SOBRE LA LECTURA (A MODO DE APOLOGÍA) María Dolors Oller

Anuncio
ENCUENTROS EN VERINES 1995
Casona de Verines. Pendueles(Asturias)
SOBRE LA LECTURA (A MODO DE APOLOGÍA)
María Dolors Oller
Dudo mucho que lo que voy a exponer sea algo más que una reflexión personal
más indicativa de dudas que de certezas. Como podría haber dicho Wittgenstein, el
mundo es como es, las cosas son como son, y mi felicidad no tiene nada que ver
con todo ésto. Puedo sustituir la palabra prohibida "felicidad" por otra más precisa
como "vocación", o, aún, por otra menos ambiciosa como "profesión"; en cualquier
caso, ninguna de estas palabras funcionales, deja traslucir la inconfortable
sensación que, actualmente y desde mi punto de vista, conlleva la didáctica de la
literatura.
No sé si mis colegas de historia de la literatura comparten esta misma sensación. A
veces pienso, con una cierta envidia, que la explicación de acontecimientos literarios basada en su correlación con acontecimientos históricos y sociales es un
quehacer justificado por un saber positivo que, además, desde el siglo XIX, tiene un
lugar bien establecido en los planes de estudios humanísticos. Más cercana en sus
estrategias al análisis filológico, mi disciplina, en cambio, parece tener un interés
más abstracto, unos resultados menos acumulativos y una función pedagógica
menos específica. Seguramente por eso, y a pesar de que su tradición se origina en
remotas reflexiones poéticas y retóricas, tiene en la actualidad un estatuto
académico razonablemente restringido y, ya sin tanta razón, un tanto controvertido.
Entre la estética y la filosofía del lenguaje, se fundamenta en una experiencia
directa de los signos literarios para la cual, el referente de estos signos -es decir, su
alusión al mundo de los hechos verificables- es sólo secundaria. Se trata pues de
una experiencia que es posible sólo a partir de la interpenetración de la conciencia
del lector con el texto, de un saber que consiste sólo en la experiencia formalizada
en y de cada texto en cada circunstancia, y de una metodología que, teniendo su
base fundamental en la lingüística, extiende sus estrategias hacia otras disciplinas a
través de diferentes escuelas de interpretación y de saber semióticos.
En realidad, su actitud radical es eminentemente interrogativa, una actitud que se
plantea la lectura como problemática, y que intenta hacer de ella no un saber sino
más bien una experiencia poética. Su núcleo epistemológico es pura metodología
y su objetivo es simplemente la didáctica de la lectura, de la literaria y de la no
literaria.
Y este es el gran reto que, según mi opinión, constituye el problema previo a toda
transmisión de la literatura: suscitar el gusto por la lectura. Un reto al que nos
enfrentamos todos, ya sin distinción de disciplinas. El gusto por la lectura es la
única condición para la supervivencia de la literatura. Una condición para que haya
escritores -no sé quien dijo que escribir es, en primera instancia, leer, y haber leído
-, una condición ineludible para la formación de buenos críticos -cómo sino moverse
en el ya inmenso mar de referencias intertextuales-, y una condición indispensable
para que la literatura sea algo más que un ocio o un negocio, para que cumpla una
de sus funciones más altas: constituir un espacio de diálogo, de conocimiento y de
sentimiento en la soledad de nuestro ser en el mundo.
La literatura tiene, a mi modo de ver, unos efectos contradictorios. Por una parte
colabora a mantener una idea de identidad mediante la formalización de los mitos
de incumbencia moral, religiosa, estética o política que radican en la base de las
civilizaciones; pero, al mismo tiempo, provoca, proclama y evidencia la ansiedad
que estos mismos mitos producen y, frente a los cuales, ofrece un espacio de
libertad, de cambio o de destrucción que ya existe en el propio ámbito del uso del
lenguaje.
Sin embargo, no parece que sea éste el estatuto que nuestra sociedad concede a la
literatura. Ni tampoco es evidente que sea ésta la función que se espera de nuestros
escritores. No se les pide que modifiquen, provoquen o expliquen algún cambio en
nuestra manera de ver el mundo, o en las razones de nuestro gusto o en nuestra
capacidad para formalizar una experiencia a través del lenguaje y del pensamiento.
Tampoco se les exige nada de lo que constituye la esencia formal de la literatura, ni
nada que implique el fortalecimiento de la fibra moral ni del conocimiento estético
e intelectual que comporta. Nada que incluya, además del mercado, otro principio
de realidad: encontrar formas lingüísticas capaces de reflejar un estado de cosas rea-
les, importantes y genuinas, contribuir a crear una nueva forma activa de
pensamiento y de vida. En un camino de doble dirección se encuentran juntas como si se tratara de una causa y una consecuencia intercambiables - la pérdida
del hábito de una lectura exigente con una literatura insignificante, que se llama de
entretenimiento pero que es seriamente aburrida.
Como dice un proverbio de Wallace Stevens: "La teoría de la poesía es la vida de la
poesía". Si entendemos el concepto de teoría no como abstrusos sistemas
interpretativos con ambiciones científicas -que quizás tienen sentido en el proceso
del pensamiento académico aunque no sean, en realidad, necesarios para la vida
poética- sino como lo que en sus raíces etimológicas la palabra significa, es decir,
una forma de contemplación, comprenderemos la verdad radical del aforismo de
Stevens: sólo en la contemplación vive la poesía. Y la contemplación se da en la
lectura, siendo ya el mismo autor el primer lector de su obra. Yo interpreto que
Stevens utiliza la palabra poesía como un término que abarca todo tipo de creación.
Por lo tanto, creo que la contemplación, la teoría, es decir, la lectura, es necesaria
para la perdurabilidad vital de cualquier construcción poética significativa.
Sólo la limitación concertada entre el tiempo de que dispongo y la de mis
conocimientos me impide entrar en las diferencias; pero tengo la impresión de que
una común fenomenología de la recepción subyace en las distintas formas de
lectura de los diferentes lenguajes poéticos. Sin embargo, y como ha explicado muy
bien Émile Benveniste, el sistema de la lengua representa la matriz a partir de la
cual podemos convertir todo tipo de experiencia en conocimiento comunicable, o
ser, como quería Hólderlin, una conversación. En todo caso, el tema que nos reúne
y nos ocupa es la literatura, por lo tanto, al hablar de lectura me refiero a la lectura
literaria, la de los signos lingüísticos, aunque el hecho de que su virtud sea
extensible a toda otra forma de relación con el mundo, y no sólo con el mundo del
arte, es, a mi modo de ver, una razón fundamental para su interés, y,
consecuentemente, una razón que justifica que algunos nos dediquemos a la
enseñanza de la literatura.
Es obvio que la enseñanza de la literatura, y, cosa más importante todavía, la
revalorización de la literatura, de su uso como espacio de conocimiento, de
creación de pensamiento, de nueva y sin embargo humanamente identificadora
sensibilidad, empieza en el gusto por la lectura. Pero no en una lectura compulsiva,
de paso hacia la consecución del desenlace final, o no en una lectura que sea sólo
seguimiento de una historia narrada, y que se sostenga sólo sobre una a-quiescencia
subjetiva hacia determinados planteamientos temáticos. Está claro que estos
componentes de la acción de leer son el motor primero o primario de la lectura;
pero, de hecho, estos polos de atracción no son exclusivos de la lectura literaria ya
que, precisamente, son condiciones previas que la literatura comparte con otras
formas de narración.
Pero estas condiciones no suponen una lectura productiva, ni aún para otras formas
de narración que, aparentemente, podrían ser de más fácil acceso por lo que puedan
tener de espectáculo, como el cine, la televisión o el teatro. La clase de lectura a la
que me refiero es una lectura ensimismada en la figuración del lenguaje,
autorreflexiva, en la que cada etapa del viaje constituye una experiencia que,
modificándola, contiene la anterior, y que, proyectándola, prepara la siguiente. Una
lectura que, en cierto sentido, constituya un camino crítico que, al mismo tiempo,
pueda ser asimilado como una experiencia unánime y común. Una lectura que
acierte a entrever qué aporta la obra al uso del oficio, qué razón formal la relaciona
con la historia de las formas que componen su propio contexto literario, o qué
estatuto de intenciones, de principios de realidad, sostiene en relación con un estado
de cosas del mundo. Pero todo esto no parece que sea de interés general, y, en
realidad, quizás sea demasiado complicado para nuestra voraz y frenética actividad
mundana acostumbrada al zapping y a la múltiple oferta de entretenimientos que
sólo exigen de nosotros una actitud pasiva de dejar que pase el rato.
Sinceramente, todos tenemos la experiencia de que leer es difícil. Y los buenos
autores son difíciles. Y las obras importantes, aquellas que pueden cambiarnos, que
pueden inquietarnos con una nueva visión, que nos hacen pensar, que nos obligan a
pensar más de lo que es estrictamente necesario, son obras de lectura difícil. Esta es
la verdad. Y, además, no estoy segura de que toda esta dificultad ayude a formar
mejores ciudadanos, en el sentido de más obedientes o más disciplinados. Tal y
como están las cosas, tampoco estoy segura de que sea un pasaporte para el éxito
social, ni para encontrar un buen trabajo. Entonces, para qué formar buenos
lectores?.
Ya sé que hay respuestas positivas a esta pregunta; pero me temo que casi todas
correspondan al ámbito de lo privado, donde sí tiene sentido la palabra felicidad.
Sin embargo, y a pesar de la inconfortable sensación de estar trabajando en y para
una minoría, también creo que, si la historia ha de tener algún sentido, éste debe surgir
de la memoria y de la experiencia que nos hicieron y nos hacen tal como somos. Memoria y
experiencia es la materia de la literatura y, en general, de toda escritura: saber leer sus inscripciones, dialogar con ellas es el único modo de saber elegir lo que realmente importa y es
el único modo de abrir un camino crítico hacia la verdad. Y sólo la verdad es revolucionaria.
Dolors Oller, septiembre de 1995.
Descargar