ENTIERRO DEL G. CARLES SOLÀ Homilía del P. Abad Josep M. Soler 12 de enero de 2015 Sab 3, 1-9; Sal 62; 2Cor 4, 14-5, 1; Mt 11, 25-30 ¡Cómo te contemplaba en el santuario! El cristiano cuando está en el santuario, en la casa de Dios que es la Iglesia, contempla a Dios con los ojos de la fe y experimenta la gloria y la fuerza poderosa de Dios manifestada en su creación y en la obra salvadora de la humanidad. Y experimenta, también, su amor sin límites; un amor tan grande que, como dice el salmista, vale más que la vida. Estos días de Navidad y de Epifanía, hermanos y hermanas, hemos podido experimentar algo de todo esto. Cuando acoge y vive el amor de Dios, el cristiano busca vivir más a fondo su relación con él porque se da cuenta de cómo le sacia la sed más profunda del corazón. E incluso llega a enamorarse de este Dios. Que no es un Dios abstracto. Es el Dios que se revela en Jesucristo, que en él nos habla de tú a tú, de persona a persona, que en él vive y actúa como un hombre como los demás. Y todo por amor. Un amor que sólo es comprensible desde una fe que ama, desde un corazón sencillo y maravillado. Por eso Jesús, en el evangelio que acabamos de escuchar, ensalzaba al Padre, Señor de cielo y tierra por haber revelado a la gente sencilla todo esto, y haberlo escondido a los sabios y entendidos. Sí, el Padre se da a conocer y da a conocer a su Hijo sólo a los que tienen un corazón lo bastante sencillo para comprender y para corresponderle. El G. Carles, educado en una familia donde la fe cristiana ocupaba un lugar central y profundo, fue descubriendo este amor de Dios que vale más que la vida. Y, con la influencia de sus tíos, el escolapio Josep Franquesa y el benedictino de nuestra comunidad P. Adalbert, fue entendiendo que el lugar central donde acoger este amor y corresponder era la liturgia de la Iglesia y que de ella brotaba la fuerza para vivir y para servir a los demás. En todo su camino de discípulo de Jesús, la oración litúrgica ha tenido para el G. Carles un lugar fundamental. Podía bien decir con el salmista; mi alma está unida a ti y a la sombra de tus alas canto con júbilo, soy feliz contando con tu protección. El G. Carles había nacido en Barcelona en 1927, en el seno de la familia Solà Franquesa, y fue bautizado con el nombre de Josep. Era el primero de nueve hermanos. Estudió las primeras letras en las Escuelas Pías y en 1939 ingresó en nuestra Escolanía, formando parte del primer grupo que la restableció después de la guerra civil; estuvo hasta el 1942. Él ya se habría quedado en Montserrat, pero fue obediente y volvió a Barcelona donde trabajó en el horno de pan familiar; aquel horno que durante la persecución religiosa de 1936 y 1937 había sido como una especie de catacumba cristiana. Josep Solà, después de aconsejarse entre otros con el beato Pere Tarrés, entró en nuestra comunidad en 1947 y profesó en 1949. Después de haber trabajado en varias secciones del monasterio, en 1953 fue nombrado sacristán de esta basílica, cargo que ejerció con competencia y con espíritu de servicio durante más de cincuenta años, hasta que la enfermedad se lo impidió. Cuando acogía a los presbíteros con los grupos de peregrinos o los que venían para concelebrar la misa conventual, siempre tenía una buena palabra y los atendía a gusto. Trabajador infatigable, quería ser útil a la comunidad; incluso durante los primeros años de estancia la enfermería tenía el anhelo de ir a la sacristía para ayudar. A pesar del trabajo, que en un santuario como el nuestro tiene momentos de actividad intensa, procuraba no dejar nunca la lectura espiritual, ni la preparación de los textos litúrgicos del día, ni tampoco el rezo del rosario porque amaba a la Virgen con ternura. Le gustaba la vida en comunidad, procuraba no faltar nunca a los encuentros fraternas de cada día donde aportaba sus anécdotas y su fino humor. Desde que la estancia en la enfermería le impidió esta participación, se interesaba por las cosas comunitarias y se alegraba de todo lo positivo que había. También se interesaba por todo lo referente a Cataluña, porque amaba su país y su gente. Le gustaba estar informado sobre la vida de la Iglesia y de la sociedad. Todo lo quería vivir desde el espíritu de obediencia y de servicio a la comunidad y a los peregrinos, con independencia de si le eran más o mensos agradable. Los compromisos de la vida monástica y el trabajo formaban parte, para él, del yugo suave que Jesucristo le había llamado a llevar como discípulo suyo en el camino monástico. Y él lo aceptaba con amor para corresponder al amor que Dios le tenía, y en ello encontraba el reposo y la paz. Una paz que ha mantenido hasta el final, hasta que se ha dormido plácidamente en el Señor. Los más de siete años que ha pasado a la enfermería nos han permitido ver cómo ocurría en él lo que decía la segunda lectura: la condición física se iba deshaciendo poco a poco, pero su interior se renovaba día a día. En la participación en la liturgia había ido creciendo en la vida en Cristo, se había ido transformando espiritualmente con aquella docilidad propia de los sencillos de corazón. En su larga enfermedad, la mirada humana veía sólo las limitaciones cada vez mayores que sufría de movilidad y de las posibilidades de comprensión y de comunicación; en cambio, por dentro Jesucristo la ha ido identificando con su anonadamiento para hacerlo semejante a él en el misterio de la cruz. Y así aceptar la ofrenda de toda su vida que el G. Carles le había hecho en el momento de la profesión y le había renovado en su jubileo monástico. Ahora, sus hermanos de comunidad, sus hermanos y familiares, los escolanes, los amigos y todos los demás que participáis en la eucaristía, pongamos la vida del G. Carles, con todo lo bueno que ha tenido y con la debilidad y faltas que haya podido tener, en las manos del Padre, que mira con amor el fondo de los corazones. La ponemos en sus manos y rogamos para que la acepte como una ofrenda sobre el altar unida a la ofrenda que Jesucristo hace de sí mismo. Y así encuentre en Cristo la inmortalidad que ha esperado con fe, el reposo de todos sus trabajos que ha deseado, la casa eterna en el cielo que es obra de Dios. Que la Virgen, que el G. Carles ha servido generosamente en esta basílica y en este monasterio durante tantos años, le muestre a Jesús como pedía cada día con el canto de la Salve, para que pueda contemplar en el santuario celestial la gloria y el poder de Jesucristo, que contemplaba por medio de la fe en la liturgia de la tierra.