Política en la Restauración

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Historia de España
• Los partidos políticos de la Restauración
• La Constitución de 1876
El régimen de la Restauración transcurre entre 1875 y 1902. A continuación veremos qué cambios políticos e
históricos se van sucediendo a lo largo de este periodo.
La democracia parlamentaria con sufragio universal es, en la Europa Occidental de finales el siglo XIX y
comienzos del XX, la forma de organización política que corresponde a unas sociedades en las cuales se han
dado previamente dos supuestos: una revolución liberal efectiva y un determinado nivel de industrialización.
Es el caso e toda Europa centroatlántica.
La constitución española de 1876, carta magna de la restauración, se parece a la Constitución francesa de
1875 precisamente en eso: en su excepcionalmente largo período de vigencia.
En España, la herencia de la Restauración constituye una mezcla explosiva:
• Herencia de una revolución liberal deficiente, que no ha sabido crear una clase de pequeños
propietarios campesinos; económicamente asentada, desde la desamortización, sobre una base
latifundista; acostumbrada a recurrir al ejército para apuntalar el orden constitucional.
• Herencia de la generosa utopía de la revolución democrática de 1868; del imposible sufragio universal
masculino promulgado en fecha temprana por una constitución (la del 69) que mantenía intactas las
estructuras económicas y sociales de la España de Isabel II.
El noble empeño de Cánovas del Castillo había de desembocar en dos cosas: o una reforma económica y
social a fondo, o una hipocresía semejante a la que hemos visto definir la política italiana contemporánea.
La transición de la República a la monarquía se ve a través de: el fracaso de la república de 1873 en el empeño
de mantener el orden público y la rebelión cantonalista, constituye el punto de partida, determinando el golpe
de Estado del general Pavía y la subsiguiente república de 1874, que actuará como verdadero régimen de
transición.
Todo ello se opera sobre una sociedad globalmente preparada e inducida por sus grupos dirigentes a la
Restauración.
El sexenio no había alterado sustancialmente los fundamentos tradicionales del poder; y los grupos sociales
que lo detentaban habrán de sentirse ganaos por la inquietud y por el temor, por el deseo de seguridad a toda
costa; por el deseo de volver a lo anterior, a lo de siempre. A ellos les empujaba la irradiación del mito de la
Comuna; la persistencia de una ideología tradicional, de abolengo estamental y nobiliario, de fuerte
implantación de la elite dirigente y de las clases medias tradicionales; el deseo de un gobierno estable que
garantice situaciones sociales y expectativas económicas, y la identificación de revolución y democracia con
anarquía.
A cada elite social le corresponde un papel. La nobleza, mantendrá una oposición a la revolución de las clases
medias y del pueblo. Piensa y siente que esta última revolución ha ido más allá de lo admisible por el
horizonte ideológico y la mentalidad aristocratizante de sus cuadros. Para la Iglesia la restauración era un
fenómeno deseable en parte; la parte restante iba apostada a la carta carlista. La burguesía, y en especial la
catalana, está ávida de seguridad, de estabilidad, pero a lo que no se acostumbran es a la inestabilidad del
poder, a la indisciplina de unas clases populares que se han adueñado de la calle.
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Tras los ideales que movilizaron el 58 y el 73, sólo una restauración podría retrotraer las cosas a la
prosperidad y la seguridad de los primeros sesenta.
En cuanto la las clases populares, la democracia surgida de la revolución de septiembre no pudo o no acertó a
crear un identificación real de intereses entre las clases trabajadoras y el régimen democrático o republicano.
La represión que siguiera a la derrota de los focos cantonales significó en España un considerable proceso en
el papel de las clases populares y trabajadoras como fuerza política activa.
La empresa restauradora se presenta factible. Se va a operar la acción de los tres principales motores
inmediatos del cambio: el partido alfonsino, el mundo de los negocios y de los grandes intereses económicos
y el Ejército.
En primer lugar está lo que podemos llamar partido alfonsino, acaudillado por Antonio Cánovas del Castillo.
Cánovas, revolucionario en el 68, restaurador en el 75, tendrá la imaginación para advertir que la viabilidad y
la permanencia de una restauración estará condicionada a un cambio de faz en la vida política española. Se
trata de restaurar un conjunto de cosas que Cánovas estima esenciales y en las cuales sinceramente cree: la
monarquía como institución constitucional con la historia de España, vinculada a los Borbones; el régimen
representativo en su versión doctrinaria, capaz de integrar en los órganos del poder las supervivencias
estamentales existentes en el país; la defensa de la propiedad y del orden social tradicional; un liberalismo
entre la actitud represiva de los moderados históricos y la devoción integral que los hombres del sexenio
profesarán a las libertades formales.
El segundo motor del cambio está constituido por el mundo de los negocios y de los grandes intereses
económicos.
El tercer factor decisivo es el Ejército. La doctrina del alfonsismo venía a presentar dos elementos de la
ideología política de los militares decantados en el siglo XIX: su monarquismo y su liberalismo.
Militares y políticos sustentan ideologías análogas; experimentan la inducción de los mismos intereses. Pero
divergen en cuanto se refiere a los medios a utilizar para llegar al hecho de la Restauración. Cánovas piensa en
una Restauración sobrevenida por medios constitucionales. Pero los militares se impacientan. Será el militar
Martínez Campos el que proclame rey de España a Alfonso XII en el 29 de diciembre de 1874 cerca de
Valencia. Cánovas calificó de botaratada el acto de Sagunto. Pero inmediatamente después del
pronunciamiento de los ejércitos del centro y del norte, y por las principales guarniciones de Madrid y de
provincias, el poder que abandona el general Serrano como presidente del Ejecutivo es transmitido por el
general Primo de Rivera al representante oficial del rey: a Antonio Cánovas del Castillo.
A Cánovas corresponden las primeras decisiones y la configuración de la primera imagen del nuevo régimen.
El 31 de diciembre de 1874 queda constituido el llamado ministerio−regencia, bajo la presidencia del mismo
Canovas.
Los dieciocho meses que median entre el pronunciamiento de Sagunto y la entrada en vigor de la Constitución
de 1876 constituyen una etapa decisiva en la conformación del nuevo régimen, cuya solidez y capacidad de
permanencia eran una incógnita tras la inestabilidad de los seis años precedentes. El esfuerzo de consolidación
llevado a cabo por Canovas apunta en cuatro direcciones: En primer lugar, se trata de restaurar toda una
ordenación sociopolítica bien asentada estructuralmente: modificación del matrimonio civil y reconocimiento
de todos sus efectos al exclusivamente canónico; aproximación a la jerarquía eclesiástica; etc. En Segundo
lugar, se trata de amortiguar el efecto pendular del tránsito a la Restauración. El régimen canovista tiende
fundamentalmente a establecer el acuerdo entre los diversos grupos de los sectores dirigentes, teniendo en
cuenta los intereses de los antiguos moderados, progresistas y aun sectores democráticos en una época
posterior. En este contexto, sectores políticos (Cánovas) y sectores sociales (burguesía catalana) apoyan tanto
la revolución del 68 como la Restauración del 75. En tercer lugar, se tratará de vincular las personalidades
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militares a las funciones castrenses y de encauzar su actividad política dentro de los partidos políticos y las
libertades ciudadanas. Se rectificaba así el régimen militarista consecuente a las guerras carlistas y se
organizaba el poder en un contexto fundamentalmente civil. Cánovas se esforzará en hacer del rey jefe
supremo del Ejército.
La clave en la consolidación del régimen se encontraba en la forja de un orden constitucional que de acuerdo
con un criterio ecléctico tratará de conjuga los principios salvaguardados por la Constitución del 45, con las
ideas y las libertades que animaron la Constitución del 69. Para construir las bases de la nueva Constitución se
promueve una Asamblea de ex senadores y ex diputados monárquicos, que se reunirían en el Senado el 20 de
mayo de 1875. Un Real decreto de 31 de diciembre de 1875 viene a convocar elecciones, por sufragio
universal.
Como ha señalado Martínez Campos la celebración de comicios bajo el ritual democrático servía de
justificación para depurar las responsabilidades en que se había incurrido con el pronunciamiento militar.
Aunque estamos hablando de sufragio universal, el término resulta improcedente por el falseamiento práctico
que eliminaba la convocatoria a todas las mujeres, cuantificadas en algo más del 50 por 100. La primera
experiencia electoral de la Restauración dejará ya una plena constancia de lo que sería un comportamiento
político habitual; una curiosa mezcla de respeto externo a las formas del sistema parlamentario, y de cínica
adulteración de sus esencias reales.
Las nuevas cortes contaron con una mayoría abrumadora −333 diputados sobre 391− de liberal−conservadores
y ministeriales. Un amplio sector no creía en el procedimiento democrático que estaban aplicando. Entre
marzo y mayo de 1876 se discute, ya en las Cortes, el proyecto de Constitución. Tras la aprobación por ambas
cámaras sobrevendrá la sensación real y, el 2 de julio, la publicación en la Gaceta de Madrid.
Para entender la Constitución de 1876 como expresión jurídica formal del Estado de la Restauración es
preciso tener en cuenta tanto su amplitud como sus límites. La constitución de 1876 fue fruto de un inteligente
esfuerzo encaminado a hallar una plataforma lo más amplia posible, en la cual tuvieran cabida las tendencias
políticas que se habían manifestado como más importantes a lo largo del proceso constitucional español
durante el siglo XIX. Se trataba de evitar que cada partido pretendiese implantar su propia Constitución tan
pronto llegase al poder; de evitar que un partido gobernase y el otro se mantuviera en el retraimiento hostil,
preparando su revolución para cambiar las tornas. En consecuencia, fue una Constitución realmente ecléctica,
capaz de expresar el consenso existente entre un muy amplio sector de la clase política del momento. Tal fue
una de las claves de su excepcional duración.
Estamos ante una concepción doctrinaria según la cual la soberanía reside en las Cortes con el rey. En esencia,
la constitución de 1876, con sus 89 artículos distribuidos en 13 títulos, tiene dos partes sustanciales.
Hay una declaración de derechos individuales que pretende salvaguardar a priori el mecanismo
constitucional; confiere a la Constitución canovista su carácter liberal, más liberal que la de 1845. La
Constitución remitía la regulación de los derechos mencionados a leyes ordinarias. La legislación canovista
será restrictiva en tanto que la ambigüedad del texto constitucional permitirá a los liberales el desarrollo de
una legislación que vendrá a instalarse en el surco abierto por los legisladores del sexenio. En segundo lugar
la planificación de un mecanismo político encaminado a elaborar y a imponer la ley.
Rey, Cortes y Gobierno son los tres órganos principales de la monarquía parlamentaria establecida por la
Constitución del 76. En cuanto al rey, recogió los atributos esenciales de la monarquía tal como −con leves
retoques− los habían venido consagrando las Constituciones anteriores: inviolabilidad del monarca, potestad
compartida con la Cortes, de legislar, de sancionar y promulgar las leyes; de hacerlas ejecutar en todo el reino;
el mando supremo de las Fuerzas Armadas; la designación de los ministros responsables; etc.
Mas, en el espíritu canovista de la Constitución la monarquía no era entre nosotros, una mera forma de
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gobierno, sino la médula misma del Estado español. La Corona siguió siendo teniendo hasta 1931 un poder
efectivo.
En cuanto a las Cortes, el viejo patrón moderado se manifiesta en su estructura bicameral y en la composición
de la Cámara alta o Senado, integrado por tres clases de senadores: por derecho propio, vitalicios y elegidos.
A diferencia de la Constitución de 1845, el número de senadores estaba limitado a 360; de ellos sólo el 50 por
100 eran de carácter electivo. La Constitución dejaba abierto el camino para una restauración del sufragio
restringido o una aplicación sufragio universal masculino, como harán los liberales posteriormente.
En la Constitución el gobierno no aparece mencionado en cuanto a entidad corporativa, tampoco la figura del
jefe de gobierno: sólo se habla en aquélla de los ministros. El gobierno se afirmará en la práctica, a través de
la figura de su jefe que será el que presente al monarca la lista de ministros. La práctica de los regímenes
parlamentarios occidentales exigía que el jefe de gobierno contara con una doble confianza: la de jefe de
Estado y la de las Cortes; mayoría dependiente de las decisiones del cuerpo electoral. El rey puede disolver las
Cortes antes de expirar su mandato (5 años) pero con la obligación preceptiva, de convocar y reunir el Cuerpo
o Cuerpos disueltos (Senado, Congreso o ambos) en el plazo de tres meses.
Hasta aquí, la Constitución no es muy distinta del modelo establecido por las Leyes Constitucionales
francesas del año anterior (1875). En España, el funcionamiento real del sistema y la conducción de la vida
política responde a realidades que no están presentes en el texto constitucional, y puede ser referible a lo que
podrá ser llamado un submodelo meridional.
En primer lugar, la función reservada al cuerpo electoral no es decisiva. Las líneas de inducción funcionan del
gobierno al electorado, previo acuerdo de aquél con unos notables rurales, locales o provinciales que, o bien
simulan las elecciones o bien tienden a traducir unas realidades locales.
En segundo lugar, el rey designa a un jefe del gobierno que le propone a él mismo los ministros, que recibe un
decreto de disolución y que convoca nuevas elecciones, pactando sus resultados con las diversas fuerzas
políticas (encasillados), capaces de movilizar sus respectivas clientelas; de esta manera se hacen unas
elecciones que proporcionan holgada mayoría al gobierno que las convoca.
En tercer lugar, señalemos, cómo la suprema decisión queda en manos del rey, que es el que nombra o
exonera, de acuerdo con la Constitución, a cada jefe del gobierno dentro del bipartidismo existente.
El gobierno parlamentario es una ficción desde el punto de vista del derecho constitucional, pero es una
realidad social y política.
La vida política se establece bajo la base de unos partidos que aceptan la legalidad constitucional. El modelo
de referencia es un sistema bipartidista. Dos partidos deben establecer acuerdos y pactos, unas reglas de
convivencia y turnos de poder durante el mismo régimen. El partido liberal−conservador gobernará desde
1875 hasta 1881. Los liberales suben al poder hasta 1884, fecha en que vuelve Cánovas. En 1885, tras la
muerte de Alfonso XII, vuelven los liberales, ahora sobre unas bases precisas, establecidas en el pacto del
Pardo que viene a refrendar el sistema de gobierno alternativo de partidos.
Para Martínez Cuadrado, los dos partidos no encuadraban la dualidad de la sociedad española. Pero ambos
tienen caracteres comunes: Primero, son partidos de notables, de implantación nacional, provincial o local,
aunque predominan los urbanos. Segundo, son partidos parlamentarios. Tercero, funcionan con una clientelas
y redes de carácter local, provincial y nacional, valiéndose de núcleos concreto: asociaciones, círculos y
sociedades.
La escasa representatividad de los partidos y la falta de articulación política a que esto daba lugar, facilitó la
persistencia de un fuerte localismo político. La España del siglo XIX era un país de centralismo legal pero de
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comarcalismo y localismo real.
La Restauración se apoya sobre dos partidos políticos. Uno es el partido conservador, heredero de moderados
y unionistas, participa en las Constituyentes de 1869 y pasa a la oposición sistemática en 1873. Durante la
primera república practica el retraimiento parlamentario y en agosto de 1873, Cánovas, que era su cabeza, se
constituye como jefe del partido alfonsino. Se mantiene apartado tras la disolución de las Cortes por el general
Pavía, y accede al poder tras el pronunciamiento de Martínez Campos el 29 de diciembre de 1874. El partido
liberal−conservador, como se llamó en la Restauración, conservador desde 1884, era un partido de cuadros. El
jefe del partido era el encargado de (una vez siendo gobernante) de cubrir los distintos ministerios y demás
puestos políticos.
Otro es el partido liberal−fusionista, liberal desde mediados de los años 80, que también tiene su trayectoria.
Recordemos que progresistas, demócratas y radicales unidos bajo la jefatura de Prim, Sagasta y Ruiz Zorrilla
entre 1860 y 1873 forman el partido constitucional en el reinado de Amadeo en torno a Serrano y Sagasta.
También, tener presente el protagonismo político del partido constitucional durante la república del 64, así
como el hecho de que fuera Sagasta el presidente del último gobierno del sexenio. Con la Restauración,
Cánovas vino a sustituir a Sagasta. Los liberales serán llamados por Cánovas para gobernar en su momento.
Este gobierno pasa por seis etapas:
• Cánovas negocia con Sagasta para que se constituya un partido parlamentario de oposición al gobierno,
sobre las bases de la aceptación dinástica y el respeto a la Constitución que en 1875 se está elaborando.
• Una minoría en las elecciones de 1876 advierte dos tendencias; la que, aunque fiel a la dinastía, defiende la
Constitución del 69: partido constitucionalista, y la que agrupa en torno a Alonso Martínez, procedente de
la Unión Liberal, busca una situación intermedia entre el constitucionalismo y el conservadurismo: partido
centralista.
• Significado por la fusión de los dos grupos en 1880 dando lugar al partido liberal−fusionista, que accede al
poder un año más tarde.
• Cierta tensión dentro del partido por la aparición de un ala disidente, la llamada izquierda dinástica que
reclama la democratización del sistema de sufragio y una interpretación literal la Constitución.
• La integración en 1885 en el ya partido liberal de la fracción liberal−demócrata.
• En 1885 tras la muerte de Alfonso XII, el partido vuelve al poder y manifiesta una apertura y capacidad de
atracción hacia otros grupos que provienen bien del partido conservador o del republicano.
Posibilismo, practismo y pactismo constituirán el triángulo de notas definitorias del talante realista y positivo
de la vida de la Restauración (D. Núñez).
El punto de partida para entender el caciquismo es la consideración de las microestructuras de poder existente,
a nivel rural y local, en la España del siglo XIX. Al cacique le corresponde el papel de conectar el medio local
con el Estado, con un poder grande y ajeno, irresistible en sus decisiones. Los caciques o notables miembros
de una elite local o comarcal, más poderosos que el gobernador civil, caracterizada por: su arraigo en un
medio geográfico, económico y socialmente circunscrito; su predominio personal en el marco de una sociedad
tradicional y cerrada; su función de intermediarios de esta última con respecto al Estado. El cacique está ahí,
único interlocutor real del que dispone el poder político central para entrar en contacto con una realidad
nacional en la cual dista de haberse consumado el largo proceso histórico que conduce, en España, del antiguo
al nuevo Régimen. Aún así, es sabido que existió una resistencia por parte de los campesinos hacia la
manipulación, hacia el caciquismo.
Para terminar esta ojeada al funcionamiento de la Constitución del 76 y al de los partidos políticos de la
Restauración, una última observación realmente esencial: no entenderíamos nada del régimen de referencia si
no tuviéramos en cuenta que no estamos en presencia de una situación inmóvil, que permanece más o menos
igual a sí misma a lo largo y a lo ancho de la geografía española. Lo que tenemos delante es un proceso
histórico cuyo sentido consiste en conseguir cada vez una mayor movilización política del electorado,
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buscando una progresiva autenticidad del régimen representativo; buscando una paulatina elevación del
cuerpo electoral a la ciudadanía, al hilo de una evolución económica, social y cultural semejante a la recorrida
por los demás Estados de Europa Occidental.
Bibliografía
• Jover Zamora J. M., Gómez Ferrer G., Fusi Aizpúrua J. P.: España: Sociedad, política y civilización.
Areté, 2001, Madrid
• Andrés−Gallego, J.: Revolución y Restauración (1868−1931). Madrid. 1982.
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