suficiente desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad precoz
agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia, con lo que la
constitución de la niñez vendría a destruirse por completo. Igualmente, hay oficios menos
aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen
sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los
hijos y a la prosperidad de la familia. Establézcase en general que se dé a los obreros todo el
reposo necesario para que recuperen las energías consumidas en el trabajo, puesto que el
descanso debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo contrato concluido entre
patronos y obreros debe contenerse siempre esta condición expresa o tácita: que se provea a
uno y otro tipo de descanso, pues no sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito
exigir ni prometer el abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios o para
consigo mismo.
32. Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido
rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es establecida la
cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso, pagado el salario convenido, parece
que el patrono ha cumplido por su parte y que nada más debe. Que procede injustamente el
patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el
trabajo que se estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada
más que para poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que atienda a la
realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta argumentación, pues no es
completa en todas sus partes; le falta algo de verdadera importancia.
Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias para los
usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación: «Te ganarás el pan con el
sudor de tu frente» (27). Luego el trabajo implica por naturaleza estas dos a modo de notas:
que sea personal, en cuanto la energía que opera es inherente a la persona y propia en
absoluto del que la ejerce y para cuya utilidad le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto
el fruto de su trabajo le es necesario al hombre para la defensa de su vida, defensa a que le
obliga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que plegarse por encima de todo. Pues bien:
si se mira el trabajo exclusivamente en su aspecto personal, es indudable que el obrero es libre
331
para pactar por toda retribución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por
tanto, contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas hay que pensar de
una manera muy distinta cuando, juntamente con el aspecto personal, se considera el
necesario, separable sólo conceptualmente del primero, pero no en la realidad. En efecto,
conservarse en la vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso incumplirla. De
aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y la
posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el sueldo ganado con su
trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y
concretamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia
natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario
no debe ser en manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por
tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta,
aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o el empresario,
esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual reclama la justicia. Sin embargo, en
estas y otras cuestiones semejantes, como el número de horas de la jornada laboral en cada
tipo de industria, así como las precauciones con que se haya de velar por la salud,
especialmente en los lugares de trabajo, para evitar injerencias de la magistratura, sobre todo
siendo tan diversas las circunstancias de cosas, tiempos y lugares, será mejor reservarlas al
criterio de las asociaciones de que hablaremos después, o se buscará otro medio que
salvaguarde, como es justo, los derechos de los obreros, interviniendo, si las circunstancias lo
pidieren, la autoridad pública.
33. Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a
su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que
parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir
constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión que tratamos no puede
tener una solución eficaz si no es dando por sentado y aceptado que el derecho de propiedad
debe considerarse inviolable. Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la
medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con
ello se obtendrían notables ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa
distribución de las riquezas.
La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las naciones en dos clases de
ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por
rica, que monopoliza la producción y el comercio, aprovechando en su propia comodidad y
beneficio toda la potencia productiva de las riquezas, y goza de no poca influencia en la
administración del Estado. En el otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y
dispuesta en todo momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemente a despertar el interés
de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco se iría
aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la
extremada indigencia. Habría, además, mayor abundancia de productos de la tierra. Los
hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden
332
incluso a amar más a la tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo el
sustento, sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay nadie
que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de
productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad. De todo lo cual se originará
otro tercer provecho, consistente en que los hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en
que han nacido y visto la primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la
patria les da la posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no podrán
obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza
de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la
ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente
moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una
manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón
de tributos.
34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto
es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y
acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros
mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los
obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente
propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes
y ancianos. Pero el lugar preferente lo ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en
sí todas las demás. Los gremios de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes
beneficios a nuestros antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los
obreros, sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos
monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las condiciones actuales de edad más
culta, con costumbres nuevas y con más exigencias de vida cotidiana. Es grato encontrarse
con que constantemente se están constituyendo asociaciones de este género, de obreros
solamente o mixtas de las dos clases; es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y,
aunque hemos hablado más de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí que
son muy convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre su
reglamentación y cometido.
35. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse
el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: «Es mejor que estén dos
que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del
que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!»(28). Y también esta otra: «El hermano,
ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada» (29). En virtud de esta propensión
natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de
otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos
sociedades. Entre éstas y la sociedad civil median grandes diferencias por causas diversas. El
fin establecido para la sociedad civil alcanza a todos, en cuanto que persigue el bien común,
del cual es justo que participen todos y cada uno según la proporción debida. Por esto, dicha
333
sociedad recibe el nombre de pública, pues que mediante ella se unen los hombres entre sí
para constituir un pueblo (o nación) (30). Las que se forman, por el contrario, diríamos en su
seno, se consideran y son sociedades privadas, ya que su finalidad inmediata es el bien privado
de sus miembros exclusivamente. «Es sociedad privada, en cambio, la que se constituye con
miras a algún negocio privado, como cuando dos o tres se asocian para comerciar unido» (31).
Ahora bien: aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como
otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está en poder del
Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho concedido al
hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho
natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades,
obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las sociedades privadas
nacen del mismo principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a
veces circunstancias en que es justo que las leyes se opongan a asociaciones de ese tipo; por
ejemplo, si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez,
con la justicia o abiertamente dañe a la salud pública. En tales casos, el poder del Estado
prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve cuando se han
formado; pero habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los derechos de los
ciudadanos o establezca, bajo apariencia de utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya
que las leyes han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con la
ley eterna de Dios (32).
36. Recordamos aquí las diversas corporaciones, congregaciones y órdenes religiosas
instituidas por la autoridad de la Iglesia y la piadosa voluntad de los fieles; la historia habla
muy alto de los grandes beneficios que reportaron siempre a la humanidad sociedades de esta
índole, al juicio de la sola razón, puesto que, instituidas con una finalidad honesta, es evidente
que se han constituido conforme a derecho natural y que en lo que tienen de religión están
sometidas exclusivamente a la potestad de la Iglesia. Por consiguiente, las autoridades civiles
no pueden arrogarse ningún derecho sobre ellas ni pueden en justicia alzarse con la
administración de las mismas; antes bien, el Estado tiene el deber de respetarlas, conservarlas
y, si se diera el caso, defenderlas de toda injuria. Lo cual, sin embargo, vemos que se hace muy
al contrario especialmente en los tiempos actuales: Son muchos los lugares en que los poderes
públicos han violado comunidades de esta índole, y con múltiples injurias, ya asfixiándolas
con el dogal de sus leyes civiles, ya despojándolas de su legítimo derecho de personas morales
o despojándolas de sus bienes. Bienes en que tenía su derecho la Iglesia, el suyo cada uno de
los miembros de tales comunidades, el suyo también quienes las habían consagrado a una
determinada finalidad y el suyo, finalmente, todos aquellos a cuya utilidad y consuelo habían
sido destinadas. Nos no podemos menos de quejarnos, por todo ello, de estos expolios
injustos y nocivos, tanto más cuanto que se prohíben las asociaciones de hombres católicos,
por demás pacíficos y beneficiosos para todos los órdenes sociales, precisamente cuando se
proclama la licitud ante la ley del derecho de asociación y se da, en cambio, esa facultad,
ciertamente sin limitaciones, a hombres que agitan propósitos destructores juntamente de la
334
religión y del Estado.
37. Efectivamente, el número de las más diversas asociaciones, principalmente de obreros,
es en la actualidad mucho mayor que en otros tiempos. No es lugar indicado éste para estudiar
el origen de muchas de ellas, qué pretenden, qué camino siguen. Existe, no obstante, la
opinión, confirmada por múltiples observaciones, de que en la mayor parte de los casos están
dirigidas por jefes ocultos, los cuales imponen una disciplina no conforme con el nombre
cristiano ni con la salud pública; acaparada la totalidad de las fuentes de producción, proceden
de tal modo, que yacen pagar con la miseria a cuantos rehúsan asociarse con ellos. En este
estado de cosas, los obreros cristianos se ven ante la alternativa o de inscribirse en
asociaciones de las que cabe temer peligros para la religión, o constituir entre sí sus propias
sociedades, aunando de este modo sus energías para liberarse valientemente de esa injusta e
insoportable opresión. ¿Qué duda cabe de que cuantos no quieran exponer a un peligro cierto
el supremo bien del hombre habrán de optar sin vacilaciones por esta segunda postura?
38. Son dignos de encomio, ciertamente, muchos de los nuestros que, examinando
concienzudamente lo que piden los tiempos, experimentan y ensayan los medios de mejorar a
los obreros con oficios honestos. Tomado a pechos el patrocinio de los mismos, se afanan en
aumentar su prosperidad tanto familiar como individual; de moderar igualmente, con la
justicia, las relaciones entre obreros y patronos; de formar y robustecer en unos y otros la
conciencia del deber y la observancia de los preceptos evangélicos, que, apartando al hombre
de todo exceso, impiden que se rompan los límites de la moderación y defienden la armonía
entre personas y cosas de tan distinta condición. Vemos por esta razón que con frecuencia se
congregan en un mismo lugar hombres egregios para comunicarse sus inquietudes, para
coadunar sus fuerzas y para llevar a la realidad lo que se estime más conveniente. Otros se
dedican a encuadrar en eficaces organizaciones a los obreros, ayudándolos de palabra y de
hecho y procurando que no les falte un trabajo honesto y productivo. Suman su entusiasmo y
prodigan su protección los obispos, y, bajo su autoridad y dependencia, otros muchos de
ambos cleros cuidan celosamente del cultivo del espíritu en los asociados. Finalmente, no
faltan católicos de copiosas fortunas que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se
esfuerzan en fundar y propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y
con ayuda de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes presentes,
sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro. Cuánto haya contribuido
tan múltiple y entusiasta diligencia al bien común, es demasiado conocido para que sea
necesario repetirlo. De aquí que Nos podamos alentar sanas esperanzas para el futuro,
siempre que estas asociaciones se incrementen de continuo y se organicen con prudente
moderación. Proteja el Estado estas asociaciones de ciudadanos, unidos con pleno derecho;
pero no se inmiscuya en su constitución interna ni en su régimen de vida; el movimiento vital
es producido por un principio interno, y fácilmente se destruye con la injerencia del exterior.
39. Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el
acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre
derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente
335
aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han
propuesto. Nos estimamos que no puede determinarse con reglas concretas y definidas cuál
haya de ser en cada lugar la organización y leyes de las sociedades a que aludimos, puesto que
han de establecerse conforme a la índole de cada pueblo, a la experiencia y a las costumbres, a
la clase y efectividad de los trabajos, al desarrollo del comercio y a otras circunstancias de
cosas y de tiempos, que se han de sopesar con toda prudencia. En principio, se ha de
establecer como ley general y perpetua que las asociaciones de obreros se han de constituir y
gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin
que se proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida de lo
posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Pero es evidente que se
ha de tender, como fin principal, a la perfección de la piedad y de las costumbres, y asimismo
que a este fin habrá de encaminarse toda la disciplina social. De lo contrario, degeneraría y no
aventajarían mucho a ese tipo de asociaciones en que no suele contar para nada ninguna razón
religiosa. Por lo demás, ¿de qué le serviría al obrero haber conseguido, a través de la
asociación, abundancia de cosas, si peligra la salvación de su alma por falta del alimento
adecuado? «¿Qué aprovecha al hombre conquistar el mundo entero si pierde su alma?»(33).
Cristo nuestro Señor enseña que la nota característica por la cual se distinga a un cristiano de
un gentil debe ser ésa precisamente: «Eso lo buscan todas las gentes... Vosotros buscad
primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (34).
Aceptados, pues, los principios divinos, désele un gran valor a la instrucción religiosa, de
modo que cada uno conozca sus obligaciones para con Dios; que sepa lo que ha de creer, lo
que ha esperar y lo que ha de hacer para su salvación eterna; y se ha de cuidar celosamente de
fortalecerlos contra los errores de ciertas opiniones y contra las diversas corruptelas del vicio.
Ínstese, incítese a los obreros al culto de Dios y a la afición a la piedad; sobre todo a velar por
el cumplimiento de la obligación de los días festivos. Que aprendan a amar y reverenciar a la
Iglesia, madre común de todos, e igualmente a cumplir sus preceptos y frecuentar los
sacramentos, que son los instrumentos divinos de purificación y santificación.
40. Puesto el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino queda expedito para
establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para llegar a sociedades pacíficas y a un
floreciente bienestar. Los cargos en las asociaciones se otorgarán en conformidad con los
intereses comunes, de tal modo que la disparidad de criterios no reste unanimidad a las
resoluciones. Interesa mucho para este fin distribuir las cargas con prudencia y determinarlas
con claridad para no quebrantar derechos de nadie. Lo común debe administrarse con toda
integridad, de modo que la cuantía del socorro esté determinada por la necesidad de cada uno;
que los derechos y deberes de los patronos se conjuguen armónicamente con los derechos y
deberes de los obreros. Si alguna de las clases estima que se perjudica en algo su derecho, nada
es más de desear como que se designe a varones prudentes e íntegros de la misma
corporación, mediante cuyo arbitrio las mismas leyes sociales manden que se resuelva la lid.
También se ha de proveer diligentemente que en ningún momento falte al obrero abundancia
de trabajo y que se establezca una aportación con que poder subvenir a las necesidades de
336
cada uno, tanto en los casos de accidentes fortuitos de la industria cuanto en la enfermedad,
en la vejez y en cualquier infortunio. Con estos principios, con tal de que se los acepte de
buena voluntad, se habrá provisto bastante para el bienestar y la tutela de los débiles, y las
asociaciones católicas serán consideradas de no pequeña importancia para la prosperidad de
las naciones.
Por los eventos pasados prevemos sin temeridad los futuros. Las edades se suceden unas a
otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se rigen por la providencia de
Dios, que gobierna y encauza la continuidad y sucesión de las cosas a la finalidad que se
propuso al crear el humano linaje. Sabemos que se consideraba ominoso para los cristianos de
la Iglesia naciente el que la mayor parte viviera de limosnas o del trabajo. Pero, desprovistos
de riquezas y de poder, lograron, no obstante, ganarse plenamente la simpatía de los ricos y se
atrajeron el valimiento de los poderosos. Podía vérseles diligentes, laboriosos, pacíficos, firmes
en el ejemplo de la caridad. Ante un espectáculo tal de vida y costumbres, se desvaneció todo
prejuicio, se calló la maledicencia de los malvados y las ficciones de la antigua idolatría
cedieron poco a poco ante la doctrina cristiana.
Actualmente se discute sobre la situación de los obreros; interesa sobremanera al Estado
que la polémica se resuelva conforme a la razón o no. Pero se resolverá fácilmente conforme
a la razón por los obreros cristianos si, asociados y bajo la dirección de jefes prudentes,
emprenden el mismo camino que siguieron nuestros padres y mayores, con singular beneficio
suyo y público. Pues, aun siendo grande en el hombre el influjo de los prejuicios y de las
pasiones, a no ser que la mala voluntad haya embotado el sentido de lo honesto, la
benevolencia de los ciudadanos se mostrará indudablemente más inclinada hacia los que vean
más trabajadores y modestos, los cuales consta que anteponen la justicia al lucro y el
cumplimiento del deber a toda otra razón. De lo que se seguirá, además, otra ventaja: que se
dará una esperanza y una oportunidad de enmienda no pequeña a aquellos obreros que viven
en el más completo abandono de la fe cristiana o siguiendo unas costumbres ajenas a la
profesión de la misma. Estos, indudablemente, se dan cuenta con frecuencia de que han sido
engañados por una falsa esperanza o por la fingida apariencia de las cosas. Pues ven que han
sido tratados inhumanamente por patronos ambiciosos y que apenas se los ha considerado en
más que el beneficio que reportaban con su trabajo, e igualmente de que en las sociedades a
que se habían adscrito, en vez de caridad y de amor, lo que había eran discordias internas,
compañeras inseparables de la pobreza petulante e incrédula. Decaído el ánimo, extenuado el
cuerpo, muchos querrían verse libres de una tan vil esclavitud, pero no se atreven o por
vergüenza o por miedo a la miseria. Ahora bien: a todos estos podrían beneficiar de una
manera admirable las asociaciones católicas si atrajeran a su seno a los que fluctúan, allanando
las dificultades; si acogieran bajo su protección a los que vuelven a la fe.
41. Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de laborar en esta
cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde, y con presteza suma,
no sea que un mal de tanta magnitud se haga incurable por la demora del remedio. Apliquen la
providencia de las leyes y de las instituciones los que gobiernan las naciones; recuerden sus
337
deberes los ricos y patronos; esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se
trata; y, como dijimos al principio, puesto que la religión es la única que puede curar
radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las costumbres cristianas, sin
las cuales aún las mismas medidas de prudencia que se estiman adecuadas servirían muy poco
en orden a la solución.
Por lo que respecta a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su esfuerzo,
prestando una ayuda tanto mayor cuanto mayor sea la libertad con que cuente en su acción; y
tomen nota especialmente de esto los que tienen a su cargo velar por la salud pública.
Canalicen hacia esto todas las fuerzas del espíritu y su competencia los ministros sagrados y,
precedidos por vosotros, venerables hermanos, con vuestra autoridad y vuestro ejemplo, no
cesen de inculcar en todos los hombres de cualquier clase social las máximas de vida tomadas
del Evangelio; que luchen con todas las fuerzas a su alcance por la salvación de los pueblos y
que, sobre todo, se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los además, desde los más
altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Ya que la ansiada
solución se ha de esperar principalmente de una gran efusión de la caridad, de la caridad
cristiana entendemos, que compendia en sí toda la ley del Evangelio, y que, dispuesta en todo
momento a entregarse por el bien de los además, es el antídoto más seguro contra la
insolvencia y el egoísmo del mundo, y cuyos rasgos y grados divinos expresó el apóstol San
Pablo en estas palabras: «La caridad es paciente, es benigna, no se aferra a lo que es suyo; lo
sufre todo, lo soporta todo»(35).
42. En prenda de los dones divinos y en testimonio de nuestra benevolencia, a cada uno de
vosotros, venerables hermanos, y a vuestro clero y pueblo, amantísimamente en el Señor os
impartimos la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a san Pedro, el 15 de mayo de 1891, año decimocuarto de nuestro
pontificado.
NOTAS
1. Dt 5,21.
2. Gén 1,28.
3. Santo Tomás, II-II q.10 a.12.
4. Sant. 5,4.
5. 2 Tim. 2,12.
6. 2 Cor. 2,12.
7. Mt 19, 23-24.
8. Lc 6, 24-25.
9. II-II q.66 a.2.
338
10. II-II q.65 a.2.
11. II-II q.32 a.6.
12. Lc 11,41.
13. Hech 20,35.
14. Mt 25,40.
15. San Gregorio Magno, Sobre el Evangelio hom.9 n.7.
16. 2 Cor 8,9.
17. Rom 8,17.
18. Radix omnium malorum est cupiditas (1 Tim 6,10).
19. Hech 4,34.
20. Apol. 2,39.
21. II-II q.61 a.l ad 2.
22.Santo Tomás, De regimine principum 1 c.15.
23. Gén 1,28.
24. Rom 10,12.
25. Ex 20,8.
26. Gén 2,2.
27. Gén 3,19.
28. Ecl 4,9-12.
29. Prov 18,19.
30. Santo Tomás, Contra los que impugnan el culto de Dios y la religión c.l l.
31. Ibíd.
32. «La ley humana en tanto tiene razón de ley en cuanto está conforme con la recta razón
y, según esto, es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Pero en cuanto se aparta de la razón,
se llama ley inicua, y entonces no tiene razón de ley, sino más bien de una violencia» (Santo
Tomás, I-II q.13 a.3).
33. Mt 16,26.
34. Ibíd., 6,32-33.
35. 1 Cor 13,4-7.
339
JOHN HENRY NEWMAN
CARTA AL DUQUE DE
NORFOLK
340
INTRODUCCIÓN
John Henry Newman (1801-1890) es quizá uno de los pensadores religiosos más lúcidos en
la historia del pensamiento. Nacido en la ciudad de Londres, fue admitido en Trinity College
de Oxford a los quince años y fue ordenado como sacerdote anglicano en 1825.
Posteriormente, tras varios viajes y años de estudio, se convirtió al catolicismo. Esta
conversión se debió, en gran medida, a sus estudios históricos.
En sus años como sacerdote anglicano, mostró una gran oposición al catolicismo, mientras
estudiaba la relación entre la iglesia anglicana y la romana. Finalmente, publicó en un periódico
local una retractación formal de todas sus discusiones en contra del catolicismo.
Tras su conversión, fue ordenado sacerdote católico y ofició su primera misa en 1847. En
1854 inauguró la Universidad Católica de Irlanda, en la que fungió como rector durante cuatro
años. En 1875 apareció la Carta al duque de Norfolk. Se trata de una de las apologías más
luminosas del cristianismo, contra las ofensas políticas en contra de los católicos. La Carta es
una de las defensas y exposiciones más lúcidas del cristianismo.
Después de santo Tomás y san Agustín, Newman es el autor más citado en documentos
eclesiásticos. Sus obras no buscan únicamente establecer los fundamentos para la fe, sino dar
razón de ella en forma integral. No se trata de obras puramente teológicas. Por el contrario,
Newman busca articular todos los aspectos de la vida humana.
341
O HIS GRACE THE DUKE OF NORFOLK HEREDITARY EARL
MARSHAL OF ENGLAND
MY DEAR DUKE OF NORFOLK,
WHEN I yielded to the earnest wish which you, together with many others, urged upon me,
that I should reply to Mr. Gladstone's recent expostulation, a friend suggested that I ought to
ask your Grace's permission to address my remarks to you. Not that for a moment he or I
thought of implicating you, in any sense or measure, in a responsibility which is solely and
entirely my own; but on a very serious occasion, when such heavy charges had been made
against the Catholics of England by so powerful and so earnest an adversary, it seemed my
duty, in meeting his challenge, to gain the support, if I could, of a name, which is the special
representative and the fitting sample of a laity, as zealous for the Catholic Religion as it is
patriotic.
You consented with something of the reluctance which I had felt myself when called upon
to write; for it was {176} hard to be summoned at any age, early or late, from a peaceful course
of life and the duties of one's station, to a scene of war. Still, you consented; and for myself, it
is the compensation for a very unpleasant task, that I, who belong to a generation that is fast
flitting away, am thus enabled, in what is likely to be my last publication, to associate myself
with one, on many accounts so dear to me,—so full of young promise—whose career is before
him.
I deeply grieve that Mr. Gladstone has felt it his duty to speak with such extraordinary
severity of our Religion and of ourselves. I consider he has committed himself to a
representation of ecclesiastical documents which will not hold, and to a view of our position in
the country which we have neither deserved nor can be patient under. None but the Schola
Theologorum is competent to determine the force of Papal and Synodal utterances, and the exact
interpretation of them is a work of time. But so much may be safely said of the decrees which
have lately been promulgated, and of the faithful who have received them, that Mr.
Gladstone's account, both of them and of us, is neither trustworthy nor charitable.
Yet not a little may be said in explanation of a step, which so many of his admirers and
well-wishers deplore. I own to a deep feeling, that Catholics may in good measure thank
themselves, and no one else, for having alienated from them so religious a mind. There are
those among us, as it must be confessed, who for years past have conducted themselves as if
no responsibility attached to wild words and overbearing deeds; who have {177} stated truths
in the most paradoxical form, and stretched principles till they were close upon snapping; and
who at length, having done their best to set the house on fire, leave to others the task of
putting out the flame. The English people are sufficiently sensitive of the claims of the Pope,
342
without having them, as if in defiance, flourished in their faces. Those claims most certainly I
am not going to deny; I have never denied them. I have no intention, now that I have to write
upon them, to conceal any part of them. And I uphold them as heartily as I recognise my duty
of loyalty to the constitution, the laws and the government of England. I see no inconsistency
in my being at once a good Catholic and a good Englishman. Yet it is one thing to be able to
satisfy myself as to my consistency, quite another to satisfy others; and, undisturbed as I am in
my own conscience, I have great difficulties in the task before me. I have one difficulty to
overcome in the present excitement of the public mind against our Religion, caused partly by
the chronic extravagances of knots of Catholics here and there, partly by the vehement
rhetoric which is the occasion and subject of this Letter. A worse difficulty lies in getting
people, as they are commonly found, to put off the modes of speech and language which are
usual with them, and to enter into scientific distinctions and traditionary rules of interpretation,
which as being new to them, appear evasive and unnatural. And a third difficulty, as I may call
it, is this—that in so very wide a subject, opening as great a variety of questions, and of
opinions upon them, while it will be simply necessary to take the objections made against us
and our faith, one by {178} one, readers may think me trifling with their patience, because they
do not find those points first dealt with, on which they lay most stress themselves.
But I have said enough by way of preface; and without more delay turn to Mr. Gladstone's
pamphlet.
1. INTRODUCTORY REMARKS
{179} THE main question which Mr. Gladstone has started I consider to be this:—Can
Catholics be trustworthy subjects of the State? has not a foreign Power a hold over their
consciences such, that it may at any time be used to the serious perplexity and injury of the
civil government under which they live? Not that Mr. Gladstone confines himself to these
questions, for he goes out of his way, I am sorry to say, to taunt us with our loss of mental and
moral freedom, a vituperation which is not necessary for his purpose at all. He informs us too
that we have "repudiated ancient history," and are rejecting modern "thought," and that our
Church has been "refurbishing her rusty tools," and has been lately aggravating, and is likely
still more to aggravate, our state of bondage. I think it unworthy of Mr. Gladstone's high
character thus to have inveighed against us; what intellectual manliness is left to us according
to him? yet his circle of acquaintance is too wide, and his knowledge of his countrymen on the
other hand too accurate, for him not to know that he is bringing a great amount of odium and
bad feeling upon excellent men, whose only offence is their religion. The more {180} intense
is the prejudice with which we are regarded by whole classes of men, the less is there of
generosity in his pouring upon us superfluous reproaches. The graver the charge which is the
direct occasion of his writing against us, the more careful should he be not to prejudice judge
and jury to our disadvantage. No rhetoric is needed in England against an unfortunate Catholic
343
at any time; but so little is Mr. Gladstone conscious of his treatment of us, that in one place of
his Pamphlet, strange as it may seem, he makes it his boast that he has been careful to "do
nothing towards importing passion into what is matter of pure argument," pp. 15, 16. I venture
to think he will one day be sorry for what he has said.
However, we must take things as we find them; and what I propose to do is this—to put
aside, unless it comes directly in my way, his accusation against us of repudiating ancient
history, rejecting modern thought, and renouncing our mental freedom, and to confine myself
for the most part to what he principally insists upon, that Catholics, if they act consistently
with their principles, cannot be loyal subjects;—I shall not, however, omit notice of his attack
upon our moral uprightness.
The occasion and the grounds of Mr. Gladstone's impeachment of us, if I understand him,
are as follows:—He was alarmed, as a statesman, ten years ago by the Pope's Encyclical of
December 8, and by the Syllabus of Erroneous Propositions which, by the Pope's authority,
accompanied its transmission to the bishops. Then came {181} the Definitions of the Vatican
Council in 1870, upon the universal jurisdiction and doctrinal infallibility of the Pope. And
lastly, as the event which turned alarm into indignation, and into the duty of public
remonstrance, "the Roman Catholic Prelacy of Ireland thought fit to procure the rejection of"
the Irish University Bill of February, 1873, "by the direct influence which they exercised over a
certain number of Irish Members of Parliament," &c. p. 60. This step on the part of the
bishops showed, if I understand him, the new and mischievous force which had been acquired
at Rome by the late acts there, or at least left him at liberty, by causing his loss of power, to
denounce it. "From that time forward the situation was changed," and an opening was made
for a "broad political discussion" on the subject of the Catholic religion and its professors, and
"a debt to the country had to be disposed of." That debt, if I am right, will be paid, if he can
ascertain, on behalf of the country, that there is nothing in the Catholic Religion to hinder its
professors from being as loyal as other subjects of the State, and that the See of Rome cannot
interfere with their civil duties so as to give the civil power trouble or alarm. The main ground
on which he relies for the necessity of some such inquiry is, first, the text of the authoritative
documents of 1864 and 1870; next, and still more, the animus which they breathe, and the
sustained aggressive spirit which they disclose; and thirdly, the daring deed of aggression in
1873, when the Pope, acting (as it is alleged) upon the Irish Members of Parliament, succeeded
in ousting from their seats a ministry who, besides past benefits, were at that very {182} time
doing for Irish Catholics, and therefore ousted for doing, a special service.
Now, it would be preposterous and officious in me to put myself forward as champion for
the Venerable Prelacy of Ireland, or to take upon myself the part of advocate and
representative of the Holy See. "Non tali auxilio;" in neither character could I come forward
without great presumption; not the least for this reason, because I cannot know the exact
points which are really the gist of the affront, which Mr. Gladstone conceives he has sustained,
whether from the one quarter or from the other; yet in a question so nearly interesting myself
as that February bill, which he brought into the House, in great sincerity and kindness, for the
344
benefit of the Catholic University in Ireland, I may be allowed to say thus much—that I, who
now have no official relation to the Irish Bishops, and am not in any sense in the counsels of
Rome, felt at once, when I first saw the outline of that bill, the greatest astonishment on
reading one of its provisions, and a dread which painfully affected me, lest Mr. Gladstone
perhaps was acting on an understanding with the Catholic Prelacy. I did not see how in honour
they could accept it. It was possible, did the question come over again, to decide in favour of
the Queen's Colleges, and to leave the project of a Catholic University alone. The Holy See
might so have decided in 1847. But at or about that date, three rescripts had come from Rome
in favour of a distinctively Catholic Institution; a National Council had decided in its favour;
large offers of the Government had been rejected; great commotions had been caused in the
political world; munificent contributions {183} had been made;—all on the sole principle that
Catholic teaching was to be upheld in the country inviolate. If, then, for the sake of a money
grant, or other secular advantage, this ground of principle was deserted, and Catholic youths
after all were allowed to attend the lectures of men of no religion, or of the Protestant, the
contest of thirty years would have been stultified, and the Pope and the Bishops would seem to
have been playing a game, while putting forward the plea of conscience and religious duty. I
hoped that the clause in the Bill, which gave me such uneasiness, could have been omitted
from it; but, anyhow, it was an extreme relief to me when the papers announced that the
Bishops had expressed their formal dissatisfaction with it.
They determined to decline a gift laden with such a condition, and who can blame them for
so doing? who can be surprised that they should now do what they did in 1847? what new
move in politics was it, if they so determined? what was there in it of a factious character? Is
the Catholic Irish interest the only one which is not to be represented in the House of
Commons? Why is not that interest as much a matter of right as any other? I fear to expose my
own ignorance of Parliamentary rules and proceedings, but I had supposed that the railway
interest, and what is called the publican interest, were very powerful there: in Scotland, too, I
believe, a government has a formidable party to deal with; and, to revert to Ireland, there are
the Home-rulers, who have objects in view quite distinct from, or contrary to, those of the
Catholic hierarchy. As to the Pope, looking at the surface of things, there is nothing to suggest
that he {184} interfered, there was no necessity of interference, on so plain a point; and, when
an act can be sufficiently accounted for without introducing an hypothetical cause, it is bad
logic to introduce it. Speaking according to my lights, I altogether disbelieve the interposition
of Rome in the matter. In the proceedings which they adopted, the Bishops were only using
civil rights, common to all, which others also used and in their own way. Why might it not be
their duty to promote the interests of their religion by means of their political opportunities? Is
there no Exeter Hall interest? I thought it was a received theory of our Reformed Constitution
that Members of Parliament were representatives, and in some sort delegates of their
constituents, and that the strength of each interest was shown, and the course of the nation
determined, by the divisions in the House of Commons. I recollect the Times intimating its
regret, after one general election, that there was no English Catholic in the new House, on the
345
ground that every class and party should be represented there. Surely the Catholic religion has
not a small party in Ireland; why then should it not have a corresponding number of exponents
and defenders at Westminster? So clear does this seem to me, that I think there must be some
defect in my knowledge of facts to explain Mr. Gladstone's surprise and displeasure at the
conduct of the Irish Prelacy in 1873; yet I suspect none; and, if there be none, then his
unreasonableness in this instance of Ireland makes it not unlikely that he is unreasonable also
in his judgment of the Encyclical, Syllabus, and Vatican Decrees. {185}
However, the Bishops, I believe, not only opposed Mr. Gladstone's bill, but, instead of it,
they asked for some money grant towards the expenses of their University. If so, their obvious
argument was this—that Catholics formed the great majority of the population of Ireland, and
it was not fair that the Protestant minority should have all that was bestowed in endowment or
otherwise upon education. To this the reply, I suppose, would be, that it was not
Protestantism, but liberal education that had the money, and that, if the Bishops chose to give
up their own principles and act as Liberals, they might have the benefit of it too. I am not
concerned here with these arguments, but I wish to notice the position which the Bishops
would occupy in urging such a request:—I must not say that they were Irishmen first and
Catholics afterwards, but I do say that in such a demand they spoke not simply as Catholic
Bishops, but as the Bishops of a Catholic nation. They did not speak from any promptings of
the Encyclical, Syllabus, or Vatican Decrees. They claimed as Irishmen a share in the
endowments of the country; and has not Ireland surely a right to speak in such a matter, and
might not her Bishops fairly represent her? It seems to me a great mistake to think that
everything that is done by the Irish Bishops and clergy is done on an ecclesiastical motive; why
not on a national? but if so, such acts have nothing to do with Rome. I know well what simple
firm faith the great body of the Irish people have, and how they put the Catholic Religion
before anything else in the world. It is their comfort, their joy, their treasure, their boast, their
compensation for a hundred {186} worldly disadvantages; but who can deny that in politics
their conduct at times—nay, more than at times—has had a flavour rather of their nation than
of their Church? Only in the last general election this was said, when they were so earnest for
Home Rule. Why, then, must Mr. Gladstone come down upon the Catholic Religion, because
the Irish love dearly the Green Island, and its interests? Ireland is not the only country in
which politics, or patriotism, or party, has been so closely associated with religion in the nation
or a class, that it is difficult to say which of the various motive principles was uppermost. "The
Puritan," says Macaulay, "prostrated himself in the dust before his Maker, but he set his foot
on the neck of his king:" I am not accusing such a man of hypocrisy on account of this; having
great wrongs, as he considered, both in religious and temporal matters, and the authors of
these distinct wrongs being the same persons, he did not nicely discriminate between the acts
which he did as a patriot and the acts which he did as a Puritan. And so as regards Irishmen,
they do not, cannot, distinguish between their love of Ireland and their love of religion; their
patriotism is religious, and their religion is strongly tinctured with patriotism; and it is hard to
recognize the abstract and Ideal Ultramontane, pure and simple, in the concrete exhibition of
346
him in flesh and blood as found in the polling-booth or in his chapel. I do not see how the
Pope can be made answerable for him in any of his political acts during the last fifty years.
This leads me to a subject, of which Mr. Gladstone makes a good deal in his pamphlet. I
will say of a {187} great man, whom he quotes, and for whose memory I have a great respect,
I mean Bishop Doyle, that there was just a little tinge of patriotism in the way in which, on one
occasion, he speaks of the Pope. I dare say any of us would have done the same, in the heat of
a great struggle for national liberty, for he said nothing but what was true and honest; I only
mean that the energetic language which he used was not exactly such as would have suited the
atmosphere of Rome. He says to Lord Liverpool, "We are taunted with the proceedings of
Popes. What, my Lord, have we Catholics to do with the proceedings of Popes, or why should
we be made accountable for them?" p. 27. Now, with some proceedings of Popes, we
Catholics have very much to do indeed; but, if the context of his words is consulted, I make no
doubt it would be found that he was referring to certain proceedings of certain Popes, when he
said that Catholics had no part of their responsibility. Assuredly there are certain acts of Popes
in which no one would like to have part. Then, again, his words require some pious
interpretation when he says that "the allegiance due to the king and the allegiance due to the
Pope, are as distinct and as divided in their nature as any two things can possibly be," p. 30.
Yes, in their nature, in the abstract, but not in the particular case; for a heathen State might bid
me throw incense upon the altar of Jupiter, and the Pope would bid me not to do so. I venture
to make the same remark on the Address of the Irish Bishops to their clergy and laity in 1826,
quoted at p. 31, and on the Declaration of the Vicars Apostolic in England, ibid. {188}
But I must not be supposed for an instant to mean, in what I have said, that the venerable
men, to whom I have referred, were aware of any ambiguity either in such statements as the
above, or in others which were denials of the Pope's infallibility. Indeed, one of them at an
earlier date, 1793, Dr. Troy, Archbishop of Dublin, had introduced into one of his Pastorals
the subject which Mr. Gladstone considers they so summarily disposed of. The Archbishop
says, "Many Catholics contend that the Pope, when teaching the universal Church, as their
supreme visible head and pastor, as successor to St. Peter, and heir to the promises of special
assistance made to him by Jesus Christ, is infallible; and that his decrees and decisions in that
capacity are to be respected as rules of faith, when they are dogmatical or confined to doctrinal
points of faith and morals. Others deny this, and require the expressed or tacit acquiescence of
the Church, assembled or dispersed, to stamp infallibility on his dogmatical decrees. Until the
Church shall decide upon this question of the Schools, either opinion may be adopted by
individual Catholics, without any breach of Catholic communion or peace. The Catholics of
Ireland have lately declared, that it is not an article of the Catholic faith; nor are they thereby
required to believe or profess that the Pope is infallible, without adopting or abjuring either of
the recited opinions which are open to discussion, while the Church continues silent about
them." The Archbishop thus addressed his flock, at the time when he was informing them that
the Pope had altered the oath which was taken by the Catholic Bishops. {189}
347
As to the language of the Bishops in 1826, we must recollect that at that time the clergy,
both of Ireland and England, were educated in Gallican opinions. They took those opinions
for granted, and they thought, if they went so far as to ask themselves the question, that the
definition of Papal Infallibility was simply impossible. Even among those at the Vatican
Council, who themselves personally believed in it, I believe there were Bishops who, until the
actual definition had been passed, thought that such a definition could not be made. Perhaps
they would argue that, though the historical evidence was sufficient for their own personal
conviction, it was not sufficiently clear of difficulties to be made the ground of a Catholic
dogma. Much more would this be the feeling of the Bishops in 1826. "How," they would ask,
"can it ever come to pass that a majority of our order should find it their duty to relinquish
their prime prerogative, and to make the Church take the shape of a pure monarchy?" They
would think its definition as much out of the question, as the prospect that, in twenty-five
years after their time, there would be a hierarchy of thirteen Bishops in England, with a
cardinal for Archbishop.
But, all this while, such modes of thinking were foreign altogether to the minds of
the entourage of the Holy See. Mr. Gladstone himself says, and the Duke of Wellington and Sir
Robert Peel must have known it as well as he, "The Popes have kept up, with comparatively
little intermission, for well-nigh a thousand years, their claim to dogmatic infallibility," p. 28.
Then, if the Pope's claim to infallibility was so patent a fact, {190} could they ever suppose
that he could be brought to admit that it was hopeless to turn that claim into a dogma? In
truth, Wellington and Peel were very little interested in that question; as was said in a Petition
or Declaration, signed among others by Dr. Troy, it was "immaterial in a political light;" but,
even if they thought it material, or if there were other questions they wanted to ask, why go to
Bishop Doyle? If they wanted to obtain some real information about the probabilities of the
future, why did they not go to headquarters? Why did they potter about the halls of
Universities in this matter of Papal exorbitances, or rely upon the pamphlets or examinations
of Bishops whom they never asked for their credentials? Why not go at once to Rome?
The reason is plain: it was a most notable instance, with a grave consequence, of what is a
fixed tradition with us the English people, and a great embarrassment to every administration
in its dealings with Catholics. I recollect, years ago, Dr. Griffiths, Vicar Apostolic of the
London District, giving me an account of an interview he had with the late Lord Derby, then I
suppose Colonial Secretary. I understood him to say that Lord Derby was in perplexity at the
time, on some West India matter, in which Catholics were concerned, because he could not
find their responsible representative. He wanted Dr. Griffiths to undertake the office, and
expressed something of disappointment when the Bishop felt obliged to decline it. A chronic
malady has from time to time its paroxysms, and the history on which I am now engaged is a
serious instance of it. I think {191} it is impossible that the British government could have
entered into formal negotiations with the Pope, without its transpiring in the course of them,
and its becoming perfectly clear, that Rome could never be a party to such a pledge as England
wanted, and that no pledge from Catholics was of any value to which Rome was not a party.
348
But no; they persisted in an enterprise which was hopeless in its first principle, for they
thought to break the indissoluble tie which bound together the head and the members,—and
doubtless Rome felt the insult, though she might think it prudent not to notice it. France was
not the keystone of the ecumenical power, though her Church was so great and so famous; nor
could the hierarchy of Ireland, in spite of its fidelity to the Catholic faith, give any pledge of
the future to the statesmen who required one; there was but one See, whose word was worth
anything in the matter, "that church" (to use the language of the earliest of our Doctors) "to
which the faithful all round about are bound to have recourse." Yet for three hundred years it
has been the official rule with England to ignore the existence of the Pope, and to deal with
Catholics in England, not as his children, but as sectaries of the Roman Catholic persuasion.
Napoleon said to his envoy, "Treat with the Pope as if he was master of 100,000 men." So
clearly did he, from mere worldly sagacity, comprehend the Pope's place in the then state of
European affairs, as to say that, "if the Pope had not existed, it would have been well to have
created him for that occasion, as the Roman consuls created a dictator in difficult {192}
circumstances." (Alison's Hist. ch. 35.) But we, in the instance of the greatest, the oldest power
in Europe, a church whose grandeur in past history demanded, one would think, some
reverence in our treatment of her, the mother of English Christianity, who, whether her
subsequent conduct had always been motherly or not, had been a true friend to us in the
beginning of our history; her we have not only renounced, but, to use a familiar word, we have
absolutely cut. Time has gone on and we have no relentings; today, as little as yesterday, do we
understand that pride was not made for man, nor the cuddling of resentments for a great
people. I am entering into no theological question: I am speaking all along of mere decent
secular intercourse between England and Rome. A hundred grievances would have been set
right on their first uprising, had there been a frank diplomatic understanding between two
great powers; but, on the contrary, even within the last few weeks, the present Ministry has
destroyed any hope of a better state of things by withdrawing from the Vatican the makeshift
channel of intercourse which had of late years been permitted there.
The world of politics has its laws; and such abnormal courses as England has pursued have
their Nemesis. An event has taken place which, alas, already makes itself felt in issues,
unfortunate for English Catholics certainly, but also, as I think, for our country. A great
Council has been called; and as England has for so long a time ignored Rome, Rome, I
suppose, it must be said, has in turn ignored England. I do not mean of set purpose ignored,
but as the natural consequence of our act, {193} Bishops brought from the corners of the
earth, in 1870, what could they know of English blue books and Parliamentary debates in the
years 1826 and 1829? It was an extraordinary gathering, and its possibility, its purpose, and its
issue, were alike marvelous, as depending on a coincidence of strange conditions, which, as
might be said beforehand, never could take place. Such was the long reign of the Pope, in itself
a marvel, as being the sole exception to a recognized ecclesiastical tradition. Only a Pontiff so
unfortunate, so revered, so largely loved, so popular even with Protestants, with such a prestige
of long sovereignty, with such claims on the Bishops around him, both of age and of paternal
349
gracious acts, only such a man could have harmonized and guided to the conclusion which he
pointed out, an assembly so variously composed. And, considering the state of theological
opinion seventy years before, not less marvelous was the concurrence of all but a few out of so
many hundred Bishops in the theological judgment, so long desired at Rome; the protest made
by some eighty or ninety, at the termination of the Council, against the proceedings of the vast
majority lying, not against the truth of the doctrine then defined, but against the fact of its
definition. Nor less to be noted is the neglect of the Catholic powers to send representatives to
the Council, who might have laid before the Fathers its political bearings. For myself, I did not
call it inopportune, for times and seasons are known to God alone, and persecution may be as
opportune, though not so pleasant as peace; nor, in accepting as a dogma what I had ever held
as a truth, could I be {194} doing violence to any theological view or conclusion of my own;
nor has the acceptance of it any logical or practical effect whatever, as I consider, in weakening
my allegiance to Queen Victoria; but there are few Catholics, I think, who will not deeply
regret, though no one be in fault, that the English and Irish Prelacies of 1826 did not foresee
the possibility of the Synodal determinations of 1870, nor can we wonder that Statesmen
should feel themselves aggrieved that stipulations, which they considered necessary for
Catholic emancipation, should have been, as they may think, rudely cast to the winds.
And now I must pass from the mere accidents of the controversy to its essential points, and
I cannot treat them to the satisfaction of Mr. Gladstone, unless I go back a great way, and be
allowed to speak of the ancient Catholic Church.
2. THE ANCIENT CHURCH
{195} WHEN Mr. Gladstone accuses us of "repudiating ancient history," he means the
ancient history of the Church; also, I understand him to be viewing that history under a
particular aspect. There are many aspects in which Christianity presents itself to us; for
instance, the aspect of social usefulness, or of devotion or again of theology; but, though he in
one place glances at the last of these aspects, his own view of it is its relation towards the civil
power. He writes "as one of the world at large;" as a "layman who has spent most and the best
years of his life in the observation and practice of politics" (p. 7); and, as a statesmen, he
naturally looks at the Church on its political side. Accordingly, in his title-page, in which he
professes to be expostulating with us for accepting the Vatican Decrees, he does so, not for
any reason whatever, but because of their incompatibility with our civil allegiance. This is the
key-note of his impeachment of us. As a public man, he has only to do with the public action
and effect of our Religion, its aspect upon national affairs, on our civil duties, on our foreign
interests; and he tells us that our Religion has a bearing and behaviour {196} towards the State
utterly unlike that of ancient Christianity, so unlike that we may be even said to repudiate what
Christianity was in its first centuries, so unlike to what it was then, that we have actually
forfeited the proud boast of being "Ever one and the same;" unlike, I say, in this, that our
350
action is so antagonistic to the State's action, and our claims so menacing to civil peace and
prosperity.
Indeed! then I suppose that St. Ignatius of Antioch, and St. Polycarp of Smyrna, and St.
Cyprian of Carthage, and St. Laurence of Rome, that St. Alexander and St. Paul of
Constantinople, that St. Ambrose of Milan, that Popes Leo, John, Sylverian, Gregory, and
Martin, all members of the "undivided Church," cared supremely and laboured successfully, to
cultivate peaceful relations with the government of Rome. They had no doctrines and precepts,
no rules of life, no isolation and aggressiveness, which caused them to be considered, in spite
of themselves, the enemies of the human race! May I not, without disrespect, submit to Mr.
Gladstone that this is very paradoxical? Surely it is our fidelity to the history of our forefathers,
and not its repudiation, which Mr. Gladstone dislikes in us. When, indeed, was it in ancient
times that the State did not show jealousy of the Church? Was it when Decius and Dioclesian
slaughtered their thousands who had abjured the religion of old Rome? or, was it when
Athanasius was banished to Treves? or when Basil, on the Imperial Prefect's crying out,
"Never before did any man make so free with me," answered, "Perhaps you never before fell
in with a Bishop"? or when Chrysostom was {197} sent off to Cucusus, to be worried to death
by an Empress? Go through the long annals of Church History, century after century, and say,
was there ever a time when her Bishops, and notably the Bishop of Rome, were slow to give
their testimony in behalf of the moral and revealed law and to suffer for their obedience to it?
ever a time when they forgot that they had a message to deliver to the world,—not the task
merely of administering spiritual consolation, or of making the sick-bed easy, or of training up
good members of society, or of "serving tables" (though all this was included in their range of
duty),—but specially and directly, a definite message to high and low, from the world's Maker,
whether men would hear or whether they would forbear? The history surely of the Church in
all past times, ancient as well as medieval, is the very embodiment of that tradition of
Apostolical independence and freedom of speech which in the eyes of man is her great offence
now.
Nay, that independence, I may say, is even one of her Notes or credentials; for where shall
we find it except in the Catholic Church? "I spoke of Thy testimonies," says the Psalmist,
"even before kings, and I was not ashamed." This verse, I think Dr Arnold used to say, rose up
in judgment against the Anglican Church, in spite of ifs real excellences. As to the Oriental
Churches, everyone knows in what bondage they lie, whether they are under the rule of the
Czar or of the Sultan. Such is the actual fact that, whereas it is the very mission of Christianity
to bear witness to the Creed and Ten Commandments in a {198} world which is averse to
them, Rome is now the one faithful representative, and thereby is heir and successor, of that
free-spoken dauntless Church of old, whose political and social traditions Mr. Gladstone says
the said Rome has repudiated.
I have one thing more to say on the subject of the "semper eadem." In truth, this fidelity to
the ancient Christian system, seen in modern Rome, was the luminous fact which more than
any other turned men's minds at Oxford forty years ago to look towards her with reverence,
351
interest, and love. It affected individual minds variously of course; some it even brought on
eventually to conversion, others it only restrained from active opposition to her claims; but
none of us could read the Fathers, and determine to be their disciples, without feeling that
Rome, like a faithful steward, had kept in fullness and in vigour what our own communion had
let drop. The Tracts for the Times were founded on a deadly antagonism to what in these last
centuries has been called Erastianism or Cæsarism. Their writers considered the Church to be a
divine creation, "not of men, neither by man, but by Jesus Christ," the Ark of Salvation, the
Oracle of Truth, the Bride of Christ, with a message to all men everywhere, and a claim on
their love and obedience; and, in relation to the civil power, the object of that promise of the
Jewish prophets, "Behold, I will lift up My Hand to the Gentiles, and will set up My standard
to the peoples: kings and their queens shall how down to thee with their face toward the earth,
and they shall lick up the dust of thy feet." No Ultramontane (so called) could go beyond those
{199} writers in the account which they gave of her from the Prophets, and that high notion is
recorded beyond mistake in a thousand passages of their writings.
There is a fine passage of Mr. Keble's in the British Critic, in animadversion upon a
contemporary reviewer. Mr. Hurrell Froude, speaking of the Church of England, had said that
"she was 'united' to the State as Israel to Egypt." This shocked the reviewer in question, who
exclaimed in consequence, "The Church is not united to the State as Israel to Egypt; it is united
as a believing wife to a husband who threatened to apostatize; and, as a Christian wife so placed
would act ... clinging to the connexion ... so the Church must struggle even now, and save, not
herself, but the State, from the crime of a divorce." On this Mr. Keble says, "We had thought
that the Spouse of the Church was a very different Person from any or all States, and her
relation to the State through Him very unlike that of hers, whose duties are summed up in 'love, service,
cherishing, and obedience.' And since the one is exclusively of this world, the other essentially of
the eternal world, such an Alliance as the above sentence describes, would have seemed to us, not
only fatal but monstrous!" And he quotes the lines,—"Mortua quinetiam jungebat corpora vivis,
Componens manibusque manus, atque oribus ora: Tormenti genus!"
It was this same conviction that the Church had rights which the State could not touch, and
was prone to {200} ignore, and which in consequence were the occasion of great troubles
between the two, that led Mr. Froude at the beginning of the movement to translate the letters
of St. Thomas Becket, and Mr. Bowden to write the Life of Hildebrand. As to myself, I will
but refer, as to one out of many passages with the same drift, in the books and tracts which I
published at that time, to my Whit-Monday and Whit-Tuesday Sermons.
I believe a large number of members of the Church of England at this time are faithful to
the doctrine which was proclaimed within its pale in 1833, and following years; the main
difference between them and Catholics being, not as to the existence of certain high
prerogatives and spiritual powers in the Christian Church, but that the powers which we give
to the Holy See, they lodge in her Bishops and Priests, whether as a body or individually. Of
course, this is a very important difference, but it does not interfere with my argument here. It
does seem to me preposterous to charge the Catholic Church of today with repudiating ancient
352
history by certain political acts of hers, and thereby losing her identity, when it was her very
likeness in political action to the Church of the first centuries, that has in our time attracted
even to her communion, and at least to her teaching, not a few educated men, who made those
first centuries their special model.
But I have more to say on this subject, perhaps too much, when I go on, as I now do, to
contemplate the Christian Church, when persecution was exchanged for {201} establishment,
and her enemies became her children. As she resisted and defied her persecutors, so she ruled
her convert people. And surely this was but natural, and will startle those only to whom the
subject is new. If the Church is independent of the State, so far as she is a messenger from
God, therefore, should the State, with its high officials and its subject masses, come into her
communion, it is plain that they must at once change hostility into submission. There was no
middle term; either they must deny her claim to divinity or humble themselves before it,—that
is, as far as the domain of religion extends, and that domain is a wide one. They could not
place God and man on one level. We see this principle carried out among ourselves in all sects
every day, though with greater or less exactness of application, according to the supernatural
power which they ascribe to their ministers or clergy. It is a sentiment of nature, which
anticipates the inspired command, "Obey them that have the rule over you, and submit
yourselves, for they watch for your souls."
As regards the Roman Emperors, immediately on their becoming Christians, their
exaltation of the hierarchy was in proportion to its abject condition in the heathen period.
Grateful converts felt that they could not do too much in its honour and service. Emperors
bowed the head before the Bishops, kissed their hands and asked their blessing. When
Constantine entered into the presence of the assembled Prelates at Nicæa, his eyes fell, the
colour mounted up into his cheek, and his mien was that of a suppliant; he would not sit, till
the Bishops bade him, and he kissed the wounds of the {202} Confessors. Thus he set the
example for the successors of his power, nor did the Bishops decline such honours. Royal
ladies served them at table; victorious generals did penance for sin and asked forgiveness.
When they quarrelled with them, and would banish them, their hand trembled when they came
to sign the order, and after various attempts they gave up their purpose. Soldiers raised to
sovereignty asked their recognition and were refused it. Cities under imperial displeasure
sought their intervention, and the master of thirty legions found himself powerless to
withstand the feeble voice of some aged travel-stained stranger.
Laws were passed in favour of the Church; Bishops could only be judged by Bishops, and
the causes of their clergy were withdrawn from the secular courts. Their sentence was final, as
if it were the Emperor's own, and the governors of provinces were bound to put it in
execution. Litigants everywhere were allowed the liberty of referring their causes to the tribunal
of the Bishops, who, besides, became arbitrators on a large scale in private quarrels; and the
public, even heathens, wished it so. St. Ambrose was sometimes so taken up with business of
this sort, that he had time for nothing else. St. Austin and Theodoret both complain of the
weight of such secular engagements, as were forced upon them by the importunity of the
353
people. Nor was this all; the Emperors showed their belief in the divinity of the Church and of
its creed by acts of what we should now call persecution. Jews were forbidden to proselytize a
Christian; Christians were forbidden to become pagans; pagan rights were abolished, the books
of heretics and {203} infidels were burned wholesale; their chapels were razed to the ground,
and even their private meetings were made illegal.
These characteristics of the convert Empire were the immediate, some of them the logical,
consequences of its new faith. Had not the Emperors honoured Christianity in its ministers
and in its precepts, they would not properly have deserved the name of converts. Nor was it
unreasonable in litigants voluntarily to frequent the episcopal tribunals, if they got justice done
to them there better than in the civil courts. As to the prohibition of heretical meetings, I
cannot get myself quite to believe that Pagans, Marcionites, and Manichees had much
tenderness of conscience in their religious profession, or were wounded seriously by the
Imperial rescripts to their disadvantage. Many of these sects were of a most immoral character,
whether in doctrine or practice; others were forms of witchcraft; often they were little better
than paganism. The Novatians certainly stand on higher ground; but on the whole, it would be
most unjust to class such wild, impure, inhuman rites with even the most extravagant and
grotesque of American sectaries now. They could entertain no bitter feeling that injustice was
done them in their repression. They did not make free thought or private judgment their
watch-words. The populations of the Empire did not rise in revolt when its religion was
changed. There were two broad conditions which accompanied the grant of all this
ecclesiastical power and privilege, and made the exercise of it possible; first, that the people
consented to it, secondly, that the law of the Empire enacted {204} and enforced it. Thus high
and low opened the door to it. The Church of course would say that such prerogatives were
justly hers, as being at least congruous grants made to her, on the part of the State, in return
for the benefits which she bestowed upon it. It was her right to demand them, and the State's
duty to concede them. This seems to have been the basis of the new state of society. And in
fact these prerogatives were in force and in exercise all through those troublous centuries
which followed the break-up of the Imperial sway: and, though the handling of them at length
fell into the hands of one see exclusively (on which I shall remark presently), the see of Peter,
yet the substance and character of these prerogatives, and the Church's claim to possess them,
remained untouched. The change in the internal allocation of power did not affect the
existence and the use of the power itself.
Ranke, speaking of this development of ecclesiastical supremacy upon the conversion of the
Empire, remarks as follows:—
"It appears to me that this was the result of an internal necessity. The rise of Christianity
involved the liberation of religion from all political elements. From this followed the growth of
a distinct ecclesiastical class with a peculiar constitution. In this separation of the Church from
the State consists, perhaps the greatest, the most pervading and influential peculiarity of all
Christian times. The spiritual and secular powers may come into near contact, may even stand
in the closest community; but they can be thoroughly incorporated only at {205} rare
354
conjunctures and for a short period. Their mutual relations, their positions with regard to each
other, form, from this time forward, one of the most important considerations in all
history."—The Popes, vol. i. p. 10, transl.
3. THE PAPAL CHURCH
{206} Now we come to the distinctive doctrine of the Catholic Religion, the doctrine which
separates us from all other denominations of Christians however near they may approach to us
in other respects, the claims of the see of Rome, which have given occasion to Mr. Gladstone's
Pamphlet and to the remarks which I am now making upon it. Of those rights, prerogatives,
privileges, and duties, which I have been surveying in the ancient Church, the Pope is
historically the heir. I shall dwell now upon this point, as far as it is to my purpose to do so,
not treating it theologically (else I must define and prove from Scripture and the Fathers the
"Primatus jure divino Romani Pontificis," which of course I firmly hold), but historically,
because Mr. Gladstone appeals to history. Instead of treating it theologically I wish to look
with (as it were) secular, or even non-Catholic eyes at the powers claimed during the last
thousand years by the Pope—that is, only as they lie in the nature of the case, and on the
surface of the facts which come before us in history. {207}
1. I say the Pope is the heir of the Ecumenical Hierarchy of the fourth century, as being,
what I may call, heir by default. No one else claims or exercises its rights or its duties. Is it
possible to consider the Patriarch of Moscow or of Constantinople, heir to the historical
pretensions of St. Ambrose or St. Martin? Does any Anglican Bishop for the last 300 years
recall to our minds the image of St. Basil? Well, then, has all that ecclesiastical power, which
makes such a show in the Christian Empire, simply vanished, or, if not, where is it to be
found? I wish Protestants would throw themselves into our minds upon this point; I am not
holding an argument with them; I am only wishing them to understand where we stand and
how we look at things. There is this great difference of belief between us and them: they do
not believe that Christ set up a visible society, or rather kingdom, for the propagation and
maintenance of His religion, for a necessary home and a refuge for His people; but we do. We
know the kingdom is still on earth: where is it? If all that can be found of it is what can be
discerned at Constantinople or Canterbury, I say, it has disappeared; and either there was a
radical corruption of Christianity from the first, or Christianity came to an end, in proportion
as the type of the Nicene Church faded out of the world: for all that we know of Christianity,
in ancient history, as a concrete fact, is the Church of Athanasius and his fellow Bishops: it is
nothing else historically but that bundle of phenomena, that combination of claims,
prerogatives, and corresponding acts, some of which I have recounted above. There is no help
for it then; we cannot {208} take as much as we please, and no more, of an institution which
has a monadic existence. We must either give up the belief in the Church as a divine institution
altogether, or we must recognize it at this day in that communion of which the Pope is the
355
head. With him alone and round about him are found the claims, the prerogatives, and duties
which we identify with the kingdom set up by Christ. We must take things as they are; to
believe in a Church, is to believe in the Pope. And thus this belief in the Pope and his
attributes, which seems so monstrous to Protestants, is bound up with our being Catholics at
all; as our Catholicism is bound up with our Christianity. There is nothing then of wanton
opposition to the powers that be, no dinning of novelties in their startled ears in what is often
unjustly called Ultramontane doctrine; there is no pernicious servility to the Pope in our
admission of his pretensions. I say, we cannot help ourselves—Parliament may deal as harshly
with us as it will; we should not believe in the Church at all, unless we believe in its visible
head.
So it is; the course of ages has fulfilled the prophecy and promise, "Thou art Peter, and
upon this rock I will build My Church; and whatsoever thou shalt bind on earth, shall be
bound in heaven, and whatsoever thou shalt loose on earth shall be loosed in heaven." That
which in substance was possessed by the Nicene Hierarchy, that the Pope claims now. I do not
wish to put difficulties in my way: but I cannot conceal or smooth over what I believe to be a
simple truth, though the avowal of it will be very unwelcome to Protestants, and, as I fear, to
some {209} Catholics. However, I do not call upon another to believe all that I believe on the
subject myself. I declare it, as my own judgment, that the prerogatives, such as, and in the way
in which, I have described them in substance, which the Church had under the Roman Power,
those she claims now, and never, never will relinquish; claims them, not as having received
them from a dead Empire, but partly by the direct endowment of her Divine Master, and
partly as being a legitimate outcome of that endowment; claims them, but not except from
Catholic populations, not as if accounting the more sublime of them to be of every-day use,
but holding them as a protection or remedy in great emergencies or on supreme occasions,
when nothing else will serve, as extraordinary and solemn acts of her religious sovereignty.
And our Lord, seeing what would be brought about by human means, even had He not willed
it, and recognizing, from the laws which He Himself had imposed upon human society, that
no large community could be strong which had no head, spoke the word in the beginning, as
He did to Judah, "Thou art he whom thy brethren shall praise," and then left it to the course
of events to fulfill it.
2. Mr. Gladstone ought to have chosen another issue for attack upon us, than the Pope's
special power. His real difficulty lies deeper; as little permission as he allows to the Pope,
would he allow to any ecclesiastic who would wield the weapons of St. Ambrose and St.
Augustine. That concentration of the Church's powers which history brings before us ought
not to be the simple object of his indignation. It is not the existence of a Pope, but of {210} a
Church; which is his aversion. It is the powers themselves, and not their distribution and
allocation in the ecclesiastical body which he writes against. A triangle is the same in its
substance and nature, whichever side is made its base. "The Pontiffs," says Mr. Bowden, who
writes as an Anglican, "exalted to the kingly throne of St. Peter, did not so much claim new
privileges for themselves, as deprive their episcopal brethren of privileges originally common
356
to the hierarchy. Even the titles by which those autocratical prelates, in the plenitude of their
power, delighted to style themselves, 'Summus Sacerdos,' 'Pontifex Maximus,' 'Vicarius Christi,'
'Papa' itself, had, nearer to the primitive times, been the honourable appellations of every
bishop; as 'Sedes Apostolica' had been the description of every Bishop's throne. The ascription
of these titles, therefore, to the Pope only gave to the terms new force, because that ascription
became exclusive; because, that is, the bishops in general were stripped of honours, to which
their claims were as well founded as those of their Roman brother, who became, by the
change, not so strictly universal as sole Bishop." (Greg. VII. vol. i. p. 64.)
Say that the Christian polity now remained, as history represents it to us in the fourth
century, or that it was, if that was possible, now to revert to such a state, would politicians have
less trouble with 1800 centres of power than they have with one? Instead of one, with
traditionary rules, the trammels of treaties and engagements, public opinion to consult and
manage, the responsibility of great interests, and the guarantee for his behaviour in his
temporal possessions, there would be a legion of {211} ecclesiastics, each bishop with his
following, each independent of the others, each with his own views, each with extraordinary
powers, each with the risk of misusing them, all over Christendom. It would be the Anglican
theory, made real. It would be an ecclesiastical communism; and, if it did not benefit religion,
at least it would not benefit the civil power. Take a small illustration:—what interruption at this
time to Parliamentary proceedings, does a small zealous party occasion, which its enemies call a
mere "handful of clergy;" and why? Because its members are responsible for what they do to
God alone and to their conscience as His voice. Even suppose it was only here or there that
episcopal autonomy was vigorous; yet consider what zeal is kindled by local interests and
national spirit. One John of Tuam, with a Pope's full apostolic powers, would be a greater trial
to successive ministries than an Ecumenical Bishop at Rome. Parliament understands this well,
for it exclaims against the Sacerdotal principle. Here, for a second reason, if our Divine Master
has given those great powers to the Church, which ancient Christianity testifies, we see why
His Providence has also brought it about that the exercise of them should be concentrated in
one see.
But, anyhow, the progress of concentration was not the work of the Pope; it was brought
about by the changes of times and the vicissitudes of nations. It was not his fault that the
Vandals swept away the African sees, and the Saracens those of Syria and Asia Minor, or that
Constantinople and its dependencies became the creatures of Imperialism, or that France,
England, and {212} Germany would obey none but the author of their own Christianity, or
that clergy and people at a distance were obstinate in sheltering themselves under the majesty
of Rome against their own fierce kings and nobles or imperious bishops, even to the imposing
forgeries on the world and on the Pope in justification of their proceedings. All this will be
fact, whether the Popes were ambitious or not; and still it will be fact that the issue of that
great change was a great benefit to the whole of Europe. No one but a Master, who was a
thousand bishops in himself at once, could have tamed and controlled, as the Pope did, the
great and little tyrants of the middle age.
357
3. This is generally confessed now, even by Protestant historians, viz., that the
concentration of ecclesiastical power in those centuries was simply necessary for the
civilization of Europe. Of course it does not follow that the benefits rendered then to the
European commonwealth by the political supremacy of the Pope, would, if he was still
supreme, be rendered in time to come. I have no wish to make assumptions; yet conclusions
short of this will be unfavourable to Mr. Gladstone's denunciation of him. We reap the fruit at
this day of his services in the past. With the purpose of showing this I make a rather long
extract from Dean Milman's "Latin Christianity;" he is speaking of the era of Gregory I., and
he says, the Papacy "was the only power which lay not entirely and absolutely prostrate before
the disasters of the times—a power which had an inherent strength, and might resume its
majesty. It was this power which was most imperatively required {213} to preserve all which
was to survive out of the crumbling wreck of Roman civilization. To Western Christianity was
absolutely necessary a centre, standing alone, strong in traditionary reverence, and in
acknowledged claims to supremacy. Even the perfect organization of the Christian hierarchy
might in all human probability have fallen to pieces in perpetual conflict: it might have
degenerated into a half-secular feudal caste, with hereditary benefices more and more entirely
subservient to the civil authority, a priesthood of each nation or each tribe, gradually sinking to
the intellectual or religious level of the nation or tribe. On the rise of a power both controlling
and conservative hung, humanly speaking, the life and death of Christianity—of Christianity as
a permanent, aggressive, expansive, and, to a certain extent, uniform system. There must be a
counter-balance to barbaric force, to the unavoidable anarchy of Teutonism, with its tribal, or
at the utmost national independence, forming a host of small, conflicting, antagonistic
kingdoms. All Europe would have been what England was under the Octarchy, what Germany
was when her emperors were weak; and even her emperors she owed to Rome, to the Church,
to Christianity. Providence might have otherwise ordained; but it is impossible for man to
imagine by what other organizing or consolidating force the commonwealth of the Western
nations could have grown up to a discordant, indeed, and conflicting league, but still a league,
with that unity and conformity of manners, usages, laws, religion, which have made their
rivalries, oppugnancies, and even their long ceaseless wars, on the whole {214} to issue in the
noblest, highest, most intellectual form of civilization known to man ... It is impossible to
conceive what had been the confusion, the lawlessness, the chaotic state of the middle ages,
without the medieval Papacy; and of the medieval Papacy the real father is Gregory the Great.
In all his predecessors there was much of the uncertainty and indefiniteness of a new dominion
... Gregory is the Roman altogether merged in the Christian Bishop. It is a Christian dominion
of which he lays the foundations in the Eternal City, not the old Rome, associating Christian
influence to her ancient title of sovereignty." (Vol. i. p. 401, 402.)
4. From Gregory I. to Innocent III. is six hundred years; a very fair portion of the world's
history, to have passed in doing good of primary importance to a whole continent, and that the
continent of Europe; good, by which all nations and their governors, all statesmen and
legislatures, are the gainers. And, again, should it not occur to Mr. Gladstone that these
358
services were rendered to mankind by means of those very instruments of power on which he
thinks it proper to pour contempt as "rusty tools"? The right to warn and punish powerful
men, to excommunicate kings, to preach aloud truth and justice to the inhabitants of the earth,
to denounce immoral doctrines, to strike at rebellion in the garb of heresy, were the very
weapons by which Europe was brought into a civilized condition; yet he calls them "rusty
tools" which need "refurbishing." Does he wish then that such high expressions of
ecclesiastical displeasure, such sharp penalties, should be of daily use? If they are rusty, because
they have been {215} long without using, then have they ever been rusty. Is a Council a rusty
tool, because none had been held, till 1870, since the sixteenth century? or because there have
been but nineteen in 1900 years? How many times is it in the history of Christianity that the
Pope has solemnly drawn and exercised his sword upon a king or an emperor? If an
extraordinary weapon must be a rusty tool, I suppose Gregory VII.'s sword was not keen
enough for the German Henry; and the seventh Pius too used a rusty tool in his
excommunication of Napoleon. How could Mr. Gladstone ever "fondly think that Rome had
disused" her weapons, and that they had hung up as antiquities and curiosities in her celestial
armoury,—or, in his own words, as "hideous mummies," p. 46,—when the passage of arms
between the great Conqueror and the aged Pope was so close upon his memory! Would he like
to see a mummy come to life again? That unexpected miracle actually took place in the first
years of this century. Gregory was considered to have done an astounding deed in the middle
ages, when he brought Henry, the German Emperor, to do penance and shiver in the snow at
Canossa; but Napoleon had his snow-penance too, and that with an actual interposition of
Providence in the infliction of it. I describe it in the words of Alison:—
"'What does the Pope mean,' said Napoleon to Eugene, in July, 1807, 'by the threat of
excommunicating me? does he think the world has gone back a thousand years? does he
suppose the arms will fall from the hands of my soldiers?' Within two years {216} after these
remarkable words were written, the Pope did excommunicate him, in return for the
confiscation of his whole dominions, and in less than four years more, the arms did fall from
the hands of his soldiers; and the hosts, apparently invincible, which he had collected were
dispersed and ruined by the blasts of winter. 'The weapons of the soldiers,' says Segur, in
describing the Russian retreat, 'appeared of an insupportable weight to their stiffened arms.
During their frequent falls they fell from their hands, and destitute of the power of raising
them from the ground, they were left in the snow. They did not throw them away: famine and
cold tore them from their grasp.' 'The soldiers could no longer hold their weapons,' says
Salgues, 'they fell from the hands even of the bravest and most robust. The muskets dropped
from the frozen arms of those who bore them.'" (Hist. ch. lx. 9th ed.)
Alison adds: "There is something in these marvellous coincidences beyond the operations
of chance, and which even a Protestant historian feels himself bound to mark for the
observation of future ages. The world had not gone back a thousand years, but that Being
existed with whom a thousand years are as one day, and one day as a thousand years." As He
359
was with Gregory in 1077, so He was with Pius in 1812, and He will be with some future Pope
again, when the necessity shall come.
5. In saying this, I am far from saying that Popes are never in the wrong, and are never to
be resisted; or that their excommunications always avail. I am not bound to defend the policy
or the acts of particular {217} Popes, whether before or after the great revolt from their
authority in the 16th century. There is no reason that I should contend, and I do not contend,
for instance, that they at all times have understood our own people, our natural character and
resources, and our position in Europe; or that they have never suffered from bad counsellors
or misinformation. I say this the more freely, because Urban VIII., about the year 1641 or
1642, seems to have blamed the policy of some Popes of the preceding century in their
dealings with our country.
But, whatever we are bound to allow to Mr. Gladstone on this head, that does not warrant
the passionate invective against the Holy See and us individually, which he has carried on
through sixty-four pages. What we have a manifest right to expect from him is lawyer-like
exactness and logical consecutiveness in his impeachment of us. The heavier that is, the less
does it need the exaggerations of a great orator. If the Pope's conduct towards us three
centuries ago has righteously wiped out the memory of his earlier benefits, yet he should have
a fair trial. The more intoxicating was his solitary greatness, when it was in the zenith, the
greater {218} consideration should be shown towards him in his present temporal humiliation,
when concentration of ecclesiastical functions in one man, does but make him, in the presence
of the haters of Catholicism, what a Roman Emperor contemplated, when he wished all his
subjects had but one neck that he might destroy them by one blow. Surely, in the trial of so
august a criminal, one might have hoped, at least, to have found gravity and measure in
language, and calmness in tone—not a pamphlet written as if on impulse, in defence of an
incidental parenthesis in a previous publication, and then, after being multiplied in 22,000
copies, appealing to the lower classes in the shape of a sixpenny tract, the lowness of the price
indicating the width of the circulation. Surely Nana Sahib will have more justice done to him
by the English people, than has been shown to the Father of European civilization.
6. I have been referring to the desolate state in which the Holy See has been cast during the
last years, such that the Pope, humanly speaking, is at the mercy of his enemies, and morally a
prisoner in his palace. That state of secular feebleness cannot last forever; sooner or later there
will be, in the divine mercy, a change for the better, and the Vicar of Christ will no longer be a
mark for insult and indignity. But one thing, except by an almost miraculous interposition,
cannot be; and that is, a return to the universal religious sentiment, the public opinion, of the
medieval time. The Pope himself calls those centuries "the ages of faith." Such endemic faith
may certainly be decreed for some future time; but, as far as we have the means of judging at
present, {219} centuries must run out first. Even in the fourth century the ecclesiastical
privileges, claimed on the one hand, granted on the other, came into effect more or less under
two conditions, that they were recognized by public law, and that they had the consent of the
Christian populations. Is there any chance whatever, except by miracles which were not
360
granted then, that the public law and the inhabitants of Europe will allow the Pope that
exercise of his rights, which they allowed him as a matter of course in the 11th and 12th
centuries? If the whole world will at once answer No, it is surely inopportune to taunt us this
day with the acts of medieval Popes towards certain princes and nobles, when the sentiment of
Europe was radically Papal. How does the past bear upon the present in this matter? Yet Mr.
Gladstone is in earnest alarm, earnest with the earnestness which distinguishes him as a
statesman, at the harm which society may receive from the Pope, at a time when the Pope can
do nothing. He grants (p. 46) that "the fears are visionary ... that either foreign foe or domestic
treason can, at the bidding of the Court of Rome, disturb these peaceful shores;" he allows that
"in the middle ages the Popes contended, not by direct action of fleets and armies," but mainly
"by interdicts," p. 35. Yet, because men then believed in interdicts, though now they don't,
therefore the civil Power is to be roused against the Pope. But his animus is bad; his animus!
what can animus do without matter to work upon? Mere animus, like big words, breaks no
bones.
As if to answer Mr. Gladstone by anticipation, and to {220} allay his fears, the Pope made a
declaration three years ago on the subject, which, strange to say, Mr. Gladstone quotes without
perceiving that it tells against the very argument which he brings it to corroborate;—that is
except as the Pope's animus goes. Doubtless he would wish to have the place in the political
world which his predecessors had, because it was given to him by Providence, and is
conducive to the highest interests of mankind, but he distinctly tells us in the declaration in
question that he has not got it, and cannot have it, till the time comes, which we can speculate
about as well as he, and which we say cannot come at least for centuries. He speaks of what is
his highest political power, that of interposing in the quarrel between a prince and his subjects,
and of declaring upon appeal made to him from them, that the Prince had or had not forfeited
their allegiance. This power, most rarely exercised, and on very extraordinary occasions, it is
not necessary for any Catholic to acknowledge; and I suppose, comparatively speaking, few
Catholics do acknowledge it; to be honest, I may say, I do; that is, under the conditions which
the Pope himself lays down in the declaration to which I have referred, his answer to the
address of the Academia. He speaks of his right "to depose sovereigns, and release the people
from the obligation of loyalty, a right which had undoubtedly sometimes been exercised in
crucial circumstances," and he says, "This right (diritto) in those ages of faith,—(which
discerned in the Pope, what he is, that is to say, the Supreme Judge of Christianity, and
recognized the advantages of his tribunal in the great contests of {221} peoples and
sovereigns)—was freely extended,—(aided indeed as a matter of duty by the public law (diritto)
and by the common consent of peoples)—to the most important (i piu gravi) interest of states
and their rulers." (Guardian, Nov. 11, 1874.)
Now let us observe how the Pope restrains the exercise of this right. He calls it his right—
that is in the sense in which right in one party is correlative with duty in the other, so that,
when the duty is not observed, the right cannot be brought into exercise; and this is precisely
what he goes on to intimate; for he lays down the conditions of that exercise. First it can only
361
be exercised in rare and critical circumstances (supreme circonstanze, i più gravi interessi). Next he
refers to his being the supreme judge of Christendom and to his decision as coming from a
tribunal; his prerogative then is not a mere arbitrary power, but must be exercised by a process
of law and a formal examination of the case, and in the presence and the hearing of the two
parties interested in it. Also in this limitation is implied that the Pope's definite sentence
involves an appeal to the supreme standard of right and wrong, the moral law, as its basis and
rule, and must contain the definite reasons on which it decides in favour of the one party or
the other. Thirdly, the exercise of this right is limited to the ages of faith; ages which, on the
one hand, inscribed it among the provisions of the jus publicum, and on the other so fully
recognized the benefits it conferred, as to be able to enforce it by the common consent of the
peoples. These last words should be dwelt on: it is no consent which is merely local, as of one
country, of Ireland or {222} of Belgium, if that were probable; but a united consent of various
nations of Europe, for instance, as a commonwealth, of which the Pope was the head. Thirty
years ago we heard much of the Pope being made the head of an Italian confederation: no
word came from England against such an arrangement. It was possible, because the members
of it were all of one religion; and in like manner a European commonwealth would be
reasonable, if Europe were of one religion. Lastly, the Pope declares with indignation that a
Pope is not infallible in the exercise of this right; such a notion is an invention of the enemy;
he calls it "malicious."
What is there in all this to arouse the patriotic anxieties of Mr. Gladstone?
4. DIVIDED ALLEGIANCE
{223} But one attribute the Church has, and the Pope as head of the Church, whether he
be in high estate, as this world goes, or not, whether he has temporal possessions or not,
whether he is in honour or dishonour, whether he is at home or driven about, whether those
special claims of which I have spoken are allowed or not,—and that is Sovereignty. As God
has sovereignty, though He may be disobeyed or disowned, so has His Vicar upon earth; and
farther than this, since Catholic populations are found everywhere, he ever will be in fact lord
of a vast empire; as large in numbers, as far spreading as the British; and all his acts are sure to
be such as are in keeping with the position of one who is thus supremely exalted.
I beg not to be interrupted here, as many a reader will interrupt me in his thoughts, for I am
using these words, not at random, but as the commencement of a long explanation, and, in a
certain sense, limitation, of what I have hitherto been saying concerning the Church's and the
Pope's power. To this task the remaining pages, which I have to address to your Grace, will be
directed; and I trust that it will turn out, when I come to the end of them, that, by first stating
fully what the Pope's {224} claims are, I shall be able most clearly to show what he does not
claim.
362
Now the main point of Mr. Gladstone's Pamphlet is this:—that, since the Pope claims
infallibility in faith and morals, and since there are no "departments and functions of human
life which do not and cannot fall within the domain of morals," p. 36, and since he claims also
"the domain of all that concerns the government and discipline of the Church," and moreover,
"claims the power of determining the limits of those domains," and "does not sever them, by
any acknowledged or intelligible line from the domains of civil duty and allegiance," p. 45,
therefore Catholics are moral and mental slaves, and "every convert and member of the Pope's
Church places his loyalty and civil duty at the mercy of another," p. 45.
I admit Mr. Gladstone's premisses, but I reject his conclusion; and now I am going to show
why I reject it.
In doing this, I shall, with him, put aside for the present and at first the Pope's prerogative
of infallibility in general enunciations, whether of faith or morals, and confine myself to the
consideration of his authority (in respect to which he is not infallible) in matters of conduct,
and of our duty of obedience to him. "There is something wider still," he says, (than the claim
of infallibility,) "and that is the claim to an Absolute and entire Obedience," p. 37. "Little does
it matter to me, whether my Superior claims infallibility, so long as he is entitled to demand
and exact conformity," p. 39. He speaks of a third province being opened, "not indeed to the
abstract {225} assertion of Infallibility, but to the far more practical and decisive demand of
Absolute Obedience," p. 41, "the Absolute Obedience, at the peril of salvation, of every
member of his communion," p. 42.
Now, I proceed to examine this large, direct, religious, sovereignty of the Pope, both in its
relation to his subjects, and to the Civil Power; but first, I beg to be allowed to say just one
word on the principle of obedience itself, that is, by way of inquiring whether it is or is not
now a religious duty.
Is there then such a duty at all as obedience to ecclesiastical authority now? or is it one of
those obsolete ideas, which are swept away, as unsightly cobwebs, by the New Civilization?
Scripture says, "Remember them which have the rule over you, who have spoken unto you the
word of God, whose faith follow." And, "Obey them that have the rule over you, and submit
yourselves; for they watch for your souls, as they that must give account, that they may do it with
joy and not with grief; for that is unprofitable for you." The margin in the Protestant Version
reads, "those who are your guides;" and the word may also be translated "leaders." Well, as
rulers, or guides and leaders, whichever word be right, they are to be obeyed. Now Mr.
Gladstone dislikes our way of fulfilling this precept, whether as regards our choice of ruler and
leader, or our "Absolute Obedience" to him; but he does not give us his own. Is there any
liberalistic reading of the Scripture passage? Or are the words only for the benefit of the poor
and ignorant, not for the Schola (as it may be called) of political and periodical writers, not for
individual members {226} of Parliament, not for statesmen and Cabinet ministers, and people
of Progress? Which party then is the more "Scriptural," those who recognize and carry out in
their conduct texts like these, or those who don't? May not we Catholics claim some mercy
from Mr. Gladstone, though we be faulty in the object and the manner of our obedience, since
363
in a lawless day an object and a manner of obedience we have? Can we be blamed, if, arguing
from those texts which say that ecclesiastical authority comes from above, we obey it in that
one form in which alone we find it on earth, in that one person who, of all the notabilities of
this nineteenth century into which we have been born, alone claims it of us? The Pope has no
rival in his claim upon us; nor is it our doing that his claim has been made and allowed for
centuries upon centuries, and that it was he who made the Vatican decrees, and not they him.
If we give him up, to whom shall we go? Can we dress up any civil functionary in the
vestments of divine authority? Can I, for instance, follow the faith, can I put my soul into the
hands, of our gracious Sovereign? or of the Archbishop of Canterbury? or of the Bishop of
Lincoln, albeit he is not broad and low, but high? Catholics have "done what they could,"—all
that anyone could: and it should be Mr. Gladstone's business, before telling us that we are
slaves, because we obey the Pope, first of all to tear away those texts from the Bible.
With this preliminary remark, I proceed to consider whether the Pope's authority is either a
slavery to his subjects, or a menace to the Civil Power; and first, as to his power over his flock.
{227}
1. Mr. Gladstone says that "the Pontiff declares to belong to him the supreme direction of
Catholics in respect to all duty," p. 37. Supreme direction; true, but "supreme" is not "minute,"
nor does "direction" mean "supervision" or "management." Take the parallel of human law;
the Law is supreme, and the Law directs our conduct under the manifold circumstances in which
we have to act, and may and must be absolutely obeyed; but who therefore says that the Law
has the "supreme direction" of us? The State, as well as the Church, has the power at its will of
imposing laws upon us, laws bearing on our moral duties, our daily conduct, affecting our
actions in various ways, and circumscribing our liberties; yet no one would say that the Law,
after all, with all its power in the abstract and its executive vigour in fact, interferes either with
our comfort or our conscience. There are numberless laws about property, landed and
personal, titles, tenures, trusts, wills, covenants, contracts, partnerships, money transactions,
life-insurances, taxes, trade, navigation, education, sanitary measures, trespasses, nuisances, all
in addition to the criminal law. Law, to apply Mr. Gladstone's words, "is the shadow that
cleaves to us, go where we will." Moreover, it varies year after year, and refuses to give any
pledge of fixedness or finality. Nor can anyone tell what restraint is to come next, perhaps
painful personally to himself. Nor are its enactments easy of interpretation; for actual cases,
with the opinions and speeches of counsel, and the decisions of judges, must prepare the raw
material, as it proceeds from the Legislature, before it can be rightly {228} understood; so that
"the glorious uncertainty of the Law" has become a proverb. And, after all, no one is sure of
escaping its penalties without the assistance of lawyers, and that in such private and personal
matters that the lawyers are, as by an imperative duty, bound to a secrecy which even courts of
justice respect. And then, besides the Statute Law, there is the common and traditional; and,
below this, usage. Is not all this enough to try the temper of a free-born Englishman, and to
make him cry out with Mr. Gladstone, "Three-fourths of my life are handed over to the Law; I
care not to ask if there be dregs or tatters of human life, such as can escape from the
364
description and boundary of Parliamentary tyranny?" Yet, though we may dislike it, though we
may at times suffer from it ever so much, who does not see that the thraldom and irksomeness
is nothing compared with the great blessings which the Constitution and Legislature secure to
us?
Such is the jurisdiction which the Law exercises over us. What rule does the Pope claim
which can be compared to its strong and its long arm? What interference with our liberty of
judging and acting in our daily work, in our course of life, comes to us from him? Really, at
first sight, I have not known where to look for instances of his actual interposition in our
private affairs, for it is our routine of personal duties about which I am now speaking. Let us
see how we stand in this matter.
We are guided in our ordinary duties by the books of moral theology, which are drawn up
by theologians of authority and experience, as an instruction for our Confessors. {229} These
books are based on the three Christian foundations of Faith, Hope, and Charity, on the Ten
Commandments, and on the six Precepts of the Church, which relate to the observance of
Sunday, of fast days, of confession and communion, and, in one shape or other, to paying
tithes. A great number of possible cases are noted under these heads, and in difficult questions
a variety of opinions are given, with plain directions, when it is that private Catholics are at
liberty to choose for themselves whatever answer they like best, and when they are bound to
follow some one of them in particular. Reducible as these directions in detail are to the few
and simple heads which I have mentioned, they are little more than reflexions and memoranda
of our moral sense, unlike the positive enactments of the Legislature; and, on the whole,
present to us no difficulty—though now and then some critical question may arise, and some
answer may be given (just as by the private conscience itself) which it is difficult to us or
painful to accept. And again, cases may occur now and then, when our private judgment
differs from what is set down in theological works, but even then it does not follow at once
that our private judgment must give way, for those books are no utterance of Papal authority.
And this is the point to which I am coming. So little does the Pope come into this whole
system of moral theology by which (as by our conscience) our lives are regulated, that the
weight of his hand upon us, as private men, is absolutely unappreciable. I have had a difficulty
where to find a measure or gauge of his interposition. At length I have looked through
Busenbaum's "Medulla," {230} to ascertain what light such a book would throw upon the
question. It is a book of casuistry for the use of Confessors, running to 700 pages, and is a
large repository of answers made by various theologians on points of conscience, and generally
of duty. It was first published in 1645—my own edition is of 1844—and in this latter are
marked those propositions, bearing on subjects treated in it, which have been condemned by
Popes in the intermediate 200 years. On turning over the pages I find they are in all between
fifty and sixty. This list includes matters sacramental, ritual, ecclesiastical, monastic, and
disciplinarian, as well as moral, relating to the duties of ecclesiastics and regulars, of parish
priests, and of professional men, as well as of private Catholics. And these condemnations
relate for the most part to mere occasional details of duty, and are in reprobation of the lax or
365
wild notions of speculative casuists, so that they are rather restraints upon theologians than
upon laymen. For instance, the following are some of the propositions condemned:—"The
ecclesiastic, who on a certain day is hindered from saying Matins and Lauds, is not bound to
say, if he can, the remaining hours;" "Where there is good cause, it is lawful to swear without
the purpose of swearing, whether the matter is of light or grave moment;" "Domestics may
steal from their masters, in compensation for their service, which they think greater than their
wages;" "It is lawful for a public man to kill an opponent, who tries to fasten a calumny upon
him, if he cannot otherwise escape the ignominy." I have taken these instances at random. It
must be granted, I think, that in the {231} long course of 200 years the amount of the Pope's
authoritative enunciations has not been such as to press heavily on the back of the private
Catholic. He leaves us surely far more than that "one fourth of the department of conduct,"
which Mr. Gladstone allows us. Indeed, if my account and specimens of his sway over us in
morals be correct, I do not see what he takes away at all from our private consciences.
But here Mr. Gladstone will object, that the Pope does really exercise a claim over the
whole domain of conduct, inasmuch as he refuses to draw any line across it in limitation of his
interference, and therefore it is that we are his slaves:—let us see if another illustration or parallel
will not show this to be a non-sequitur. Suppose a man, who is in the midst of various and
important lines of business, has a medical adviser, in whom he has full confidence, as knowing
well his constitution. This adviser keeps a careful and anxious eye upon him; and, as an honest
man, says to him, "You must not go off on a journey today," or "You must take some days'
rest," or "You must attend to your diet." Now, this is not a fair parallel to the Pope's hold
upon us; for the Pope does not speak to us personally, but to all, and, in speaking definitively
on ethical subjects, what he propounds must relate to things good and bad in themselves, not
to things accidental, changeable, and of mere expedience; so that the argument which I am
drawing from the case of a medical adviser is à fortiori in its character. However, I say that
though a medical man exercises a "supreme direction" over those who put themselves under
him, yet we do not {232} therefore say, even of him, that he interferes with our daily conduct,
and that we are his slaves. He certainly does thwart many of our wishes and purposes; and in a
true sense we are at his mercy: he may interfere any day, suddenly; he will not, he cannot, draw
any intelligible line between the acts which he has a right to forbid us, and the acts which he
has not. The same journey, the same press of business, the same indulgence at table, which he
passes over one year, he sternly forbids the next. Therefore if Mr. Gladstone's argument is
good, he has a finger in all the commercial transactions of the great trader or financier who has
chosen him. But surely there is a simple fallacy here. Mr. Gladstone asks us whether our
political and civil life is not at the Pope's mercy; every act, he says, of at least three-quarters of
the day, is under his control. No, not every, but any, and this is all the difference—that is, we
have no guarantee given us that there will never be a case, when the Pope's general utterances
may come to have a bearing upon some personal act of ours. In the same way we are all of us
in this age under the control of public opinion and the public prints; nay, much more
intimately so. Journalism can be and is very personal; and, when it is in the right, more
366
powerful just now than any Pope; yet we do not go into fits, as if we were slaves, because we
are under a surveillance much more like tyranny than any sway, so indirect, so practically limited,
so gentle, as his is.
But it seems the cardinal point of our slavery lies, not simply in the domain of morals, but
in the Pope's {233} general authority over us in all things whatsoever. This count in his
indictment Mr. Gladstone founds on a passage in the third chapter of the Pastor æternus, in
which the Pope, speaking of the Pontifical jurisdiction, says,—"Towards it (erga quam) pastors
and people of whatsoever rite or dignity, each and all, are bound by the duty of hierarchical
subordination and true obedience, not only in matters which pertain to faith and morals, but
also in those which pertain to the disciplineand the regimen of the Church spread throughout the
world; so that, unity with the Roman Pontiff (both of communion and of profession of the
same faith) being preserved, the Church of Christ may be one flock under one supreme
Shepherd. This is the doctrine of Catholic truth, from which no one can deviate without loss
of faith and salvation."
On Mr. Gladstone's use of this passage I observe first, that he leaves out a portion of it
which has much to do with the due understanding of it (ita ut custoditâ, &c.) Next, he speaks
of "absolute obedience" so often, that any reader, who had not the passage before him, would
think that the word "absolute" was the Pope's word, not his. Thirdly, three times (at pp. 38, 41,
and 42) does he make the Pope say that no one can disobey him without risking his salvation,
whereas what the Pope does say is, that no one can disbelieve the duty of obedience and unity
without such risk. And fourthly, in order to carry out this false sense, or rather to hinder its
being evidently impossible, he mistranslates, p. 38, "doctrina" (Hæc est doctrina) by the word
"rule."
But his chief attack is directed to the words "disciplina" and "regimen." "Thus," he says,
"are swept {234} into the Papal net whole multitudes of facts, whole systems of government,
prevailing, though in different degrees, in every country of the world," p. 41. That
is, disciplina and regimen are words of such lax, vague, indeterminate meaning, that under them
any matters can be slipped in, which may be required for the Pope's purpose in this or that
country, such as, to take Mr. Gladstone's instances, blasphemy, poor-relief, incorporation, and
mortmain; as if no definitions were contained in our theological and ecclesiastical works of
words in such common use, and as if in consequence the Pope was at liberty to give them any
sense of his own. As to discipline, Fr. Perrone says, "Discipline comprises the exterior worship
of God, the liturgy, sacred rites, psalmody, the administration of the sacraments, the canonical
form of sacred elections and the institution of ministers, vows, feast-days, and the like;" all of
them (observe) matters internal to the Church, and without any relation to the Civil Power and
civil affairs. Perrone adds, "Ecclesiastical discipline is a practical and external rule, prescribed
by the Church, in order to retain the faithful in their faith, and the more easily lead them on
to eternal happiness," Præl. Theol., t. 2, p. 381, 2nd ed., 1841. Thus discipline is in no sense a
political instrument, except as the profession of our faith may accidentally become political. In
the same sense Zallinger: "The Roman Pontiff has by divine right the power of passing
367
universal laws pertaining to the discipline of the Church; for instance, to divine worship, sacred
rites, the ordination and manner of life of the clergy, the order of the ecclesiastical regimen,
and the {235} right administration of the temporal possessions of the church."—Jur. Eccles.,
lib. i. t. 2, § 121.
So too the word "regimen" has a definite meaning, relating to a matter strictly internal to
the Church: it means government, or the mode or form of government, or the course of
government; and, as, in the intercourse of nation with nation, the nature of a nation's
government, whether monarchical or Republican, does not come into question, so the
constitution of the Church simply belongs to its nature, not to its external action. Certainly
there are aspects of the Church which involve relations toward secular powers and to nations,
as, for instance, its missionary office; but regimen has relation to one of its internal
characteristics, viz., its form of government, whether we call it a pure monarchy or with others
a monarchy tempered by aristocracy. Thus Tournely says, "Three kinds of regimen or
government are set down by philosophers, monarchy, aristocracy, and democracy."—Theol., t.
2, p. 100. Bellarmine says the same, Rom. Pont., i. 2; and Perrone takes it for granted, ibid. pp.
70, 71.
Now, why does the Pope speak at this time of regimen and discipline? He tells us in that
portion of the sentence, which, thinking it of no account, Mr. Gladstone has omitted. The
Pope tells us that all Catholics should recollect their duty of obedience to him, not only in faith
and morals, but in such matters of regimen and discipline as belong to the universal Church,
"so that unity with the Roman Pontiff, both of communion and of profession of the same
faith being preserved, the Church of Christ may be one flock under {236} one supreme
Shepherd." I consider this passage to be especially aimed at Nationalism: "Recollect," the Pope
seems to say, "the Church is one, and that, not only in faith and morals, for schismatics may
profess as much as this, but one, wherever it is, all over the world; and not only one, but one
and the same, bound together by its one regimen and discipline and by the same regimen and
discipline,—the same rites, the same sacraments, the same usages, and the same one Pastor;
and in these bad times it is necessary for all Catholics to recollect, that this doctrine of the
Church's individuality and, as it were, personality, is not a mere received opinion or
understanding, which may be entertained or not, as we please, but is a fundamental, necessary
truth." This being, speaking under correction, the drift of the passage, I observe that the words
"spread throughout the world" or "universal" are so far from turning "discipline and regimen"
into what Mr. Gladstone calls a "net," that they contract the range of both of them, not
including, as he would have it, "marriage," here, "blasphemy" there, and "poor-relief" in a third
country, but noting and specifying that one and the same structure of laws, rites, rules of
government, independency, everywhere, of which the Pope himself is the centre and life. And
surely this is what every one of us will say as well as the Pope, who is not an Erastian, and who
believes that the Gospel is no mere philosophy thrown upon the world at large, no mere
quality of mind and thought, no mere beautiful and deep sentiment or subjective opinion, but
a substantive message from above, guarded and preserved in a visible polity. {237}
368
2. And now I am naturally led on to speak of the Pope's supreme authority, such as I have
described it, in its bearing towards the Civil Power all over the world,—a power which as truly
comes from God, as his own does, though diverse, as the Church is invariable.
That collisions can take place between the Holy See and national governments, the history
of fifteen hundred years sufficiently teaches us; also, that on both sides there may occur
grievous mistakes. But my question all along lies, not with "quicquid delirant reges," but with
what, under the circumstance of such a collision, is the duty of those who are both children of
the Pope and subjects of the Civil Power. As to the duty of the Civil Power, I have already
intimated in my first section, that it should treat the Holy See as an independent sovereign, and
if this rule had been observed, the difficulty to Catholics in a country not Catholic, would be
most materially lightened. Great Britain recognizes and is recognized by the United States; the
two powers have ministers at each other's court; here is one standing prevention of serious
quarrels. Misunderstandings between the two coordinate powers may arise; but there follow
explanations, removals of the causes of offence, acts of restitution. In actual collisions, there
are conferences, compromises, arbitrations. Now the point to observe here is, that in such
cases neither party gives up its abstract rights, but neither party practically insists on them. And
each party thinks itself in the right in the particular case, protests against any other view, but
still concedes. Neither party says, "I will not make it up with you, till you draw an intelligible
line between your domain and mine." I {238} suppose in the Geneva arbitration, though we
gave way, we still thought that, in our conduct in the American civil war, we had acted within
our rights. I say all this in answer to Mr. Gladstone's challenge to us to draw the line between
the Pope's domain and the State's domain in civil or political questions. Many a private
American, I suppose, lived in London and Liverpool, all through the correspondence between
our Foreign Office and the government of the United States, and Mr. Gladstone never
addressed any expostulation to them, or told them they had lost their moral freedom because
they took part with their own government. The French, when their late war began, did sweep
their German sojourners out of France, (the number, as I recollect, was very great,) but they
were not considered to have done themselves much credit by such an act. When we went to
war with Russia, the English in St. Petersburg made an address, I think to the Emperor, asking
for his protection, and he gave it;—I don't suppose they pledged themselves to the Russian
view of the war, nor would he have called them slaves instead of patriots, if they had refused
to do so. Suppose England were to send her ironclads to support Italy against the Pope and his
allies, English Catholics would be very indignant, they would take part with the Pope before
the war began, they would use all constitutional means to hinder it; but who believes that,
when they were once in the war, their action would be anything else than prayers and exertions
for a termination of it? What reason is there for saying that they would commit themselves to
any step of a treasonable nature, any more than loyal Germans, had {239} they been allowed
to remain in France? Yet, because those Germans would not relinquish their allegiance to their
country, Mr. Gladstone, were he consistent, would at once send them adrift.
369
Of course it will be said that in these cases, there is no double allegiance, and again that the
German government did not call upon Germans in France, as the Pope might call upon
English Catholics, nay command them, to take a side; but my argument at least shows this, that
till there comes to us a special, direct command from the Pope to oppose our country, we
need not be said to have "placed our loyalty and civil duty at the mercy of another," p. 45. It is
strange that a great statesman, versed in the new and true philosophy of compromise, instead
of taking a practical view of the actual situation, should proceed against us, like a Professor in
the schools, with the "parade" of his "relentless" (and may I add "rusty"?) "logic," p. 23.
I say, till the Pope told us to exert ourselves for his cause in a quarrel with this country, as in
the time of the Armada, we need not attend to an abstract and hypothetical difficulty:—then
and not till then. I add, as before, that, if the Holy See were frankly recognized by England, as
other Sovereignties are, direct quarrels between the two powers would in this age of the world
be rare indeed; and still rarer, their becoming so energetic and urgent as to descend into the
hearts of the community, and to disturb the consciences and the family unity of private
Catholics.
But now, lastly, let us suppose one of these extraordinary cases of direct and open hostility
between the two {240} powers actually to occur;—here first, we must bring before us the state
of the case. Of course we must recollect, on the one hand, that Catholics are not only bound
by allegiance to the British Crown, but have special privileges as citizens, can meet together,
speak and pass resolutions, can vote for members of Parliament, and sit in Parliament, and can
hold office, all which are denied to foreigners sojourning among us; while on the other hand
there is the authority of the Pope, which, though not "absolute" even in religious matters, as
Mr. Gladstone would have it to be, has a call, a supreme call on our obedience. Certainly in the
event of such a collision of jurisdictions, there are cases in which we should obey the Pope and
disobey the State. Suppose, for instance, an Act was passed in Parliament, bidding Catholics to
attend Protestant service every week, and the Pope distinctly told us not to do so, for it was to
violate our duty to our faith:—I should obey the Pope and not the Law. It will be said by Mr.
Gladstone, that such a case is impossible. I know it is; but why ask me for what I should do in
extreme and utterly improbable cases such as this, if my answer cannot help bearing the
character of an axiom? It is not my fault that I must deal in truisms. The circumferences of
State jurisdiction and of Papal are for the most part quite apart from each other; there are just
some few degrees out of the 360 in which they intersect, and Mr. Gladstone, instead of letting
these cases of intersection alone, till they occur actually, asks me what I should do, if I found
myself placed in the space intersected. If I must answer then, I should say distinctly that did
the State tell me in {241} a question of worship to do what the Pope told me not to do, I
should obey the Pope, and should think it no sin, if I used all the power and the influence I
possessed as a citizen to prevent such a Bill passing the Legislature, and to effect its repeal if it
did.
But now, on the other hand, could the case ever occur, in which I should act with the Civil
Power, and not with the Pope? Now, here again, when I begin to imagine instances, Catholics
370
will cry out (as Mr. Gladstone, in the case I supposed, cried out in the interest of the other
side), that instances never can occur. I know they cannot; I know the Pope never can do what
I am going to suppose; but then, since it cannot possibly happen in fact, there is no harm in
just saying what I should (hypothetically) do, if it did happen. I say then in certain (impossible)
cases I should side, not with the Pope, but with the Civil Power. For instance, let us suppose
members of Parliament, or of the Privy Council, took an oath that they would not
acknowledge the right of succession of a Prince of Wales, if he became a Catholic: in that case
I should not consider the Pope could release me from that oath, had I bound myself by it. Of
course, I might exert myself to the utmost to get the act repealed which bound me; again, if I
could not, I might retire from parliament or office, and so rid myself of the engagement I had
made; but I should be clear that, though the Pope bade all Catholics to stand firm in one
phalanx for the Catholic Succession, still, while I remained in office, or in my place in
Parliament, I could not do as he bade me.
Again, were I actually a soldier or sailor in her Majesty's {242} service, and sent to take part
in a war which I could not in my conscience see to be unjust, and should the Pope suddenly
bid all Catholic soldiers and sailors to retire from the service, here again, taking the advice of
others, as best I could, I should not obey him.
What is the use of forming impossible cases? One can find plenty of them in books of
casuistry, with the answers attached in respect to them. In an actual case, a Catholic would, of
course, not act simply on his own judgment; at the same time, there are supposable cases in
which he would be obliged to go by it solely—viz., when his conscience could not be
reconciled to any of the courses of action proposed to him by others.
In support of what I have been saying, I refer to one or two weighty authorities:—
Cardinal Turrecremata says, "Although it clearly follows from the circumstance that the
Pope can err at times, and command things which must not be done, that we are not to be
simply obedient to him in all things, that does not show that he must not be obeyed by all
when his commands are good. To know in what cases he is to be obeyed and in what not ... it
is said in the Acts of the Apostles, 'One ought to obey God rather than man:' therefore, were
the Pope to command anything against Holy Scripture, or the articles of faith, or the truth of
the Sacraments, or the commands of the natural or divine law, he ought not to be obeyed, but in
such commands is to be passed over (despiciendus)."—Summ. de Eccl., pp. 47, 48.
Bellarmine, speaking of resisting the Pope, says, {243} "In order to resist and defend
oneself no authority is required ... Therefore, as it is lawful to resist the Pope, if he assaulted a
man's person, so it is lawful to resist him, if he assaulted souls, or troubled the state (turbanti
rempublicam), and much more if he strove to destroy the Church. It is lawful, I say, to resist
him, by not doing what he commands, and hindering the execution of his will."—De Rom.
Pont., ii. 29.
Archbishop Kenrick says, "His power was given for edification, not for destruction. If he
uses it from the love of domination (quod absit) scarcely will he meet with obedient populations."—
Theolog. Moral., t. i. p. 158.
371
When, then, Mr. Gladstone asks Catholics how they can obey the Queen and yet obey the
Pope, since it may happen that the commands of the two authorities may clash, I answer, that
it is my rule, both to obey the one and to obey the other, but that there is no rule in this world
without exceptions, and if either the Pope or the Queen demanded of me an "Absolute
Obedience," he or she would be transgressing the laws of human society. I give an absolute
obedience to neither. Further, if ever this double allegiance pulled me in contrary ways, which
in this age of the world I think it never will, then I should decide according to the particular
case, which is beyond all rule, and must be decided on its own merits. I should look to see
what theologians could do for me, what the Bishops and clergy around me, what my
confessor; what friends whom I revered: and if, after all, I could not take their view of {244}
the matter, then I must rule myself by my own judgment and my own conscience. But all this
is hypothetical and unreal.
Here, of course, it will be objected to me, that I am, after all, having recourse to the
Protestant doctrine of Private Judgment; not so; it is the Protestant doctrine that Private
Judgment is our ordinary guide in religious matters, but I use it, in the case in question, in very
extraordinary and rare, nay, impossible emergencies. Do not the highest Tories thus defend the
substitution of William for James II.? It is a great mistake to suppose our state in the Catholic
Church is so entirely subjected to rule and system, that we are never thrown upon what is
called by divines "the Providence of God." The teaching and assistance of the Church does
not supply all conceivable needs, but those which are ordinary; thus, for instance, the
sacraments are necessary for dying in the grace of God and hope of heaven, yet, when they
cannot be got, acts of faith, hope, and contrition, with the desire for those aids which the dying
man has not, will convey in substance what those aids ordinarily convey. And so a
Catechumen, not yet baptized, may be saved by his purpose and preparation to receive the rite.
And so, again, though "Out of the Church there is no salvation," this does not hold in the case
of good men who are in invincible ignorance. And so it is also in the case of our ordinations;
Chillingworth and Macau1ay say that it is morally impossible that we should have kept up for
1800 years an Apostolical succession of ministers without some breaks in the chain; and we in
answer say that, however true this {245} may be humanly speaking, there has been a special
Providence over the Church to secure it. Once more, how else could private Catholics save
their souls when there was a Pope and Anti-popes, each severally claiming their allegiance?
5. CONSCIENCE
{246} IT seems, then, that there are extreme cases in which Conscience may come into
collision with the word of a Pope, and is to be followed in spite of that word. Now I wish to
place this proposition on a broader basis, acknowledged by all Catholics, and, in order to do
this satisfactorily, as I began with the prophecies of Scripture and the primitive Church, when I
372
spoke of the Pope's prerogatives, so now I must begin with the Creator and His creature, when
I would draw out the prerogatives and the supreme authority of Conscience.
I say, then, that the Supreme Being is of a certain character, which, expressed in human
language, we call ethical. He has the attributes of justice, truth, wisdom, sanctity, benevolence
and mercy, as eternal characteristics in His nature, the very Law of His being, identical with
Himself; and next, when He became Creator, He implanted this Law, which is Himself, in the
intelligence of all His rational creatures. The Divine Law, then, is the rule of ethical truth, the
standard of right and wrong, a sovereign, irreversible, absolute authority in the presence of
men and Angels. "The eternal law," says St. Augustine, "is the Divine Reason or Will of God,
commanding {247} the observance, forbidding the disturbance, of the natural order of
things." "The natural law," says St. Thomas, "is an impression of the Divine Light in us, a
participation of the eternal law in the rational creature." (Gousset,Theol. Moral., t. i. pp. 24, &c.)
This law, as apprehended in the minds of individual men, is called "conscience;" and though it
may suffer refraction in passing into the intellectual medium of each, it is not therefore so
affected as to lose its character of being the Divine Law, but still has, as such, the prerogative
of commanding obedience. "The Divine Law," says Cardinal Gousset, "is the supreme rule of
actions; our thoughts, desires, words, acts, all that man is, is subject to the domain of the law
of God; and this law is the rule of our conduct by means of our conscience. Hence it is never
lawful to go against our conscience; as the fourth Lateran Council says, 'Quidquid fit contra
conscientiam, ædificat ad gehennam.'"
This view of conscience, I know, is very different from that ordinarily taken of it, both by
the science and literature, and by the public opinion, of this day. It is founded on the doctrine
that conscience is the voice of God, whereas it is fashionable on all hands now to consider it in
one way or another a creation of man. Of course, there are great and broad exceptions to this
statement. It is not true of many or most religious bodies of men; especially not of their
teachers and ministers. When Anglicans, Wesleyans, the various Presbyterian sects in Scotland,
and other denominations among us, speak of conscience, they mean what we mean, the voice
of God in the nature and heart of man, as distinct from the voice of Revelation. {248} They
speak of a principle planted within us, before we have had any training, although training and
experience are necessary for its strength, growth, and due formation. They consider it a
constituent element of the mind, as our perception of other ideas may be, as our powers of
reasoning, as our sense of order and the beautiful, and our other intellectual endowments.
They consider it, as Catholics consider it, to be the internal witness of both the existence and
the law of God. They think it holds of God, and not of man, as an Angel walking on the earth
would be no citizen or dependent of the Civil Power. They would not allow, any more than we
do, that it could be resolved into any combination of principles in our nature, more elementary
than itself; nay, though it may be called, and is, a law of the mind, they would not grant that it
was nothing more; I mean, that it was not a dictate, nor conveyed the notion of responsibility,
of duty, of a threat and a promise, with a vividness which discriminated it from all other
constituents of our nature.
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This, at least, is how I read the doctrine of Protestants as well as of Catholics. The rule and
measure of duty is not utility, nor expedience, nor the happiness of the greatest number, nor
State convenience, nor fitness, order, and the pulchrum. Conscience is not a long-sighted
selfishness, nor a desire to be consistent with oneself; but it is a messenger from Him, who,
both in nature and in grace, speaks to us behind a veil, and teaches and rules us by His
representatives. Conscience is the aboriginal Vicar of Christ, a prophet in its informations, a
monarch in its peremptoriness, a priest in its {249} blessings and anathemas, and, even though
the eternal priesthood throughout the Church could cease to be, in it the sacerdotal principle
would remain and would have a sway.
Words such as these are idle empty verbiage to the great world of philosophy now. All
through my day there has been a resolute warfare, I had almost said conspiracy against the
rights of conscience, as I have described it. Literature and science have been embodied in great
institutions in order to put it down. Noble buildings have been reared as fortresses against that
spiritual, invisible influence which is too subtle for science and too profound for literature.
Chairs in Universities have been made the seats of an antagonist tradition. Public writers, day
after day, have indoctrinated the minds of innumerable readers with theories subversive of its
claims. As in Roman times, and in the middle age, its supremacy was assailed by the arm of
physical force, so now the intellect is put in operation to sap the foundations of a power which
the sword could not destroy. We are told that conscience is but a twist in primitive and
untutored man; that its dictate is an imagination; that the very notion of guiltiness, which that
dictate enforces, is simply irrational, for how can there possibly be freedom of will, how can
there be consequent responsibility, in that infinite eternal network of cause and effect, in which
we helplessly lie? and what retribution have we to fear, when we have had no real choice to do
good or evil?
So much for philosophers; now let us see what is the notion of conscience in this day in the
popular mind. {250} There, no more than in the intellectual world, does "conscience" retain
the old, true, Catholic meaning of the word. There too the idea, the presence of a Moral
Governor is far away from the use of it, frequent and emphatic as that use of it is. When men
advocate the rights of conscience, they in no sense mean the rights of the Creator, nor the duty
to Him, in thought and deed, of the creature; but the right of thinking, speaking, writing, and
acting, according to their judgment or their humour, without any thought of God at all. They
do not even pretend to go by any moral rule, but they demand, what they think is an
Englishman's prerogative, for each to be his own master in all things, and to profess what he
pleases, asking no one's leave, and accounting priest or preacher, speaker or writer, unutterably
impertinent, who dares to say a word against his going to perdition, if he like it, in his own
way. Conscience has rights because it has duties; but in this age, with a large portion of the
public, it is the very right and freedom of conscience to dispense with conscience, to ignore a
Lawgiver and Judge, to be independent of unseen obligations. It becomes a licence to take up
any or no religion, to take up this or that and let it go again, to go to church, to go to chapel, to
boast of being above all religions and to be an impartial critic of each of them. Conscience is a
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stern monitor, but in this century it has been superseded by a counterfeit, which the eighteen
centuries prior to it never heard of, and could not have mistaken for it, if they had. It is the
right of self-will.
And now I shall turn aside for a moment to show {251} how it is that the Popes of our
century have been misunderstood by the English people, as if they really were speaking against
conscience in the true sense of the word, when in fact they were speaking against it in the
various false senses, philosophical or popular, which in this day are put upon the word. The
present Pope, in his Encyclical of 1864, Quantâ curâ, speaks (as will come before us in the next
section) against "liberty of conscience," and he refers to his predecessor, Gregory XVI., who,
in his Mirari vos, calls it a "deliramentum." It is a rule in formal ecclesiastical proceedings, as I
shall have occasion to notice lower down, when books or authors are condemned, to use the
very words of the book or author, and to condemn the words in that particular sense which
they have in their context and their drift, not in the literal, not in the religious sense, such as
the Pope might recognize, were they in another book or author. To take a familiar parallel,
among many which occur daily. Protestants speak of the "Blessed Reformation;" Catholics too
talk of "the Reformation," though they do not call it blessed. Yet every "reformation" ought,
from the very meaning of the word, to be good, not bad; so that Catholics seem to be implying
a eulogy on an event which, at the same time, they consider a surpassing evil. Here then they
are taking the word and using it in the popular sense of it, not in the Catholic. They would say,
if they expressed their full meaning, "the so-called reformation." In like manner, if the Pope
condemned "the Reformation," it would be utterly sophistical to say in consequence that he
had declared himself against all reforms; yet this is how Mr. Gladstone {252} treats him, when
he speaks of (so-called) liberty of conscience. To make this distinction clear, viz., between the
Catholic sense of the word "conscience," and that sense in which the Pope condemns it, we
find in the Recueil des Allocutions, &c., the words accompanied with quotation-marks, both in
Pope Gregory's and Pope Pius's Encyclicals, thus:—Gregory's, "Ex hoc putidissimo
'indifferentismi' fonte," (mind, "indifferentismi" is under quotation-marks, because the Pope
will not make himself answerable for so unclassical a word) "absurda illa fluit ac erronea
sententia, seu potius deliramentum, asserendam esse ac vindicandam cuilibet 'libertatem
conscientiæ.'" And that of Pius, "Haud timent erroneam illam fovere opinionem a Gregorio
XVI. deliramentum appellatam, nimirum 'libertatem conscientiæ' esse proprium cujuscunque
hominis jus." Both Popes certainly scoff at the so-called "liberty of conscience," but there is no
scoffing of any Pope, in formal documents addressed to the faithful at large, at that most
serious doctrine, the right and the duty of following that Divine Authority, the voice of
conscience, on which in truth the Church herself is built.
So indeed it is; did the Pope speak against Conscience in the true sense of the word, he
would commit a suicidal act. He would be cutting the ground from under his feet. His very
mission is to proclaim the moral law, and to protect and strengthen that "Light which
enlighteneth every man that cometh into the world." On the law of conscience and its
sacredness are founded both his authority in theory and his power in fact. Whether this or that
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particular Pope in this bad world always kept {253} this great truth in view in all he did, it is
for history to tell. I am considering here the Papacy in its office and its duties, and in reference
to those who acknowledge its claims. They are not bound by the Pope's personal character or
private acts, but by his formal teaching. Thus viewing his position, we shall find that it is by the
universal sense of right and wrong, the consciousness of transgression, the pangs of guilt, and
the dread of retribution, as first principles deeply lodged in the hearts of men, it is thus and
only thus, that he has gained his footing in the world and achieved his success. It is his claim to
come from the Divine Lawgiver, in order to elicit, protect, and enforce those truths which the
Lawgiver has sown in our very nature, it is this and this only that is the explanation of his
length of life more than antediluvian. The championship of the Moral Law and of conscience
is his raison d'être. The fact of his mission is the answer to the complaints of those who feel the
insufficiency of the natural light; and the insufficiency of that light is the justification of his
mission.
All sciences, except the science of Religion, have their certainty in themselves; as far as they
are sciences, they consist of necessary conclusions from undeniable premises, or of
phenomena manipulated into general truths by an irresistible induction. But the sense of right
and wrong, which is the first element in religion, is so delicate, so fitful, so easily puzzled,
obscured, perverted, so subtle in its argumentative methods, so impressible by education, so
biassed by pride and passion, so unsteady in its course, that, in the struggle for existence amid
the various exercises and triumphs of the human intellect, {254} this sense is at once the
highest of all teachers, yet the least luminous; and the Church, the Pope, the Hierarchy are, in
the Divine purpose, the supply of an urgent demand. Natural Religion, certain as are its
grounds and its doctrines as addressed to thoughtful, serious minds, needs, in order that it may
speak to mankind with effect and subdue the world, to be sustained and completed by
Revelation.
In saying all this, of course I must not be supposed to be limiting the Revelation of which
the Church is the keeper to a mere Republication of the Natural Law; but still it is true, that,
though Revelation is so distinct from the teaching of nature and beyond it, yet it is not
independent of it, nor without relations towards it, but is its complement, reassertion, issue,
embodiment, and interpretation. The Pope, who comes of Revelation, has no jurisdiction over
Nature. If, under the plea of his revealed prerogatives, he neglected his mission of preaching
truth, justice, mercy, and peace, much more if he trampled on the consciences of his
subjects,—if he had done so all along, as Protestants say, then he could not have lasted all
these many centuries till now, so as to supply a mark for their reprobation. Dean Milman has
told us above, how faithful he was to his duty in the medieval time, and how successful.
Afterwards, for a while the Papal chair was filled by men who gave themselves up to luxury,
security, and a Pagan kind of Christianity; and we all know what a moral earthquake was the
consequence, and how the Church lost, thereby, and has lost to this day, one-half of Europe.
The Popes could not have recovered from so terrible a catastrophe, {255} as they have done,
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had they not returned to their first and better ways, and the grave lesson of the past is in itself
the guarantee of the future.
Such is the relation of the ecclesiastical power to the human conscience:—however, a
contrary view may be taken of it. It may be said that no one doubts that the Pope's power rests
on those weaknesses of human nature, that religious sense, which in ancient days Lucretius
noted as the cause of the worst ills of our race; that he uses it dexterously, forming under
shelter of it a false code of morals for his own aggrandisement and tyranny; and that thus
conscience becomes his creature and his slave, doing, as if on a divine sanction, his will; so that
in the abstract indeed and in idea it is free, but never free in fact, never able to take a flight of
its own, independent of him, any more than birds whose wings are clipped;—moreover, that, if
it were able to exert a will of its own, then there would ensue a collision more unmanageable
than that between the Church and the State, as being in one and the same subject-matter—viz.,
religion; for what would become of the Pope's "absolute authority," as Mr. Gladstone calls it, if
the private conscience had an absolute authority also?
I wish to answer this important objection distinctly.
1. First, I am using the word "conscience" in the high sense in which I have already
explained it,—not as a fancy or an opinion, but as a dutiful obedience to what claims to be a
divine voice, speaking within us; and that this is the view properly to be taken of it, I shall not
attempt to prove here, but shall assume it as a first principle. {256}
2. Secondly, I observe that conscience is not a judgment upon any speculative truth, any
abstract doctrine, but bears immediately on conduct, on something to be done or not done.
"Conscience," says St. Thomas, "is the practical judgment or dictate of reason, by which we
judge what hic et nuncis to be done as being good, or to be avoided as evil." Hence conscience
cannot come into direct collision with the Church's or the Pope's infallibility; which is engaged
in general propositions, and in the condemnation of particular and given errors.
3. Next, I observe that, conscience being a practical dictate, a collision is possible between it
and the Pope's authority only when the Pope legislates, or gives particular orders, and the like.
But a Pope is not infallible in his laws, nor in his commands, nor in his acts of state, nor in his
administration, nor in his public policy. Let it be observed that the Vatican Council has left
him just as it found him here. Mr. Gladstone's language on this point is to me quite
unintelligible. Why, instead of using vague terms, does he not point out precisely the very
words by which the Council has made the Pope in his acts infallible? Instead of so doing, he
assumes a conclusion which is altogether false. He says, p. 34, "First comes the Pope's
infallibility:" then in the next page he insinuates that, under his infallibility, come acts of
excommunication, as if the Pope could not make mistakes in this field of action. He says, p.
35, "It may be sought to plead that the Pope does not propose to invade the country, to seize
Woolwich, or burn Portsmouth. He will only, at the worst, excommunicate {257} opponents
... Is this a good answer? After all, even in the Middle Ages, it was not by the direct action of
fleets and armies of their own that the Popes contended with kings who were refractory; it was
mainly by interdicts," &c. What have excommunication and interdict to do with Infallibility?
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Was St. Peter infallible on that occasion at Antioch when St. Paul withstood him? was St.
Victor infallible when he separated from his communion the Asiatic Churches? or Liberius
when in like manner he excommunicated Athanasius? And, to come to later times, was
Gregory XIII., when he had a medal struck in honour of the Bartholomew massacre? or Paul
IV. in his conduct towards Elizabeth? or Sextus V. when he blessed the Armada? or Urban
VIII. when he persecuted Galileo? No Catholic ever pretends that these Popes were infallible
in these acts. Since then infallibility alone could block the exercise of conscience, and the Pope
is not infallible in that subject-matter in which conscience is of supreme authority, no
deadlock, such as is implied in the objection which I am answering, can take place between
conscience and the Pope.
4. But, of course, I have to say again, lest I should be misunderstood, that when I speak of
Conscience, I mean conscience truly so called. When it has the right of opposing the supreme,
though not infallible Authority of the Pope, it must be something more than that miserable
counterfeit which, as I have said above, now goes by the name. If in a particular case it is to be
taken as a sacred and sovereign monitor, its dictate, in order to prevail against the voice of the
Pope, must follow upon {258} serious thought, prayer, and all available means of arriving at a
right judgment on the matter in question. And further, obedience to the Pope is what is called
"in possession;" that is, the onus probandi of establishing a case against him lies, as in all cases of
exception, on the side of conscience. Unless a man is able to say to himself, as in the Presence
of God, that he must not, and dare not, act upon the Papal injunction, he is bound to obey it,
and would commit a great sin in disobeying it. Primâ facie it is his bounden duty, even from a
sentiment of loyalty, to believe the Pope right and to act accordingly. He must vanquish that
mean, ungenerous, selfish, vulgar spirit of his nature, which, at the very first rumour of a
command, places itself in opposition to the Superior who gives it, asks itself whether he is not
exceeding his right, and rejoices, in a moral and practical matter to commence with scepticism.
He must have no wilful determination to exercise a right of thinking, saying, doing just what he
pleases, the question of truth and falsehood, right and wrong, the duty if possible of
obedience, the love of speaking as his Head speaks, and of standing in all cases on his Head's
side, being simply discarded. If this necessary rule were observed, collisions between the
Pope's authority and the authority of conscience would be very rare. On the other hand, in the
fact that, after all, in extraordinary cases, the conscience of each individual is free, we have a
safeguard and security, were security necessary (which is a most gratuitous supposition), that
no Pope ever will be able, as the objection supposes, to create a false conscience for his own
ends. {259}
Now, I shall end this part of the subject, for I have not done with it altogether, by appealing
to various of our theologians in evidence that,
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