Cargar con la cruz para seguir a Jesús El Evangelio de hoy

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DOMINGO DE LA 22ª SEMANA DE TIEMPO ORDINARIO (A)
PRIMERA LECTURA
La palabra del Señor se volvió oprobio para mí
Lectura del libro de Jeremías 20, 7-9
Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste. Yo era el hazmerreir todo el día, todos se burlaban
de mí. Siempre que hablo tengo que gritar: «Violencia», proclamando: «Destrucción.» La palabra del Señor se
volvió para mi oprobio y desprecio todo el día. Me dije: «No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero
ella era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía.
Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9 R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
SEGUNDA LECTURA
Presentad vuestros cuerpos como hostia viva
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 21-12, 1-2
Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a
Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la
mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.
EVANGELIO
El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo
Lectura del santo evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte
de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó
aparte y se puso a increparlo: -«¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.» Jesús se volvió y dijo a Pedro: «Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.» Entonces dijo
Jesús a sus discípulos: -«El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.
Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre
ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre
sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»
Cargar con la cruz para seguir a Jesús
El Evangelio de hoy completa el cuadro de Cesárea de Filipo que consideramos la semana
pasada. Por eso, para una comprensión más plena es necesario leer juntos los dos textos. Una vez
que los discípulos, por boca de Pedro, han confesado que Jesús es el Mesías, éste comienza con
ellos una catequesis personalizada sobre el sentido de su mesianismo y que se concreta en el
primer anuncio de su pasión. Esto choca frontalmente con las expectativas de un mesianismo
triunfante, que somete con poder y fuerza a los enemigos de Israel. Jesús no deja de hablar de
victoria, pero de un modo completamente distinto al que esperan los discípulos: primero tiene
que ir a Jerusalén, someterse, padecer, incluso ser ejecutado. El triunfo sólo vendrá después de la
completa derrota, mediante la resurrección “al tercer día”.
Que todo esto contradice de plano lo que los discípulos esperaban del Mesías se echa de ver en la
reacción –una vez más, en representación de todo el grupo– de Pedro. Es una reacción que no
puede sorprendernos, porque no puede ser más humana. Lo que sorprende es la dura respuesta de
Jesús, que rechaza con virulencia y llama “Satanás” a aquel a quien acaba de declarar
bienaventurado y de confiarle las llaves del Reino. Sin embargo, ese tremendo apóstrofe tiene su
lógica, porque al rechazar el camino hacia la cruz Pedro está jugando el papel del tentador, que
ya le propuso a Jesús una forma de mesianismo más lisonjera, hecha de poder y de éxito (cf. Mt
4, 1-11), y que suponía pactar de un modo u otro con el diablo. El mesianismo que elije Jesús, el
mesianismo de la cruz, es aquel en el que sus enemigos no son los hombres pecadores, sino sólo
los pecados de los hombres; por ello, no se trata de liberar a unos pocos del poder de otros, sino
de liberar a todos del poder del pecado, y para ello es necesario renunciar a todo lo que
signifique una alianza con cualquier forma de mal, como el sometimiento de los demás por
medio de la violencia. El camino de la cruz es el de la negación de sí, el de la entrega de la
propia vida hasta la muerte. Y este camino, el de Cristo hasta Jerusalén, es, tiene que ser, el
camino del cristiano en el seguimiento del Maestro.
Por eso, hoy, el “no” de Pedro nos tiene que hacer reflexionar. El mismo Pedro que nos
representaba en la confesión de fe, nos representa también en el rechazo de la cruz. Y esta
contradicción nos descubre que el camino cristiano es un camino complejo, en el que existen
distintos momentos, todos ellos necesarios, pero insuficientes si los separamos entre sí. Pedro es
bienaventurado porque ha comprendido en la fe y ha confesado la verdadera identidad de Jesús
y, gracias a ello, ha recibido un nombre nuevo y una misión. Pero hoy comprendemos que
confesar de manera ortodoxa, con ser fundamental (es el fundamento), no es suficiente si no se
da el paso de aceptar la cruz que esa confesión lleva consigo. Si aceptamos a Jesús como el
Mesías, tenemos que aceptar el mesianismo que él nos propone, no el que nosotros queremos
soñar o imaginar.
Cuántas veces sucede que emprendemos un proyecto de vida cristiana (en una comunidad
parroquial, en un movimiento, en la vida religiosa o en el matrimonio) llenos de entusiasmo y de
optimismo, llevados precisamente por la fe que profesamos, por la revelación que hemos
recibido de lo alto. Pero en cuanto tropezamos con las inevitables dificultades de la vida, con
conflictos o decepciones, con algunos sufrimientos que nos causan precisamente aquellos con los
que habíamos emprendido ese camino feliz, empezamos a renegar, a sentir la tentación de
echarnos atrás, a decirnos que no, que no era esto lo que habíamos soñado, lo que nos habíamos
imaginado. Somos creyentes ortodoxos, confesamos como se debe, y en esto somos
bienaventurados, pero no estamos dispuestos a aceptar la cruz, la limitación, el sufrimiento que
conlleva el camino que hemos emprendido en el seguimiento de Jesús. Parece que queremos
enmendarle la plana a Cristo, que en su encarnación no ha elegido vivir en una campana de
cristal ni en un mundo ideal, sino que ha asumido nuestra condición, nuestras limitaciones, y ha
tomado sobre sí el pecado del mundo; nos gustaría un mesianismo y una salvación más fácil y
ligera, en la que Dios desplegara su poder y nos librara como por arte de magia de nuestros
problemas y dificultades. Pero esto es sólo una tentación en la que caemos con facilidad y en la
que tratamos de hacer caer a Jesús, asumiendo así el papel del tentador.
Jesús, tras la primera reacción contra Pedro, dirige a los suyos (a todos nosotros) una enseñanza
más sosegada sobre el significado verdadero del camino de seguimiento al que nos llama: si
queremos caminar en pos de Él, tenemos que estar dispuestos a la negación de nosotros mismos,
a cargar con la cruz, a perder la propia vida para ganarla. Pero, ¿no es esto algo imposible y
absurdo? ¿No será esto una especie de masoquismo espiritual contrario a los deseos humanos de
felicidad y que explica el amplio rechazo que el cristianismo se está ganando cada vez más en
nuestros días, especialmente en el mundo más avanzado? Aunque puede ser verdad lo relativo al
rechazo del cristianismo, no podemos estar de acuerdo en la acusación de masoquismo. Tomar la
cruz no es hacer una opción por el dolor, sino una opción por el amor. Y el amor es lo más
necesario para la vida, pero también lo más exigente, pues, a diferencia de la ley, no reclama
simplemente un comportamiento determinado, sino el corazón y la vida entera. Por eso, como
nos dice Jesús hoy, quien pierde la vida porque la entrega libremente, da vida y encuentra la
vida. Tomar la cruz no significa buscar el dolor o el sufrimiento, pues estos están
inevitablemente presentes en nuestra vida de un modo u otro. Significa no pararse en ellos, no
hacer de la cruz una excusa para el egoísmo, para la autocompasión egocéntrica, para llamar la
atención, en el fondo, para no amar; Jesús nos dice que carguemos con ella, pero no que nos
quedemos en ella, sino que nos pongamos en camino, en su seguimiento. Tomar la cruz es elegir
el amor y la entrega, la atención a los demás, el perdón… también cuando no me va tan bien,
cuando experimento el dolor o la limitación, cuando siento no sólo las alas del amor, sino
también su peso. En el fondo, la propuesta de Jesús está animada de una profunda lógica vital: el
éxito social, la riqueza, el poder… son bienes efímeros, que no perduran, y que conducen
inevitablemente a la muerte, que los corroe. Mientras que el camino difícil del amor y la entrega
de sí nos conecta con la fuente de la vida, siembra nuestra vida perecedera con semillas de vida
eterna. Las derrotas aparentes conducen a la victoria del “tercer día”, la victoria definitiva sobre
la muerte.
Abundan hoy día autodenominadas “iglesias cristianas”, “universales”, etc. que predican la fe
como camino de éxito social en este mundo, y prometen a sus fieles la riqueza material
(frecuentemente mientras los esquilman). Como los malos pastores de que habla San Agustín,
predican que quienes vivan piadosamente en Cristo abundarán en toda clase de bienes,
induciéndolos a vivir, o a tratar de vivir en la prosperidad que les ha de corromper, de modo que
cuando sobrevengan las adversidades, los derribarán y acabarán con ellos. El que de esta manera
edifica, no edifica sobre piedra, sino sobre arena (cf. S. Agustín, Sermón 46, sobre los Pastores,
10-11).
Muy distinto es el verdadero mensaje evangélico, que añade a la confesión de fe la disposición a
entregar la propia vida como Jesús, libremente y por amor. Tomar sobre sí la cruz es lo mismo
que nos dice hoy Pablo: presentar el propio cuerpo (la propia vida) como una hostia viva, santa,
agradable a Dios. El misterio de la cruz es el misterio mismo de la eucaristía, el de la entrega
hasta dar la vida. Pablo ejerce hoy de buen pastor, cuando nos exhorta a no acomodarnos a este
mundo, sino a un discernimiento de lo bueno y lo perfecto, a ser libres de los dictados del
ambiente, incluidas las burlas que tiene que afrontar el verdadero profeta, a caminar contra
corriente y a ser una verdadera alternativa. Todo esto es lo que conlleva la verdadera confesión
de fe en Jesús como Mesías y, venciendo la tentación diabólica de falsos mesianismos, la
voluntad de seguirlo hasta Jerusalén.
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