Pelléas et Mélisande en el Real

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PELLÉAS ET MÉLISANDE EN EL REAL
El día cuatro de noviembre (el diecinueve acaba) asistí en el Teatro
Real a la representación del Pelléas et Mélisande, la única ópera que
compuso Debussy.
El libreto está basado en el drama del mismo nombre del escritor
belga Maurice Maeterlinck (premio Nobel de 1911). Me salto las
peripecias del acuerdo entre autor y compositor, fácilmente
rastreables, pero me resisto a esquivar una muy sonada que sucedió
antes del estreno (le hubiera encantado a un Cervantes
contemporáneo). Cito el artículo del musicólogo Yvan
Nommick Expresar lo inexpresable: Pelléas et Mélisande de Claude
Debussy.
Aquí hacemos un alto para evocar una situación, entre
grotesca y tragicómica, relativa al reparto de los
cantantes en Pelléas. Maeterlinck quiso imponer para el
papel de Mélisande a Georgette Leblanc, quien era entonces
su amante. Albert Carré, director de la Opéra-Comique
(donde se estrenó en 1902) y Debussy se opusieron a ello y
eligieron a la cantante escocesa Mary Garden [¡vaya
nombre!], que además formaba parte del elenco de cantantes
de la Opéra-Comique. Maeterlinck amagó con prohibir las
representaciones, fue a ver a Debussy amenazándole con un
bastón, puso un pleito [¡Había firmado un documento para
autorizar la adaptación de su libro!] y publicó, el 13 de
Abril de 1902, en el diario Le Figaro, una carta abierta en
la que escribía palabras tan acerbas como estas:
“…Despojado de todo control sobre mi obra, me veo reducido
a desear que fracase rápida y estrepitosamente”.
El día de la premiére, Maeterlinck se presentó a las puertas del la
Ópera con un grupo de alborotadores: gritos contra la representación,
insultos pareados, reparto de pasquines y arengas al pueblo de
París… Mary Garden, la etérea escocesa del cuerpo-melena, se
acercaba más a la imagen de Mélisende (la Beatrice pintada por
Odilon Redon) que la mofletuda Georgette. Se estrenó pese a todo. Al
punto, la inteligencia parisina se dividió en partidarios y detractores
(una repetición no casual de la pintura impresionista). En
el Pelléas se libró de nuevo la eterna batalla entre los viejos y los
nuevos dioses de la música. Otra cita, esta vez de la filósofa y
escritora Julia Kristeva, Pelléas et Mélisande, una melancolía sonora.
Llegados aquí, cabe imaginar que esa delicadeza [de la
letra y la música del Pélleas] fue percibida como una
intolerable afrenta por los representantes de la música
oficial. Théodore Dubois, director del conservatorio,
prohíbe a sus alumnos que asistan a las representaciones de
la obra. Henri Roujon, director de Bellas Artes, denuncia
“esa vergüenza nacional”. La vanguardia [muchos
simbolistas], por el contrario, presente ya desde el
estreno, aplaude. Pierre Louïs, Paul Valéry, Henri de
Régnier, Léon Blum, Vincent D’Indy. Un público cada vez más
numeroso asistió a las representaciones, que se repusieron
en casi todas las temporadas en la Opéra-Comique en vida de
Debussy (1862-1918).
La ópera de Debussy se presenta como una sucesión de cuadros
cortos, a diferencia de la ópera de Monteverdi, Mozart, Puccini (mi
favorito entre los belcantistas) y, sobre todo, del drama musical
wagneriano: composiciones en las que cada acto presenta una
extensa unidad espacio-temporal que se mantiene a lo largo de la
obra. En el Pelléas hay saltos temporales, disparidad en la duración
de los cuadros y frecuentes elipsis que se resuelven al más puro
estilo cinematográfico.
El texto (simbolista) y la música (impresionista) conforman una
síntesis única y una nueva visión de la ópera. Vale el tópico del
“antes y después del Pelléas”. En esta unidad estética, reconocida por
todos, radica su originalidad, influencia y fama perenne.
La música del Pelléas está al servicio de la palabra a fin de resaltar,
matizar, subrayar el aspecto fónico (el ritmo y el fraseo) de la lengua
francesa. Recuerdo un divertido pasaje de El recurso del método de
Alejo Carpentier (también le dedicó un artículo en su libro Ese
músico que llevo dentro) en que el dictador ilustrado asiste con su
secretario, el doctor Peralta, a una representación del Pelléas, la obra
de moda en Nueva York; poco a poco se impacienta en su butaca
y desdice una obra en la que la orquesta no toca y nadie se decide a
cantar.
Y como nada apremiante había de hacerse aquella noche, el
Primer magistrado, muy aficionado a la gran ópera, quiso
escuchar un Peleas y Melisenda que se ofrecía en el
Metropolitan Opera House, con la famosa Mary Garden en el
papel principal. Mucho le había hablado el Académico Amigo
de aquella partitura, que debía ser muy buena ya que, muy
discutida al principio, tenía en París unos fanáticos
admiradores a quienes el travieso maricón de Jean Lorrain
había calificado de Peleastas... Se sentaron, pues, en
primera fila, alzó su batuta el director, y una enorme
orquesta que tenían ahí, a sus pies, empezó a no sonar. A
no sonar, porque de ella se desprendía un murmullo, un
estremecimiento, un cuchicheo de nota aquí, nota allá, que
no llegaba a ser música. "¿Y no hay Obertura?", preguntaba
el Primer magistrado. "Ya viene, ya viene", decía Peralta,
esperando que aquello empezara a crecer, a levantarse, a
definirse, desembocando en un fortísimo: "Tambien Fausto y
Aída comienzan así, como quien no dice nada, así (creo que
a eso llaman sordina) para preparar mejor lo que viene
después". Pero ya se alzaba el telón y se estaba en lo
mismo. Esos músicos -estaban ahí atentos, numerosos,
puestos los ojos en las particellas- no acababan de hacer
nada. Probaban sus lengüetas, sacaban las saliva de las
trompas dando una media vuelta al instrumento, hacían
vibrar una cuerda, barrían el arpa con la punta de los
dedos, sin llegar a concertarse en una segunda melodía.
Pequeño acento aquí, queja imperceptible allá, esbozo de
temas, impulsos muertos al nacer, y arriba, en las tablas,
dos personajes que, hablando-hablando, no se resolvían a
cantar.
Efectivamente, la obra es ajena a la melodía tradicional, arias,
cavaletas, marchas y recae en la orquesta el suave componente
melódico. Se trata de un habla musical que recorre largamente el
argumento. La orquesta acaricia las palabras, resalta la declamación,
modela las respuestas, potencia el drama.
La parte orquestal tiene un doble significado: por un lado, el apego a
la palabra, a la que acompaña para desvelar sus mágicos rincones;
por otro, la expresión de su propia sustancia musical: los meandros
inagotables, las imprevisibles hileras de motivos que aparecen
fugazmente y se extinguen (o se transforman); las olas sonoras
siempre renovadas (como el mar de Valéry), las impresiones
musicales: líricas, trasparentes, delicadas; o las pinceladas sinfónicas
al estilo de los cuadros lacustres de Monet y sus nenúfares, donde las
capas de pintura se superponen para formar un entramado denso,
plenificado, distinto a la suma de las partes.
Un caudal sonoro donde se mezclan las diferentes secciones
orquestales en una espontaneidad aparente de la que surge el
inconfundible estilo impresionista (presente en la genial pieza Prélude
à l'après-midi d'un faune, sobre un poema de Mallarmé); o se
manifiesta en la belleza de los intermezzos (para algunos lo mejor de
la obra), pensados para facilitar el cambio de escena. Una música con
vida propia, puesta en relación dialéctica con el texto y resuelta con
talento por el artista.
El texto responde a la mejor versión del simbolismo. Un símbolo es
un significado que, más allá de lo dado, está por otra cosa; en vez de
decir lo que quiere, dice algo distinto pero reconocible. “Todo lo
perecedero es símbolo” decía Goethe. El simbolismo
de Pelléas apunta al misterio de morar en la tierra, a la fragilidad de
la inocencia, al extrañamiento de la mujer en un mundo hostil, a la
esperanza en vano, al espejismo del amor y a la melancolía pintada
por Durero. Una evocación triste de lo inexpresable, lo inmaterial, la
“realidad invisible” de Juan Ramón Jiménez… todo en una atmósfera
de ensoñación precursora del surrealismo.
La escenografía, una producción de la Opéra de Paris y del Festival de
Salzburgo, es típicamente minimalista. En general recelo de la
simplicidad escenográfica. Si el libreto indica, como ocurre en
Wagner, que la acción acontece en una plaza porticada con el palacio
ducal al frente y una fuente en el centro, me gusta que la fuente
tenga cinco surtidores, los arcos sean apuntados, el palacio muestre
el escudo de armas y por la plaza circulen gentes con jubón… Sin
embargo, el Pelléas no admite otra escenografía que la minimalista.
El abigarramiento del verismo, propio de la escena del siglo pasado,
se transmutaría aquí en fatídica caricatura kistch (al estilo de las
tronchantes plumillas de la prensa decimonónica). Hoy, por las
oscilaciones del gusto, nos resulta impresentable. La propuesta ParísSalzburgo basada en los espacios imaginarios, los juegos de
perspectiva y las transiciones de luz, funciona.
Otras opiniones breves.
La dirección escénica de Robert Wilson, ampliamente comentada en
la página del Teatro Real, se basa en una expresión corporal muy
marcada, mecanicista, al borde del mimo, en ocasiones estática.
La dirección musical de Sylvain Cambrelig, comparada con las
grandes versiones de Claudio Abbado o Bertrand de Billy, resulta
rutinaria y plana, sin poner de manifiesto los contrastes orquestales.
Tampoco la orquesta titular del Teatro Real tuvo su mejor día (una
formación que cada año apunta más alto), espesa en la cuerda y una
sección de viento desafortunada; en general sin la sonoridad y el
empaste que requiere la obra (siempre en relación con las
grabaciones de referencia).
Tengo también una opinión de pasillo y entreacto sobre los
intérpretes, pero, como tal, es honesto reservarla para los amigos y
compañeros de butaca.
http://www.teatro-real.com/es/eventos/pelleas-et-melisande
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