HISTORIA DE LA BAJA EDAD MODERNA Tema 1. La crisis del siglo XVII y el auge de las economías del Norte El período de crisis por la que pasó Europa en el siglo XVII fue uno de los más duros de la historia. No sólo por la regresión económica de ese momento, sino por el enorme descenso demográfico sufrido, impactos ambos, que se dieron principalmente en la zona mediterránea. El concepto de crisis del siglo XVII y los debates sobre ella El siglo XVII se encuentra plagado de dificultades, lo que le confiere un carácter sombrío. El fenómeno no se enmarca sólo en el ámbito económico, sino que la inestabilidad preside también las relaciones sociales, el mundo político, las creencias religiosas y el pensamiento. La formulación de la “teoría de la crisis general” fue reforzada por la interpretación cuantitativa del periodo. La “revolución de los precios” había culminado a finales del siglo XVI, y lo que caracterizó al siglo XVII fue el estancamiento o el retroceso. El momento en que se produjo el cambio fue más prematuro en los países mediterráneos, y a partir de entonces la tendencia es claramente descendente, caracterizándose la segunda mitad de la centuria en todas partes por el bajo nivel de los precios. La correlación de su evolución con la afluencia de metales preciosos americanos parece muy estrecha, con gran caída a partir de 1630. Europa se había visto privada con ello de uno de los elementos básicos para el buen funcionamiento de su sistema económico. Además, el crecimiento demográfico del XVI había comenzado también a ralentizarse, la caída de la producción agrícola resulta también evidente y la actividad industrial experimentó también graves dificultades, que afectaron especialmente a los centros textiles urbanos que gozaban de mayor tradición manufacturera. Finalmente, también se aprecia crisis en la actividad comercial y financiera, se experimentó un retroceso del tráfico comercial en todos los ámbitos geográficos, aunque de duración e intensidad diversa. Todos estos indicadores han sufrido una profunda revisión, cuestionándose en algunos casos las tendencias manifestadas y matizándose en otros el carácter general de las dificultades sufridas por la economía europea. Utilizándose fuentes de datos alternativas, se puede comprobar que el ritmo de llegada de metales preciosos no retrocedió, sino que se mantuvo estancado en un nivel elevado en la primera mitad de la centuria y se acrecentó durante la segunda mitad, por lo que no puede hablarse de una drástica y prolongada penuria de metal. Además su ritmo de llegada evolucionó de forma muy diferente a la tendencia de los precios, por lo que ambos factores deben desligarse completamente. El mecanismo de la regulación de precios es mucho más complejo y atiende a la relación oferta-demanda y sus efectos dependen de la posición que ocupen las relaciones de mercado en los distintos grupos sociales. Esto no quiere decir que la sociedad europea no se viera afectada por las dificultades, sino que éstas no tuvieron el carácter continuo y general que se le ha atribuido generalmente. Es la desigualdad del impacto de “la crisis” lo que tiende a subrayarse en la actualidad . Sólo en términos muy generales se puede afirmar que su impacto fue más precoz en el área mediterránea, donde las dificultades comenzaron también a desaparecer más prematuramente. Por el contrario, en el noroeste de Europa su incidencia fue más tardía (mitad XVII – 1/3 XVIII). Tampoco la crisis afectó con la misma intensidad a los diversos sectores económicos, siendo más agudas en el ámbito agrícola que en el industrial y comercial. Su incidencia fue muy intensa en los países mediterráneos y en la Europa Oriental. En Francia, la Europa central y Escandinavia se produjo más bien un estancamiento o un leve retroceso; en las Provincias Unidas o Inglaterra sólo se produjeron dificultades episódicas. La desigual incidencia de la crisis fue lo que permitió la realización de importantes transformaciones que resultaron decisivas de cara al futuro. Las dificultades provocaron una intensa redistribución del potencial económico, favoreciendo una mayor integración del sistema económico europeo y desplazando su eje de gravedad del Mediterráneo hacia el área noroccidental del continente. Esta región no sólo incrementó su peso demográfico a lo largo del s. XVII, sino que lideró el proceso de urbanización y articuló en su favor la creciente diversidad internacional del trabajo. La periferización del Mediterráneo tampoco supuso un absoluto inmovilismo: se realizaron transformaciones que favorecieron una creciente especialización de la actividad económica y, consiguientemente, un incremento de la interrelación e integración de los mercados. La evolución experimentada en la caracterización del s. XVII refleja el debate historiográfico que se ha planteado en torno a la centuria. Había quienes defendían que la crisis tenía un origen fundamentalmente económico y los que ponían el acento en la responsabilidad de los problemas de naturaleza política. Estas simplificaciones se han ido abandonando progresivamente a favor de una interpretación más compleja de la realidad que niega el carácter general de las dificultades y plantea una visión integradora de sus diversas manifestaciones. E. Hobsbawm defendía que la crisis del s. XVII fue la “última fase” de la transición entre el feudalismo y el capitalismo. Sostenía que la crisis fue provocada por las barreras puestas por la sociedad feudal al desarrollo del capitalismo, ya que su estructura económica dificultaba el crecimiento del mercado. De ahí que la principal manifestación de la crisis tuviera lugar en el ámbito comercial. Las contradicciones del sistema feudal bloquearon la expansión que se había producido en el s. XVI y provocaron una reducción del mercado tanto en el interior de Europa occidental como en las relaciones que ésta mantenía con la Europa oriental y el mundo ultramarino. Sin embargo la crisis tuvo unos efectos muy positivos de cara a la evolución posterior, ya que destruyó los obstáculos que se oponían al desarrollo del capitalismo, creando las condiciones que hicieron posible la revolución industrial que de produciría en la economía inglesa. La reacción de H. Trevor Roper fue contraria a la consideración del conflicto inglés como una revolución burguesa. En su opinión, la revolución inglesa debía insertarse en el contexto de las revueltas políticas que se produjeron en Europa en la década de 1640, que constituían la principal manifestación de la crisis de la centuria, por lo que, más que un carácter económico, su naturaleza era de índole sociopolítica. Las interpretaciones que ponían el acento en los aspectos económicos se centraron en la naturaleza de las dificultades experimentadas durante la centuria. Lo que se produjo en el s. XVII fue la primera gran contracción del nuevo sistema económico. Las capas políticamente dominantes buscaron los medios para hacerlo funcionar en su provecho, por lo que la contracción acabó conduciendo a la consolidación del sistema capitalista. La respuesta fundamental a las dificultades fue el reforzamiento de las estructuras del estado, lo cual permitió la concentración de poder económico y la acumulación de capital, preparando el camino para la revolución industrial. Por el contrario, R. Brenner considera que la crisis del s. XVII tuvo un carácter netamente feudal. Fue una crisis agraria derivada del mantenimiento de unas relaciones de producción y extracción del excedente que impedían cualquier mejora de la productividad. También hay tesis que otorgan un papel fundamental a la guerra y el proceso de construcción del absolutismo impulsado por ella en el desencadenamiento de las dificultades de la centuria, como la de D. Parker. N. Steengard otorga un papel fundamental al estado tanto en el desencadenamiento de la crisis como en su dispar incidencia en los diversos sectores económicos. Considera que lo que se experimentó entonces no fue una crisis de producción, sino una distribución de la renta a través del sector público. El incremento de la presión fiscal provocó la reducción del consumo y la inversión privada. A medida que la interpretación de la crisis se ha ido matizando, se ha diluido la estrecha correlación de ésta con el proceso de desarrollo económico. Se ha destacado la dimensión planetaria del fenómeno, vinculándolo estrechamente con el empeoramiento de las condiciones climáticas que se produjo durante la denominada “pequeña edad glaciar”. El empeoramiento climático habría agudizado los desequilibrios que se produjeron como consecuencia de un crecimiento excesivo de la población durante el s. XVI, cuyas necesidades alimenticias no podían ser cubiertas por una agricultura con una productividad limitada por las condiciones socioeconómicas imperantes en el mundo rural. En la generación de las dificultades de la época incidió también el incremento de la apropiación del producto agrícola por parte de las clases rentistas y la agudización de la presión fiscal para hacer frente al creciente coste del aparato del estado. Las diferencias en la evolución demográfica del siglo XVII. Las grandes epidemias El rechazo del concepto de “crisis general” ha permitido apreciar mejor la gran complejidad de la evolución demográfica. Lo que se produjo en esta centuria fue la finalización de la etapa de intenso crecimiento que había conocido el continente en el s. XVI. Se habría experimentado un crecimiento muy reducido que, al interrumpir la tendencia claramente alcista del siglo anterior configuraría una nueva fase caracterizada por el estancamiento. El cambio de la coyuntura demográfica se produjo de forma escalonada, ya que las dificultades tuvieron un impacto muy desigual en los distintos territorios europeos. Las primeras manifestaciones del fenómeno se produjeron en el último tercio del s. XVI y primeros años del XVII, derivándose del estancamiento de la producción agraria, la aparición de malas cosechas y la difusión de epidemias, destacando la denominada “peste atlántica” de 1596-1603. Tras la superación de estas dificultades la población continuó creciendo, con diferente intensidad, en la mayoría de los territorios. Sólo en los países mediterráneos el retroceso comenzó a tener un carácter irreversible. La Guerra de los Treinta Años generó un problema similar en el área central del continente europeo, ya que a la destrucción, el saqueo y los abusos de las tropas se unió la aparición de la peste. Las décadas centrales del siglo contemplaron la extensión de las dificultades por la mayor parte del continente, siendo especialmente intensa la peste que asoló a los países mediterráneos en 1647-1652, pero destacando también los efectos de la guerra del norte en el área báltica y la Europa oriental y la epidemia de peste de 1665-1667 en la zona noroccidental del continente. Finalmente entre 1690 y 1715 se vieron afectados algunos países que se habían mantenido cierta estabilidad hasta entonces, como Francia. Los diversos territorios europeos experimentaron una evolución demográfica muy diferente. En la Europa centrooriental el retroceso fue brutal y se realizó en una sola etapa, coincidiendo con las fases más agudas de los conflictos bélicos (en Alemania la guerra de los Treinta Años provocó una pérdida media del 40%). En los países mediterráneos la crisis se produjo en dos etapas, coincidiendo con las dificultades de finales del siglo XVI y mediados del XVII. En España la crisis fue especialmente intensa en Castilla-León, con pérdidas de hasta el 50%, mientras que la incidencia fue menor en el área mediterránea. En Italia la pérdida fue de en torno al 20%, mientras que en Francia la sucesión de fases positivas y negativas permitió compensar las pérdidas. La mayor divergencia en el ritmo y sentido de la evolución tuvo lugar en los países del noroeste de Europa: en estas zonas el crecimiento demográfico fue aun muy intenso en la primera mitad de la centuria, ralentizándose con posterioridad, lo que determinó un balance positivo. En conjunto, si la población europea creció ligeramente fue en gran medida por el dinamismo del área noroccidental. El desigual impacto de las dificultades del s. XVII favoreció por tanto un desplazamiento del equilibrio demográfico del continente, basculando su centro de gravedad del Mediterráneo hacia el Atlántico. En el interior de los distintos países se produjeron procesos similares, iniciándose en el caso español la inversión del equilibrio entre el centro y la periferia de la península. Destacó también en todo el continente el crecimiento de los lugares de residencia de las monarquías y de las ciudades portuarias del Atlántico. Tuvo lugar una redistribución de la población urbana a favor de las ciudades de mayor tamaño y de las ubicadas en la costa atlántica. Las dificultades experimentadas por la población se han vinculado con las crisis de subsistencia. Las malas cosechas serían las responsables básicas de las crisis demográficas que se sucedieron en la centuria. En este modelo interpretativo se ha dado a las epidemias un papel secundario. Sin embargo muchas crisis demográficas no se ajustan a las pautas descritas, de ahí que actualmente se otorgue una mayor importancia a las epidemias en la generación de las crisis demográficas. De entre ellas destacaba la peste, que empezó a retroceder de Europa occidental a partir de 1670. De entre los diversos argumentos que se han esgrimido para explicar el fenómeno, el más convincente es el que insiste en la mayor efectividad de las medidas adoptadas para evitar el contagio. Con la desaparición de la peste, las restantes enfermedades epidémicas cobraron mayor protagonismo, aunque su impacto sobre la población era menos dramático. Junto con la mortalidad catastrófica, el otro factor que incidió en la evolución demográfica del siglo XVII dependió de la propia voluntad de la población. Se produjo una reducción consciente de la natalidad derivado de los comportamientos matrimoniales. El celibato desbordó el ámbito eclesiástico y se retrasó la edad del matrimonio produciéndose una reducción del número de hijos. El retraso pudo ser inducido por las dificultades económicas, de ahí que el fenómeno no se produjese en aquellas áreas en las que la industria rural había alcanzado una cierta difusión. Pero el hecho de que el retraso del matrimonio se produjera también en las clases altas indica que las dificultades económicas no son suficientes para explicar este comportamiento. Tampoco debe descartarse que, junto con la falta de oportunidades de trabajo, el retraso de la edad del matrimonio obedeciese al deseo de gozar de un nivel de vida más elevado. La sociedad. La reacción de los privilegiados. Los conflictos sociales La sociedad del siglo XVII se verá afectada por la situación de crisis de este siglo, por una parte a causa del retroceso productivo y debilidad económica, y por otra como consecuencia de la obtención de rentas que protagonizaron las clases dominantes y dirigentes del mismo Estado. Todavía nos encontramos con una sociedad estructurada a partir de criterios jerárquicos muy formalizados y con la existencia de privilegios como fundamento del orden social. Junto con la división tradicional, basada en la función y la sangre, aparece el criterio de riqueza y la fuerza social que de la posesión de ésta se deriva. Esta sociedad europea dividida en la jerarquía de los órdenes, basada en esos valores y principios de privilegio, honor, etc, concede importancia y liga sus transformaciones al desarrollo de formas económicas innovadoras y al prestigioso auge del gran comercio marítimo. Algunos cambios sociales se registraron ya a finales del s. XVI, aunque sin afectar a la constitución de la estructura estamental. Se tiende a destacar la decadencia económica y las consecuencias del periodo crítico para explicar la pobreza y la marginación: también se destaca cómo la nobleza se vio afectada en la reducción de su poderío y responsabilidad militar, en la exclusión de los altos cargos de la administración y en una restricción general de privilegios, llegándose a considerar que las rebeliones armadas de la nobleza se deben a estos motivos. En los grupos rurales y artesanos también se producen transformaciones, se toma consciencia de la injusticia y desigualdad y surgen levantamientos y expresiones violentas en toda Europa. La nobleza En general este grupo mantiene su nivel de prestigio dentro de la ordenación estamental y sus privilegios (exención fiscal, extensa jurisdicción y capacidad de rentas y administración patrimonial). Se establece una relación entre la nobleza y el poder soberano que significa una adaptación de ciertas minorías nobiliarias a los cambios impuestos por el desarrollo del Estado Absoluto. Se produce el abandono de ciertas funciones tradicionales y la adscripción a otras que le sirven para arraigar su posición de privilegio, una reducción de sus miembros y un fortalecimiento interno como élite de poder. La nobleza es la principal propietaria de tierra, lo que explica el peso social de este estamento si tenemos en cuenta que en la estructura socioeconómica primaban las actividades agrarias y casi todo giraba en torno a la agricultura y la propiedad rural, además de las dependencias económicas, jurídicas y fiscales que este sistema genera; además monopolizaban el poder político. En la mayor parte de la Europa occidental estos rasgos no serán ya tan claros ni definidos, diferentes conductas como la venta de oficios comenzarán a desvalorizar el rango del linaje y la condición privilegiada. Se producen cambios en la conducta nobiliaria: hábitos de violencia, toman parte activa en los negocios y despilfarran su riqueza, indicadores de un deterioro de la situación dominante y de una quiebra de su poder, lo que se agrava cuando otras fuerzas sociales se introduzcan en las competencias del gobierno y poder político, y hasta la misma acepción de nobleza (una antigua, tradicional, y una nueva) cambia. El siglo XVII es testigo del problema de la movilidad y de la posición social. La riqueza, la centralización del aparato del gobierno y administración del estado, su mayor burocracia, fomentan los cambios y funciones con los que podían beneficiarse quienes no eran miembros del estamento de la nobleza. El ascenso social se basaba en el enriquecimiento y en la participación en el poder. La nobleza tradicional está más expuesta a la “crisis”, por la disminución constante de sus ingresos a causa de la inflación de los precios, las crisis agrarias, los destrozos de las guerras, los gastos militares y las exigencias fiscales, así como por un consumo excesivo, lo que significa un endeudamiento progresivo, la riqueza se escapa de sus manos, y en consecuencia el poder. Las redes de lealtades personales y clientelismos que habían construido como base de su poder en el s. XVI son ahora objeto de interferencia y control de la Corona, se enfrentan los intereses de los grupos nobiliarios y la política centralizadora y absolutista de la monarquía. En la Europa Occidental el ennoblecimiento y la venta de títulos y oficios fue una práctica cada vez mayor; el servicio al Estado se intentaba convertir en un factor determinante de la posición social . Algunas medidas administrativas y políticas crearon nuevos privilegios, la posibilidad de ascender en la escala social y ennoblecerse. Con estos atributos se beneficiaron grupos sociales en ascenso. En Castilla esta venta de oficios favoreció que los “grandes” se adueñaran de la política del país ante una realeza debilitada, reforzándose el poder de la aristocracia gracias a la estrecha colaboración que les vinculaba con el Estado. La sociedad urbana (la ciudad) La ciudad reúne a personas de todos los órdenes sociales. En esta época en la mayor parte de Europa las ciudades habían adquirido una libertad y autonomía corporativa que las liberó del control que sobre ellas habían ejercido los señores, y les proporcionó una relativa independencia en su gobierno y administración. La ciudad es también un lugar de producción de bienes y servicios y desarrolla una función consumidora, aunque con una economía fundamentalmente agraria, no es un ámbito totalmente desvinculado del mundo rural. Y como lugar de concentración social, en épocas de crisis estallan revueltas, pero sin llegar a cuestionar el ordenamiento social vigente. La ciudad es un centro de poder político, religioso y administrativo, y su vinculación a la monarquía le proporciona privilegios, fuerza política. Además de los órdenes sociales, existía ya un amplio sector medio, la burguesía, que se caracteriza por vivir en la ciudad y practicar unas determinadas actividades materiales. Este grupo lo compone el patriciado urbano, constituido por los que viven y administran las ciudades: mercaderes, funcionarios, profesiones liberales, miembros de los gremios, comerciantes…Estos burgueses se convierten en los engranajes del sistema administrativo, económico, financiero y comercial. La aspiración de este grupo es compartir la “élite aristocrática”, vivir noblemente: el deseo de aparentar y la ambición, el acercarse al poder real y a la nobleza, identificación social a través de la renta de la tierra, la ocupación de cargos y oficios; construyen mansiones y compran fincas, convirtiéndose en señores de un dominio y ejerciendo los mismos derechos señoriales, utilizando sus ganancias en la compra de cargos más que reinvirtiéndolas. Se produce así un cambio social, un acercamiento entre burguesía y nobleza: acercamiento político por la creación masiva de oficios y cargos públicos; acercamiento social, al adoptar el tipo de vida y las costumbres nobiliarias; acercamiento económico, por su participación en la transformación del capital industrial y comercial en capital-crédito, comprando tierras y disfrutando de las rentas. Además el empleo estatal era un medio con el que conseguir dinero para comprar las tierras y una vía primordial de movilidad y ascenso social. La sociedad campesina El grupo más difundido es el de los campesinos dependientes, pero se incluirían aquí también los errantes, pobres y vagabundos, y los campesinos independientes. Su imagen se muestra, como en todo el sistema y ordenación estamental del s. XVII, con un continuo ascenso y descenso de status, con procesos de movilidad social. Este grupo se verá afectado por la incidencia del Estado, por los grupos sociales dominantes y la ofensiva de las ciudades, además del fenómeno de pauperización de algunos de estos individuos a causa del empobrecimiento del medio campesino y la ruina de la aldea, situación provocada por el bloqueo de la producción, la pérdida de los derechos colectivos, las crisis de subsistencia, las guerras, el desigual reparto de impuestos, el crecimiento del endeudamiento y el reforzamiento de la dependencia de estas masas campesinas. Significó la decadencia del campesinado medio y las dificultades de los grandes agricultores, la crisis de la comunidad rural que se empobreció al perder sus bienes y medios de subsistencia y se debilitó ante los ataques del poder central. El grupo no es homogéneo. Las diferencias en las relaciones entre nobles y campesinos son un reflejo de las que existían entre unas zonas y otras de Europa. En la Europa del Este predominará el régimen de servidumbre, en la Europa mediterránea el régimen señorial, en la Europa noroccidental encontramos el “mundo lleno”, tierras de grandes arrendatarios. La tierra y sus problemas era la constante, aunque la acción de las monarquías y las coyunturas económicas constituían variables esenciales para la configuración de las relaciones sociales. Las masas campesinas no permanecieron inmóviles frente a los constantes desequilibrios y el aumento de la miseria. Sobre todo en los territorios orientales, enfrentados a la servidumbre, y en los occidentales, por la oposición a los poderosos y al centralismo estatal. Como característica que unía a estos grupos heterogéneos estaba el hecho de que en todas partes eran los únicos que no estaban exentos de las cargas estatales. Cuando estas cargas tributarias se extendieron de manera desmedida se favorecieron los actos de resistencia contra los propietarios señoriales o los representantes estatales, traduciéndose en diversas reacciones campesinas: resignación, pasividad, fraude, revueltas y resistencias violentas. El desarrollo del bandolerismo y los episodios violentos de resistencia popular afectan a lo largo del s XVII a casi todos los territorios europeos. La sociedad marginada En el siglo XVII se desarrolló de manera notable el fenómeno del pauperismo, tanto en el campo como en las ciudades. Aparecen grupos marginados integrados por desposeídos, ociosos, desempleados, vagabundos, pobres. Desde finales del s. XVI se ha ido fraguando una extrema desigualdad socioeconómica, sobre todo en la comunidad rural. Al mismo tiempo existía en la ciudad un alto porcentaje de individuos sin privilegios, el proletariado urbano, trabajadores sin cualificación, servidores domésticos y toda clase de grupos marginados, rechazados por las exigencias del sistema social. Había más pobres que nunca, algunos honrados que trabajaban para otros, los viejos y los enfermos; otros considerados indignos (mendigos y vagabundos, que podían trabajar pero no querían) y los pobres “respetables”, que sólo estaban atravesando una mala racha. La expansión de la población trabajadora tuvo una incidencia negativa en numerosos aspectos de la vida diaria: aumentó el subempleo y la desocupación y el escaso poder adquisitivo para los grupos sociales más débiles. Las migraciones de pobres y vagabundos fueron importantes en casi toda Europa, y ante los grupos privilegiados se veían como una amenaza a la seguridad y el orden público, una situación de pobreza y marginalidad que desencadenaría actitudes de revuelta. Ante el aumento del número de pobres, se asiste en Europa a un intento de afrontar el problema de la asistencia y prestación social. La actitud política ante la pobreza pasa de la visión cristiana tradicional a una práctica secularizada, basada en la idea del trabajo frente a la limosna. Aunque en este siglo siguen muy presentes las respuestas caritativas a partir de acciones personales e individuales (donaciones, testamentos a favor de instituciones de beneficencia), surge otra forma de interpretar la pobreza: como realidad producida por el mal gobierno de los hombres y por defectos del sistema económico y social. Su solución proviene de una política social racional en cuanto a la actitud del Estado y de las instituciones. Conflictos sociales Los conflictos sociales del s. XVII en Europa fueron provocados por factores diversos que no pueden someterse a un denominador común. Hay motivos estrictamente económicos, pero también están las tensiones entre nobleza y monarcas absolutos o la resistencia de cualquier grupo social contra el Estado. El hombre del s. XVII, ante la agitación social, las crisis de subsistencia o los desastres de la guerra, vive aterrorizado y, ante la ausencia de explicaciones racionales, busca las causas de esta realidad en el castigo divino y la maldad de los hombres. Es como si todas las estructuras tendieran hacia el conflicto y la tensión: se producen rebeliones y sublevaciones de carácter general en Escocia, Irlanda, Inglaterra, Portugal, Cataluña, Dinamarca, Francia, Polonia… entre 1640-1650, consideradas como “crisis gubernamentales”; aparte de las diversas teorías sobre el concepto de crisis, a estas revueltas se les ha dado justificaciones relacionadas con la tendencia centralizadora de los Estados en continua actividad bélica, el descontento de la población dirigido contra las clases dirigentes, deseos secesionistas… Existe en este periodo un cambio de función y de estructura de la sociedad: existe permanentemente una oligarquía dirigente, aunque entre sus miembros existiera cierta movilidad, que recupera parte de sus privilegios del s. XVI; al mismo tiempo, asistimos a la conversión de algunos miembros cualificados de la nobleza en élite de poder. En Francia, entre 1610 y 1661 y más aun hasta 1685, asistimos al fenómeno de la Fronda, como desafío al Estado, la sociedad y el absolutismo. En Inglaterra, el fracaso del absolutismo se vive entre 1603 y 1649, con el choque entre los Estuardos y una sociedad cambiante. A medida que avance el s. XVII, el dominio del poder político se ejercerá a través del Parlamento. En los Países Bajos se experimentaron continuas crisis de autoridad, crisis políticas, fracaso del Estado y de las autoridades locales frente a la sociedad. En Cataluña y Portugal la sublevación es reflejo de la crisis castellana: la monarquía no reaccionó a la situación planteada por la periferia. En los reinos escandinavos encontramos también crisis de autoridad pero que apenas implicaron actos violentos, mientras que en Polonia o Rusia están en continuas guerras unos con otros. Al mismo tiempo se suceden innumerables revueltas campesinas y desórdenes urbanos, revueltas que afectaron a aspectos concretos de las relaciones sociales: tumultos de subsistencia, motines de hambre, acciones campesinas contra la percepción de diezmos señoriales, contra los impuestos estatales, contra el alojamiento militar…. Es la expresión generalizada de resistencia y tensión social ante los cambios producidos en la Europa del s. XVII, derivados del recrudecimiento del régimen señorial, por el ataque de los grupos privilegiados a los derechos tradicionales del campesinado y a causa de las exigencias fiscales de unos estados en expansión que se dirigen hacia la completa concentración de poder. La actividad económica. Los diversos sectores La agricultura La Europa del siglo XVII es predominantemente rural, entre el 70 y el 90% de la población es campesina. El debilitamiento de la producción y de la productividad tuvo repercusiones negativas sobre el precario equilibrio de las explotaciones agrícolas. La extrema fragilidad económica de la célula de producción agraria, la explotación campesina, constituye el núcleo central sobre el que deberán girar los demás aspectos que configuran la crisis del mundo rural: avatares de la coyuntura, inclemencias climáticas –más responsables de “las crisis” puntuales que de “la crisis” secular—, efectos de las guerras, acción del Estado y de sus clases dominantes, etc. Esa explotación resulta, en este siglo, extremadamente vulnerable por su exiguo tamaño, rentabilidad ínfima, alta tasa fiscal (feudal y estatal) y débiles rendimientos. En ella el equilibrio producción – consumo es inestable y bordea la miseria. Apenas suficiente para asegurar la subsistencia del grupo familiar, la “reproducción simple”, basta la alteración de cualquiera de estas variables (la elevación de la tasa fiscal, una mala cosecha o un rendimiento inferior) para que se produzca el déficit y se ocasione el endeudamiento, la hipoteca o la ruina del cultivador. La crisis económica tiene, lógicamente, repercusiones de orden social. Las manufacturas En contraste con esta situación, los países noroccidentales y en menor grado los centrales, sin desconocer la crisis, evidente en la mayoría de las manufacturas urbanas, encuentran soluciones innovadoras que les permiten salir de ella y crecer. La clave pasa por el traslado de la industria al campo. Pero se ensayan otras soluciones. Se forman grandes empresas, de carácter capitalista (industria pesquera holandesa, de blanqueo de lino en Haarlem) o estatal (astilleros y arsenales navales, manufacturas privilegiadas de Colbert) y que concentran un gran número de mano de obra asalariada. Su operatividad no será duradera. En este panorama general merece una consideración final el caso inglés, dado el enraizamiento de sus manufacturas en el proceso de crecimiento interior de su economía. Este hecho, a diferencia de la situación holandesa, en la que sus industrias no dejan de ser un mero anexo de su posición hegemónica coyuntural en el comercio mundial, contribuirá a una liberación más temprana del capital industrial en Inglaterra de la tutela del capital comercial. Un hito significativo puede verse en la potenciación de sus industrias del carbón y los efectos que ello tendrá sobre los rendimientos de la extensa lista de manufacturas que lo utilicen. También en la cantidad de industrias que ya en el s. XVII gozan de una gran concentración de capital fijo (extractivas, cervecerías, papel, vidrio, azúcar, etc.). El mercantilismo La gravedad de las dificultades experimentadas en esta centuria hizo que el Estado optase por intervenir intensamente en la actividad económica, siguiendo unas directrices políticas a las que se ha denominado “mercantilismo”. Este término fue acuñado a posteriori por los economistas liberales para designar unas propuestas que consideraban erróneas, ya que otorgaban mayor importancia al comercio que a la producción. Con esta denominación se han englobado a una serie de teorías cuyos orígenes pueden remontarse a la Baja Edad Media, aunque fue en el s. XVII cuando estas teorías comenzaron a alcanzar una mayor influencia sobre las decisiones políticas, de ahí que su adopción pueda considerarse un reflejo del creciente poder de las monarquías. La finalidad de la intervención estatal tenía un carácter fundamentalmente político. Para hacer frente a las mayores necesidades financieras del estado no era suficiente el incremento de la presión fiscal, así que se pretendió también acrecentar la riqueza disponible de los súbditos. Los monarcas trataron de lograr la prosperidad de sus vasallos, no por el bienestar de la población sino porque el incremento de la actividad económica nutriese las arcas reales. Para ello era imprescindible controlar la circulación de los metales preciosos. No obstante, se había superado ya la concepción estrictamente monetaria, que pretendía prohibir su extracción al identificar su atesoramiento con la riqueza del país. Se era consciente de que ésta se conseguía a través del incremento de la producción nacional y el comercio. La intervención del estado obedecía también a los requerimientos de los propios empresarios y comerciantes, que en un contexto de creciente competitividad y agresividad, necesitaban gobiernos fuertes que les proporcionaran protección y privilegios. Tres son los temas básicos del mercantilismo: 1. el incremento de poder por parte del estado, 2. la apología del trabajo y de los intercambios y, 3. la extrema atención concedida a la balanza comercial. La intervención en la actividad económica se convirtió en un instrumento adicional para incrementar el poder de la monarquía. La expansión del tráfico de un país sólo podía lograrse a costa de la reducción de las oportunidades de negocio del rival; de ahí la creación de grandes compañías comerciales a las que se dotaba de privilegios: el objetivo era convertir el comercio internacional en un medio de adquisición de nuevos mercados para favorecer la expansión de la producción nacional. Por ello los conflictos internacionales adquirieron una notable connotación económica. La agresividad exterior se apoyaba en el fomento de la producción nacional. No todos los sectores tenían la misma trascendencia, marginándose en gran medida la actividad agraria. Los mayores esfuerzos se centraron en el estímulo de la producción industrial, otorgándose privilegios y monopolios a los talleres y empresas privadas, creándose manufacturas estatales para el desarrollo de sectores estratégicos. Se pretendía evitar la salida de numerario, que implicaba la adquisición en el exterior de mercancías, la alternativa era impulsar su desarrollo en el interior del territorio, lo cual estimulaba además el trabajo, la actividad y la riqueza de los súbditos. Se adoptaron medidas políticas que favoreciesen el crecimiento de la población y, por tanto, de mano de obra; se atrajo artesanos inmigrantes especializados en los sectores que se quería potenciar; se combatió la idea de la caridad basada en la limosna tradicional, creándose talleres y establecimientos donde se recluía a los pobres…El fomento de la actividad productiva requería también la adopción de medidas arancelarias de carácter proteccionista. Los obstáculos que dificultaban el comercio interior debían ser eliminados; para ello se debían fijar unos aranceles aduaneros elevados que desestimulasen la exportación de materias primas y la importación de productos manufacturados. El objetivo era lograr una balanza comercial favorable que determinase la afluencia hacia el país de los metales preciosos de las potencias rivales. Teniendo en cuenta la escasa sistematización de las ideas mercantilistas, su aplicación dependió de la orientación política que le confirió la monarquía y de la capacidad de comerciantes y empresarios para hacer valer sus intereses. El mercantilismo francés tuvo a Colbert como principal impulsor, y tuvo un carácter fundamentalmente industrialista. Las empresas tuvieron estímulos diversos, la propia monarquía creó empresas estatales; pero la contrapartida de estos estímulos fue la imposición de una intensa reglamentación que trataba de preservar la calidad de la producción, lo que acentuó su carácter tradicional. La promoción industrial se completó con una agresiva política arancelaria llegándose a triplicar los derechos exigidos en la importación de algunos productos, como los paños de Leiden, lo que elevó la tensión con las Provincias Unidas que desembocó en la guerra franco-holandesa de 1772. Economías en recesión y matizaciones regionales. El auge de Holanda e Inglaterra El sector agrario es el que experimentó en mayor medida las dificultades de la centuria, constatándose una cierta regresión o, en el mejor de los casos, estancamiento de la producción agraria. Pero esta tendencia no fue uniforme ni cronológica ni geográficamente: en la Europa noroccidental es donde la caída productiva fue menos intensa; en Inglaterra sólo fueron intensas las dificultades en el contexto de la guerra civil; en el área mediterránea la regresión productiva fue más temprana, prolongándose hasta mediados de la centuria, y experimentándose posteriormente una cierta estabilidad o incluso una leve recuperación; es en la Europa oriental donde la crisis alcanzó la mayor gravedad, siendo su intensidad similar a la del s. XIV, y no comenzándose a experimentar una clara recuperación hasta el s. XVIII. Las explotaciones agrícolas también experimentaron un ligero retroceso de la productividad. Además, la tendencia descendente de los precios intensificó las dificultades de las explotaciones agrarias; sólo el área noroccidental del continente experimentó un periodo relativamente favorable durante el primer tercio de la centuria. Las dificultades se agudizaron como consecuencia de la ofensiva de los poderosos para incrementar su apropiación del producto agrícola. Los señores aprovecharon su poder para usurpar los bienes comunales e incrementar sus propiedades agrícolas. La posibilidad de revisar periódicamente las rentas exigidas a los colonos que cultivaban sus tierras dio lugar a que esta exacción se convirtiera en una de las cargas más gravosas que soportaban los campesinos. Su incremento agudizó la crisis del mundo rural. El empeoramiento de las condiciones del campesinado acentuó su dependencia de la explotación de este tipo de parcelas, generalizando el gravamen de la renta percibida sobre ellas. Y a su presión se añadió la ejercida por el Estado. En la Europa oriental fueron las dificultades de los grandes dominios señoriales las que agudizaron la crisis del mundo rural. Su rentabilidad se redujo como consecuencia de la caída de la producción y la productividad agraria, y los señores trataron de resolver su crisis financiera mediante la extensión de sus dominios, usurpando los escasos bienes colectivos que poseía la comunidad aldeana. Se produjo una formidable concentración de la propiedad en manos de un selecto grupo de grandes aristócratas. La explotación de sus extensos dominios requirió el fortalecimiento de los vínculos de servidumbre, de sometimiento del campesinado. Fue a mediados del s. XVII cuando los señores lograron reducir a la mínima expresión al campesinado libre. Además intensificaron la explotación de sus siervos mediante el incremento de las prestaciones de trabajo obligatorio. Así se consolidó un sistema económico que dificultaba la mejora de la productividad y consagraba el atraso y el empobrecimiento de la sociedad rural. En la Europa occidental se produjo un intenso proceso de endeudamiento del campesinado que en muchos casos condujo a la enajenación de sus propiedades. El fenómeno afectó a la práctica totalidad de los sectores campesinos, debilitando incluso a la propia comunidad aldeana, fueron las clases urbanas rentistas las que más se beneficiaron de ello. En las áreas más alejadas del mundo urbano, la pequeña propiedad familiar campesina logró resistir mejor, pero fue a costa de intensificar el trabajo de sus miembros y de buscar fuentes complementarias de ingresos. En Inglaterra la ofensiva de los poderosos fue más intensa, conduciendo a la práctica desaparición del pequeño campesino. Esta evolución se vio favorecida por las peculiaridades del señorío inglés, caracterizado por la precariedad de las tenencias campesinas y la existencia de importantes propiedades consolidadas en manos de los señores. Los bienes comunales fueron privatizados con el acuerdo de los campesinos más enriquecidos de la localidad y a partir de 1660 desaparecieron las trabas que habían frenado el cercamiento de la propiedad; la estructura agraria inglesa comenzó a descansar en la trilogía formada por los grandes propietarios terratenientes, los arrendatarios que explotaban las tierras con medios capitalistas y los jornaleros asalariados que procedían del campesinado empobrecido. Fueron estos grandes arrendatarios los que introdujeron los nuevos métodos de cultivo que les permitieron contrarrestar la caída de los precios agrarios mediante el aumento de la productividad. El mérito de los ingleses fue otorgar a los cereales un papel preponderante en el sistema de rotación trienal, beneficiándose de su asociación con plantas forrajeras, leguminosas y cultivos de carácter intensivo. Con ello se lograba eliminar el barbecho, asociar la actividad agrícola a la ganadera, favoreciendo su estabulación, recuperar mejor el desgaste sufrido por el suelo y mejorar su calidad como consecuencia del laboreo continuo. En el resto del continente la respuesta a las dificultades de la pequeña explotación campesina fue más tradicional. La producción cerealística mantuvo su hegemonía, siendo la mayor innovación la difusión del maíz: su elevada productividad y su inserción en sistemas de rotación de cultivos que permitían eliminar el barbecho mejoró sustancialmente los resultados de la explotación campesina. Otro cereal que proporcionaba una notable productividad era el arroz, cuya difusión fue muy importante en Lombardía y en el País Valenciano . Se desarrolló también el cultivo de la morera, estimulando la realización en el propio medio rural de las labores de obtención de la fibra de seda. Otros cultivos industriales como el lino o el cáñamo se difundieron en esta época favoreciendo el desarrollo de la industria rural. La demanda urbana estimuló la horticultura y la viticultura. Las dificultades de la centuria habían impulsado una cierta diversificación productiva que intensificó la comercialización de la agricultura y sentó las bases de un incipiente proceso de especialización regional. Las dificultades del s. XVII afectaron particularmente a la manufactura urbana de carácter tradicional, al tiempo que estimularon la adopción de soluciones innovadoras y favorecieron el desarrollo del capitalismo. La caída de los precios agrarios liberó recursos que la población pudo destinar a la adquisición de productos, produciéndose un aumento de la demanda que incidió fundamentalmente sobre los artículos de menor calidad y precio. Además, la crisis del mundo rural provocó una intensa polarización social, surgiendo un amplio sector de campesinos empobrecidos que necesitaban recursos complementarios para subsistir. Se produjo un cambio progresivo en la organización y la localización de la actividad industrial, reforzando su control por parte de los sectores empresariales y trasladando su ubicación al mundo rural. Las razones que impulsaron este proceso de “protoindustrialización” fueron la reducción de los costes de producción y el rechazo al marco restrictivo impuesto por las corporaciones gremiales del mundo urbano. La protección que ejercían estas organizaciones acentuó el incremento del valor real del salario, mientras el empobrecimiento del campesinado favoreció la aparición en el mundo rural de abundante mano de obra más barata que la de la ciudad, abaratándose los costes de la producción. Además la estricta normativa que regía la formación de los artesanos impedía su expansión productiva, con lo que no podía responder con agilidad al aumento de la demanda; por el contrario los campesinos se incorporaban con facilidad al proceso productivo. Incidió en el cambio de ubicación el rechazo a la reglamentación gremial, que al preservar la calidad de la producción dificultaba la fabricación de artículos de menor calidad y menor precio, que eran los que tenían mayor demanda. Al abaratarse los costes y extender la oferta productiva, la protoindustria favoreció la acumulación de capital y el desarrollo del capitalismo. La manifestación más evidente de la crisis de la manufactura urbana tradicional se vivió en los centros pañeros del norte de Italia, y también la crisis de la industria pañera castellana fue muy intensa, llegando a desaparecer prácticamente en muchas localidades y diversificándose la producción con la fabricación de productos de escasa calidad; la decadencia del mayor centro sedero, Toledo, favoreció la expansión de la actividad en Valencia y Barcelona, y la industria del lino se expandió fundamentalmente por Galicia. La industria textil urbana francesa se mantuvo hasta la década de 1630, siendo el clima bélico, los conflictos sociales y las dificultades de la época los que produjeron una aguda recesión en los centros tradicionales. Se produjo una notable difusión de la protoindustria en el norte y el oeste del país. El auge económico de Holanda e Inglaterra a) Industria textil: frente a las dificultades de las restantes áreas manufactureras, la industria textil holandesa experimentó una formidable expansión en el s. XVII. El asentamiento de los refugiados flamencos favoreció la difusión de las nuevas pañerías. Aunque la manufactura era urbana, sus mayores costes fueron atenuados por la abundante oferta de mano de obra proporcionada por los refugiados, la intensa especialización de los oficios textiles y la introducción de novedades tecnológicas. Los productos atractivos y baratos que fabricaban desplazaron a los artículos tradicionales del mercado internacional; sin embargo a partir de mediados de la centuria la industria comenzó a sufrir un problema similar debido a la competencia de las nuevas pañerías inglesas, que al disponer de abundante materia prima y ser confeccionadas en el medio rural tenían unos costes de producción inferiores. Las manufacturas holandesas sólo pudieron sobrevivir especializándose en la elaboración de tejidos de elevada calidad, cuyo alto precio atenuaba la incidencia de los elevados costes del trabajo, pero como los mercados para este tipo de productos eran reducidos la producción experimentó cierta decadencia a finales del siglo. La industria textil inglesa fue la que experimentó una reconversión más intensa. A finales del s. XVI se producían paños semielaborados que eran teñidos y confeccionados en los Países Bajos; esta actividad se vio muy afectada por la crisis comercial de los años veinte y por la desestabilización de los mercados del norte y oeste de Europa como consecuencia de la guerra. Además la mejora de la alimentación de la ganadería produjo que la lana inglesa fuera de menor calidad, lo que favoreció el desarrollo de nuevas pañerías, que habían sido ya introducidas en el país por refugiados flamencos y cuya difusión fue muy intensa a partir de 1620. Sus artículos desplazaron rápidamente a los competidores por los bajos costes de producción derivados de la utilización de mano de obra rural y de la abundancia de materia prima; además las manufacturas contaban con un mercado en expansión gracias a la creciente eficacia de la red comercial inglesa. b) La minería y la metalurgia experimentaron en Inglaterra y el noroeste de Europa los avances más significativos. La existencia de ricos yacimientos, de amplios espacios forestales en los que obtener combustible y los privilegios y ventajas fiscales impulsaron a los holandeses a trasladar a Suecia sus fundiciones de hierro y la producción del armamento. La industria metalúrgica sueca alcanzó rápidamente una posición hegemónica. La producción inglesa, por el contrario, se había estabilizado debido a la escasez de combustible como consecuencia de la intensa deforestación. Alrededor de la mitad de la producción sueca se exportaba a Inglaterra; los problemas energéticos comenzaron a resolverse con la generalización del uso del carbón, que fue utilizado como combustible básico en la calefacción doméstica y en sustitución de la leña o el carbón vegetal en muchas industrias. Esta intensa demanda impulsó la explotación del carbón, lo que favorecerá el posterior proceso de industrialización de Inglaterra. La primera fase de expansión de la economía-mundo europea había comenzado a alcanzar sus límites a finales del s. XVI, con la detención del crecimiento demográfico y la agudización de las dificultades que repercutieron negativamente sobre el tráfico comercial, mientras que la explotación de los imperios ultramarinos era aun muy superficial. A principios del s. XVII la irrupción de los holandeses en Asia supuso tanto el desplazamiento de los portugueses como el definitivo triunfo de las rutas marítimas sobre las terrestres. Al mismo tiempo se produjo la decadencia de la industria urbana del norte de Italia y la desestabilización del tráfico con Alemania debido a la Guerra de los Treinta Años, por lo que Venecia sufrió una considerable reducción de su actividad comercial, quedando relegada a un segundo plano. El sistema colonial español se había basado en la explotación minera con mano de obra forzosa indígena. La catástrofe demográfica y el agotamiento de los filones más ricos incrementó los costes de la producción, haciendo que una mayor parte de los minerales se quedara en América para hacer frente a los costes de administración y defensa. La economía americana se hizo más autosuficiente, lo que provocó una reducción del tráfico hispanoamericano. Todo esto consagró el desplazamiento del centro de gravedad del comercio internacional hacia el Atlántico. La potencia naval de los holandeses fue lo que permitió a Amsterdam convertirse en el verdadero centro del sistema económico europeo del s. XVII. Este sistema se basó en la intensificación de las rutas comerciales ya existentes y el aprovechamiento de su posición hegemónica para la creación de nuevas oportunidades de comercio donde antes no existían. Los comerciantes holandeses no tenían que esperar a que los barcos extranjeros les trajeran las mercancías: su flota era la más poderosa de Europa, y sus barcos mejores que los de sus competidores gracias a un nuevo tipo de embarcación, el fluit-ship, de bajo coste y especializado en el transporte de mercancías, con gran capacidad de carga. Su financiación era también innovadora: se fraccionaba el capital en participaciones reducidas en manos de numerosas pequeñas empresas, lo que permitía la diversificación de riesgos. Así, podían ofrecer fletes muy económicos acaparando la mayor parte del tráfico comercial e introduciendo todo tipo de mercancías en otros ámbitos geográficos para dinamizar los intercambios y superar las limitaciones de un intercambio bilateral. La base del sistema comercial holandés fue su especialización en el comercio de productos voluminosos que se derivó de su control del tráfico báltico. Este tráfico tenía además un carácter estratégico para la república, pues contribuía al abastecimiento cerealístico de una sociedad tan urbanizada como la holandesa, y proporcionaba los pertrechos navales imprescindibles para la actividad de los astilleros. Su establecimiento había requerido la intensificación de las relaciones comerciales con la península Ibérica, de donde procedían el vino, la sal, y especialmente la plata, imprescindible para saldar el déficit que se derivaba del valor superior de las importaciones bálticas. Junto al trigo y al centeno, los holandeses transportaron también productos textiles, pescado, pieles… entablando relaciones con el norte de África y con el imperio turco. Tras lograr la hegemonía en el comercio europeo, los holandeses hicieron lo propio con el comercio mundial. A partir de 1590 comenzaron a introducirse en el tráfico asiático de forma pacífica, hasta que en 1602 se creó la Compañía de las Indias Orientales, corporación con un stock permanente de capital reunido a través de la emisión de acciones negociables en bolsa. Para imponer su monopolio, La Compañía fue desplazando violentamente a los portugueses hasta dominar tanto el tráfico de especias como el tráfico que se efectuaba entre el océano Índico y el Pacífico y ejerciendo un papel de intermediación en el propio tráfico intraasiático, logrando reducir con sus beneficios el déficit crónico que Europa tenía con Asia. Al saturarse el mercado europeo de especias, los holandeses diversificaron las mercancías importadas, destacando los productos textiles de la India meridional. Esta evolución favoreció en mayor medida a los ingleses, que estaban más sólidamente asentados en la India. En el continente americano el éxito de los holandeses fue mucho menor. En 1621 se fundó la Compañía de las Indias Occidentales imitando el modelo asiático, pero tuvo un carácter más político, ya que se consideró como un arma contra el tráfico atlántico español. Posteriormente fue ocupando el noroeste de Brasil, donde impulsó el cultivo de la caña de azúcar. Para poder contar con mano de obra, tomó a los portugueses sus enclaves de la Costa de Oro africana, introduciéndose en el tráfico de esclavos. Pero la necesidad de preservar el comercio báltico y los crecientes costes de esta política de expansión hicieron a los holandeses abandonar el territorio brasileño. La disponibilidad de una flota tan poderosa y el manejo de mercancías de diversa procedencia permitió a los holandeses intensificar las relaciones comerciales, rompiendo los límites que limitaban su desarrollo. Su hegemonía mercantil convirtió a Amsterdam en el centro principal centro financiero de Europa. La creación de la bolsa en 1609 independizó la negociación de mercancías y valores de la celebración de ferias. El Banco de Cambios, creado el mismo año, desplazó las letras de cambio. En el banco se realizaban depósitos y transferencias, cambio de monedas, se aceptaban y negociaban letras… estando sólo excluido el crédito a particulares. La hegemonía holandesa era muy vulnerable ya que descansaba excesivamente en la intermediación; la creciente hostilidad de sus competidores comenzó a restarle dinamismo en el último tercio de la centuria. A partir de 1670 fueron los ingleses los que lograron afirmar su hegemonía en el comercio internacional. En la primera mitad del s. XVII la reestructuración de la industria textil les había permitido superar a los productos holandeses. A partir de la revolución, la política gubernamental estimuló el desarrollo de la marina, la expansión colonial y el comercio de depósito y reexportación. La importación, el procesamiento y la posterior reexportación de productos coloniales se convirtió en el sector que experimentó un crecimiento más rápido durante la segunda mitad del s. XVII. Además del mercado europeo, este tráfico estaba siendo impulsado por la demanda interior, ya que la mayor afluencia de dichas mercancías redujo sus precios y favoreció su consumo por una población que disponía de mayor capacidad de compra. La estrecha vinculación entre el comercio colonial, la fortaleza de la producción y el consumo interior del país constituyen los pilares fundamentales de la vigorosa economía atlántica que Inglaterra había logrado articular a su favor a finales del s. XVII. Tema 2.- La cultura del Barroco y la revolución científica (1600-1750) Conceptos de barroco y clasicismo. Características de la cultura barroca y modelos europeos Los conceptos de Barroco y Clasicismo Estos dos conceptos distan de transmitir significados claros y unívocos. La realidad de la cultura europea del s. XVII, en especial la artística, podría efectuarse por tanto desde dos puntos de vista. El Clasicismo desempeñaría el papel de corriente paralela o de resistencia frente al Barroco, directamente heredada de los moldes renacentistas, para tener su expresión por antonomasia en la Francia de Luis XIV. Desde aspectos estético – formales el Clasicismo resulta absolutamente incompatible con el Barroco. Por su parte, el Barroco se habría constituido en la forma de expresión dominante en Europa y sus colonias durante la mayor parte del Seiscientos. Estéticamente se hallaría vinculado a conceptos tales como los del naturalismo, contraste, exhuberancia…A este tipo de visiones pueden contraponerse las ofrecidas por la historia social de la cultura. Desde esta aproximación, la cultura barroca dejaría de ser un simple estilo (o conjunto de estilos) definido meramente por sus elementos formales, para convertirse en la cultura específica de una época histórica. En el caso que nos ocupa, la de la crisis del s. XVII. Lógicamente, las filiaciones estéticas se ven profundamente matizadas. Así, la frontera entre el Barroco y el Clasicismo pierde su estanqueidad, y el empleo de uno u otro patrón ya no se juzga en relación con el patrón grecorromano, sino con las exigencias de la propia época. El adjetivo “barroco” se acuñó para designar de forma peyorativa a las formas artísticas que habían hecho degenerar la pureza de las obras del Renacimiento. Actualmente el término Barroco define una época muy compleja durante la cual todas las manifestaciones culturales sufrieron una gran transformación debido a las estrategias diseñadas por los grupos de poder para dominar la sociedad. Las obras barrocas son dinámicas, elaboradas, contradictorias y difíciles de comprender intelectualmente. Características de la cultura barroca El siglo XVII se presenta como un siglo crítico, lleno de problemas vitales, económicos, políticos, sociales e ideológicos. La “Trilogía Moderna” (hambre-peste-guerra) asolaron con frecuencia y violencia a la sociedad europea de esta centuria, por lo que se hacía imprescindible contar con alguna esperanza, elemento psicológico que sólo podía proporcionar la religiosidad, mucho más sentida que pensada. Los distintos estamentos y grupos sociales gestaron formas diferentes para manifestar sus esperanzas, terrores y anhelos. La nobleza y el clero tenían un interés común en cimentar su rango y su estatus, al mismo tiempo que luchaban entre ellos por conseguir y mantener la posición más elevada dentro de la pirámide social. Entre estas minorías rectoras se manifestaron dos tendencias opuestas: los que buscaban nuevas respuestas a la insatisfacción intelectual y quienes pensaban que sólo en la tradición y en la seguridad del dogma religioso radicaba la fuerza del sistema social privilegiado. La precariedad de la vida de los grupos populares también se manifestó en dos direcciones distintas. La mayoría de la población asumió con fatalismo sus inciertas condiciones de vida; por otro lado, nunca faltaron los motines y las rebeliones masivas, en general dirigidos por elementos no populares. En ocasiones reaparecieron las ideas milenaristas anarquizantes y utópicamente esperanzadoras. La religiosidad siempre estaba presente en la mentalidad colectiva y en las preocupaciones diarias; de ahí que se produjeran en la misma época las persecuciones más salvajes contra la brujería y las manifestaciones de fervor popular llenas de mortificación y gusto por lo macabro; un Auto de Fe inquisitorial, la decapitación pública de un criminal o los excesos del carnaval eran actos sociales. La Iglesia Católica intentaba desterrar las prácticas más desgarradas de religiosidad popular, dotando a los sacerdotes de un mayor conocimiento dogmático y disciplinario. En cada una de las cúpulas jerárquicas de las dos creencias en lucha (católicos y reformados) se enfrentaban unas concepciones laxistas, basadas en la misericordia de un paternal Dios-amor, contra las opciones que exigían la más rígida observancia fundada en un terrible Dios-justicia. Y aunque ambos credos sufrían los mismos problemas internos, no se acabaron las luchas confesionales, por lo que cada iglesia se dotó de instituciones y buscó a las personas más idóneas para rebatir los argumentos del contrario. La pequeña nobleza y la burguesía ligaron su existencia como grupo social a la política de las monarquías absolutistas, desarrollando nuevos saberes filosóficos y jurídicos. En el barroco se iba a profundizar en la esencia del pensamiento, en la epistemología y en el método, desligando estos procesos de unos designios divinos. Respecto al sistema educativo, todo estaba supeditado a las ideas, los intereses y el poder relativo de cada uno de los grupos sociales; los diferentes niveles y grados de conocimiento eran una fuente de prestigio social y de acceso a una determinada cuota de poder. El pueblo se contentaba con unos rudimentos de doctrina cristiana y el conocimiento pragmático de las técnicas artesanales para los varones y las habilidades precisas para el gobierno de la casa en el caso de las niñas. La lectura, la escritura y las cuatro reglas aritméticas básicas implicaban cierta preeminencia dentro del grupo popular. Este nivel inferior de enseñanza estaba a cargo de los maestros de primeras letras, mientras que las destrezas profesionales las transmitían los maestros gremiales. La pequeña burguesía tenía acceso a un grado de conocimiento bastante superior, impartido por preceptores privados y las cátedras de latinidad. Esta “enseñanza media” les suministraba toda la instrucción necesaria para sus negocios y, a veces, de la preparación imprescindible para acceder a los estudios universitarios. Se ha dicho que la Ciencia Moderna nació al margen y en ocasiones enfrentada a la Universidad. Pero hay que distinguir entre “conocimiento”, que sólo podía ser adquirido dentro del ámbito universitario, e “innovación”, que se tenía que realizar fuera del entorno académico oficial. Modelos europeos Las formas artísticas debían evidenciar la ideología de los grupos de poder, conscientes de la capacidad de la obra artística para impactar y “convencer” mediante imágenes. No se puede explicar sociológicamente el arte barroco sino a partir de tres elementos esenciales: la lucha confesional entre católicos y reformados, el absolutismo monárquico y la sensibilidad de los distintos y opuestos grupos sociales que producían y recibían los mensajes artísticos. Los Estados se llenaron de construcciones oficiales que mostraban al pueblo su poder. Francia, paradigma de la Monarquía Absoluta, adoptó para su arquitectura palaciega unos cánones estéticos clasicistas, sin el rebuscamiento barroco, aunque en el interior la decoración asumía toda su potencia visual. La religión, la cultura y la posición social se demostraban en la vida cotidiana de unas ciudades que contaban con un centenar de días feriados; la celebración siempre incluía una ceremonia litúrgica que recordaba el maridaje entre el Trono y el Altar y un cortejo cívico en el que cada individuo ocupaba el lugar perfectamente predefinido que le correspondía por su categoría. El Concilio de Trento no sólo definió el dogma católico, sino todo el conjunto de la religiosidad, imponiendo cánones artísticos a los países católicos. Para oponerse a la doctrina protestante proliferaron las imágenes de vírgenes, santos y mártires, prohibiéndose las escenas paganas y las imágenes impúdicas. En arquitectura el modelo específico fue la iglesia jesuítica del Gesú de Vignola. Conocemos la arquitectura efímera por esquemas y bocetos que muestran el profundo y preciso programa iconológico con el que se adoctrinaba a una sociedad iletrada pero no inculta. Hay que destacar las obras romanas de Bernini y Borromini, que dan muestra del patronato de la Iglesia, que en España financiaba a Alonso Cano. En Francia hallamos el estilo clasicista impuesto por Luis XIV, plasmado en los palacios de Versalles y el Louvre. El arte reformado producía una arquitectura simple y estática, desprovista de ornato y de imágenes, y una pintura interiorista y profesional. En pintura, la Monarquía Hispánica dio figuras geniales que reflejaban la religiosidad que impregnaba la vida cotidiana, como el tenebrismo de José Ribera, el realismo del mundo monástico pintado por Zurbarán, el colorismo preciosista de las vírgenes de Murillo hasta la figura de Velázquez, quizá el mejor retratista de la época y pintor de Felipe IV. En Italia pintaron fundamentalmente para la Iglesia y los cardenales Carracci y Caravaggio, mientras que en Flandes destaca Rubens y en Inglaterra Van Dyke, en los Países Bajos Rembrandt y en Francia Poussin y Claudio de Lorena. La escultura hispana está llena de retablos policromados e imágenes de vestir, destacando los talleres de Gregorio Fernández, Martínez Montañés, Pedro de Mena y Alonso Cano. Si las artes plásticas fueron un instrumento de las élites para subyugar a las masas con su impacto visual y la obra literaria un artificio de las minorías para convencer intelectualmente a otras minorías, el teatro ocupa un estadio intermedio. La obsesión didáctica en lo político y social de la obra escrita se evidencia en Quevedo, cuya obra refleja el desencanto espiritual, la violencia vital y lo grotesco de la actuación social. La poesía barroca se divide entre el Culteranismo de Luis de Góngora frente al Concepcionismo de Quevedo. La literatura profundizó en la novela picaresca con Mateo Alemán y Quevedo, culminando en el genial Miguel de Cervantes y el Quijote, El teatro se constituyó en el gran instrumento de la didaxis político-social. Los ejemplos máximos serían Lope de Vega, quien perfeccionó la “nueva comedia española” y Calderón de la Barca, donde la supeditación total al designio supremo, el honor personal y la sumisión al rey manifiestan una ética social basada en el honor del hacendado labriego. Los autos sacramentales eran dramas religiosos que se utilizaban para inculcar valores espirituales. La lenta aplicación de las reformas tridentinas. Tensiones Iglesia-Estado y querellas sobre la gracia. El misticismo La lenta aplicación de las reformas tridentinas Los acuerdos alcanzados en el Concilio de Trento (1545-63, doctrinas tridentinas) comenzaron a ponerse en práctica enseguida, pero será en este XVII cuando se comiencen a notar los resultados de las iniciativas destinadas a difundir y consolidar la reforma católica. En el siglo del Barroco la Iglesia católica cuenta ya con un cuerpo de doctrina definido y articulado que le permite hacer frente con más eficacia a las doctrinas protestantes, y que intenta hacer llegar por medios diversos a un gran número de fieles. Su estructura jurídica e institucional está fuertemente jerarquizada y lo suficientemente organizada como para garantizar una mejor atención pastoral. La evolución de las órdenes religiosas ayudó en esta tarea: se reformaron algunas de las ya existentes y se fundaron otras nuevas, entre las que hay que destacar las órdenes femeninas dedicadas a labores asistenciales y educativas. También se establecieron los límites de influencia de la Iglesia. Las disputas teológicas podían dar la imagen de una Iglesia compuesta por grupos enfrentados y dañar su pretensión de unidad y universalidad. La estructura institucional eclesiástica seguía siendo en algunos casos difusa y era complicado velar para que quienes accedieran al estado clerical lo hiciesen por auténtica vocación. Tanto las disputas doctrinales como las derivadas de las reformas institucionales fueron con frecuencia también disputas políticas, al menos usadas en éstas. El papel de la Iglesia en el proceso de modernización del XVII era básicamente antagónica, como una reacción ante el mundo moderno. Sin embargo, algunos historiadores señalan a la reforma católica como un caso ejemplar de “innovación conservadora”, o de cómo intenciones conservadoras pueden tener efectos modernizadores. Esta recomposición de la sociedad cristiana habría que entenderla como un proceso en el que la Iglesia habría utilizado para sus fines esos valores emergentes del mundo moderno y, por tanto, habría tenido efectos modernizadores. Ello queda representado en la creciente centralización del gobierno eclesiástico y en la modificación de las disposiciones tradicionales sobre la vida religiosa femenina. Hubo un intenso trabajo por parte de la Iglesia para reelaborar la cultura religiosa y la vida espiritual en la línea de los requerimientos tridentinos, y con dos objetivos: la formación del clero y de los miembros de órdenes religiosas y la catequización de las masas urbanas y rurales . Los estudios teológicos lograron en este siglo un notable desarrollo, progresando la teología positiva y renovando a veces radicalmente los planteamientos y contenidos heredados de los siglos precedentes. La teología positiva intenta determinar y trazar toda la historia documental de la creencia cristiana en su revelación, su transmisión y su proposición. Las controversias entre católicos y protestantes fueron en parte las responsables del desarrollo de esta teología positiva, al convertir el recurso a la historia en un lugar común de argumentaciones y emplearla para legitimar sus enunciados doctrinales y descalificar a los de la otra parte. Pero también se debió a las nuevas exigencias intelectuales, que llevaron a una mayor exigencia en el método y crítica a las fuentes históricas. La formación del clero y los religiosos mejoró gracias a las reformas introducidas en los centros de enseñanza y el aumento de las obras impresas y de su difusión, y también de su accesibilidad a través de las bibliotecas universitarias. Aumentó el afán reformista de los prelados, el apoyo de las instituciones eclesiásticas y de las temporales. El resultado final es que el clero de finales del s. XVII está mejor preparado que el del siglo anterior, pero no todos los componentes del estamento mejoraron por igual. Tensiones Iglesia-Estado El siglo XVII fue un periodo conflictivo y con marcados contrastes. Se produjo la consolidación y afianzamiento de las reformas institucionales y de las propuestas doctrinales iniciadas en el siglo precedente, pero también se introdujeron ideas, conceptos y actitudes que servirán de punto de apoyo para las críticas y propuestas racionalistas y reformistas de los ilustrados del XVIII. El proceso de “confesionalización” al que se vio sometido el mundo occidental a partir de los años centrales del XVI, que significaba su compartimentación geopolítica sobre la base de la adhesión a un determinado credo religioso, quedó confirmado tras la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Este conflicto fue una auténtica guerra de religión, aunque no solo eso. A su término las fronteras políticas y religiosas se afianzaron, se reafirmaba que la unidad religiosa en el interior de los estados y monarquías era una condición básica para su unidad política. La historia del s. XVII es pródiga en acontecimientos trágicos para las minorías religiosas, destacando la expulsión definitiva de los moriscos españoles en 1609, las dificultades de los hugonotes para mantener sus derechos en Francia, la emigración de los puritanos ingleses a las colonias de América del Norte y la de los católicos ingleses e irlandeses. Estos sucesos dificultan que se pueda mantener que a partir de la Guerra de los Treinta Años se instauró en Europa un régimen de tolerancia religiosa. Las diferentes confesiones cristianas pudieron impulsar sus contenidos e instituciones en sus respectivos ámbitos de influencia con el apoyo de las autoridades temporales. La Iglesia Católica acentuó en este siglo la tarea de reforma institucional y de difusión de sus definiciones doctrinales iniciada tras el Concilio de Trento, así como su expansión por tierras americanas y de Oriente. Las Iglesias reformadas protestantes trataron de consolidar sus instituciones y, en algunos casos, su presencia en ambientes hostiles; su expansión fuera de Europa en este siglo se limita a la llegada a las colonias inglesas de Norteamérica de puritanos y cuáqueros. Tanto las disputas doctrinales como las derivadas de las reformas institucionales fueron usadas para las disputas políticas; de este modo se sumaron a la presión que desde el exterior hacían los monarcas y príncipes católicos para hacerse con el control de, al menos, determinados aspectos de la política eclesiástica. La fortaleza que paulatinamente irá adquiriendo la Iglesia católica será por tanto motivo de tensiones y disputas internas y externas. Las internas, entre otras, por la falta de un tratamiento a fondo de determinadas cuestiones teológicas, y las externas, derivadas de las relaciones de Roma con los príncipes y soberanos católicos que no veían con malos ojos el papel que los soberanos protestantes tenían sobre sus respectivas iglesias, y que por tanto se mostraron favorables al desarrollo de las iglesias nacionales. Querellas sobre la gracia (auxilio de Dios) Otra cuestión que no se resolvió satisfactoriamente en el Concilio de Trento fue la de la gracia, o dicho de otro modo, cómo se conjuga la actuación libre y meritoria del hombre con la acción de Dios en su alma para lograr la salvación eterna (justificación). Esta indeterminación dejó espacio para disputas doctrinales en las que la ortodoxia romana tuvo que hacer frente a posiciones tan dispares como el quietismo y el jansenismo, a pesar de haberse decretado en 1607 la prohibición formal de cualquier debate sobre la gracia. En teología cristiana se entiende por gracia divina un favor o don gratuito concedido por Dios para ayudar al hombre a cumplir los mandamientos, salvarse o ser santo. También se entiende el acto de amor unilateral e inmerecido por el que Dios llama continuamente las almas hacia Sí. – El quietismo: pasividad en la vida espiritual y mística, ensalzando las virtudes de la vida contemplativa. Sostenían que el estado de perfección únicamente podía alcanzarse a través de la abolición de la voluntad: es más probable que Dios hable al alma individual cuando ésta se encuentra en un estado de absoluta quietud, sin razonar ni ejercitar cualquiera de sus facultades, siendo su única función aceptar de un modo pasivo lo que Dios esté dispuesto a conceder. «La actividad natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» . Se caracteriza por su desdén hacia las obras externas y su aspiración a la contemplación continua de la divinidad. Se oponen a la teología y moral de buena parte de los jesuitas, defensores de la necesidad de la concurrencia de la voluntad y acción del hombre para su salvación. Los quietistas exaltarán el abandono a Dios y la indiferencia ante el mundo, con el único fin de alcanzar la contemplación. Su máximo exponente fue Miguel de Molinos al publicar su Guía Espiritual en 1675, muy criticado sobre todo por parte de los jesuitas. – El jansenismo: representa la postura de quienes frente a los jesuitas, insistían en la naturaleza corrompida del hombre y por tanto en la sola eficacia de la gracia divina para conseguir la salvación. Proviene de la obra de Cornelio Jansenio, Augustinus. Basado en San agustín, Jansenio afirmaba que para salir de la situación tras el pecado original no basta la gracia suficiente sino que es necesaria la gracia eficaz, es decir, el auxilio divino sin el cual el hombre no puede no pecar: el que posee la gracia eficaz no puede pecar. Así pues, la predestinación es la razón por la que algunos hombres poseen la gracia eficaz y otros no. Dios ha predestinado a unos a la salvación y a otros a la condenación. Según esta doctrina, las obras son buenas o malas. La contemplación y la vida mística son tratadas con cierta desconfianza o prevención, por eso no hay que facilitarlas, sino más bien desaconsejarlas. Pronto se le empezarán a sumar planteamientos políticos (galicanismo) y aspiraciones sociales, de modo que la definición del jansenismo se volvió compleja al no tratarse de una corriente de opinión unitaria. Se oponían a los jesuitas y al centralismo romano, y defendían posiciones favorables al galicanismo y episcopalismo. Misticismo Una herencia del movimiento espiritual protestante es la parte creciente de la religiosidad individual, tanto de los clérigos como de los laicos, que se agrupan para profundizar en su fe. Con el misticismo se intentó alcanzar directamente lo divino, fuera de las vías ordinarias. Así, San Felipe Neri funda en Roma el Oratorio del Amor Divino, que se propaga por toda la península, y en el París de la Liga, personas piadosas frecuentan la Cartuja de Vauvert o la casa de madame Acarie. En ellas se practica la oración, nacida de la devotio moderna, presentada por San Ignacio en sus ejercicios espirituales como un método y una ascesis y alimentada por los escritos de Luis de Blois o de Luis de Granada. En este camino, los más ardientes avanzan hasta la unión mística, aniquilación en Dios, disolución de la propia personalidad. España, tentada siempre por el iluminismo, es la tierra de los grandes místicos de fin de siglo, con las experiencias y los escritos de santa Teresa de Ávila (1515 – 1582) y de san Juan de la Cruz (1542 – 1591). La división del protestantismo. El pietismo. Enfrentamientos doctrinales en el seno del calvinismo. El XVII fue para las Iglesias reformadas protestantes un período de cierto estancamiento si se atiende a las discusiones y divisiones internas que sufrirá el luteranismo (el pietismo), a los debates calvinistas sobre el contenido del dogma de la predestinación, y al retroceso de los hugonotes en Francia. La situación de la Iglesia anglicana, aunque diferente, no es mejor, pues se verá envuelta en los conflictos políticos internos dada su relación formal con la corona; hasta finales de siglo no logrará de nuevo la estabilidad institucional. Si se atiende a la expansión territorial, también habría que hablar de estancamiento, pues si se exceptúan los asentamientos puritanos y cuáqueros en América del Norte, las Iglesias reformadas apenas se proyectan más allá de las fronteras europeas alcanzadas entre finales del XVI y comienzos del XVII. El pietismo El movimiento pietista luterano surgió como una reacción evangélica contra el intelectualismo de la ortodoxia y el formalismo dominantes en las Iglesias luterana y calvinista, que progresivamente fue dando muestras de agotamiento. Se resaltaba la conversión individual, "la fe viviente", la buena conducta y la dimensión espiritual de cada persona. Apareció en la segunda mitad del XVII, con las obras de Phillip Jacques Spener (Pia desideria); se trataba de revitalizar la fe personal y con ella de interiorizar la piedad evangélica, para la que se necesitaba volver a una mayor dedicación al estudio de la Biblia y a revitalizar las prácticas relacionadas con el sacerdocio universal. El pietismo daba más importancia a la experiencia religiosa personal que al formalismo, y enfatizaba la lectura y estudio de la Biblia. Esto fomentó el comienzo y la rápida expansión de iniciativas misioneras. A pesar de que una parte de la ortodoxia luterana se opuso al pietismo –los doctores de Wittemberg denunciaron a Spener por encontrar en sus escritos 264 tesis heréticas —, éste se difundió con rapidez por el norte de Alemania. Enfrentamientos doctrinales en el seno del calvinismo (arminianismo) A finales del s. XVI el calvinismo estaba presente en la Confederación Suiza, se había afianzado en Escocia, algunas zonas de Francia, del oeste de Alemania, como el Palatinado y Hesse, y de modo especial en las Provincias Unidas; aquí, el calvinismo encontró eco en medios más o menos relacionados con el humanismo y la devotio moderna, y que favorecieron el desarrollo de una cierta tolerancia dogmática, como en el caso de Jacobo Arminio. Su planteamiento teológico, que puede resumirse en su frase “probarlo todo para quedarse con lo mejor”, estaba impregnado de un cierto relativismo contrario a la rigidez dogmática calvinista (representada por su colega Gomar), con la que tuvo que enfrentarse con ocasión de varios temas como su defensa de la unidad de la Iglesia y en particular la relativización del dogma central del calvinismo, la predestinación (para los calvinistas los seres humanos son incapaces de venir a Dios por su propia voluntad; Dios elige individuos para salvarlos basado enteramente en Su soberana voluntad. Para los ariminianos la salvación de un individuo está predestinada por Dios, porque sabe de antemano que será creyente, pondrá de su voluntad). El enfrentamiento entre arminianos y gomaristas se agudizó tras la muerte de Arminio al trasladarse al terreno político; el estatúder Mauricio de Nassau, favorable al enfrentamiento con España, se pone del lado de los gomaristas y acusa a los arminianos de filopapismo. Las disputas arminianas se dieron por concluidas oficialmente con la unificación doctrinal que se abordó en el Sínodo de Dordrecht (1618-19), y al que asistieron representantes calvinistas de todos los países; después de un centenar y medio de sesiones, los teólogos y pastores reunidos fijaron la doctrina oficial calvinista sobre la gracia y la predestinación, y condenaron cualquier desviación de la ortodoxia y por tanto a los arminianos. No obstante, durante el XVII en algunos lugares se continuaron los esfuerzos para lograr suavizar la doctrina de la predestinación. Así, hay que destacar que en Francia esta tendencia estuvo presente. En cualquier caso, lo más relevante del calvinismo francés del s. XVII no son tanto sus posibles particularidades doctrinales, como la evolución de sus relaciones con la monarquía. Los conocimientos heredados en astronomía, física y medicina. En el medio siglo transcurrido entre El Discurso del Método de Descartes y los Principia de Newton (16371687) se sitúan aquellas transformaciones de la ciencia definidas como “Revolución Científica” y consideradas como el nacimiento de la “Ciencia Moderna”. Todo conocimiento contiene en sí mismo un interés inquisitivo perfeccionista, que se traduce en nuevas preguntas que a su vez generan nuevos interrogantes, que realimentan el sistema haciéndolo progresar. Este aumento del saber conlleva beneficios colaterales de tipo pragmático. Pero todo proceso científico y técnico necesita una financiación, y el dinero se invierte en aquellos temas y materias de las que se espera obtener beneficios. Aparece la motivación social impulsando el conocimiento y perfeccionando las técnicas. Existiría una “ciencia oficial”, constituida por los conocimientos socialmente aceptados, en paralelo con otros saberes extraoficiales, combatidos por el mundo científico institucional. Debe recordarse que hubo teorías que en su momento fueron enunciadas por un científico y más tarde fueron rechazadas por otros. Hay que considerar también el proceso acumulativo de los conocimientos científicos. Son muy escasas las ideas científicas a las que no se les puedan encontrar antecedentes. Aristóteles había afirmado que la Tierra estaba inmóvil en el centro del Universo, y que la Luna, el Sol y los planetas giraban a su alrededor por efecto de una fuerza inicial que los había puesto movimiento en el momento de la creación. Este universo estaba compuesto por dos esferas concéntricas, la sublunar, en la que tenían lugar los cambios de los cuatro elementos básicos (aire, agua, fuego y tierra) y la esfera supralunar, donde todo era perfecto (circular). Pero desde la Antigüedad, la observación astrológica no encajaba con la teoría aristotélica, pero como esta teoría era incuestionable (primero por el prestigio de Aristóteles y más tarde por la Escolástica) era casi un dogma de fe y hubo de recurrirse a subterfugios conceptuales. En 1540, Nicolás Copérnico pensó en un Universo cuyo centro era el Sol, por dos motivos: como matemático buscaba la máxima exactitud de las tablas astronómicas, y como filósofo trataba de mantener la circularidad divina de las órbitas. La teoría heliocentrista fue rechazada, pero su idea central fue admitida como hipótesis de trabajo. Sus cálculos fueron perfeccionados por Tycho Brae, quien pensó en unas órbitas elípticas pero rechazó la idea como contraria a la razón. Su discípulo, Johannes Kepler, no sólo adoptó la idea de las órbitas elípticas sino que estableció que el Sol ocupaba uno de los focos de la elipse y enunció otras dos leyes que regían los movimientos orbitales. Pero tampoco se atrevió a cambiar la Tierra como centro del Universo. Como consecuencia de todas estas aportaciones, Galileo sí pensó en un Universo heliocéntrico plagado de órbitas elípticas, pero lo presentó como un diálogo entre dos sabios ficticios, lo que impidió que la Inquisición le procesase. Cuarenta años después Newton enunció su Ley de la Gravitación Universal, una síntesis genial y matematizada de las ideas de Copérnico, Kepler y Galileo. Sus leyes matemáticas crearon la Mecánica clásica, una concepción de la Física que estuvo vigente hasta que Einstein enunció la Teoría de la Relatividad. En este proceso resulta evidente la continuidad del esfuerzo intelectual y la acumulación de saberes, pero falta por determinar si el resultado constituyó una “Revolución Científica”. Si por revolución entendemos un proceso acelerado de cambios que transforman profundamente la realidad es evidente que la hubo. Pero si para que exista revolución se exige que haya tenido lugar un cambio estructural, entonces habría que esperar hasta Einstein. El método científico. La experimentación. La matematización de la naturaleza La combinación entre las matemáticas y el experimento propia del nuevo método científico venía a socavar radicalmente los cimientos del argumento de autoridad. No es de extrañar, por este y otros conceptos, que una de las preocupaciones centrales en el desarrollo de la revolución científica fuese la del método, lo que nos lleva a introducir las figuras de Bacon y Descartes. Francis BACON: considerado el padre del empirismo y decisivo en el desarrollo del método científico. Fue un hombre cercano al poder en la Inglaterra de los Estuardo, ambiguo, quizás neoaristotélico, desdeñoso con aportaciones como las de Copérnico y Galileo, y más filósofo de la ciencia que científico. En Bacon habría que distinguir aquí al menos cuatro facetas: 1. La propiamente epistemológica, con su rechazo de la lógica deductiva y la propuesta de un nuevo método inductivo: un solo caso negativo bastaba para refutar una inducción. Sin embargo, Bacon no contemplaba la integración de las matemáticas en su método. 2. Establecimiento de una clasificación en las ciencias, rechazando por estéril la mera acumulación de datos y las hipótesis no experimentales. 3. Convicción de que la ciencia había de ponerse al servicio de una mejor calidad de vida y del dominio del hombre sobre la naturaleza. Era una convicción profundamente anclada en raíces calvinistas, y que se expresa claramente en una frase de Bacon: “Todo conocimiento ha de estar limitado por la religión, y ha de tener como punto de referencia la utilidad y la acción”. En este sentido, Bacon incitaba al estudio del libro de la naturaleza como complemento del texto bíblico. 4. Concepción del proyecto de una comunidad científica organizada, que no vio realizado en vida, pero que indudablemente tuvo gran influencia en la gestación de la Royal Society. René DESCARTES: de su obra viene el ataque más profundo contra el aristotelismo y contra la tradición hermética renacentista, así como la formulación plena de la concepción mecanicista de la naturaleza. Su método, esencialmente lógico y matemático, fue concebido para ser aplicado a cualquier investigación racional, incluida la física, cuya verdad estaba garantizada por la veracidad de Dios. Para Descartes todas las sustancias y fenómenos surgían de la materia en movimiento (un movimiento conferido por Dios en la creación y eternamente conservado), siendo la acción por contacto entre porciones extensas de la materia la única forma de cambio en la naturaleza. Esto le llevó a establecer una aproximación cierta del principio de inercia, más tarde terminado de elaborar por Newton. Esta visión puramente mecánica, en modo alguno alejada de la noción de divinidad, partía sin embargo, de métodos enteramente deductivos e hipotéticos, racionalistas, en los que la observación y la experimentación distaban mucho de quedar plenamente integradas. Descartes no concibió sus modelos mecánicos como una descripción de los mecanismos físicos presentes en la naturaleza (de hecho su física sería totalmente destruida por la newtoniana), sino como una simple ilustración de la posibilidad de explicar los fenómenos naturales en términos de materia en movimiento. Sus intenciones eran esencialmente filosóficas, y por lo que se refiere a la naturaleza, pretendía demostrar que “no existe un solo fenómeno en el universo que no pueda explicarse mediante causas puramente físicas, totalmente independientes de la mente y del pensamiento”. La matematización de la naturaleza Las matemáticas tienden a convertirse en el lenguaje de la ciencia moderna, y su progreso condiciona el desarrollo de ésta. En la visión del Universo mecánico lo esencial no eran los astros sino las fuerzas que los movían. Este tema constituye la síntesis más representativa de los avances de la ciencia en el s. XVII, pero los progresos científicos fueron mucho más complejos e interesantes. Todo gira en torno a dos novedades aparecidas entre los científicos: a) las matemáticas eran el lenguaje en el que se expresaba la naturaleza, b) la comprensión de la realidad partía de la observación y la experiencia. El lenguaje oficial para la comunicación científica seguía siendo el latín, pero cada vez se utilizaban más los idiomas nacionales para extender el conocimiento y someter a la crítica las nuevas ideas que aparecían en el panorama científico. La Matemática y la experimentación eran conocidas desde la Antigüedad, y por ello la novedad consistía en la especial función que ahora se les otorgaba: sustituir los silogismos deductivos de la vieja especulación aristotélica por un conocimiento que mantuviese los criterios de rigor conceptual y que al mismo tiempo se pudiesen formular mediante ecuaciones y comprobarse con experimentos repetibles. A su vez, hay que buscar las causas del desarrollo matemático en los problemas derivados del estudio de los móviles. Galileo había experimentado con el plano inclinado para medir la velocidad de desplazamiento de esferas de distintos materiales, acercándose a los por entonces desconocidos conceptos de gravedad y de inercia, descubriendo las leyes del movimiento pendular y creando las bases de dos nuevas ciencias: la Dinámica y la Estática. Los avances en el conocimiento. La nueva física: de Galileo a Newton No se habría llegado a la ecuación de Newton si antes Vieta no hubiera avanzado en la numeración simbólica, si Tartaglia y Benedetti no hubieran especulado con la teoría del Ímpetus, si Cardano y Tartaglia no hubiera desarrollado el álgebra, Napier los logaritmos, Stevin los decimales y las leyes de la composición de las fuerzas y si Newton y Leibniz no hubiesen formalizado una notación para el cálculo integral y diferencial. A su vez, hay que buscar las causas del desarrollo matemático en los problemas derivados del estudio de los móviles. Galileo había experimentado con el plano inclinado para medir la velocidad de desplazamiento de esferas de distintos materiales, acercándose a los por entonces desconocidos conceptos de gravedad y de inercia, descubriendo las leyes del movimiento pendular y creando las bases de dos nuevas ciencias: la Dinámica y la Estática. Galileo no llegó a utilizar el péndulo para obtener un movimiento regular para los relojes, pero sí lo hizo Huygens, quien también descubrió el volante de inercia, abriendo el camino para los ansiados cronómetros. El estudio del movimiento no se limitaba a los cuerpos sólidos. Harvey descubría la circulación mayor de la sangre y Malpigi la circulación venosa y la función de los capilares; Rober Bole y Hooke, estudiando los gases recién descubiertos, estuvieron muy cerca de hallar lo que más tarde se conocería como oxígeno. También interesaban fuerzas más sutiles, como el magnetismo. En el estudio de la luz destacaba Gassendi con la teoría corpuscular, Snell con su ley de refracción y Huygens con su teoría ondulatoria. Torricelli y Pascal demostraron la existencia del vacío. Una inabarcable nómina de científicos, llamados aun filósofos, buscaban un saber único de aplicación universal. Un caso paradigmático es el de Robert Hooke, que enunció la ley de elasticidad de los gases, trabajó sobre Mecánica, Neumática, Acústica, Química y Biología, perfeccionó el volante de inercia, inventó el micrómetro y fue autor de un tratado, la Micrographia, que por primera vez describía la célula. Algunas de las teorías científicas surgieron a partir de instrumentos técnicos. Un ejemplo representativo sería el del telescopio, que reinventado hacia 1600 permitió a Galileo descubrir imperfecciones en la luna, los satélites de Júpiter y los cometas. La técnica recibía su máximo apoyo por parte de unos Estados muy interesados en aumentar su poder productivo, bélico y fiscal. Abundaban las ideas novedosas que proponían fantásticos artilugios, pero la realidad técnica fue mucho más limitada porque tanto los materiales como las herramientas para trabajarlos aún no permitían obtener la perfección necesaria para transformar las ideas en realidades. Aunque las teorías de Galileo sobre mecánica y fuerza abrían el camino al concepto de “máquina”, cada instrumento se concebía como un elemento aislado, por lo que su construcción era lenta, cara e imposible de reparar si no era por su propio inventor. Huygens inventó el reloj de péndulo, Hooke trabajó en el volante de inercia y perfeccionó la bomba aspirante; con el vacío conseguido en el interior de un tubo de mercurio Torricelli demostró la existencia de la presión atmosférica. Von Gerik construyó una máquina para producir electricidad por frotamiento. Otro impulso innovador de la técnica lo propició la Economía-mundo: la conquista de nuevos territorios precisaba de diversos instrumentos de medición, el transporte exigía barcos especializados, las ciudades necesitaban abastecerse de agua y las minas, cada vez más profundas y difíciles de explorar, necesitaban artilugios para desagüe y aireación. Newton concibió el telescopio reflector, Tartaglia asesoraba a topógrafos y ensayadores de metales, Stevin dio uso comercial al punto decimal, Napier inventó una fórmula sencilla para obtener el interés compuesto y Snell divulgó la técnica de triangulación topográfica. Como consecuencia de la utilización pragmática de las matemáticas aparecieron la regla de cálculo, la máquina de Blaise Pascal que sumaba y restaba y la calculadora de Leibniz. Por exigencias del comercio intercontinental apareció el fluytship, muestra de la adaptación náutica que permitía a los holandeses ofrecer sus fletes a la mejor relación calidad/precio y acaparar el tráfico marítimo, lo cual desembocó en las Leyes de navegación inglesas y provocó las tres guerras angloholandesas. Las necesidades energéticas propiciaron el Hollander, máxima perfección entonces posible del molino de viento, empleado en la fabricación del cada vez más necesario papel. Con aplicación de la energía eólica e hidráulica se pudieron desecar pantanos en Francia y los Fens ingleses, con una técnica que los holandeses habían perfeccionado a lo largo de siglos. Invirtiendo el proceso, los balancines y las ruedas de paletas suplían las necesidades de agua de ciudades como Toledo. Cabe mencionar los avances del alto horno, la aparición del horno de reverbero en metalurgia y cristalería, y las transformaciones en los ingenios textiles (pedal y manivela en el torno de hilar, las molinetas de la industria sedera, la tricotosa…), unas microinvenciones que preludiaban la Primera Revolución Industrial que se produciría en el Reino Unido en el s. XVIII. Como genial anticipación a dicha revolución debemos referirnos a los intentos por dominar una nueva energía: el vapor, que sería utilizada en el tránsito entre el s. XVII y el s. XVIII por el ingeniero Savery y por el herrero Newcomen aplicándola a una máquina atmosférica que constituyó el mayor avance minero hasta la aparición de la auténtica máquina de vapor de James Watt. En Física, el discípulo más brillante de Galileo, Evangelista Torricelli, prolonga los trabajos de su maestro, demostrando principalmente que las trayectorias de los proyectiles son siempre parábolas. Además, Torricelli es, junto con Pascal, el iniciador de los trabajos sobre la mecánica de fluidos. Sus experiencias barométricas, demuestran la existencia del vacío y de la presión atmosférica. Entre los fenómenos físicos, la luz es uno de los más estudiados. En 1675 el danés Römer, entonces en París, determina su velocidad por la observación de los eclipses de los satélites de Júpiter. Pero la naturaleza de la luz divide a los científicos: Huygens, en su Tratado de la luz, y Robert Hooke ven en ella un fenómeno ondulatorio, mientras que para Newton se trata de una emisión de moléculas luminosas. En mecánica, Huygens descubre la fuerza centrífuga y vislumbra el principio de inercia formulado poco más tarde por Newton. Tema 3.- El auge del absolutismo. La Francia del siglo XVII. Concepto y realidad del absolutismo La utilización del término “absoluto” en lo relativo a la acepción del Poder, significó en los años finales del s. XVI y durante el XVII, que el monarca gozaba de superioridad respecto a las normas y al derecho creado por cualquier poder humano, incluyendo el que el propio soberano hubiera podido consolidar en algún momento (el rey por encima de cualquier ley). El rey que se denominaba absoluto ya no era el superior feudal, sino el titular de un poder supremo que procedía de Dios y que ejercía de modo directo e inmediato sobre todos sus súbditos. Hay que aclarar que en el Antiguo Régimen todos los sistemas legales establecían un orden jerárquico en el que habían distintos tipos de leyes: 1. Ley Divina, codificada por Dios, basada en las Sagradas Escrituras (10 mandamientos...) 2. Ley Natural, no codificada. Los naturalistas sostienen que está impresa en la naturaleza humana, normas básicas de conciencia (no matarás, no robarás...). 3. Ley positiva, todas las demás, las que se legislan, las que están escritas. De todas ellas, hay que dejar claro que el rey absoluto únicamente está por encima de las leyes positivas . Esto no significaba que el poder del príncipe y la acción que de él derivaba careciera de norma, sino que todos los actos positivos de legislación, administración y jurisdicción se apoyaban en su última instancia de poder. Esta definición de poder absoluto no era incompatible con la existencia de unos límites también teóricos. De hecho los necesitaba para su propia definición pues una vez marcados se podía saber en qué espacio ejercía su plena autoridad. Entre los más repetidos se encontraban el derecho privado y la propiedad; la representación corporativa y el papel de las asambleas; y, por último, el concepto de leyes fundamentales. En materia de tributos el monarca debía contar en principio con el acuerdo del gobernado. Las asambleas – cortes – parlamentos, eran los órganos que podían asegurar la contención del poder absoluto del monarca en el Estado. La mayoría ejercieron, en numerosas ocasiones, severas críticas a las directrices de los gobiernos absolutos y, por esta razón, los soberanos procuraron reunirlas tan sólo cuando, por necesidades económicas, su convocatoria se hacía ineludible. Respecto a las leyes, fue precisamente en el marco de la monarquía absoluta donde se desarrolló la doctrina de las leyes fundamentales. Sólo en aquel régimen en que se daba un poder que podía situarse sobre las leyes humanas y positivas, existía la necesidad de apelar a unos principios fundadores del orden que no se podían tocar y de los que emanaba la capacidad de hacer, dispensar o abrogar las leyes ordinarias. La modificación o desconocimiento de estas leyes por el rey llevaba consigo la transformación de éste en tirano y, por tanto, existía un legítimo derecho de resistencia del reino contra él. Sin embargo en la monarquía de Luis XIV, de Felipe IV o de Carlos I de Inglaterra, por poner sólo tres ejemplos significativos, estos principios limitativos se incumplieron en varias ocasiones, siendo solo un mito. En este sentido no sólo fueron compatibles con la doctrina absolutista, sino que representaron un elemento constitutivo de ella. Así pues, las monarquías del XVII no se construyeron en ninguna parte conforme al modelo teórico esquemáticamente descrito más arriba, ni siquiera en la Francia de Luis XIV. Por eso, si hablamos de monarquía absoluta, aplicando el término a un lugar y a un momento concretos, hemos de entender por tal una forma de Estado que “tiende abierta y eficazmente, en mayor o menor medida, y nunca plenamente” a absolutizar el poder. La concepción de “poder absoluto” fue instalándose en el aparato de las distintas monarquías, que extendieron su mano progresivamente sobre los distintos grupos sociales con la pretensión de reconstruirlos y dominarlos. El absolutismo monárquico llevado a la práctica no eliminó la capa de relaciones señoriales existentes, y la nobleza aceptó ese papel del rey a cambio de que éste mantuviera y fortaleciera ciertos derechos señoriales. Por último hay que hacer referencia a las grandes l íneas del complejo institucional que tradicionalmente han definido la práctica política del absolutismo monárquico: – la existencia de un ejército y una burocracia permanentes y crecientes, – la puesta en práctica de un sistema nacional de impuestos, – la creación y perfeccionamiento de un derecho codificado – y el desarrollo de una diplomacia nacional. A ellas hay que añadir también, como una característica consustancial, el fenómeno del “valimiento” o del “ministeriado”, basado en el vínculo personal del monarca con su primer confidente, un ministro particular que dirige sus acciones de gobierno, las coordina y supervisa. El Estado se concebía como patrimonio del monarca y, por tanto, el título de su propiedad podía adquirirse por una unión de personas, es decir, mediante un matrimonio. Precisamente el matrimonio fue el mecanismo supremo de la diplomacia y el símbolo del fin de la guerra. El pensamiento político absolutista Nace en la baja edad media y está presente durante toda la edad moderna, hasta que surgen las revoluciones liberales. En esta época hay dos corrientes políticas contrapuestas, el pactismo o contractualualismo (poder mediante un acuerdo entre el rey y el pueblo) y el absolutismo (el príncipe está por encima de las leyes). En la corriente contractualista se contempla el tiranicidio en caso de incumplimiento o abuso del monarca. Una obra básica de la teoría política del absolutismo es el Príncipe, de Maquiavelo, escrita a comienzos del siglo XVI en Florencia y que trata las formas para conquistar y mantener el poder del soberano. En el contexto de las guerras de religión entre hugonotes y católicos en la Francia de la segunda mitad del siglo XVI surgen las teorías de Jean Boudin (Bodino), que defiende la soberanía y supremacía del poder real. Durante el s. XVII, el centro de las especulaciones teóricas lo constituye el Estado absolutista. Existe, evidentemente, todo un conjunto de obras y autores que vienen a justificar directamente la práctica absolutista, sobre todo en el Continente. En líneas generales, la línea dominante, que se prolongará hasta el siglo siguiente, tiende a la sustitución/desvirtuación de las antiguas teorías de corte pactista por las de una monarquía de derecho divino, donde el rey únicamente es responsable de sus actos ante Dios y en las que es sistemáticamente anatematizada toda posibilidad tendente al regicidio o el tiranicidio. Thomas Hobbes, tratadista inglés exiliado en Francia entre 1640 y 1651 por ser partidario de los Estuardo es el más importante defensor del absolutismo de este siglo. Su pensamiento antropológico y político (utilitarismo) representa una justificación extrema del absolutismo que, a decir verdad, no gustó ni al futuro Carlos II. La base de la construcción hobbiana no es otro que el individuo, cuya existencia se guía por dos postulados de la naturaleza humana: el apetito natural y el principio de autoconservación. Ese individualismo absoluto se conjuga, además, con una antropología pesimista (homo homini lupus), lo que le hace concebir un “estado de naturaleza” original en el que todos se hallaban en guerra contra todos. Si, en cambio, la sociedad ofrece orden y seguridad, ello se debe a la celebración de un “contrato”, irreversible, que es el origen de la vida civilizada. A partir de aquí, se produce la solución absolutista: el ciudadano debía entregar su libertad (delegación de los derechos individuales) a un Estado (el Leviatán), al que se sometía para siempre, sin poder pedir cuentas al soberano de cómo ejercía su autoridad, aunque fuese manifiestamente injusto. Otro defensor del absolutismo, pero con tinte teológico es el obispo Bossuet, una de las mayores figuras de la Corte de Luis XIV y preceptor del Delfín. Bossuet sustituyó el Derecho Divino en Deber Divino, donde el rey –amén de identificarse con el Estado— confundía su propia naturaleza con la divina, constituyendo la sola razón el único límite teórico de sus actos (“el trono regio no es el trono de un hombre, sino el trono de Dios”). Es importante aclarar, que aunque formalmente nos hallamos ante conceptos teocráticos, su finalidad y resultado práctico no es precisamente el reforzamiento del poder eclesiástico, sino al contrario, la magnificación de la instancia estatal. Las teorías antiabsolutistas. Los orígenes del derecho internacional Hugo Grocio: frente al absolutismo surgen corrientes que poseen carta de naturaleza propia, en concreto el derecho internacional o de gentes, y el iusnaturalismo, (derecho natural). Hugo Grocio, jurista, estadista, traductor, matemático y poeta es una de sus figuras principales, sentando las bases del derecho internacional. Se opuso al dominio del mar por parte de cualquier potencia, porque tal actuación era contraria a la Ley Natural y al Derecho de Gentes. También afirmaba que la guerra sólo era contraria a la Ley Natural cuando la fuerza se dirigía contra los principios de la sociedad, pero que se convertía en un recurso válido para defenderse de una nación o una persona que intentase usurpar los derechos de otro. Por lo tanto, sería una guerra justa la que se declarase con el fin de alcanzar o de restablecer los fines naturales de la humanidad que estarían siempre orientados a la consecución de la paz. La práctica del derecho internacional se fortaleció a partir de los conflictos. Por ello, la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, supuso la consagración del derecho internacional moderno. Allí se reconoció la existencia de un cuerpo de estados involucrados en un proceso de paz que se sitúan por encima de los acuerdos o desacuerdos particulares. Fue una solución laica que, además, reconoció el derecho de los príncipes y las ciudades del Sacro Imperio a desarrollar compromisos diplomáticos de manera independiente al emperador y supuso, finalmente, el reconocimiento de una serie de estados pequeños, los cuales confiaron su seguridad al nuevo orden internacional. John Locke ofrece el contrapunto a las conclusiones de Hobbes, y constituye la piedra de toque del liberalismo anglosajón. Parte de los conceptos de individualismo y estado de naturaleza que define –de forma no pesimista— como de perfecta libertad e igualdad, de paz y armonía. Sin embargo, la existencia de violaciones a esa armonía lleva igualmente a la constitución de un pacto, en el que se origina la sociedad civil, donde domina la mayoría. La sociedad civil es, pues, la depositaria de un conjunto de derechos, y la misión del Estado será la de garantizarlos. Aquí aparece inmediatamente la verdadera naturaleza de la construcción lockiana y el sentido de su liberalismo. Así, el derecho de libertad se encuentra sumamente ligado al de propiedad, hasta el punto de que ésta determina una desigualdad política: la libertad y la política, la sociedad civil, se constituyen realmente en la esfera de los propietarios. Y en ella el Estado no puede intervenir más que garantizando la seguridad de su disfrute. Por eso en Locke la soberanía reside en la sociedad civil, y los poderes del Estado deben ser limitados mediante garantías constitucionales. De ahí la doctrina de separación de poderes, aún poco precisa, pero que más tarde desarrollaría plenamente Montesquieu. Por último, no podemos dejar de mencionar los movimientos radicales que florecieron al calor de la Revolución de 1640 y notablemente a Levellers y Diggers, estandartes de una revolución social fracasada en la Inglaterra de la época. Muchas de las ideas puestas en juego por estos movimientos tienen un sorprendente aire de anticipación: igualdad de todos los hombres por el simple hecho de serlo, laicismo político, sufragio universal, propiedad común de la tierra, reparto equitativo de los bienes según las necesidades… Enrique IV y Luis XIII. La obra de Richelieu El reinado de Enrique IV (1589 – 1610) Enrique de Borbón estaba dotado de una gran habilidad política, pero sus reiterados cambios de religión (había abjurados dos veces del catolicismo) creaban mucha desconfianza sobre sus intenciones futuras. Carecía además de dinero y se enfrentaba al poder de la Liga, dirigida ahora por el superviviente de los Guisa, Carlos, duque de Mayenne. Actuó con suma prudencia y en su declaración inicial, sin renunciar a su fe calvinista, prometió defender la fe católica y la independencia de la Iglesia francesa frente a la injerencia de Roma. Trataba con ello de atraerse a los católicos moderados. La Liga padecía, por su parte, múltiples debilidades internas que acabarían por desintegrarla. Entre ellas destacan su dependencia del apoyo español, como se puso de manifiesto cuando el ejército de Flandes, al mando de Farnesio, acudió en su favor y levantó el sitio de París, y su falta de respeto a la legitimidad monárquica, especialmente a la muerte del cardenal de Borbón en mayo de 1590. La defensa de Felipe II de la candidatura al trono de su hija Isabel Clara Eugenia, sobrina de Enrique III, despertó el orgullo nacional y chocó con la oposición de los Estados Generales y del Parlamento de París de 1593. Pero la principal era su creciente división interna al acrecentarse el radicalismo del sector urbano que alejó a las clases medias de la Liga y las aproximó al Rey. Enrique aprovechó la oportunidad para abjurar del calvinismo (junio 1593); antes que Roma le diera la absolución (1595), la Iglesia francesa permitió su coronación en Chartres y, tras su entrada en París, la Sorbona le reconoció como rey legítimo de Francia. La guerra abierta contra Felipe II (1595 – 1598) contribuyó a reforzar el apoyo nacional al nuevo monarca, pero fue aprovechado por los hugonotes para presionar a favor de sus exigencias hasta el punto de amenazar con una nueva guerra civil. Por ello, en 1598, Enrique IV buscó la paz, tanto con España como con los hugonotes. Lo primero se logró en Vervins; lo segundo con el Edicto de Nantes. Suponía, en definitiva, el triunfo del ideario de los políticos y el establecimiento de un marco de tolerancia para los calvinistas, aun reconociendo el catolicismo como la religión principal y restableciendo su culto en toda Francia. Por su parte, los calvinistas veían reconocida la libertad de conciencia y autorizado el culto público en una serie de localidades; se les concedía también el mantenimiento de plazas de seguridad con guarniciones propias. Se les garantizaba la admisión a los cargos públicos y a las universidades, y protección legal. No obstante, era el reconocimiento de una posición de inferioridad frente al auge del catolicismo, y no satisfizo a los radicales de ambas confesiones. Sin ser una solución definitiva a las tensiones religiosas, se pretendía que pudieran “vivir pacíficamente juntos como hermanos, amigos y conciudadanos”. Además de restaurar la paz, Enrique IV restauró la autoridad monárquica y la economía francesa. Francia contaba de nuevo con un monarca fuerte que reorganizó el gobierno central, sustituyendo a los grandes nobles por hombres de su confianza provenientes de la nobleza de toga; los gobernadores provinciales vieron limitados sus poderes por la presencia de comisarios extraordinarios que anticipan a los futuros intendentes. Los Estados Generales no volvieron a ser convocados, y los estados provinciales y los parlamentos fueron sometidos por el poder central. La vuelta a la paz favoreció la recuperación de la agricultura después de la aguda crisis de finales del s. XVI; la política mercantilista del gobierno estimuló las manufacturas y el comercio, al tiempo que se ponía orden en la circulación monetaria y se saneaba la hacienda estatal, tareas en las que destacó el ministro Sully. Sin embargo, las tensiones subsistían y la política belicosa de Enrique IV en contra de los Habsburgo y en favor de los protestantes alemanes provocó el malestar de los católicos más intransigentes. Uno de ellos, Ravaillac, asesinaba al Rey el 14 de mayo de 1610 en una calle de París. Luis XIII (sus primeros años de reinado 1610 – 1643) A la muerte de Enrique IV, su hijo y heredero Luis XIII apenas contaba con nueve años de edad. El Parlamento de París encargó la regencia a su madre María de Médicis, segunda esposa de Enrique IV, quien gobernó en calidad de tal hasta 1614, fecha de la mayoría legal del rey, y como presidente del Consejo hasta 1617. Aunque en principio mantuvo en sus cargos a los principales colaboradores de Enrique IV, los Barbons, pronto se dejó influir por los miembros de la corte más cercanos a ella, en particular el ambicioso Concini, quien protagonizó una rápida ascensión. Bajo su influencia, y movida por el deseo de restaurar la paz en el reino, la regente trató de relajar la tensión con España mediante una política de aproximación, que se tradujo en el compromiso matrimonial de Luis XIII e Isabel de Francia con los hijos de Felipe III, la infanta Ana y el futuro Felipe IV. El acercamiento a España no tardó en provocar el recelo de los grandes señores protestantes, que además estaban celosos del poder de Concini, y comenzaron a agitarse y reclamaron abiertamente la concesión de cargos y pensiones. Aunque María de Médicis consiguió calmarlos momentáneamente la situación exigió la convocatoria de Estados Generales en 1614, pero su reunión no sirvió más que para poner de relieve la profunda división y los diferentes intereses que movían a los tres órdenes. Así, cuando en marzo de 1615 se separaron los Estados no se había llegado a acuerdo alguno, y tras su disolución, María de Médicis decidió celebrar las bodas españolas. Por su parte, Concini alcanzó entonces su máxima cota de poder y se rodeó de fieles colaboradores, entre los que se encontraba Richelieu, que participó en un nuevo levantamiento de los nobles. En estas circunstancias Luis XIII, decidió asumir el poder, intervino en el asesinato de Concini en 1617, desterró a su madre a Blois y retiró el favor a Richelieu. Estas medidas resultaron impopulares, y además María de Médicis consiguió escapar de Blois y junto con un sector de grandes llevaron a cabo un levantamiento armado contra su hijo. La intervención de Richelieu posibilitó la firma de la paz entre ambos en agosto del mismo año. Todavía quedaba pendiente el problema protestante, Luis XIII anexionó el Bearn a Francia y restableció el catolicismo en esta comarca, se aproximó a los Habsburgo y atacó sin éxito las plazas protestantes. Éstas respondieron con una serie de alzamientos militares que afectaron al medio Garona y al alto Languedoc, obligando al rey a negociar con los protestantes y renovar el Edicto de Nantes mediante la firma del Tratado de Montpellier en octubre de 1622. Esta prueba de debilidad favorecida por la ausencia de una dirección firme en los asuntos del reino hizo que Luis XIII llamara a María de Médicis y, a instancias de ésta, a Richelieu, en calidad de Jefe del Consejo Real desde abril de 1624. La fuerte personalidad de Richelieu imprimiría un nuevo estilo a la forma de gobernar. La obra de Richelieu (reinado de Luis XIII, 1624 – 1643) Luis XIII acabó por reconocer la capacidad política de Richelieu y otorgarle su confianza, en parte porque los puntos de vista de ambos acabaron por coincidir. De hecho, se considera que el elemento básico de la nueva situación fue la estrecha colaboración entre el monarca y su valido. Dos objetivos prioritarios conformaron su programa de gobierno. En el interior, fortalecer el Estado eliminando todas las resistencias; en el exterior, conseguir una posición hegemónica, que exigía imponerse a los Habsburgo. Sin embargo, no existía al respecto un plan cuidadosamente establecido. Richelieu se revelará como un destacado oportunista que supo plegarse a las circunstancias. Inicialmente su principal preocupación se centrará en el problema hugonote (como la guerra de La Rochelle, 1627 – 1628). No sólo se trataba de acabar con la rebelión protestante, sino de asegurar a Francia el dominio de todos sus puertos y proteger y desarrollar su comercio marítimo, propósito que Inglaterra trató de impedir. Se anularon todos los privilegios de las ciudades reveladas, y se restableció el culto católico, aunque se mantuvo el reformado. Los protestantes acabaron por aceptar las condiciones del rey. Por el Edicto de Gracia de Alés (1629) el rey garantizaba la aplicación del Edicto de Nantes en lo que se refiere a la conservación de las ventajas religiosas, civiles y jurídicas, pero revocó los privilegios políticos (asambleas) y militares (plazas de seguridad). Pero el Edicto de Alés y la política antihabsburguesa de Richelieu agravaron el conflicto latente entre dos sectores de enfoques contrapuestos respecto al modo de orientar la política del reino: – El partido devoto –representado por María de Médicis (madre de Luis XIII), la reina Ana de Austria (esposa de Luis XIII y madre del futuro Luis XIV), Gastón de Orleans, el cardenal Bérulle y el ministro de justicia Michel Marillac— propugnaba acabar con el protestantismo y revocar el edicto de Nantes en el interior, apoyar a la casa de Austria en el exterior y favorecer la reforma interna en el ámbito fiscal y judicial. – El partido de los buenos franceses, sobre el que se apoyó Richelieu, abogaba por la necesidad de separar los intereses políticos y religiosos y de enfrentarse a los Austrias, aunque ello postergara las reformas en el interior. María de Médicis pretendía la destitución del cardenal, pero Luis XIII renovó su confianza en él. Confirmado en el poder, Richelieu subordinó toda la política interior a las exigencias de la lucha contra los Habsburgo en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Impuso un gobierno de guerra que exigió la centralización administrativa, el desarrollo de los medios de lucha y el control de la opinión. Así, con el propósito de garantizar en todo el reino la autoridad del rey, mantuvo las instituciones existentes pero situó en ellas a sus partidarios y las sometió a modificaciones tendentes a la centralización. Richelieu redujo el papel de los estados regionales, que en su mayoría no volvieron a ser convocados, pero se vio obligado a mantener los Estados de Borgoña, Provenza, Bretaña, Delfinado y Languedoc. Por otra parte, vigiló o trasladó a los gobernadores de provincias y aseguró sus funciones por medio de lugartenientes generales. Como el rey no podía contar con los funcionarios regios para aplicar las medidas más impopulares, muy apegados al sistema tradicional, se recurrió a los comisarios del Consejo del rey, que se establecieron permanentemente en cada provincia con el título de intendentes, personajes a los que se dio un mandato de competencia variable según los casos, generalmente justicia, financias y policía y en ocasiones ejército. Los intendentes acabaron constituyendo la pieza clave en el aparato de gobierno de la monarquía. Pero la guerra contra los Habsburgo exigía también una costosa puesta a punto del ejército y de la marina. Se enviaron intendentes a los ejércitos para asegurar el avituallamiento y el sueldo de las tropas, se aumentaron los efectivos y se aceleró la fabricación de armamento. Se dotó a la marina de una mejor administración, de mandos eficaces y de puertos equipados, capaces de albergar a las flotas. Todo ello condujo a un rápido aumento de las necesidades financieras de una Francia en guerra. El tesoro real fue sometido a una gran presión que repercutió inmediatamente en el incremento de la fiscalidad, con el aumento sustancial de todo tipo de impuestos, el establecimiento de otros nuevos y la supresión de las exenciones de algunas ciudades y corporaciones. Este aumento de retribuciones recayó sobre los franceses en un momento en que su capacidad económica había disminuido por la confluencia de la recesión del XVII y de las mortalités (conjunción de calamidades provocada por las malas cosechas, epidemias, plagas, alta tasa de mortalidad). Richelieu canalizó la opinión pública manteniendo a su alrededor un gabinete de propaganda en el que libelistas la preparaban ante sus decisiones. Una publicación semanal, la Gazeta, presentaba las noticias de manera favorable. Asimismo se rodeó de escritores y propuso a los hombres de letras reunirse bajo su protección. Nació así la Academia que, compuesta de cuarenta miembros, que se convirtió en un eficaz instrumento en manos del cardenal. Este régimen de guerra impuesto por Richelieu no tardó en suscitar vivas resistencias entre diferentes sectores. La oposición partió de los grandes y de la Corte: Miembros familia Real: resultan incesantes las intrigas promovidas por los miembros de la familia real –en particular por María de Médicis y Gastón de Orleans, madre y hermano del rey respectivamente— que no dudaron en buscar apoyo entre los enemigos de Francia. Aunque el reino de Francia no tenía una constitución escrita sí existía una consuetudinaria, recogida en edictos reales registrados en los parlamentos y de determinados hábitos y costumbres, que conformaban las denominadas Leyes Fundamentales del Reino. Los príncipes consideraban que éstas habían sido violadas por el rey y que sus conspiraciones eran legítimas porque suponían un intento de restablecer la Constitución consuetudinaria. Clero: el descontento se hizo también perceptible entre algunos miembros del clero. Richelieu, como cardenal, vio con satisfacción los progresos de la reforma católica pero, como galicano, desconfiaba de los ultramontanos y, como primer ministro, desaprobaba las polémicas religiosas que podían producir disturbios. Por lo demás, obligó a las Asambleas del clero a entregar al rey donativos, hecho que provocó la reacción de varios prelados, desterrados por defender la inmunidad de los bienes de la Iglesia. Los parlamentos: mostraron su disconformidad ante la pretensión del rey y su ministro al reducir sus derechos de registro y de rechazo de los edictos reales, del desplazamiento de intendentes a provincias y, sobre todo, de la promulgación del edicto de 1641 que regulaba los derechos y deberes de los parlamentos. Capas populares: agobiadas por la miseria y el incremento de la presión fiscal, recurrieron a las revueltas para expresar su descontento. Fueron apoyadas a menudo por burgueses, señores y nobles togados, adquiriendo un carácter endémico tras una gran peste y dos malas cosechas. Los mismos acontecimientos se reproducen en todas partes: grupos armados dirigen su furia contra los comisarios, agentes y arrendadores de impuestos, a los que maltratan y a veces dan muerte. La consigna es frecuentemente ¡Viva el rey sin la gabela! A menudo se produce la conjunción del descontento de campesinos, ciudadanos y funcionarios. Pero normalmente el ejército puede restablecer el orden rápidamente. Aunque estos múltiples movimientos no llegaron a amenazar seriamente al gobierno por carecer de cohesión y de un verdadero programa, constituyen una manifestación evidente de la profunda resistencia hacia la obra de Richelieu. Por ello, su muerte, acaecida el 4 de diciembre de 1642, fue acogida con muestras de alivio. Sin embargo, Luis XIII se mantuvo fiel a su política. Ya moribundo, el monarca instituyó un Consejo de regencia integrado por la reina Ana, Gastón de Orleans, el príncipe Condé, Mazarino, el canciller Seguier y dos ministros de Estado. Su fallecimiento el 14 de mayo de 1643 puso fin a su reinado. Cinco días más tarde, la victoria de Rocroi aportó a la política de Richelieu un reconocimiento póstumo, pero la guerra continuaba y el país estaba agotado. Mazarino y la Fronda (1648-1652) A la muerte de Luis XIII, la corona recayó en Luis XIV (1643 – 1715), que apenas contaba con cuatro años de edad. Ana de Austria (madre de Luis XIV) consiguió del Parlamento la anulación del testamento de aquél con el fin de prescindir del Consejo de Regencia. Con ello, implícitamente, devolvió una función política al Parlamento. Por lo demás, la continuidad quedó asegurada en cuanto al personal del gobierno. La reina Ana depositó su confianza como primer ministro en Mazarino, heredero del pensamiento de Richelieu y más interesado por la política exterior frente a los acontecimientos internos del reino. La dirección de la justicia fue asumida por el canciller Seguier casi sin interrupción. La prosecución de la guerra exterior y el desastre financiero constituyeron una pesada herencia para Mazarino, que, además, apenas incorporado al poder tuvo que afrontar la primera conspiración nobiliaria, la Cábala de los Importantes protagonizada por la camarilla de la reina que intentó conseguir sin éxito su destitución, reportando a sus autores detenciones y exilios. Los diferentes descontentos se agravaron ante las medidas financieras de Mazarino y del superintendente Particelli, con gran indignación del Parlamento. En abril de 1648 el anuncio de la retención de salarios, realizada en detrimento de los consejeros de los tribunales soberanos, provocó la ira de las gentes de toga e hizo que el gobierno perdiera el escaso respaldo que aún le quedaba. Tales medidas contribuyeron a incrementar el descontento general cuya manifestación violenta se plasmaría en el moviento denominado la Fronda. La Fronda (1648 – 1653) El conjunto de contradictorios movimientos que conforman la Fronda ha sido objeto de interpretaciones diversas por los diversos historiadores (Bossuet, Voltaire, Montesquieu, etc) de diversas maneras: una gran revolución, un alzamiento provocado por la ambición de algunos señores, un movimiento burgués constitucional, un levantamiento popular, etc. En todo caso, más preciso que hablar de la Fronda es referirse a las Frondas, puesto que en su desarrollo pueden distinguirse varios movimientos diferentes. 1. Su primera etapa suele denominarse Fronda parlamentaria (1648 – 1649). Surgió como reacción a la disposición de Mazarino de que los tribunales soberanos, salvo los Parlamentos, compensaran con la cesión de cuatro años de sueldo la renovación de la paulette (privilegio concedido por la Corona en 1604 por nueve años, que permitía a los que ocupaban cargos hacerlos hereditarios mediante el pago de una prima anual). Ultrajados por esta propuesta y por la amenaza de la regente de retirar el privilegio, los tres tribunales supremos de París, con los que se solidarizaron los parlamentos parisienses, resolvieron actuar asociados en defensa de sus intereses, uniéndose en una asamblea especial en la Cámara de San Luis. Pese a la prohibición de la regente, la Cámara de San Luis permaneció reunida durante cuatro semanas y redactó una carta con los artículos (27) que suponían una extensa reforma fiscal y política, y que pretendía colocar la Monarquía bajo el control de los procuradores. Siguiendo los consejos de Mazarino, la regente pareció ceder, ratificándose la mayoría de los artículos. Pero unas semanas más tarde, la regente dio un golpe de fuerza que terminará con la resistencia del Parlamento, siendo detenidos dos de los más representativos y respetados jueces de París. La detención provocó la insurrección de París, acompañada del levantamiento de barricadas, principalmente en torno al Palacio Real, residencia de la reina, obligando a la Corte a trasladarse a Rueil. La regente y el ministro habían decidido finalmente rendirse a los tribunales supremos, a la espera de tener una posición que permitiera eliminar a los súbditos rebeldes de la Monarquía. Se aceptaba todo el programa de la Cámara de San Luis: supresión de los intendentes; la reducción de la talla y de los impuestos indirectos; el restablecimiento de los salarios de los oficiales; la prohibición de nuevos edictos fiscales; abolición de los cargos recientemente creados y la provisión de que ningún miembro de los tribunales supremos u otra persona fuera encarcelada por orden real durante más de un día sin un proceso legal apropiado. Asimismo, el Parlamento de París, mediante su derecho de revisión judicial, afirmó su autoridad para controlar y restringir las decisiones de la Corona en nombre de la ley, erigiéndose en un árbitro constitucional independiente entre el rey y los súbditos. Ello suponía un desafío a los principios de la Monarquía absoluta. Aunque la Cámara de San Luis no se enfrentó en términos políticos a la soberanía real absoluta, se dejaba entrever que su objetivo era desmantelar el absolutismo. Sin embargo, este acuerdo fue una simple tregua. La regente no pretendía mantener su pacto con el Parlamento. Ordenó el exilio del Parlamento por su comportamiento rebelde. Ante su rechazo, tropas reales mandadas por el príncipe de Condé pusieron sitio a París para reducirle a la obediencia. Los jueces organizaron la defensa de la capital, dirigiendo la recaudación y el reclutamiento y supervisando una coalición de las autoridades públicas de la ciudad. Fueron apoyados por el pueblo, en rebeldía por agravios políticos, fiscales y económicos y contra el primer ministro. Durante las diez semanas de asedio de París, el ejército real intentó que la ciudad llegara a la sumisión por inanición mediante el corte de suministros. Pero es importante señalar que durante este período surgieron disensiones entre los partidarios de la Fronda. Los parlamentarios se asustaron, no sólo del egoísmo de los grandes señores y del deseo de algunos de ellos de recurrir a España, sino también de la agitación de los ambientes populares. Por ello, después de algunas escaramuzas decidieron pactar con la regente. Por la paz de Rueil (1649) fueron confirmadas las reformas de 1648, se garantizó a todos la amnistía y Mazarino permaneció como primer ministro. Se trataba de una victoria limitada para el Parlamento y sus objetivos, que dejó una situación inestable en la que se mantuvo el descontento contra el gobierno de Mazarino. La paz de Rueil fue sólo un respiro, pues los grandes frondistas no se mostraron satisfechos con el acuerdo y mantuvieron su disconformidad hacia el régimen de la regencia. 2. la segunda Fronda o Fronda de los Príncipes (todo 1650) fue provocada por la actitud de Condé, que aprovechando sus victorias pretendió reemplazar a Mazarino. Pero ante sus insaciables ambiciones, Ana de Austria y su ministro decidieron encarcelarle, junto a su hermano y su cuñado. Este golpe precipitó una nueva crisis y la reanudación de la guerra civil. La familia, los amigos y los aliados de Condé apelaron al Parlamento de París para que lograra la liberación de los tres príncipes, incitara la revuelta en las provincias y solicitara la intervención española. Los grandes de la primera Fronda se unieron con los partidarios de Condé contra Mazarino. La posición de este último llegó a hacerse insostenible de forma que ordenó la liberación de los príncipes y abandonó Francia. Después de esto, Condé pensó que dominaría la política, pero ello resultaba inaceptable para Ana de Austria, quien para fortalecer la posición real, en septiembre declaró la mayoría de edad de Luis XIV, finalizando así la regencia. Por su parte, los frondistas se mostraron incapaces de entenderse y justo cuando se proclamaba la mayoría de edad del rey, Condé abandonó la capital. 3. Su marcha desencadenó la última fase de la Fronda, la llamada Fronda de Condé (septiembre 1651 – agosto 1653). En realidad no se trataba de un frente unido sino de una suma de descontentos contra Mazarino, que tomaron por bandera el nombre del príncipe. La guerra civil de 1651 – 1652 enfrentó a los ejércitos reales y a los de Condé y sus aliados en escaramuzas dispersas por las provincias. A finales de 1651, la reina madre y el rey abandonaron París. Mazarino se unió a ellos meses más tarde. El principal objetivo de la reina y del ministro era entrar de nuevo en la capital triunfantes. A pesar de algunos éxitos, la posición de los príncipes frondistas se fue deteriorando gradualmente. Fueron desplazados desde sus plazas fuertes en el sur y en el oeste. En las provincias centrales la lucha se volvió contra ellos y Normandía fue neutralizada. Hacia la primavera de 1652 la guerra civil se circunscribió a la región de los alrededores de París. Condé abandonó su ejército y se aproximó a la capital con la esperanza de ganarla para su causa, consiguiendo su control temporal. Pero esta insurrección careció de organización, ideología y base social distintiva. La Fronda fue decayendo rápidamente. El rey ordenó el traslado del Parlamento de París a Pontoise. Muchos jueces obedecieron y formaron un cuerpo rival. Los demás tribunales suspendieron sus sesiones. Como acto de conciliación, el rey cesó a Mazarino. Ello hizo desaparecer el último obstáculo para la paz. Condé huyó a los Países Bajos españoles y el 21 de octubre Luis XIV y Ana de Austria entraron en una derrotada París. Casi cuatro meses más tarde (1653), llamaron a Mazarino, quien reasumió su cargo de primer ministro de la Corona. Con el fracaso de la Fronda, sus reformas fueron eliminadas rápidamente. Al día siguiente de la entrada del rey en la capital, una declaración real prohibía al Parlamento de París interferir en los asuntos de Estado y en materia financiera. Además, la legislación real o la indiferencia acabaron anulando las reformas de 1648, los intendentes fueron reinstaurados en las provincias, el Parlamento ya no podía jugar un papel político o intentar controlar la Corona, y el cardenal Mazarino continuó siendo primer ministro hasta 1661. Por ello puede afirmarse que la Fronda fue un fracaso. Como causas del mismo se han aducido: 1. la carencia de unidad, los oficiales de toga mantenían demasiadas rivalidades como para sostener una larga lucha común, 2. el Parlamento de París rechazó aliarse con los parlamentos provinciales y los jueces manifestaron idéntica actitud con los grandes y los príncipes, por lo que la Monarquía nunca tuvo que luchar con un frente único; 3. la debilidad de liderazgo al carecer de estrategas y hombres de estado sobresalientes; 4. la insuficiencia e indecisión ideológica, incapaz de ofrecer una alternativa al absolutismo. 5. El gobierno personal de Luis XIV (política interior) Con la muerte del Cardenal Mazarino en 1661 comenzó el gobierno personal de Luis XIV. Reinó durante 72 años, más que cualquier otro gobernante europeo moderno, y durante 54 controló personalmente el gobierno de Francia. Ha sido considerado el máximo exponente del absolutismo práctico. Pocas horas después de la muerte de Mazarino, Luis XIV dejó claro que a partir de entonces gobernaría sin primer ministro. ADMINISTRACIÓN: las tensiones internacionales habían remitido, la oposición había sido acallada al finalizar la Fronda y el fortalecimiento institucional del Estado estaba en franca progresión por la obra precedente de Richelieu y Mazarino. Esta posición no significaba, sin embargo, que renunciara a sus consejeros. De hecho, mantuvo en su puesto a los principales colaboradores de Mazarino con excepción de Fouquet. Este último, desde el cargo de superintendente de finanzas, parecía estar destinado en principio a suceder al Cardenal. Pero en 1661, por orden de Luis XIV, fue arrestado y destituido bajo la acusación de corrupción y malversación de caudales públicos, siendo finalmente condenado a cadena perpetua. Era el simbólico comienzo de un nuevo estilo de gobierno. La necesidad de mayor efectividad y eficiencia en el gobierno aceleró la formación de un aparato administrativo estatal dependiente exclusivamente del Monarca. El antiguo Consejo del Rey se había dividido durante 1661 en varios Consejos especializados (Superior, de Despachos, de Hacienda y de Estado). Ninguno de los colaboradores del rey situados en la cima del orden burocrático procedía de la familia real, el alto clero o la rancia nobleza. Casi todos ellos se habían ennoblecido recientemente y debían su posición y su fortuna al monarca. El núcleo de gobierno estaba representado por los cuatro secretarios de Estado, ocupados respectivamente de Asuntos Exteriores, Marina, Guerra y Casa Real, más el inspector general de Finanzas. Los dos colaboradores más destacados de la primera mitad del reinado fueron Jean – Baptiste Colbert y François – Michel Le Tellier, Marqués de Louvois. Colbert, desde su intendencia de Hacienda, desenmascaró las prácticas de Fouquet y durante más de veinte años se dedicó en cuerpo y alma al servicio del rey y del estado. Asumió prácticamente toda la administración del reino salvo los asuntos militares y exteriores, y consiguió encumbrar a su familia a las más altas cotas sociales y económicas de Francia. Por su parte, el Marqués de Louvois se convirtió en el verdadero jefe del departamento de Guerra. Su personalidad contribuyó a dar a la política francesa un carácter agresivo y dominante. La rivalidad entre ambos ministros era evidente, y ese juego controlado por Luis XIV se mantuvo a lo largo de sus respectivos períodos de influencia. Para conseguir implantar las decisiones del rey y sus ministros en las provincias, la administración central debía contar con funcionarios eficientes que las hicieran cumplir: esta tarea fue encomendada a los intendentes, que aunque habían cumplido tareas importantes en los gobiernos de Richelieu y sobre todo de Mazarino, con Luis XIV y Colbert fueron destacados en todas y cada una de las provincias con carácter permanente. Estos funcionarios se convirtieron en los grandes instrumentos del fortalecimiento de la autoridad monárquica. Sus competencias se resumen en el título completo de su oficio: intendentes de justicia, policía y finanzas. Esta monarquía con pretensiones fuertemente centralizadoras se superpuso a la estructura social y a las instituciones políticas ya existentes privándolas de gran parte del poder, pero no las destruyó. Los Estados Generales no volvieron a convocarse, aunque no fueron abolidos. Los parlements, los gobernadores de provincia, los gobiernos municipales y los estados provinciales experimentaron la merma gradual de su poder efectivo, sin embargo, tampoco desaparecieron. RELIGIÓN: la concepción absolutista del poder puesta en práctica por Luis XIV le hacía contemplar los asuntos religiosos como factores de comportamiento autónomo o semiautónomo que podían obstaculizar el pleno despliegue de la autoridad real. Sus problemas en este terreno fueron fundamentalmente tres: la pugna por el fortalecimiento de una iglesia nacional, la cuestión jansenista y el conflicto con la minoría protestante hugonote. Las relaciones entre la Corona francesa, la Iglesia católica y el papa fueron a veces extremadamente dificultosas, aunque Luis XIV contaba con un instrumento de gran eficacia para conjurar las interferencias papales en los asuntos de la iglesia de Francia, las llamadas libertades galicanas. Su origen databa de la Alta Edad Media y permitían a la iglesia francesa gozar de cierta independencia frente a la autoridad papal. Se reconocía que los obispos de algunas diócesis podían ser nombrados por el rey siempre que después el papa les concediera la investidura espiritual. Este hecho aseguraba al monarca un alto clero obediente en el que poder apoyarse incluso frente a Roma. Los disidentes de estas teorías fueron, sobre todo, los jesuitas y las órdenes mendicantes, que asociaban el galicanismo al absolutismo monárquico y por el contrario defendían que el papa era la fuente de toda autoridad dentro de la Iglesia. El principal conflicto derivado de estas tensiones fue la orden unilateral de Luis XIV, materializada por sugerencia de Colbert, de extender a todo el territorio francés el llamado derecho de Regalía contemplado en este acuerdo, donde el rey podía recibir y administrar los ingresos de ciertas diócesis francesas a la muerte del obispo hasta que su sucesor prestara juramento de fidelidad al monarca. Aunque Luis XIV carecía de justificación legal para tomar esta decisión, la mayoría de los obispos cumplieron con los requerimientos. A pesar de ello Luis XIV mantuvo durante tres décadas una pugna con el papa Inocencio XI, que sólo se solucionó en parte tras la muerte de éste y el acuerdo con Inocencio XII. La unidad confesional era para los monarcas absolutos, y en especial para Luis XIV, un requisito necesario para el fortalecimiento del Estado. Este principio convertía al edicto de Nantes (1598) y al edicto de Alés (1629), que garantizaban la armonía política y religiosa entre católicos y protestantes, en un compromiso necesariamente provisional. El rey aceptó la situación heredada esperando, quizás, una conversión gradual. Se hicieron esfuerzos premeditados para suprimir el culto protestante en privado y excluir a los protestantes de ciertas profesiones. Posiblemente, entre una de las causas esté en el deseo de demostrar al papa, tras los importantes enfrentamientos mantenidos con él, y a los países que adoptaron la Reforma, con los que estaba en guerra, que la fe del monarca era tan sólida como para expulsar a los protestantes de Francia y así fortalecer la imagen de Rey Cristianísimo, que quedó inmortalizada en el anverso de las medallas conmemorativas acuñadas tras la revocación. Finalmente, en octubre de 1685, Luis XIV revocó completamente el edicto de Nantes con la emisión de otro, el de Fontainebleau. Los templos hugonotes debían ser destruidos, los pastores expulsados del reino. El resto de fieles debían convertirse al catolicismo y se les prohibía emigrar. El Edicto de Fontainebleau suscitó en los países protestantes un gran rechazo. ECONOMÍA: el problema básico a resolver era la financiación suficiente de la propia monarquía en todas sus facetas, y a este primordial objetivo se orientó la “política económica” desarrollada durante el reinado. Ésta estuvo en manos de Colbert hasta su muerte (1683). Las reformas fiscales, la reglamentación manufacturera y el fomento comercial inspirados en teorías mercantilistas fueron sus principales objetivos. La creación de una administración fiscal estatal mejoraba la recaudación tributaria en la que los intendentes eran la pieza clave. Pero los gastos son cada vez más fuertes y están ocasionados por la política agresiva del rey en Europa, la construcción de Versalles y el mantenimiento de la corte. Luis XIV aumentó los pagos al contado haciendo ilusorios los presupuestos diseñados por Colbert. La presión fiscal aumentó y el recurso a los “medios extraordinarios” tales como ventas de cargos, préstamos de particulares, enajenaciones de patrimonio real y, finalmente, el recurso al “Arrendamiento General” para la recaudación de impuestos a partir de 1680, se generalizaron. La teoría y la práctica de la política económica absolutista han hallado una designación general bajo el concepto de mercantilismo, denominación acuñada con cierto desdén por los fisiócratas. El objetivo de las prácticas mercantilistas era crear un país próspero que asegurara la grandeza del rey. Sus teóricos recomendaban el fomento del comercio mediante ayudas estatales, la transformación de las materias primas en el propio país, la exportación de los productos acabados y la protección del propio espacio productivo mediante derechos de aduanas y otras restricciones a la importación. Éste fue el sustrato de toda la política de Colbert, que no “descubrió” la doctrina pero la impuso con esfuerzo sistemático y relativo éxito. Se obtuvieron algunos resultados, modestos si los comparamos con los planes de inicio. Pese al fracaso de las compañías comerciales privilegiadas y a la forzosa retirada de los aranceles tras la paz de Nimega, consiguió aumentar el alcance la industria francesa y la calidad de sus productos. Mejoró las comunicaciones interiores y la marina mercante prácticamente duplicó su tonelaje en dos décadas. A pesar de que se produjeron grandes retrocesos económicos tras la desaparición de Colbert (1683), los proyectos del más importante colaborador de Luis XIV sirvieron a la posteridad ya que muchos de ellos se consumaron en el XVIII. REFORMA MILITAR: el casi continuo estado de guerra en Europa fue para muchos soberanos la excusa para perpetuar un ejército permanentemente en armas, que al mismo tiempo se constituía en instrumento de poder dispuesto a intervenir en política exterior e interior. Instrumento para la gloria del rey, el ejército francés fue además modernizado a fondo. Desde la adopción de nuevas técnicas bélicas hasta la instauración sistemática de organismos para el suministro de soldadas, aprovisionamientos, armamento especializado (industria de St. Étienne) y uniformización de los soldados. El maestro de Luis XIV en materia militar fue Turenne, nombrado mariscal – general –título de nuevo cuño que le ponía a la cabeza de toda la maquinaria militar. Más de la mitad de los presupuestos anuales de la monarquía se destinaban al ejército. Pero el rasgo más destacable de toda la reforma fue el sometimiento sin condiciones de los jefes militares a la autoridad de la corona, sin autonomía y libre de toda influencia no monárquica. La reforma del ejército fue uno de los ejemplos más evidentes del carácter innovador del reinado de Luis XIV. POLITICA DE CORTE. VERSALLES: Luis XIV no inventó la Corte, pero lo novedoso en el caso de la que nos ocupa fue la función política que comenzó a cumplir, destinada en último extremo a fortalecer la autoridad real. La Corte debía proporcionar un marco espléndido y brillante al rey y a su familia, no sólo para satisfacer la vanidad real, sino para dar expresión y fuerza a determinadas expectativas y pretensiones. Cada faceta de la rutina diaria de Luis XIV se realizaba ante la atenta mirada de los cortesanos que daban “culto” a su persona. Desde que se levantaba (el lever) hasta que se acostaba (el coucher), todo era una ceremonia pública, y los “espectadores” adquirían prestigio exteriorizando su posición en la sociedad cortesana cada vez que intervenían como “público” en cada una de ellas. Las representaciones teatrales, fiestas y bailes en los que el rey participaba personalmente encarnando personajes que emanaban gloria y poder –Marte, Apolo, Alejandro Magno, etc.— no tenían sólo como objetivo fundamental entretener a la corte, sino adoctrinarla con símbolos e imágenes continuas que publicitaban la grandeza del monarca. En el mismo sentido deben interpretarse la restauración y ampliación de los palacios reales incluyendo el Louvre en París y Fontainebleau en el Loire, y sobre todo la magnífica construcción de Versalles, a partir de un pabellón de caza relativamente modesto construido por Luis XIII. Su construcción en pleno campo mostró al resto del mundo que los reyes franceses, tras los disturbios de la Fronda, no temían residir fuera de los muros de la capital. Versalles ayudó a confirmar la recuperación de la autoridad monárquica y allí se trasladó la Corte en 1682. Los gastos de construcción y mantenimiento supusieron un promedio del 11 % del presupuesto anual. El complejo de instalaciones para óperas, invernaderos, palacios de placer, etc., reflejaban de algún modo el estado de su poder político. La Corte sirvió para atraer al entorno inmediato del rey, a la nobleza tanto de espada como de toga. Su presencia continuada ante el monarca era el único modo de que obtuvieran honores y prestigio. La llamada domesticación de la nobleza se consuma por este sistema articulando una sociedad cortesana que sólo pudo engendrarse y concebirse en la especial constelación del absolutismo. La corte del Rey Sol y el modelo de gobierno francés influyeron como modelo y ejemplo para amplias zonas del continente. De aquella fascinación no escaparon ni los modos de vestir ni ciertas costumbres. El francés pasó a ser, desde el último tercio del siglo, una lengua universal en la que se comunicaban las elites europeas. El modo francés de representar la soberanía en un sentido amplio, fue el más admirado por los estados vecinos. La arquitectura, la escultura, la pintura, los diversos géneros literarios, la música, las inscripciones, los medallones, o el más modesto grabado que recogía algún suceso del gobierno de Luis XIV, por nimio que fuera, no sólo reflejaban una autorepresentación del absolutismo sino que eran elementos constitutivos de una política cultural sistemática, que ponía a la misma altura la realidad del predominio cultural y la hegemonía política. En las manifestaciones artísticas, el clasicismo francés impuso sus reglas fijas y sus principios de ordenación. Desde la arquitectura de Le Brun y Blondel hasta las obras teatrales de Molière, Racine y Corneille, el ideal del “estilo Luis XIV” dejó su huella. Tema 4.- Las revoluciones inglesas El acceso al trono de Jacobo I (Jacobo VI de Escocia, Estuardo) En 1603, Isabel I de Inglaterra murió sin descendencia y con ella se extinguió la dinastía Tudor, naciendo la Monarquía británica. La longevidad de Isabel I Tudor permitió que pudiera prepararse sin urgencias la sucesión al trono inglés. El nuevo rey iba a ser Jacobo VI de Escocia, de la casa Estuardo. Descendiente de la hermana mayor de Enrique VIII, fue proclamado rey de Inglaterra el mismo día de la muerte de Isabel. Como rey de Escocia, Inglaterra e Irlanda, Jacobo tomó en 1604 el título de “rey de la Gran Bretaña”. Pero estos reinos mostraban marcadas diferencias entre sí. Escocia era un país poco desarrollado. Su población estaba distribuida en dos zonas bien diferenciadas: las Highlands, zona montañosa dominada por un centenar de clanes, y las áreas bajas, más evolucionadas. El comercio exterior escocés se desarrollaba ante todo con el Báltico y los Países Bajos, mientras que los intercambios con Inglaterra figuraban sólo en el cuarto lugar. Sus relaciones internacionales estaban orientadas hacia el continente, especialmente hacia Francia. La consolidación de la autoridad monárquica era escasa, aunque desde que alcanzó la mayoría de edad, Jacobo VI había ido afirmando el papel de la corona. Jacobo era un político hábil, muy eficaz en establecer relaciones personales fluidas con los jefes de los clanes y con el Parlamento. Menos fáciles fueron sus relaciones con la iglesia reformada escocesa, presbiteriana; sus dos rasgos principales eran su intenso calvinismo y su militante defensa de la autonomía respecto a la corona. Jacobo intentó fomentar la autoridad episcopal, pero finalmente siempre logró ser el centro de un juego de equilibrios sustentado en su trato personal. La población inglesa se hallaba en fase de crecimiento, con una notable movilidad social. El comercio interior y exterior gozaba de un notable dinamismo y las crisis de subsistencia no revistieron especial gravedad salvo en contadas ocasiones que, además, no provocaron revueltas campesinas. La sociedad inglesa era bastante estable. Desde el punto de vista legal, Inglaterra era un estado notablemente unitario e Isabel I dejaba un legado equilibrado en cuanto a las relaciones entre la corona y el Parlamento, entre la prerrogativa regia y la common law. En el terreno religioso Isabel había promovido la iglesia anglicana de base amplia. La minoría católica se había acomodado a un perfil público bajo y la minoría puritana, mucho más visible, no había llegado a significarse como disidencia política. Dentro de Inglaterra estaba el Principado de Gales, de lengua gaélica. Aunque conquistado por Inglaterra en el s. XIII, Gales no fue legalmente anexionado a ella hasta las “Actas de Unión” de 1536 y 1543, y a partir de entonces su clase dirigente se fue integrando con facilidad en el conjunto superior inglés. La situación en la católica en Irlanda era muy distinta. El dominio inglés en buena parte de la isla arrancaba de los siglos bajomedievales, pero Enrique VIII y el Parlamento irlandés crearon el reino de Irlanda y lo declararon unido al de Inglaterra. Las relaciones institucionales entre ambos eran complejas y Londres ejercía su control a través del Consejo Real irlandés y el Lord Lugarteniente. Pero lo más característico del dominio inglés era la colonización mediante el sistema de plantaciones; las primeras capas de colonos bajomedievales, llamados Old english, acabaron cohesionándose con los grupos dirigentes autóctonos y optaron mayoritariamente por el catolicismo. En cambio, las sucesivas oleadas de New english llegadas a partir de 1540 mostraron una actitud desdeñosa e incluso hostil hacia la comunidad isleña. Si el idioma inglés y la religión anglicana permitían mantener unas diferencias siempre vivas, las confiscaciones de tierras fueron el instrumento para establecer un sometimiento rigurosamente colonial. La larga rebelión del noble irlandés Tyrone fue la expresión del descontento por esta situación, al tiempo que dio alas a los sentimientos xenófobos ingleses. Así pues, el título de “rey de la Gran Bretaña” significaba reinar simultáneamente sobre tres reinos muy distintos entre sí. Jacobo proclamó su propósito de que la unión dinástica entre Escocia e Inglaterra fuera “perfeccionada”. En aquella época una aspiración cada vez más intensa entre los reyes de las monarquías compuestas era alcanzar su unificación, según la expresión “un rey, una ley, una fe”. Jacobo VI encarnó este espíritu y, a tal efecto, propugnó la abolición de aduanas entre ambos reinos y adoptó otras medidas de aproximación; pero sus planes despertaron recelos económicos y legales en ambos reinos, sobre todo en Inglaterra. Jacobo, fiel a su estilo pragmático, aceptó que el proceso fuera sólo gradual. Este gradualismo se plasmó en la nueva bandera de la unión, que combinaba la cruz inglesa de San Jorge con la escocesa de San Andrés. Jacobo era una persona de talante espontáneo y coloquial, a menudo informal en exceso; esto le permitió sortear muchas dificultades de gobierno. En Londres fomentó una vida palaciega activa y desenfadada. Su nuevo talante le ganó apoyos, pero también recibió críticas por la amoralidad y la irresponsabilidad en el gasto de su corte, críticas procedentes sobre todo de los círculos puritanos. La situación internacional favorecía este desenfado: se vivían los años de la Pax Hispanica: en 1604, arguyendo que como rey de Escocia no tenía hostilidades con España, Jacobo firmó la paz con Felipe III. La pacificación internacional, completada con la Tregua de los Doce Años hispanoholandesa, supuso un alivio para las arcas reales. Jacobo heredó de Isabel I una enorme deuda real, y el gasto de su casa era una caga adicional. Además la inflación había ido carcomiendo los rendimientos de los impuestos reales. Ante el carácter disperso, limitado y discutido de las percepciones reales, promovió un cambio estructural que iba a sustituirlas por una suma anual fija, conocido como el “Gran Contrato”, pero fue bloqueado en el Parlamento donde en su lugar se recaudó un préstamo forzoso. Además, Jacobo se lanzó en una carrera de venta de títulos, en particular el de baronet, creado ex profeso para este fin. Pese a que la situación financiera no estaba resuelta, el Parlamento inglés no volvió a ser convocado hasta 1621: era un indicio de que, en tiempos de paz, su aportación fiscal era menos imprescindible y de que los reyes intentaban obtener ingresos extraparlamentarios para no tener que depender excesivamente de sus asambleas representativas. En 1621, el panorama interno y el internacional habían cambiado drásticamente. En la esfera doméstica, la principal figura era el valido George Villiers, que llegó a tener un enorme poder político y de patronazgo, hasta ser nombrado Duque de Bukingham. En el panorama internacional, la victoria católica en la batalla de Montaña Blanca (1620) había puesto fin al efímero reinado del yerno de Jacobo, Federico del Palatinado, como rey de Bohemia. Y la reanudación de las hostilidades hispanoholandesas aumentó la sensibilización inglesa ante lo que parecía una nueva ofensiva del Catolicismo internacional. En estas circunstancias, el Parlamento de 1621 resultó muy agitado. Redactaron una Protestation en defensa de la libertad de expresión en sus reuniones. Jacobo ordenó detener a varios miembros de los Comunes, entre ellos a Edward Coke, máxima autoridad en common law, y al puritano John Pym. El recelo puritano hacia Jacobo iba en aumento. Inicialmente los puritanos albergaban grandes esperanzas acerca del nuevo rey, dada su formación presbiteriana. El rey se mostró receptivo a las propuestas de los dirigentes reformados, pero también consciente de la importancia de la jerarquía episcopal para fortalecer la autoridad monárquica. El fallido Complot de la Pólvora, con el que un grupo de radicales católicos pretendió volar el Parlamento en 1605 durante una sesión a la que iban a acudir el rey y sus principales ministros acercó a anglicanos y puritanos. Se dictaron multas e inhabilitaciones para los católicos recursantes, pero no fueron aplicadas con pleno rigor, por lo que los puritanos no dejaron de encontrar razones para sus reservas. A ello se añadieron el desenfreno cortesano, la presencia de Buckingham y cierta aproximación pro-española del rey, factores que imprimieron un creciente sentido político, de oposición, al tópico de la oposición entre corte y aldea, la primera aparecía como un foco corrupto y extranjerizante y el segundo como la reserva de las auténticas virtudes nacionales. En este trasfondo tuvo lugar el llamado “enlace español”. El príncipe de Gales, Carlos, viajó a Madrid acompañado por Buckingham para preparar su casamiento con la hermana del nuevo rey, Felipe IV, la infanta María. La expedición resultó un rotundo fracaso y regresaron a Londres, donde estalló el júbilo popular. Carlos y Buckingham se alinearon entonces con el sector anti-habsburgo y Jacobo se inclinó por una alianza con Francia. Jacobo falleció en 1625, dejando una monarquía en paz y con un grado de cohesión política nada desdeñable. Las tendencia absolutistas de los primeros Estuardo y sus conflictos con el Parlamento El nuevo rey, Carlos I, llamado a la sucesión tras la muerte por tifus de su hermano mayor, el príncipe Enrique, tenía una personalidad diametralmente opuesta a la de su padre: era un hombre inseguro, retraído, frío y desconfiado. Como compensación a ese carácter, tenía un elevadísimo sentido de la dignidad que le hacía mantener las distancias con todo el mundo, restringiendo severamente el acceso a su real persona. Sin embargo, mantuvo a Buckingham a su lado. Poco después de su acceso al trono, Carlos I casó con la hija de Luis XIII. En sus primeros Parlamentos volvieron a plantearse las cuestiones polémicas. Ante la inminencia de la guerra con España, el Parlamento de 1625 otorgó dos de los impuestos que más rendían por un periodo de un año, cuando anteriormente se habían concedido a cada rey con carácter vitalicio. Carlos disolvió el Parlamento y, siguiendo el tipo de campañas navales que tanto éxito había reportado a Isabel I, lanzó un ataque contra Cádiz en 1625. La expedición fue un fracaso sin paliativos. El segundo Parlamento, reunido en 1626, votó unos subsidios claramente insuficientes para las necesidades de la Corona, que recurrió a fórmulas extraparlamentarias: un donativo voluntario y un préstamo forzoso. El rendimiento de este préstamo fue un éxito, pero el coste político resultaría alto para Carlos. El importe del préstamo permitió a Carlos lanzarse a otra guerra, esta vez contra Francia. El motivo era auxiliar a la ciudad de La Rochelle, bastión hugonote asediado por el monarca francés. En 1627 Buckingham dirigió el primer cuerpo expedicionario y obtuvo otro fracaso. La situación era grave. Un sector de la clase política veía con alarma creciente los avances del arminianismo en Inglaterra. Los arminianos ingleses no sólo cuestionaban la predestinación, sino que hablaban de “la belleza de lo sagrado” y eran partidarios de reintroducir en las iglesias y en los servicios algunos elementos litúrgicos. En realidad, Carlos siempre se consideró un devoto miembro de la Iglesia de Inglaterra, pero su gusto por la formalidad y la ceremonia y su política de nombramientos eclesiásticos le granjearon antipatías. Su conducta le hizo aparecer alineado y comprometido con alguna de las facciones, en lugar de esforzarse en que se le reconociera como árbitro de todas ellas. Esta actitud le llevó a mantener a Buckingham en su cargo, ignorando los recelos que despertaba. Con objeto de recabar dinero para una nueva expedición a La Rochelle, convocó un nuevo Parlamento en 1628. Obtuvo varios subsidios, pero como contrapartida tuvo que aceptar la Petición de Derechos que le presentaron los Comunes, que fijaba con claridad algunos principios que se solían aceptar de modo tácito: declaraba ilegales los impuestos que no contaran con el consentimiento del Parlamento, el encarcelamiento sin juicio previo, los alojamientos militares en casas de civiles sin su aprobación y la aplicación del derecho militar a los civiles. La voluntad de fijar estos principios mostraba la poca confianza que Carlos inspiraba a los parlamentarios. La segunda expedición a La Rochelle cosechó un nuevo fracaso; y mientras dirigía los preparativos para un tercer intento, Buckimgham fue asesinado. Este suceso no hizo cambiar los planes militares, y la tercera expedición a la Rochelle volvió a fracasar. En 1929 el Parlamento reanudó sus sesiones; la desaparición del odiado valido podía facilitar un reencuentro entre el rey y el reino, pero no fue así. Carlos volvió a pedir dinero y uno de los miembros recién incorporados a los comunes, Oliver Cromwell, replicó que era necesario discutir antes las cosas del Rey del cielo que las del rey de la tierra, en referencia a la difusión del arminianismo. La cámara aprobó varias resoluciones contra el arminianismo y contra la recaudación de impuestos. Un Carlos iracundo hizo encarcelar a varios parlamentarios y disolvió el Parlamento, haciendo saber su determinación de no volver a convocarlo por tiempo indefinido. Tras cuatro años de la subida al trono de Carlos I, Inglaterra se hallaba dividida por cuestiones religiosas, sacudida por crisis políticas y humillada por derrotas exteriores. Los temores sobre la continuidad de la vida parlamentaria eran perceptibles. En Inglaterra esta crisis ponía de manifiesto un profundo desajuste estructural entre ingresos y gastos de la corona. La postura bélica inglesa durante las guerras de Isabel I había sido sobre todo defensiva; esto hizo que para el estado Tudor no fuera necesario afrontar los extraordinarios gastos militares de los países continentales. Con Carlos I, sin embargo, la postura bélica se hizo más agresiva y sus costes se elevaron. Durante sus primeros años en el gobierno intentó aplicar al conjunto de reinos británicos un programa copiado de la Unión de Armas del Conde-Duque de Olivares, pero sin apenas resultado. Hasta el último tercio del siglo XVII el estado inglés no se dotó de unos mecanismos financieros equivalentes a los de las grandes monarquías continentales. Esta crisis puso al descubierto otro desfase: el desconocimiento que la mayoría de los miembros del Parlamento tenía acerca de los incrementados costes de la guerra, lo que les llevó a considerar exageradas, y por tanto rechazar, las peticiones de la corona. En el balance claramente negativo influyó también la actuación del propio rey. Su poca ductilidad, signo de su creciente autoritarismo, provocó que la manera con la que hizo frente a esos desajustes empeorara las consecuencias políticas de los mismos. Al poco de disolver el Parlamento, Carlos buscó las paces con Francia y con España, establecidas en sendos tratados. La paz resultaba necesaria para ensayar un gobierno sin parlamentos. Era necesario obtener ingresos alternativos, extraparlamentarios. A esto se dedicó el rey y su Privy Council con notable éxito gracias a diversos tipos de multas, venta de patentes y monopolios, incremento de tarifas aduaneras y sobre todo el ship Money, un impuesto antiguo que afectaba a las localidades costeras para ayudar a la defensa del reino y que fue puesto en vigor en 1634 y al año siguiente extendido al conjunto del reino, rindiendo sumas considerables y levantando pocas protestas. Se cuestionó el derecho de la corona a recaudarlo, y aunque la sentencia fue favorable a Carlos, su rendimiento cayó en picado, dejando de recaudarse en 1637. Todo esto exigía una maquinaria gubernativa más activa y eficaz. Carlos desarrolló una intensa actividad junto a su Consejo y creó pequeñas juntas, formadas para encargarse de asuntos concretos. Pero al mismo tiempo, rodeado de un restringido grupo de ministros fieles y trabajadores, Carlos fue aislándose cada vez más de las fuerzas vivas de la sociedad. La corte carolina vivió momentos de esplendor. Como otros monarcas coetáneos, Carlos adquirió una fina formación artística y dio un gran impulso al coleccionismo real. Inmerso en semejante ambiente, cayó en una ilusión de poder. Estas influencias artísticas coincidieron con algunos signos de que el catolicismo lograba una mayor presencia pública. Al mismo tiempo, el arminianismo seguía gozando del favor real. La religión fue también piedra de toque de la política carolina para Irlanda y Escocia. En 1632 Thomas Wenthworth fue nombrado gobernador de Irlanda; fue enviado a Dublín con dos objetivos esenciales: conseguir que Irlanda fuera económicamente autosuficiente y dejara de cargar las arcas inglesas, e imponer las reformas de Laud, arzobispo de Canterbury. Se aplicó a ambos objetivos con dureza, con lo que consiguió el difícil resultado de unir en unos mismos agravios a los diferentes grupos sociorreligiosos de la isla. Algo parecido sucedió en Escocia. Carlos I acudió sólo a coronarse, en 1633, fecha considerada tardía por los dirigentes escoceses, y aplicó medidas religiosas que resultaron desastrosas. La protesta y movilización escocesa fue casi instantánea y los dirigentes civiles y religiosos firmaron un pacto, el Nacional Covenant (Pacto Nacional), en defensa de “la religión verdadera, las libertades y las leyes del reino”. Carlos reaccionó enviando un negociador, y al mismo tiempo disponiendo los medios para suprimir el movimiento por la fuerza. Pero se demostró que la organización militar inglesa era extremadamente inadecuada, de modo que hasta abril de 1639 el rey no pudo reunir un ejército. La Asamblea General de la Iglesia escocesa tuvo tiempo para declarar la abolición del episcopado escocés y los covenanters lo tuvieron para reunir un contingente militar de tamaño parecido al ejército inglés. No llegó a haber enfrentamiento, sino un acuerdo, la Pacificación de Berwick. Esta fue la Primera Guerra de los Obispos. La revolución de 1640 y la guerra civil. El fin de la monarquía Las tensiones no desaparecieron. Hubo contactos entre covenanters escoceses y políticos ingleses críticos contra el rey. Éste intentó reunir tropas de los tres reinos para derrotar al Covenant y llamó a su lado a Wenthworth, al que nombró Duque de Strafford. Los conflictos particulares de cada reino comenzaron a entretejerse entre sí. Strafford era partidario de la solución militar en Escocia, y persuadió a Carlos de la necesidad de convocar al Parlamento inglés para recabar el dinero necesario para ello. Acababa así el periodo de gobierno personal. Las sesiones del Parlamento empezaron en abril de 1640 y Carlos exigió un elevado subsidio, pero los Comunes y una minoría de los Lores estaban resueltos a plantear antes un sinfín de agravios acumulados durante los años sin Parlamentos. Carlos, contrariado, lo disolvió. Era el llamado Parlamento Corto. Nuevas tensiones empujaron a los escoceses a mostrar su preocupación por el futuro de la “verdadera religión” no sólo en Escocia, sino también en Inglaterra. Tuvo lugar la Segunda Guerra de los Obispos: un ejército escocés penetró en Inglaterra, derrotó al ejército real y ocupó la zona de Newcastle. Carlos negoció un acuerdo por el cual el ejército escocés permanecería allí percibiendo una cantidad diaria, hasta que un Parlamento inglés estableciera medidas satisfactorias. El Parlamento inició sus sesiones en noviembre de 1640 y estaría constituido ininterrumpidamente hasta 1653, el Parlamento Largo. La Guerra Civil Liderados por John Pym, los Comunes desarrollaron una actividad tensa y muy eficaz para sus propósitos: Strafford fue declarado traidor y ejecutado; y se había aprobado una serie de medidas trascendentes: las multas forestales y el ship Money fueron declarados ilegales, los tribunales de prerrogativa regia abolidos, y se promulgaron el Acta Trienal, que obligaba a la corona a convocar al Parlamento como mínimo con esa periodicidad, y otro acta que estipulaba que aquel Parlamento no podría ser disuelto sin su propio consentimiento. Las finanzas reales fueron objeto de un intento consensuado de reforma. El Parlamento iba a pagar las deudas vigentes de la corona e iba a sustituir los subsidios por un pago fijo anual, y el rey iba a nombrar a Pym y a otros líderes para altos cargos gubernativos. Pero este plan no prosperó, aunque sí se estableció un nuevo Book of Rates. Tampoco hubo acuerdo en fijar el futuro de la Iglesia: a las cámaras se les presentó la llamada Root and Branco Petition, que buscaba de un modo enérgico la abolición del episcopado en Inglaterra. Esta cuestión provocó una profunda división entre los parlamentarios, sin que se llegase a acordar nada. Carlos se trasladó a Escocia, donde negoció un acuerdo con los covenanters: a cambio de su aceptación de las medidas mencionadas y del compromiso de que la utilización de tropas irlandesas contra Escocia debería contar con la aceptación del Parlamento, el ejército escocés volvió a su tierra. Carlos obtuvo con este acuerdo su objetivo principal: las causas que habían motivado la convocatoria del Parlamento estaban solucionadas. Pero entonces tuvo lugar una coincidencia fatídica. Dos días después de que se reanudaran las sesiones del Parlamento tras un receso, se produjo un levantamiento católico en Irlanda que provocó la masacre de 3000 protestantes. Había que castigar a los sublevados, pero ¿quién iba a dirigir el ejército que se encargaría de ello? El rey era el comandante supremo, pero los líderes parlamentarios cada vez se fiaban menos de él; comenzó a plantearse la posibilidad de una dirección militar parlamentaria. Pym presentó ante los Comunes la llamada Grand Remonstrance, un duro balance de los dos años de gobierno personal de Carlos I, acompañado de severas medidas contra las facultades reales. Propugnaba que el rey sometiera al beneplácito del Parlamento sus nombramientos de ministros y embajadores. La Grand Remonstrance fue aprobada por los Comunes, y sectores moderados empezaron a ver que Pym y los suyos suponían una amenaza al equilibrio constitucional. Carlos pensó que todo esto era obra de una camarilla de desleales malintencionados. En 1642 irrumpió en la cámara con un grupo de soldados e intentó coger presos a cinco de sus miembros; pero fracasó en el intento. Semejante atropello confirmó los peores temores que Carlos provocaba en sus rivales. Los hechos se precipitaron: las cámaras excluyeron a los obispos de los Lores y, por iniciativa de Cromwell, crearon un comité de defensa mediante el cual enviaron al rey una lista de jefes militares, que fue rechazada por éste. Carlos y su familia abandonaron Londres y se instalaron en York, donde inició los preparativos militares. Mientras tanto, el Parlamento promulgó unilateralmente la Ordenanza de la Milicia, por la que se atribuyó facultades militares; así, el Parlamento actuaba sin la necesaria presencia del rey y se dotó de autonomía militar. En agosto las cámaras declararon traidores a los seguidores de Carlos y éste, el 22 de agosto, izó su estandarte en Nottingham contra los “rebeldes”. Era el inicio formal de la Guerra Civil entre roundheads parlamentarios y cavaliers realistas. Amplios sectores de la sociedad consideraban excesivo el grado de enfrentamiento alcanzado, y para evitarse males mayores, diversos ayuntamientos establecieron pactos o acuerdos con las tropas que tenían en la vecindad. El enfrentamiento fue resultado sobre todo del activismo de grupos minoritarios, crecientemente radicalizados en su creencia de que la sociedad y la religión estaban en peligro extremo si el otro bando no era derrotado. La guerra fue larga y tuvo dos partes. El primer choque de la primera guerra civil tuvo lugar conforme el ejército real se dirigía a Londres. Hubo victorias en uno y otro bando. Los otros dos reinos se involucraron a fondo: Carlos firmó un acuerdo con los rebeldes irlandeses, de modo que logró establecer paces con los dos grupos, covenanters escoceses y católicos irlandeses, y seguidamente tropas irlandesas se incorporaron a su ejército. El Parlamento recibió el apoyo decisivo de tropas escocesas, se sumó a la Solemn League and Covenant escocesa y estableció con la misma un “Comité de ambos Reinos” destinado a coordinar el esfuerzo bélico y a promover el puritanismo en Inglaterra. Fueron frecuentes los contactos para alcanzar soluciones, aunque finalmente todos ellos fracasaron. El motivo fue el profundo enraizamiento de la figura del rey en las sociedades del Antiguo Régimen, de modo que no era fácil pensar en un enfrentamiento a ultranza con el rey y menos aun llevarlo a la práctica. Asumir la guerra total contra el rey era difícil, pero también lo era prescindir del Parlamento. De los enfrentamientos de esta época se derivaron un cambio drástico en la oficialidad del ejército y la creación del Ejército Nuevo Modelo, cuyos soldados, a la larga, serían sometidos a un intenso adoctrinamiento calvinista. Su eficacia en el campo de batalla resultó decisiva, como también lo fue la buena dirección política desde Westminster, a cargo de John Pym. Durante aquellos años, las dos Cámaras desmantelaron la Iglesia de Inglaterra, aboliendo sus obispados, los tribunales eclesiásticos, el Prayer Book e incluso la celebración de la Navidad. En junio de 1645 tuvo lugar la decisiva victoria parlamentaria de Naseby y un año más tarde los cuarteles generales realistas de Oxford se rindieron. Era el final de la primera guerra civil. Carlos se entregó a las tropas escocesas, que a su vez lo entregaron al Parlamento a principios de 1647. Durante aquellos meses el Parlamento y el Consejo del Ejército presentaron varias propuestas de pacificación que no prosperaron. Mientras tanto, el Ejército Nuevo Modelo cada vez se politizaba más. Las ideas leveller, que defendían la tolerancia religiosa, la reducción de impuestos, el sufragio universal masculino y otras reformas radicales, calaron entre las filas y la oficialidad; Se discutió la elección de los cargos militares por los soldados rasos y se presentó el Agreement of the People, un borrador de constitución republicana. Pero Carlos estableció un acuerdo con los escoceses con el propósito de reemprender la lucha. En los primeros meses de 1648 se produjeron levantamientos en las zonas rurales, unas en protesta por la política del Parlamento y otros pro-monárquicos. El ejército recorrió el país sofocándolos: era la segunda Guerra Civil. Los jefes militares estaban cada vez más imbuidos de una visión providencialista sobre su misión, según la cual Carlos era el “hombre de sangre”, con el que no era posible ningún trato, salvo su aniquilación. Por ello, cuando las Cámaras aceptaron nuevos contactos con él, el ejército intervino. El coronel Thomas Pride y sus tropas arrestaron o forzaron la retirada de más de 300 miembros de los Comunes, que quedaron reducidos a “los restos” (Rump Parlament), unos 150 miembros. Mediante la Purga de Pride, el ejército se había hecho con el poder, aun salvando esta apariencia de gobierno parlamentario. Los Comunes establecieron un Alto Tribunal para juzgar a Carlos I, sin el respaldo de los Lores; el rey fue acusado de traidor, tirano y enemigo del pueblo de Inglaterra. Su lúcida intervención no le salvó de su condena a muerte, ejecutada el día 30. La república y el protectorado de Cromwell (1649-1658) En esencia, los jueces y el Rump acusaron a Carlos I de haber subvertido las prácticas acostumbradas en la gobernación del reino y de la iglesia. Como en otras rebeliones europeas de aquellas décadas, la corona aparecía como el agente innovador, que, en pos de sus objetivos, alteraba el reverenciado legado de la tradición, para cuya preservación se levantaron fuerzas que se le opusieron. En todas partes la innovación despertaba instintivamente profundos recelos. Y ahí radicaba una de las paradojas centrales de la época: en nombre de la defensa de la tradición, Pym, Cromwell y los suyos acabaron provocando una situación sin precedentes, sin duda revolucionaria. Era revolucionario llegar hasta donde se había llegado y lo iban a ser las medidas subsiguientes. La Commonwealth y el Protectorado Tras la ejecución de Carlos, la Cámara de los Lores y la monarquía fueron abolidas; en marzo de 1650 se constituyó una república denominada “Commonwealth y Estado Libre” de Inglaterra, cuya soberanía fue enteramente transferida al Parlamento Rump. Los nuevos dirigentes ingleses consideraron que la unión con Escocia, por ser dinástica, dejaba de estar en vigor; pero en Escocia la ejecución de Carlos causó una gran contrariedad, puesto que fue una medida unilateral inglesa que no les fue consultada. Por eso, cuando la noticia llegó a Edimburgo, el hijo del decapitado monarca fue proclamado rey de Gran Bretaña e Irlanda como Carlos II, lo que constituía un desafío a la Commonwealth inglesa. Cromwell sometió militarmente Escocia e igual hizo con Irlanda. A finales de 1651 ejercía ya un firme control sobre ambos reinos, se volvió a establecer la unión entre Inglaterra y Escocia y Carlos II se exilió en Francia. En Escocia se aplicó una política relativamente moderada, con cierta pérdida de poder para la nobleza local. Irlanda sin embargo recibió un trato durísimo, con matanza de civiles y expropiación de tierras de los Old English y de los irlandeses gaélicos, transferidas a la nueva élite propietaria, formada por soldados ingleses. En Inglaterra florecieron gran número de grupos y sectas radicales. Además de los levellers, surgieron los diggers, partidarios del comunismo primitivo, los milenaristas de la Quinta Monarquía, los cuáqueros y otros. Pese al rigor religioso de Cromwell, Inglaterra conoció una inusitada ebullición de ideas y publicación de panfletos. También el pensamiento político más formal hizo aportaciones destacadas (Hobbes, Milton...). El Rump fue disuelto por Cromwell en 1653. El poder supremo pasó al Consejo de Oficiales del ejército, el cual instituyó una nueva cámara: la Asamblea Nombrada o Parlamento Barebone, integrada por un centenar largo de personas seleccionadas por su espíritu calvinista. Este “gobierno de los santos” legalizó el matrimonio civil y abolió los diezmos, pero las diferencias subsistieron hasta que en diciembre de 1653 se adoptó el “Instrumento de Gobierno”, que fue la primera constitución escrita británica. Se estableció un único Parlamento británico y Cromwell, tras rechazar el título de rey, fue nombrado Lord Protector (Protectorado) de la “Commonwealth de Inglaterra, Escocia e Irlanda”. Dotado de amplias atribuciones, Cromwell se veía como un nuevo Moisés que debía llevar al nuevo pueblo elegido a la virtud moral y a la libertad política. Muchas veces se debatió entre su radicalismo religioso y su talante social y político, más conservador, y nunca se llevó bien con los dos Parlamentos que tuvo en esta fase. Inglaterra y Gales fueron divididas en regiones militares, en Escocia se abolieron las cargas feudales y en política exterior se impulsó la expansión colonial. Los años de la Commonwealth y del Protectorado supusieron un despegue decisivo en esta expansión: las Actas de Navegación (1651), la primera guerra con Holanda (1652-1654), la guerra con España y la conquista de Jamaica (1655) son sus hitos más significativos. Los resultados obtenidos con todas estas actuaciones favorecieron visiblemente los avances objetivos de la sociedad británica hacia el capitalismo futuro. Los amplios poderes conferidos a Cromwell y el mismo hecho de que era una figura sin precedentes llevaron a un grupo de parlamentarios a redactar la Humbre Petition and Advine (1657), una nueva constitución que reforzaba el Parlamento, creaba una segunda cámara y quería refrenar a Cromwell haciéndole rey. Cromwell aceptó la propuesta, salvo el título de rey. Cromwell falleció en 1658. Su hijo Richard le sucedió, pero carecía de las aptitudes para desempeñar el cargo. Los gastos militares eran muy elevados y para ayudar a costearlos Richard convocó al Tercer Parlamento del Protectorado. Pero el ejército disolvió este parlamento, volvió a convocar al Rump, creó un Comité de Seguridad que se dispersó, hubo una semana de vacío de poder, volvió el Rump y éste, finalmente, ante la reclamación de un parlamento “entero y libre”, se disolvió por iniciativa propia en marzo de 1660. En todo este proceso surgió la figura de George Monk, que impulsó una salida política a aquella situación. Carlos II, por su parte, desde los Países Bajos hizo su “Declaración de Breda”, donde invocó los conocidos principios del gobierno con parlamento, el imperio de la ley y el common law. Las elecciones dieron lugar al Parlamento Convención, que contó ya con la Cámara de los Lores restaurada y tuvo una mayoría amplia pro-monárquica. En una de sus primeras sesiones declaró que no podía haber duda de que Carlos II había sido el rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde la decapitación de su padre. Así, en mayo de 1660, Carlos II regresaba de su exilio. La restauración de los Estuardo (1660-1688) En Londres, con la entrada triunfal de Carlos II, se abría una nueva época de definición de un marco constitucional que permitiera superar las incertidumbres creadas entre los generales cromwellianos y el propio Richard Cromwell. Ese marco constitucional que se estaba definiendo lo hacía equilibrando fuerzas contrarias: las favorables a la autoridad de la monarquía y las que destacan los límites al ejercicio de esa misma autoridad, que se amparaban en las viejas tradiciones y en la common law. La restauración monárquica había supuesto un pacto que permitía reorganizar las bases de la actividad política en Inglaterra, pero no resolvió algunos de los graves problemas que bullían en aquella sociedad. Estos problemas impulsaron a la revolución de 1688. Ya antes de la sucesión de Carlos II, el temor a que su sucesor fuera un católico había suscitado la oposición de las élites anglicanas; el grupo fue articulándose en torno a lord Shaftesbury, protector de John Locke; ambos desarrollaron un enorme activismo político entre los años sesenta y ochenta; los whigs (facción presbiteriana radical de los covenanters escoceses, rechazan el anglicanismo y la monarquía absoluta) estuvieron detrás de una conspiración para derrocar al rey. Los católicos fueron otra vez acusados de sucesos y conspiraciones. Se les asociaba a las ideas de absolutismo, intransigencia y conspiración tiranicida. El rumor sobre un complot católico sirvió de pretexto para aprobar una legislación (Test Acts) que excluía del gobierno, la administración y las universidades a los católicos y a los grupos sectarios del protestantismo. La propaganda anticatólica fue aun más intensa después de que Luis XIV revocara el edicto de Nantes y el católico Jacobo II sucediera a su hermano Carlos II en 1685. Su acceso al trono no sólo colocaba bajo la corona de Inglaterra a un católico, sino también al artífice y protagonista de la represión de las insurrecciones whigs de 1683 y 1685. Para entonces la monarquía había desplegado iniciativas tendentes a lograr una mayor concentración del poder del rey y a disminuir el peso de las instituciones representativas. Incluso había violado el Triennial Act de 1664, que obligaba a reunir regularmente al parlamento. La voluntad del monarca se hacía sentir en todos los frentes, desarrollando una acción de gobierno favorable a los católicos y de fortalecimiento de la autoridad real. Impulsaba la participación católica en las instituciones y franqueaba el acceso de sus correligionarios a dos bastiones anglicanos como eran las universidades de Oxford y Cambridge. Jacobo II también intentó, aunque inútilmente, abolir el Habeas Corpus Act que implicaba una limitación a la Corona por el más alto tribunal británico, el King’s Bench. Desde la Corona, igualmente, se trató de romper las conexiones clientelares que ligaban a los miembros del parlamento con sus distritos provinciales. La propaganda whig, mientras tanto, cargaba las tintas msobre la crueldad de un rey que castigaba con dureza la disidencia política. El problema de la integración territorial bajo la corona inglesa era muy complicado, aun en las mejores circunstancias políticas. Ni irlandeses ni escoceses se sentían a gusto bajo la misma Corona que los ingleses quienes limitaban la participación de estos territorios en sus cada vez más prósperos negocios comerciales en el exterior. Escocia Durante la Restauración, Escocia no dejó de plantear problemas a la Corona Los levantamientos no se explican teniendo sólo en cuenta las conspiraciones wigh, sino todo un marco de conflictos anglo-escoceses. Toda la frontera con Inglaterra era sacudida por las acciones de las Huestes de las Montañas, un ejército formado por bandidos y que articulaba la oposición presbiteriana contra la administración inglesa. Pero la sociedad escocesa del periodo de la Restauración no era un frente homogéneo contra los ingleses. Irlanda En Irlanda se habían transferido cargos de ingleses a irlandeses y de anglicanos a católicos; los problemas eran profundos y aún siguieron latentes después de la caída de Jacobo II del trono de Inglaterra. La sociedad irlandesa era muy heterogénea. Durante la administración cromwelliana más de 7.000 señores católicos fueron desposeídos de sus propiedades; la Restauración reintegró a no más de un millar; los desposeídos fueron antiguos soldados-colonos cromwellianos, que abandonaron sus tierras para que fueran entregadas a cortesanos londinenses ausentes de Irlanda. Además, había una aguda tensión entre el Ulster y el Sur, y en la parte meridional, entre los ámbitos al este y al oeste del Shanon. En el Ulster la población se repartía entre campesinos católicos y colonias de presbiterianos escoceses fugados. El reinado de Carlos II no homogeneizó la sociedad irlandesa ni atenuó la tensión debida a la difícil convivencia religiosa y a la gran desigualdad económica. A los graves problemas religiosos y constitucionales se sumaban que la Monarquía inglesa de la Restauración contaba con una estructura hacendística muy débil, dependiente de la ayuda de Luis XIV. A pesar de que se impulsaron medidas para dar estabilidad al sistema, en 1688 las finanzas de la Corona mostraban apariencia de estabilidad, pero enorme fragilidad y gran dependencia exterior. Un compromiso alcanzado en 1670 entre Luis XIV y Carlos II ponía en manos de la Monarquía inglesa más de millón y medio de libras anuales procedentes de Francia, con el propósito de estabilizar la monarquía de los Estuardo e impulsar la causa católica en las islas. En 1688, el gobierno de Jacobo II se hizo más vacilante. El descontento espoleado por la propaganda wigh y por la diplomacia de Guillermo de Orange fueron eficaces. De este modo, y con el apoyo del Parlamento inglés, se llegó al desembarco de tropas holandesas en Inglaterra y finalmente a la huida del rey y de la familia real en diciembre de 1688, abriendo un frente de confrontación entre Corona y Parlamento que finalizaba en febrero de 1689 con la coronación de Guillermo de Orange y María como reyes de Inglaterra. A los problemas político-constitucionales y hacendísticos se añadía que, durante la Restauración, el peso del activismo político se fue perfilando en torno a los wighs, los tories y los jacobitas. Los intereses cortesanos (court) de las élites aristocráticas y los del país (country) fueron manifestando sus discrepancias. Las nociones de court y country fueron siendo asociadas a los términos tory y wigh respectivamente. La facción tory tenía el propósito de lograr la estabilidad política y evitar a toda costa la disensión y el enfrentamiento político. Para los simpatizantes del partido wigh, los tories eran demasiado tibios en su condena a la política procatólica de Jacobo II. El sentimiento de oposición contra el “papismo”, habitual en los tories, daba paso a un anticatolicismo radical en los wighs. Los wighs fueron muy activos, dentro y fuera del parlamento inglés. Buscaron la exclusión del duque de York en la línea de sucesión al trono; así, en 1685 apoyaron la conspiración de James Scout, un hijo ilegítimo de Carlos II. Cuando éste fracasó, sus ojos se volvieron hacia Guillermo de Orange, yerno holandés de Jacobo II. El grupo jacobita se gestó en las iniciativas del rey para incorporar a los católicos a los más altos puestos institucionales y de gobierno. Sin embargo, el jacobitismo militante fue beligerante en la disidencia y exilio, en Francia, Irlanda y Escocia. La revolución Gloriosa de 1688 El acceso al trono de Jacobo II varió el rumbo de la política de su hermano Carlos II, que había permitido una hegemonía anglicana. Jacobo II no sólo abrió las puertas de instituciones y gobierno a los católicos, sino que también impulsó campañas contra anabaptistas, presbiterianos y cuáqueros. En 1685, desde Holanda, los exiliados wigh alentaron la llamada Rebelión de Monmouth que, iniciada en el sur de Inglaterra, se extendió por el oeste y las Middlands. Aumentaban los apoyos de la gentry (alta burguesía) a la causa wigh y estallaba en Escocia la Rebelión de Argyll. Ambos levantamientos fueron aplastados por Jacobo II, que aprovechó la ocasión para reformar y fortalecer su ejército, pero la situación se fue deteriorando cada vez más hasta la Navidad de 1688. Los grupos wighs y tories tendían a polarizar las opiniones políticas del parlamento, pero dentro de cada grupo había facciones. En agosto de 1688 la reina dio a luz al Príncipe de Gales, anunciando una dinastía católica para Inglaterra. Ya no sólo los wighs sino incluso los tories comenzaron a tomar conciencia de lo que eso podía significar. Halifax, uno de sus dirigentes, pronto llamó a la causa común de los protestantes contra el rey. El contacto con Guillermo de Orange de destacados representantes de las élites inglesas, wighs y tories, de las dos cámaras, fue cada vez más frecuente. En Holanda, un núcleo duro de exiliados wighs, entre los que se encontraba John Locke, creaban el clima político adecuado para que Guillermo tomara una decisión. El 22 de octubre de 1688 la diplomacia holandesa y el activismo wigh en el exilio propiciaron el Acuerdo de Magdeburgo, por el que diversos territorios alemanes y Dinamarca se comprometían a favorecer la invasión de Inglaterra por Guillermo de Orange y a mantener ocupadas a las tropas de Luis XIV en el Rin. El 5 de noviembre, con las tropas francesas ocupadas en la frontera alemana y lo principal de su flota en el Mediterráneo, tuvo lugar el desembarco holandés; el ejército avanzó sin oposición hacia Londres. Líderes wighs alentaban los levantamientos en las Middlands y en el norte, así como las adhesiones sociales a los invasores. La invasión holandesa planteaba una situación paradójica: un gobernante presbiteriano holandés, que apoyaba la tolerancia, intervenía militarmente en Inglaterra para evitar que un rey inglés la impusiera; y lo hacía a petición de un régimen anglicano en el que él, como presbiteriano, no podría legalmente ocupar ningún cargo. Ante el avance holandés, Jacobo II escuchó las demandas de Guillermo de Orange y de los parlamentarios. Aceptó un pacto para destituir a los católicos de sus responsabilidades políticas y militares y proclamar un perdón general y convocar al parlamento. Pero el rey quemó los documentos del acuerdo, rompiendo unilateralmente el pacto, y huyó de Londres con toda su familia después de arrojar el sello real al Támesis. La pérdida del sello real y la huida del rey plantearon un gravísimo problema constitucional; debía decidirse cómo interpretar la huida del rey (abdicación, deserción, disolución del gobierno o renuncia) y debía decidirlo un parlamento que no podía ser convocado sin el sello real, o sin que el propio monarca hiciera la convocatoria. Había que resolver rápidamente la situación para evitar que se llegara a una nueva guerra civil. Se optó por constituir una Convención, mientras proseguían las discusiones entre wighs y tories sobre las alternativas constitucionales. Se barajaban varias opciones: desde la monarquía electiva hasta la declaración de incapacidad de Jacobo II y de ilegitimidad del Príncipe de Gales, encargando la regencia bien a Guillermo de Orange (guillermitas), bien a su esposa María Estuardo, hija de Jacobo II (marianitas) o a ambos conjuntamente. Había quienes defendían el retorno al trono de Jacobo II con condiciones; otros eran partidarios de retener la corona en Jacobo II pero declararle incapaz y arbitrar la regencia. Otros tories preferían mantener ese mismo argumento pero considerando la situación como una abdicación del rey que, cuestionándose la legitimidad del Príncipe de Gales, propiciaba la sucesión de María, esposa de Guillermo de Orange. Una última opción, la que más seguidores tenía entre los comunes y una parte de los lores, era considerar que la huida del rey era una disolución del gobierno. Esto abría las puertas a que ocuparan el trono Guillermo y María sin traicionar el juramento prestado al rey. Finalmente esta fue la alternativa que contó con más apoyo y propició el consenso: se declaró disuelto el gobierno y se encargó del mismo Guillermo de Orange. Guillermo y María fueron coronados reyes de Inglaterra. El nuevo Bill of Rights establec a un nuevo pacto constitucional que asentaba el derecho de prensa, libre del control monárquico; el carácter no permanente del ejército; reconocía que los impuestos debían pasar por el parlamento; asentaba las bases para la división de poderes entre legislativo y ejecutivo, así como para garantizar la libertad individual y la propiedad individualizada. Esta nueva Carta Magna consagraba la existencia de una limitación parlamentaria: los gobernantes debían respetar las leyes del parlamento y éste debía reunirse al menos anualmente. El nuevo pacto constitucional asentaba la sucesión en María, pasando a la línea de su hermana Ana en el caso de que los reyes no tuvieran descendencia. Todo esto, junto con el reconocimiento por parte de los monarcas del Bill of Rights, configuró un modelo de monarquía limitada que se fue asentando en las décadas posteriores, a pesar de la oposición jacobita, espoleada desde Francia e Irlanda. El Act of Settlement de 1701 consolidó todo el esquema: suponía el acuerdo para la sucesión al trono en la casa de Hannover y la regencia de Ana Estuardo tras la muerte de Guillermo III. Fue un periodo de intensificación de la presión de Luis XIV sobre Inglaterra y de sucesión de gobiernos liberales que tuvieron continuidad política en los tiempos de los primeros Hannover, puesto que Jorge I y Jorge II no sólo heredaron el sistema que había nacido de la Glorious Revolution, sino algunos de los problemas irresueltos. Guillermo y María buscaron soluciones a los graves problemas del país: lograr su equilibrio interregional, superar la cuestión religiosa y aplacar la inestabilidad financiera. La mayor parte de los problemas religiosos se resolvieron al considerar la liturgia anglicana como integradora para otras opciones religiosas y proclamar la tolerancia religiosa. No era una tolerancia que se planteara en términos absolutos, pues expresamente excluía explícitamente a los católicos y ateos. Por otra parte, la coronación de Guillermo y María tuvo una rápida resonancia en Irlanda y Escocia; ya antes de la huida del rey en 1688 se habían producido tumultos anticatólicos; sin embargo los escoceses también recordaban al paternalista gobernante de Escocia que había sido Jacobo II. Inglaterra, su economía, su sociedad y su política palpitaban a un ritmo marcado por Londres. Ni la sociedad ni la economía irlandesa y escocesa participaban mucho de esos impulsos. Eso seguía siendo un hándicap constitucional después de la Glorious Revolution. A principios de 1689 varios nobles escoceses iniciaron contactos con el rey fugado para clarificar la situación y, aunque en abril una Convención escocesa ofreció la corona del reino a Guillermo y María, eso no impidió que el vizconde de Dundee aglutinara a los highlanders y se alzara en armas sacudiendo con fuerza al ejército anglo-holandés. La muerte de Dundee hizo que se fuera agotando lentamente esta oposición, quedando un bandidaje-guerrilla residual. La administración inglesa fue poco a poco debilitando a los clanes y la oposición se fue extinguiendo. Muy pronto los irlandeses se posicionaron mayoritariamente al lado de la causa jacobita, generando un conflicto armado. Jacobo II había conseguido reunir un parlamento irlandés que decidió reintegrar la tierra de Irlanda a todos los despojados por los repartos cromwellianos. Esa medida alejó a Jacobo II del trono inglés, pero le hizo muy popular en Irlanda. Desde 1699, Guillermo III presionó militarmente desde el norte de la isla; recuperó todo el Ulster y desde allí fue desplazándose hacia el sur. El 13 de octubre de 1691 se acordaba el Tratado de Limerick, que ponía fin al conflicto. Se acabó con la resistencia jacobita irlandesa y se inició una reacción protestante, protagonista de una represión muy dura. Eso agrandó la fractura entre una población mayoritariamente católica y un gobierno protestante. A pesar de que rebrotó el jacobitismo irlandés a principios de siglo, cuando se decidía sobre la regencia de Ana y el advenimiento de la dinastía Hannover, iba quedando atrás la gran conflictividad que articularon los jacobitas. Poco a poco el movimiento se fue debilitando hasta extinguirse en 1788 con la muerte de Carlos Estuardo, el último descendiente directo de Jacobo II. Tema 5.- La crisis de la Monarquía Hispánica y el siglo de Luis XIV. Las revueltas de 1640 en la Monarquía de Felipe IV En los disturbios que conmovieron a España en los años que giraron en trono a 1640 confluyeron distintos elementos, aún cuando también éstos fueron sostenidos por la lucha entre las fuerzas periféricas y el poder central. El gigantesco conflicto que en Europa y el mundo enfrentó a España con las potencia protestantes y sus aliados puso en relieve la fragilidad de la estructura estatal cuya columna vertebral era Castilla. Las antiguas autonomías regionales, reavivadas por las dificultades económicas y militares, llevaron a revueltas de alcance bastante diverso según los casos. La menos grave fue la que se produjo en Andalucía, puesto que allí no existía un espíritu separatista. La tradición democrática de la zona vasca, en cambio, alimentó los desórdenes que estallaron en 1632 contra el impuesto sobre la sal, el gobierno lo pudo cambia gracias a una moderada represión y a la abolición del tributo. Bastante más grave fueron los desórdenes de Cataluña, estando en curso la guerra con Francia, el gobierno de Madrid reclamaba a esa zona del país un esfuerzo considerado excesivo por la población local, extorsionada además por las indisciplinadas tropas castellanas e italianas. En junio de 1640 bandas de insurrectos penetraron en Barcelona y consiguieron asesinar al virrey. Apoyados por el clero, los separatistas rompieron decididamente con España y reconocieron a Luis XIII de Francia como soberano y así la región se convirtió durante muchos años en terreno de contienda entre las dos potencias. La rebelión se extendió incluso a Italia meridional con los importantes tumultos de Nápoles y Palermo de los años 1647-1648, sus protagonistas principales fueron Massaniello, el abate Genoino y sobre todo Genaro Annese. Mientras los disturbios se propagaban por el virreinato, en Nápoles era proclamada la república, a cuyo frente estuvo por un momento el príncipe francés Enrique de Guisa, Francia, en guerra con España, quiso aprovechar y sustituir al príncipe de Guisa por el príncipe Tomás de Saboya. La intervención de la flota española logró hacer retirar a las tropas francesas, aunque el éxito de la represión hispánica dependió del apoyo de la nobleza local. El enfrentamiento hispano francés y la pérdida de Portugal El único movimiento revolucionario contra el estado ibérico que tuvo éxito fue el llevado a cabo en Portugal, desde su inicio (1580), los lusitanos habían aceptado con muchas reservas la unión dinástica con España y la situación se hizo cada vez más débil conforme no se defendían las posesiones portuguesas de los ataques holandeses, además el gobierno de Madrid reclamaba a los portugueses mayor implicación en el conflicto con Francia, suscitando así reacciones comprensibles. El descontento estalló en los disturbios de Évora de 1637, luego en diciembre de 1640, la sublevación triunfó rápidamente en Lisboa. El duque de Braganza no tuvo ninguna dificultad en hacerse proclamar rey con el nombre de Juan IV. En paralelo con los conflictos suscitados en todo el Occidente europeo, se producen en España los levantamientos de Cataluña y Portugal, instigados por los rivales de España, que a su vez revisten el triple carácter de las guerras civiles, conflictos internacionales y revoluciones sociales. Rocroi señala la primera derrota española, y entonces el desmoronamiento es rápido: Westfalia, Pirineos e independencia de Portugal, quedando convertida la Monarquía española en directora de un Estado de segundo orden, perdiendo la hegemonía gozada hasta entonces. - Westfalia (1648). Uno de los acuerdos de Westfalia que tendrá mayor importancia en el futuroeuropeo será que todos los firmantes de los tratados serán garantes de ellos, por lo que Francia y Suecia tendrán derecho a intervenir en los asuntos internos del Imperio, so pretexto de salvaguardar su cumplimiento. Por otra parte, Francia también se aseguraba que el emperador no pudiese ayudar a España en la guerra que quedaba pendiente entre ambas potencias, aun cuando los Países Bajos y el Franco Condado formaban parte del imperio. - Pirineos (1659). La alianza militar franco-inglesa de 1655 ponía en difícil situación, tanto por tierra como por mar, a España, que veía la victoria de los franceses en La Dunas (1658) y el avance de estos hacia Bruselas, por lo que hubo que acelerar las negociaciones de paz, que tuvieron lugar en la isla de los Faisanes del Bidasoa. El Tratado de los Pirineos es absolutamente lesivo para España, que ha de ceder a Francia el Rosellón y parte de la Cerdaña, el Artois y una serie de plazas en Flandes y Luxemburgo a cambio de que Francia dejase de prestar apoyo a los sublevados de Cataluña y Portugal. El matrimonio de la infanta María Teresa con Luis XIV completó el tratado, aunque con la renuncia de aquélla a sus derechos hereditarios a la Corona española, siempre que se pagase la dote de 500.000 escudos de oro, condición no cumplida que en el futuro permitiría a Francia reclamar el trono. La Paz de los Pirineos supuso el hundimiento de España, que quedó relegada ante el ascenso de Francia, que dominará las relaciones internacionales del occidente europeo durante el resto del siglo. - Independencia de Portugal. A finales del crítico año 1640, se abría otro frente de guerra con el comienzo de la independencia de Portugal, que se añadía a los enfrentamientos contra Francia y Cataluña. Precisamente por esto, el gobierno de Olivares no pudo dedicar muchas fuerzas a reprimir dicho levantamiento, ya que el grueso del ejército castellano se encontraba ocupado en la contienda del Norte. El conflicto de Portugal se prolongaría durante casi tres décadas, finalizando con la separación irreversible del territorio portugués del conjunto integrado por la Monarquía hispana, que si bien pudo recuperar posteriormente Cataluña vio cómo la tan querida y anhelada Portugal se escapaba definitivamente de sus manos. Además del país vecino se perdía su inmenso imperio colonial, a excepción de Ceuta que quedó incorporada como posesión española. Las rebeliones de Cataluña y Portugal fueron importantes en sí mismas y por las secuelas que dejaron. El poder central hispano se encontraba muy debilitado y el momento era propicio para realizar otras intentonas separatistas, aunque las que se planearon resultaron de tono menor, insuficientemente planteadas y con muy poco apoyo social, siendo abortadas sin muchas dificultades.. La hegemonía internacional de Luis XIV En 1661, con la muerte del cardenal Mazarino, Luis XIV inicia su reinado personal, encarnando la personificación del absolutismo monárquico. En el ámbito internacional su ambición le llevó a un expansionismo agresivo que le llevaría a enfrentarse a la mayoría de soberanos europeos. Disponía del estado más rico y poblado de Europa, pero la capacidad para movilizar sus recursos se debió a la política absolutista y centralizadora, que tuvo como contrapartida el empobrecimiento de muchos sectores sociales y zonas geográficas del país. Entre los móviles que determinaron la política exterior de Luis XIV se pueden considerar la necesidad de reforzar la defensa continental de Francia por medio de la consecución de sus fronteras naturales o las aspiraciones del rey sobre los territorios del decadente imperio español. Pero la motivación más sólida parece su ansia de gloria, obsesión coherente con su mentalidad absolutista y el ideal clásico que domina la cultura francesa de entonces. Luis XIV defendió el origen divino de su poder absoluto y desarrolló todo un programa de autoglorificación. La corte, el ritual y las ceremonias, las edificaciones, la escultura y la pintura, la propaganda, todo contribuía a su exaltación, lo mismo que la creación de un aparato de poder centralizado y eficaz. Los triunfos bélicos eran esenciales. Su lema “Nec pluribus impar” manifestaba su disposición a no reconocer como igual a ningún otro soberano. El poderío internacional de Francia se asienta sobre la política de reforzamiento del poder real emprendida por Enrique IV y proseguida por los cardenales Richelieu y Mazarino, y cuenta con eficaces colaboradores entre los que destacan los organizadores del ejército, Michel Le Tellier y su hijo el marqués de Louvois, Vauban, constructor de fortificaciones en las fronteras, Colbert, superintendente general de finanzas y principal artífice de una poderosa marina de guerra… La acción internacional de Luis XIV fue resultado de la buena organización burocrática y la eficacia administrativa del aparato estatal. El ejército fue su efecto más llamativo: el predominio militar francés no se basó apenas en innovaciones tácticas o armamentísticas (la innovación más importante fue la sustitución del mosquete y la pica por el fusil, completado por la bayoneta de cubo). Francia elevó el número de hombres bajo sus armas a cifras inimaginables hasta entonces, perfeccionando considerablemente la organización militar, el reclutamiento, la estructuración de los mandos y las diversas unidades, la disciplina o la atención a los soldados. El ejército de Luis XIV fue un modelo a imitar. También hay que recordar el importante papel de los diplomáticos y la red de informadores y espías. La política exterior francesa tuvo éxitos, pero también fracasos, y el balance final presenta claroscuros. Además la hegemonía internacional de Francia resultó efímera, pues no sobrevivió a Luis XIV. El éxito de la contención de su política se debió en buena medida a la creación de sucesivas coaliciones internacionales en su contra. El hecho de que figurasen en ella enemigos tradicionales y se juntaran soberanos católicos con protestantes es un índice de la secularización y de los principios “estatalistas” que comenzaban a dominar la escena internacional. Las primeras guerras (1667-1678) Pese a las transformaciones que se estaban produciendo en las relaciones internacionales, subsistían elementos tradicionales como los matrimonios de estado. La boda de Luis XIV con la hija de Felipe IV, María Teresa, inició simbólicamente una nueva era de amistad franco-española tras la Paz de los Pirineos, reforzando además las aspiraciones del monarca francés sobre los territorios de la monarquía hispana. Luis estaba convencido de que la gloria de Francia sólo podía conseguirse en oposición a los Habsburgo españoles. A pesar de la amistad oficial, Francia apoyó a los rebeldes portugueses. En febrero de 1668, mientras tropas francesas invadían el Franco Condado, España reconocería la independencia de Portugal mediante el tratado de Lisboa. Tras la muerte de Felipe IV (1665) Luis XIV, basándose en un antiguo uso que establecía la primacía de los hijos del primer matrimonio (aunque fueran mujeres) sobre los del segundo, hizo que los juristas defendieran los derechos de su esposa sobre una serie de territorios de la vieja herencia borgoñona: el Franco Condado, Luxemburgo, Henao y Cambrai. Con el pretexto de la “Devolución” de los mismos, que daría nombre a la guerra de 1667-1668 (Guerra de la Devolución), el ejército francés ocupó amplias zonas de los Países Bajos, así como el Franco Condado. El soberano francés esperaba que sus gestiones diplomáticas le aseguraran, al menos, la neutralidad de los países no implicados directamente. Había firmado una alianza con las Provincias Unidas y renovó la confederación del Rin, una alianza antihabsburgo de la época de Mazarino. Confiaba también en su amistad con Suecia e Inglaterra, pero el riesgo que la agresión francesa supuso para la paz y para la incipiente idea de equilibrio hizo que las dos potencias atlánticas, Inglaterra y las Provincias Unidas, concluyeran la guerra en la que estaban inmersas y constituyeran, junto a Suecia, la Triple Alianza de La Haya. Su mediación llevó al Tratado de Aquisgrán (1668) en el que, a cambio de la restitución del Franco Condado, España aceptaba ceder a Francia una nueva franja territorial en los Países Bajos. Vauban procedió a fortificar férreamente las nuevas posesiones de Luis XIV. La riqueza de las Provincias Unidas y la concurrencia que tal situación propiciaba en los planteamientos mercantilistas de Colbert, así como las ambiciones territoriales del monarca francés, su desprecio hacia la pequeña república o el protagonismo de ésta en la Triple Alianza llevaron a Luis XIV a la idea de atacar a los holandeses. Previamente realizó una detallada preparación diplomática, firmando una serie de tratados con Inglaterra, Suecia y varios príncipes alemanes. El pacto secreto de Dover (1670) acordaba una pensión anual para el soberano inglés y comprometía a ambos países a prestarse auxilio en caso de una futura guerra con las Provincias Unidas. Luis XIV pudo deshacerse así de la Triple Alianza al tiempo que evitaba que Suecia, su tradicional aliada, volviera a unirse a sus enemigos. Los acuerdos con el arzobispo-elector de Colonia le permitían atacar desde su territorio a los holandeses. El peligro que podría significar Austria parecía neutralizado por el acercamiento entre Luis XIV y Leopoldo I con motivo del primer tratado de reparto de la monarquía española, firmado en 1668; un nuevo tratado firmado en 1671 establecía la neutralidad del Emperador. En una rápida campaña los ejércitos franceses invadieron las Provincias Unidas llegando a Utrecht. La percepción de su fragilidad defensiva provocó una revuelta en Amsterdam contra el régimen republicano y la entrega del poder al estatúder Guillermo de Orange, que lideraba los intereses centralistas y monárquicos. Sólo la ruptura de los diques que protegían del mar buena parte del territorio de los Países Bajos logró frenar la invasión francesa, imposibilitando el avance del ejército. La agresión a Holanda provocó diversas reacciones entre 1673 y 1674: la formación de la Gran Alianza de La Haya, de la que formaban parte las Provincias Unidas, España, Austria, el duque de Lorena, el elector de Brandemburgo y buena parte de los príncipes alemanes; en cuanto a Inglaterra, el malestar de la oposición por su intervención en la guerra obligó a Carlos II a firmar la paz con los holandeses en 1674. La guerra abandonó su escenario inicial, desarrollándose en los Países Bajos españoles, la zona del Rin y Cataluña; pero se extendió también a otros ámbitos, como el Mar del Norte, el Canal de la Mancha, el Mediterráneo, las Antillas o la ruta de las Indias Orientales. En los Países Bajos la guerra se inició con éxito para los franceses: la táctica de Vauban permitió a Francia la conquista de una serie de plazas y territorios. En el Rin las armas de Francia avanzaron también al comienzo de la guerra. La ocupación de Alsacia por tropas alemanas fue respondida por una decidida reacción del ejército francés, que derrotó a los alemanes; sus éxitos propiciaron, sin embargo, la contraofensiva de Austria, Brandemburgo y Brunswick, que obligaron a los franceses a replegarse a los Vosgos, desde donde emprenderían el contraataque al territorio alsaciano, derrotando a los alemanes. En Cataluña, la guerra había comenzado con la invasión del Rosellón por parte de las tropas españolas (1674). Sus éxitos iniciales fueron seguidos de un claro retroceso, hasta que en 1676 los franceses invadieron la Cataluña española. La rebelión de la ciudad siciliana de Mesina (1674) dio pie a Luis XIV para intervenir en el Mediterráneo español en auxilio de los rebeldes. Con ello abría un nuevo frente que complicaba la vida a la monarquía hispánica y que tal vez pudiera reportarle sustanciosos beneficios, dada la existencia de descontentos en la Italia española. Luis XIV envió diversas expediciones que, aunque le garantizaban la supremacía naval, apenas le permitieron extender sus conquistas en tierra. Además ni en Sicilia ni en Córcega se produjeron los levantamientos armados antiespañoles en los que confiaba la estrategia francesa; por el contrario, la reacción dominante fue de lealtad. Las principales batallas fueron navales y tuvieron un resultado incierto. El único gran éxito naval francés se produjo cuando sus barcos cañonearon a los aliados, encerrados en el puerto de Palermo, infligiéndoles considerables pérdidas. La prolongación de la guerra y la ausencia de resultados tangibles fueron debilitando la posición de Francia y el estado de sus finanzas. El malestar interior desembocó en una serie de revueltas. Además, su aliada Suecia fue derrotada en Pomerania; esta derrota provocó el retroceso sueco hasta el final de la guerra. Inglaterra mantenía su neutralidad, pero su opinión pública se manifestaba cada vez más preocupada por la prepotencia francesa. En 1677 María, sobrina del monarca inglés, se casó con Guillermo III de Orange; el acercamiento anglo-holandés se plasmó en la alianza militar de 1678 contra Luis XIV, que acabó aceptando las propuestas para la conclusión de la guerra que llevaban tiempo haciéndole. Las paces de Nimega (1678-1679) supusieron un gran triunfo para Holanda, que recuperó la totalidad de su territorio y consiguió abolir las tarifas proteccionistas francesas. Beneficiaron también a Francia, a costa de España, que perdió el Franco Condado y catorce plazas fronterizas de los Países Bajos a cambio de algunas ciudades del interior de éstos. Luis XIV conseguía así sus objetivos territoriales en la frontera nororiental francesa, incrementando sus territorios y racionalizando las fronteras con los Países Bajos españoles. El cenit de la hegemonía francesa. Las reuniones (1680-1684) Los años que transcurren entre las paces de Nimega y la Tregua de Ratisbona marcan el punto culminante del predominio de Luis XIV. Hasta mediados de los años ochenta tiene lugar la primera fase del largo reinado, un periodo dominado por las iniciativas centralizadoras de la maquinaria estatal y la guía económica de Colbert, que se benefició de una coyuntura general favorable. A partir de entonces se inicia una segunda fase en la que abundaron los inviernos largos y fríos, las malas cosechas y el hambre. El incremento del esfuerzo bélico hizo crecer la presión fiscal y el malestar de los franceses. La conveniencia de perfeccionar el trazado de las fronteras y el afán de gloria del soberano francés le llevaron a aplicar desde 1679 un ambicioso plan de ocupación territorial basado en las imprecisiones de la Paz de Nimega, que concedía a Francia una serie de territorios con sus “dependencias”. La llamada política de las “reuniones” consistía en reivindicar jurídicamente y ocupar después todos los territorios que, en algún momento, hubieran formado parte o dependido de cualquier circunscripción de las que pertenecían a Francia. Se trataba de una absoluta arbitrariedad de Luis XIV, avalada por juristas, con la finalidad de anexionarse la orilla izquierda del Rin, en perjuicio de posesiones españolas y territorios alemanes. Por este método las tropas francesas ocuparon diversas zonas de los Países Bajos y Luxemburgo; pero la anexión más simbólica fue la de la ciudad libre de Estrasburgo, puerta del Imperio. Con la vista puesta en el ducado de Milán, logró también que el duque de Mantua le cediera la fortaleza de Casale, punta de lanza para futuras acciones en la zona. La reacción del resto de Europa ante estas acciones, mezcla de indignación y temor al expansionismo francés, hizo que se formara una coalición defensiva entre las Provincias Unidas, Suecia, el Emperador y España en 1682. Al año siguiente, sin embargo, ante la invasión de los Países Bajos, sólo España declaró la guerra a Francia. España sufrió los ataques de los ejércitos franceses en los Países Bajos, Luxemburgo y Cataluña. Después intentó que la República de Génova abandonara su tradicional alianza con la monarquía española. Ninguno de los aliados de España intervino: las Provincias Unidas habían firmado una tregua y el Emperador combatía contra los turcos. La permisividad frente a Luis XIV y el deseo de evitar una guerra llevaron a la tregua de Ratisbona (15 de agosto de 1684), que reconocía provisionalmente a Francia la libre posesión de los territorios ocupados en virtud de las reuniones. Europa contra Luis XIV. La Guerra de los Nueve Años (1688-1697) Hubo tres hechos principales que determinaron el giro antifrancés de la segunda mitad de los años ochenta: 1) el triunfo del Emperador frente a los turcos, que permitió el avance de Austria hacia el sur, dejando a Leopoldo I las manos libres para intervenir más activamente en la política europea; 2) la política antiprotestante de Luis XIV, que le llevó a anular el edicto de Nantes; esto provocó la indignación de los países protestantes, encabezados por las Provincias Unidas; Suecia y Brandemburgo se alejaron también por dicha causa; 3) la segunda revolución inglesa, que expulsó del trono en 1688 al católico Jacobo II colocando en su lugar a su hija Margarita y su esposo, el holandés Guillermo III de Orange. El ascenso al trono inglés de uno de sus mayores enemigos propiciaba la colaboración antifrancesa de las dos potencias atlánticas. Por primera vez parecía constituirse un sólido bloque contra Luis XIV, en el que figuraban también España y el Imperio. En 1686 se constituyó la Liga de Augsburgo entre el Emperador y una serie de príncipes alemanes junto con España y Suecia. Más adelante se unirían Brandemburgo y otros estados alemanes, las Provincias Unidas, Inglaterra y el papa, quien se hallaba enfrentado a Francia por la pugna en torno a las regalías galicanas. En 1689 se sumaría Saboya, cuyo soberano Víctor Amadeo II había estado sometido hasta entonces a la tutela francesa. Los pactos entre los diversos participantes del bloque antifrancés son la base de la Gran Alianza. La ocasión para la guerra la proporcionaron dos incidentes. Por un lado, la sucesión del obispo elector de Colonia, en la que el papa confirmó al candidato imperial frente al propuesto por Luis XIV. Por otro lado, la sucesión del Palatinado, donde el soberano francés defendía los derechos de su cuñada, Isabel Carlota, hermana del fallecido elector, frente al sucesor Felipe de Neoburgo, católico y suegro del emperador Leopoldo II. Los ejércitos de Luis XIV invadieron las posesiones papales de Aviñón y el condado Venesino, buena parte del obispado de Colonia y el Palatinado, que fue saqueado y muchas de sus ciudades destruidas, lo que provocó la indignación de la mayoría de los príncipes alemanes. La Guerra de los Nueve Años fue una prolongada lucha de desgaste que se desarrolló en varios escenarios: el Palatinado, los Países Bajos españoles, el norte de Italia, Cataluña, Irlanda, además de la guerra marítima y la lucha anglofrancesa en el continente americano y en la India. En el curso del conflicto Francia padeció serias dificultades financieras, económicas y humanas. Luis XIV no solo había acogido en su corte al destituido soberano inglés, sino que promovió un desembarco legitimista (1689), apoyado en Irlanda, que logró tomar Dublín, aunque fue derrotado al año siguiente por las tropas de Guillermo III. En los Países Bajos españoles las tropas francesas derrotaron a los aliados en diversas batallas entre 1690 y 1692. En el norte de Italia venció, en 1693, a las tropas austriacas y al ejército saboyano. En el mar, la armada francesa, que mostraba una clara superioridad en el Mediterráneo, bombardeó Alicante en 1691, poco después de que los barcos franceses derrotaran a la flota inglesa y holandesa y arrasaran varios lugares de la costa inglesa. Dos años después, sin embargo, la escuadra anglo-holandesa derrotó a la flota francesa en la batalla de La Hogue, en la costa normanda, lo que frenó el creciente poderío marítimo francés. En los años posteriores los corsarios lograron suplir con cierto éxito las carencias navales de Luis XIV. En América, la guerra repercutió en el Caribe y en el golfo de México. Cartagena de Indias fue ocupada por los franceses en 1697. Los colonos ingleses atacaron los establecimientos franceses del estuario de San Lorenzo y el valle del Hudson, mientras los franceses respondían atacando los emplazamientos ingleses de Nueva Inglaterra. Los ingleses tomaron algunos emplazamientos en Senegal y los holandeses, en la India. En Cataluña, las tropas francesas lograron la rendición de Barcelona el 9 de agosto de 1967. En 1969, a cambio de la restitución íntegra de sus territorios, Víctor Amadeo II de Saboya se unió a Francia, colaborando en la invasión del Milanesado. El agotamiento de los contendientes empujaba hacia la paz. En Inglaterra, la opción pacifista defendida por los tories se basaba en una aguda crisis financiera. La conclusión del conflicto se veía propiciada por las paces parciales (como la reconciliación con el Papado en 1693 o la posterior con Saboya) y por la expectativa de la sucesión española. Por el Tratado de Ryswick (1697), Luis XIV reconoció como rey de Inglaterra a Guillermo III de Orange. Se restableció el orden de Nimega, por lo que Francia se vio obligada a devolver todas las anexiones hechas por la política de reuniones, así como las conquistas realizadas en el transcurso de la guerra. Las Provincias Unidas no sólo obtuvieron condiciones favorables de comercio con Francia, sino también el derecho a establecer guarniciones en una serie de ciudades de los Países Bajos españoles, creando una barrera defensiva frente a Francia. Saboya recibió las fortalezas de Piñerolo y Casale, con lo que Francia perdía sus posesiones en Italia. La paz resultó también favorable a España, que recuperaba Luxemburgo y los territorios conquistados después de Nimega. Se considera que el rey francés, ante la inminencia de la desaparción de Carlos II, quería ganarse con su generosidad el favor de la opinión pública española. La guerra de sucesión española A la muerte de Carlos II, la mayor parte de las potencias europeas, con la excepción del Imperio, reconocieron como heredero a Felipe V. Luis XIV, quien influía descaradamente en su nieto, no tardó en obtener beneficios: proclamó los derechos de Felipe al trono francés y envió tropas a los Países Bajos españoles, donde expulsó a guarniciones holandesas establecidas por la paz de Ryswick. Mandó flotas y comerciantes franceses a los puntos estratégicos del comercio hispano con las Indias y logró la concesión a una compañía francesa del monopolio del tráfico de esclavos. Su prepotencia alertó a Inglaterra y las Provincias Unidas, que decidieron apoyar la candidatura al trono español del archiduque Carlos, constituyendo en La Haya la Gran Alianza (1701). Luis XIV reaccionó reconociendo como rey de Inglaterra al pretendiente Estuardo, Jacobo III. En 1702 la Gran Alianza declaró la guerra a los Borbones. El conflicto afectó a buena parte de Europa, dividiendo el continente en dos bandos. Por un lado los aliados, a los que se unieron Dinamarca, Prusia, la mayoría de príncipes alemanes, Saboya y Portugal; en el otro lado, Francia y España, con los electores de Baviera y Colonia. En 1703 los aliados proclamaron rey de España en Viena a Carlos III. La guerra fue el resultado de la última coalición europea contra el expansionismo de Luis XIV, pero no tuvo sólo una dimensión internacional, sino que afectó también a España, donde se produjo una guerra civil. Cada conflicto se resolvió de una forma distinta: mientras la guerra continental favoreció a los aliados, en España el triunfo correspondió al bando borbónico. La guerra se desarrolló en los Países Bajos, el Rin y el norte de Italia. A España apenas le afectó hasta 1705. En una primera fase el conflicto fue favorable al bando borbónico, que conquistó el Milanesado. La reacción de los aliados se produjo en 1704, cuando los ejércitos de Luis XIV y de Baviera fueron derrotados: Baviera fue ocupada por los aliados y los franceses tuvieron que huir de la orilla derecha del Rin. En los años siguientes, diversas victorias aliadas obligaron a las tropas borbónicas a retirarse hacia Francia, perdiendo los Países Bajos españoles y diversas localidades incorporadas años atrás por Luis XIV. El príncipe Eugenio de Saboya derrotó a los franceses en Turín (1706), debilitando decisivamente la presencia francesa en Italia. En España, los ingleses se apoderaron del peñón de Gibraltar (1704) y de Menorca (1708). La posibilidad de utilizar a Portugal y la sublevación de los territorios de la corona de Aragón pusieron en graves dificultades al gobierno de Felipe V. La victoria del duque de Berwick en Almansa (1707) permitió reconquistar buena parte del reino de Valencia, mientras los aliados ocupaban casi toda la Italia española: Mián (1706), Nápoles (1707) y Cerdeña (1708). En 1708-1709 la situación de las tropas de Luis XIV llegó al límite. Tras la derrota de Maplaquet y las posteriores conquistas aliadas, el soberano francés, con su territorio invadido por el ejército procedente de los Países Bajos y con el país exhausto, estuvo a punto de abandonar a Felipe V a su suerte; sólo lo impidió la presión excesiva de los aliados, quienes le exigieron que contribuyera a expulsar a su nieto del trono, a lo cual se negó. En los años siguientes la situación cambió por acontecimientos ajenos a la guerra: la llegada al poder de los tories en Inglaterra (1710), que se inclinaban por el pacifismo; y sobre todo la muerte en 1711 del emperador José I, lo que convirtió al archiduque en el nuevo emperador, Carlos VI. La solución austriaca dejaba de convenir al equilibrio europeo, puesto que se hubiera podido reeditar el imperio de Carlos V. Esto, junto al cansancio generalizado de los contendientes, aceleró las conversaciones de paz. La guerra en España, además, se había decantado a favor de Felipe V, gracias al apoyo de los castellanos. En 1714 el duque de Berwick tomó Barcelona y al año siguiente Mallorca, poniéndose fin a la resistencia austracista. La derrota del bando borbónico en la contienda europea supuso la desmembración de la monarquía transmitida por Carlos II a Felipe V. El objetivo principal del último de los Austrias españoles quedaba así incumplido. En adelante, España se reduciría básicamente al territorio actual, aunque conservaba su imperio ultramarino. Las paces concluidas entre los diversos países, en Utrecht (1714) y Rastadt (1715) suponen la reorganización de Europa a partir del reparto de los despojos de la extinta Monarquía Hispánica y el fin de la hegemonía de Luis XIV. Utrecht-Rastadt consagró el equilibrio como principio rector de las relaciones internacionales. Su base era la idea de la balanza de poderes en el continente. Las paces incluían buen número de acuerdos, de carácter político, territorial, y comercial. Entre los primeros están el reconocimiento de Felipe de Borbón como rey de España, que aceptaron todos los firmantes excepto el Emperador. Previamente el soberano español tuvo que renunciar a sus derechos sucesorios a la corona francesa. Luis XIV se vio obligado a interrumpir su apoyo a los Estuardo pretendientes al trono inglés. Dos soberanos europeos fueron reconocidos como reyes: el elector de Brandemburgo como rey de Prusia y el duque de Saboya como rey de Sicilia. Se creó un nuevo electorado imperial, Hannover, vinculado a Inglaterra por el Acta de Establecimiento, que adjudicaba a los duques la sucesión al trono inglés. Las cláusulas territoriales afectaron a los dominios europeos que hasta entonces dependían de España. Casi todos ellos pasaron a Austria, que recibió los Países Bajos, Luxemburgo, el ducado de Milán, los presidios de Toscaza, el reino de Nápoles y el de Cerdeña (que cambiaría a Saboya en 1720 por Sicilia). Al duque de Saboya pasaron los territorios de la Lombardía española. Francia logró mantener las principales adquisiciones del reinado de Luis XIV, aunque tuvo que abandonar algunas de las localidades más avanzadas en los Países Bajos y tuvo que ceder a Inglaterra una serie de posesiones coloniales. A cambio, incorporó definitivamente el ducado de Orange. Las Provincias Unidas recibieron el derecho a situar sus guarniciones, de carácter principalmente defensivo, en una zona de los Países Bajos fronteriza con Francia. El botín de Inglaterra se redujo a Gibraltar y Menorca; el interés prioritario de la recién constituida Gran Bretaña estaba en el ámbito marítimo y mercantil. Las cláusulas comerciales le abrían enormes posibilidades en las Indias españolas. Además del título de “nación más privilegiada” en el comercio colonial hispano, recibió el derecho de “asiento” y el “navío de permiso”. El primero le permitía el monopolio del comercio de negros por un periodo inicial de 30 años mientras que por el segundo tenía derecho a enviar una vez al año un navío de 500Tm a las Indias españolas. Estas concesiones supusieron la primera quiebra legal del monopolio hispano sobre el comercio de sus Indias, consolidándose Inglaterra como la gran potencia mercantil del futuro. Suecia y el Báltico Al comenzar el siglo XVII las fuerzas de los dos estados escandinavos aparecían equilibradas. Dinamarca había renunciado a conquistar Suecia, pero no a mantener su predominio en el Báltico y sobre los estrechos que lo comunican con el Mar del Norte. El Sund registraba un tráfico intenso y las aduanas proporcionaban fuertes ingresos al rey Cristian IV (1588-1648). Otros intereses se centraban también en el Báltico: · Rusia no quería verse privada de sus costas, · las ciudades de la Hansa aspiraban a seguir beneficiándose de sus productos y rutas, · Holanda intentaba controlar el tráfico de cereales, madera, pescado, sal y hierro. · Durante la Guerra de los Treinta Años España y el Imperio hicieron un esfuerzo por controlar esta ruta y arruinar el comercio holandés. En el siglo XVII Suecia contó con otra figura de rango universal: Gustavo Adolfo. Cuando este soberano heredó la corona (1611) la situación de Suecia, envuelta en guerras dinásticas con Polonia y Rusia y amenazada por Cristian IV de Dinamarca no era nada brillante. Un conjunto de circunstancias permitió cambiar por completo el panorama; Rusia, envuelta en disturbio internos, se vio por algunos años reducida a la impotencia, lo cual aprovecho el rey sueco para adueñarse de Ingria y Carelia, completando así el dominio del golfo de Finlandia. Cristian IV intervino en la Guerra de los Treinta Años y fue rápidamente derrotado. Los príncipes protestantes alemanes solicitaron a Gustavo Adolfo como defensor de la religión, y a la vez la Francia de Richelieu lo ayudó con subsidios para combatir a la Casa de Austria. Las victorias del rey sueco fueron rápidas y fulminantes. Aunque solo duraron dos años, pues murió en Lützen, en plena victoria, bastaron para consagrarle como gran militar. Durante la subsiguiente regencia el canciller Oxenstierna asumió la dirección de los asuntos interiores. Con el fin de la Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia Suecia obtuvo importantes ganancias: toda la Pomerania con el puerto de Stettin, desembocadura del Oder, y el ducado de Bremen que controlaba el tráfico del Weser y el Elba. Además Suecia pasaba ahora a formar parte del Imperio germánico, con un puesto en la Dieta. Cristina, la hija de Gustavo Adolfo, abre una crisis constitucional por su conversión al Catolicismo; se resuelve por su abdicación a favor de su prima Carlos X, el cual envuelve en nuevas guerras con Polonia y Dinamarca a un país agotado por tantos esfuerzos. Estas guerras terminan con los tratados de Oliva y Copenhague (1660), mediante los cuales Suecia casi logra su objetivo de convertir el Báltico en un lago sueco: Rusia quedaba excluida de él; Suecia se asomaba por dos trozos litorales a uno y otro lado de Prusia, Alemania había perdido el control de la navegación de tres de sus grandes ríos y Dinamarca el control exclusivo del Sund. Las grandes ganancias territoriales suecas tenían como contrapartida un agotamiento económico y humano. A partir de 1660 comienza la lenta decadencia del expansionismo sueco. Esta evolución fue lenta y llena de altibajos y culminaría en el siglo siguiente con el enfrentamiento de Carlos XII con el creciente poder de la Rusia de Pedro el Grande. El retroceso de Turquía En el sureste de Europa se completó en la época de Luis XIV un doble proceso por el que los Habsburgo avanzaron en la creación de un potente estado sobre el Danubio y los Balcanes, mientras retrocedían las posiciones otomanas en el continente. Leopoldo I obtuvo éxitos decisivos en la lucha por terminar con la independencia de Hungría, lo que motivó sus frecuentes enfrentamientos con los turcos. A partir de la mayoría de edad de Mohamet IV (1656) el imperio otomano logró recuperarse un tanto de su decadencia gracias a la ocupación del cargo de gran visir por los miembros de una misma dinastía, los Köprülü. Ahmed Köprülü (1661-1676) trató de consolidar el poder turco en los Balcanes y el Mediterráneo. En 1664 logró la soberanía otomana sobre Transilvania y en 1668 logró conquistar Creta. Aprovechándose de la crisis de Polonia, los turcos se hicieron con la Ucrania polaca. Más ambicioso fue su sucesor, Mustafá el Negro (1676-1683), que trató de reeditar la idea de Solimán el Magnífico de someter a la cristiandad. Aprovechándose de las querellas entre la nobleza húngara y el emperador envió un potente ejército que puso sitio a Viena en 1683, obligando a huir a Leopoldo I. El papa envió cuantiosa ayuda económica, peor el único príncipe europeo que acudió en ayuda del emperador fue Jean Sobieski, rey de Polonia, que trataba de unir a la nobleza polaca bajo el ideal de la cruzada antiturca. Al mando de un ejército de polacos, austriacos y diversos contingentes alemanes, obtuvo la victoria de la colina de Kahñemberg (septiembre 1683), que supuso la desbandada del ejército sitiador y la condena a muerte del visir. El desastre animó a Austria, Polonia y Venecia, que bajo los auspicios del papado constituyeron la Liga Santa (1684) a la que se uniría después Rusia. Polonia logró recuperar los territorios perdidos en 1672, los venecianos conquistaron Dalmacia, el Peloponeso, Corinto y Atenas, y Austria inició la reconquista de Hungría e inició la marcha hacia el sur por los Balcanes. En la dieta de Presburgo (1687) los húngaros renunciaban al derecho de rebeldía que poseían desde la Bula de Oro de 1222 y aceptaron la sucesión de los Habsburgo al trono. Años después volvería a producirse una revuelta nobiliaria, dominada por los ejércitos del emperador José I. Luis XIV mantuvo habitualmente buenas relaciones con los turcos, porque suponían una amenaza constante para su enemigo el Emperador. Su condición de príncipe católico le había llevado a colaborar en 1664 con 60.000 hombres en la victoria del ejército austriaco que detuvo a los turcos en la batalla de San Gotardo. En 1683, por el contrario, optó por continuar con sus relaciones amistosas con los otomanos, que no lo fueron tanto con los berberiscos del norte de África. Conflictos por el rescate de los cautivos y competencias mercantiles en el Mediterráneo le llevaron a bombardear repetidamente Argel y Trípoli. Durante la guerra de los Nueve Años un nuevo miembro de la familia Köprülü, Mustafá Zadé, consiguió recuperar efímeramente el Peloponeso y el valle del Morava, pero tras la pérdida de Azov Frente a Pedro I y la victoria de Eugenio de Saboya en la batalla de Zhenta (1697) los turcos negociaron la paz de Karlowitz (1699) por la que cedían a Austria casi la totalidad de Hungría; a Venecia, Dalmacia y el Peloponeso; a Polonia, Podolia y la Ucrania occidental; y a Rusia, Azov. Esta paz supuso el comienzo del retroceso otomano en Europa y la confirmación de la vocación imperial de Austria sobre los Balcanes y el sureste europeo. Tras la victoria de Pedro I sobre los suecos en 1709, la expansión de un cierto paneslavismo propició la intervención del zar en dicha zona como aliado de los príncipes de Moldavia y Valaquia, con la intención de expulsar a los otomanos. Su derrota en el río Prut (1711) lo obligó incluso a devolver Azov a los turcos. El sultán entregó los principados de Moldavia y Valaquia a griegos del barrio ortodoxo de Estambul (príncipes fanariotas). El posterior contraataque de los turcos a las posesiones venecianas (1715) propició el apoyo de los ejércitos austriacos, que conquistó Belgrado (1717) forzando a Estambul a firmar la paz de Passarowitz (1718), en la que los turcos tuvieron que aceptar un retroceso mayor que el de 1699. Austria fue la gran beneficiada, completando su dominio sobre Hungría, así como parte de Bosnia, Belgrado, el norte de Serbia y Valaquia. Tema 6. Hacia una nueva demografía EL COMENZO DE UN NUEVO RÉGIMEN DEMOGRÁFICO. MATIZACIONES REGIONALES. Si en 1789 el inglés Malthus (1766-1836), en su Ensayo sobre la población, se aterrorizaba sobre el ritmo del crecimiento demográfico, mucho más rápido que el de la producción de subsistencia, era porque el fin del siglo XVIII asistió al fin del estancamiento plurisecular. Puede fecharse en 1710 la última de las grandes crisis que cada cierto tiempo provocaban el violento retroceso de una población que crecía lentamente, pero que nunca sobrepasaba unos determinados topes en los momentos de máxima bonanza (p.e. Francia en los 20. millones encontraba su “techo”). Durante el siglo XVIII, especialmente durante la segunda mitad, se produce una especie de “despegue”, pese a las persistencias de hambres y epidemias. La tasa de natalidad sigue siendo muy elevada, pero la mortalidad disminuye, de modo que la vida humana se alarga y la población aumenta. La media de vida en el Beauvais pasa de los 21 años en 1680 a 32 unos 90 años después. La población europea pasa de unos 115 millones a finales del siglo XVIII hacia 187 en torno a 1789. El crecimiento demográfico no fue uniforme, no sólo porque en cada país tuviera un comportamiento peculiar en cada país, sino porque podía darse diferencias significativas, incluso en sus distintas regiones. Mientras que en Inglaterra creció un 133 %, o un 138 % en diversas regiones de Europa oriental (Rusia, Prusia, Hungría) en Francia sólo lo hizo y un 39 % y en las Provincias Unidas un 8 %. En segundo lugar no es conveniente establecer un nexo mecánico entre incremento demográfico y desarrollo económico, ya que la relación entre demografía y economía es de gran complejidad. De hecho en zonas alejadas en donde se estaban produciendo transformaciones económicas aceleradas, podía tener lugar un importante crecimiento demográfico (Europa oriental, como hemos mencionado). Matizaciones regionales Los distintos ritmos demográficos. El caso inglés es quizás el que permite apreciar la complejidad de la relación entre economía, demografía y sociedad, ya que Inglaterra conoce un importante auge demográfico, acelerado a partir de 1750, coincidente con el inicio de la Revolución Industrial. Diversos autores han concedido especial importancia ora a la descenso de la natalidad (Krause) ora al aumento de la natalidad (McKeown), si bien las tesis que más crédito han alcanzado últimamente ha sido formuladas por Wrigley, para el que los grandes cambios habidos en el terreno de la nupcialidad son causa del destacado crecimiento demográfico británico. Sobre la base de que la decisión de contraer matrimonio es el más deliberado de los actos demográficos, demostró que la mejora en el nivel medio de los ingresos netos de los ingleses alentó a contraer matrimonio a edades más tempranas y, en consecuencia, a un aumento de la natalidad. Francia, Italia y España tuvieron un crecimiento más pausado Francia rompe la barrera de los 22 millones y alcanza los 29 millones en 1800. Junto a unas diferencias regionales muy marcadas (Normandía, 15 %, Alsacia, 100%), el escaso desarrollo de la economía francesa y su propio carácter demográfico (acceso al matrimonio a edades muy elevadas), constituyen los principales frenos. El despegue demográfico español es similar al francés, con importantes diferencias regionales; muy débil en la Cornisa Cantábrica, Galicia y País Vasco y elevados en el litoral mediterráneo, con una relación recursos/población muy favorable. P.e. Murcia y Valencia ven triplicar su población. El resto de las regiones (Castilla, Andalucía, zonas del interior), se mueven en una situación intermedia. La Península Italiana muestra, en conjunto, un comportamiento similar (de 13 a 18 millones, un 38 %). La Italia del Norte, económicamente más desarrollada, tuvo un crecimiento menor que la Italia meridional o insular. El este y norte de Europa, regiones de grandes espacios abiertos, conocieron un importante aumento de su población gracias a que la tierra abundante y la escasez de mano de obra actuaron como disolventes de muchos controles positivos. El estímulo a la colonización, promovida por Guillermo I y Federico II en los territorios orientales de Prusia, se tradujo en un espectacular crecimiento demográfico de las provincias. La política colonizadora de Pomerania, Silesia y la Prusia Oriental dio lugar a un importante aporte migratorio que tenía diversas procedencias y motivaciones: desde Austria a causa de la persecución religiosa y desde Sajonia huyendo del azote del hambre. El aumento de la población prusiana no sólo fue debido al impulso inmigratorio, sino también se favoreció de una disminución de la edad matrimonial y un ligero descenso de la tasa de mortalidad. Todavía son mayores los índices de crecimiento registrados en algunas regiones del imperio ruso. Rusia pasa de 15 millones en tiempos de Pedro El Grande a casi 38 millones en 1795. Si bien una parte de este aumento correspondía a los repartos de Polonia, otra razón fue la intensa colonización de las regiones “nuevas”, puestas en cultivo en el Bajo Volga, los Urales y, sobre todo, en Ucrania. Y aun son más elevado los índices de crecimiento en América del Norte, donde la población había pasado de 300.000 habitantes en 1700 a 5 millones en 1800, un crecimiento del 1.666 %, resultado no sólo de un gran aporte migratorio, sino también de una vitalidad natural excepcional FACTORES DEMOGRÁFICOS Y CAUSAS y CONSECUENCIAS DEL CRECIMIENTO. Natalidad Durante el siglo XVIII se mantuvieron, en general, las altas tasas de natalidad-fecundidad, pero no hubo una evolución completamente uniforme. Abundan los países con tendencia a su aumento en relación con un clima económico favorecedor del matrimonio. Ocurrió, por ejemplo, allí donde hubo procesos colonizadores. Pero el proceso adquirió especial relevancia en Inglaterra y E. A. Wrigley y R. S. Schofield han demostrado que fue éste el motor principal de la expansión demográfica inglesa. En este contexto, y con el estimulo de los cambios económicos, la reducción de la edad de la mujer al primer matrimonio - y de la proporción del celibato definitivo femenino -en el primer cuarto de siglo alcanzaba el 15 y en algunos momentos el 20 por 100; en el último, era inferior al 7 por 100- trajo como consecuencia el incremento de la tasa de natalidad, del 31-33 por 1.000 a casi el 40 por 1.000 a lo largo del siglo. La adecuada respuesta económica al crecimiento de la población hizo que no se llegara a poner en peligro seriamente la delicada relación población-recursos, permitiendo un desarrollo con menos dificultades que en el Continente. Pero hubo casos de evolución contraria. En Francia, concretamente, la tasa de natalidad, mantenida en descendió luego, muy lentamente al principio, más acusadamente desde la Revolución, quedando en el 32 por 1.000 en 1805-1809. La explicación reside en la cada vez más generalizada práctica de la contracepción, ya detectada desde bastante tiempo atrás entre la elite social de algunas ciudades, no sólo francesas, y propagada primero al resto de la sociedad urbana, donde se siguió practicando más intensamente, y después al medio rural . Ésta no haría sino extender e intensificar, si bien irregularmente, una práctica que, casos particulares al margen, aparecía en Francia con casi cien años de anticipación respecto al resto de Europa. El interés por no dividir las herencias en exceso, la mayor preocupación por la vida material, la posibilidad de educar mejor a pocos que a muchos hijos, la tendencia a evitar las molestias y peligros de los embarazos y partos por parte de unas mujeres que se preocupan por sí mismas más que en el pasado, o el triunfo del individualismo han sido algunas de las razones esgrimidas para explicar -siempre insuficientemente- un fenómeno que, en cualquier caso, traduce un debilitamiento de la influencia religiosa sobre la sociedad francesa. Mortalidad La mortalidad, por su parte, experimentó un ligero descenso, si bien no del todo homogéneo ni simultáneo en los diversos países, motivado, sobre todo, por la menor incidencia de las crisis demográficas y por la atenuación de algunos de los componentes de la mortalidad ordinaria. La mayor novedad en este sentido fue, sin lugar a dudas, la práctica desaparición de la peste, que desde mediados del siglo XIV había sido uno de los mayores azotes de la población europea. Sus últimas grandes oleadas en Europa occidental fueron, salvo algunos contagios menores, la de Londres de 1665- que afectó, en realidad, a una extensa área del noroeste europeo- la de Marsella de 1720 1, si bien Europa oriental vivió todavía algún tiempo bajo su amenaza -recordemos, por ejemplo, la epidemia de Moscú en 1770-1771- para ver cómo desaparecía en el primer tercio del siglo XIX. No es fácil precisar el porqué de la erradicación de una enfermedad cuyo agente causante -el bacilo de Yersin- no fue descubierto hasta 1894 y que sólo es eficazmente combatido con antibióticos y sulfamidas. Se 1 ha hablado de posibles mutaciones genéticas en el bacilo, de cambios en la relación patógena agente-paciente tras un contacto de siglos (menor virulencia del microbio, progresiva inmunización del hombre), del más frecuente empleo de piedra en la construcción, de la mejora de la higiene urbana -ambos factores reducirían la presencia de roedores en las ciudades- o del desplazamiento de la rata negra, portadora del bacilo, y de la pulga que lo transmitía, por la rata gris como principal roedor parásito de las aglomeraciones humanas. Pero, sin menospreciar la posible intervención de estos factores, sí es seguro que una parte de la responsabilidad corresponde a las distintas administraciones por la aplicación rigurosa de medidas profilácticas y preventivas, entre las que destacan la exigencia de cuarentenas e inmovilización de mercancías y personas procedentes de zonas infectadas. En concreto, hay que señalar la más que probable eficacia de la barrera militar (de hecho, barrera sanitaria, en caso necesario) establecida en las nuevas fronteras habsburgootomanas. Bien entendido, la mortalidad catastrófica no llegó a desaparecer. Pero las crisis fueron más infrecuentes y, sobre todo, menos virulentas. Por lo pronto, no hubo una conflagración bélica en el XVIII comparable por sus efectos negativos a la Guerra de los Treinta Años. Y las cosechas de los nuevos cultivos que se estaban difundiendo (patata, sobre todo), al tener ciclo distinto al del cereal, se protegían mejor de los desmanes de las tropas. Por otra parte, estos nuevos cultivos, pese a sus limitaciones, contribuían a paliar las crisis de subsistencia. Entre otras razones, por su comportamiento distinto al del cereal frente a las variaciones climáticas, lo que vinculó en algunas zonas su extensión a épocas de dificultades (gran hambre de los primeros años setenta en amplias zonas centroeuropeas, por ejemplo). De especial importancia fue la introducción de la patata. Y también tienen su importancia a este respecto el incremento de la producción agraria en general, las mejoras en las comunicaciones (lo que facilitaba el transporte y distribución de granos a los lugares donde escaseaba) y, finalmente, el nivel más elevado de humanitarismo y las mejoras en la asistencia pública. Con todo, en una Europa en que el pan seguía siendo el alimento básico, la concurrencia de varios años de malas cosechas provocaba aún situaciones muy difíciles. Pero sus efectos fueron más moderados que en el pasado. Es poco probable que la mejora de la higiene tuviera incidencia sobre el descenso de la mortalidad, ya que la higiene personal mantuvo en el siglo XVIII un bajo nivel, y las enfermedades propagadas por piojos, pulgas o mosquitos no tuvieron un descenso significativo. Y los hospitales, en la mayoría de los casos, continuaban siendo centros donde apenas se ofrecía algo más que cobijo a los enfermos menesterosos y en los que no era rara la extensión de enfermedades contagiosas. Pero si es destacable un aumento de las preocupaciones higienistas en Francia, Inglaterra y España, donde se redactaron planes urbanísticos que destacaban los beneficios de la pavimentación de las calles, de la construcción de redes de alcantarillado, y la necesidad de una mayor ventilación en las viviendas. El tifus, debido a la falta de higiene en el agua potable y de un tratamiento adecuado de las aguas residuales, era una enfermedad extendida y muy activa, como también lo eran el sarampión, la tos ferina, difteria, la disentería o la tuberculosis. El inicio de la lucha contra la viruela, enfermedad causante del 7 al 10 por 100 del total de las defunciones, constituye uno de los más importantes capítulos de la historia de la medicina en el siglo XVIII. La inmunización experimentada por quienes la superaban dio pie a los intentos de vencerla por la vía preventiva. Primero, por medio de la inoculación o variolización, práctica importada de Turquía a comienzos de los años veinte (tras algún ensayo veneciano anterior) y consistente en provocar el contagio en individuos jóvenes, sanos y fuertes que, de sobrevivir, quedarían inmunizados. Acompañada siempre de una viva polémica, hoy se sabe que los efectos eran nulos. El paso siguiente fue el descubrimiento de la vacuna por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) en 1796. Pero los beneficiosos efectos de este eficaz medio de lucha contra la viruela se proyectarán, como es lógico, sobre el siglo XIX. Consecuencias del crecimiento El crecimiento de la población europea provocó la puesta el cultivo de nuevas tierras, por ejemplo, en Rusia, y el desarrollo de la emigración hacia América, el vagabundeo en el campo y el comienzo del éxodo rural hacia las ciudades. Este excedente de fuerza del trabajo se emplea en las manufacturas tradicionales, en espera del desarrollo de nuevas formas de producción industrial, que en adelante serán posibles y necesarias a un tiempo. Frente a las corporaciones urbanas con estrictos reglamentos, aumenta el número de artesanoscampesinos, principalmente en el ramo textil (p.e. en Bohemia más de 200.000 campesinos hilan lino en sus casas). Finalmente habría que señalar que el nuevo régimen demográfico da a Europa una mayor proporción de hombres jóvenes cuyo dinamismo y audacia habría quizás que relacionar con las múltiples innovaciones del siglo. EVOLUCION DE LA POBLACION Las causas de esta evolución demográfica están aún discutidas. No hay que sobrevalorar la relativa disminución de las guerras, ni las influencias de los progresos en la medicina, que afectan sólo a una minoría. La climatología histórica sugiere una mejora de las condiciones meteorológicas-subidas de la temperatura y menor pluviosidad- lo que podría explicar el crecimiento de los rendimientos cerealísticos y la disminución de fiebres y otras epidemias. De manera general, para Benassar se puede decir que el europeo vive más porque se alimenta mejor. La patata, que se cultivaba en Inglaterra y Alemania, y penetra en Francia por Alsacia, es un alimento muy valioso en épocas de carestía de trigo. La Europa meridional se beneficia de la expansión del maíz. EL MUNDO URBANO Y LAS MIGRACIONES La Europa del siglo XVIII era todavía un ámbito esencialmente rural. Según las estimaciones de J. de Vries, sólo el 3,2 % vivía en núcleos mayores de 100.000 habitantes y el 10 por 100, en núcleos mayores de 10.000. Sin embargo, las ciudades experimentaron en este siglo un vigoroso desarrollo. En la Europa central y occidental, el número de las mayores de 10.000 habitantes pasaba de 224 a 364 Se estaba, pues, en la antesala de lo que iba a ser el gran desarrollo urbano posterior, aunque las dimensiones de las ciudades fueran todavía modestas: sólo una cuarta parte de ellas estaba entre los 20.000 y los 40.000 habitantes y no llegaban a la veintena las que superaban los 100.000 habitantes. Londres, próxima al millón de habitantes (concentraba casi el 10 por 10 de la población inglesa), era ya la mayor ciudad de Europa occidental, seguida por París, con cerca de 600.000 (pero con sólo el 2,2 por 100 de la población francesa) y Nápoles, que no llegaba a 500.000 habitantes; Viena, la cuarta en tamaño, superaba ya en muy poco los 200.000 habitantes. San Petersburgo se acercaba a los 150.000 habitantes y Moscú sobrepasaba, quizá ampliamente, los 100.000 al terminar el siglo. Y Constantinopla estaría próxima a los 600.000 por las mismas fechas. Crecieron especialmente las capitales político-administrativas y las ciudades portuarias , algunas de ellas con astilleros)- e industriales incluso, aunque todavía a muy pequeña escala, el crecimiento de estaciones termales y balnearios (la inglesa Bath es un caso paradigmático) señala la aparición de nuevas funciones urbanas vinculadas en este caso a la explotación económica del ocio y la preocupación por la salud de las capas altas de la sociedad. El fenómeno afectó prácticamente a toda Europa, si bien no con la misma intensidad -hubo incluso casos concretos, precisamente en el área más urbanizada (Países Bajos), de descenso de la tasa de urbanización-, pero fue en Inglaterra donde adquirió mayores proporciones. Con una ausencia casi total de ciudades (si exceptuamos Londres) en el siglo XVI, su evolución económica potenció de tal forma el desarrollo urbano desde mediados del XVII, que en 1800 presentaba una de las tasas de urbanización más altas de Europa (20 por 100 de población urbana), sólo por debajo de las Provincias Unidas (29 por 100) y superando a las demás áreas tradicionalmente urbanas y, especialmente, al área mediterránea. El peso de la urbanización se había desplazado a la par que el económico, hacia la Europa del Noroeste. La inmigración desempeñó un papel clave en la vida de las ciudades. La presencia de inmigrantes se reflejará, por ejemplo, en la peculiar distribución por edades de su población, con tramos centrales más nutridos de lo habitual. Pero también eran menores las tasas brutas de natalidad. Y, sobre todo, las deficientes condiciones higiénico-sanitarias en que vivía gran parte de su población, propiciaban tasas de mortalidad más altas que en el medio rural, tanto en lo referido a la mortalidad infantil (P. Bairoch califica a la ciudad en esta época de cementerio de bebés) como a la adulta. Los saldos vegetativos urbanos solían ser, pues, negativos o sólo ligeramente positivos. Y esto no cambiará, en el mejor de los casos (algunas ciudades inglesas, por ejemplo), hasta finales del siglo XVIII o, más frecuentemente, hasta bien entrado el XIX. Fue, por lo tanto, la inmigración la gran impulsora de su crecimiento. Y una simple interrupción de la corriente migratoria, sin necesidad de que se produjera un éxodo masivo, provocaría el rápido declive de las ciudades al debilitarse sus bases económicas. Las migraciones El sedentarismo era la nota dominante en la sociedad europea del siglo XVIII. Sin embargo, la estabilidad no era total y aunque la movilidad geográfica no solía afectar sino a una minoría, en determinadas circunstancias podía llegar a ser significativa. En cada país solía haber una colonia de extranjeros, militares, estudiantes, religiosos que iban de convento en convento, artesanos cualificados para poner en marcha ciertas industrias, mercaderes y negociantes que se agrupaban en ciudades portuarias, músicos y artistas que recorrían diversas cortes, constituyen ejemplos de personas que, más o menos habitualmente, se desplazaban, a veces, a largas distancias. Mucho más numerosos, junto a los pocos que tenían en el nomadismo su forma de vida (gitanos), mendigos y vagabundos erraban constantemente por los caminos. Considerados inútiles desde el punto de vista económico, y peligrosos socialmente, los intentos de acabar con ellos, cuando se hicieron, resultaron bastante ineficaces. Por otra parte, no eran raros los desplazamientos estacionales, impuestos por la propia estructura geoeconómica entre las que destaca, sin duda, la necesidad de buscar ingresos suplementarios ( pastores, jornaleros) Las ciudades y núcleos grandes, ya lo hemos dicho, constituían un importante foco de atracción, temporal o definitivo, para quienes buscaban mejorar su situación o, simplemente, ahorrar lo suficiente para hacer frente al matrimonio. La atracción no se limitaba en modo alguno al entorno más próximo, sino que podía afectar a un área muy extensa. Los desplazamientos, en ocasiones, implicaban el abandono definitivo del propio país. Y no siempre de forma voluntaria. La intransigencia política y religiosa, si bien algo más atemperada que en tiempos anteriores, continuó forzando o condicionando migraciones. Sirvan como ejemplo de ello, entre los muchos casos que se podrían citar, los cerca de 20.000 protestantes expulsados de sus territorios por el arzobispo de Salzburgo en 1728; o los presbiterianos del Ulster (en número superior a los 100.000) que emigraron a América, entre otras razones, por las exclusiones de que eran objeto por su confesión religiosa. Y a finales del siglo, los huidos de los acontecimientos de la Francia revolucionaria conformarán una nueva oleada de exiliados. Los movimientos de colonización de tierras originaron también corrientes migratorias de diversa importancia. Podemos citar, a pequeña escala, la repoblación de Sierra Morena por Carlos III, o las desecaciones de tierras pantanosas llevadas a cabo en muchos países. Y entre los más importantes se cuentan, por ejemplo, el llevado a cabo por Federico el Grande de Prusia -continuando un proceso iniciado anteriormente-, que afectó probablemente a cerca de 300.000 colonos o la colonización de la Gran Llanura húngara, tras su reconquista por los Habsburgo a los turcos, con pobladores magiares y también alemanes, franceses, italianos, albaneses... Finalmente, se ha de considerar la emigración a las colonias, la única corriente migratoria de importancia que trascendió los límites continentales. De difícil evaluación, se ha estimado recientemente en algo más de 2, 7 millones de emigrantes a lo largo del siglo. De ellos, 1,5 millones (británicos en su inmensa mayoría) se habrían dirigido a la América continental inglesa, de 620.000 a 720.000 portugueses habrían ido al Brasil y quizá no más de 100.000 españoles se habrían establecido en la América hispana, siendo muy exigua -unos pocos miles de personas- la emigración francesa al Canadá y más numerosa -de 100.000 a 150.000- la que tuvo por destino las Antillas francesas. Por lo demás, América recibía otra aportación humana de muy distinto signo, la de los esclavos negros. La repercusión demográfica que la emigración a América tuvo en Europa no fue grande. En conjunto, las salidas no representaron más que una pequeña proporción del excedente de población acumulado en el Viejo Continente. Y analizándolo por países, sólo pudo frenar el crecimiento en Inglaterra y, dadas las cortas cifras de partida, en Portugal. TENSIONES Y CONFLICTOS SOCIALES El individualismo de las elites tuvo su contrapartida en las acciones colectivas de la muchedumbre, que canalizaron la protesta ante los diversos aspectos, sociales o económicos, que condicionaban su mala situación. La desarticulación social que produce la pérdida de eficacia de la autoridad natural y los avances del absolutismo dejaron a las masas sin una dirección clara. La falta de cultura, que favorecía la creencia en mitos, o bien el aumento de cultura en otras partes, que acentuó la visión crítica y el deseo de acción, se combinaron con las malas condiciones de vida y las crisis de abastecimiento para desencadenar la protesta social. Las protestas se inscriben en la mentalidad de la época, y los amotinados tienden a exigir aquello a lo que la legalidad vigente les daba derecho frente a los progresivos abusos de los señores o del estado. Los motivos son variados: aumento de la presión fiscal, reclutamientos, el movimiento de las enclosures en Inglaterra, las rebajas de sueldos en las actividades industriales… Pero la causa inmediata del conflicto casi siempre va unida a una crisis de abastecimiento provocada por las malas cosechas. En muchos casos la revuelta popular esconde una dirección de la nobleza, que se opone a las medidas reformistas de los gobiernos. En otros casos hay más espontaneidad popular, a veces llena de odio. En otros casos se notan realidades más modernas, como los levantamientos de los colonos norteamericanos frente al gobierno de Londres. Otros mantienen ribetes de guerra religiosa. También el s. XVIII vio numerosas huelgas de obreros industriales frente a las injusticias salariales. Si el liberalismo individualista triunfaba en unos aspectos, su lucha frente al antiguo orden social fue creando también nuevos enemigos. No es sólo que la pobreza y la marginación siguieran existiendo, sino que empezó a desarrollarse el espíritu de confrontación social que crecerá en la Edad Contemporánea. Tema 7. Las transformaciones económicas en una fase de expansión Las nuevas doctrinas económicas La crisis del siglo XVII motiva la propuesta de modificaciones en las teorías mercantilistas, que evoluciona hacia teorías del libre comercio. Child o Petty, ponen el énfasis no tanto en el volumen del comercio o en la balanza comercial positiva, como en los e excedentes que produzca. Se puede perder con un país si se compensa con las ganancias respecto a otro. La riqueza no reside necesariamente en la cantidad de oro y plata, sino en el trabajo, que proporciona una idea del valor de las cosas. Se están adelantando las ideas del liberalismo. En pleno siglo XVIII, Hume, Stewart y Cantillon defienden claramente la libertad de comercio y enlazan con propuestas fisiocráticas. Las críticas la mercantilismo y al excesivo proteccionismo del estado se desarrollan igualmente en Francia- en el que se ataca el sistema de impuestos que obstruía el comercio de granos o en España (Ustáriz, Ulloa, Campillo o Argumosa defienden una liberalización del sistema del comercio americano). Este pensamiento mercantilista evolucionado influye en la política económica; sin embargo, la novedad desde la teoría serán otras dos corrientes, la fisiocracia y el liberalismo. Ambas surgen del planteamiento filosófico sobre la necesidad de observar la naturaleza. La Ilustración consideró primero al individuo, y éste en el seno de la naturaleza, cara al primer recurso de toda la sociedad: la tierra. La escuela francesa defendió que tal doctrina se denominó fisiocratismo, o sea los partidarios del orden natural, los que se oponen al régimen social “civilizado” de coerción económica. Uno de sus principales defensores fue Quesney, médico de Luis XV. Según él, la riqueza de los países dependía únicamente de la agricultura, ya que el comercio y la industria dependían de ella. El retorno a la tierra había de ir acompañado de la libertad económica y de la supresión de los monopolios y reglamentos que obstaculizasen el desarrollo “natural” de la producción y la circulación de mercancías. Su fórmula fue “dejad hacer, dejar pasar” Según Quesney, la industria y el comercio, que transforman y distribuyen el productos, son operaciones estériles-no crean riqueza-pero absolutamente necesarias. Ambas deben ser libres para que el ciclo económico se realice sin interrupciones. Se defiende, por lo tanto, la libertad comercial y una estructura capitalista de la propiedad de la tierra según la cual lo importante es la disposición que el terrateniente haga de sus rentas. A finales del siglo XVIII un grupo de autores adscritos a la escuela clásica definió los principios teóricos del liberalismo económico. La principal figura de esta escuela (también llamada de Manchester) fue el escocés Adam Smith, quien publicó en 1759 la “Teoría de los sentimientos morales”, un primer intento serio de presentar la nueva moral individualista del capitalismo moderno. El respeto al orden natural le llevó a buscar la armonía que debía regir en la vida económica, al igual que la gravedad gobernaba el cosmos. La encontró en el sentimiento de simpatía o comunidad de intereses mutuos de las personas cuando, llevadas por sus intereses particulares, se encuentran con los demás. Ese mutuo interés hará que nos pongamos de acuerdo, sin necesidad de recurrir a ninguna norma, ni económica, ni moral. El lugar de encuentro de esos intereses es, naturalmente, el mercado, donde confluyen la demanda de necesidades y la oferta de productos. El mercado se regula automáticamente, sin intervención, merced a una “mano invisible” que no es otra que la de los mencionados intereses. En 1776 publicó “Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones” donde formula sus teorías económicas y cristaliza el espíritu liberal y naturalista, reflejando los progresos técnicos en la agricultura y la industria, las nuevas concepciones comerciales y el espíritu filosófico de la Ilustración. Smith combatió la acumulación de riqueza y metales preciosos por parte de los Estados, y estableció que la base de la riqueza tampoco se hallaba en la agricultura, sino pura y simplemente en el trabajo individual. La actividad económica de un país era la suma de los esfuerzos de los trabajos individuales. La riqueza de las naciones consistía en el acrecentamiento de los productos y los objetos de cambio. Smith proclamó la plena libertad económica, el derecho del hombre a disponer libremente de su trabajo y la ineptitud del Estado como ente económico. Por lo tanto debían suprimirse cuantas restricciones se opusieran a este desarrollo. La supresión de aduanas, el libre cambio entre naciones, la búsqueda del mercado más barato para la adquisición de materias primas, tales debían ser los principios internacionales. En el interior el Estado había de limitar su actividad a una función jurídica. Las ideas de Smith, fruto de la observación de la vida económica en la Inglaterra de su tiempo, tendrán su importancia hasta hoy. Aunque Smith propugnaba una actitud moral para evitar los abusos de los capitalistas, no dijo cómo se podía hacer y de hecho sus teorías sirvieron después para justificar egoísmos descarnados. Por otra parte, su fe en un mecanismo natural deja a la persona a merced de unas impersonales circunstancias económicas que en la práctica dominan sobre otras consideraciones. Agricultura y ganadería El siglo XVIII es el último siglo de la historia de Europa occidental del que se puede afirmar todavía que las actividades económicas estuvieron dominadas por la tierra. En todos los países representaba la máxima parte del capital productivo. El tanto por ciento de los campesinos era al menos del 80 % de la Francia prerrevolucionaria, el 75 % tanto en Polonia como en Rusia y no era muy inferior en Inglaterra. En este siglo, un aumento del catastro repercutía de un modo muy fuerte en la demanda de manufacturas industriales. Las formas de la propiedad y del cultivo de la tierra se hallaban en la base de la sociedad y repercutían también en el plano político, donde los gobiernos europeos fueron inducidos a favorecer la agricultura como fuente de la potencia económica. El aumento poblacional en Europa estimula un considerable incremento en el consumo de productos, tendiendo a satisfacer nuevas exigencias en la alimentación. Se consume más carne, más trigo y más especias. El café, el azúcar, el cacao y el tabaco, se han asentado desde el siglo XVIII en el gusto continental. El siglo XVIII fue el siglo de la fisiocracia, los fisiócratas sostuvieron en particular que para estimular la agricultura era necesario favorecer el libre comercio de cereales, además de promover el desarrollo de carreteras y la creación de canales. También estuvo caracterizado por el aumento de la producción, comprendida la de los intereses industriales (cáñamo, moras, lino). Si en la primera mitad del siglo el crecimiento fue debido a la roturación de terrenos, sobre todo en Inglaterra ésta fue luego la causa que llevó a los progresos tecnológicos. La afición por la naturaleza y el estudio de los fenómenos naturales motivan el cambio de mentalidad de los economistas. El progreso agrícola primero se desarrolló en teorías, y luego se aplicaron empleando los nuevos métodos de rotación de cultivos, mejora y abono de los campos y cuidado racional de la tierra. Los campesinos podían apreciar que los beneficios de su trabajo aumentaban de un modo práctico y muy remunerador. Esta revolución agrícola supone la ruptura con una forma de agricultura que se inició en el neolítico. Holanda y Bélgica (desde el s. XVI) fueron los pioneros en estos métodos, interesándose por la selección de los vegetales, el cultivo metódico de las tierras, las plantaciones de árboles frutales, la adecuación de los suelos agrícolas a los cultivos, etc. Inglaterra asumió las innovaciones a lo largo del siglo XVIII y los propietarios estimularon la reagrupación de las propiedades agrícolas y transformaron el país en una nación productora de cereales, que exportaba al continente. Entre los propugnadores de los nuevos métodos, cabe citar a Jethro Tull, el cual implantó la siembra mecánica y la roturación profunda del suelo. Pronto otros emprendedores propietarios como Towshend, Holkhem y Bakewell introdujeron novedosas rotaciones de cultivos y la cría y selección de ganado lanar. Se consolidó el modelo clásico de la agricultura inglesa del Setecientos, la agricultura alternante (alternate husbandry) o sistema Norfolk,. Los cultivos que se alternaban en ellos, aunque había bastantes variantes locales, se basaban en la plantación de forrajeras diversas y también con algún año de barbecho. Las ventajas del sistema podemos resumirlas en el logro de una mayor complementariedad entre agricultura y ganadería y la supresión del barbecho sin forzar el agotamiento de la tierra. Francia participó en la revolución a través de los enciclopedistas, con la propagación a partir de 1750 de los nuevos métodos, lo que propició que en pocos años la agricultura francesa cubriera las necesidades nacionales de trigo, mejorara la alimentación del pueblo con la difusión de la patata, y progresara el cultivo del maíz. Esta es, en definitiva, la época en la que se forman grandes empresas agrícolas capitalistas, que a finales del siglo comienzan a utilizar maquinaria en Inglaterra y en Francia. En Gran Bretaña, a mediados de siglo, se impulsaría la revolución industrial gracias al traspaso de capitales, fuerza de trabajo y mercancías, de la agricultura a la industria. El cierre de los campos en Inglaterra (enclosures), facilita la creación de grandes empresas agrícolas, y la emigración a las ciudades de la población excedente. La agricultura afectaba de modo directo, amplio y profundo a las relaciones entre los hombres. Desde Francia hasta Rusia y desde España hasta Austria, el interés del propietario noble era casi por norma introducir cambios o mejoras que no amenazasen el sistema social cuyo principal beneficiario era él mismo. Las manufacturas continentales Prácticamente ningún ramo de la actividad industrial quedó al margen de la expansión: cuero y la piel, bebidas alcohólicas, papel, vidrio (Bohemia fue ya referencia inexcusable), lozas y porcelanas, o las velas y jabones. El aumento de la producción fue enorme en el sector textil, aunque sin faltar casos concretos de evolución negativa. La manufactura de la lana era la base del sector, siendo los principales países productores Francia y, sobre todo, Inglaterra, cuyo consumo de lana bruta se multiplicó por 2,5 a lo largo del siglo. Las regiones situadas en las inmediaciones de Lille y Ruán estaban entra las zonas más industrializadas del continente (con Barcelona, Ginebra, Zúrich y Génova). París, además, aparecía como un gran centro de mercado entre las grandes capitales, al lado de Ámsterdam, Ginebra o Frankfurt.. El desarrollo del puerto de Le Havre favoreció también la industria algodonera normanda, aunque los tejidos de algodón no fueron tan importantes como en Inglaterra, en Francia siguió prevaleciendo la elaboración de la seda, la lana y el lino. Creció también, y en mayor proporción que la pañería de lana, la producción de lienzos y telas de lino (en los Países Bajos austriacos, Francia, Escocia, Irlanda, Silesia prusiana...), que tenían buena salida en las colonias, donde, entre otros usos, se empleaba para vestir a los esclavos. El mayor crecimiento proporcional correspondió a los tejidos de algodón, con una aceptación en alza, tejido que a comienzos de siglo era de consumo elitista y básicamente importado – su elaboración en Europa era entonces poco menos que una rareza-, iba camino de convertirse en un artículo de masas que se producía prácticamente en todo el Continente. En las regiones de Valencia y Cataluña se registró a finales de 1750 un florecimiento de las actividades relacionadas con el algodón y la seda. La transformación industrial catalana caracterizó la situación española y su relación con un satisfactorio mercado colonial de exportación facilitó la transformación de las industrias textiles rurales en actividades más mecanizadas. Por lo que respecta a las industrias extractivas, la metalurgia del hierro fue la más importante del siglo, tendiendo a desplazar al cobre pese al aumento de su producción. Los principales productores eran Suecia y Rusia cuyo principal cliente era Gran Bretaña, debido a la demanda de las flotas mercantes y marítimas, a la que se sumó la cuchillería, quincallas, alfileres y clavos, destinada a los mercados europeos y plantaciones. En Silesia (Alemania) se activó una pequeña metalurgia local y la construcción de altos hornos por el interés estatal. Las explotaciones carboníferas se beneficiaron de la progresiva, aunque muy lenta, sustitución del carbón vegetal por el mineral. En Alemania destacaban ya los yacimientos del valle del Ruhr, si bien el grueso de la producción continental se daba en los Países Bajos austriacos y en Francia. La cantidad de carbón fósil extraída en Inglaterra, Gales y Escocia se triplicó entre 1680 y 1780. En lugar de hornos pequeños comenzaron a aparecer los altos hornos, los capitales invertidos, además de la capacidad productiva, eran claramente mayores, tanto en Inglaterra, como en Francia. En los demás países del continente europeo la industria del hierro siguió estando durante mucho tiempo sujeta a los viejos procedimientos. El comercio europeo y los metales preciosos En el siglo XVIII se produjo un claro progreso comercial, manufacturero y crediticio. Este desarrollo económico se dio particularmente en algunos países de la Europa occidental, donde se registró un incremento de las personas empleadas en las manufacturas. Los progresos estuvieron vinculados con los de los intercambios, con la aceleración de los transportes y con la mejora de las instalaciones portuarias. Los comercios internacionales seguían aún en primer lugar las vías marítimas, hasta el punto de que las naves europeas transportaron cerca del 75 % del valor conjunto del comercio mundial. El comercio fue sin duda el sector más dinámico de la economía del siglo XVIII, el ritmo con el que circulaban ideas y capitales no era comparable con ninguna otra actividad económica; efectivamente, esta fue la actividad que más estimuló el crecimiento del setecientos y las razones las encontramos en el propio crecimiento del sector, que permitió que, tanto particulares como gobiernos, les resultara atractivo participar en la actividad. Una de las claves del crecimiento del comercio internacional la encontramos en la mejora de la información de los mercados y la regularidad comercial, facilitada por el aumento de las relaciones entre los propios mercados y la seguridad del mismo, lo que aseguraba un constante incremento de comerciantes. Este aumento de la actividad demandó más servicios comerciales y financieros, además de mejores barcos. Mejoras en las instalaciones portuarias y de almacenaje y distribución. Con todo esto el comercio ofrecía un inagotable potencial de recaudación fiscal, lo que le obligaba a fomentar la actividad y convertirse en una cuestión esencialmente política. A partir de ahora. Las guerras comenzarán a ser más económicas que dinásticas, buscando compensar el esfuerzo bélico con las mejoras comerciales. El sector más dinámico fue el de los tráficos de productos coloniales, los puertos a los que afluían esos productos eran Londres, Liverpool, Bristol, Burdeos, Nantes, Ámsterdam y Copenhague y a partir de 1770 lo fueron también Hamburgo y Bremen. Entre 1780 y 1790, el 40 % del tonelaje conjunto de los navíos mercantes europeos hacía ondear la bandera inglesa o la francesa. Los grandes veleros del siglo XVIII eran una de las obras maestras de la tecnología europea. En Francia, el tráfico global del país se quintuplicó entre 1715 y 1789, las exportaciones aumentaron de forma considerables, nuevas elites de empresarios burgueses se impusieron mientras la potencia financiera del estado —de precios y población constante— aumentaba sólo un 10 % entre 1698 y 1788. En Inglaterra, hay que referirse a las Actas de Navegación bajo cuya protección el comercio exterior y el colonial conocieron una expansión notable. Las llegadas de oro procedente de las minas brasileñas, recientemente descubiertas, hicieron de Londres el mercado monetario mundial. El crecimiento de la economía mercantil británica sacó su mayor provecho de las campañas militares coloniales y del uso afortunado de las fuerzas navales. Los grandes competidores de los ingleses en el siglo XVII, los holandeses, estaban ya en franca decadencia. A partir de 1700, en particular los comercios de Hamburgo y Bremen se estaban imponiendo en perjuicio de los de las Provincias Unidas. En el transcurso del siglo XVIII, Ámsterdam mantuvo aún, la primacía en el campo bancario y financiero internacional. La mayor parte del comercio siguió realizándose entre mercados locales y regionales dentro del espacio europeo, aumentando las rutas, especialmente las marítimas, de manera generalizada. Las naves europeas transportaron cerca del 75% del valor conjunto del comercio mundial, siendo el sector más dinámico de intercambios el de los productos coloniales (café, té, azúcar y especias, algodón y tabaco), en 1786 la marina mercante europea totalizaba cerca de 3.400.000 toneladas, muy desigualmente repartidas entre los distintos países. Inglaterra, con cerca de 900.000 toneladas –el crecimiento en un siglo había sido del 260 por 100-, acaparaba algo más de la cuarta parte, seguida por Francia (21,6 por 100), Holanda (11,7 por 100) y los países escandinavos (16,4 por 100, en conjunto). Era esto un fiel reflejo de la posición que los citados países ocupaban en el ámbito comercial. Los principales puertos a los que llegaban esos productos eran Londres, Liverpool, Bristol, Burdeos, Nantes, Ámsterdam y Copenhague y a partir de 1770 lo fueron también Hamburgo y Bremen. Durante el siglo XVIII se culminó el proceso de desplazamiento del tráfico marítimo desde el área mediterránea a la atlántica, este giro (iniciado en el siglo XVI) fue producido por la expansión ultramarina y el ascenso de la economía septentrional. La evolución de estos puertos tuvo sensibles diferencias, Amsterdam perdió su posición destacada en beneficio de Londres y Hamburgo. Londres fue el principal puerto europeo al reunir la mayor concentración de servicios marítimos (información, almacenes, medios de pago, seguros…) y al fuerte apoyo institucional a la expansión comercial. Metales preciosos Durante este siglo los europeos aumentaron el grado de relación con sus colonias americanas; la ocupación y explotación de sus territorios se había limitado a zonas muy concretas, principalmente las costeras, y a la extracción, fundamentalmente, de metales preciosos. El poblamiento interior trajo consigo el contacto con nuevos ecosistemas y la posibilidad de explotar nuevos productos: oro y diamantes del Brasil, pieles en Canadá, harina en las trece colonias norteamericanas y la ganadería y cueros del cono sur. Al mismo tiempo, extendió la producción mediante plantaciones de tabaco, café, algodón y caña de azúcar, produciendo en el Continente americano lo que demandaban los europeos en los mercados asiáticos, lo que aseguró su comercialización y el éxito de las plantaciones, creándose, al mismo tiempo, circuitos comerciales que cruzaban todo el Atlántico intercambiando textiles y manufacturas por alimentos que luego se reexportaban por numerosos puertos europeos. El descubrimiento de oro en Brasil en la última década del siglo XVII y la llegada de plata de la América española durante el XVIII, ayudaron a superar la crisis monetaria que Europa venía arrastrando desde la centuria anterior; esta inestabilidad monetaria obligó a los gobernantes a modificar el nominal de las monedas y a plantear serias reformas en el sistema monetario. Así era común la coexistencia de dos monedas fuertes, una para la circulación interior y otra para las relaciones internacionales, inalterables por los gobiernos y con equivalencia fija en metal precioso; de este modo, se tomó la decisión de mantener una prolongada estabilidad monetaria y de buscar los recursos financieros por otras vías para ampliar la masa monetaria. Esta política de equivalencia con el metal precioso aumentó el interés por él. Por este motivo estuvieron los europeos muy interesados en buscar metales preciosos y paliar las mermadas arcas. El descubrimiento de oro en Brasil contribuyó mucho a esa recuperación económicomercantil y supuso una auténtica “fiebre del oro” al poner en marcha numerosas expediciones para descubrir nuevos yacimientos. Las nuevas minas de oro se encontraban en el interior del Brasil. Sus repercusiones en la economía europea fueron importantes, acabando buena parte de todo este oro en manos británicas debido al Tratado de Methuen de diciembre de 1703 (Inglaterra vendía productos textiles y manufacturas a cambio de rebajar sustancialmente los derechos arancelarios sobre el vino que importaba). Enmarcado en la red de alianzas que se tejieron con motivo del conflicto sucesorio español, ese pacto diplomático logrado por el embajador inglés en Lisboa (John Methuen) significa no sólo la ruptura de la alianza de Portugal con Felipe V y Luis XIV (que se había firmado en Lisboa en junio de 1701 y parecía augurar un sólido eje ibéricofrancés con enorme proyección en el mundo colonial), sino el paso de Portugal a la esfera de influencia británica. A este aumento de masa monetaria hay que sumar la llegada de plata de la América española, muy superior al registrado durante los siglos anteriores. Este crecimiento es debido a la incorporación de los yacimientos mexicanos al principal del Perú. México se convirtió en el mayor centro productor del mundo, debido a la fuerte relación entre el capital minero y el capital comercial mexicano y al aumento de los sistemas de control de la producción aplicados por la corona española. Parte de esta plata se dirigió hacia Asia, pero, el control de estos mercados por los comerciantes europeos, hicieron disminuir los benéficos españoles. Las finanzas Durante el siglo XVII aparecen instrumentos básicos para el desarrollo de la sociedad capitalista: las sociedades anónimas, la bolsa y la banca. Estas instituciones se perfeccionaron en la centuria del Despotismo Ilustrado, y no fue ya en Holanda, sino en Inglaterra. A pesar de que los holandeses mantuvieron su hegemonía durante la primera mitad del siglo XVIII. En 1600 se había fundado la Compañía de las Indias Orientales, que en 1622 se transformó en sociedad por acciones. En 1694 se fundó el Banco de Inglaterra, cristalización económica de la burguesía whig. Su acción se hace muy sensible en la evolución económica del siglo XVIII, en que sustituye al Banco de Amsterdam como mercado mundial financiero de primera categoría. El desarrollo del capitalismo financiero en la Europa del siglo XVIII, fue alentado por dos procesos. Por un lado la llegada masiva de metales preciosos provenientes de América, y por otro lado la entrada del gran público burgués en los métodos del capitalismo financiero, que hizo afluir al mercado una segunda masa de riqueza tesurizada. La expansión comercial del Setecientos estuvo sostenida por un importante aumento de la moneda y los medios de pago en general, así como por la aceleración de la velocidad de circulación monetaria, debido al cada vez más frecuente recurso al crédito, favorecido a su vez por unas instituciones financieras en rápida evolución. Los principales centros financieros del XVIII fueron, por un lado, Amsterdam y de otro, Londres, presidido por el Banco de Inglaterra. La acumulación de capitales en Suiza a consecuencia de dos siglos de paz y del espíritu metódico y precavido de su burguesía, permitió a sus banqueros gozar de pronta fama en occidente. La evolución de las prácticas bancarias y la creciente utilización del crédito agilizó la disponibilidad de capitales para las operaciones comerciales. Hay que señalar a este respecto, en primer lugar, la generalización del uso del cheque, pero, sobre todo, al triunfo de la letra de cambio, medio de pago e instrumento de crédito en una pieza, su éxito se debió a la generalización de su negociabilidad, evitando los riesgos y las incomodidades del traslado de monedas, a la vez que permitían el cambio de monedas de diferentes nacionalidades. La letra de cambio llegó a ser un instrumento bastante popular, empleado por amplios grupos sociales, al aplicar todos los países europeos leyes específicas que garantizaban los derechos y deberes de los que la utilizaban. Otra vía para multiplicar los medios de pago fue el papel moneda, surgiendo con el desarrollo de la banca y los cambios de las finanzas públicas. Estrictamente, los billetes eran promesas de pago sobre depósitos de los clientes en bancos y que emitían al saber que había depósitos que nunca se retiraban. La primera emisión se realizó por el Banco de Suecia en 1661. Los comienzos de la revolución industrial en Inglaterra El siglo XVIII aportó una de las mayores innovaciones en el progreso económico de la Humanidad: la Revolución Industrial. Desde mediados del XVIII hasta aproximadamente la mitad de la centuria siguiente se produjo una rápida transición hacia la mecanización industrial. Este cambio en la capacidad productiva terminó afectando al conjunto de la economía y de la sociedad. La cuestión que más ha preocupado a los historiadores es cómo se pudo producir esta Revolución Industrial y por qué en Gran Bretaña. Aunque no se ha dado una respuesta única, se han delimitado algunos puntos esenciales. El término “Revolución Industrial” ha llevado a engaño: no fue nada revolucionario, sino un proceso lento que el que durante bastante tiempo coexistieron y se estimularon mutuamente los distintos tipos de industrias. Además las transformaciones no se limitaron al marco industrial, sino que se estuvieron transformando todos los sectores de la economía y la sociedad. En la relación de causas que la originaron se ha descartado la existencia de un único factor causal o prerrequisito (disponibilidad de carbón, industria algodonera, mercados coloniales…), más bien se habla de interacción de causas, sin un orden secuencial. El papel de los inventos Una de las causas que más contribuyeron al aumento de la capacidad productiva fue la acumulación de avances tecnológicos. En el caso de Inglaterra, durante el s. XVIII estos avances no fueron el resultado tanto de inventos singulares y geniales como de unas condiciones económicas, sociales y mentales que favorecieron la experimentación, la transferencia de soluciones técnicas de una actividad a otra y la acumulación de un progreso técnico ampliamente compartido por la economía. Las bases materiales, sociales y políticas Lo que motivó este interés por intensificar la transferencia y aplicación de soluciones técnicas fue el crecimiento de la demanda. No sólo aumentó la población inglesa sino que también se incrementaron las pautas de consumo y dependencia del mercado de esa población. Una urbanización más intensa y unos mercados más integrados facilitaron la confianza de los consumidores. Esta espiral de crecimiento permitió al mercado y a la economía inglesa ser el principal cliente de la Revolución Industrial. La demanda exterior fue un gran estímulo añadido, pero no el origen de la Revolución Industrial. Los ingleses pudieron aprovechar las redes de distribución desarrolladas en su función de intermediarios en el tráfico comercial marítimo para introducir de forma progresiva los productos de su Revolución Industrial. Los cambios concretos en la industria, que llevaron a su mecanización, afectaron a la tecnología y organización empleadas en la producción. La industria textil Al empezar el s. XVIII la industria algodonera era una actividad marginal comparada con la industria lanera. Se realizaba dentro del modelo de industria doméstica, con muy baja productividad y escasa calidad. La situación empezó a cambiar en la primera mitad del XVIII, cuando se popularizaron los tejidos de algodón importados desde la India. El aumento de la demanda y las dificultades para abastecer los tejidos indios animaron a incrementar la productividad de la industria interior. Sucesivas mejoras técnicas consiguieron notables avances, lo que creaba desajustes en el proceso productivo, lo que animaba más cambios. Los perfeccionados modelos de lanzaderas permitían mayor capacidad de producción de tejidos que la cantidad de hilado que podían suministrar los hiladores; faltaba hilo y no había mano de obra suficiente para satisfacer la abastecer el ritmo de producción de los tejedores. Además, la presión de la demanda en alza se iniciaron mejoras sucesivas sobre el viejo torno de hilar y en unos años se consiguieron máquinas hiladoras más potentes, llegándose a principios del s. XIX a suministrar más hilo del que los tejedores eran capaces de tejer, lo que producía un nuevo “cuello de botella” que estimulaba nuevos cambios. Los modos de producción fueron también cambiando. A medida que aumentaba y se regularizaba la demanda se hacía más evidente que era insuficiente la mano de obra doméstica dedicada a tiempo parcial a estas tareas. Esta necesidad fue pronto superada por el empleo de la energía hidráulica y de vapor. Todo animaba a concentrar la mano de obra y las máquinas en un solo edificio: la fábrica. Así se podía controlar mejor la productividad de la mano de obra, se sometía a las máquinas al máximo rendimiento, se podía iniciar una organización más eficiente de las tareas de producción… Tema 8.- La cultura de la Ilustración La Ilustración. Concepto, características, límites geográficos y cronológicos Se conoce como Ilustración el movimiento cultural e intelectual que se desarrolló en Europa a lo largo del siglo XVIII, en especial durante el período de 1715 a 1789, y que tuvo como objeto primordial la difusión de la filosofía racionalista en todos los ámbitos del saber humano. La aceptación de la cultura de la Ilustración supuso, por un lado, la afirmación de la fe absoluta en la razón humana como base de todo conocimiento, y por otro la adopción del espíritu libre y crítico en el análisis de las actividades humanas y en la resolución de sus problemas. Esta nueva actitud intelectual, a la vez crítica y reformadora, caló especialmente en el seno de la burguesía, clase social ascendente en la Europa del siglo XVIII. Y es que la doctrina de la Ilustración se reveló como una eficaz arma ideológica para luchar contra las estructuras de la sociedad y cultura del Antiguo régimen, en particular contra los privilegios estamentales y los dogmas de la Iglesia católica. La plasmación concreta de los ideales ilustrados, como las libertades y la igualdad, tuvo como primer marco sociopolítico la Revolución francesa de 1789. La filosofía de la Ilustración aportó una serie de privilegios universales que afectaron muy profundamente a hábitos y ámbitos muy diversos de la sociedad. Así por ejemplo, los juristas ilustrados del XVIII, encabezados por Cesare Beccaria, inauguraron el derecho penal moderno, cuyos postulados esenciales son la eliminación de la tortura y la presunción de inocencia. La economía se consolidó como ciencia gracias al escocés Adam Smith y sus "Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones” (1776), obra con la que puso los cimientos teóricos del liberalismo económico. Por su parte, las ideas de carácter social, político y religioso estuvieron en la base reivindicativa de los movimientos liberales que presidirán el siglo XIX europeo. Montesquieu. Voltaire y Rousseau fueron los grandes deudores de este trascendental corpus teórico. El primero en su obra "El espíritu de las leyes"(1748) reformuló el principio liberal de la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial). El segundo, muy anticlerical, se erigió en crítico implacable de la jerarquía eclesiástica, defendió la tolerancia religiosa y la "religión natural"o deismo, que admitía la idea de Dios, pero negaba la revelación. Y el tercero desarrolló conceptos tan básicos para la historia política moderna como la soberanía nacional o la igualdad de todos los individuos ante la ley. Razón, Naturaleza y Progreso son tres palabras que resumen el concepto de Ilustración, o siglo de las luces, unas nuevas ideas que destacan el fin de las “tinieblas”, un triunfo del racionalismo y del espíritu crítico llevado a su máxima expresión por los filósofos. Según Kant la Ilustración es “la emancipación de la conciencia humana del estado de ignorancia y error por medio del conocimiento”, con esta descripción se podría definir el movimiento filosófico – político que sacude Europa durante el siglo XVIII y que tendrá diferentes matices de acuerdo con el desarrollo en cada país. Así mientras en Francia, considera la cuna, Montesquieu, Voltaire y Diderot marcan los pensamientos basados en la Razón como expresión máxima de la libertad del ser humano llegando a la sustitución de Dios y a la exaltación de la Naturaleza en un sentido filosófico que habla de una igualdad, una libertad, un derecho, una religión y una moral naturales. límites geográficos y cronológicos. Variantes territoriales. Francia y otros países La Ilustración no se desarrolla ni alcanza a todos los países europeos por igual. Así los franceses dirigen sus críticas contra la Monarquía, el Absolutismo y la Religión y en La Enciclopedia que redactan Diderot y DÁlembert con colaboraciones de otros como Montesquieu y Rousseau, definen al ilustrado como aquel "que pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad, en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes, se atreve a pensar por sí mismo”. En otros países europeos las reformas son consideradas necesarias y los ilustrados son protegidos por las autoridades que se apoyan en ellos para controlar los elementos reaccionarios. En España Carlos III hace bueno otro lema ilustrado, “la mayor felicidad para el mayor número”, y se lanza a reformas sociales y de infraestructuras que mejoren la calidad de vida del pueblo. En Rusia Catalina II “la Grande”, mantuvo numerosa correspondencia con los ilustrados franceses pero no lleva sus escritos a la práctica. En Portugal el marqués de Pombal escenifica el enfrentamiento contra la Iglesia en la Compañía de Jesús, expulsándolos en 1759 ante el aplauso de los ilustrados, primer paso de las sucesivas expulsiones de Francia, España y Parma, y la final disolución ordenada por el Papa. En los países protestantes la crítica no es contra la Religión ya que las propiedades del clero ya habían sido secularizadas durante la Reforma y Kant y Von Herder discutían sobre filosóficos planteamientos de sentimientos y racionalidad. En Italia los ilustrados se mostraban más preocupados en la subjetividad del pensamiento, la economía y la reforma penal. En Inglaterra Hume abre la crítica y el pragmatismo mientras Adam Smith formula los primeros grandes planteamientos liberales como el comercio abierto y el capitalismo, y conceptos como la división del trabajo, del que partirán la especialización y el trabajo en serie, valor de uso y valor de cambio, o la catalogación del trabajo como un valor mercantil. Establecer una cronología exacta y uniforme del movimiento ilustrado para todos los países resulta cuando menos tan difícil como reducir a un todo unívoco su naturaleza. No obstante, es posible establecer unos límites más o menos amplios entre los cuales se desarrollan sus principales producciones. Las raíces del pensamiento de la Ilustración se encuentran en el siglo XVII: en la influencia del cartesianismo, en los avances científicos y, sobre todo, en el pensamiento del empirismo inglés y de su gran figura, Locke. Su lugar de residencia por antonomasia será Francia, cuna también de gran parte de las principales figuras. Para algunos autores, la fecha de nacimiento de Las Luces se sitúa en torno a 1720; otros, la retrasan hasta la década siguiente haciéndola coincidir con la publicación de las obras de Voltaire, Cartas filosóficas o cartas inglesas (1734), Montesquieu, Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos... (1734), y Pope, Ensayo sobre el hombre (1732-1734). Su cima se alcanza en los decenios centrales del siglo. Es entonces cuando, en pleno monopolio ilustrado y francés del pensamiento, aparece La Enciclopedia (17511764) con el ánimo de recoger todos los saberes y convertirse en la biblia del movimiento. Mas ya en estos momentos culminantes entran a formar parte de la Ilustración autores que no están de acuerdo en todo con sus planteamientos; podría decirse que llevaba dentro de ella el germen que acabaría por sustituirla y ese germen era la propia diversidad de sus ideas. Aunque creían en los principios eternos y los buscaban, el pensamiento de los filósofos fluía constantemente, con gran rapidez y apenas habían establecido una línea coherente cuando nuevas evidencias venían a romperlas. En un terreno más, el del ritmo de los cambios, el siglo XVIII se aleja de lo anterior y preconiza la nueva era. La ley natural acabó convertida en un cliché; la doctrina del placer/dolor dio paso al utilitarismo; en pleno triunfo del racionalismo religioso, Wesley lanza el reto de su metodismo emocional; la Naturaleza, sinónimo de razón y prueba de la existencia de Dios, se convierte en algo para ser estudiado con objetividad científica simplemente o para ser gozado con una actitud romántica. Por su parte, las guerras de los años sesenta hacen descender la atención hacia los problemas cotidianos y domésticos, de manera especial hacia los socio-económicos. Es ahora cuando aparece la figura del pobre en los escritos, lo que unido a la lectura de la obra de Rousseau permite alumbrar una nueva generación de escritores que primero, hacia 1770, intentan adaptar los argumentos de los filósofos, muertos o menos productivos, a las nuevas circunstancias; más tarde, los atacarán, cuestionarán su autoridad y exigirán cambios. Alcance social y difusión de la ideología ilustrada La filosofía racionalista que se abre camino en el siglo XVIII significa enfrentarse a la tradición y a la autoridad conocidas. El barón de Montesquieu (1689-1755) escribe una ingeniosa sátira de las costumbres e instituciones de Francia (Cartas Persas), donde critica la unidad de religión y el absolutismo heredado de Luis XIV, pero será con su obra “El espíritu de las leyes” (1748) donde analice todos los sistemas políticos conocidos, el republicano, basado en la virtud, donde el pueblo en democracia o sólo una parte (aristocracia) tienen el poder soberano. El gobierno despótico, basado en el temor, donde una sola persona, sin leyes ni reglas dirige todo a su voluntad y caprichos.; y el gobierno monárquico, basado en el honor, donde gobierna una sola persona pero según unas leyes establecidas. Montesquieu apoya la monarquía moderada de tipo inglés donde la libertad esté asegurada en la separación de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial. Por su parte, Voltaire, (1694-1778) representante de la burguesía, basaría en el ocaso de su vida sus ideas en los ataques a la religión, que relaciona con superstición y fanatismo, pero rechaza las pretensiones parlamentaristas y apoya un gobierno fuerte aceptando la monarquía absoluta siempre que ésta respete las libertades civiles, proscriba la arbitrariedad y acepte los consejos de los hombres ilustrados. Aún eran peores sus razonamientos sobre el pueblo, al que no quería ni instruirle. Sólo ataca a la nobleza como apoyo a la burguesía y se limita a defender reformas concretas en campos tan variados como la eliminación de aduanas interiores, nuevo sistema fiscal o unidad de legislación. Diderot, (1713-1784), será un avanzado pensador que en 1750 publicó el Prospecto de la Enciclopedia o diccionario razonado de ciencias, artes y oficios, que al año siguiente y con la ayuda de D’Alembert redacta numerosos artículos contando también con otros muchos colaboradores y especialistas. Los fines de la Enciclopedia eran dos: difundir la ciencia y los nuevos conocimientos y criticar las instituciones en nombre de la naturaleza, la razón y el progreso, lo que les acarreará numerosos problemas para finalizar la publicación de veintiocho volúmenes en 1772. Filosóficamente la razón tiene como especial crítica a la religión, fundada en una tradición, una escritura o una revelación, por lo tanto en la antítesis de la razón. También es otro tema constante la naturaleza, concepto distinto al que le damos hoy día y que tiene aspectos diversos, como el que basa en la naturaleza la felicidad humana, llamada a disfrutar de los placeres alejada de visiones trágicas impuestas por un Dios castigador. Por último el tercer tema era el progreso, que tiene en su origen la creencia en la bondad profunda del hombre, y que con planteamientos como el del napolitano Gianbattista Vico (1668-1744), decía que el progreso es la ley de la historia pasando por varias etapas: la edad de los dioses (teocracia), la edad de los héroes (aristocracia), y la edad de los hombres (democracia). En el aspecto económico el escocés Adam Smith (1723-1790) demuestra en sus Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1756) que la verdadera fuente de riqueza es el trabajo en todas sus formas, y que el mejor método para mejorar la condición humana es dejar libertad al espíritu de empresa interviniendo el Estado sólo en defensa de la colectividad, la justicia y el mantenimiento de los organismos públicos. Pero será el ginebrino Rousseau (1712-1778), el que en 1755 formule una nueva al indicar la propiedad como fuente de la injusticia, de la tiranía de los ricos y de la opresión política, (Discurso sobre el origen de la desigualdad), ahondando en 1762 con su obra Contrato Social, una sociedad ideal donde el hombre debe someterse a la voluntad general expresada directamente por el pueblo soberano, al que el gobierno está subordinado. Idea de democracia que inspiró la Revolución Francesa. Rousseau además ataca el autoritarismo en la educación y las virtudes de la educación rural, en contacto con la naturaleza y en ambiente familiar, poniendo de moda entre las clases altas el retirarse al campo y reunirse con la familia El deísmo y la crítica de la religión revelada. La masonería El Deísmo es un término utilizado para denominar ciertas doctrinas con una tendencia de pensamiento y de crítica que se manifestaban en sí mismas y que aparecieron principalmente en Inglaterra hacia finales del siglo diecisiete. Sin embargo, las doctrinas y la tendencia del deísmo noestuvieron solamente confinadas a Inglaterra, hubo así deístas franceses, alemanes y también deístas paganos, judíos y musulmanes junto a deístas cristianos. Es una actitud consistente en tratar de racionalizar lo revelado, sustituyendo la religión revelada por una mera religión natural, no se niega la Revelación, pero se afirma que su contenido puede ser comprendido o demostrado por la razón. Se entiende que la utilidad de la Revelación está simplemente en dar mayor seguridad a las conclusiones de la razón natural, sin tener en cuenta que aunque también se refiera a aspectos naturales, la Revelación va más allá. Se insiste igualmente en la pura identificación de religión revelada cristiana y religión natural, sin tener en cuenta, por tanto, lo sobrenatural. En Francia, entre los ilustrados más destacados prevaleció la corriente deísta que admitía una religión natural o filosófica. En Alemania, en cambio, las relaciones entre Cristianismo e Ilustración fueron en general más dialogales, dándose todo un abanico de posturas. De hecho la mayoría sociológica de los ilustrados fue cristiana. Suscribían la reivindicación ilustrada de la razón, aceptando a la vez que la razón humana es limitada y se funda en la Razón divina encarnada en Cristo, en consecuencia, buscaban un Cristianismo razonable. El Deísmo sostiene una suerte de síntesis entre Dios, Razón y Naturaleza. Este Dios se concibe como una fuerza benevolente y creadora el universo, pero que no interviene en él ni por la revelación ni por el milagro, por lo que no implicaría ya ningún acto de fe. Es un Dios tan lejano y diluido que ya no molestaría a la ciudad de los hombres con su presencia. Bajo esta perspectiva, la figura de Dios presente en el deísmo se explica gracias a que sus partidarios ven en él una afirmación elemental, cuya existencia es la explicación final de la creación universal y por tanto es inimaginable una naturaleza sin una causa, sin un ente que la haya planificado y llevado a la práctica. El Deísmo, tal como se manifiesta en escritos de la época que nos ocupa, atenúa a Dios, pero no lo destruye. Hace de Dios el objeto de una creencia imprecisa; pero todavía positiva, pues la quiere así. La Masonería Nadie sabe a ciencia cierta cuándo y dónde se inició la masonería. La tradición afirma que la antigua masonería se inició en Egipto, entre los maestros y arquitectos que dirigían la construcción de las grandes pirámides. Otros ubican sus orígenes en Israel, en la época en que los judíos construían el Templo de Salomón, dado el recurrente simbolismo alusivo en las logias actuales. El primer indicio de su existencia, sin embargo, aparece en el siglo XIII, cuando un grupo de albañiles (en francés, maçons) que querían emanciparse de la tutela de los frailes, en especial los benedictinos, constituyeron gremios que llegaron a monopolizar la construcción. Para conservar los secretos y las técnicas del gótico instituyeron tres grados: aprendiz, compañero y maestro e implantaron ceremonias de iniciación y fidelidad. A principios del siglo XIV algunos maestros alemanes viajaron a Inglaterra a construir catedrales, pero los aprendices ingleses que trabajaban con ellos organizaron talleres propios y de este modo redactaron la primera ley masónica (La Constitución de York) y la Orden de la Fraternidad de los Libres Masones. Cien años más tarde se importó a las islas británicas el estilo renacentista italiano, por cuya causa los talleres masónicos, dedicados exclusivamente al gótico, estuvieron a punto de desaparecer. Sin embargo, deseosos de conservar su organización, estos grupos admitieron gente rica e influyente bajo la denominación de hermanos patronos, por lo cual cambió el nombre a Fraternidad de los Masones Libres y los Aceptados. En el siglo XVIII varios intelectuales y científicos crearon una orden identificada con una rosa y una cruz, que incorporó principios del agnosticismo, judaísmo y maniqueísmo, popularizó los símbolos de la escuadra y el compás, practicaron la alquimia y la teosofía. El 24 de junio de 1717 se fusionaron las cuatro logias de la Fraternidad con la Sociedad de Alquimistas Rosacrucianos. Al conjunto se le llamó Gran Logia de Inglaterra y se adoptó el nombre de francmasonería (de franç, que quiere decir libre). El siglo XVIII fue para la Masonería nacida en 1717, un período de zozobra y persecución; fueron pocos los gobiernos o estados que no se ocuparon de los francmasones y prohibieron sus reuniones. En este sentido, la Santa Sede, o como se lee en los documentos de la época, la Corte de Roma, no fue la única en condenar y prohibir la masonería en dicho siglo. En este contexto las prohibiciones y condenas de papas, no son más que otros tantos eslabones en la larga cadena de medidas adoptadas por las autoridades europeas del siglo XVIII. La oposición de la Iglesia a la Masonería se fundamenta en: - La creencia en un dios impersonal: Aunque la masonería inglesa acepta una gran Fuerza Superior que dirige el mundo, llamada el Gran Arquitecto del universo, sin embargo, es para ellos un dios tan indefinido, tan vago, tan impersonal, que prácticamente no ejerce en su vida ninguna impresión que incline a la fe o a la piedad. El masón quiere dejar a Dios tranquilo en el cielo y gobernar él solo en la tierra. - Todo masón es librepensador, para él hay un principio sagrado: cada uno piense y opine con la más absoluta libertad, sin fijarse en lo que diga la Biblia, la Iglesia, los santos. Por eso, consideran a la Iglesia, a la Biblia y a la doctrina de los santos como superstición, tiranía, opresión, dictadura. - La masonería exige tolerancia total, nadie tiene derecho a prohibir nada o a imponer leyes de moral. - Libertad absoluta de culto y libertad total de conciencia, entendidas en el sentido de que cada uno honre a Dios como se le antoje y no como enseña la Iglesia de Cristo. Para cada uno es bueno lo que él cree que es bueno y es malo solamente lo que él piensa que es malo. Esto se llama subjetivismo y lleva a los peores errores. - La masonería exige indiferentismo religioso, mantenerse neutral, sin declararse a favor de ninguna religión. Así se declara que todas las religiones son iguales. - Neutralidad del estado en materia religiosa: la masonería insiste en que el gobierno no debe ayudar a la religión. Debe ser neutro. - El masón exige la enseñanza laica, aquella en la que no se le da importancia a la religión. - Su rechazo a la Iglesia Católica, la cual intenta destruir. Este objetivo está ampliamente documentado. El 24 de abril de 1738 Clemente XII escribió In Eminenti, la primera encíclica contra la Masonería. El 18 de mayo de 1751 Benedicto XIV escribió Providas. La religión en el siglo ilustrado. Iglesias y conflictos. Expulsiones y supresión de la compañía de Jesús En la Europa enfrascada en la Reforma Protestante, el regalismo surge a principios del siglo XVI con Lutero en Alemania, y produce una reforma de la iglesia católica en el norte del continente. Este periodo supone la ruptura de la supremacía del derecho confesional sobre el derecho estatal. En adelante el derecho estatal no va a estar subordinado al derecho confesional, puesto que la cabeza del poder es ahora el Rey. Esta es la primera vez que se da una fórmula de libertad religiosa, pero el Rey es quien la elige y se la impone a sus súbditos. Así la nueva fórmula es “cuius regio religio” (cada rey elige su religión). Otra aportación es el surgimiento de las iglesias nacionales: cada Rey establece los principios litúrgicos y crea su propia iglesia con características especiales. El Regalismo en los estados del sur de Europa, donde no triunfa la Reforma Protestante, se define por la intervención de los Reyes en asuntos eclesiásticos. La importante pugna en el terreno religioso por el fortalecimiento de una iglesia nacional, desencadenó serias tensiones entre el monarca, la Iglesia Católica y el propio Pontífice; en este sentido los conflictos se originaban cuando los límites de las respectivas autoridades del Rey y del Papa buscaban imponerse una sobre la otra. En el caso francés, es durante la segunda mitad del siglo XVII cuando se produce la evolución religiosa y espiritual de la sociedad. Una vez restablecida la unidad católica, la concepción absolutista del poder puesta en práctica por Luis XIV (1638-1715) le hacía contemplar los asuntos religiosos como factores que podían obstaculizar el pleno despliegue de la autoridad real; por tal motivo, el monarca persiguió y disolvió las comunidades jansenistas, pietistas y cartesianas, puesto que las consideraba una amenaza para el Estado. Luis XIV contaba con un instrumento de gran eficacia para conjurar las interferencias papales en los asuntos de la Iglesia de Francia, las llamadas libertades galicanas; tienen su origen en la Alta Edad Media y otorgaban a la iglesia francesa cierta autonomía respecto de la autoridad papal; dicha autonomía otorgaba potestad al rey de nombrar a los obispos de algunas diócesis, siempre que el Papa les concediera la investidura espiritual. De esta forma se buscaba asegurar el control del alto clero nacional que apoyaría al monarca inclusive frente a Roma. El Regalismo produce una diferencia entre el derecho estatal y religioso. El Rey regula materias que afectan a lo religioso y por otra parte las que dicta el Papa. Esto hace que se hable de Iglesia Nacional, aunque hablemos de religión católica. Desde los Reyes Católicos, se puede nombrar a los obispos (Derecho de Presentación de Obispos). Estos factores históricos provocarán que se abandone la concepción teocrática basada en lo divino. Supresión y expulsión de la Compañía de Jesús La Compañía de Jesús, fundada por San Ignacio de Loyola en 1540, constituyó el fenómeno más relevante de la historia eclesiástica de la Edad Moderna. Su supresión fue la parte más dura, después de haber disfrutado durante dos siglos y medio de una alta estima entre el pueblo católico, reyes, prelados y Papas. Pasó a ser objeto de una gran hostilidad, cubierta de injurias. Cada obra, sus misiones, colegios, iglesias, les fue arrebatada o destruida. Fueron desterrados y la orden fue suprimida, con discursos severos e incluso por parte del Papa. En el siglo XVIII arreciaron los ataques contra la Compañía, fundamentalmente desde las voces de influyentes filósofos enciclopedistas y reyes absolutistas que veían en los Jesuitas los principales opositores en su afán de disputarle el poder al Papa. Los calificaban de “ultramontanos” por su apoyo al Sumo Pontífice contra las tendencias nacionalistas en las Iglesias europeas. Otra causa de resentimiento fue el hecho de que la mayoría de los confesores de los principales monarcas eran sacerdotes jesuitas, y los confesores ejercían gran influencia en los ambientes palaciegos porque eran una combinación de teólogos, sacerdotes, asesores y administradores eclesiásticos. El hostigamiento contra los jesuitas empezó en Portugal. En 1750 José I de Portugal nombró a Sebastián José Carvalho, posteriormente Marqués de Pombal como su primer ministro. Las disputas de Pombal con los Jesuitas empezaron con un desencuentro por un intercambio de territorio con España: San Sacramento fue intercambiado por las Siete Reducciones de Paraguay que pertenecían a España. Allí, las misiones de la Compañía eran codiciadas por los portugueses, que creían que los Jesuitas eran mineros de oro. Así, los indios fueron obligados a salir de su país y los Jesuitas procuraron conducirlos pacíficamente a las lejanas tierras que les fueron asignadas. Pero debido a las severas condiciones impuestas, se levantaron en armas en contra del traslado y se originó la llamada guerra de Paraguay. La disputa con los Jesuitas fue llevada hasta sus extremos, la debilidad del rey influyó notablemente para su eliminación. La supresión en Francia fue ocasionada por lo daños infligidos en 1755 por las naves inglesas en el comercio francés. Los misioneros jesuitas tenían importantes intereses en Martinica. Ni comerciaron ni pudieron comerciar, más que cualesquiera otros religiosos; pero sí que vendieron productos en sus grandes granjas misioneras, en las que estaban empleados muchos nativos y esto fue permitido en parte para proteger a los sencillos nativos de los intermediarios deshonestos. El padre Antoin La Vallette, superior de las misiones de La Martinica, administró estas transacciones con tanto éxito que le animó a pedir prestado dinero para trabajar en los inmensos recursos subdesarrollados de la colonia. Pero con el comienzo de la guerra, naves que transportaban bienes de un gran valor fueron capturadas y se llegó a la bancarrota. Sus acreedores fueron incitados a reclamar el pago ante el procurador de París pero él, rechazó su responsabilidad en las deudas de una misión independiente, aunque se ofreció para negociar un acuerdo. Los acreedores acudieron a los tribunales y se decretó una orden obligando a la Compañía a pagar y dando libertad para el embargo en caso del no pago.Tras un largo conflicto con la corona, el Parlamento promulgó sus famosos “extraits des assertions”, que contenía un conglomerado de pasajes de teólogos y canonistas jesuitas y en los que fueron acusados de toda clase de inmoralidades y errores. A favor de los jesuitas hubo una serie de cartas y discursos publicados por Clemente XIII, que se convirtieron en una declaración jurada a favor de la Orden, y que sin embargo no detuvo al Parlamento. El 9 de marzo de 1764, los jesuitas fueron obligados a renunciar a sus votos bajo pena de destierro y a finales de noviembre de 1764 el rey firmó el edicto disolviendo la Compañía en todos sus dominios. En el caso de España, hacia mediados del siglo XVIII la influencia de un gabinete ilustrado incentivó una fuerte presión de la monarquía española para conseguir del Papado mayores poderes en cuestiones eclesiásticas. Resultado de ello fue el Concordato de 1753, por el cual el Rey de España, Fernando VI había conseguido del Vaticano el ejercicio del patronato universal que permitía la injerencia del monarca en muchas cuestiones que anteriormente eran inherencia exclusiva del Papa. Su sucesor, Carlos III, con una formación marcadamente regalista, utilizó ese derecho para expulsar a los Jesuitas de todos los dominios españoles. Esta situación trajo como consecuencias un marcado debilitamiento del poder de Roma, así como la disolución de las asociaciones, cofradías e instituciones educativas de la Orden en casi toda Europa y América, con lo cual la reorganización de la enseñanza y la educación se hizo necesaria. Al mismo tiempo, se manifestó una disminución del clero regular y en contrapartida un aumento del clero secular de los laicos. Finalmente, los soberanos de los países europeos aquilataron el poder que poseía la Iglesia y por ello su interés en suprimir monasterios, desamortizar los bienes de la Iglesia, imponer la tolerancia religiosa e incluso permitir el matrimonio de los sacerdotes. La Compañía de Jesús no se extinguió del todo, pues mientras los países católicos se ensañaron contra ella, Federico II de Prusia y la zarina de Rusia, Catalina II, prohibieron la promulgación del “breve” en sus estados. De esta manera la Compañía no fue extinguida ni suprimida de un modo absoluto, y desde aquí renacerían los jesuitas al comienzo del siguiente siglo. Ciencia y cultura en el siglo XVIII La mentalidad ilustrada valoraba altamente los progresos en el conocimiento científico de la naturaleza, para hacer la vida buena y bella. Esta alta valoración común de la ciencia experimental, como conocimiento y medio de dominación de la naturaleza, fundamentó una solidaridad internacional que trascendió en ocasiones incluso las guerras. En el siglo XVIII, sobre todo en su segunda mitad, la observación científica de la naturaleza se pone de moda; se convierte en hecho social, reyes y grandes aristócratas se disputan el patronazgo sobre los grandes sabios y amparan academias nuevas o renovadas. El modelo francés y el británico de academia fueron imitados en otros países. Las actitudes intelectuales con las que se aborda el estudio de los fenómenos naturales en el s. XVIII son continuadoras de las que Newton había preconizado a finales del siglo anterior, pero van teniendo una mayor difusión y aceptación. La revolución científica alcanza ahora nuevos campos y logros. Uno de los nuevos dominios científicos es la química, que adquiere verdadero estatuto de ciencia gracias sobre todo a los trabajos de Lavoisier. Lavoisier ofreció una nueva definición operativa del elemento químico, plasmó las afinidades o reacciones químicas en relaciones numéricas y reelaboró sistemáticamente el lenguaje de esta ciencia; efectuó el análisis y la síntesis de los elementos del agua y enunció el famoso principio de que en la naturaleza nada se crea ni se destruye, sólo se transforma. En la física clásica los avances más importantes que se escalonaron en la segunda mitad del siglo se dieron en el ámbito de la electricidad, culminando en las leyes electromagnéticas de Coulomb y en la invención de la pila por Volta (1800). En cuanto a la astronomía, Herschel descubrió el planeta Urano. Laplace presentó un inventario riguroso y articulado del saber adquirido que es, a la vez, otra apología ilustrada de la ciencia. Por entonces el vivo debate sobre la forma exacta del globo terrestre había sido ya zanjado: con expediciones científicas a Laponia y a Perú pudo establecerse que, como habían afirmado Newton o Huygens, la tierra era achatada por los polos. Estas expediciones científicas, como la de Cook y otras, ampliaron no sólo los conocimientos geográficos perfilando los mapamundis ingleses y franceses, sino también los horizontes etnográficos de los europeos. En el conocimiento de la naturaleza animada, los avances se limitaron sobre todo a la descripción y catalogación de animales y plantas, favorecidos por las expediciones al Pacífico y al Nuevo Mundo, así como por la creación o ampliación de jardines botánicos. Entre los sistemas de catalogación tuvo especial influencia el del sueco Linneo. Este sistema simplificó el vocabulario internacional de los naturistas mediante una clasificación binaria (género – especie). El naturista más representativo de la época de las Luces fue Bufón, director del Jardín Botánico de París y en cuya Historia natura llegó a atisbar la variabilidad de las especies. Otra cuestión biológica que comenzó a debatirse fue la generación y fecundación en los animales. En la medicina los progresos fueron escasos en cuanto a la línea clínica, pese a que empezara a darse una orientación experimental. Ésta presidió los nuevos colegios de cirujanos. Los intentos por curar la viruela, por inoculación de una pequeña dosis, fructificaron a finales de la centuria mediante la vacuna de Jenner. Puede considerarse que la anatomía patológica y la histología se fundaron en el Siglo de las Luces. Los descubrimientos científicos y los inventos afectaron escasamente a las prácticas tradicionales, no sólo por la inercia mental, sino también por la insuficiente conexión de aquéllos con el entorno productivo. Hubo algunos casos de claro impacto, especialmente en Gran Bretaña. Allí, los sucesivos perfeccionamientos de la máquina de vapor llegaron hacia 1785 a su culminación gracias al escocés Watt. Desde entonces se pudo utilizar una nueva fuente de energía, independiente de las condiciones naturales, en todas las actividades productivas y en las comunicaciones. Comenzaba en Europa la revolución tecnológica e industrial. Dominar el aire era un viejo sueño humano. En 1783 los hermanos Montgolfier pusieron a punto sus globos aerostáticos. Por esos mismos años ochenta, se percibe también una nueva sensibilidad hacia la naturaleza y se inicia el alpinismo moderno, con la ascensión al Mont Blan de Gabriel Paccard en 1786. Tema 9. Las relaciones internacionales. Colonialismo y conflictos dinásticos El sistema de Utrecht y la aplicación de la teoría del “equilibrio” En Utrecht- Rastadt no sólo se decidió la desmembración de la monarquía hispánica y el fin de la hegemonía francesa, sino que se dio paso a un nuevo orden mundial basado en un equilibrio entre las grandes potencias (Francia y Austria) del que Inglaterra sería garante. Los acuerdos logrados se pueden agrupar en tres tipos: POLÍTICOS: • Reconocimiento de Felipe V como rey de España (no fue reconocido por Austria) y renuncia de éste al trono francés. • Fin del apoyo francés a los pretendientes Estuardo al trono inglés. • Reconocimiento como reyes del elector de Brandemburgo (rey de Prusia) y del duque de Saboya (rey de Sicilia). • Creación del Electorado de Hannover (a cuyos duques se adjudicaba la sucesión al trono inglés por el Acta de Establecimiento de 1701). TERRITORIALES: • Cesión de España a Austria de los Países Bajos, Luxemburgo, Milán, los presidios de Toscana, Nápoles y Cerdeña (que cambiarían a Saboya por Sicilia). • Cesión de España a Saboya de Sicilia y parte de la Lombardía española (Lomellina y Valsesia). • Cesión de Francia a Inglaterra de ciertos enclaves coloniales (Acadia, Terranova, Bahía del Hudson y la Isla de san Cristóbal), así como algunas plazas fuertes de los Países Bajos a las Provincias Unidas (Furnes, Ypres, Tournai, Mons, Charleroi, Gante, Namur, Menin y Poperinghe), y demolición de las fortificaciones de Dunkerke. • Incorporación a Francia del ducado de Orange. • Incorporación a Prusia del Güeldres español y Neuchâtel. • Inglaterra obtendría Gibraltar y Menorca. COMERCIALES • Status de Inglaterra como “nación más privilegiada” en el comercio con las Indias Españolas. • Derecho de asiento (monopolio por 30 años de la trata de negros en la América Española). • Navío de permiso: derecho anual de enviar un navío de 500 Tm. a las Indias Españolas (ruptura del monopolio comercial español en América). Las guerras del siglo XVII trajeron la disolución del concepto medieval de la Comunidad Cristiana de Europa. Unos barajaron las ideas de los Imperios Universales y otros volvieron a las ideas italianas del siglo XV de mantener la paz mediante un equilibrio entre las grandes potencias. Este sistema de equilibrio tenía sus ventajas: podía utilizarse para justificar la declaración de guerra contra una potencia que amenazara tal equilibrio, aunque paradójicamente se tendió a utilizar para justificar la agresión. El sistema tardó en imponerse, por la reticencia, entre otros de Francia, poco proclive a renunciar a su preponderancia en el continente. Por otras razones, potencias emergentes, como Prusia o Rusia, o aquellas en decadencia, pero aún con aspiraciones de remontarla, como el Imperio Otomano, eran contrarias igualmente, ya que este equilibrio suponía el mantenimiento de un statu quo que a estas tres potencias le interesaba modificar a su favor. Se ha atribuido a los británicos la aplicación y extensión del concepto de equilibrio, considerándose una victoria el hecho de que las ideas inglesas empezaran a estar de moda en el siglo XVIII. La Alianza de la Haya, de 1702, se formó con el objetivo de limitar el poderío francés en Europa. Por otro lado el equilibrio de Utrecht de 1713 se basaba en las ideas de que las monarquías españolas u francesas deberían permanecer siempre separadas. Las transformaciones militares y navales Para que el sistema de equilibrio funcionara razonablemente en la práctica era realmente necesario conocer y evaluar el poderío de los diversos estados europeos, que se calculaba entonces en función de la mera extensión territorial. Sin embargo este criterio no era útil por cuanto España, al final del siglo XVII, había dominado un gran imperio y no por ello había sido un estado poderoso. Para otros autores, el verdadero criterio para apreciar la fuerza de un país radicaba en la eficacia de un gobierno, y los gobiernos del siglo XVIII se aprestaron decididamente a desarrollar al máximo tres instrumentos fundamentales de poder: los ejércitos, las armadas y la diplomacia. 2.1. El incremento numérico de los ejércitos. A finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, muchos ejércitos europeos adquirieron mayores dimensiones que nunca, las cuales no serían superadas ni siquiera igualadas hasta después del desarrollo de las guerras de la Revolución Francesa. Esto era el reflejo del gran desarrollo de los sistemas administrativos y financieros. 2.2. El desarrollo de las armadas. A comienzos del siglo XVIII, las armadas europeas crecieron al igual que los ejércitos, pero su aumento fue mucho menos general y constante y experimentó fluctuaciones diversas. La causa radicaba en la concepción de la mayoría de los estados europeos, para los cuales el poderío militar era más importante que el naval. Esta concepción se iría debilitando con el paso del tiempo. En la primera mitad del siglo XVIII, la guerra terrestre seguía teniendo primacía sobre la naval y, así, la marina se empleaba esencialmente para proteger los movimientos de las tropas terrestres. Hacia mediados del siglo XVIII, sin embargo, las armadas de las grandes potencias crecieron mucho más que los ejércitos de tierra, puesto que el objetivo de los enfrentamientos se centró en los imperios coloniales y en la conquista de los mercados y el comercio ingerente a ellos. 2.3. El carácter de las guerras del siglo XVIII. A pesar de la existencia del más puro maquiavelismo en las relaciones diplomáticas y a pesar también del incremento de la fuerza militar, parece sin embargo que las q guerras del siglo XVIII se fueron dulcificando respecto alas barbarie y a las atrocidades de los siglos anteriores. Esta actitud tenía sus raíces en las ideas utilitaristas de la época. Tanto el ejército como la marina eran demasiado costosos como para lanzarlos a la ligera al campo de batalla; representaban una fuerte inversión e dinero y si se perdían no se reemplazaban fácilmente. Las guerras se mantenían dentro del mayor sentido posible de la economía posible, la prudencia y la defensa prevalecían sobre la audacia y la ofensiva. Tales ideas trajeron guerras menos sangrientas. Un síntoma claro de ello fue la reducción de los saqueos o por lo menos su control, y su reemplazo por la exacción de contribuciones fijas a la población en zonas de lucha. Así mismo, se mejoró el trato hacia los prisoneros. En teoría, y también en la práctica, las guerras del siglo XVIII fueron guerras de propósitos limitados, dirigidos hacia algo concreto: luchas entre monarcas, entre estados dinásticos, que combatían con medios limitados y con objetivos también limitados. Se procuraba que la población civil no sufriera las consecuencias de las guerras. Otra característica de las guerras de esta centuria fue su formalismo y ritualismo. Los ejércitos de todos los estados europeos se mostraban cada vez más lentos de movimientos, más sujetos a los sistemas fijos de aprovisionamiento y más limitados por el temor a las deserciones. Este procedimiento venía afirmado por el clima mental de la época, que careció de la violencia y el odio religioso de las contiendas del siglo anterior. Las guerras de Sucesión de Polonia y Austria Guerra de Sucesión de Polonia La Guerra de Sucesión Polaca (1733 -1738), fue una guerra con un alcance global europeo a la vez que una guerra civil polaca, cuyo objetivo inicial era el de determinar quién iba a suceder a Augusto II como rey de Polonia y Lituania, pero que en realidad supuso también un nuevo enfrentamiento dirigido por los Borbones con la intención de socavar o eliminar el poder de los Habsburgo en la Europa occidental, como continuación de la propia Guerra de Sucesión Española. La guerra enfrentó por un lado a los partidarios de Federico Augusto II, elector de Sajonia, quien reinaría en Polonia con el nombre de Augusto III y por otro a los partidarios de Estanislao Leszczynski, quien a su vez había ya reinado (y reinaría de nuevo) en Polonia con el nombre de Estanislao I. Augusto III recibió durante estas luchas la ayuda del Imperio ruso, del Imperio austriaco y del Sacro Imperio Romano Germánico, con Sajonia especialmente (territorio del que además era soberano), mientras que Estanislao I fue apoyado por Francia, Baviera, ducado de Saboya, elreino de Cerdeña y España. Tras cinco largos años de lucha, cada uno de los países involucrados en la guerra buscó el medio de hacer valer en los acuerdos de paz las ventajas alcanzadas en la lucha. Las conversaciones preliminares desembocaron en el Tratado de Viena, firmado en el mismo1735 (aunque no fue ratificado hasta 1738), que puso fin al conflicto. La primera consecuencia de los acuerdos de paz, por lo que respecta a Polonia, causa teórica de la guerra, fue que Augusto III de Polonia quedó completamente consolidado como rey del país, quedando definitivamente descartado Estanislao I Leszczynski. No obstante, la dependencia en la que quedaba el país respecto de las grandes potencias no tardaría en pasarle una amarga factura, con los repartos de Polonia entre los países vecinos en el último cuarto del siglo XVIII. La guerra de sucesión austriaca En 1740 fallece el Emperador de Austria Carlos VI. En 1713 por la Pragmática Sanción nombra su sucesora a su Hija Maria Teresa quien sería a su muerte la Emperatriz de Austria. Aunque dicha pragmática sanción fue admitida por los principados alemanes integrados en el Sacro Imperio Romano Germánico, y por el resto de las potencias europeas, disgustó a otros pretendientes. El príncipe Elector de Baviera y el Duque de Sajonia, casados con sobrinas del emperador Carlos VI. En favor de las pretensiones bávaras se pronunciaron Prusia, Francia, España, Suecia, Polonia y varios estados alemanes e italianos. En favor de María Teresa se pronunciaron Sajonia, Inglaterra, Rusia, Holanda y otros estados alemanes e italianos. La guerra comenzó con la invasión prusiana de la Silesia austriaca. Simultáneamente el Elector de Baviera invade Bohemia y ocupa Praga donde es proclamado emperador con el nombre de Carlos VII. Estas primeras fases de la guerra demostraron la falta de coordinación entre los distintos grupos de partidarios de unos y otros, de forma que cada país actuaba en defensa de sus intereses sin una estrategia común. Pronto Prusia abandona la guerra al serle reconocida por Austria la posesión de Silesia. La marcha de Prusia de la guerra permitió a los austriacos y rusos penetrar en Baviera y Bohemia obligando a los bávaros a pedir la paz. Sin embargo Francia y España avanzaban peligrosamente en las posesiones austriacas en Flandes e Italia lo que obligó a los aliados austriacos a formar la Liga de Worms. Como respuesta Francia y España firmaron el Segundo Pacto de Familia (1643). Francia lo hizo para debilitar a Inglaterra y Austria, sus rivales más directos por la hegemonía en Europa; España, para intentar recuperar sus posesiones en Europa perdidas tras la Guerra de Sucesión Española. En el frente occidental las victorias francesas fueron importantes. Las batallas más importantes fueron las de Mollwitz (1741), Wettingen (1743), y Hohenfriedburgo (1745). Sin embargo, en Lombardia, la guerra favoreció a los aliados austriacos. Sólo la entrada otra vez en guerra de Prusia y la victoria hispano napolitana en Valletri (1744) permitieron equilibrar la guerra en ese frente. La muerte de Carlos VII provocó el fin de la guerra al desaparecer uno de los pretendientes al trono austriaco. El resultado fue el mantenimiento del "status quo" europeo salvo para Prusia que consolidaba su dominio sobre Silesia y se convertía en una gran potencia militar. Las guerras de los Siete Años (1756-1763) y de la independencia de los Estados Unidos (1775-1783) Las guerras de los Siete Años (1756-1763) El conflicto se desarrolló en varios frentes debido a las distintas campañas que se llevaron a cabo en Alemania y a la dispersión de los dominios franco-ingleses: Sajonia, Silesia, Estiria y Bohemia, las islas inglesas en el Mediterráneo, las inmediaciones del lago Ontario en Canadá, Calcuta… La toma de Menorca por una escuadra francesa y la de Fort Oswego creó una verdadera crisis en Inglaterra, que acabó con el nombramiento en noviembre de 1756 de William Pitt como secretario de Estado. Federico II continuaba su avance hacia Praga, pero fue detenido por las tropas austriacas y obligado a replegarse. No mucho después el ejército francés ocupaba Hannover y obligaba a los ingleses a capitular. Prusia, presionada al norte por los suecos, que desembarcaron en Pomerania, y al este por el ejército ruso, parecía a punto de desmoronarse; sin embargo, una atrevida maniobra le proporcionó una importante victoria sobre el ejército franco-alemán; ello permitió a Federico II recuperar Silesia. Entonces negoció un nuevo tratado con Inglaterra que le aportaba subsidios y refuerzos para defender Hannover. Ya mediado 1758, rechazó no sin dificultad a los rusos, con lo cual se ponía fin a la ocupación de sus territorios. Los aliados, a pesar de su superioridad numérica, se veían afectados por graves dificultades, tanto en lo que respecta al buen entendimiento en la campaña militar como en el interior de sus respectivos estados. En Francia el peso financiero de la guerra era muy alto, y la alianza austriaca era mal comprendida, con lo cual se limitaron a intentar defender Hannover y a proseguir la guerra en el mar. Pero aquí la suerte tampoco les acompañó ya que no sólo debieron hacer frente a los ataques ingleses sobre sus costas, sino que su flota fue abatida en Lagos, frente a Portugal. El nuevo ministro Choiseul intentó enderezar la situación negociando un nuevo compromiso con Austria, el tercer tratado de Versalles de 1759. Por él, aunque garantizaba tropas y subsidios, Francia no intervenía más que como auxiliar en la guerra continental, lo que le permitía centrarse en la guerra marítima. Sus resultados prácticos fueron decepcionantes, ya que en las colonias los avances ingleses eran imparables. A la pérdida de Guadalupe siguió la capitulación de Québec, que dejó el Canadá indefenso y significaba el repliegue de Francia como potencia americana. Sus aliados austriacos tuvieron mejor suerte y consiguieron triunfos significativos sobre las tropas de Federico II, al tiempo que los rusos llegaban hasta Berlín. Aunque el monarca prusiano consiguió derrotarlos en 1760, tanto en Silesia como en Sajonia, sus fuerzas estaban agotadas y sus relaciones con Inglaterra, que quería llegar a un acuerdo en el continente, se deterioraban visiblemente. Y es que, muerto Jorge II, su sucesor, que se sentía más inglés que alemán, quería la paz. El 2 de enero de 1762 España entraba en la guerra como consecuencia de la firma del Tercer Pacto de Familia con Francia en agosto del año anterior. El conflicto marítimo se reforzaba, ya que eran precisamente los litigios en América con Inglaterra los que le habían llevado a intervenir. Pero los aliados iban a tener una importante defección, la de Rusia: el nuevo zar Pedro III, admirador de Federico II, firmó la paz con Prusia. Su sucesora, su mujer la emperatriz Catalina II, si bien no compartía sus puntos de vista, respetó el compromiso, aunque se negó a prestar la ayuda prometida. Tanto el curso de la guerra como la situación interna de los combatientes hicieron contemplar la paz como una necesidad. Las conversaciones comenzaron favorecidas por los triunfos ingleses en el Atlántico y en noviembre de 1762 se firmaron los compromisos preliminares en Fontainebleu entre Inglaterra, Francia y España, el 10 de febrero de 1763 se firmaría en París el tratado definitivo. La inglesa fue la única monarquía beneficiada por el largo litigio, ya que engrandecía su imperio colonial con las concesiones territoriales de las otras dos potencias firmantes. Francia perdía algunas islas en las Antillas, aunque recobraba La Martinico, Guadalupe y Santa Lucía, y debía abandonar Canadá, las islas del San Lorenzo y el valle de Ohio, conservando en América del norte sólo dos pequeños enclaves, así como el derecho de pesca en Terranova; en la India quedaba reducida a su situación de 1748 y en África perdía Senegal. España, aunque recuperaba La Habana y Manila, debía ceder Florida, recibiendo como compensación por parte de Francia la Luisiana. Paralelamente se iniciaron las negociaciones entre Federico II y María Teresa, que culminaron en el tratado de Hubertsbourg el 15 de enero de 1763. Por él Prusia incorporaba definitivamente la Silesia, Sajonia era devuelta a su elector y Federico II se comprometía a sostener la candidatura del futuro José II al trono imperial. Como resultado de la guerra, tanto Inglaterra como indiscutible primera potencia marítima, como Prusia habían adquirido un prestigio considerable. Si en el seno del Imperio parecía que los problemas se habían solucionado, no pasaba lo mismo en los territorios extraeuropeos, donde la coalición formada por las dos potencias borbónicas pretendía equilibrar el predominio naval británico. Guerra independencia de los Estados Unidos (1775-1783) Conflicto bélico inmerso en un proceso revolucionario que desde 1775 hasta 1783, enfrentó a las trece colonias británicas de la costa atlántica de Norteamérica –que recibirían el apoyo de Francia y España– con Gran Bretaña, y que marcó el inicio de un largo proceso de derrumbe del colonialismo en el hemisferio occidental, en el cual las potencias europeas perderían sus principales colonias. Su desenlace supuso la independencia de las trece colonias británicas y la consiguiente creación de un nuevo Estado, que se denominó Estados Unidos de América. Revuelta colonial La rebelión de las Trece Colonias americanas contra Gran Bretaña fue producto a la defensa de los intereses de estas colonias; encontrandose estos intereses perjudicados por la política colonial de Jorge III. El gobierno británico, decidió imponer a los colonos nuevos impuestos directos (sobre el papel sellado o timbre y el azúcar) para así sufragar los gastos ocasionados por la guerra, ya que las colonias eran las principales beneficiarias de la misma. Los comerciantes que se encontraban disgustados rechazaron estas leyes que no habían votado, por no tener representantes en el Parlamento de Londres, ni tampoco habían sido aprobadas por las asambleas coloniales. Manifestando su desacuerdo en con manifestaciones y motines, negándose a la importación de mercancías inglesas. Logrando así suprimir la ley del timbre en 1767 y más tarde todos los impuestos fueron abolidos menos el que gravaba el té. Los Congresos de Filadelfia Salvo Georgia, que se mantuvo leal, los delegados de los doce estados restantes de Nueva Inglaterra: Massachussets, Nueva Jersey, Nueva Hampshire, Pennsylvania, Delaware, Virginia, Maryland, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Nueva York, Rhode Island y Connecticut se reunieron en el I Congreso de Filadelfia, donde redactaron una Declaración de Derechos (1774) y decidieron suspender el comercio con la metrópoli hasta que se estableciera la situación anterior a 1763. En 1775 el II Congreso de Filadelfia acordó su separación de la corona británica. El 4 de julio de 1776 era aprobada por los congresistas una Declaración de Independencia redactada por Thomas Jefferson (1743-1826); abogado de Virginia y, posteriormente, tercer Presidente de Estados Unidos. La declaración fundaba la separación de las colonias en “Las leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza” y en las verdades evidentes de la razón. Guerra de Independencia de las colonias americanas En 1774, los colonos se reúnen en Filadelfia, para convocar el Primer Congreso Continental, con el fin de pedir respeto a los derechos de las colonias; reconociendo todavía la autoridad del rey de Inglaterra. Entre los participantes del Congreso figuran: George Washington, Thomas Jefferson, Patrick Henry, John Adams y Benjamín Franklin. Jorge Washington, fue nombrado jefe del ejército americano para combatir a los ingleses. Francia interviene apoyando al ejército americano con el fin de restar a Inglaterra gran parte de su poder e influencia colonial. La guerra dura siete años, hasta 1783, en que se firma la Paz de Versalles. Inglaterra reconoce oficialmente la independencia de los EEUU. La guerra fue larga. Inglaterra creyó que bastaría con el bloqueo de los puertos norteamericanos para someter a las colonias. Su ejército estaba compuesto mayoritariamente por mercenarios alemanes, inadaptados al terreno. Los patriotas por su parte estaban desorganizados y sin recursos, sus tropas estaban compuestas de voluntarios. En 1777 los norteamericanos obtuvieron la victoria de Saratoga, con lo que se liberaron las colonias del norte y centro. Benjamín Franklin, famoso científico ilustrado, fue nombrado embajador de Estados Unidos y mandado a París para conseguir aliados. Francia y España entraron en la guerra para perjudicar a su rival, Inglaterra. Los insurgentes recibieron ayuda en forma de material de guerra, empréstitos y voluntarios europeos, como Lafayette. Holanda, aunque se mantuvo neutral, también aportó armas y material naval. En el sur el ejército inglés fue derrotado en Yorktown (19 de octubre de 1781 por las tropas americanas de George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América, con lo que finalizó la guerra. La capitulación de Gran Bretaña mediante el Tratado de París del 3 de septiembre de 1783, y ratificada por el congreso de los Estados Unidos el 15 de noviembre del siguiente año, puso fin a la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. El 4 de diciembre de 1782, concluía la evacuación de las tropas británicas. Con ellos se expatriaron más de cien mil norteamericanos, quienes prefirieron seguir siendo súbditos de Jorge III. En el Tratado de París de 1783, Inglaterra reconoció la independencia de Estados Unidos y les concedió territorios entre los Apalaches y el Mississipi. España recuperó la Florida. Desarrollo del Arte Militar Desde el punto de vista del desarrollo del arte militar, la Guerra de Independencia de las Trece Colonias demostró cómo los colonos, que peleaban por su libertad y no desertaban, resultaban a la postre, mejor material humano que los bien adiestrados soldados regulares ingleses y los mercenarios hessianos. Demostró además que, cuando los rebeldes tomaban la iniciativa y no se dejaban llevar por sus antagonistas, sino que atraían sus largas y pesadas columnas en marcha hacia los bosques, los colonialistas quedaban a merced del certero fuego de sus fusiles estriados. Organización de los Estados Unidos Las trece colonias, convertidas en Estados,fueron reformando su sistema de gobierno, durante el período de la guerra, quedando en una situación económica desastrosa, cargada de deudas e inflación. En 1787 un Congreso de representantes de todos los Estados en Filadelfia se reunió para revisar la Confederación. Los congresistas estaban divididos entre los partidarios de un gobierno federal fuerte (federalistas) y los que pedían mayor autonomía para los Estados (republicanos). Entre ellos se encontraban por los federalistas, Alexander Hamilton y John Adams y por los republicanos, Thomas Jefferson. Llegando finalmente a un consenso en 1787 fue redactada la primera Constitución escrita, cambiando así el sistema político, imperante hasta ese momento en el país. Cada Estado contaba con su propio gobierno, el cual podía tomar decisiones en determinados asuntos (policía, salud, enseñanza, justicia…) y por encima de ellos se encontraba un gobierno federal fuerte, responsable de la política exterior, defensa, comercio, impuestos y moneda del país. El texto constitucional establecía una forma de gobierno republicana y aseguraba la separación y el equilibrio de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). El poder ejecutivo quedó en manos del Presidente con amplios poderes. Su mandato duraba cuatro años siendo elegido por los compromisarios de cada Estado. George Washington fue elegido primer presidente de los Estados Unidos de América. El poder legislativo residía en el Congreso, dividido en dos cámaras: 1. La Cámara de Representantes, elegidos por sufragio directo cada dos años en que cada Estado tendría un número de representantes proporcional al de su población 2. El Senado, en que cada Estado tendría dos representantes. El poder judicial residía en el Tribunal Supremo formado por nueve miembros nombrados por el presidente. La Constitución fue ratificada en 1788 y se completaba con una Declaración de Derechos que garantizaba la libertad de religión, de prensa, de expresión, de reunión, de petición y el derecho a ser juzgado por un jurado. Asimismo nadie podía ser privado de su vida, de su libertad o de su propiedad, sin un procedimiento judicial adecuado. La esclavitud no fue abolida en los Estados del Sur. La revolución americana constituye el primer ejemplo de revolución triunfante basada en los principios del liberalismo político lo que explica lo que explica su impacto en el resto del mundo, En Europa inspiró la lucha revolucionaria de la burguesía. Conflictos en Oriente. Guerras ruso-turcas, conflictos en el Báltico y Repartos de Polonia Europa del Este tiene un notable protagonismo en las relaciones internacionales del siglo XVIII, determinado por la ascensión de Rusia al plano de potencia militar, el retroceso del Imperio Otomano y las diversas vicisitudes que llevaron a los repartos de Polonia. Las Guerras Ruso-Turcas En 1736 los rusos, volviendo a la política de Pedro el Grande, pensaron que había llegado el momento de conquistar una salida al Mar Negro. Con el pretexto de un incidente fronterizo en Persia, el ejército zarista se apoderó de Azov y penetró en Crimea. El emperador, algo preocupado por dejar solos a los rusos frente a los turcos, atacó en los Balcanes y propuso su mediación. Mientras se abrían negociaciones en el Congreso de Nemirov (1737), Carlos VI renovó sus fuerzas y preparó con la Emperatriz Ana Ivanovna un proyecto de reparto del Imperio Otomano. Fiel a la tradición de defender al sultán de las ambiciones austro-rusas Francia, Francia, influenciada por su embajador en Constantinopla, Villeneuve, aconsejó militarmente al sultán que venció a los austriacos en Los Balcanes (1737-1739) y al mismo tiempo sugirió el arbitraje francés. El tratado del Belgrado fue un frenazo a la expansión austriaca en los Balcanes (1 de septiembre de 1739) y una compensación para los turcos después de las pérdidas del tratado de Passarowitz. Austria devolvía sus conquistas de 1718, Valaquia y Serbia (Belgrado debería ser desmantelada). Rusia seguía el ejemplo de Austria, pero conservaba Azov, y los más importante, el mar Negro quedaba prohibido a los navíos rusos. Así Turquía volvía a las fronteras de 1699. La hábil política francesa de Fleury devolvía a la monarquía francesa un prestigio perdido. La guerra ruso-turca de 1768 modificaría el equilibrio de fuerzas en esta zona neurálgica, pero no en el sentido deseado por Francia. El primer ministro Choiseul, después de intentar en vano sustraer a Polonia de la influencia rusa, optó por un fortalecimiento de la alianza franco-turca, empujando, mediante el embajador Vergennes, al sultán a la guerra cuando la expansión del poder ruso puso en peligro el poder ruso en los Balcanes. No obstante el ejército de Mustafá II, pese al apoyo francés,, difícilmente pudo hacer frente al ejército ruso. Por el contrario, esta intervención precipitó la destrucción del estado polaco y agudizó las ambiciones rusas hacia Constantinopla. En primer lugar, Rusia quiso apoyarse en los pueblos cristianos de los Balcanes por medio de los hermanos Orlov. A continuación, pasó a la acción militar ocupando todo el territorio entre el Dniester y el Danubio. Los rusos recuperaron Azov y penetraron en Crimea. Al mismo tiempo una flota rusa rodeó el Atlántico, y penetró en el Mediterráneo, provocando insurrecciones en territorios del imperio Otomano (Morea) y derrotando a la flota turca en Tehesmé (8 de julio de 1770), cerca de la isla de Chio. Sin embargo no se atrevió a atacar a Constantinopla, que sin embargo estaba muy mal defendida. Turquía firmó un armisticio, derrotados por tierra y por mar. Este doble revés aceleró la desmembración de Polonia. Tras producirse esta, catalina II quedó con las manos libres en Oriente. Tras varios armisticios rotos, en 1773 muere Mustafá III y los rusos, que habían penetrado en Bulgaria, forzaron a los turcos a capitular. La paz fue definitivamente firmada el 21 de junio de 1773 de KutchukKainardi, en el Bajo Danubio. Territorialmente Rusia devolvió sus conquistas y se contentaba con muy poco; Azov y un fragmento de costa del mar Negro. Turquía renunciaba a la soberanía sobre los pueblos tártaros de Crimea y las regiones vecinas, que tarde o temprano sufrirán la presión rusa y Rusia obtenía el derecho a la libre navegación por el mar Negro y el paso libre por los estrechos, aspectos estos fundamentales desde el punto de vista económico y político. Por último, el tratado estipulaba que los rusos quedaban encargados de la protección de los pueblos ortodoxos del Imperio Otomano. Estos tenían derecho a practicar libremente su culto y a acudir a los Santos Lugares de Palestina. Los rusos obtuvieron así privilegios capitales y quedaron frente al Islam como los únicos representantes y defensores de la Cristiandad en los Balcanes. Esta cláusulas tuvieron una importancia enorme en la hiostoria de Europa, sobre todo por el debilitamiento progresivo del Imperio otomano. Eran una puerta abierta a la intervención rusa. Los conflictos en el Báltico El motivo de la incorporación de Rusia a la Gran Guerra del Norte (1700-1721), al lado de Dinamarca y Sajonia, contra el Imperio Sueco fue, sobre todo, su deseo de conquistar una salida al Báltico (Rusia sólo poseía litoral en el mar Blanco, helado la mayor parte del año). En los primeros años de la guera, Carlos XII de Suecia obligó a rendirse tanto al elector de Sajonia como a Dinamarca. Sus victorias hicieron dudar de la resistencia de Rusia a un ataque sueco, pero en julio de 1709 cambió la suerte tras el aplastamiento del ejército sueco en Poltava. Esta victoria rusa revolucionó toda la situación del norte y este de Europa. Poltava destruyó el imperio sueco en el Báltico-Livonia y Estonia fueron ocupadas por Rusia- e hizo predominante la influencia rusa en Polonia, así como en gran parte del litoral del Báltico e, incluso en zonas del norte de Alemania. Repartos de Polonia El primer tratado de partición de Polonia se firmó el 25 de julio de 1772. Por él Prusia obtenía el territorio entre la Pomerania y la Prusia oriental; Austria, la Galitzia y Rutenia hasta el sur de Cracovia; y Rusia, las regiones al este del Duna y el Dniéper. Polonia perdía una cuarta parte de su territorio, un tercio de sus habitantes y quedaba incomunicada del Báltico. Sus instituciones quedaban garantizadas por las tres potencias, pero su economía quedaba mediatizada por la prusiana en virtud de un acuerdo comercial firmado en 1775. Sólo Francia intentó sin ningún éxito impedir el reparto de Polonia. Inglaterra se mostró poco interesada por un problema que no le afectaba; en España, la península italiana o Portugal se consideraba un ejemplo más de la política de fuerza que dominaba el sistema europeo. Sus consecuencias no tardaron en sentirse en el frente turco, donde Catalina II tenía las manos libres. El acercamiento a Austria propició que esta potencia actuara de mediadora. Después de varios intentos fallidos, las tropas de la zarina llegaron a Bulgaria en 1744 y los turcos debieron capitular. La paz se firmó el 21 de julio de 1744 y fue el tratado más desfavorable firmado hasta entonces por Turquía. Territorialmente, Rusia aceptaba devolver Moldavia, Valaquia y Besarabia y se conformaba con Azov y un fragmento de costa en el mar Negro, peor obtenía tanto la libre navegación por este mar como por los estrechos, y el reconocimiento de su protección sobre los ortodoxos en el imperio otomano. Crimea era declarada independiente, lo que favorecía su futura penetración allí. La situación internacional a comienzos de la Revolución francesa El Mundo Europeo. Europa no está unida. El nacimiento de los nacionalismos refuerza aún más el antagonismo entre las dinastías y la ambición de los más fuertes. La Guerra de América dio a Francia una ocasión para mejorar su posición en detrimento de Inglaterra, pero el Tratado de Versalles (1783) fue sólo una tregua en esta profunda y antigua rivalidad. Por otra parte, Alemania, humillada en muchas ocasiones, se lanzó a una violenta reacción anti-francesa que puso fin al cosmopolitismo y que prefigura ya los dramas de los dos siglos siguientes. En cuanto a Europa del Este, culmina su aparición en la escena diplomática dando una brutal solución al problema de Polonia. Cada potencia europea intenta, con más o menos éxito, conciliar sus tradiciones y el espíritu innovador. En Francia, Luis XVI, que había comenzado su reinado como un déspota ilustrado, abandonó en 1781 la política reformista que se necesitaba para solucionar el hundimiento de las finanzas y, sobre todo, la crisis de la sociedad de órdenes; la única salida sería la revolucionaria. En Inglaterra, la pérdida del primer imperio colonial, compensada con la rápida formación de otro-obligó a Jorge III a aceptar el parlamentarismo que comprometió al país en el camino del reformismo. En la Europa central surgen dos estados: Prusia, a quien Federico el Grande había dotado de un gran ejército, y lo que ya podemos llamar Austria, cada vez más coherente a la cabeza de un Imperio dispar de 343 estados. Finalmente, la Rusia zarista tenía una organización de tipo occidental impuesta a una sociedad aún feudal. El mundo extraeuropeo. El dominio de Europa sobre el mundo se concreta aún más durante el siglo XVIII. Los contornos de los continentes se conocen ya perfectamente y los océanos guardan pocos secretos. 1 Lo que más interesa a Europa es América, pero hacia 1780 se abre la era de su independencia: más que un fracaso para el Antiguo Régimen fue la prueba del triunfo de la civilización occidental en el Nuevo Mundo. La independencia de los Estados Unidos, proclamada en nombre de principios europeos, sirve de ejemplo a la aristocracia criolla de los imperios español y portugués. 2 Por el contrario, África no parece salir de sus siglos de sombras y oscuridad. o Aunque Ali-Bey (1755-1772) rompió los lazos que unían a Egipto con Constantinopla, sus sucesores no pudieron impedir una maraña de guerras civiles. o En la Regencia de Argel, los indígenas tratan de escapar a la tutela turca formando grandes feudos casi independientes. o En el norte de África, sólo Marruecos mantiene una cierta cohesión. o En África occidental sólo existen en la costa los reinos fundados con base en la trata. o En el interior, se forman, tras la conversión de los peuls al Islam, tres estados musulmanes, pronto enfrentados a los animistas del Reino de Bámbara. o En África oriental Sudán y Etiopía se encuentran en una fase de anarquía total. En África del Sur, unos miles de calvinistas europeos emprendieron una verdadera colonización al margen de los comerciantes holandeses de El Cabo, pero en 1755 el enfrentamiento entre los Boers y los Bantúes provocarán las guerras cafres, origen racial de los Afrikaaners. 3 En Asia, los rusos progresan lentamente por las llanuras siberianas y en 1787 se llega a Kamchatka. o Por otra parte, la Compañía Holandesa de Indias Orientales sigue obteniendo importantes beneficios de las plantaciones de Ceilán e Insulindia, mientras que los ingleses construyen un gran Imperio en La India. o El Imperio Turco resiste aún a la penetración occidental, pese a su decadencia ya irremediable, y a las ambiciones cada vez mayores de las potencia europeas. o Los nómadas del Turquestán impiden el acceso a las estepas de Asia Oriental y hostigan a sus vecinos con continuas incursiones. o Japón, aislado, pero con un régimen en grave crisis social y con hambrunas, empieza a poner en cuestión el régimen shogunal. o En cuanto a China, es el principal bastión de resistencia a la influencia europea, no obstante alcanza en 1796 el máximo de expansión: desde Mongolia a China. Hacia 1780 Europa consigue los triunfos que le proporcionaran el dominio del mundo, frente a civilizaciones debilitadas o inconscientes. Pero las fuerzas en movimiento tuvieron que luchar primero contra las fuerzas conservadoras para abrir camino a la libertad, la igualdad y la fraternidad que conducirían al mejor de los mundos. Fuera de Europa, los europeos se enfrentan por rivalidades coloniales. Pero, a fines de siglo, la independencia de los EEUU es el signo evidente de la primacía de la civilización occidental en el Nuevo Mundo. Tema 10. La Europa del despotismo ilustrado (I): Francia, Austria y Prusia. Concepto de despotismo ilustrado y características generales El despotismo ilustrado es un concepto político que surge en el siglo XVIII, que se enmarca dentro de las monarquías absolutas y que pertenece a los sistemas de gobierno del Antiguo Régimen europeo, pero incluyendo las ideas filosóficas de la ilustración, según las cuales, las decisiones del hombre son guiadas por la razón. Los monarcas de esta doctrina contribuyeron al enriquecimiento de la cultura de sus países y adoptaron un discurso paternalista. También se le suele llamar despotismo benevolente o absolutismo ilustrado; y a quienes lo ejercen, dictador benevolente. El Despotismo Ilustrado aparece en la Europa del siglo XVIII como un intento de simbiosis entre la política y la filosofía, ya que era creencia generalizada entre los filósofos (con raras excepciones, como Rousseau) que el bienestar del pueblo tendría como origen el trono. Así, bastaría con conquistar al monarca (en vez de hacer una revolución para convencer al pueblo entero) y hacer que éste aceptara poner en marcha las reformas necesarias para alcanzar el mayor bien común. La expresión «Despotismo Ilustrado» fue utilizada por vez primera por la historiografía romántica a mediados del siglo XIX. El fenómeno es complejo y varía de un país a otro. Los elementos que caracterizan al Despotismo Ilustrado son básicamente dos: Por una parte, la influencia de las ideas ilustradas en el terreno de la cultura y la acción gubernamental, imbuida de espíritu de reforma y con pretensiones de favorecer paternalmente la felicidad pública de los súbditos e incrementar el prestigio de la Dinastía reinante en el concierto internacional. Por otra, la aplicación decidida de una política destinada a contener los privilegios nobiliarios y eclesiásticos, cuyos intereses estamentales habían constituido un tradicional obstáculo para el fortalecimiento del poder del monarca. En virtud de ese doble carácter, el tiempo histórico del Despotismo Ilustrado queda circunscrito al periodo que comienza con la subida al trono de Federico II de Prusia y María Teresa de Austria en 1740 y finaliza al concluir el reinado de José II en 1790, cuando el estallido de la Revolución francesa da paso a una realidad nueva, cerrándose definitivamente la vía de las reformas prudentes encabezadas por los reyes llamados «ilustrados». Los protagonistas de esta colaboración entre las ideas de la Ilustración ilustradas, y el Estado fueron monarcas como Federico II de Prusia, Catalina la Grande de Rusia, la Emperatriz austriaca María Teresa y su hijo y sucesor José II, Carlos III de España, y ministros con gran ascendiente sobre los reyes a los que servían, como el marqués de Pombal en el Portugal de José I, o Bernardo Tanucci en el Nápoles de Fernando IV, o la Toscana del Gran Duque Pietro Leopoldo. El programa de los gobiernos «ilustrados» de la segunda mitad del siglo XVIII tenía antecedentes muy sólidos en el absolutismo de fines del siglo XVII y primeras décadas del Setecientos, caracterizándose por: - Reforzar la tendencia a una mayor centralización que, gracias a una burocracia eficaz, aumentaría la actividad de la maquinaria del estado. - Reorganizar la fiscalidad, evitando las numerosas desviaciones y exenciones. - Clarificar el procedimiento judicial por medio de la recopilación de leyes y la aplicación de principios humanistas y utilitaristas en el campo penal. - Incrementar la actividad económica mediante la favorable acogida de innovaciones técnicas y ciencias aplicadas. - Promocionar la cultura y el saber científico creando instituciones para la difusión educativa. - Secularizar la monarquía absoluta y las normas sociales, distinguiéndolas de la fe, practicando la tolerancia religiosa. El objetivo último del Despotismo Ilustrado era hacer compatible el fortalecimiento máximo del poder del monarca con el desarrollo ordenado y equilibrado de la sociedad. Francia: problemas religiosos y parlamentarios de Luis XVI: reformas y fracaso. Dentro de este apartado debemos recordar y considerar las primeras disputas con el Parlamento sobre el problema jansenista durante el periodo de la Regencia con la bula Unigenitus de fondo. La cuestión jansenista en la época del cardenal Fleury: el rey exigía que la bula Unigenitus fuera registrada como una ley del reino. Los magistrados parisinos contraatacaron mediante un decreto en donde reiteraban los principios del galicanismo parlamentario. Reacción de la corona: la Declaración de Disciplina por la que se modificaban los usos parlamentarios y se restringía el derecho de reconvención. El Parlamento decidió suspender su actividad, lo que provocó el exilio de 139 de sus miembros y el inevitable caos judicial. El rey suspendió la Declaración de Disciplina, si bien durante el tiempo que Fleury estuvo en el poder los tribunales quedaron excluidos de intervenir en asuntos relativos a la Unigenitus. Periodo de tregua en la relaciones entre la Corona y el parlamento. En el periodo de gobierno personal de Luis XV, a mediados de siglo, se produjo una nueva crisis entre la Corona y la oposición parlamentaria. Apoyo del rey al arzobispo de París, destacado antijansenista. Negativa a administrar sacramentos a quienes no portaran billetes de confesión firmados por un cura que hubiese acatado la bula Unigenitus, instrumento de represión, apertura de algunos procesos judiciales en el Parlamento. La oposición de Luis XV a que el tribunal interviniera en esos asuntos y su decisión de reformar la administración del Hospital Real a favor del arzobispo acabó provocando el enfrentamiento. Contexto de importante subida de los precios y de las cargas impositivas = motines populares. En 1753 el Parlamento de París hacía públicas las Grandes Remontrances, reafirmaba su papel de garante de las leyes fundamentales del reino aún a consta de su enfrentamiento con el monarca. Doctrina política que se inspiraba en Montesquieu y en su apoyo a la existencia de unos “cuerpos intermedios” que limitaran el poder real. Los parlamentarios irían más allá, llegando a atribuirse la representación nacional. Se suspendió la actividad del tribunal y se arrestaron y exiliaron muchos magistrados, desbarajuste en la administración de justicia. Para poner fin a esta situación el rey impuso una ley de silencio sobre la bula Unigenitus y favorecería un arbitraje del papa Benedicto XIV. Reforzaría el papel del Gran Consejo, a quién se otorgó la capacidad de ejecutar actas sin la autorización del Parlamento. Este intento de neutralizar a la institución parlamentaria suscitaría una firme reacción, comenzó a plantearse la teoría de la unión de las clases: los distintos tribunales del país eran clases de un único Parlamento, heredero de las antiguas asambleas legislativas francesas. Esta declaración provocó el destierro de los parlamentarios, los parlamentos de provincias respaldaban la actitud del tribunal de París, el monarca iba a enfrentarse por primera vez a una magistratura unida. En 1756 estalló la Guerra de los siete Años, necesidad de nuevos ingresos, ello indujo al monarca a intentar una política de fuerza con respecto al Parlamento. Se estableció con carácter temporal la segunda vingtième (1756); además se hizo pública una nueva Declaración de Disciplina que restringía las reconvenciones y prohibía al Parlamento declararse en huelga. Se sucederían las dimisiones de magistrados. Ambiente enrarecido, hacienda necesitada de fondos, la política de firmeza resultaba inviable. A cambio de la retirada de sus dimisiones por los magistrados, la Declaración de Disciplina no llegó a ser ejecutada = capitulación del rey ante el Parlamento, que convertiría la política fiscal en el eje de su pugna con la Corona olvidando anteriores controversias religiosas Choiseul: con él se consumó la expulsión del país de la Compañía de Jesús, cuya directa dependencia del Papado chocaba con el mayoritario galicanismo de los magistrados franceses. Incidente que dio pie a la expulsión: proceso del padre Lavalette, jesuita de la Martinica que había fundado una compañía comercial cuya ruina arrastró a diversos comerciantes; los acreedores reclamaron a la compañía, pero ésta se desentendió de las dudas; fue condenada primero en Marsella y después por el Parlamento de Aix. La decisión de los jesuitas de apelar al Parlamento de París iba a transformar un conflicto menor de origen económico en un auténtico asunto de estado. Choiseul intentó mediar solicitando del papa una reforma de los estatutos de la Compañía, el propio rey intentó paralizar el proceso, pero la postura del Parlamento iba a ser firme: en agosto de 1762 decretaba la expulsión de los jesuitas y en noviembre de 1764 un edicto de Luis XV declaraba abolida la compañía. La expulsión de los jesuitas contribuyó a reforzar la posición de los parlamentarios hasta acabar derivando en un grave conflicto constitucional. El Imperio. La emergencia de Prusia. Austria antes de María Teresa El Imperio, al inicio del s. XVIII, mantenía con vitalidad algunas de sus instituciones fundamentales, aunque lo que verdaderamente permanecía vivo era el sentimiento de pertenecer a una instancia superior, sobre todo en los territorios más pequeños, en los dominios eclesiásticos, las ciudades libres y los nobles de procedencia imperial. Otros príncipes, sin embargo, buscaban una mayor independencia del Imperio. Los ejemplos más significativos son los de Brandemburgo y Austria que, a pesar de su inicial dependencia del Sacro Imperio, llegaron a constituirse en entidades supremas con vínculos territoriales externos al Imperio. Fue a partir de esta supremacía cuando la realidad imperial se derrumbó. Emergencia de Prusia El gran elector de Brandeburgo, Federico Guillermo, fue el verdadero artífice del poderío prusiano; ante la dispersión geográfica de sus dominios él se centró en su electorado, donde afirmó su autoridad con una serie de innovaciones en el aparato administrativo, creando una burocracia centralizada y competente, sometiendo a su poder a los diversos grupos sociales e instituciones provinciales. Esto se combinó con la introducción de gravámenes sobre el consumo y la reglamentación de la recaudación para obtener ingresos regularmente, al tiempo que creaba un ejército permanente e iniciaba una política exterior agresiva. Su hijo, Federico III de Brandeburgo, sigue sus pasos pero intenta ampliar los objetivos de los Hohenzollern con la transformación de sus territorios en reino independiente; el estallido de la Guerra de Sucesión Española le dio la oportunidad de conseguir plena soberanía para sus dominios a cambio de ayuda militar al emperador, por lo que en enero de 1701 se convierte en primer rey de Prusia, con el reconocimiento internacional. Prusia, en los primeros años del s. XVIII, era un territorio con escasos recursos materiales y humanos. Los efectos de la Guerra del Norte se dejaban sentir; además desde Berlín (capital de Brandemburgo) no sólo se desentendían de sus necesidades, sino que el territorio era utilizado el grupo dirigente próximo al monarca para satisfacer sus ambiciones materiales. Un gobierno centralizado y eficaz era muy difícil por la enorme dispersión territorial y por las sólidas estructuras estamentales sobre las que descansaba aquella sociedad. Los únicos soportes en los que se apoyaba aquel Estado dinástico eran el ejército y los dominios patrimoniales. Pero el ejército debía ser mantenido, para lo que se utilizaban las contribuciones, que dependían de los recursos de la población, que eran muy escasos. Federico I, aprovechando la calamitosa situación, decidió intervenir en una doble dirección: contra determinadas personas a las que se consideraba responsables de excesos y corrupción y abriendo una etapa de reformas que debían afectar a todos los campos de la gobernación. Las reformas estaban orientadas a reforzar el poder del príncipe hasta hacer de él un poder autocrático y una monarquía de derecho divino. Esto exigía acatar las libertades estamentales, olvidando las relaciones de dependencia del sistema feudal tradicional. Los objetivos básicos serían fortalecer la economía, aumentar la población, impulsar la obra colonizadora y dotarse de un aparato militar poderoso. No hizo innovaciones importantes a nivel social; la nobleza sigue siendo el grupo privilegiado por excelencia, que ocupa los altos cargos del Estado; los junkers son también privilegiados, sobre todo a nivel económico, pues no sólo están exentos de impuestos sino que obtienen franquicias para la exportación (lana y trigo), tienen el monopolio de la caza y siguen conservando un omnímodo poder sobre el campesinado. La burguesía apenas es importante todavía, y los campesinos, adscritos a la servidumbre en condiciones onerosas, siguen privados de tierras aunque obtuvieron el derecho a no ser desalojados de sus parcelas por los señores de manera arbitraria (1699). Con la Iglesia luterana ejerce una tutela que le lleva a convertirse en el summus episcopus de la nación, favoreciendo la inmigración de hugonotes huidos de Francia. En 1712 inicia una reforma del procedimiento judicial creando el Colegio del Comisariado General como institución superior que supervisaba y orientaba las actuaciones de los colegios locales. Se decretó la reforma del reglamento de gobierno y de la Cámara de Prusia para evitar que se pudiera apelar cualquier sentencia dada. Esto significaba un reforzamiento del poder real con un carácter marcadamente autocrático. El ejército, campo preferido de intervención y apoyo dinástico de los Hohenzollern, no escapó a las reformas de Federico I. Los objetivos de estas actuaciones fueron una mayor implicación de los territorios, posibilitar unas mayores contribuciones fiscales con un mayor desarrollo económico, y una mayor implicación de los comisarios de guerra, locales y provinciales. Aumentó paulatinamente sus efectivos humanos y comenzó su transformación hacia lo que sería el modelo militar del siglo XVIII. Federico I hizo que Brandemburgo-Prusia irrumpiera en la escena política del s. XVIII con un nuevo valor. En torno a este núcleo se fueron agrupando los dominios tradicionales de la Casa de Hohenzollern, primero los estados heredados y, a medida que avanzaba el siglo, los territorios que la dinastía fue adquiriendo de distintas maneras. Austria antes de María Teresa En 1720 la casa de Austria podía ser considerada como el poder más importante de la Europa continental. Hay que destacar sus dominios tradicionales, denominados por la historiografía Países Hereditarios (Alta y Baja Austria, Carintia, Estiria y Carnolia, el Tirol y Gorizia, las ciudades de Triestre y Fiume más una serie de pequeños territorios que se extendían de manera discontínua hacia el oeste) a los que se añadiría en 1526 la corona de Bohemia (con el reino de Bohemia, Moravia, Silesia y la Alta y Baja Lusacia). Más adelante la Casa de Austria acometió la reconquista de Hungría, a cuya corona se incorporaron los reinos de Croacia y el principado de Transilvania. A consecuencia de la paz de Utrechet-Rastaad-Baden se anexionó los Países Bajos españoles, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña, ésta permutada posteriormente por Sicilia. En la paz de Passarowitz se incorporaría el banato de Temesvar y, temporalmente, parte se Serbia y la Pequeña Vaalquia. En 1738 Austria cedió Nápoles y Sicilia a favor de España a cambio de Parma y Piacenza. Este fue el Imperio que hubo de gobernar Carlos VI hasta 1740 y el que suscitó una guerra de Sucesión, al morir sin heredero varón y decretar la Pragmática Sanción, que se solucionó por el tratado de Aquisgrán en 1748. Aceptada la sucesión de María Teresa, este imperio sufrió un desgaje importante al perder la mayor parte de Silesia en 1745 a instancias del rey de Prusia, lo que produjo un grave conflicto entre ambas monarquías, que luego firmaron una alianza para el reparto de moldava. Este imperio se mantendría básicamente (con la incorporación de Bosnia-Herzegovina en 1878) durante el s. XIX y cuyo dominio por los Habsburgo no finalizaría hasta la Gran Guerra. Este vastísimo imperio era un conglomerado territorial con grandes diferencias étnicas, lingüísticas, religioso-culturales y político-constitucionales, lo que alejaba a Austria de otras monarquías con un poder mucho más centralizado y por tanto más eficiente y fácil de gobernar. Los dos pilares en los que este imperio se apoyaba lo dotaban de debilidad: las finanzas de que se valía el poder central eran escasas y en gran parte patrimoniales, y la administración de la monarquía era escasa y dependía demasiado de los territorios y sus estamentos, que estaban desagregados, dotados de constituciones dispares y hasta confesiones y grupos étnicos diferentes. Federico II de Prusia (1748-1786) Federico II, llamado “el Grande”, llega al trono con solo 28 de edad, tras una juventud turbulenta y de difíciles relaciones con su padre, Federico Guillermo I. Al contrario que éste, Federico II presentaba una inteligencia sobresaliente y una refinada cultura. Sus relaciones con pensadores como Leibnitz, Voltaire o d’Alambert; su producción intelectual, con obras como Consideraciones sobre Europa, Antimaquiavelo, Espejo de los príncipes, Cartas de un oficial prusiano y Ensayo sobre las formas de gobierno y los deberes de los soberanos; junto con sus actuaciones políticas y culturales, le valieron el título de “rey filósofo”. Al poco tiempo de subir al trono estableció el principio de libertad religiosa, pero solo adoptó esta medida porque le confería una mayor autonomía política. De hecho, al contrario de lo que propugnaban las ideas ilustradas y laicas, solo reconocía a Dios como origen del poder real. En el ámbito de la administración, continuó la obra de su padre, reforzando la centralización y uniformización del Estado. Gobernó con un gabinete privado que dependía totalmente de él, institucionalizado en el Directorio General y Supremo de Hacienda, Guerra y Dominios. En el campo del derecho se puso en marcha la elaboración de un código penal, se eliminó la tortura y se limitó la pena capital a los delitos de lesa majestad. En lo relativo a política hacendística y fiscal se aumentaron los ingresos provenientes de impuestos sobre la propiedad y el consumo (especialmente monopolios del estado y aduanas), consiguiendo multiplicar los ingresos más de dos veces y media durante su reinado. Esto, unido a un control exhaustivo del gasto, supuso un superávit con el que financiar sus reformas. Este superávit le permitió la ampliación y el perfeccionamiento del ejército, que llegó a sobrepasar los 250.000 hombres (un 7,5% de la población activa) y que fue utilizado en largas guerras y acciones de conquista. La política agropecuaria buscó una mayor diversificación productiva con la introducción de nuevos cultivos (plantas forrajeras, patata) y nuevas especies animales (ganado vacuno y ovino) y un aumento de la producción gracias al aumento de zonas de cultivo (explotación de tierras baldías y establecimiento de colonos). Se consiguió una mayor independencia de los mercados exteriores y un cierto desarrollo económico y social, sobre todo en las áreas más pobres. Las industrias que recibieron un mayor impulso fueron las extractivas y de transformación metalúrgica, favorecidas también por la anexión de Silesia. También se fomentó las manufacturas dedicadas al comercio interior, especialmente las de artículos de lujo, como porcelana, seda y terciopelo. Pero, a pesar de los avances conseguidos, la economía y la sociedad prusiana continuaron teniendo un carácter marcadamente rural. El órgano central que regulaba el comercio era el Ministerio de Comercio e Industria, que adoptó una política proteccionista. También se promovieron compañías comerciales transatlánticas a partir de los monopolios sobre productos de importación (tabaco, café, sal) y se favoreció el crédito público y privado con la creación del Banco de Prusia. Estas medidas se complementaron con la mejora de las redes de transportes, la eliminación de aduanas interiores y la construcción de canales de navegación. Prestó gran atención a la ciencia y la cultura, pero la libertad de pensamiento y opinión se vieron severamente coartadas: la prensa que mostraba algún tipo de crítica era anulada, los intelectuales eran todos orgánicos. A pesar de su reputación de rey ilustrado, parece evidente que gobernó como un autócrata y un tirano, confundiendo su interés patrimonial con el general. Sus numerosas reformas tuvieron escasa influencia sobre la estructura social; si acaso, se reforzó el predominio nobiliario sobre los otros cuerpos sociales, subordinado, eso sí, al poder monárquico. María Teresa y José II de Austria María Teresa y el Reformismo El comienzo del reinado de María Teresa se vio marcado por la Guerra de Sucesión de Austria. Sus derechos al trono no eran reconocidos por varios de los electores e incluso había grupos opuestos en la corte de Viena. Tras ocho años de guerra, gracias al apoyo militar húngaro y su labor diplomática, consiguió que se la reconociera como reina de los dominios de los Habsburgo y que su esposo, Francisco Esteban de Lorena, fuese elegido emperador. Una vez resuelto el problema sucesorio se propuso un programa de reformas destinado a aumentar la autoridad real. Prudentemente, este programa se desarrolló en varias fases y con diferentes ritmos en los distintos dominios. Los primeros cambios fueron realizados en los dominios hereditarios. Como órgano central de la administración se creó el Directorio Público de las Cámaras, presidido por Haugwitz, que coordinaba todas las funciones gubernativas. Este órgano fue sustituido algunos años después, a iniciativa del príncipe Kaunitz, por el Consejo de Estado que él presidiría. La Magistratura Suprema fue instituida como órgano central, único y supremo de justicia. Al mismo tiempo se abordó la codificación del derecho civil y criminal. La reforma de la hacienda tenía como fin aumentar los ingresos a través de una recaudación más uniforme a la que contribuyeran todos los cuerpos políticos. Se impuso una contribución sobre los bienes inmuebles que causó malestar en algunos dominios como Carintia, donde se llegó a la violencia. Los funcionarios reales fueron desplazando a los estamentos en la recaudación de tributos y en el ejército. Además había que dotar a este de milicias permanentes y profesionales y reformar su formación y métodos, para lo cual se creó la Academia Militar de Viena, el Código de Justicia Militar y los acuartelamientos. La siguiente fase reformadora coincide con la corregencia de su hijo, José II, tras su coronación como emperador. El corregente entendía el gobierno como la imposición de su voluntad de forma absoluta. Tras las reformas realizadas en los dominios hereditarios, le tocó el turno al reino de Hungría. La reina solicitó a la Dieta húngara una contribución monetaria a la hacienda real, la sustitución del servicio militar feudal por impuestos dinerarios y la reducción de las cargas feudales sobre los campesinos. Estas medidas fueron finalmente impuestas por decreto en Hungría y trasladadas al resto de los dominios, no sin resistencias. También se impuso la contribución al clero, se desamortizaron bienes de monasterios (trasfiriéndose a parroquias más pobres) y se enajenó el patrimonio de los jesuitas (que se empleó en la reforma de la educación primaria y secundaria, asumidas por el Estado). En el terreno de la agricultura, se fomentó la modernización y se permitió estudiar a los campesinos. Se fomentaron las industrias interiores, especialmente las de seda y porcelanas, a través de escuelas de formación. Se mejoraron las carreteras y se impulsó la utilización del Danubio como vía de comunicación con el fin de desarrollar el comercio exterior e interior (dificultado por la dispersión territorial de los dominios. La regulación y protección de los derechos de los siervos culminó con la ley de emancipación. José II y el Josefismo Tras la muerte de María Teresa quedó como único gobernante de Austria su hijo, José II. Menos dialogante que su madre, era un convencido seguidor de las doctrinas del Absolutismo y la Ilustración. Los objetivos de su política interior fueron una continuación de los del reinado anterior. Desde el principio impuso la sobriedad en la corte y simplificó la administración. Elaboró un censo de población y un catastro con el fin de repartir la carga fiscal con arreglo a la riqueza. Acabó con el monopolio productivo de los gremios y favoreció la diversificación de la producción interior, prohibiéndose las importaciones, dando lugar a una economía casi autárquica. Pero el principal objetivo de las reformas fue la Iglesia, junto con los territorios que anteriormente habían escapado a ellas. José II era un católico piadoso, pero consideraba que los asuntos de conciencia religiosa pertenecían al fuero interno de cada individuo. Partía del principio que apoyaba la monarquía de derecho divino y deseaba una Iglesia sometida a los intereses del Estado. Las medidas para obtener esta sumisión abarcaron desde la supresión de fiestas religiosas hasta la validación de los matrimonios eclesiásticos por la autoridad civil. Además se abolió la censura de la Iglesia sobre la prensa y se toleraron otras confesiones. Pero las medidas más importantes se dirigieron contra el patrimonio eclesiástico, utilizando los fondos obtenidos con fines civiles. El final del reinado de José II se vio oscurecido por numerosas revueltas. Su sucesor, Leopoldo II, tuvo que devolver a los estamentos sus derechos y libertades, liquidando las reformas. Tema 11. La Europa del Despotismo Ilustrado (II): Europa del norte y del sur. España y Portugal: Carlos III y el Marqués de Pombal. Italia: un modelo para el área católica. El caso español Puede decirse que el reinado de Fernando VI fue el preludio del pleno reformismo de Carlos III. El carácter tímido e indolente del monarca y la escasa ambición de su esposa, Bárbara de Braganza, les llevó a dejar el gobierno en manos de sus colaboradores, hombres experimentados y capaces, que conocían bien los problemas del país. El más destacado de ellos fue el marques de la Ensenada, cuyas mayores preocupaciones fueron el fomento de la actividad económica, la mejora de las infraestructuras y la reconstrucción de la marina. Obra de Ensenada fue también el nuevo concordato con la Santa Sede, por el cual la corona controlaba la elección de obispos y otros cargos eclesiásticos y disminuía la salida de caudales hacia Roma. En lo que fracasó el ministro fue en la reforma del sistema fiscal de Castilla, partiendo del modelo ensayado en Aragón, debido a la oposición de la aristocracia y el clero. Tras la muerte de Fernando VI subió al trono su hermano Carlos III, que ya había sido rey de Nápoles. Su reforma comercial más importante fue la liberalización del comercio de cereales, lo que supuestamente favorecería a los productores y acabaría con las prácticas de acaparamiento, pero que fracasó debido a las malas cosechas, la deficiente red viaria y la especulación. Junto a esta reforma destaca la ampliación del número de puertos habilitados para comerciar con América, lo que provocó un rápido aumento del número de intercambios. Otros proyectos de reformas fueron la que propugnaba la incorporación de señoríos a la corona, la limitación de las propiedades eclesiásticas y, en el terreno fiscal, responsabilidad del marques de Esquilache, el establecimiento de la única contribución. Los celebres motines que llevan su nombre se debieron a causas diversas: la oposición popular a diversas medidas tomadas en su calidad de responsable del orden público en Madrid; el rechazo a las medidas liberalizadoras, a las que se achacaba la carestía; y el malestar en la nobleza y el clero ante las reformas. Pero, a pesar de la sublevación, la mayoría de las reformas no fueron canceladas. La más importante de las consecuencias fue la expulsión de la Compañía de Jesús, a la que se culpó de las revueltas, debido a su apoyo a la Santa Sede en la lucha por los derechos del rey sobre la Iglesia nacional (las llamadas regalías). Esta expulsión permitió también la reforma de la enseñanza: cubriendo el vacío dejado por los colegios de la Compañía, renovando los planes de estudio universitarios y los métodos de selección del profesorado. Otra de las consecuencias de los motines fue la reforma del régimen local, limitando la autoridad de los regidores. Parte fundamental del reformismo carolino fue la restauración del prestigio internacional, a través de la participación en conflictos como la guerra de independencia de los Estados Unidos. Esto hizo necesarias medidas organizativas: se reformó el sistema de reclutamiento, se crearon academias de oficiales, se copiaron las ordenanzas prusianas y se incrementó el número de navíos de la armada. Pero los resultados dejaron bastante que desear. Al mismo tiempo, la necesidad de financiar los nuevos esfuerzos bélicos llevó a la emisión de vales reales, especie de títulos de deuda pública, cuya depreciación provocó la creación del banco de San Carlos con el fin de respaldar su conversión en dinero. En cuanto a la Administración, destaca la creación de la Junta Suprema de Gobierno, origen del actual Consejo de Ministros. Este órgano favoreció la adopción de criterios generales, dotó al equipo de gobierno de mayor estabilidad ante los cambios en su composición y permitió resolver rápidamente los conflictos de competencias Portugal e Italia Otros estados europeos, como Portugal, Parma, Nápoles y el Gran Ducado de Toscana, desarrollaron las mismas aspiraciones de centralización, reforzamiento del poder fiscal y dirección ideológica de la sociedad que los grandes estados antes tratados. Por vinculaciones familiares y afinidades políticas, el reformismo de Carlos III tuvo su prolongación en los enclaves borbónicos de Parma y Nápoles, debido al impulso reformador de los ministros Du Tillot y Tanucci. El marqués de Pombal gobernaría con mano de hierro durante veinte años el Portugal de José I, aplicando sin vacilar las fórmulas reformistas del Despotismo Ilustrado. En cuanto a Toscana, el Gran Duque Pietro Leopoldo se caracterizó por un reformismo muy apegado a los problemas del país. En el campo de las reformas económicas, Toscana fue el principal centro de la Europa continental en cuanto a las teorías librecambistas en la agricultura. Además se distribuyeron tierras estatales entre los aparceros y se dio formación agrícola a los campesinos. Los gremios vieron restringidos sus privilegios en Italia y se combatieron los prejuicios contra el trabajo manual. En Portugal, Pombal se centró en desarrollar el comercio a través de la protección estatal a estructuras empresariales y capitalistas nacionales. Los jesuitas fueron expulsados de Portugal, Parma y Nápoles debido a su oposición a las doctrinas regalistas y sus bienes confiscados. Esta expulsión fue acompañada en Parma por toda una batería de medidas contra la Iglesia: desamortización de sus bienes, obligación de tributar y abolición de la Inquisición. El país políticamente más avanzado fue Toscana, donde se suprimió la tortura y la pena de muerte e incluso el Gran Duque proyectó una Constitución que crearía una Asamblea representativa de carácter consultivo. Pero la Revolución francesa acabó con las medidas reformistas. Tema 12. Parlamentarismo británico e independencia de los Estados Unidos. La consolidación de la revolución política (1688-1714) Guillermo de Hannover y Maria Estuardo llegan a Inglaterra donde son aclamados rey y reina. (casa de Orange) Tras morir sin hijos, la corona pasa a la hermana de María, Ana Estuardo, muy inglesa y muy católica. Ana no tiene hijos, por lo que las cámaras no se preocupan por la continuidad de su línea de gobierno, pero el nacimiento inesperado de un príncipe heredero hace que cambie radicalmente la situación, y obliga a tomar un acuerdo que excluya de la sucesión a todos los católicos: Act of Settlement. Inglaterra inicia el siglo XVIII tras haber sido la gran beneficiaria del gran conflicto europeo que acaba con la paz de Utrecht. Los triunfos en los campos de batalla del continente han quedado rubricados por un prodigioso desarrollo espiritual interno, que caracteriza el transcendental período de Ana Estuardo (1702-1714). Bajo la inspiración de los wighs o de los tories, Inglaterra no ha hecho más que crecer ante la admiración de propios y extraños. Desde el 6 de marzo de 1707, el Acta de Unión, querida por los wighs, ha sellado la unidad política de Inglaterra y Escocia, modificando la pura unidad personal de ambos reinos en la corona de los Estuardo. Unas solas leyes, un sólo Parlamento y un sólo gobierno. Instituciones sólidas vinculadas a la tradición nacional y una monarquía débil. La sucesión de Guillermo III y María se decanta por su hermana Ana, y en caso de morir ésta sin sucesión, al elector de Hannover, Jorge, biznieto de Jacobo I. El nuevo Reino Unido recibe de Luis XIV un trato de favor en las tarifas comerciales y la cesión de la isla de San Cristóbal, en las Antillas, y de los territorios de la bahía de Hudson, Acadia y Terranova, en América del norte. Estas concesiones junto con las hechas por España (Gibraltar, Menorca, firma del tratado de asiento sobre la importación de esclavos negros a las colonias por barcos ingleses y concesión del “navío de permiso”) señalan a Inglaterra las puertas de Canadá y del Mediterráneo en el aprovechamiento del Imperio español. El auge de la opinión pública Antes del siglo XX sólo eran ciudadanos las minorías ilustradas de las naciones occidentales o colonias. Con el surgimiento de la cultura de masas y la expansión tecnológica comienza un progresivo ensanchamiento del término, hasta que a fines del siglo XX el ciudadano es la población misma. Por eso la Opinión pública en el Antiguo Régimen estaba restringida a marcos reducidos de personas que influían en las políticas sociales. Su primera formulación coincide con la visión de los teóricos de la democracia liberal clásica (Rousseau, Locke, Tocqueville). Se conceptualizaba entonces como la opinión del pueblo. El filosofo alemán Jurgen Haberlas, que desarrolló una teoría relativa al surgimiento de la opinión pública, concibe ésta como un debate público en el que se delibera sobre críticas y propuestas de diferentes personas, grupos y clases sociales. Para Habermas el desarrollo de la opinión pública se produjo partir del siglo XVIII, precisamente cuando se produjo latransición de una cultura basada en la transmisión oral a otra en lo que lo escrito tiene ya un importante protagonismo, ya que la alfabetización en Europa Occidental alcanza altos niveles. Precisamente este relativo alto nivel de alfabetización en las zonas urbanas dio lugar a que apareciesen nuevos medios de comunicación, los diarios y las revistas, que además estaban liberados por la mitigación de la censura como ocurrió en Inglaterra, derivada de la propia Bill of Rights que reconocía una libertadas de imprenta básica. El primer diario ingles fue The Daily Courant, aparecido en 1702. En relación a las gacetas o periódicos no diarios, a lo largo del siglo se desarrollo y consolido una amplia tipología. Algunos periódicos de información general se orientaban más hacia la divulgación de noticias políticas y económicas, mientras que otros se orientaban más hacia la creación de opinión. Entre los periódicos de opinión, el Spectator, publicado en Londres en los primeros decenios del siglo, se convirtió en un punto de referencia. Durante el segundo periodo de gobierno de Walpole la utilización de la prensa como manifestación de la opinión pública se iba a revelar como un arma terriblemente eficaz contra el gobierno, como demostraría el periódico The Cratsman, en donde colaboraba Bolingbroke, viejo líder tory y furibundo opositor a Walpole. La dinastía Hannover y el desarrollo del parlamentarismo Las revueltas del siglo XVII, la dictadura de Cromwell y la “Gloriosa Revolución” de 1689 habían demostrado a los monarcas británicos la imposibilidad de gobernar ignorando a las Cámaras parlamentarias, que eran las únicas que podían votar nuevos impuestos en Inglaterra. Tras la Gloriosa, el rey debe firmar la carta de Derechos (Bill of Rights), un nuevo pacto constitucional entre los poderes. La Carta reconocía: - La libertad de prensa, al margen del control monárquico - El carácter no permanente del ejército - Que el Parlamento aprobaba todos los nuevos impuestos (base para la división de poderes entre legislativo y ejecutivo) - Garantizaba el derecho de propiedad privada e individual. Esto constituye un nuevo tipo de gobierno, que limita el poder del Rey, y da una mayor participación a las oligarquías del país. En 1701, el Act of Settlement (que en principio era sólo un acuerdo para fijar la sucesión de la reina Ana Estuardo) asentó definitivamente el proceso, consolidando la separación entre poder judicial y legislativo. Mientras todo este proceso tiene lugar en Inglaterra, fuera de ella, Jacobo II, que había huido a Francia tras la revolución de la Gloriosa, conspira para recuperar el trono. Es el conocido movimiento jacobita, que tendrá amplios apoyos en Irlanda y Escocia. Así pues, mientras el nuevo monarca inglés, de la casa Orange, Guillermo III, se ocupa en resolver el problema jacobita y también en la guerra contra Francia, el parlamento va aumentando sus parcelas de poder: - Se limita la duración del Parlamento a tres años, para evitar que se eternicen en las cámaras parlamentos demasiado dóciles al rey. - Se fiscalizan los gastos reales y también los gastos del gobierno. Hay que tener en cuenta que en esta época no existe aún lo que podríamos considerar unos presupuestos generales. El dinero se saca de unas cosas y se emplea en otras. Si falla en el ingreso, no se puede realizar el gasto, a pesar de que existan excedentes en otras áreas. - El poder tangible del Gobierno lo detenta un Gabinete de ministros constituido en torno al rey, y generalmente formado por la opción mayoritaria del Parlamento. Esta situación desemboca en una nueva configuración de los poderes que al final terminaría con su definitiva separación: - el poder ejecutivo recaería sobre el monarca, apoyado por la burocracia, los ministros y los gobiernos locales - el poder legislativo lo ejercería el parlamento, formado por la cámara de los comunes y la cámara de los lores, que proponen a su vez a los ministros - el poder judicial, separado del ejecutivo en 1701, recaería sobre los tribunales. A pesar de las reticencias de los monarcas, y de los intentos de recorte de poder, el Parlamento está determinado a cumplir el Bill of Rights, y lentamente se va consolidando este sistema, ayudado por el talante de la casa Hannover, así como por el talante dinámico y expansivo de una sociedad que se halla en pleno proceso de revolución industrial. Ambos factores contribuyeron al desmantelamiento del Antiguo Régimen en Inglaterra. La nueva dinastía de Hannover fue establecida tras la muerte de Ana Estuardo. Tanto Jorge I (1714-1727) como Jorge II (1727-1760) fueron ante todo alemanes y electores de Hannover, y pusieron muy poco empeño en intervenir en los asuntos de gobierno, tal como les permitía la llamada prerrogativa regia. Su trono estaba consolidado por la voluntad casi unánime de los pobladores del reino, y el fracaso del intento de Jacobo Estuardo, hijo de Jacobo II, en 1715, así como las posteriores tentativas jacobitas, que demostraron palpablemente la adhesión de Inglaterra y Escocia a la dinastía hannoveriana que representaba los principios nacidos en la revolución de 1768. Se consideran los logros más destacados del primer monarca de la dinastía, Jorge I, la consolidación de la sucesión protestante, la atenuación de las controversias religiosas y el carácter rutinario que otorgó a la actividad parlamentaria. Jorge I sube al trono contra la opinión de los tories, y es por ello que se apoyará en Gabinetes con ministros whig, entre los que destacan Towshend, Robert Walpole, Stanhope y Halifax. El rey disuelve las cámaras y convoca nuevas elecciones que ganan los whig con holgura. Este cambio de la mayoría habría estado influido por el deseo de estabilidad, pero sobre todo por la propia naturaleza del sistema electoral, caracterizado por la irregularidad de los distritos electorales y por favorecer el control gubernamental a través de una amplia clientela de miembros de la administración, del ejército y de la marina. El intento de control del parlamento lleva a un fuerte descontento social, que entronca con el movimiento jacobita. El levantamiento se produce y fracasa y el rey aprovecha para modificar la ley, y aumentar de 3 a 7 años la duración de cada Parlamento. En 1727 muere repentinamente Jorge I, dando paso a su hijo, Jorge II, quien mantiene durante los primeros años de su mandato una fuerte rivalidad con el que había sido primer ministro con su padre, el whig Walpole, pero la eficacia del estadista le obliga a recurrir una y otra vez a él. La caida de Walpole en 1742, tras perder el apoyo de la Cámara de los Comunes, demostró que un primer ministro, para mantenerse en el poder necesitaba tanto el apoyo del rey como el de los Comunes, pues aun conservando el primero, el retroceso de su influencia en la Cámara había forzado su salida del gobierno. Este hecho resultaba doblemente significativo por cuanto su mandato sirvió para otorgar a los Comunes un poder hasta entonces desconocido y que actuaba en detrimento de la propia Cámara de los Lores. A las rencillas por el poder se unen los enfrentamientos con Francia, y el resurgimiento del levantamiento jacobita, de manos del príncipe Carlos Eduardo, respaldado por Francia, y conocido como Bonnie Prince Charly. Jorge III, nieto del rey anterior, será el primer rey de la dinastía nacido y formado en Inglaterra. Sube al poder en 1760, tras el fallecimiento de su abuelo, y se le considera responsable de una época en la que el poder real será más fuerte. Durante su reinado, se producen las crisis con las colonias, por problemas derivados de la imposición de tasas y aranceles sobre los colonos, acción a la que responden con boicot a los productos de la metrópoli y el fin de la guerra de los Siete Años. Uno de las primeras acciones del rey es firmar la paz con Francia, que se materializa en el Tratado de París de 1763. Todo ello con una fuerte oposición de la opinión pública y comerciantes, que provocan la dimisión del ministro Bute que realiza este encargo. El intento de control de las Cámaras mediante sobornos y prebendas valdrá al soberano un descrédito general, y el cuestionamiento de su autoridad. Se suceden los gobiernos. Primero, el de Lord North, un buen administrador, con el que la vida pública parece calmarse. Luego, con William Pitt el Joven, que asciende al poder con sólo 24 años de edad, un gobierno convulso, que hubo de hacer frente a la enfermedad mental de Jorge III, la Revolución Francesa, y la guerra con los insurgentes (que causan una gran brecha dentro de los partidos ingleses), y el incremento de las aspiraciones independentistas en Irlanda, que logra apaciguar con la Union Act, el tratado más importante de su gobierno, firmado en 1800, que preveía la absorción del Parlamento irlandés por el británico y que finaliza el proceso de configuración de la Inglaterra moderna, iniciado a principios de la centuria. En 1832 una reforma parlamentaria facilita la descomposición de un gobierno oligárquico a favor de otro electo. Las transformaciones económicas y financieras, además de constitucionales, marcan el origen del moderno Estado británico, esponsorizado por el joven Banco de Inglaterra. Pero no todo cambió. La Gloriosa no trajo una sustantiva renovación de las élites, que en cualquier caso sufrieron reajustes. Además, si bien es cierto que en 1714 la Armada británica era la mayor del mundo, y empleaba a más hombres que cualquier otra industria del país, esto no se debía a la revolución, sino a una reforma empezada mucho antes. Asimismo, los cambios institucionales tienen como modelos los holandeses, y también el nuevo sistema financiero se basa en el de los Países Bajos. La independencia de los Estados Unidos En la segunda mitad del siglo XVIII, los colonos norteamericanos ofrecieron el insólito espectáculo de una comunidad de emigrantes europeos que tendía a romper sus propios vínculos con el estado y a proclamarse independientes, se trató de un fenómeno nuevo e inopinado. Aquellos colonos emigrantes de varios orígenes constituían un conjunto bastante desarticulado en torno a 1750. en aquella fecha Inglaterra estaba lejos de darse cuenta de la situación que se producía al otro lado del océano. Aquél conjunto de hombres estaba lejos de formar una nación, el caso de América del Norte no será el primero de aquellos en que una colonia accedió al rango de estado antes de que existiera realmente un organismo estatal. Se trataba de una comunidad en rápido crecimiento demográfico, entre 1690 y 1720 habían pasado de 210.000 a 460.000 habitantes, en 1750 habían alcanzado el millón y en 1770 superaron los dos millones. Desde el punto de vista cultural, se proyectaron los reflejos de las «luces», los americanos, referente a Europa, se consideraron como portadores de un estilo de vida casi incorrupto y próximo a la naturaleza, incluso apto para satisfacer el anhelo a la libertad. Una vez lograda su independencia, ésta aparecerá de rebote en Europa y en particular en Francia como una conquista ejemplar y una referencia ideal. LAS DIFICULTADES DE LA INDEPENDENCIA. Después de la victoria, los colonos atravesaron una grave crisis, a la vez política y financiera. Tenían que transformar las antiguas colonias en un Estado y se corría el riesgo de que esta mutación se produjese en medio del desorden y la anarquía. La necesidad de unidad era evidente. – En el plano militar, las tropas, que no habían recibido su paga amenazaban con marchar sobre Filadelfia. – En el plano financiero, se hacia necesario una moneda común a los 13 estados. La deuda era enorme y había que detener la inflación de papel moneda. El problema de impuestos no se había resuelto, ya que los Estados no querían atender a los gastos de la colectividad. – Diplomáticamente, era imposible imaginar que cada estado tuviese representación en el extranjero. Y por último, había que aclarar la situación de las tierras del Oeste, habitadas por indios y dónde habría muchas discusiones sobre la delimitación de las fronteras. Ante la impotencia del gobierno y el congreso, los patriotas, conscientes del desorden de estos años de posguerra tomaron la iniciativa: – en primer lugar, Jefferson y Hamilton pusieron en marcha una Plan de restauración financiera, basado en derechos de aduana no muy elevados, pero suficientes para alimentar el Tesoro; además fue reconocida la deuda nacional. – En segundo lugar, se propuso una reunión en una Convención con poderes constituyentes para preparar la unión continental. El 25 de mayo de 1787 se reunieron en Filadelfia 55 delegados, quienes discutieron y elaboraron, en primer lugar, el estado de los territorios del Oeste. La ordenanza de julio de 1787 declaraba propiedad federal la zona en disputa y prohibía en ella la esclavitud. El conjunto fue dividido en “townships”, cuadros de 6 millas de labod, subdivididos en 36 parcelas, que se subastaron y pagaron al contado. Los “townships” se agrupaban en territorios. Cada uno de ellos era promovido al rango de Estado cuando alcanzaba los 60.000 habitantes. Entonces entraba en la Unión y la bandera federal adquiría una estrella más. Así se solucionó, con sentido liberal, el problema de la colonización del Oeste, siendo los pioneros iguales a los antiguos colonos del Este y no sus súbditos. La transición a la independencia y al autogobierno no fue en los estados americanos relativamente incruenta, aunque aquellos que siguieron siendo files al soberano inglés fueron víctimas de medidas represivas, vejatorias y a veces graves. Es difícil valorar cuántos fueron obligados a marcharse al Canadá, a las Antillas o a Inglaterra, pero quizá se trató de 1/10 parte de la población blanca. La Constitución de 1787 En 1787, bajo la presidencia de Washington, fue elaborada en Filadelfia una nueva constitución. Era una obra de circunstancias que respondía a los problemas planteados por una determinada situación. Esta constitución fue un compromiso entre las tendencias federalistas y autonomistas. Su texto es breve. Se basa en el equilibrio y la estricta separación de poderes, según las ideas vigentes en el siglo XVIII. El poder legislativo descansaba en el Congreso, formado por dos cámaras: una Cámara de representantes elegidos de forma proporcional y un Senado en el que cada estado poseía 2 miembros. Además, fue desatacada la figura del presidente, con poder ejecutivo, cuyo mandato, renovable, fue establecido en 4 años: tenía facultad para oponer su veto (como ya tenía el soberano inglés), pero no para disolver ni para prorrogar las asambleas legislativas. El poder judicial era confiado al Tribunal Supremo formado por 9 jueces, nombrados vitaliciamente por el presidente. Estaba previsto que la Constitución pudiera ser modificada o completada por enmiendas votadas por 2/3 partes del Congreso y ratificadas por las legislaturas de la ¾ partes de los Estados. Aunque este sistema era liberal, aunque el gobierno era representativo y republicano, no era democrático puesto que el sufragio no era universal. Los ciudadanos dependían de una doble autoridad: la de su estado, y la del gobierno federal. Tras grandes esfuerzos y debates, la constitución fue ratificada. El 4 de marzo de 1789 se produjo la proclamación por unanimidad del George Washington como primer presidente de Estados Unidos. Asumiría también una segundo mandato en 1793. Con el triunfaba la tendencia federalista que contribuiría a fortalecer la Unión. Comenzaba un nuevo período de la historia de los Estados Unidos. El ejemplo de la revolución americana. A finales del s. XVIII apareció en el mundo un nuevo Estado enormemente original. Era la primera nación “europea independiente fuera de Europa”. Esta independencia americana fue acompañada de una verdadera revolución porque fue, en primer lugar, un movimiento de sublevación de territorios coloniales. Nacía una nueva sociedad y quería definirse desde el principio, con la Declaración de Independencia, la dotación de Constitución y una nueva forma de estado federal. El triunfo de la revolución americana dio un gran impulso a todos los movimientos reformistas. Los acontecimientos en América se presentaron como una victoria de libertad y de los derechos naturales sobre las fuerzas de la tradición y del conservadurismo social. Sobre todo en los países europeos en que las clases ilustradas estaban impregnadas de ideas liberales. La revolución americana fue comentada y discutida apasionadamente por haber aportado algo nuevo el el plano político y social. Precisó, en el plano político, las nociones de libertad y de poder , y proporcionó un método y un modelo, ya que la Constitución de 1787 era más liberal que cualquier otro sistema de gobierno en vigor en la Europa de aquella época. Este modelo fue aceptado con entusiasmo en los países de Europa occidental, que entonces sufrían crisis políticas y sociales: en la Irlanda católica, en Inglaterra, en las Provincias Unidas, en los Países Bajos austriacos, en Francia. En la actualidad hay numerosas controversias entre los historiadores sobre si la Revolución Francesas fue un fenómeno propiamente francés o una fase de una gran revolución atlántica u occidental; pero lo que está claro es que la revolución americana representó para muchos reformadores la oportunidad de “evadirse del espíritu del Antiguo Régimen”, si bien la significación de esta “evasión” puede prestarse a discusión. ********************