Erase una vez una Pirata Honrado

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El pirata honrado
José Agustín Goytisolo
Ilustraciones: Manolo Sierra
Musica de Paco Ibañez
Erase una vez una Pirata Honrado. Ese pirata actuaba como
todos los piratas del mundo. Se pasaba los días en la proa de su
velero, mirando hacia el horizonte con su catalejo, por si veía
algún barco al que pudiese atacar.
Al descubrir una posible presa, el pirata Honrado mandaba izar,
en el mástil más alto del velero, el negro banderín de la calavera
sobre los huesos cruzados, y voceaba a sus marineros para que
realizaran las maniobras necesarias, a fin de alcanzar el buque
fugitivo
- ¡Todo el mundo a sus puestos!
- ¡Timonel, un cuarto a estribor!
- ¡Así, a toda vela, que ya es nuestro!
Y continuaba dando voces de mando para
animar a sus hombres, hasta conseguir
apoderarse, al abordaje, del barco enemigo.
Era a partir de ese momento cuando la
conducta del pirata Honrado no se parecía
en nada a los otros piratas.
Jamás ahorcaba a sus prisioneros, ni los arrojaba a los
tiburones. Se limitaba a desembarcarlos en la costa más cercana,
después de quitarles el oro, las joyas y todas las riquezas que
poseían. Más tarde hundía a cañonazos el barco vacio, y volvía a
recorrer los mares a bordo de su velero.
De tanto capturar y liberar prisioneros, el Pirata aprendió a
distinguir muy bien el carácter de todas aquellas gentes.
Le gustaban los niños pues los hombres y las mujeres solían
ser cobardes, avaros y rencorosos.
Los jóvenes por el contrario, no parecían tener miedo alguno, y
se mostraban alegres y emocionados por la aventura que estaban
viviendo. Al viejo pirata le parecía que, incluso le miraban con
simpatía y respeto.
Un día al pirata se le ocurrió un fantástico proyecto: dejar en
tierra a la gruñona y miedosa gente mayor, e invitar a los niños y
niñas a que le siguieran hasta su refugio misterioso, hasta el
lejano lugar en donde guardaba y gastaba todas las riquezas que
obtenía.
Ese lugar se
llamaba la Isla
Ignorada porque
nadie conocía su
existencia.
Únicamente el
Pirata Honrado y
sus fieles marineros
sabían donde
estaba la isla como
llegar hasta ella.
La isla era un
lugar frondoso y
bello. Tenía
muchas fuentes y
lagos de agua
purísima, bosques
de cocoteros,
palmeras datileras y
también campos
llenos de melones
cacahuetes
regaliz y pipas de
girasol
Además había loros y papagayos de extraño plumaje, liebres
enormes, garzas y grullas, algún jabalí inofensivo, vacas con la
piel a rayas de colores, monos muy cariñosos y toda clase de
animales de fábula. En el mar y en los ríos, la pesca era
abundantísima.
En esa isla, pensó el Pirata Honrado, los niños sabrían
aprender cosas divertidas e interesantes. Y con el dinero que
tenía podrían, entre todos, acabar de construir la capital del país.
La capital era una hermosa ciudad, con grandes plazas,
parques y frondosas avenidas. Todas las casas tenían jardín, y en
cada barrio había campos y lugares donde poder jugar. No existía
ni un solo edificio feo, y tampoco había escuelas pues toda la isla
era una auténtica y emocionante escuela viva.
Y así después de cada de sus correrías, el Pirata Honrado
invitaba a que fueran con él a la Isla Ignorada, todos los
muchachos y muchachas que se encontraban entre los pasajeros
de los barcos que iba capturando. Cuando los desembarcaba en la
isla, les dejaba que se organizasen, que trabajasen, que se
divirtieran y que estudiaran lo que les diera la gana.
Al principio las cosas fueron a las mil maravillas. Pero
transcurrido algún tiempo, los chicos y las chicas empezaron a
portarse mal.
Algunos querían mandar siempre, otros se negaban a trabajar,
muchas niñas decían embustes, se peleaban y armaban líos, y los
niños más débiles sufrían las bromas y los malos tratos de sus
compañeros.
Al darse cuenta de lo que estaba ocurriendo,
el Pirata Honrado se dijo:
- Estos muchachos estaban ya malcriados
cuando los traje aquí. Voy a devolverlos a
tierra firme, con sus horribles padres y
de ahora en adelante sólo invitaré a esta
isla a niños mucho más pequeños que no
hayan tenido tiempo de aprender las feas
costumbres de sus familiares.
Y así lo hizo. Desembarcó a los chicos y
chicas más vagos y descarados y, cada vez que
apresaba un barco, se llevaba a la isla
únicamente a las niñas y niños más chiquitines.
Con el tiempo esto tampoco dio buen resultado. Cuando los
pequeños crecían, se volvían casi todos, tan malos y holgazanes
como los anteriores. El Pirata Honrado, furioso, los devolvía
también a tierra firme, para que dejasen la isla en paz.
Y a fin de que la Isla Ignorada no se fuera quedando vacía y
con su hermosa capital aún sin terminar, el viejo Pirata invitó, no
sólo a los otros niños, sino también a todas las personas que
parecían buena gente, ya fueran chicos, hombres mayores, o
viejitos simpáticos.
Pero por desgracia, la historia se volvía a repetir, y el
Pirata se pasaba el tiempo sacando de la isla a los alborotadores
y buscando a otra gente para sustituirlos.
El buen Pirata, no conocía el desánimo. Durante años
primero y durante siglos, después, continuó y aún continúa,
navegando sin descanso, apresando buques y visitando las costas
de todo el mundo, intentando hallar buenas personas a las que
poder invitar a su isla.
Niñas que leéis esta historia o muchachos que pensáis en el
viejo Pirata:
Si alguna vez os encontráis
en una playa o en un acantilado,
y veis que desde el horizonte se
acerca un velero en cuyo mástil
ondea el banderín negro con la
calavera sobre dos huesos
cruzados, no os asustéis ni
escapéis corriendo.
Lo más seguro es que se
trate del Pirata Honrado…
…y a lo mejor sois vosotros esa
clase de gente que el quisiera
tener a su lado, para vivir siempre felices en la maravillosa Isla
Ignorada.
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