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HAMELIN
Por Andrea Jeftanovic
¿Alguien ha escuchado la música del flautista de Hamelin? Debe ser una música seductora, porque
gracias a ella un flautista se llevó a las ratas y a los niños de un pueblo medieval. Tomando como
eje este conocido relato tradicional, la obra teatral Hamelin se construye a si misma como un
cuento, porque entre todos los personajes hay un acotador-narrador que nos muestra, comenta y
señala esta historia de abuso infantil, abuso discursivo y pasiva complicidad ciudadana. Pero sería
errado decir que esta obra es una pieza que nos llama a la compasión de esta problemática.
Hamelin, en formato de thriller policial, nos indica por supuesto el abuso ejercido por ciertos
adultos sin escrúpulos sobre los seres más indefensos pero, también, apunta a la perversión del
lenguaje y las instituciones.
“Hamelin", fue escrita por el autor español Juan Mayorga. La obra está construida sobre la
reconstrucción minuciosa de los hechos que son vividos por los diversos protagonistas: el niñovíctima, su padre, un adolescente, dos mujeres de función polivalente y a veces de agresivo
mensaje sexual, una psicóloga y desde luego, el magistrado y el acusado. Rivas, el supuesto
pederasta, es un hombre de educación religiosa que ha crecido para convertirse en un filántropo
con predilección hacia las obras sociales que impliquen la participación de niños. Pero Montero, el
juez, piensa que hay más. José Mari, el supuesto niño abusado, es el hijo de una familia humilde y
disfuncional, aparece, según considera el juez, como un peculiar objeto de afecto del de otra
manera afable y aparentemente inofensivo Rivas. Este niño víctima transita por todos los adultos
de la obra, dibujando y erigiendo contradictorios testimonios. A su vez, la obra nos muestra a
Montero en su plano personal, donde enfrenta una crisis familiar, evidenciada en la
incomunicación con su propio hijo y su esposa. El juez camina por las noches, evadiendo su casa,
adentrándose en calles oscuras pobladas de personajes que ocupan luego sus pesadillas. Y cada
tanto, figura del acotador interrumpe y comenta a modo de un coro griego o de la proyección de
una conciencia cívica o como la presencia del autor o director que ordena la acción. Esta figura
marca los tiempos, subraya los parlamentos, indica las contradicciones porque no es un caso
simple, y este avanza, se complica, se retuerce. Las interpretaciones se multiplican, todos podrían
mentir, todos podrían decir la verdad, son todos inocentes o culpables. He ahí la riqueza del texto,
que más que dictar sentencia, abre preguntas y conjeturas.
El juez ve en Rivas a un ser asqueroso, un violador, un corruptor, no obstante lo cual no tiene
pruebas más que de una perversión voyeurista contenida y de hechos en apariencia puramente
altruistas (pago de cuentas para la familia, libros y juguetes para el niño). Solo sabemos que Rivas
se paraba con su coche y preguntaba a los niños: “¿Quiere alguien que lo lleve a misa?”. Ve en la
indigente familia del niño a los culpables de “vender” a su hijo, hundidos en una reproducción sin
fin y en un estado de vida lamentable, pero su propia vida (la de Montero) y su propio hijo están
lejos de ser perfectos. Obtiene la palabra de José Mari, pero ¿hasta qué punto el niño no miente
para darle la respuesta que el juez está determinado a obtener?
La clave está en el lenguaje. Y en el lenguaje es imposible discernir con claridad el túnel de la
salida, la causa del efecto, lo bueno de lo podrido. Sin límites precisos, sin valores guía
identificables, el mundo del juez cae irremediablemente en el caos. Es que, a medida que más
conocemos a los personajes, más laberíntico se vuelve el trayecto, más inextricable. Todo se
vuelve máscara en un texto que es todo ambigüedad. Montero no puede encontrar a quien
apuntar el dedo porque, en el fondo, no puede apuntar en una sola dirección. El lenguaje, a través
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de los discursos de la ley, la psicología, la asistencia social no es más que artificios tecnicistas.
Discursos que denuncia la capacidad de sometimiento y manipulación del que posee lenguaje en
grado pleno frente a quien carece de él. En tal sentido la palabra o el discurso experto no siempre
revela la verdad buscada sino que también la oculta, la enmascara. Pero además, la obra se
plantea como un ejercicio metateatral de reflexión sobre la relación entre el texto y su puesta en
escena y sobre el valor de la palabra dentro de la misma.
Todos somos culpables, parece decirnos Mayorga, al desbordar su relato el dominio de lo
estrictamente privado e inscribirse en la esfera de lo público; y es que, en efecto, detrás de cada
problema de abuso sexual particular hay una compleja y desdichada concatenación de causas y
consecuencias en la que están implicados los poderes públicos, las instituciones y los individuos,
empezando por la pobreza, la laxitud moral, el protagonismo de un juez –como compensación
quizá, de su propio fracaso como padre-, o por la perversión de una prensa sensacionalista.
En Chile, la obra fue dirigida por el director andaluz Jesús Codina, y contó con las brillantes
actuaciones de Willy Semler, Esperanza Silva, Juan Pablo Sáez, Alex Zisis, Catalina Pulido, Tiago
Correa y Claudio González. Y música en vivo de la talentosa Angela Acuña. Solo el actor/juez
Montero (Semler) y el acotador (Zisis) permanecen en su papel, todos los demás juegan diversos
roles. En términos escenográfico el espacio está casi vacío, algunas sillas y mesas, para resaltar la
capacidad expresiva de la obra, porque en ese descampado es la imaginación de cada uno de los
espectadores la que termina de componer los escenarios con las esquemáticas referencias que se
nos dan.
La obra está de gira, primero estará en el Festival de El Cairo, luego en el Festival de Teatro Joven
de Córdoba, Festival de Jaén para volver a fines de año a Santiago.
Andrea Jeftanovic
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