Alejandro Cañada. Jorge Gay.

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general del sindicato en Aragón desde 1981. Cuando el nombre y la estructura
de este sindicato independiente se configura como CSI-Aragón (Central Sindical
Independiente-Aragón), en el congreso celebrado el 10 de marzo de 1990, es
elegido presidente territorial del sector; y tras su jubilación, en 1993, es nombrado
presidente territorial honorario de dicho sindicato. Vocal de la Asamblea General
de MUFACE (Mutualidad General de Funcionarios Civiles del Estado), entre 1979 y
1983; presidente de la Asociación de Padres del Instituto Nacional de Bachillerato
en 1981, sería desde 1982 su representante en el consejo de dirección.
Su labor ha sido reconocida, sobre todo, por sus ex alumnos, a veces tres
generaciones sucesivas, y también por los padres de aquellos y las autoridades.
Desde 1972, año en que se le concedió la cruz de Alfonso X el Sabio por sus
«méritos docentes extraordinarios», hasta septiembre de 1996, en que el Ministerio
de Educación y Cultura autorizó la denominación, propuesta por el Ayuntamiento y
los padres de alumnos, del colegio público de Andorra como Manuel Franco Royo,
en reconocimiento a toda una vida de entrega a la educación, se han sucedido
diversas emotivas y sinceras manifestaciones de gratitud y afecto al gran maestro.
Profundamente católico, tiene una clara conciencia social, en la que la educación
ocupa un lugar central como motor de la promoción de la persona (capital
humano) y del desarrollo económico. Su afabilidad, su sentido del humor, su
sencillez, su imparcialidad, le han ganado el cariño hasta de todos. Un capítulo
muy especial en su vida fue su matrimonio hace ya medio siglo largo con otra
ejemplar maestra, Josefina Clemente Sauras: sus nueve hijos (entre los que hay
excelentes profesionales de las más variadas tareas) forman una gran familia a la
que han sabido transmitir con su ejemplo su estilo de honradez, laboriosidad y
entrega.
Alejandro Cañada
JORGE GAY
La fotografía que miro es del año 1932. En ella, bajo la suave penumbra de una
luz cenital, un grupo de jóvenes apiñados arropa a un hombre casi anciano,
sentado en el centro de la escena. Ese hombre de rasgos afilados es Cecilio Plá,
por entonces catedrático en la Escuela Superior de Bellas Artes de Madrid. Pintor,
decían las crónicas, dotado de un elegante sentido decorativo, que siempre adornó
de colores encendidos su paleta y cualquier empeño pictórico sabía resolverlo con
destreza. Plá fue maestro, entre otros muchos, de Juan Gris y Pérez Mezquita, y
hoy, rodeado de una cincuentena de alumnos, imparte su última lección; tal vez
por eso todos le envuelven arracimados, como intentando recoger y absorber la
penúltima savia posible.
246 Comarca de Andorra-Sierra de Arcos
A su espalda, con rasgos muy definidos remarcados por el negro dibujo de sus gafas,
está Alejandro Cañada, pintor turolense vigoroso, sabio y disciplinado que entonces
cursaba sus estudios becado por la Diputación. Allí aprendió el oficio a conciencia,
transmitido por aquellos a los que todavía el oficio importaba y sabían el modo de
hacerlo; ese que proporcionaba la versatilidad necesaria para poderte explicar y
expresarte, el que daba los medios para poder hacerlo. Esta conciencia la adquirió
Alejandro Cañada en aquel centro, deudora de quienes le enseñaron: tantos, desde
Vázquez Díaz a Benedito, de Chicharro a Cecilio Plá, el anciano al que hoy arropan
los alumnos en su despedida. Casi todos han caído en el olvido, cuando no en la
más ingrata amnesia historiográfica. Pintores que fueron importantes y la historia
engulló hasta con voracidad y a alguno de ellos empujó a las tinieblas.
Nunca he pensado que el arte fuera una flecha necesitada de diana o meta; algo
que avanza progresiva e inexorablemente hacia delante. Siempre creí, por contra,
que actúa más como círculo o espiral que se expande; que tiene que ver más con el
centelleo y el alumbramiento que con la conquista y por supuesto la competencia.
Es lo que brilla en lo oscuro y a ello acudimos, no para poseerlo como botín sino
para avivarlo, alimentarlo y poder seguir así iluminando el camino de las nuevas
preguntas y las balbuceantes respuestas de nuestra búsqueda, esa que desea
siempre ensanchar el umbral del conocimiento e irradiarse sobre las emociones.
De ahí que Altamira, Agrigento o Paestum, Piero de Cósimo, Lotto, Reni, Zurbarán
o Goya, los sintamos vivos, pertenecientes a esa espiral de misterio irresoluto que
en su vaivén inestable tiene contenida nuestra memoria y que existe en un tiempo
irreal que no podemos medir.
Ese es el enigma desbordante. Esa la linterna
eterna. El arcano cuya intriga no sabemos resolver pero que nos impele todavía a seguir preguntándonos y no quedar anclados en la complacencia pringosa de la comodidad, la abundancia o el glamour.
Muchas veces la historia se precipita al futuro
como un dardo sin freno y entonces todo lo que
no iluminó su estela queda oscurecido e ignoto.
Así les ocurrió a todos aquellos cuyos gestos
empezaban a no ser capaces de dar respuestas
válidas a la historia que se les encaramaba, a
todos cuantos no lucharon contra sí mismos
para rehacerse de nuevo.
En ese fárrago conceptual y espiritual se dirimía
Alejandro Cañada, cuando tras la contienda
nefanda de 1936, donde por perder, perdió
su eventual puesto de profesor de Geometría
descriptiva en la Escuela o la cátedra ganada en
La huella de sus gentes 247
las últimas oposiciones realizadas por el Gobierno de la República, volvió a Oliete,
pequeño pueblo de la comarca de Sierra de Arcos en Teruel, donde había nacido
un 9 de septiembre de 1908. Durante un tiempo allí se quedó e impartió clases
como maestro en la escuela, también fue organista ocasional en la iglesia y al
tiempo casó con la dulce y espigada M.ª Ángeles Peña. Una vez reordenadas sus
vidas, tras los hirientes quebrantos de la guerra, el matrimonio decidió trasladarse
a Zaragoza. Tuvieron cinco hijos y con grandísimo esfuerzo y la tenacidad que
siempre caracterizó a Alejandro, abrió una academia donde impartir clases de
Bellas Artes en cualesquiera de las especialidades posibles, pues su muy fértil
y abundante formación así se lo permitía. Comenzó a tener alumnos, muchos
alumnos y todos quedaban asombrados de sus tantos saberes pluridisciplinares.
Yo fui uno más de esos alumnos boquiabiertos, uno de tantos cuantos quedaron
admirados de su oficio y vocación, de la aguda dirección de sus opiniones y la
sabia fortaleza de su criterio. También de su capacidad en la investigación artística,
que fue constante en su pintura y que día a día, en un alarde de esfuerzo y
generosidad, supo compartir con la docencia.
A su academia acudí a finales de los años sesenta. Estaba situada en el último
piso de un bloque de viviendas de ladrillo rojo y perfiles de hormigón blanco
próximo al río Huerva. Para ir a ella, todos los días debía cruzar ese río por un
puente. Al cruzarlo, antes de encarar la suave curva de Miguel Servet y comenzar
la recta por donde poco a poco la ciudad desvanecía, una suerte de circunstancias
y lugares se unían en el paisaje para resumir de una mirada el gajo de historia que
nos tocaba vivir. Los flancos derecho e izquierdo de aquel puente y el lecho por
donde el río corría tumefacto y sucio eran un retrato sepia de nuestra vida. La vida
gris de una ciudad incapaz, tantas veces, de soltarse de la fauces trentinas de sus
instituciones y de estamentos perezosos que de no significar lo que significaron se
dirían propios de ópera bufa.
Las riberas enmohecidas de aquel río por donde se deslizaban, como metáforas
fugaces, unas manchas peludas y grises que algunos damos en llamar ratas, eran
un resumen vívido de nuestro día a día. Eran los lados de una ciudad unidos por
la llaga del agua en donde mansamente navegaban los sueños inalcanzables de sus
habitantes, hasta ir a morir exhaustos, a la deriva, en el cercano Ebro.
Sin embargo, el gesto decidido de cruzar aquel puente, también se convertía en
metáfora mágica que sabía llevarte al lugar donde poder olvidar el pringue, la
caspa y la desidia intelectual. En aquella Zaragoza de los 60, la academia de
Alejandro Cañada fue el lugar donde los sueños y los anhelos podían empezar a
hacerse verdad y carne y no desvanecer entre las nieblas del alma. Comenzar a
crecer, creer en ellos y darles luz; todo eso de la mano de alguien que supo unir
sabiduría y bondad en su docencia, compromiso y genio en su pintura.
Gracias maestro, porque tu corazón y tu inteligencia supieron guiar los gestos
párvulos de nuestra ansiedad.
Octubre 2006
248 Comarca de Andorra-Sierra de Arcos
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