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Sra. Beatriz Garvía
Aspectos psicológicos
He estado revisando las últimas publicaciones sobre sexualidad
y discapacidad para aportar innovaciones en estas Jornadas pero, realmente, lo que hay que decir está dicho porque todos sabemos lo que es la
sexualidad. Sin embargo, lo que parece que no conseguimos o no acabamos de conseguir es cambiar la mirada hacia la persona con discapacidad.
La miramos desde lo que no puede hacer, le transmitimos el mensaje de
que no es capaz. Además, la observamos desde lo enfermizo, desde lo patológico, desde lo no normal. Me ha ocurrido, en más de una ocasión, estar
atendiendo a un adolescente en una entrevista al que acompañaba algún
familiar y, si en un momento de la conversación ha surgido algún tema
que le genera ansiedad, ha reaccionado —y estoy poniendo un ejemplo, no
generalizando— moviéndose en la silla y tocándose los genitales. Si pregunto qué le pasa, por qué se toca, es común que reciba una respuesta por
parte del familiar del orden de «está nervioso». Desde luego, cuando estamos nerviosos podemos sentir una cierta desazón pero a nadie se le ocurre
en una entrevista llevarse las manos a los genitales. A este adolescente
hay que explicarle que eso no es correcto, porque si admitimos conductas
socialmente rechazables por la existencia de una discapacidad, después no
podemos atribuir a la misma la falta de corrección o dificultades de integración social. Este ejemplo sirve para explicar que una discapacidad, no
debe justificar ni un comportamiento anómalo ni que la persona portadora
sea educada o reciba mensajes diferentes del resto de la población.
La sexualidad de la persona con discapacidad es sexualidad humana, no es una sexualidad especial. La sexualidad es algo inherente al ser
humano, es una dimensión de la personalidad que está presente en el comportamiento; es una función biológica y afectiva. No existen diferentes
sexualidades. Todos somos seres sexuados desde que nacemos hasta que
morimos y se expresa en todo lo que la persona hace como parte integrante
de su personalidad.
Vamos a hablar de relaciones afectivas y de sexualidad. La
sexualidad es una práctica adulta. Sin embargo, si no consideramos a la
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persona con discapacidad como una persona adulta, nos costará mucho
trabajo pensar que pueden tener una vida sexual propia. Nos cuesta imaginar que pueda expresar sus sentimientos y sus emociones a través de una
relación sexual.
Las personas con discapacidad presentan dificultades en el terreno afectivo y también con su sexualidad. Creo que estas dificultades
tienen que ver más con su inmadurez, con sus dificultades para encontrar
su verdadera identidad y para construir su propia sexualidad y con los
mensajes contradictorios que reciben, que con la discapacidad en sí misma. No creo que las dificultades se puedan atribuir exclusivamente a una
cuestión genética o sindrómica.
Como dice la Dra. Júdez, especialista en este tema: «los sentimientos y las emociones dan sentido a la vida y son consecuencia del
conocimiento pues no se puede querer lo que no se conoce». Y esto es
válido para todos.
¿Qué elementos damos a una persona con síndrome de Down
para que tenga una vida afectiva plena? El primer elemento que hay que
dar es la confianza.
El niño con discapacidad necesita confianza y necesita sentirse capaz para crecer, para configurar una autoestima lo más sólida
posible. Dar confianza es difícil porque entraña un riesgo —si le dejo
cruzar la calle, le puede atropellar un coche—, pero recordemos que
el riesgo bien asumido se traduce en autonomía. Ante el temor que nos
produce el riesgo reaccionamos retirando la confianza, nos convertimos en una especie de instructores, constantemente decimos a la persona con discapacidad qué tiene que hacer y cómo tiene que hacerlo.
Y crece, deja de ser un niño, biológicamente hablando, y seguimos sin
confiar en sus capacidades, seguimos diciéndole qué tiene que hacer
y cómo lo tiene que hacer. Incluso en la etapa adulta los mensajes son
contradictorios: «eres mayor», se le dice, mientras se le está poniendo
el abrigo.
Una persona con discapacidad, aunque tenga recursos suficientes, si no es valorada como capaz, no podrá desarrollar sus capacidades, no
podrá llegar a ser adulta. Y la sexualidad es una práctica adulta.
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A las personas con discapacidad no se les permite gestionar
sus asuntos hasta donde puedan hacerlo. Se trabajan hábitos, actitudes,
normas, para que aprendan. No reparamos en que la automatización y la
exigencia a las que se les somete puede llevarles a ahogar su deseo y a
desconectar de su vida afectiva. Nos olvidamos de escuchar y de interesarnos por sus inquietudes, sentimientos y emociones esperando siempre
una adaptación, una integración. Con esta base de poca confianza, basada
en el temor al riesgo, junto con la imagen que tenemos de la discapacidad,
el niño crece con determinadas carencias a nivel afectivo y emocional que
van a influir en su vida sexual y en su vida de relación.
La aparición de las primeras manifestaciones sexuales en la adolescencia es un hecho muy angustioso para padres y educadores. Pero, así
como en la persona sin discapacidad estas manifestaciones se viven como
una proyección de futuro —se emparejará, tendrá hijos—, en el sujeto con
discapacidad la aparición de la sexualidad representa un problema que
suele producir una respuesta: negar —se toca porque está nervioso— o
reprimir; en definitiva: crear dependencia e impedir el crecimiento. Esta
dependencia tranquiliza a los padres pero favorece el estancamiento del
desarrollo y las regresiones que tantas veces vemos y que enlentecen el
crecimiento y reducen el mundo de relación.
Si el desarrollo se ha efectuado adecuadamente, la adolescencia
es una etapa muy movida y exigente para los padres. No es raro que aparezcan síntomas, angustias, problemas y necesidad de pedir ayuda. Cuando no hay cambios estamos ante discapacidad intelectual muy grave o
ante personas que permanecen como niños consolidando lo estático y sin
grandes perspectivas sobre su situación vital.
La adolescencia irrumpe como proceso fisiológico a la edad correspondiente. Sin embargo, a nivel emocional su aparición es más tardía
a causa del componente infantilizante que proviene de la familia y de la
sociedad, también porque los tiempos de evolución son más lentos. Si
añadimos las dificultades cognitivas y de comprensión, entendemos que
se hace muy difícil mirar a una persona con síndrome de Down de acuerdo
a su edad cronológica. Es muy importante proporcionarle las bases necesarias para que pueda llegar a ser una persona adulta.
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¿Qué es ser adulto?
Ser adulto no está directamente correlacionado con ser inteligente, con emanciparse, con casarse o con tener hijos. Ser adulto implica
vivir de una forma consciente y responsable y acceder a determinados
roles que la sociedad tiene previstos para las personas adultas.
¿Cómo nos hacemos adultos?
Para llegar a ser adulto es necesario aprender a tolerar las frustraciones, a no ser siempre el centro de atención, a pensar en los demás,
a aprender de las experiencias, de las buenas y de las malas, aprender a
elegir y aprender de las equivocaciones. Esto también es válido para la
persona con discapacidad. Si no permitimos que se equivoque, que elija, que se enfrente a situaciones difíciles, que haga lo que desea en cada
momento, tampoco aprenderá a resolver los problemas, a enfrentarse a situaciones, sencillamente porque no se lo planteará. Todo le llega resuelto.
Pero tampoco crecerá.
Y la persona con discapacidad llega a la edad adulta con todo lo
que recibió de cariño, de autonomía, de confianza, de comprensión y de
respeto y con todo lo que no recibió. Las carencias serán lo que le impida
madurar, lo que le impida sentirse importante para el otro y lo que le hace
colocarse en el lugar del deseo del otro para no ser rechazado —soy lo que
tú quieras—, sin llegar a saber lo que realmente desea, sin que le sea reconocida la posibilidad de ser. Esto empobrece su mundo interno, bloquea su
voluntad y repercute en el establecimiento de relaciones enriquecedoras,
en el hecho de enamorarse y de disfrutar de su sexualidad. En este sentido,
hacerse adulto significa, en continuidad con las edades anteriores, aumentar
y mejorar los procesos de identificación, de conocimiento de uno mismo,
de encuentro con el límite y de relación con los demás. La construcción de
la identidad adulta es un continuo con las demás fases de la vida. No ocurre
de improviso y no se resuelve nunca definitivamente. Para la persona con
discapacidad los tiempos de esta construcción son, a menudo, particulares y
a veces queda parcial o incompleta. Y es que es muy difícil aceptar el crecimiento porque el hijo es más fácil de llevar cuánto más pequeño es.
Sin embargo, no podemos negar la capacidad de amar de una
persona con discapacidad. Y también su necesidad de ser amada. ¿Cómo
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ama? ¿Cómo se enamora una persona con discapacidad? Cuando las personas se relacionan y se conocen surgen vínculos marcados por el afecto
que pueden ser amistosos o amorosos. Es entonces, cuando son amorosos,
cuando nos planteamos abordar el tema de la sexualidad.
Tenemos bastantes prejuicios en cuanto la sexualidad de las personas con discapacidad:
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Suponemos por ejemplo que la falta de autonomía y de capacidad simbólica va a constituir un problema a la hora de
hacerle entender los procesos de cambio o las sensaciones
que experimenta a través de su cuerpo, de su sexualidad.
Freud decía que a los niños se les oculta la información sexual
por miedo a despertar su deseo. Por temor a despertar el deseo sexual, no damos información, no hablamos de sexualidad. Los chicos, desde la pubertad, hablan de sexualidad; lo
que uno no sabe se lo explica el otro y así van descubriendo
poco a poco las diferencias anatómicas, las peculiaridades
de cada sexo, la sexualidad. El adolescente con discapacidad
carece de esta información y esto le crea tremendas confusiones en cuanto a su identidad sexual.
Pensamos que el hecho mismo de la discapacidad, del retraso
mental, no parece una barrera de contención suficiente para
los primitivos impulsos sexuales. En este sentido, la sexualidad seria algo incontenible y desorbitado —se masturba en el
comedor, toca a las chicas por la calle, besa a todo el mundo
y no se controla—.
Otro prejuicio que nos impide hablar de sexualidad con una
persona con discapacidad es el hecho de verla siempre como
un niño. Al infantilizarla no la vemos capaz de entender o de
expresar su sexualidad.
Hablar de la sexualidad de la persona con discapacidad es complicado porque es difícil ser objetivo. Cualquier alusión a su sexualidad
nos remite a la nuestra, a nuestros propios fantasmas y ansiedades.
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Deberíamos reflexionar sobre algunos conceptos:
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El respeto: hay que transmitir que si no nos respetamos no se
nos respeta. Y esto no se enseña con la teoría, se enseña con
el respeto.
La intimidad: todas las personas tenemos derecho a espacios íntimos, nos gustan y disfrutamos de ellos. Ante una discapacidad
actuamos con una excesiva protección, si proporcionamos un
exceso de ayuda en la higiene basado en la desconfianza, cuando no es absolutamente necesaria se genera una intromisión en
la intimidad. Al dejar de haber intimidad se exteriorizan situaciones que tendrían que ser íntimas, en lugares poco adecuados.
Y esto lo atribuimos, erróneamente, a la discapacidad.
La privacidad: es una consecuencia de la intimidad.
Explicaciones tardías, miedos, descalificaciones reducen a la
persona a un no ser tenido en cuenta que le anula como ser humano.
¿La relación sexual puede ser asumida por el psiquismo de la persona
con discapacidad? Es difícil saber porque la persona con discapacidad apenas
habla de su sexualidad y desde luego no habla de su deseo. Cuando lo hace cunde la alarma y la confusión; confusión porque a veces presuponemos que habla
de lo que nosotros creemos que habla. Tenemos que poder separar nuestros temores de los hechos concretos para no interferir con nuestros prejuicios.
Quisiera acabar hablando de los conceptos: las dimensiones de
la sexualidad y la educación sexual.
Existen varias dimensiones de la sexualidad:
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La dimensión reproductora, la dimensión del placer y la afectivo-relacional.
La dimensión reproductora es la que más nos preocupa. Sobre ella ha hablado el Dr. Cararach.
En los casos de discapacidad severa, incluso en la moderada,
existe una gran dificultad para comprender la capacidad de reproducirse.
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Sin embargo, en la discapacidad ligera o límite puede haber bastante conocimiento de lo que significa la reproducción. Nos preocupan situaciones
determinadas, cómo, cuándo, por ejemplo, se constituye una pareja con
discapacidad intelectual diferentes en la que uno de sus miembros tienen
mayor desarrollo cognitivo y lo que está claro para uno no lo está tanto
para el otro. El miembro más desfavorecido de la pareja puede encontrarse
haciendo cosas para las que no está preparado. En este caso es absolutamente necesaria la educación sexual, tanto en relación al comportamiento
como para la información en cuanto a la anticoncepción.
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La dimensión del placer. Hablar del placer que genera el
contacto sexual con personas con discapacidad nos proporciona una ansiedad tremenda y por eso nos cuesta hacerlo.
Nos resulta muy difícil hablar de la masturbación o de la relación sexual. La masturbación aparece como una necesidad
—a veces, incluso, de una manera estereotipada— raramente va acompañada de una fantasía sexual. Las personas con
discapacidad severa tienen un comportamiento sexual que
se limita a la masturbación, entendida como una manera de
auto-estimulación rítmica, con la única función de descarga
y sin una fantasía sexual que la acompañe. La discapacidad
moderada permite atravesar por etapas psicosexuales en busca de placer que se reduce a la masturbación sin buscar el coito. Las personas con discapacidad leve pueden acceder a una
sexualidad plena siempre y cuando reciban una educación en
este sentido y se admita que tienen sexualidad.
La dimensión afectivo-relacional. Esta dimensión de la sexualidad presenta algunos problemas, ya referidos aquí. El juicio
empobrecido, el razonamiento deficiente en el desarrollo de
las relaciones afectivas, las muestras de afecto indiscriminado, las dificultades de expresión de los sentimientos, las dificultades para retrasar la espera y para discriminar realidadfantasía y la falta de intimidad son aspectos que interfieren en
la dimensión afectivo-relacional.
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En cuanto a las dificultades concretas en el tema de la sexualidad, no existe una relación muy clara entre coito y embarazo. La integración cuerpo-psique tampoco se da de manera armónica, por lo que la vida
de relación se ve afectada por huellas infantilizantes. ¿Qué hacer con un
cuerpo adulto y una mentalidad de niño? Y digo mentalidad de niño no
porque me esté guiando por el coeficiente intelectual, sino porque no se le
da la categoría de adulto, y por lo tanto, él no se identifica con un adulto.
¿Qué imagen tiene de sí misma una persona con discapacidad? ¿Cómo estructura su identidad? ¿A quién se parece? ¿Es mayor? —conozco parejas
con más de 25 años que posponen sus relaciones sexuales para «cuando
sean mayores»—. Todo esto influirá en su sexualidad.
La sexualidad no se reduce a la genitalidad exclusivamente. Implica la capacidad para evolucionar hacia una relación en la que se integran distintos aspectos: enamorarse, sentir atracción, desearse, protegerse,
tener un proyecto de continuidad… ¿Cómo integra una persona con discapacidad todos estos aspectos? Sus dificultades para integrar y el poco
soporte familiar y social que recibe nos pueden hacer pensar lo difícil que
le llega a resultar tener una vida afectiva plena.
La sexualidad forma parte del crecimiento del sujeto, hay que
ponerle límites y educar. Hay que intentar separar los temores del adulto
de los hechos concretos. De la sexualidad se ha hecho un tabú. Nadie puede hacer con un cuerpo ajeno lo que no hace con su propio cuerpo. Esto
hay que enseñárselo a la persona con discapacidad tratándola como una
entidad sexual específica y no dejándole vivir como una parte del cuerpo
de la madre —sin sexo—. Así sabrá respetar los demás y poner límites.
Y ¿cómo ayudar a una persona con discapacidad para que se
desen­vuelva de la manera más normal posible en el terreno sexual? Primero, reconociendo que tiene sexualidad. Después teniendo en cuenta
su edad cronológica; pensando en la persona como un ser en desarrollo;
fomentando una educación que le ayude a pasar por las distintas etapas
evolutivas, procurando que no quede fijado en ninguna de ellas y proporcionándole información y confianza.
Educar es trasmitir normas, pero también es dejar crecer. Debemos ayudar a la persona con discapacidad a integrar funciones haciendo
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hincapié en aquellas que están en un grado de progreso más avanzado. Hemos de entender cuál es su necesidad real. Por lo tanto, es indispensable
afrontar la sexualidad de las personas con discapacidad no solo en función
de lo que está bien y lo que está mal, sino entendiendo sus necesidades
porque la confianza, a pesar del riesgo, forma parte del proceso de autonomización y, a todo riesgo dominado, corresponde una comprensión en
términos de maduración de la personalidad.
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