LOS COLORES DE MUISCA Cómo fue la cosa que Cristóbal Colón terminó dándole su nombre, o su apellido, a Colombia, aunque se diera el caso de que fue uno de los pocos territorios americanos sobre el que nunca puso su engamuzado pie. Conoció ese país de oídas, por lo que le contaban Alonso de Ojeda o Américo Vespucio, cuando aún lo llamaban con el inquietante nombre de Nueva Granada, fértiles tierras recorridas por sonoros ríos encauzados por los valles que forman las Piedras de Cocuy, la península de Guajira y los llanos del Orinoco. El pintor Willy Ramos, que es un colombiano residente en España, un español nacido allá, un muisca con un baño de barroco y un soplo dadaísta, lleva enseñándonos, no sé desde cuándo, el catálogo que compone el camino que recorren las aguas de estos ríos, en su incesante y brincoso deslizamiento, en una tensión que desemboca en el mar, en el océano Pacífico, en el mar Caribe o en el mar de las Antillas. En ese tránsito recuerdan la explosión de flores y de mujeres, de prados y arbustos, de especias y de volcanes que les ven pasar. Pero el pintor, que vive en dos continentes a la vez, no se acuerda dónde ha visto cada una de esas flores, esos colores, esas mujeres, si aquí o allá, y por eso lo ha mezclado todo, las flores del bien y las del mal, los colores del iris madrugador y las impresiones de los dos mundos, el nuevo y el viejo, el rejuvenecido y al avejentado, el de los colores y el pardo. Willy veía las flores pero no lograba recordar de dónde era cada cual, por eso ha confundido colores y simientes, aunque hay algo claro y es que todas ellas, en la esclavitud del jarrón o en la libertad del racimo, acaban estrellándose en el azul del mar. Lo vemos desde una ventana con vistas a la playa en blanco y negro, abierta en cada cuadro y cada apunte, trozos de arena con bañistas que también parecen no sé si rodeados o sitiados, por el cromatismo de selvas y riberas. Lo ha explicado en tres cuadros de gran formato que atestiguan el desvanecimiento de los ríos en las flores, de ríos que traen recuerdos de los sitios por los que han pasado, memoria de sus vidas que acaban en el mar, pues son la misma cosa desde Jorge Manrique. Llegan trasladando casas, plantas, jardines, arenas y finalmente se abrazan al océano, ese lugar extraordinario de azurras aguas interrumpidas por rojos, calabazas, amarillos, azules y verdes (¿qué es el verde sino un azul que se ha amarilleado?) y árboles en producción con frutos maduros que se abren paso entre las hojas. Un mar que invita a despedirse por el infinito, y en medio de él una vela latina, de las del Mediterráneo, una vela furtiva que mancha de blanco el extenso azul jaspeado. Es para que nos acordemos de Horacio para quien la vida tenía dos azules, el del cielo y el del mar, separados por líneas blancas de espuma y velas. Esto se exhibe, en esta exposición, por mediación de pequeños formatos en los que regresan las flores, los colores enhebrados, las inquietantes mulatas, rodeando una playa donde se baña el muzca-ceha, el ser de cinco extremidades que ha habitado esas tierras desde sus orígenes, el hombre primero que se bañó en el río Cauca y el Magdalena y con ello se estaba inventando el mito antes del mito. Es la flora ubérrima, la plural paleta, el insólito pantoné que se da desde la virgen selva del Pacífico, los llanos amazónicos y los del Orinoco, hasta la raquítica vegetación de la Guajira, todo aquello que compone la Muísca, la última gran civilización, antes de la española, que se desarrolló en esta parte del mundo. Colores que quedan engullidos por las flores negras, ––blancas y negras quiero decir, otra vez ese claro oscuro, flores que reúnen todos los colores, porque todos los colores dan negro por adición o blanco por substracción, pero ahí están, como síntesis de a dónde podemos llegar con nuestros actuales sentidos, con nuestra actual y limitada percepción cromática. Todo está en recuerdo aquí. En medio la ventana por la que nos asomamos a playas donde aguardan los bañistas que han venido nadando desde el Cocuy, los muzca-ceha y sus mujeres, en una evocación que procede del sueño, no de la razón. Que viene de más atrás, de mar atrás. Solo esto explica el color en estallido desmedido, que de la emoción emerge hacia la razón . Esta exposición de cosas menudas, cuántica, trae el recuerdo de una retina de pintor excitada por la experiencia de mirar y la renuncia a comprender, porque no todo ha de ser explicable, no todo cuadro es el ejemplo de una teoría artística, los hay que provienen de la memoria, de percepciones captadas solo como estallidos estéticos en estado puro. Willy Ramos es un pintor de una excepcional vocación, que lleva en el corazón su ser colombiano de todas las razas que allí hubo, es un poco vitoto, vaupé, coreguaje, miranya y es al mismo tiempo ciudadano europeo, capaz de columbar sin pestañeos ciudades de Estados Unidos, o lugares de España y de quedarse dormido soñando encima de un jarrón con flores. Lo lleva todo a la vez y es así como hay que percibir su trabajo, con esa energía que mana del vórtice del volcán de su experiencia mezclada con su imaginación, simbiosis que se proyecta como la lava y se desparrama por las laderas de la vida. Llena de ella, de vida, está la obra de Ramos, que es todo vitalidad, una obra cada vez más plena de gracia. Tras ver esta exposición de Willy Ramos, uno sale de la galería, ––como ha ocurrido otras tantas veces––, aturdido, seguro de que pintar así debe dar la felicidad, lo que nos devuelve a pensar cómo debieron ser las cosas para que Colon, que no pudo darle su nombre al continente que descubrió, terminara dándole su apellido a este territorio en el que nunca estuvo, pero se imaginó, cual debió de ser el color de sus flores, la constancia del mar, los rehilos que deja el arco iris a lomos de las olas. Ricard Bellveser ****La civilización muisca o chibcha, que se dió en Colombia en época precolombina, fue probablemente la más desarrollada de la América indígena.