EL HOMBRE INVISIBLE DE RALPH ELLISON: DE LA

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EL HOMBRE INVISIBLE DE RALPH
ELLISON: DE LA ANTROPOLOGÍA A
LA POLÍTICA / Darío Ruiz Gómez
¿A
quel que habita en una etnia, ésta piensa por
él, ésta le impone un rostro y un tipo de comportamiento del cual
no puede escapar? ¿Esto es lo que definimos como “lo políticamente
correcto”? Y según esta infundada premisa un escritor negro debe comportarse, escribir según los parámetros inventados por los ideólogos de
la llamada negritud, o los indios de la indigenidad y los de raza amarilla
de la literatura amarilla. Quien lo hace está de salida renunciando a su
universalidad –Rubén Darío hubiera tenido que escribir cantos indigenistas y no haber salido de Metapa– y aceptando esta marginalidad
impuesta, la cual le facilitará el eludir, con la consigna política y un
lenguaje “políticamente correcto”, el quebradero de cabeza de nacer
un día a su conciencia de sujeto pensante, a su definición íntima de
ser humano que como tal debe buscarse a sí mismo en la selva de los
símbolos, buscar sus propias palabras para oponerse al lenguaje impuesto por los poderes, por los fatalismos tribales. “Se me ha hablado de la
cuestión judía a mí, que no sé ni siquiera quién soy”, decía Kafka, según
Marthe Robert, señalando precisamente este enfrentamiento entre
quienes buscan lo humano en la constatación de la precariedad de toda
existencia, desde una soledad que hace visible lo falso, y aquellos que
han desocupado este lívido interior en donde se refugia una subjetividad herida para, orondamente, entregarse a ilustrar una consigna, un
lenguaje en el cual no cabe ni la dispersión ni el nomadismo y del cual
han sido desalojados los demonios de la culpa, el ácido lugar de la expiación, ya que, según lo “políticamente correcto”, todos los negros son
buenos y los indios y los esquimales y las mujeres, porque simplemente
han sido reducidos al papel de explotados, de víctimas.
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De este modo el tránsfuga de lo establecido, de ese lenguaje
impermeable a la duda, a la fisura, queda fijado ante el tribunal de estas
abstracciones como un peligroso intelectual, un individualista incapaz de
ser “transformado” por la voluntad política colectiva. Escritores como
Richard Wrigth y Langston Hughes fueron en los años cincuenta
la imagen del escritor negro norteamericano luchando contra los prejuicios raciales, contra la miseria y el abandono, reivindicando el derecho de los negros al progreso material, a la educación. El compromiso
político con los grupos de izquierda, en especial con el Partido Comunista, fue la lógica canalización de estas protestas acogidas por la
izquierda europea y por pensadores como Jean-Paul Sartre, y por
escritores blancos como Upton Sinclair y Howar Fast. La estética del
realismo socialista buscaba una eficacia política en la literatura, no
una literatura que ahondara en aquello que convierte al negro en un
ser humano.
James Baldwin, en Otro país y en La próxima vez el fuego, daba
hacia los 60 una dimensión del infierno urbano, un Nueva York alucinante de degradación, drogas y homosexualidad que Baldwin, preso
en la rigidez del enfoque político, no sabe resolver a nivel de lo que
llamamos la humanidad de los personajes. La aparición una década
antes –en 1952– de Invisible Man de Ralph Ellison, escritor negro, supuso un cambio radical no sólo en lo referente a la narrativa negra sino
a la misma narrativa norteamericana. Porque situaba a sus personajes
mas allá de los estereotipos de la narrativa norteamericana de los grandes maestros como Hemingway, Faulkner y Dos Passos, y lograba un
enfoque del ser y de la sociedad donde la reflexión iba mas allá de
lo descriptivo, para adentrarse en un tipo de narrativa mucho más
compleja en la cual el individuo, fuera de fatalidades telúricas o padecimientos bíblicos, se enfrentaba a un yo confuso, desorientado. ¿Saberse
invisible es saberse insignificante? El activista político busca una identidad: “Los negros son bellos” fue el grito de combate de los Panteras
Negras para escapar del modelo estético del blanco. Se construía así
un cuerpo político en oposición a un cuerpo antropológico. El film de
Spike Lee, cuarenta años después, sobre Malcom X analiza con claridad
estos procesos donde la militancia en un credo político convierte al
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negro en un anónimo activista. Y de hecho el proceso que sigue este
“hombre invisible” –¿cómo darle un nombre, un apellido?– a través de
su vida en Nueva York es un choque entre unas costumbres dominadas
por la vigencia de lo atávico presente en la sociedad del Sur Profundo,
resignación cristiana ante el atropello, estoica resistencia ante la discriminación, y el recurso de sublimar la ofensa mediante el canto y la fe
religiosa. El capítulo donde se describe un incesto se reviste de una
conmovedora fuerza lírica para no caer en el escándalo gratuito ni en
el facilismo de una supuesta “denuncia”. Aquí el tono lírico indica la
presencia de un contenido religioso que atenúa el olvido, la nostalgia
de ese algo que no se sabe qué es.
Lo importante en Ellison es su capacidad de adentrarse en el
alma de este oprimido, de sacarlo del cliché a que lo redujo el realismo
social de un Wrigth y darnos a conocer sus propias decisiones frente a
lo que vive: “Uno experimenta la dolorosa necesidad de convencerse a sí
mismo de que existe, de veras, en el mundo real; de que uno participa
en el eco y la angustia de todos, y uno crispa los puños, ataca, maldice
y blasfema para obligar a los demás a que reconozcan su existencia.
Sin embargo rara vez lo logra”.
Los capítulos en que se describe la militancia del protagonista
en la Hermandad desnudan la falacia de lo que toda organización extremista comporta: el enfrentamiento entre una doctrina política convertida en argumento militar, como suplantación de lo ético al negar el
derecho a las decisiones personales y someter al militante a una moral
abstracta donde desaparece como individuo. La estructura de la organización se convierte en un universo concentrionario donde la norma
civil democrática, y por lo tanto autocrítica, se suplanta por la ciega
obediencia a un código de acción. Esta reflexión crítica es la que a Ellison
no le perdonaron los extremistas negros, los liberales blancos. Pero el
film de Spike Lee, repito, desnuda esta deshumanización de un ideal
convertido en causa ciega, y que termina por identificar a la intolerancia y el terrorismo como “argumentos” de los explotados contra el sistema. El estalinismo supone la monstruosidad de juzgar a quien ayer
fue un amigo como si fuera hoy un hereje político al que es necesario
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eliminar físicamente según la moral revolucionaria. El idealista se transforma en asesino. “Mejor será que ahora vayamos a dormir. Eres un
soldado y tu salud pertenece a la organización”, le dice el hermano Jack,
quien minutos antes le había recordado al protagonista: “También
debes recordar que la teoría siempre viene después de la práctica. Primero actúa, luego teoriza. Esta es una fórmula de una eficacia devastadora”.
Marx es contundente en este aspecto: la teoría, dice, debe anteceder a la acción para no caer en la violencia sin sentido, la reflexión
debe acompañar a la acción para no caer en el fanatismo. Pero el activista, ciego y sordo, ya no es capaz de calcular aquello que destruye, y
el militante, al desprenderse del escrúpulo moral que lo hace humano,
se convierte en una máquina de matar. Cuando el protagonista se
encuentra a Clifton vendiendo muñequitos en la calle se queda atónito
y, aterrado, ve cómo lo mata un policía. Y sobre quien tuvo el supremo
valor de apartarse de la organización, llega a preguntarse: “Mi mente,
en el terreno de las generalizaciones, se preguntaba por qué razón un
hombre era capaz de huir del cauce de la historia para dedicarse a vender
en la calle una ridícula mercancía”. ¿No sucedió esto con Lara Parada y
Jaime Arenas, ejecutados en plena calle por orden de la Comandancia
del ELN? ¿No es este tipo de ejecuciones el que por orden del Secretariado de las FARC se hace con quienes renunciaron a la guerrilla?
Ya convertido en hombre invisible, o regresado a esta condición, la pregunta que el protagonista se hace es inevitable: “¿Qué dirían
de nosotros los historiadores, los seres que pasan sin dejar huella? De
los seres tales como yo mismo antes de entrar en la hermandad, de esas
aves de paso demasiado humildes para ser clasificadas por los sabios,
demasiado silenciosos para que los más sensibles oídos perciban su
sonido, con personalidad demasiado ambigua para que las más ambiguas
palabras las expresen y situados demasiado lejos de los centros de
las decisiones históricas para que puedan firmar los documentos de la
historia, o siquiera aplaudir a quienes los firman?”.
El gran director de orquesta Bernstein representó en esos años
la imagen del liberal progresista: culto, famoso, rico, la fotografía lo
muestra en su lujoso apartamento rodeado de Panteras Negras. Y Ellison
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describe con eficaz ironía este liberalismo de gentes de alta sociedad
que pretenden ahogar su mala conciencia apoderándose de las causas
de los explotados para sus propios fines publicitarios. Porque al final de
esta parafernalia, de estos ríos de demagogia, de dogmatismos y cócteles
Molotov, de enfrentamientos con la policía y de repetir hasta el cansancio consignas vacías, el negro verdadero de carne y hueso sigue
ahí, solo, desamparado. “¿De dónde proviene esta pasión por la uniformidad? ¡La clave esta en la diversidad! Si persisten en esta manía
de la uniformidad, terminarán obligándome –a mí, hombre invisiblea convertirme en blanco y el blanco no es un color, sino la carencia
de todo color.” Hacia los años sesenta Norman Mailer escribe un texto
sobre el negro blanco y el blanco negro.
Este asombroso análisis de Ellison, con cuarenta años de
adelanto, sitúa un problema que hoy pensadores como Baudrillard y
Giovanni Sartori han profundizado en medio de la creciente homogeneización de la vida social y la cultura, pero que, desde los predicados
estéticos de la novela, Ellison dilucida a través de la peripecia de vida
de un ser que, como el extranjero de Camus, el hombre sin atributos de
Musil, enfrenta ya no sólo el problema de la ideología de la etnia a la
cual pertenece, sino, igualmente, el problema de su ser como individuo
frente a la Historia. ¿Se es antes negro o se es antes sujeto, persona? Vuelo
a casa es una recopilación de sus relatos donde, como señala John F.
Callahan, Ellison desafía lo que él llamó en “La narrativa del siglo XX y
la careta negra de la humanidad” (1946) la “segregación de la palabra”,
y atraviesa la línea de la narrativa de color entonces vigente en la literatura norteamericana. Al narrar un linchamiento de un negro a través de
los ojos de un joven blanco, Ellison salta el muro que lo separa de lo
universal e incorpora lo que reprochaba a la narrativa entonces vigente:
su ausencia de responsabilidad moral, la seca y eficaz prosa de Hemingway,
pero ya con la perspectiva que inscribe a los niños y las madres, a
los viejos y los vagabundos en el reino de la infelicidad: la historia, la
miseria de las ideologías políticas, y hoy mismo este logro de universalizar una problemática local continúa siendo una actitud solitaria frente
a quienes, como Toni Morrison, prefieren seguir sacando partido del
color local, de las fatalidades atávicas del negro oprimido, pero buscan-
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do el tono épico brechtiano. Spike Lee, en su reciente film La hora 25,
ha saltado la línea para contar una historia de asesinos blancos.
Escritos entre los años treinta y cincuenta, estos cuentos ponen
de presente la singularidad de la narrativa de Ellison porque el telón de
fondo de esta niñez que escribe magistralmente desde el asombro y las
primera perplejidades morales es el de la crueldad, el de los linchamientos,
la percepción de la discriminación racial, la perspectiva para ver, desde
Europa y a través de la guerra contra Alemania, la dimensión de una
patria por la cual se ha luchado pero que sin embargo lo discrimina.
Aquí la miseria, la intolerancia racial no ahogan las conductas sino
que son el punto de partida para que estos niños crezcan moralmente
frente a esas negaciones.
Esta educación sentimental incorpora entonces la pregunta
que la fe religiosa les plantea frente a lo que se descubre, o sea frente a
las nuevas fronteras que se vislumbran. En algunos cuentos se da el aire
de genuina libertad alcanzada a través de la aventura como en el Hukleberry
Finn de Twain: allí la balsa, aquí el tren que desvela paisajes, que facilita
encuentros, que atesora imágenes para iniciar una nueva vida. Igualmente hay un lejano eco de aquel Stephen Dedalus que en medio de la
agobiante miseria, de esa pobreza cuya única salida parecen únicamente
ser la taberna o el convento, descubre la fuerza de su alma y enfrenta
las preguntas donde se decide la suerte o el infortunio de un hombre sobre
el vasto horizonte de la tierra.
(La edición de El hombre invisible la hizo Lumen en 1966 y Alfaguara hizo en el 2002 la
edición de Vuelo a casa).
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