Café entre amigas Marga y Luz entraron, como cada tarde al

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Café entre amigas
Marga y Luz entraron, como cada tarde al terminar la jornada, en un bar cercano a su
trabajo. Lo habían elegido porque era un establecimiento clásico, de los pocos que iban
quedando en la ciudad. Paredes y techos de madera oscurecida por el tiempo y curada
por el humo de muchos cigarrillos y cigarros fumados mientras se contaban penas y
alegrías. Cuando llegó la prohibición de fumar en su interior, ya era demasiado tarde y el
humo escribía la historia de muchas vidas que habían pasado por allí.
Varias generaciones de propietarios habían continuado la tradición hasta que pocos
años antes, los últimos dueños, un matrimonio andaluz que regentó el local durante
veintiséis años decidió traspasar el negocio a uno de sus empleados más veteranos y
ellos se retiraron a una casita en la costa de Almería para disfrutar de sus últimos años
Enrique se había hecho cargo del negocio y cada mes les pasaba a los anteriores
propietarios una cantidad, que sumada a la escasa pensión que recibían, les permitía vivir
holgadamente disfrutando de la tierra de sus antepasados.
Era camarero de la vieja escuela: hablador un tanto impertinente, más bien bocazas;
aficionado a hacer comentarios en voz alta, especialmente cuando algún cliente no le caía
bien; desconfiado con los desconocidos y despectivo con todo el que se atreviera a
desafiar las costumbres del vestir clásico. No podía con los anillos o pendientes en los
hombres, y lo demostraba haciendo comentarios. Cuando se presentaba alguna chica con
anillos o ‘piercings’ en la cara o en la nariz, siempre le decía lo mismo:
- ¡Con lo guapa que eres! ¿Pa’qué te pones eso?
En más de una ocasión había tenido enfrentamientos serios que al final habían
concluido con la huída de los clientes.
Una gran pantalla plana presidía una de las paredes, en el mismo lugar donde durante
años hubo un antiguo televisor que había dejado también su marca del tiempo. Estaba
situada de manera que los clientes pudieran verla, pero que Enrique, desde su puesto de
mando detrás de la barra, pudiera verla mejor que nadie para poder seguir los partidos y
comentar y discutir las jugadas con los parroquianos. El tiempo de los encuentros era
como un paréntesis en la actividad del bar y los clientes habituales lo sabían
perfectamente, por eso evitaban esas horas en las que tenían que esperar al descanso o
al final para que Enrique les tomara nota o les sirviera lo pedido.
Aquél sábado, para su desgracia, Marga y Luz entraron justo antes del comienzo del
partido. Pasaron entre un grupo de clientes que se concentraban en la zona frente a la
gran pantalla y se refugiaron en la esquina más lejana del salón.
Mientras tomaban asiento, les llegó el eco de los comentarios:
- Ya verás tú como no me dejan ver el partido tranquilo.
Otro añadió
- ¿Es que no tendrán otro sitio donde ir?
Pero las dos mujeres ya estaban acostumbradas a ciertas salidas de tono, que
tomaban como el peaje habitual que había que pagar por el lugar. Además, todo había
que decirlo, allí servían el mejor café que habían probado, y eso se agradecía después de
un día de duro trabajo.
De mala gana y con paso cansado, Enrique se acercó a la mesa.
—¿Qué va a ser? —preguntó al tiempo que levantaba un servilletero y, con fuertes
movimientos, pasaba un trapo humedecido por el desgastado mármol de la mesa.
- Yo quiero un café con leche.
- Yo un cortado de natural.
Enrique se dio la vuelta mientras mascullaba, de manera que fuera inteligible:
- De esta ¡me retiro!
Marga lo llamó:
- ¡Oiga!
Él se dio la vuelta dispuesto a contestar.
- ¿Me trae también un bollo con crema, por favor?
Lejos de alegrarse por el aumento del pedido, el hombre se dio la vuelta y volvió a
lanzar un comentario:
- ¡Al furgón blindado voy a tener que llamar para llevarme tantas ‘perras’!
Este último comentario levantó risas entre los amigos y clientes, que estaban
pendientes del comienzo del partido.
Luz comentó hastiada:
- ¡Cada vez aguanto menos a este tío!
—No hagas caso, es así —respondió Marga, sonriendo con cierta indulgencia—. A su
edad ya no lo vas a cambiar... Bueno, dime lo que querías contarme.
Comenzaron a hablar. Luz quería decirle a su amiga que había encontrado a alguien.
Era un aparejador. Un aparejador en paro, eso sí. Pero le había salido un trabajo
interesante para un proyecto de varios años en el norte y se trasladarían allí. Después de
seis años, tras un divorcio tranquilo, había encontrado a la persona con la que se iría a
vivir, y su hijo con ellos. Tendría que renunciar a su trabajo, pero para ella lo importante
en ese momento era su estabilidad personal y familiar.
- Así tendrán que sustituirme y alguien encontrará un trabajo- bromeó.
- Me alegro por ti, aunque me da pena que te vayas.
- No te preocupes, seguiremos en contacto.
En ese momento llegó Enrique con el pedido. Soltó los platos en medio de la mesa
para que las dos mujeres se lo repartieran. Una voz le llamó:
- ¡Venga, que ya ha empezado!- gritó uno de los clientes, que aprovechó para subir el
volumen del sonido del televisor hasta que se oyó por todo el local.
Y justo cuando Enrique se situaba en su lugar preferido, Marga le pidió a voz en grito
para hacerse entender entre la algarabía:
- ¡Oiga! ¿Me trae sacarina, por favor?
El hombre no pudo evitarlo:
- ¡Sacarina! ¡Un bollo con crema y el café con sacarina! ¡Marchando!
Salió de detrás de la barra y cuando llegó a la mesa le lanzó el sobre de edulcorante
como si estuviera repartiendo naipes para, a continuación regresar a la barra, esta vez
con paso más ligero.
- ¡Qué hombre! ¡Por Dios!
- Sigue contándome.
- ¿Qué?
Ya era difícil escuchar de un lado a otro de la mesa, por lo que Marga se dirigió al
dueño en su mejor tono:
- ¿Podría bajar un poco el volumen? Es que no podemos hablar.
Enrique esperaba ese momento para hacer valer su poder.
- ¡Vaya hombre! Agustín, tú que tienes el mando, bájale un poco a la tele, que las
señoritas tienen que hablar.
El volumen empezó a bajar y el ambiente se relajó.
- Gracias- dijo Marga
Pero el tal Agustín no estaba dispuesto a dar tregua.
- Si en lugar de estar aquí estuvieran en su casa…
Marga se volvió de pronto.
- Usted no es nadie para decirme a mí donde tengo que estar.
- Yo lo que digo es que aquí no se viene a hablar.
- Bueno vale- dijo. Y añadió, dirigiéndose a otro de los amigos: –Es lo de siempre, el
marido, seguramente trabajando y ella aquí dándole al pico.
- Si es que deberían estar en la casa –apuntó otro escondido en el grupo- Que luego la
tienen como la tienen.
Luz saltó de la silla y ya se dirigía a enfrentarse con el último que había hablado
cuando se abrió la puerta de un golpe. Un hombre de mediana edad, ataviado con ropa
deportiva y barba de varios días corrió hacia la barra y la saltó, llevándose por delante
vasos, tazas y botellas. Cuando se fue a dar cuenta, Enrique tenía una navaja en el
cuello, dejando ya una marca, mientras el intruso le gritaba desaforadamente:
- ¡Dame todo lo que tienes en la caja! – y dirigiéndose al grupo, añadió: - ¡Y vosotros
estaros quietos o me ,o cargo!
En ese momento, Enrique aprovechó que el delincuente miraba distraído al grupo e
intentó zafarte empujándole el brazo, pero no midió bien sus movimientos y el filo del
arma se hundió en su garganta. La abundancia de sangre asustó al criminal que,
asustado, se deshizo de la navaja y corrió hacia la salida sin que nadie le siguiera, pues
todos se precipitaron detrás de la barra para atender al patrono.
* * * *
Enrique abrió los ojos y la luminosidad de la estancia le cegó por un momento. Luego
miró hacia los lados y vio que estaba solo. La cama de al lado estaba vacía. Oía el pitido
de la máquina que tenía a su lado. Oía el bombeo de alguna otra cosa. Fue entonces
cuando empezó a recordar.
Una enfermera se asomó a la habitación y vio que estaba consciente. Se acercó,
verificó las lecturas, tomó nota en la tabla que había al pie de la cama y le preguntó:
- ¿Se encuentra bien? – Pero antes de que respondiera, le acercó la mano a la bocaNo intente hablar. Responda con los ojos. Si está bien, ciérrelos un momento.
Los ojos de Enrique se cerraron y la enfermera se asomó al pasillo.
- ¡Doctora! –llamó dirigiéndose a alguien en el corredor- ¡El paciente se ha despertado!
Volvió junto a Enrique, que escuchó unos pasos entrando en el cuarto. Cuando la
doctora salió de detrás de la enfermera, sus ojos se abrieron más de lo habitual.
- Buenas noches, don Enrique. Soy la doctora Margarita Vivancos. Ayer lo pasó usted
mal. Menos mal que yo tenía todas las cosas de la casa hechas y al salir del trabajo en el
hospital quedé con una amiga para tomar un café en su bar.
Dos lágrimas salieron de los ojos de Enrique mientras los cerraba, entre avergonzado y
agradecido.
FIN
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