John Stuart Mill (1806-1873)

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John Stuart Mill (1806-1873)
John Stuart Mill, filósofo, político y economista inglés, representante de la escuela económica clásica,
liberal y teórico del utilitarismo, nació en Pentonville (Londres) y murió en Aviñon (Francia), donde vivió
sus últimos años. Fue el mayor de los nueve hijos del filósofo e historiador escocés James Mill. Su padre,
con el consejo y la ayuda de Jeremy Bentham y Francis Place, le dio una educación extremadamente
rigurosa, apartado de los chicos de su misma edad. Su padre, un seguidor de Bentham y del
asociacionismo, tenía el objetivo de crear un genio intelectual que pudiera continuar la causa del
utilitarismo y su realización.
Sus hazañas como niño eran excepcionales. A la edad de tres años le enseñaron el alfabeto griego y largas
listas de palabras griegas con sus correspondientes traducciones al inglés. Alrededor de los ocho años ya
había leído las Fábulas de Esopo, la Anabasis de Jenofonte y todas las obras de Herodoto en su idioma
original; al mismo tiempo ya conocía diálogos de Platón. Para entonces ya había leído mucha historia en
inglés. A la edad de ocho años empezó a estudiar latín y álgebra. Su principal lectura continuaba siendo la
historia, pero estudió también a todos los autores latinos y griegos comúnmente leídos en las escuelas y
universidades de aquel entonces. A la edad de diez años ya leía a Platón y Demóstenes con facilidad. La
Historia de la India de su padre fue publicada en 1818; inmediatamente después, a los doce años, John
comenzó el cuidadoso estudio de la lógica escolástica al tiempo que leía los tratados lógicos de
Aristóteles en su lengua original. Al año siguiente lo introdujeron en la economía política y el estudio de
Adam Smith y David Ricardo.
Pero a los 20 años, en 1826, sufrió una “crisis mental”, descrita detalladamente en su Autobiografía
(1873). Se rebeló contra su estricta educación, contra el utilitarismo (aunque sin romper con él), y se abrió
a nuevas corrientes intelectuales como Comte, el pensamiento romántico y el socialismo.
Mill trabajó para la Compañía de las Indias Orientales y fue miembro del Parlamento por el partido
Liberal, donde abogó por aligerar las cargas sobre Irlanda. En Consideraciones sobre el gobierno
representativo, Mill propuso varias reformas del Parlamento y del sistema electoral, especialmente trató
las cuestiones de la representación proporcional y la extensión del sufragio. En 1851 Mill se casó con
Harriet Taylor tras 21 años de amistad. Taylor fue una importante influencia sobre su trabajo e ideas tanto
durante su amistad como durante su matrimonio. La relación con Harriet Taylor inspiró la defensa de los
derechos de las mujeres por parte de Mill.
Obra
Uno de sus libros fundamentales es Sobre la libertad, acerca de la naturaleza y los límites del poder que
puede ser legítimamente ejercido por la sociedad sobre el individuo. Otra obra importante de Mill es
Utilitarismo, una exposición razonada de la filosofía del Utilitarismo, creada principalmente por Jeremy
Bentham, y que su padre compartía.
La obra maestra de Mill fue Sistema de la lógica inductiva y deductiva, revisada y editada en numerosas
ocasiones. Una influencia primordial para esta obra fue la Historia de las ciencias inductivas (1837) de
William Whewell. La reputación de la obra de Mill estriba principalmente en el análisis de la prueba
inductiva, que se contrapone a los silogismos aristotélicos, de naturaleza deductiva. Mill formula cinco
métodos de inducción que han pasado a conocerse como los Métodos de Mill: el método del acuerdo, el
método de la diferencia, el método común o doble método de acuerdo y diferencia, el método de residuos
y el de variaciones concomitantes. La característica común de estos métodos, el verdadero método de la
investigación científica, es el de la eliminación. El resto de métodos están, por lo tanto, subordinados al
método de la diferencia. Otro intento de Mill fue postular una teoría del conocimiento del estilo de John
Locke, empirista más moderado que Hume.
A lo largo de su vida se interesó por diversos aspectos de la política, tanto en general, por ejemplo en
Principios de economía política o Sobre la religión, como respecto a cuestiones históricas concretas
como Consideraciones sobre el gobierno representativo, Inglaterra e Irlanda, etc.
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Líneas generales de su pensamiento
Los fundamentos de la filosofía de Mill proceden de diversas fuentes. El empirismo de
Hume y de Locke, junto con el asociacionismo psicológico de su padre, le sirven de
base antropológica y para su noción del conocimiento; el utilitarismo de Bentham, al
que corregirá en algunos puntos, así como la teoría de la sociedad industrial de SaintSimon y Comte, al que discute algunos enfoques, influyen en su teoría social. La idea
de una irresistible marcha de la historia hacia la democracia y el riesgo de una tiranía de
la mayoría provienen de Tocqueville. Sin embargo, la síntesis de esos materiales es
original, aunque su pensamiento es algo ecléctico1. Su visión del hombre es naturalista,
aunque después de su crisis intelectual se abre a una visión más amplia de lo humano.
El positivismo
Si la primera mitad del s. XIX está intelectualmente dominada por el movimiento
romántico y por las diversas formas de la filosofía idealista, desarrollada sobre todo en
Alemania; la segunda mitad lo está por el positivismo cientificista que se atiene a los
hechos observables (empirismo) y su medición (matemáticas).
Las diversas formas del idealismo tratan de desarrollar una filosofía atenta sobre todo al
espíritu y al absoluto. En este sentido, rechazan que la representación científica del
mundo pueda agotar el conocimiento, o que se trate de la forma más alta del saber. Los
excesos especulativos del idealismo, aunque tendrán amplia continuidad, especialmente
en la inversión materialista que Marx da a esta línea de pensamiento, entrarán en crisis a
mitades del XIX. A partir de la mitad del siglo, recupera terreno una visión más cercana
a la Ilustración clásica, que pone su ideal en la llamada visión científica del mundo. La
filosofía cientificista de esta época es el Positivismo. Entrado el s. XIX, las ciencias ya
se habían desarrollado ampliamente y su prestigio estaba consolidado. Además, también
se había aplicado su modo de conceptuar y sus métodos al estudio de realidades
humanas, principalmente a la economía. El progresivo desarrollo de las diversas formas
políticas de la democracia parlamentaria obedecía a esta mentalidad pragmática y
simplificadora que se llamó el realismo burgués.
La situación histórica estaba marcada por los profundos y convulsos cambios sociales
de la Revolución industrial. No es de extrañar que aparecieran numerosas propuestas
para racionalizar la realidad social y los profundos desajustes que presentaba. Junto con
la propuesta marxista, es comprensible que el enfoque científico sirviera de modelo
preferente para algunas de ellas. Si fuera posible organizar la vida política y social
desde una racionalidad tan eficaz como la ciencia, entonces podría abrirse una
esperanza para un futuro de progresivo desarrollo, justicia y bienestar.
El positivismo se basa fundamentalmente, pues, en la pretensión de hacer una “filosofía
científica”, idea presente en el primer Hume. Su fundador es Auguste Comte, aunque
Stuart Mill es también uno de sus autores. Se trata de legitimar el estudio naturalista del
hombre, tanto individual como socialmente. Para el positivismo solamente el método
científico puede ser válido. Debe partirse de hechos, de datos positivos sensiblemente
observables. A partir de ahí, inductivamente, generalizar sus leyes y encontrar las
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Eclecticismo: Forma de pensamiento en el que se toman ideas de diversas escuelas filosóficas sin
conseguir una síntesis plenamente coherente.
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causas de los fenómenos. El trabajo intelectual no debe comenzar por principios o ideas
no observables o creencias tradicionales, sino partir de la experiencia directa. Una
civilización madura estaría dominada por la visión científica, más allá de las religiones
y de las filosofías especulativas. La ciencia puesta al servicio de la humanidad, que sería
el valor “religioso” más alto. Una religión natural o racional. La “religión de la
humanidad”, que Comte trató de organizar, con curiosos ritos.
Comte formuló la ley de los tres estadios según la cual la historia humana habría
atravesado tres etapas: la religiosa, la filosófica y la científica, que sería definitiva. El
positivismo sería su manifestación concreta y, por tanto, la filosofía definitiva.
Paradójicamente, Comte empezó siendo científico, luego desarrolló una filosofía y,
finalmente, pretendió fundar una “religión de la humanidad”.
Para la concepción positivista de Comte, la ciencia principal sería la sociología. Tenía
una clara intención de organizar la sociedad desde sus criterios ideológicos. Stuart Mill,
mucho más sensible a la idea de libertad individual, siempre sería receloso ante tales
intentos de corte más bien socialista.
El utilitarismo
Históricamente, el utilitarismo, como teoría que defiende que la moral consiste a buscar
el máximo bien para el máximo número y a distribuir el bienestar de manera imparcial
según el principio de que cada uno vale por uno y sólo por uno, aparece durante la
revolución industrial, en el siglo XIX británico con Jeremy Bentham (1748-1832) y con
John Stuart Mill (1806-1873), pero el propio Bentham reconocía que el principio básico
de su filosofía provenía de los ilustrados Helvetius (1715-1771) y Beccaria (17381794). Para el primero «El interés personal es en cada sociedad el único apreciador del
mérito de las cosas y de las personas» y para Beccaria en Dei delitti e delle peno, el
criterio de las leyes «dictadas por un observador imparcial de la natura humana»
debería ser: «el máximo de felicidad posible repartido entre el más gran número.» De
hecho, toda la teoría utilitaria no hace demasiado más que profundizar en el significado
y los implícitos de ambos axiomas. Pero el utilitarismo tiene como mínimo otros cinco
antecedentes filosóficos de una cierta entidad:
1.- El epicureísmo: Para Epicuro también la felicidad estaba vinculada a un cálculo de
las consecuencias de nuestras acciones. Hacer lo útil para hacernos felices quiere decir,
tanto para Bentham y Mill como para Epicuro, optar por el máximo bien y no por un
bien total, perfecto e inalcanzable.
2.- El nominalismo. Teoría defendida por Guillem de Ockham (1290-1349) y por los
franciscanos medievales, según la cual los conceptos universales no existen. Son
simplemente signos lingüísticos que tienen como objetivo simplificarnos la vida (es más
sencillo decir “hombre” que hacer una lista con todos los humanos). Los utilitaristas
defienden también que la crítica del lenguaje y la necesidad de conceptos claros es
fundamental por poder elaborar una filosofía, porque bajo un concepto mal definido
siempre se esconde la posibilidad de manipulación o el intento de controlar las
conductas.
3.- Francis Bacon y la teoría de los ídolos. Para este filósofo del Renacimiento “ídolos”
son todo aquello que nos impide pensar libremente y, por lo tanto, nos obliga a hacer
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mala filosofía (la tradición, los conocimientos que no superan le experiencia práctica,
los conceptos mal formulados, el respeto atávico por el pasado). También los
utilitaristas consideran que es un error muy habitual en la filosofía dejarse llevar por los
idolos, en lugar de tener presentes los hechos.
4.- El empirismo y, especialmente, Hume. El denominado “principio de la copia” de los
empiristas, según el cual sólo puede ser aceptado aquel concepto del cual sabemos a
ciencia cierta de qué impresión deriva, es la base epistemológica de los utilitaristas
europeos y del pragmatismo americano posterior. Pero los utilitaristas se desmarcan de
un concepto fundamental en Hume: el emotivismo. Para el filósofo escocés, los
conceptos morales se fundamentan en emociones o derivan de ellas y, por lo tanto, no
pueden ser evaluados, porque ninguna emoción es mejor o peor que otra. En cambio, los
utilitaristas consideran que pueden evaluarse los actos morales. Es mejor objetivamente
aquel acto moral que procura más bienestar para un mayor número de individuos, no el
más emotivo.
5.- El liberalismo ilustrado, en la medida que el utilitarismo se manifiesta contra toda
tutela moral. Cada cual debe ser libre y responsable de sus actos y la autonomía
personal, entendida como lo contrario al paternalismo, es la base de la responsabilidad
moral.
La influencia de Mill se debe, sobre todo, a sus obras ético-políticas. Las propuestas de
análisis y racionalización de la vida social y política habían sido frecuentes desde la
Ilustración, y habían saltado al primer plano de interés al entrar la filosofía moderna en
la escena práctica de la historia en la Revolución Francesa. Algunos de los textos
emblemáticos, cuyo precedente renacentista es El príncipe de Maquiavelo, son: El
Tratado del gobierno civil de John Locke, El contrato social de Jean Jacques Rousseau,
El Leviathan de Hobbes o El espíritu de las leyes de Montesquieu.
Mill es un utilitarista, pero su obra no se limita a reproducir el esquema individualista y
el atomismo sociológico empirista que dominaban en Bentham. El utilitarismo es la
teoría que convierte a la utilidad (entendida en referencia a la felicidad o bienestar) en el
único criterio. Se trata de orientar la acción a lograr “la mayor felicidad para el mayor
número”. Y por “felicidad” se entiende el placer y la ausencia de dolor, mientras que la
“infelicidad” es el dolor y la privación del placer. Es, pues, una propuesta ética que
atiende a los fines de la acción humana (teleológica), e intenta universalizarlos como
criterios o reglas generales. Para lograrlo debe procederse a una valoración imparcial de
los intereses afectados por un determinado criterio y las consecuencias derivadas de su
aplicación en relación a la felicidad o bienestar general. Todo, incluso la virtud
desinteresada, tiene unas consecuencias que deben ser evaluadas empíricamente.
Aun así, Para Mill: «la cuestión de los fines supremos no es susceptible de ser probada
directamente» (Utilitarismo), aunque se resumen en el concepto de felicidad. Sólo
mediante el análisis de sus consecuencias podemos saber si una acción es buena o
deseable. Ya en Hume se encuentra este argumento. La razón sólo puede trabajar en el
terreno de los medios, los fines derivan de instancias no racionales: deseos, instintos,
sentimientos, costumbres, etc.
De ahí que si entre dos principios morales queremos saber cuál es el mejor, hay que
tener en cuenta tanto la cantidad como la calidad de sus consecuencias
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(consecuencialismo). Por eso es especialmente valioso el juicio de quienes, siendo
personas competentes, han conocido diversos modos de existencia. No veremos a un
sabio aceptar convertirse en ignorante, o a un hombre descender a la categoría de
animal. Lo bueno es siempre lo cualitativamente deseable y lo socialmente útil.
Como empirista, el utilitarismo es constructivista. Que los sentimientos morales no sean
innatos conlleva que la demostración de su “naturalidad” (Utilitarismo, cap. III) sólo
pueda ser social. Como dice el propio Mill: «Es natural en el hombre hablar, razonar,
construir ciudades y cultivar la tierra aunque éstas sean facultades adquiridas». En las
acciones morales se manifiesta “esa poderosa base natural de sentimientos” que nos los
hace sentir como necesarios; pero “el interés y la simpatía” nos llevan a considerar
necesariamente a toda la humanidad entendida como totalidad política. La libertad, por
ejemplo, como la felicidad, ha de ser deseada desinteresadamente, pero eso no impide
que se trate también de principios normativos que han de ser validados y confirmados
por la experiencia, es decir, por el comportamiento de las sociedades humanas.
En resumen, para el utilitarismo: «Los ingredientes de la felicidad son varios; cada uno
de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le considera unido al
todo». Que algo sea deseado por los individuos mejores muestra que es deseable en
general.
Las características de la ética utilitarista pueden describirse a través de sus ejes
principales:
a) Teleología: El utilitarismo afirma que las acciones humanas tienen sentido por su
finalidad. Esa finalidad es "ser feliz". La utilidad es instrumental respecto a la felicidad
y ésta tiene sentido en ella misma: algo es bueno porque nos ofrece felicidad (placer o
bienestar), al margen de lo que opine la sociedad. Cualquier cualidad o virtud, si es
«preferible», lo es en la medida en que permite orientar la vida felizmente sin hacer
daño a terceros.
b) Imparcialidad: Si «cada cual vale por uno y sólo por uno», no se pueden tener
consideraciones especiales para nadie que vayan contra los derechos reconocidos a todo
el mundo. La impersonalidad es una exigencia de la imparcialidad, pero a menudo ha
sido reprochada como un síntoma de insensibilidad respeto a los más desfavorecidos
que, según otras teorías de la justicia, deberían ser especialmente favorecidos para hacer
posible un marco futuro de igualdad.
c) Consecuencialismo: El utilitarismo considera que el bien debe ser evaluado por sus
resultados medibles. Lo importante, es el aumento de bienestar (felicidad o placer) que
se logra y no la motivación subjetiva que impulsa o la naturaleza de las acciones en si
mismas.
d) Generalización: La pregunta que debemos hacer para justificar el valor de nuestros
actos seria: «¿Qué sucedería si todo el mundo hiciera el mismo que yo quiero hacer?».
El hecho de que cada cual busque su bien del modo que le plazca, no niega que algunas
acciones (regalar libros a una biblioteca o dinero a los necesitados) son mejores que
otras (quemar libros o gastarme el dinero en drogas, por ejemplo) porque dan más
felicidad (bienestar) a más gente durante más tiempo.
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f) Agregación: En el utilitarismo la felicidad agregada (la suma de la felicidad de todos
los individuos) es superior y preferible a la de cariz individual.
g) Universalista: Afirma la unidad moral de la especie humana y concede una
importancia secundaria a las diferencias históricas y culturales.
h) Meliorista: Afirma que qualquier institución social y acuerdo político peude ser
corregido y mejorado a través de la crítica, que és el instrumento del progreso.
i) Individualista: Afirma la supremacia moral de la persona singular ante les exigencias
de cualquier colectivo.
«La utilidad de una tendencia, de una acción o de un objeto es definida como la
propiedad de producir felicidad, bajo una u otra forma, o de evitar una desdicha, sea lo
que sea, por la parte interesada, es decir, por el individuo solo o por una comunidad de
individuos según el punto de vista que se tome. La utilidad se opone a la nocividad de
la acción o de la tendencia, es decir la divergencia con el fin de la felicidad. La
apreciación de la utilidad es un medio plenamente relativo al único fin asignado al ser
humano, que es la felicidad o el bienestar.» Y la felicidad es: «Una palabra empleada
para designar la suma de placeres experimentados durante la cantidad de tiempo que
se considere, una vez deducida la cantidad de pena experimentada durante la misma
cantidad de tiempo.» En consecuencia: «Por principio de utilidad se significa este
principio que aprueba o desaprueba una acción, sea la que sea, según la tendencia que
ella parezca tener de aumentar o de disminuir la felicidad de la parte que tiene el
interés en cuestión; o lo que viene a ser el mismo, de promover la felicidad o de
convertirse en obstáculo. Digo de toda acción y, en consecuencia, no tan sólo de toda
acción en particular, sino de toda medida del gobierno.» (...) «Cuando se los interpreta
así, palabras como deber, justo e injusto y otras de la misma naturaleza tienen un
sentido; cuando se los interpreta de modo contrario no tienen sentido.»
¿Pero, cómo definir la “felicidad del mayor número”? En este punto las teorías de Mill y
de Bentham divergen: Para Bentham la felicidad está vinculada a la cantidad de placer.
Es, pues, una concepción cuantitativa o aritmética. Este planteamiento obedece al
intento de adaptar la realidad humana y social a los modos unívocos de las nociones de
la ciencia. Si la economía u otras dimensiones de la vida deben tratarse con métodos de
carácter científico, entonces es preciso pensarlos de tal modo que sea posible medirlos y
calcular las posibilidades. Los criterios de Bentham son:
1.- Intensidad (un placer intenso es más útil que un placer débil)
2.- Extensión (un placer que alcance a muchos es más útil que un placer individual)
3.- Duración (un placer que dure es más útil que un placer pasajero)
4.- Certeza (un placer seguro es más útil que un placer incierto)
5.- Rapidez (un placer que se logra rápido es más útil que uno a largo plazo)
6.- Fructífero (un placer que trae otros es más útil que un placer simple)
7.- Puro (un placer sin dolor es más útil que uno que esté acompañado de dolor)
Ya el Hedonismo clásico de Epicuro proponía una idea de felicidad para esta vida,
prescindiendo de todo más allá, y entendía la sabiduría como un cálculo de placeres y
dolores que permitiera alcanzar la proporción óptima. El enfoque antiguo es
hondamente individualista: el interés de cada uno y en el entorno de unos pocos amigos.
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Pero el utilitarismo trata de adaptarlo para una teoría con aspiraciones de globalidad:
plantear la orientación social y política según este criterio. Esto implica la necesidad de
unos cálculos mucho más complejos y amplios. La idea de Adam Smith de que una
“mano mágica” hace que la persecución del interés individual genere el bienestar i
desarrollo general está presente en la concepción de Mill y los utilitaristas. En
definitiva, debemos hacernos felices haciendo lo que es útil.
Para Mill, a diferencia de Bentham, lo importante es la calidad de los placeres; por ello
los placeres del espíritu son más importantes que los del cuerpo, y es preferible ser “un
Sócrates insatisfecho antes que un cerdo satisfecho”. Un sabio no desearía volverse
ignorante de la misma manera que un ser inteligente no desea ser imbécil. La felicidad y
la utilidad se encuentran, pues, en la autorrealización no del cualquier tipo de felicidad o
de placer, sino del que mayor universalidad pueda tener, imparcialmente considerado.
También las diferentes categorías de placeres o gozos, está presente en Epicuro. Lo que
es más difícil de valorar es cómo puede reducirse a algo parecido a un cálculo una
realidad con categorías cualitativas diferentes.
En este sentito es básica la distinción que propuso Mill entre "felicidad" y "contento".
La felicidad supone un gozo solidario. Sólo se puede llegar a ser plenamente feliz
cuando se vive rodeado de gente que también lo es. Ningún hombre vive completamente
aislado. El contento, en cambio, es el gozo puramente personal; es "no moral". Consiste
en el puro "estar bien" que no es aún "vivir bien"; pertenece a los individuos que no han
alcanzado aún la autonomía moral.
Otra diferencia básica entre Mill y Bentham se halla en el papel de la felicidad.
Bentham considera que la felicidad del individuo se identifica con los intereses de la
humanidad. Ir contra la satisfacción de un deseo individual es ir contra la humanidad de
la que ese individuo forma parte, porque toda satisfacción ha de ser considerada
imparcialmente como dotada del mismo valor. Por eso a veces se le identifica con el
Utilitarismo individualista. Para Mill, en cambio, dado el estado actual de nuestras
sociedades, debe distinguirse entre la satisfacción puramente privada y el bien público.
Ciertamente debe trabajarse para reducir la diferencia entre ambos, pero entre tanto, el
sacrificio de un individuo por el bien público debe considerarse la virtud más alta. De
aquí que se designe su posición como Utilitarismo altruista.
Mill concibe el hombre como un ser que busca finalidades y, sobre todo, resalta la
importancia de la voluntad como motor de la propia autotransformación. En este sentido
el utilitarismo de Mill es claramente social, no sólo porque quiere poner dentro de lo
posible, la felicidad o interés de cada individuo en armonía con el interés de la sociedad,
sino también porque cuanto más felicitado colectiva haya, también habrá más felicidad
individual. Su objetivo principal es el cambio progresivo de la sociedad a través de la
acción de individuos libres. La capacidad de cambiar el propio carácter es una
prefiguración o un modelo del cambio global. Si yo puedo cambiar como humano,
entonces toda la sociedad, la suma de los humanos, también lo puede hacer. De este
modo Mill defiende una "semiautonomia" del individuo que bascula entre la
determinación de las circunstancias externas y su propia capacidad de autodefinición de
finalidades.
Por todo esto, reivindica una peculiar noción de virtud: Virtud es un ideal de excelencia
humana: el deseo de gloria y la necesidad de sentirse admirado (o simplemente
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estimado) es algo muy propiamente humano. Esta pasión por la excelencia supone
enfrentarse a menudo a una opinión pública y especialmente a una clase media que
presiona para uniformarlo todo. Virtud es también el producto de una clase de instinto
social (simpatía o social feeling) a través de la cual Mill eleva el deseo de estar con los
otros al nivel de un cierto sentimiento natural (como se puede ver en la utilidad de la
religión). El ideal de virtud (desarrollado en Utilitarianism) modera el individualismo
radical que empapa toda la argumentación de Sobre la libertad.
La idea del cálculo de la felicidad propia de Bentham fue desarrollada por un conjunto
de economistas a finales del XIX y principios del XX. Según la formulación clásica
debería ser posible calcular placeres y dolores. Esto se puede hacer realmente a través
del principio de utilidad marginal. La idea es que puede calcularse el placer "óptimo"
que produce una acción. El valor proviene siempre de un juicio subjetivo del individuo,
que intenta maximizar su utilidad en un contexto de escasez, incertidumbre e
ignorancia. Así, por ejemplo, estoy dispuesto a pagar X por un producto, pero no sé
nunca con total seguridad si mañana una nueva técnica no hará que todo el mundo
pueda tener fácilmente y en consecuencia valdrá X-n. Lo que hace difícil escoger
correctamente en economía es el hecho que toda predicción se produce en estado de
incertidumbre (a no ser que se trate de una predicción sobre un monopolio de uso
imprescindible, pero esta hipótesis es contraria a las leyes del libre mercado, aun cuando
efectivamente se da; por ejemplo, en las autopistas catalanas). El valor o la utilidad no
reside en las cosas (un Picasso en medio del desierto no vale nada si no tengo agua). La
fuente del valor sólo la encontraremos en las expectativas que un individuo tiene y en el
provecho que espera. Si una cosa no me es útil para nada, sencillamente no le otorgo
ningún valor.
El planteamiento utilitarista puede plantearse en dos planos. El de las acciones
singulares y el de los criterios o reglas generales de conducta.
1.- Utilitarismo de los actos: Es un cálculo de provecho que se plantea en cada caso o en
cada circunstancia cuál es el modo de obrar que maximitza nostro placer o nuestra
felicidad, sin necesidad de seguir normes a priori. Cada acción tiene unas consecuencias
i son ellas las que nos permiten juzgar su valor. El utilitarismo de los actos es más
propio de la obra de Bentham.
2.- Utilitarismo de las reglas: Es un intento d'universalizar criterios, básicamente el de
"el máximo placer para el máximo número". El bien o el mal no pueden ser juzgados
desde la perspectiva de una acción concreta, sino desde las consecuenciass más globales
de una regla que ha de valer universalmente. La norma depende de la utilitdad, pero
también crea utilidad. Se origina en la obra de John Stuart Mill i no han faltado autores
que describen el imperativo categórico kantiano en términos de utilitarismo de la regla.
Maximizar la suma total de felicidad o de placer, considerando imparcialmente los
intereses de todos aquellos que están implicados por un acto en concreto, es el objetivo
de cualquier decisión que un utilitarista consideraría justa. En todo caso hay que dejar
claro que ningún sacrificio personal tiene valor por sí mismo, sino en la medida en que
aumenta la suma total de felicidad. Y, por ello mismo, una individualidad vigorosa e
inconformista, opuesta al prejuicio social pequeño burgués, movida por la imparcialidad
en sus juicios y por la racionalidad lógica en el razonamiento, es más útil a la sociedad
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que una personalidad sumisa. Como dice el título del capítulo tercero de Sobre la
libertad, la individualidad es uno de los elementos del bienestar.
Sobre la libertad
Sobre la libertad fue publicado en 1859 y John Stuart Mill confiaba en que se
convertiría en su obra más popular; como él mismo escribió en su Autobiografía:
‘sobrevivirá, probablemente, a todas mis obras con la posible excepción de la lógica’.
La historia le dio la razón: junto con El utilitarismo es la más divulgada, y no sólo en el
mundo anglosajón.
En Sobre la libertad, Mill presentó una teoría de los derechos del individuo,
acompañada por una serie de reivindicaciones. La condición necesaria al desarrollo de
la libertad, según Mill, es la existencia de una sociedad civil avanzada y organizada por
un Estado, aunque mínimo, de derecho. Y todo esto, inevitablemente, implica que los
ciudadanos sean no sólo titulares de derechos, sino también de deberes cívicos, porque
la bondad –en un sentido ético-político– de un Estado está sobre todo determinada por
la bondad de sus ciudadanos.
No se trata, pues, de una simple apología de la libertad de opinión y expresión. John
Stuart Mill nos muestra hasta qué punto la libertad es tan necesaria como el aire que
respiramos. Pero también necesitamos que se limite la libertad de los demás, para
impedir que interfieran en nuestra vida. Así, pues, el ensayo no fue en absoluto un
manifiesto del individualismo.
Mill insiste en este segundo aspecto: la libertad es el espacio de la propia individualidad
(privacy), expresamente reivindicada. Podríamos considerar la libertad como la esfera
de nuestra existencia que abarca las acciones que no repercuten nocivamente sobre
otros. Se le ha criticado (Hayek) que es una definición muy estrecha y que casi no deja
lugar para la libertad: en la medida que difícilmente habrá ninguna acción que no
repercuta sobre los demás. Ahora bien, incluso para que haya una libertad "privada"
(negativa), hace falta que se den una serie de condiciones sociales y en concreto un
régimen de libertades públicas (de pensamiento, de asociación, de prensa...). La libertad
social o civil es la certeza de que la sociedad y el estado respetarán el umbral entre
esfera pública y esfera privada. La libertad es para Mill también el derecho a tener
intimidad. Como liberal, Mill considera que el hombre es -a la vez- un ser "externo"
(interesado en los asuntos públicos) y "interno" (amo de si mismo). En palabras de
Berlin en Cuatro ensayos sobre la libertad, la libertad es la capacidad de poder
desarrollar: un carácter vivo, espontáneo, multilateral, sin temores, libre y aun así
racional y dirigido por uno mismo. En definitiva, John Stuart Mill, que conocía bastante
bien el utilitarismo primitivo de su padre y de Bentham, quiso salvar siempre el aspecto
creador de la personalidad y el derecho a la diferencia. Para Mill, la independencia
humana es, de derecho, absoluta. Sobre él mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el
individuo es soberano. Por lo tanto, la libertad humana (de conciencia, de expresión, de
asociación...) es integral e incondicional; ningún estado puede ni limitarla ni ponerle
ninguna objeción legítima. Tampoco la opinión pública -ni la mayoría- puede impedir la
libre iniciativa individual. Esto no significa que la libertad no tenga límites, sino que la
sociedad no tiene nada a decir sobre las decisiones particulares de los individuos
mientras no afecten a la vida de los otras ciudadanos.
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El objeto principal del ensayo no es el libre albedrío o la libertad natural, sino la libertad
civil o política. La cuestión del libre albedrío y la relación entre libertad y necesidad ya
las analizó de forma sistemática en el segundo capítulo del libro sexto del Sistema de
lógica inductiva y deductiva y en la obra Estudio de la filosofía de sir William
Hamilton, de 1865.
La cuestión de la libertad debe ser entendida, pues, en el contexto de la efectividad y de
la utilidad de la libertad para la felicidad. La libertad es instrumentalmente valiosa, pero
no “intrínsecamente” valiosa: lo intrínsecamente valioso es la felicidad. Es por ello que
no todos los individuos pueden gozar de total libertad: los niños no han de ser libres, por
ejemplo, para decidir si quieren, o no, aprender a leer y lo mismo podría decirse de
algunas deficiencias psíquicas o de la barbarie –extremo éste que algunos han
considerado colonialista-, pero que en Mill no implica ningún significado racial ni
xenófobo.
En el debate en que se enfrentaron los partidarios del libre albedrío y los
‘necesitaristas’, Mill reconoció que las acciones humanas, como todos los
acontecimientos que suceden en el mundo, responden a la ley de la causalidad. Nuestras
voluntades dependen de estados mentales o motivaciones anteriores que las determinan,
mediante unos nexos uniformes, regulares y constantes, así que, si se conocen las
razones presentes en la mente de un individuo, y teniendo en cuenta su carácter, sería
posible inferir sus actos futuros.
Un planteamiento de este tipo no contradice, a su juicio, nuestro ‘sentimiento de
libertad’. El hecho de que quienes nos conozcan sean capaces de prever cómo
actuaremos en una situación concreta, no nos hace sentir menos libres. Los mismos
teóricos del libre albedrío, por otro lado, siempre afirmaron que la libertad no es
incompatible con la pre-ciencia divina y, en consecuencia, ‘si es compatible con la preciencia divina, entonces será compatible con cualquier otra pre-ciencia’.
No obstante, las tesis de Mill resultan bastante mitigadas por el hecho de reconocer que,
entre las causas de nuestra voluntad y las acciones que de ella derivan, hay que
contemplar no sólo las inclinaciones y las animadversiones, sino también las
finalidades, incluido el deseo de modificar nuestro carácter, si no nos satisface.
Mill rechaza el ‘necesitarismo absoluto’ teorizado por los utilitaristas Jeremy Bentham
y John Mill, y sobretodo por Robert Owen, por las consecuencias fatalistas que
conlleva. Para Mill, la negación de toda idea de libertad, y la anulación de la misma
responsabilidad humana, sería inaceptable. El ‘determinismo débil’ planteado en el
Sistema de lógica, en cambio, al evitar el fatalismo, debería representar una base teórica
idónea para fundar el sentimiento de responsabilidad.
Según Mill, la vida de los hombres se rige por el imperio de dos tipos de leyes: las
materiales, de tipo causal y determinista (es decir, regidas por el criterio de necesidad),
y las psicológicas, cuya causalidad no es rígida y que en consecuencia permiten
fundamentar la libertad, sin por ello considerarla, cual un ente abstracto, al margen de la
necesidad. Esa distinción resulta fundamental para entender lo que nos dice el cap. 3 de
Utilitarismo: «Si (...) los sentimientos morales no son innatos, sino adquiridos, no por
esa razón son menos naturales (...) la facultad moral, si no es una parte de nuestra
naturaleza, constituye una consecuencia de ella».
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Es posible contextualizar el carácter necesario de las tendencias y de los sentimientos
morales en la medida que la psicología del asociacionismo (el modelo dominante en su
época) permite fundamentar una causalidad no rígida. Existe libertad como concepto
moral porque, previamente a la cuestión “de facto”, podemos concebir la necesidad
lógica y psicológica de la libertad y de la diversidad humana. Recogiendo una
argumentación cuyo origen se halla en Hume y el empirismo escocés, Mill asume que:
1. La mente humana no es una facultad pasiva sujeta a leyes regulares: las inclinaciones,
deseos, emociones, etc., dependen de la educación y del carácter.
2. El placer y la felicidad –objetivos de toda teoría utilitarista– no derivan sólo a
posteriori de una acción, también se pueden concebir “a priori”. La utilidad de la
libertad no se encontrará, pues, solamente en la finalidad que pretende lograr sino
también en la forma de orientar los actos humanos.
3. Los sujetos libres y activos que presupone el utilitarismo, son personalidades
singulares, no miembros pasivos de una masa. Eso implica la existencia de una voluntad
libre y activa que haga posible la libertad de acción.
La relación de causa y efecto no debe, pues, entenderse únicamente en el sentido
determinista. Más bien, al contrario, los humanos experimentan que si desean resistirse
a sus motivaciones pueden lograrlo: «Sentimos que si deseamos probar nuestro poder
de resistir al motivo podemos hacerlo». Es decir: hay libertad porque reconocemos, por
una parte, la existencia de la necesidad pero también la posibilidad de resistirnos a ella.
Es este contexto de causalidad no determinista el que, unido al evolucionismo de matriz
darwinista, permite entender la libertad como desarrollo de la diversidad. La mayor
felicidad será también la mayor diversidad.
Esta concepción de la relación entre libertad y necesidad es la que más armonizaría la
ciencia con la conciencia, la doctrina de la causalidad con el sentimiento de
responsabilidad, además de la más coherente con los propósitos de un reformador de
opiniones.
La exigencia de una reflexión acerca de la libertad civil se debe principalmente a tres
factores: en primer lugar, por la tendencia de la sociedad a interferir en la vida del
individuo, inculcándole patrones uniformes de pensamiento y conducta; en segundo
lugar por la difusión de concepciones teóricas, como las expresadas por Auguste Comte
en su Sistema de política positiva, que intentaban establecer un despotismo espiritual de
la sociedad sobre el individuo, la forma más peligrosa del despotismo; y finalmente por
la constatación de que hay hombres que no desean ser libres.
El objetivo del ensayo es precisamente el de formular un principio muy sencillo,
‘encaminado a regir de modo absoluto la conducta de la sociedad en relación con el
individuo, en todo aquello que se a obligación o control, bien se aplique la fuerza
física, en forma de penas legales, o la coacción moral de la opinión pública’.
En el siglo XIX, con la proliferación de los sistemas constitucionales y las primeras
formas de democracia, el problema de la libertad ya no se presentaba únicamente como
exigencia de limitar el poder del Estado en la sociedad, sino también como exigencia de
salvaguardar la soberanía del individuo con respeto al poder de penetración de la
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sociedad misma, y más precisamente con respeto a aquella forma peligrosa de
dominación que se expresa en la ‘tiranía de la mayoría’.
Es en la tiranía de la mayoría donde se pone de manifiesto la tendencia de la sociedad a
imponer, con medios diferentes de las sanciones civiles, sus propias ideas y sus propias
prácticas a los que disienten ‘empleando para ello medios que no son precisamente las
penas civiles; puesto que también trata de impedir el desarrollo y, en lo posible, la
formación de individualidades diferentes; y cómo, por último, trata de modelar los
caracteres con el troquel del suyo propio’.
Mill también se mostró preocupado por el peligro de la mediocridad. Los hombres que
no piensan necesitan a alguien que piense en su lugar, y lo encuentran fácilmente entre
quienes les son más afines, quienes sepan interpretar mejor, de forma demagógica, su
estado de ánimo: ‘Y lo que constituye todavía una mayor novedad es que actualmente
las masas no reciben sus opiniones de los dignatarios de la Iglesia o del Estado, ni de
algún jefe notable, ni de ningún libro. Su opinión proviene de hombres que están más o
menos a su altura, que por medio de periódicos se dirigen a ellas y hablan en su
nombre acerca de la cuestión del momento’.
Las consecuencias de un sistema de dominio tan peligroso no se manifiestan en las
épocas de transición, cuando las antiguas instituciones ya están en crisis y las nuevas
todavía están desprovistas de la fuerza necesaria para imponerse completamente. Los
peligros se hacen evidentes cuando un conjunto de doctrinas, al conquistar el consenso
de la mayoría, logra organizar y modelar las instituciones, los criterios de conducta y los
sistemas educativos, adquiriendo de tal forma el mismo poder de presión de las
creencias que substituye. El hecho de que un poder tan peligroso se pueda o no ejecutar
depende del grado de conciencia de la humanidad: este poder no puede ejecutarse sin
menguar y empobrecer la naturaleza humana.
Mill, igual que Tocqueville, fue consciente del peligro totalitario y, a posteriori, podría
decirse que comprendió la diferencia entre una simple dictadura que prohíbe la
democracia y niega los derechos civiles, y una opresión ideológica que, por el contrario,
pretende controlar la vida de todo el mundo plasmando conductas, gustos y
pensamientos. Una tiranía totalitaria no necesita una forma de gobierno dictatorial para
realizarse. Tampoco la democracia queda inmune, y el control de los medios de
comunicación, el monopolio de la cultura y el sistema de instrucción pueden conducir
que una dictadura.
La formación de personalidades plurales es para Mill el bien más preciado y la
condición esencial para el enriquecimiento intelectual y moral de la humanidad entera.
Bajo esta perspectiva, el ensayo se convierte en una especie de manual filosófico acerca
de una misma verdad: la importancia para el hombre y la sociedad de una amplia
variedad de caracteres y una completa libertad de la naturaleza humana.
Mill habla de la libertad sobre todo en el sentido que Isaiah Berlin (1909-1997) llamó
libertad negativa: la ausencia de impedimentos, obstáculos o coerción. La libertad
positiva hace referencia a las potencialidades internas del hombre y apunta al ideal de
dominio de las propias acciones (self-mastery) y al auto desarrollo. Es una libertad
«para...». La noción negativa de libertad, la entiende como ausencia de interferencias en
una zona en que cada individuo es amo absoluto y que todo el mundo, incluso el Estado,
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debe respetar. La libertad negativa establece el imperativo moral de no interferir en un
ámbito puramente privado. Es una libertad «en relación a...», «respecto de...», «delante
de...»
Como todos los liberales, John Stuart Mill pretende delimitar claramente un dominio en
que los individuos puedan "hacer el que quieran", un dominio en que la sociedad no
emplee la coacción, ni a través de las leyes, ni -de forma más sutil- mediante la presión
de la opinión pública. Desde un punto de vista teórico, la cuestión de la libertad consiste
en encontrar la mejor línea de demarcación, la frontera más adecuada para promover "la
felicidad de todos". Para establecer esta frontera, Mill recurre a dos principios que se
aplican de modo complementario. El primero, que denomina "principio de la libertad
individual", identifica un ámbito extenso de acciones en que el individuo "tiene todo el
derecho" de hacer lo que quiere y en el que la sociedad "no tiene derecho" a limitarlo.
Así, por ejemplo, la sociedad no tiene derecho a prohibir el consumo de alcohol para
uso privado. El segundo, que se podría denominar el "principio de las circunstancias
específicas del caso", determina, dentro las circunstancias en que la sociedad tiene
derecho a coaccionar.
El principio de la libertad individual hace referencia a las acciones que no tienen
repercusiones nocivas sobre los otras: sobre esta clase de acciones, la libertad de los
individuos debe ser absoluta. Como dice a las primeras páginas de Sobre la libertad:
"coaccionar a un individuo para el suyo propio bien, físico o moral, no tiene una
justificación suficiente (...) puede haber razones por hacerle reproches, razonar,
persuadirlo o suplicarle; pero no para coaccionarlo, ni para hacerle daño". La única
razón legítima que puede tener una comunidad por usar la fuerza contra alguno de sus
miembros es impedir que haga daño a otros individuos, pero entonces el problema
pertenece al ámbito jurídico. La libertad individual permite aumentar la felicidad de los
individuos, hace posible experimentar el tipo de vida más placentero y evita que la
opinión pública y el Estado interfieran en la vida privada de los individuos. El principio
de libertad individual, pero, sólo es válido para las sociedades que Mill denomina
"civilizadas"; justo es decir, las que toman como criterio la libre discusión como medio
de mejora. No se aplicaría, pues, a los estadios de la sociedad en que la libre discusión
sólo inflama las pasiones y lleva al desorden o a la guerra civil.
El principio de la libertad en las circunstancias específicas del caso hace referencia a la
jurisdicción de la sociedad, que tiene derecho a intervenir y sancionar cuando las cosas
no funcionan. Por ejemplo, la forma como los padres educan o alimentan los hijos es
cosa suya; pero, llegado a un cierto extremo, no constituye un problema particular de los
padres, sino que el Estado puede intervenir, cuando se va más allá de la libertad
individual y se entra en la jurisdicción de la sociedad. Por esto, por ejemplo, no atenta a
la libertad que los gobiernos establezcan un control sanitario sobre los alimentos.
Para Mill, el comercio es una actividad social. Por lo tanto, desde el punto de vista de
los principios, pertenece al ámbito que puede ser regulado. Si la actividad comercial,
como regla general, debe ser "libre", esto no significa que sea un derecho natural, sino
que depende de las circunstancias específicas. En el contexto de un Estado mínimo, que
garantice efectivamente el acceso de todo el mundo al mercado en igualdad de
condiciones, el Estado no ha de intervenir en la actividad económica. En determinadas
circunstancias, pero, el Estado puede intervenir en economía para preservar el libre
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juego de la competencia y los derechos de los consumidores: el Estado tiene el deber de
hacer todo el que es susceptible de aumentar la felicidad general.
El punto clave de una buena sociedad consiste en coordinar los intereses individuales.
De hecho, el comercio es un buen ejemplo de tarea individual en que se logra coordinar
intereses individuales y servir al interés general. Eso no significa que el estado deba
renunciar a intervenir aunque procure ser mínimo para no dar demasiado poder a nadie.
Más que en el estado, la utilidad mayor (y la eficiencia) se encuentra en los municipios
y en las pequeñas comunidades. Mill es un liberal con objetivos sociales. De ahí su
defensa, a la vez, de la economía liberal y de las organizaciones obreras, que le llevó a
defender una especie de socialización más o menos libertaria del trabajo.
Así, Mill razonó que el papel del Gobierno es solamente eliminar barreras, tales como
leyes a los comportamientos que no dañen a otros. Pensó que la ofensa no constituía
daño, y por tanto apoyó la casi total libertad de expresión, limitándola sólo en casos
donde la libertad de expresión condujera a un daño directo. Por ejemplo, en su sistema,
no se defendería el proferir una incitación airada para atacar a alguien. Mill argumentó
que la libertad de expresión era vital para asegurar el progreso, que no podríamos estar
seguros nunca de que una opinión silenciada no contenía una parte de verdad. Pensaba
que incluso las opiniones falsas tienen valor, puesto que refutando las opiniones falsas,
los partidarios de las opiniones verdaderas aumentan su confianza en las mismas. Sin la
necesidad de defender nuestras creencias, precisó Mill, estas morirían y olvidaríamos
por qué las abrazábamos.
Mill es un inconformista y un reformista; en consecuencia considera que el individuo no
tiene porqué dar cuenta a la sociedad de sus actos mientras éstos no afecten a nadie más
que a sí mismo. Es lo que a veces se llama «principio del daño» o de indemnidad: La
sociedad sólo puede limitar la libertad de una persona si ésta amenaza con hacer
daño a otra, pero nadie debe ser defendido contra sí mismo. Como es obvio, si este
principio se plantea así aparecen serios problemas: tal vez resulte difícil encontrar un
acto cuyas consecuencias sólo me afecten a mí mismo (incluso el hecho de vestir de una
u otra manera puede afectar a la gente con la que me encuentro, o a mis amigos). Para
evitar esta crítica, no está de más observar cómo usa Mill, y en general el utilitarismo, la
palabra “intereses”. El “principio del daño” se aplica porque resulta útil cuando se
produce efectivamente –o podría producirse con gran seguridad– algún mal “a los
intereses de otra persona”.
La sociedad, pues, no puede legislar sobre la vida privada. Más bien al contrario, la
libertad es el derecho a la no-interferencia y, por ello, conlleva la protección de la
diversidad contra toda opresión, entre las cuales la más temible es la que proviene del
poder de una opinión pública que pretenda imponer sus vulgares costumbres o
creencias. La libertad no consiste en someterse a la ley del número, ni se puede ver
limitada por la tiranía de la mayoría. No hay ningún daño en la opinión: toda aplicación
de este principio se produce en el ámbito de los derechos concretos. Pero el individuo
debe dar cuenta de todo acto perjudicial para los intereses de los demás.
La libertad política implica la participación en el poder y Mill es un demócrata
convencido, pero pone por delante la libertad a la democracia (que es, en definitiva, un
instrumento). Defiende, así, una democracia representativa en que estén reconocidos
todos los pareceres y no sólo las mayorías. En una democracia las minorías deben poder
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hacerse oír y tener la posibilidad de triunfar mediante la fuerza de sus argumentos si son
conformes a la razón.
Aunque Mill valora la importancia de las virtudes y capacidades personales, no
desarrolla una teoría acerca de ellas. Parece más bien darlas por supuestas y las confía a
la educación. Se plantea aquí un problema, ya que las ideas liberales están pensadas
para individuos adultos, mientras que en el periodo previo, el individuo debe someterse
a los condicionantes del proceso educativo. ¿Cuándo se pasa de uno a otro?
El Estado debe hacer obligatoria la educación precisamente porque la democracia
necesita de la fuerza del conocimiento y de la argumentación para poder aumentar su
diversidad; una sociedad educada es más libre aunque Mill es contrario a la escuela
pública por miedo a la uniformización y al adoctrinamiento. La uniformización
constituye para él un despotismo de la clase dirigente. Su pedagogía, por ejemplo,
defiende que los exámenes sean optativos y que en ellos no se pueda obligar a adherirse
a ninguna opinión sino que se incite al alumno a pensar por sí mismo. Por ello mismo
era contrario a que para entrar en ciertas profesiones fuese obligatorio un título oficial,
con lo que se evitaría que ciertos individuos –los funcionarios– tuviesen un poder
despótico en tanto que examinadores.
En política, el estado debe garantizar la igualdad de oportunidades. Algunas cosas (la
educación, la sanidad, etc.) deben ser legisladas precisamente para conseguir la mayor
utilidad general. La desregulación no puede, pues, ser una norma general e invariable.
Un ejemplo muy típico es el del horario de trabajo que, según Mill, (que en eso sigue a
Smith) debe ser legislado y limitado porque individuos aislados no podrían defender el
interés general.
Mill reconoció a los socialistas utópicos de su época (Saint-Simon, Owen, Fourier) el
mérito de haber sido los primeros en la defensa de la emancipación de la mujer. De
hecho, una de sus condiciones para ser candidato al parlamento fue la de poder batallar
por el derecho al voto femenino. Su feminismo tiene que ver profundamente con su idea
de que la libertad es cualitativa, no divisible y que debe conducir a una sociedad
equilibrada.
Estamos, pues, ante uno de los clásicos del liberalismo, y exponente de la mentalidad
política inglesa. Una filosofía político-moral que constituye un fondo más o menos
común en las sociedades occidentales, y que incorpora la componente social que el
liberalismo puro suele olvidar.
Críticas al utilitarismo.
El utilitarismo ha sido una filosofía política muy discutida y ha predominado en el
ámbito norteamericano, como mínimo hasta la eclosión de Rawls y la posterior
polémica con el comunitarismo y el llibertarismo. Las críticas han sido abundantes: se
trata -hace falta no olvidarlo- de una "ética de mínimos"; y siempre resultará difícil (por
no decir imposible) establecer qué sea el "mínimo" de libertad o de dignidad asumible a no ser que sea "toda la dignidad" (para los comunitaristas) o "toda la libertad" (para el
libertarismo).
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a) Con respecto al tema del cálculo utilitarista de los placeres: hay criterios que son
cualitativos en ellos mismos y que nunca podrán reducirse a cuantificación (por ejemplo
los de cariz estético). Son criterios que ofrecen una clase de placer que, a menudo, sólo
está al alcance de un pequeño grupo (los happy few) pero que dignifican globalmente un
grupo. Las razones por conservar un barrio antiguo y no hacer rascacielos, son de esta
clase.
b) Como ampliación del argumento anterior podríamos recordar que los tipos de
felicidad no son comparables ni compatibles. No hay ninguna razón para suponer que lo
me produce placer a mí (escuchar música de Rameau) produzca también a mi hija (que
prefiere Culture Club) o a mi hijo (que está a favor de Bola de Dragón). Se hace difícil
decidir no bien hace falta hacer a casa si se aplica la máxima del máximo bien para el
máximo número.
c) Cualquier cálculo de placeres es una hipótesis de futuro. No hay ninguna razón para
suponer que lo que yo calculo hoy que mañana me producirá placer, realmente me lo
produzca. Las consecuencias futuras de un acto sólo pueden ser imaginadas. Es siempre
un cálculo de incertidumbre, que se hace con informaciones parciales y, por lo tanto,
con resultados posiblemente poco fiables.
d) Se plantea también el problema de qué sucede cuando lo que es útil no es justo. Por
ejemplo: puede ser útil matar a un inocente para apaciguar a una masa, o matar alguien
que con buena salud para salvar siete enfermos (al fin y al cabo, seria el máximo bien
para el máximo número). Este problema se puede resolver desde el utilitarismo de la
regla; pero siempre está la dificultad que si infringir la regla es más útil que respetarla,
entonces sería irracional no hacerlo.
e) También ha sido acusado de caer en la "falacia naturalista". Moore, a los Principia
ethica, insistió mucho en este punto: Mill habría confundido "ser deseado" (que es un
hecho) con "ser deseable" (que es un valor). Ferrater Mora, y con él la tradición
fenomenològica, ha salido, pero, en contra de la teoría de la "falacia naturalista": de
hecho, una felicidad "deseable", no es más que la felicidad "deseada" por los individuos.
f) Pero la crítica más importante es, como ya indicábamos, la que hace referencia a la
ética de mínimos. Un utilitarista seria partidario del mal menor si es útil para evitar un
acto peor. Así, pero, se degrada la moralidad, produciendo cada vez unos mínimos más
mínimos en aras del consenso moral. Esto ha sido lamentado por la tradición aristotèlica
("éticas de la primera persona") que consideran que la moralidad se ha de dirigir a la
excelencia y no a los mínimos. Por otro lado, como ya mencionábamos, el "mínimo" de
la dignidad humana es un concepto más que problemático.
g) El utilitarismo ha debido hacer frente a la crítica de la teoría de la justicia de Rawls y
a la de los comunitaristas (MacIntyre, Sandel, Taylor, Walzer...) que lo consideran una
teoría instrumentalista. Como que para un utilitarista no hay nada "bueno por si mismo",
no puede fundamentar la vida col?lectiva. Además, los utilitaristas lo refieren todo a la
justicia, sin darse cuenta (dicen los comunitaristas) que la justicia es, sólo, una virtud
reparadora necesaria sólo cuando fallan las virtudes que fundamentan la vida en común.
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