UNA ACONTECIMIENTO QUE CAMBIO LA HISTORIA

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UNA ACONTECIMIENTO QUE CAMBIO LA HISTORIA
Por Jorge Guldenzoph
“La revolución ya se había producido antes de que la guerra
comenzara. La revolución estaba en las mentes y los corazones del
pueblo: y el cambio formaba parte de sus sentimientos religiosos en
relación con sus deberes y obligaciones” (John Adams)
El próximo martes 4 de julio se conmemora el 230º. Aniversario de la Declaratoria de
la Independencia de los EE.UU. El recuerdo de dicho acontecimiento histórico, adquiere en
estos últimos años una resonancia especial debido a entre otros, dos varios motivos
sobresalientes. Un primero, esta en el hecho de que esa nación hoy - en apenas poco más de
doscientos años - se ha encumbrado en el lugar más alto del mundo, y es en sí misma – por
encima de los buenos y malos gobiernos que pudo haber tenido – el mejor ejemplo de un
crisol de razas, religiones y culturas, viviendo bajo un mismo ideal y en libertad. Aún las
tensiones posteriores al 11 de setiembre no han podido destruir esto. Segundo, al entrar en el
siglo XXI, frente al avance de los poderes que propugnan una secularización extrema y
proponen que la libertad y el sistema republicano pueden sostenerse sin la religión, los EEUU
siguen siendo por sobre todo, el más inalterable ejemplo de una democracia de base de
valores religiosos.
La Declaratoria de la Independencia del 4 de julio de 1776 fue redactada por Thomas
Jefferson a cuyo borrador hicieron correcciones y aportes lo no menos ilustres Benjamín
Franklin y John Adams. Aquel día el Congreso la aprobó y resolvió que fuera certificada e
impresa. Finalmente el 18 de enero de 1777 una copia certificada de la Declaración fue
enviada a cada uno de los estados unidos.
El contenido y el espíritu que refleja dicha Declaración no pueden entenderse sino se
tiene en cuenta en el soplo fundador que viene de los pioneros que llegaron a las riberas de
Massachussets, Nueva York y Maryland en el siglo XVII. Ellos vinieron no meramente en
busca de prosperidad económica, sino porque buscaban el derecho a la libertad de conciencia
y de religión. El camino a la libertad tuvo hitos como el “Pacto del Mayflower”, redactado y
firmado el 11 de noviembre de 1620, aún en altamar el que decía “... en presencia de Dios y
uno por uno pactamos y nos reunimos en cuerpo civil y político para nuestro mejor orden”; el
sermón secular de John Winthrop titulado “Un Modelo de Caridad Cristiana” que se
sintetizo en el ideal de una “Ciudad sobre una Colina”; el Gran Despertar con su figura
cumbre el ministro cristiano Jonathan Edwards (1703-1758), movimiento
protorevolucionario que como señalan varios historiadores cruzo todos los límites de
diferencias sectarias dando comienzo a la devoción religiosa ecuménica norteamericana que
forjó el espíritu que trajo la Independencia y su Declaratoria.
El Premio Nóbel de la Paz, Nicholas Murray Butler (1862-1947) quién fuera en vida
Presidente de la Universidad de Columbia, escribió en su libro “Los Grandes Constructores de
los Estados Unidos”, que “las libertades civiles americanas y las instituciones políticas
americanas comenzaron en el mismo lugar donde comenzaron las libertades civiles y las
instituciones políticas inglesas”.
Fieles a esa raíz, los firmantes de la Declaratoria de la Independencia del 4 de julio
de 1776, cristianos y deístas, pero todos creyentes en Dios, expresan nítidamente ese
sentimiento de trascendencia de la vida humana y la libertad cuando sostiene: “Consideramos
evidentes en sí las verdades siguientes: todos los hombres fueron creados iguales; el Creador
los ha dotado de ciertos derechos inalienables, entre estos derechos consta la Vida, la
Libertad y la búsqueda de la Felicidad”. Es más reconocen “que para garantizar esos
derechos (dados por el Creador) se instituyen entre los hombres los Gobiernos”. El origen
divino de esos derechos esta por demás claro. No vienen de la voluntad de un hombre, de un
Estado, de un Gobierno o de un Partido, ni dependen de la volátil y difusa “voluntad general”.
La clave del éxito de la Revolución Norteamericana fue su capacidad de armonizar las
corrientes cristianas y deístas. En armonía con esa fuente en los documentos que rodean la
Revolución Norteamericana, encontramos una mención constante a la Divina Providencia.
George Washington dedicó un tercio de su mensaje al asumir la presidencia expresando que
los EE.UU. necesitaban confiar en Dios. Esta tradición se mantuvo aún en los momentos más
dramáticos de la vida de la nación estadounidense. Son famosas las palabras de Abraham
Lincoln el 19 de noviembre de 1863, en el campo de batalla de Gettysburg cuando afirmó
inflamando el corazón de sus compatriotas que: “esta nación, bajo Dios renacerá con
libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo no desaparecerá de la
tierra”.
Observadores de la historia estadounidense del siglo pasado como el pensador francés,
Alexis de Tocqueville, sostuvieron que no se puede separar la democracia norteamericana de
sus subyacentes principios religiosos.
Los latinoamericanos miramos hacia EEUU con sentimientos encontrados, de
admiración o envidia, de respeto u odio, pensamos que somos pobres por que ellos son ricos,
y así podríamos poner muchos otros ejemplos. Pero en realidad debemos ver que la
prosperidad de los EEUU, la fuerte fe de la mayoría de sus pobladores, su sistema de
libertades nunca quebrado por totalitarios o dictadores, tienen que ver con sus raíces. Y
nuestra situación, en general proporcionalmente inversa, tiene que ver también con nuestras
propias raíces. Su nación, surgió unida, bajo el manto protector de las virtudes religiosas y
cívicas. Como dijo el ilustre argentino Juan Bautista Alberdi, EEUU ya era libre antes de su
Independencia. Mientras que nosotros fuimos arrastrados por el fuego del influjo “jacobino”,
incapaces de unirnos, y de cerrar nuestras diferencias de una forma civilizada y pacífica.
Ellos tuvieron un Washington, nosotros una serie de próceres divididos y enfrentados entres
sí.
Concluyendo, el más grande valor que la Declaración del 4 de julio de 1776 encierra es que el
origen de los derechos y los deberes de los seres humanos viene del Creador, Dios. No hay
libertad, ni democracia que pueda prosperar sin asentarse en este principio.
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