I Certamen de microrrelatos: Don Quijote en el siglo XXI

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 I Certamen de microrrelatos: Don Quijote en el siglo XXI RELATOS PREMIADOS • D. QUIJOTE EN EL SIGLO XXI -­ EVA RIBELLES MANZANET • D. DINOSAURIO, EL QUIJOTE -­ ALFREDO L. FRANDIN CRUZ • LOS GIGANTES SIGUEN AHÍ -­ JOSEFINA MARIÁ BONMATÍ QUESADA • QUIJOTES -­ JOSE Mª MIRA DE ORDUÑA GIL • LA DAMA ANDANTE -­ Mª JOSÉ POU • ***** -­ JOSÉ Mª CARVAJAL GARCÍA -­ AZNAR Don Quijote en el siglo XXI
En un lugar de la Mancha cuyo nombre buscaré en Google después, me
imagino a un Don Quijote del siglo XXI fascinado con los maravillosos inventos de la
actualidad.
En su página de facebook oficial cuenta con millones de seguidores, aunque a él
solo le importan los “me gusta” de su amada Dulcinea sintiendo un cosquilleo por
dentro cada vez que le aparece su notificación.
Su librería se ha convertido en un simple cajón donde guarda el e-book y su
temor por los molinos lo está superando gracias a una terapia grupal.
Sancho Panza le aconseja por whatshapp, aunque siguen quedando los
domingos para dar paseos con caballo. Sancho es un apasionado del twitter, sus
refranes consiguen miles de retweets y publica los avances que consigue gracias a una
aplicación de deporte que se ha descargado.
Pero entre tanta tecnología Don Quijote se ha dado cuenta de que lo que antes
era un sentimiento es ahora una emoción, que el amor se ha dejado de lado, que la
gente se preocupa más por aparentar que por ser feliz y después de borrar todas sus
redes ha decidido salir a la calle y sonreir.
DON DINOSAURIO, EL QUIJOTE.
Miguelín, había regresado de Lepanto con su mano izquierda inútil,
limitación que no le impediría escribir estas palabras: «Cuando despertó, el
dinosaurio, todavía estaba allí.»
Releyó, le pareció que aquellas siete palabras, una coma, un punto y tres
acentos eran insuficientes; pensó que, si acaso, alcanzaban para un cuento.
Entonces él, pretendiendo escribir una novela, transformó lo leído y
reescribió: «Cuando despertó, en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, el Quijote todavía estaba allí.»
Volvió a leer. Abducido por aquellas letras, continuó volcando sobre unos
y otros pliegos de papel, palabras, ideas, episodios; hasta concluir su
novela.
Justo antes de poner el punto final, volvió a leer; entonces, decidió reponer
dinosaurio, donde Quijote. Así también, resolvió excluir de su novela,
aquellas siete palabras, que se mantendrían en la intrascendencia, durante
unos cuatrocientos años; hasta que las encontró un tal Augusto.
Finalizada la corrección, quedaba definitivamente así, el comienzo de la
novela de Miguelín: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme,»
Ahora Miguelín, cuatro siglos después, expuesto y sin urna, habría visto
durante años peregrinar ante él a millones de personas para ofrecerle la
última bienvenida. Nadie le habría traído ofrendas. Sólo un visitante
anónimo con enormes gafas de pasta y un ejemplar de “El Ingenioso 2
Hidalgo don Quijote de la Mancha”, repartido en dos volúmenes, bajo uno
y otro brazo, le traería un presente. Se erguiría sobre los dos libros,
alcanzando a duras penas el pecho de Miguelín, donde colgaría un epitafio
orlado, en el que rezaría: «Gracias a ti. Cuando despertó, el dinosaurio
todavía estaba allí. Agradecido por el legado: Augusto Monterroso.»
Entonces Miguelín, ya conocido como Miguel de Cervantes Saavedra,
volvería a mover la mano izquierda en un guiño cómplice.
Andros.
Los gigantes siguen ahí
Sentado en el tren, miro a través de la ventanilla y contemplo la llanura de
La Mancha. Es un paisaje extraño, inquietante, decenas de aerogeneradores
se elevan al cielo desafiando las leyes de la gravedad. Sus figuras blancas
resaltan sobre el fondo celeste. Algunos permanecen inmóviles, otros
siguen girando y girando, ad infinitum. Asemejan modernas esculturas que
otorgan un aire futurista a ese campo manchego donde parecen ancladas.
Me pregunto qué pensaría el ingenioso hidalgo si pudiera contemplarlos
¿Sería capaz de arremeter en su contra, espoleando a Rocinante, lanza en
ristre? ¿O tal vez, su fiel escudero le previniese, móvil en mano, y tras
consultar Wikipedia, de que se trata de simples molinos de viento, pero que
ya no muelen nada, sino que son fuente de una energía limpia y renovable?
Probablemente, don Quijote no entendería ni una palabra y en su loco
delirio, sin calibrar las consecuencias, se lanzaría sobre ellos, en desigual
batalla. Y, como siempre, perdería. Perdería hoy más que nunca porque
nada puede hacerse contra la modernidad, contra los avances de la ciencia,
contra las nuevas tecnologías, contra todo eso que nos facilita la vida pero
que afea nuestros campos y que llamamos progreso. El caballero de la triste
figura, más triste que nunca, montaría de nuevo su viejo rocín y seguiría
cabalgando en busca de nuevas aventuras.
Ahora, de nuevo miro por la ventanilla y no puedo dejar de pensar que,
después de 400 años, los gigantes de don Quijote siguen ahí.
Quijotes
De entre todas las personas que esa mañana se habían levantado a las 6,15, sólo tres llevaban
un tatuaje en el brazo con una frase que, lo supieran o no, habían tomado de Virgilio: Possunt
quia posse videntur. Las tres creían en ello. Sabían que podían asumir retos titánicos,
enfrentarse a gigantes, superar ejércitos, enderezar vidas, cada día, sin desfallecer. Podían
cambiar el mundo porque creían poder cambiarlo.
Miguel quiso ser escritor desde pequeño. Su facilidad para describir había causado asombro
entre sus maestros, que con frecuencia le decían que le venía del nombre. Sus primeros
escritos acabaron reciclados, pero su ilusión se convirtió en tenacidad y tras la primera novela
publicada por crowdfunding, el premio le llegó en forma de editorial. Sus novelas, de un
realismo preciso, transmiten sin embargo empatía y optimismo, porque la vida está llena de
historias bellas en las que puedes participar.
Mandisa llegó aquí para cambiar su futuro. Su carácter, tan dulce como su nombre, se
reflejaba en unos ojos llenos de alegría que miraban a cada persona resaltando su importancia.
Servía cafés con una armonía que le nacía de su fortaleza interior. Desde el principio tuvo claro
que conseguiría quedarse aquí. Y lo había conseguido. Tenía trabajo, papeles y amigos, todos a
quiénes, cada día, ayudaba con su sonrisa, sus palabras, y su fe en la vida.
Nadie llamaba a Svyatoy por su nombre desde que llegó para pasar aquí sus últimos años.
Bastó que una vez explicara que significaba santo para que todos le llamasen Sancho. Y él
sonreía la ocurrencia, porque era un eslavo orondo y bonachón. Aunque había superado dos
guerras y sufrido penurias, nunca perdió sus ganas de ayudar al prójimo.
Yo, que conocí a las tres, pienso que llegarán a conocerse en la otra vida.
La dama andante
En un lugar de las Españas, cuyo nombre no mencionaré porque a fe mía son varios y cada vez
más numerosos, no ha mucho tiempo que vivía una jurista de las de toga in auctoritas, código
en las mientes, mesa austera y despacho anónimo y desapacible. Una fiscal, en una palabra, de
serio semblante, exigencia escrupulosa y elevado sentido de la Justicia, dotes que la habían
conducido, sin remisión, hacia el empeño por combatir todo tipo de pendencia, vejación y
agravio que sufriera una mujer por el solo hecho de serlo. Acordó, pues, nuestra dama, tanto
por el aumento de su honra profesional como por el servicio a su tierra, vincularse a la Fiscalía
de Violencia sobre la Mujer y lanzarse al mundo para hacerlo más habitable, menos huraño e
intolerante y más dado a menesteres elevados, cultos y fraternos hacia los prójimos faltos de
afecto.
Así, se dio en leer jurisprudencia y legislación de todo estado y parlamento, y tratados y
reflexiones sobre la vocación y querencia hacia los desfavorecidos. E hízolo con tanta afición y
gusto que olvidó incluso su propia vida y hasta renunció a otros menesteres con tal de seguir
fiel a su empeño. Llenósele la fantasía del deseo de terminar con tan inmunda lacra y encontró
en su camino a otros caballeros y damas andantes, de tan recias convicciones como las de la
señora y, juntos, juraron abatir al malvado Frestón, representado en cada maltratador que
arruinara el merecido sosiego y la sagrada vida de una mujer. Cuentan que procedía del
Toboso y algunos llamaban simplemente “Dulcinea”. Y que un tal Alonso Quijano, de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, la secundaba, la admiraba y convino en
poner sus armas a su servicio por siempre jamás.
Sentado en la terraza del asilo, taciturno, analiza los rostros de esa
gente que es, le dicen, conocida. Mudo, levanta la vista al cielo de sus
pensamientos y trata de poner en orden las piezas de los recuerdos que
claman a la fuerza pertenecerle, y trata de desvanecerse en el aire con un
torpe gesto de mano entre aquella gente tan pretendidamente cercana y a la
vez tan lejana.
Los visitantes no se dan por aludidos, y se mantienen expectantes a algo
que, se supone, él debe manifestar, pero tampoco se da por aludido. El pobre
caballero, de triste figura, encorvado sobre una silla que parece devorarlo,
tampoco se da por aludido: se queda unos minutos observando confuso, con
lágrimas secas en sus ojos grises, aquella la mano levantada. Una mano
enfundada en delicado guante de arrugas al que se encuentra unido un brazo.
Un brazo esquelético, deformado por el tiempo, manchado y marcado, que
parece unido a su vez a un cuerpo desgastado y torturado. Y el cielo comienza
a llorar sobre sus cabezas mientras él empieza a comprender que aquel cuerpo
envejecido y el que respondía a sus órdenes no son más que uno.
“¿Acaso un brujo me ha robado el tiempo? ¿Acaso el brujo es el mismo
tiempo? Qué terrorífico gigante debe ser… ahora invisible… siempre al
acecho…”
Un trueno rasga el horizonte a sus espaldas. El destello en la pared
llama su atención y nubla sus ideas. Mudo, aparta la mirada de sus
pensamientos. Se ha reunido gente en torno a él. Pregunta quiénes son y,
sentado en la terraza del asilo, taciturno, analiza los rostros de esa gente que
es, le dicen, conocida.
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