Agonismo y Maldad vs Cooperación y Bondad Extractos sobre escritos de Peter C Newton-Evans Naturaleza del Hombre como Ser Espiritual En la presente sección conoceremos brevemente algunas concepciones del ser humano como ser espiritual, las cuales se pueden agrupar bajo tres perspectivas generales del hombre: su maldad innata, su bondad inherente y su doble naturaleza. En este caso, nos limitaremos a describir los modelos mentales y sus efectos, sin cuestionar sus fundamentos filosóficos y religiosos, lo cual se dejará a criterio del lector. a. La Maldad Innata Según una concepción que ha tenido especial acogida entre las sociedades occidentales, el ser humano es inherentemente ‘malo’. La concepción del hombre como animal racional es que los seres humanos son agresivos y egoístas por naturaleza. Son varias las explicaciones que se suelen dar para apoyar esta perspectiva. Unos lo ven como un ángel caído, que debe esforzarse por volver a su condición original en el cielo, Dios ha permitido a un ‘diablo’ reinar en el mundo humano durante cierto tiempo. Finalmente hay quienes, observando la situación del mundo, concluyen que hay alguna falencia en el alma humana que nos impulsa hacia la maldad. Estas nociones, aunque de diversa índole y origen, tienen algunos efectos positivos en común. Llevan al reconocimiento de que todo ser humano posee el potencial para cometer actos que obran en contra de su bienestar propio y el de los demás. Esto puede generar en las personas la humildad necesaria para admitir su propia debilidad, imperfección y necesidad del apoyo de otros, o de Dios. Sin embargo, el considerar al espíritu humano como malo por naturaleza, también puede acarrear algunos resultados indeseables. Por ejemplo, ha hecho que algunos esfuerzos por mejorar la condición humana se centren más en atacar lo malo que en cultivar lo bueno. Numerosas investigaciones han demostrado que este tipo de enfoque surte el efecto contrario, al reforzar más bien el mal que se busca erradicar. Por otra parte, se ha visto que a menudo la creencia en nuestra maldad inherente se emplea como justificación para no esforzarnos por mejorar, so pretexto de que somos ‘sólo humanos’. b. La Bondad Inherente Una segunda concepción, común entre las culturas orientales, es que el ser humano es esencialmente bueno. Dentro de esta categoría también existe una amplia gama de ideas. Algunos afirman simplemente que por definición Dios es bueno y que por tanto su creación debe necesariamente ser buena, por lo que el hombre no puede ser malo. Otros creen que el hombre puede evolucionar espiritualmente hasta llegar a ser Dios, o que ya es parte de Dios, entendido éste como la suma de todo lo existente. Para explicar la existencia del mal en el mundo humano, se suele responder que aunque somos creados buenos, la sociedad nos corrompe. Estas nociones también comparten ciertas implicaciones positivas. Llevan a la aceptación de que todo ser humano posee el potencial para actuar de manera moral, en una forma que beneficie a la totalidad. Tiende a aumentar la eficacia de los esfuerzos por mejorar la condición humana, concentrando los esfuerzos más en estimular las cualidades positivas que en atacar los defectos. Sin embargo, la concepción de la bondad inherente del ser humano también puede inducir al error. Por ejemplo, algunos pedagogos convencidos de esta filosofía han creído que se debe dejar que la bondad inherente en los niños aflore ‘naturalmente’ sin la intervención de los adultos. Sin embargo, la mayoría de personas precisamos de ayuda para encausar y disciplinar nuestros talentos y cualidades, así como para desalentar cualquier actitud o comportamiento negativo. c. Un Enfoque Alternativo Como en tantos aspectos de la vida, cuando existen dos planteamientos opuestos, a menudo la realidad no se encuentra en ninguno de los dos extremos, sino en el reconocimiento de su complementariedad. En el caso que nos ocupa, una tercera concepción del ser humano, que cobra cada vez más aceptación tanto en occidente como en oriente, es que el ser humano posee una ‘doble naturaleza’. Frente a las limitaciones implícitas en las concepciones respecto a la maldad innata del hombre versus su bondad inherente, este enfoque más equilibrado conserva los beneficios de ambos modelos a la vez que obvia sus efectos negativos. Por una parte, se acepta que el alma humana posee en forma latente o potencial todas las hermosas cualidades que se atribuyen a Dios, como amor y sabiduría, justicia y misericordia, poder y ternura, y muchas más. Este aspecto del ser humano – que podríamos llamar su naturaleza superior o esencia noble – explicaría la afirmación de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios. Es como decir que Dios ha sembrado en el espíritu humano la semilla de todos sus maravillosos atributos. Por otra parte, se reconoce que los humanos también poseemos un lado oscuro que nos induce hacia actitudes egoístas y comportamientos dañinos. Este aspecto de nuestro ser, que se podría denominar la naturaleza baja o inferior, es el que nos arrastra hacia el odio y divisionismo, la opresión e injusticia, la perversidad y corrupción. El alma, como un espejo, puede reflejar los vicios de una naturaleza inferior, o tornarse hacia arriba y llegar a ser un reflejo cada vez más fiel de las cualidades divinas. Estos dos aspectos del ser humano se encuentran en constante lucha entre sí, tema de muchas obras escritas y dramáticas. Es como si nuestra naturaleza superior, o nobleza esencial, fuera la motivación y energía que nos impulsan a escalar una alta y empinada montaña, mientras que nuestra naturaleza inferior sería la gravedad y el cansancio que nos halan hacia abajo y frenan nuestro avance. Decíamos que los conceptos de la maldad innata y bondad inherente del ser humano no suelen llevar al cultivo intencional de lo bueno, porque en respuesta al uno se ataca lo malo y bajo el otro se espera a que aflore naturalmente la bondad. La comprensión de la doble naturaleza del ser humano, en cambio, exige cultivar lo bueno, ya que sin luz sólo queda oscuridad. Así como se prende una lámpara para iluminar las tinieblas, el cultivo de la virtud suplanta el vicio. Antropología Desarrollista Desde hace ya 60 años, cuando comenzó la aplicación sistemática de los programas de desarrollo socioeconómico en el ámbito internacional, los pobres se sumen diariamente en la pobreza, los ricos son crecientemente acaudalados y la economía mundial es cada vez menos estable y más volátil. A lo largo de estas cinco décadas se han ensayado numerosas propuestas de índole técnica, económica y política, pero la mayoría de estos 'remedios' no ha curado sino empeorado la enfermedad. En la ciencia médica, si un tratamiento no sana sino agrava un malestar, se suspende y se busca otro mejor, pero en el desarrollo socioeconómico, se suele intensificar la aplicación de las mismas recetas. Quizás esto se debe a que se ha estado tratando los síntomas del 'subdesarrollo' en vez de buscar su raíz. Muchas organizaciones de desarrollo comenzaron dando caridad a los niños, lo cual no surtió efecto por que no cambiaba la situación de su familia. Esto tampoco era suficiente, pues no se tomaba en cuenta las condiciones de la comunidad en la cual estaba inserta. Después se cuestionaron las falencias estructurales del país en sí y del sistema-mundo en el que éste se movía. Sintiéndose incapaces de cambiar el sistema-mundo, volvieron su atención nuevamente hacia el país, la comunidad, la familia y, finalmente, el individuo. Hemos recorrido toda la estructura de la sociedad humana, todos los sistemas y órganos del cuerpo político, sin hallar una solución satisfactoria. En el proceso se ha reconocido la existencia de injusticias estructurales a todo nivel y se han propuesto acciones para corregirlas, pero estos intentos no han tenido el efecto deseado, mientras que las condiciones del paciente continúan agravándose. Parecería existir un círculo vicioso del cual no hallamos la salida. Ya sea el Plan Marshall de los años '50, la Revolución Verde de los años '60, la Redistribución con Crecimiento de los años '70, los Ajustes Estructurales de los '80, o la Apertura de Mercados de los '90, la mayor atención desarrollista ha estado dirigida hacia fuera, hacia la situación externa y material -por no decir superficial- de los países. Detrás de la creciente miseria en el mundo cuál es el mal subyacente que no está siendo tratado. Propongo que volvamos nuestra mirada hacia nosotros mismos, hacia adentro, hacia nuestra forma de percibir y responder hacia el mundo, hacia nuestros modelos mentales, en procura de la mentalidad que ocasionó el problema en primera instancia. La tesis de Fellman es que conviven en el mundo actual dos paradigmas: el del agonismo o las relaciones de adversario (adversarialism) y el de la mutualidad o cooperación (mutualism). Describe el primero como el "supuesto de que la vida humana se fundamenta en las pugnas de intereses, las guerras y la oposición entre la gente y con la naturaleza". Admite que esta forma de pensar "da sentido y orientación al mundo", pero sostiene que podría hacerlo de igual o mejor manera otro paradigma. Una alternativa sería percibir a la cooperación, la ayuda mutua, el compartir, y el nutrir como "maneras igualmente viables de organizar las relaciones entre los seres humanos y con la naturaleza". Fellman sostiene que un cambio en el énfasis, del conflicto a la cooperación, es "imprescindible para la supervivencia de nuestra especie y de la misma naturaleza". Bajo el paradigma del agonismo, aduce Fellman, la mayoría de encuentros, ya sean entre hombres y mujeres, ricos y pobres, trabajadores y capitalistas, empresas comerciales, o selecciones deportivas, son organizados de tal forma que su propósito es el de superarle al otro. El supuesto es que cada uno debe hacer lo necesario para ganar, o aceptar la derrota. El 'otro' es construido como un enemigo a ser vencido. Llevada a su máxima expresión, el agonismo toma la forma de asesinato, que en su forma colectiva se llama guerra. Sin embargo, la tecnología militar se ha perfeccionado a tal punto que la maximización de su uso para vencer al otro implicaría nuestra propia derrota. "El homicidio se ha tornado inextricable del suicidio". Otro tanto se puede decir de la degradación industrial del medio ambiente. Fellman plantea que siempre ha existido simultáneamente otro paradigma - el de la mutualidad o cooperación - cuyo supuesto básico es que el 'otro' puede constituirse en amigo, colega o aliado. Las religiones lo han enseñado, aunque después hayan decaído en disputas sectarias, los políticos lo han idealizado, aunque sus comportamientos lo hayan contradicho, y las familias dependen de él para poder seguir adelante. Se encuentran por doquier las "semillas de la mutualidad" - viejas semillas en viejas instituciones, nuevas semillas en viejas instituciones y nuevas semillas en nuevas instituciones. Sin embargo, su rol minoritario ha impedido a la gente "percibir su proliferación, sus interconexiones y la posibilidad de una sociedad más libre basada en la cooperación como premisa en vez del conflicto". Fellman considera que si hemos de sobrevivir los embates del paradigma de antagonismo, será necesario fortalecer su opuesto, hasta que el de la mutualidad se torne el "principal paradigma que rija los asuntos humanos y las relaciones del hombre con el medio ambiente, invirtiendo así la condición histórica y presente en la que el agonismo resulta primario y la cooperación secundaria". Sugiere que "la principal alternativa al carácter destructivo de las incontables relaciones conflictivas a las cuales estamos encadenados" es el "globalismo", que define como "el reconocimiento del planeta como la unidad primaria de nuestra lealtad". Hace falta ir más allá de los análisis y hallar esperanza en la forma de visiones de mutualidad, así como las acciones que puedan darla vigencia. Michael Karlberg ha llegado a conclusiones similares, pero en vez de paradigmas, habla de dos culturas o 'universos discursivos'. Plantea que los seres humanos poseemos igual potencial para la contienda y el conflicto como para la reciprocidad y cooperación. La medida en que se manifiesta lo uno o lo otro depende de la cultura en la cual se forma el individuo. Aduce que la sociedad liberal occidental se caracteriza por una "cultura de contienda" basada en el "agonismo normativo", según el cual el conflicto constituye "un modelo normal y necesario de toda organización social". Como resultado, el conflicto y la competencia han llegado a constituir normas institucionalizadas en todos los ámbitos de la esfera pública, incluyendo lo que él llama el "sistema integral tripartito" conformado por las estructuras económicos, políticos y jurídicos, y apoyado por los medios masivos comerciales y la academia. "En su calidad de expresión cultural dominante -dice- los códigos de la contienda son culturalmente disfuncionales". Pues la confrontación puede considerarse apropiada bajo limitadas circunstancias, pero su "expresión ubicua e indiscriminada" resulta "socialmente injusta y ecológicamente insostenible". La "cultura de protesta" a la que da lugar constituye una respuesta inadecuada a los problemas sociales y ecológicos que ella misma genera. Finalmente, Karlberg propone que "la persistencia histórica de estos códigos mal adaptados podría ser explicada mediante la teoría de la hegemonía". La cultura de contienda constituye una "conformación cultural hegemónica", ante la cual cualquier modelo no conflictivo de la naturaleza humana u organización social aparece como ingenuo o utópico. Afirma que estos "códigos del agonismo sirven primordialmente los intereses de segmentos privilegiados de la sociedad, quienes les deben su posición dominante en los asuntos humanos", pues perpetúan relaciones de tipo ganar-perder en las que lo más probable es que continúen ganando quienes ya lo vienen haciendo, como en el juego de mesa Monopolio. Karlberg analiza varias expresiones históricas y contemporáneas de la mutualidad, como el feminismo, la teoría de sistemas, la ecología y el movimiento ambiental, la teoría de la comunicación y la resolución alternativa de controversias. Concluye que es posible y necesario desarrollar estructuras y prácticas que reflejen una cultura de cooperación; que es posible y necesario lograr una democracia participativa sin partidismos; que es posible y necesario establecer una economía productiva sin competencia agresiva y desenfrenada; y que es posible y necesario ejercer un activismo social y ecológico sin recurrir a la cultura de protesta. Lo interesante de estos análisis para lo que nos ocupa aquí, no es meramente la observación de que la sociedad contemporánea está estructurada en base a una cultura de contienda, sino también la implicación de que su desarrollo (sin hablar de supervivencia) únicamente será posible en tanto y cuanto logre moverse en dirección de una cultura de cooperación y apoyo mutuo. Lo que viene frustrando los esfuerzos de desarrollo no es la falta de recursos o conocimientos, sino el habernos dejado atrapar en unos juegos que en el mejor de los casos son de suma cero y frecuentemente de suma negativa, y en el cual todos pierden de una manera u otra. Las economías de muchos países... se han rezagado varios años, si no son décadas... La riqueza y los recursos materiales con frecuencia son destruidos o agotados en el proceso. La destrucción de objetivos económicos estratégicos es por lo general una meta fundamental de las partes en guerra. Los conflictos ahuyentan a inversionistas, quienes retiran su capital. El campo puede permanecer ocioso por años; los sistemas de riego, las redes de transporte y comunicación se paralizan. Las escasas divisas ya no se destinan a obras de infraestructura o al fomento de la productividad, sino a satisfacer necesidades bélicas y de 'seguridad'. El desempleo aumenta y la fuerza de trabajo abandona las zonas en guerra para sumarse a la lucha o para refugiarse en algún otro sitio, con frecuencia en las capitales... Los servicios públicos llegan a su límite. El flujo de refugiados aumenta y los recursos nacionales e internacionales escasean. Ahora bien, si el desarrollo social y económico, lejos de ser promovido, es dañado por la cultura de contienda, si su rescate depende de un cambio de cultura, habría que preguntarse si quienes forjan las políticas, diseñan las estrategias e implementan los programas de desarrollo están fomentando la nueva cultura o la vieja. ¿En qué medida los pensadores del desarrollo, aquellos intelectuales cuyas propuestas influyen fuertemente en la dirección que toman las políticas y acciones de desarrollo a todo nivel, se encuentra insertos dentro de la cultura de contienda o la de cooperación? Se analizan a continuación varias tendencias en los análisis desarrollistas, algunas de las cuales considero que vienen a ahondar y fortalecer el paradigma del agonismo o cultura de contienda; y otras que abren puertas hacia el paradigma de mutualidad y la cultura de cooperación. Leff insiste acertadamente en el imperativo de prevenir la homogeneización del mundo y su economía, de contrarrestar la hegemonía, sacudir la opresión, resistir los embates del individualismo y proteger valores de convivencia a nivel local. No cabe duda de que es deseable y necesario corregir situaciones de injusticia y enderezar relaciones de dominación-sumisión, para el bien tanto del dominante como del sometido. Sin embargo, existe una contradicción inherente en el hecho de promover, por un lado, actitudes de lucha y pugna y de insistir, por otro lado, en la necesidad de superar el individualismo y fomentar la convivencia social. Pues el individualismo y las pugnas internas son la última consecuencia lógica e inevitable de la promoción de una cultura de contienda, de un paradigma divisionista y conflictivo. Los hábitos de pensamiento y acción cultivados en un campo de la vida, se reproducen y se extienden hacia los demás ámbitos. No basta con canalizar recursos materiales y poder social hacia el ámbito local, pues no habrá nada que impida que esas mismas injusticias y relaciones de desigualdad surjan -en formas aún más devastadoras- a nivel regional y local. Leff caracteriza la Teoría de Sistemas como mecanicista, positivista y reduccionista, como "un monismo ontológico basado en la generalización de principios ecológicos de organización de la materia". Plantea como amenaza su "enfoque integrativo" y su comprensión del mundo como "totalidad", aduciendo que "forja un mundo tendiente a la globalización", un mundo "homogéneo e instrumental, reprimiendo la productividad de lo heterogéneo, el sentido de la diferencia, la vitalidad del saber, la diversidad de la cultura y la fecundidad del deseo", mediante su "espíritu totalitario de racionalidad dominante". Aquí parece estar confundiendo la teoría del Sistema-Mundo con la Teoría de Sistemas. Esto es comprensible en vista de que a menudo se les califica como antisistémicos a quienes rechazan el sistema-mundo. Yo quisiera proponer, empero, que un análisis de las implicaciones sociales, políticas y económicas de la Teoría de Sistemas bien podría servir de apoyo en la búsqueda de alternativas al actual sistema-mundo. No se puede negar que han aparecido en éste 'propiedades emergentes' que no existían hace pocos siglos - todo un complejo de interrelaciones, aunque con frecuencia desiguales y/o injustas - que lo hacen más que la suma de las naciones-estado que lo componen. Tampoco se puede cerrar los ojos al hecho de que estas propiedades se autorregulan, cambian y se adaptan en respuesta a la realimentación. Algunos de estos cambios han sido incrementales, paulatinos y lineales, como la creciente interdependencia de los mercados, mientras que otros han sido repentinos, caóticos e impredecibles, como el descalabro de la Unión Soviética, la caída de Muro de Berlín y el subsiguiente establecimiento de un mal-llamado 'nuevo orden mundial'. El actual sistema-mundo, en tanto unidad funcional, lejos de reivindicar la funcionalidad de la tan sonada 'civilización occidental' que ha servido de su modelo y núcleo, se demuestra ampliamente disfuncional e insostenible en sus aspectos social, político, económico y ecológico, debido -según la Teoría de Sistemas- a sus grandes inconsistencias internas. Por tanto, de acuerdo con los postulados de esta teoría, el sistema-mundo actual tendría dos opciones: perecer o cambiar; pudiendo ésta última alternativa ser un proceso o bien prolongado y doloroso debido a nuestra incapacidad colectiva de superar sus estructuras arraigadas en la cultura de contienda, o bien más rápido y menos traumático mediante el desarrollo decidido de nuevos subsistemas y/o interrelaciones que institucionalicen una cultura de cooperación. Hace falta una teoría social en la que la miríada de intereses limitados, inmediatos y superficiales, lejos de "disolverse en un campo común y bajo una ley universal", por citar nuevamente a Leff, confluyan natural y progresivamente hacia intereses comunes, mediatos y fundamentales. Y es aquí donde el concepto de 'capital social' podría ser de apoyo. Bernardo Kliksberg escribe que el Banco Mundial ha reconocido cuatro las formas de capital: (1) el capital natural o los recursos naturales; (2) el capital construido, en forma de infraestructuras, bienes de capital, recursos financieros y comerciales, etc.; (3) el capital humano que se mide en el nivel de nutrición, salud y educación de una población; y (4) el capital social. Para definir éste último término, cita a varios autores entre los cuales, para Robert Putnam es el grado de confianza, las normas de comportamiento cívico y el nivel de asociatividad; para James Coleman es la integración social en redes, la reciprocidad y confiabilidad, el seguir normas tácitas y la no agresión; para Kenneth Newton es la confianza, reciprocidad, cooperación y ayuda mutua; para Stephan Baas, es la cohesión de la sociedad en configuraciones que la hace más que una suma de individuos, las redes de confianza, el buen gobierno, la equidad social, la solidaridad, la acción colectiva y el uso comunitario de recursos; etc. Los humanos somos a priori seres sociables; es nuestra cooperatividad lo que nos ha permitido sobrevivir; no nuestros impulsos agresivos". Leakey y Lewin explican que "a lo largo de nuestra historia evolucionaria reciente, particularmente a partir del modus vivendi de la cacería, deben haber existido enormes presiones selectivas a favor de nuestra capacidad para cooperar como grupo... Fue tan fuerte el grado de presión selectiva hacia la cooperación, la conciencia de grupo y la identidad colectiva, y tan prolongado el período durante el cual operaba, que resulta difícil que no se haya integrado en alguna medida en nuestra constitución genética. Si la cooperación es parte de nuestra herencia común como seres humanos, entonces ¿por qué existe la cultura del conflicto? Siguiendo la línea de análisis de Karlberg, estos hallazgos más bien permiten cuestionar con fundamentos el error histórico de las ciencias sociales europeas de la época de la colonia, que esencializaron como inherentes a la naturaleza humana el conflicto, la competencia, la agresión y la avaricia, que en realidad no eran sino elementos de su propia cultura. Hay quienes hallan una función justificatoria en esta maniobra, pues apoya el razonamiento de que "si todos los seres humanos son así, entonces no es culpa de los europeos si también somos así". La teoría y la política del desarrollo deben incorporar los elementos de cooperación, confianza, etnicidad, identidad, comunidad y amistad, elementos que constituyen el tejido social en que se basan la política y la economía, pues el enfoque limitado del mercado basado en la competencia y la utilidad está alterando el delicado equilibrio de estos factores y, por lo tanto, agravando las tensiones culturales y el sentimiento de incertidumbre. Podríamos concluir, entonces, que el capital social, al igual que la cultura de mutualidad, no constituyen condiciones absolutas del ser humano, sino un recurso que ha de ser continuamente cultivado y protegido como parte integral de todo empeño de desarrollo. Son un bien que puede verse erosionado ante la constante presión ejercida por la cultura de contienda en sus múltiples formas, tanto ideológica, como modelos de vida y en sus estructuras sociales, políticas y económicas. Si democracia significa participación popular en la toma colectiva de decisiones que afectan a todos, mediante procesos de consulta mutua dentro de un marco de búsqueda de intereses comunes y de soluciones que satisfagan a todos; y si por política se entiende la ciencia y el arte del buen manejo de la cosa pública, entonces sí es posible que este aumento en el capital social acerqué a la localidad a una cultura de cooperación. Pero si por democracia se quiere decir la división de la sociedad en partidos políticos y otras instancias sectoriales que defienden intereses creados; y si por política se entiende la pugna entre estos partidos y sectores por obtener el poder, entonces no haría más que profundizar la actual cultura de contienda. Son numerosos los ejemplos de organizaciones creadas para luchar por la autonomía local y defender los derechos del pueblo que, una vez logrado su propósito, se autodestruyeron porque esos hábitos de pensamiento y acción basadas en la lucha, la pugna y el conflicto, fueron dirigidos hacia adentro en la búsqueda de intereses limitados al interior de la organización. Fue recién en el siglo 20, bajo influencias tan diversas como el feminismo, la física cuántica y la ecología, entre otras, que los supuestos subyacentes en estos modelos dicotómicos comenzaron a ser cuestionados y reemplazados por propuestas como la creación de conciencia, los procesos de consenso, los acuerdos de tipo ganar-ganar, la resolución alternativa de conflictos, la consulta mutua, la investigación cooperativa de Dewey y Habermas, el 'modelo dialógico' y la 'feminización de la retórica' de Gearhart, la 'retórica invitacional' de Foss y Griffen, etc. Quizás estas sean las semillas de una cultura académica que refleje y fortalezca entre los analistas del desarrollo el avance una perspectiva de mutualidad que haga posible explorar nuevos y desafiantes caminos hacia un verdadero desarrollo económico, social y humano. El pensamiento social en general y desarrollista en particular parece seguir un continuo en cuyos extremos se encuentran las dos culturas o paradigmas descritos por Fellman y Karlberg. En un lado están quienes se mantienen en el convencimiento de que el antagonismo, el conflicto y la pugna de poderes son endémicas en toda sociedad humana y que incluso constituyen su sine qua non y su primer elemento de análisis. Están tan inmersos en la cultura de contienda, como el proverbial pez en el agua, que no parecen darse cuenta de que se trata de tan solo eso: una cultura más entre muchas posibles culturas. Aquellos autores que no han reconocido este hecho, o que reconociéndolo no lo han podido aceptar, describen la naturaleza de los conflictos, pero considerándolos naturales e inevitables, no proponen alternativas que no se basen en una mayor intensificación o institucionalización del mismo. Buscan soluciones dentro del mismo paradigma que generó el problema en primera instancia. En el otro extremo se encuentran aquellos autores que perciben el conflicto generalizado, no como algo natural en el hombre, sino como una enfermedad del cuerpo político o distorsión del espíritu humano, que lejos de ser aceptado, debe ser remediado con urgencia. Buscan alternativas que caen 'fuera del recuadro' y por hacerlo a menudo deben soportar duras críticas y burlas. Entre estos dos extremos se encuentra todo un movimiento masivo, cuya tendencia general parece ser en dirección del primero hacia el segundo, aunque es un proceso paulatino y repleto de traspiés y oposición. Esta observación la encuentro sumamente esperanzadora y refuerza estas palabras parafraseadas de Arthur Schopenhauer: Toda verdad pasa por tres etapas: primero es ridiculizada; después se la opone violentamente; y finalmente se la acepta como obvia. Una de las dinámicas que caracterizan la contienda es su escalamiento: cada ofensa produce una respuesta intensificada, que a su vez produce una contra-ofensa aún mayor, etc. Hace falta poco esfuerzo para imaginar las consecuencias últimas a las que llevaría la continuación de una estrategia de desarrollo basado en un paradigma del agonismo o cultura de contienda. Bonfil pronostica que si no se toman medidas apropiadas, los procesos sociales tomarán "caminos difíciles de predecir, pero que muy probablemente serán violentos". Asimismo Iturralde observa que la relación entre los pueblos y los estados nacionales "está cargada de tensiones", que "estas tensiones van en aumento", que "van a seguir creciendo" y que si no se detiene a tiempo el espiral, pronto "podríamos asistir a enfrentamientos violentos y graves".