Una mala decisión

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LAURA
José Ignacio Señán
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El sol primaveral que atravesaba los cristales del compartimento calentaba mi cabeza, que reposaba entre el respaldo del asiento y el armazón metálico del gran ventanal. El ruido monótono producido por el paso de las
ruedas sobre las uniones de los raíles, me producía un
sopor que a duras penas conseguía evitar. A pesar de ser
bastante más tarde que otros días, el sueño me atacaba
como si llevara meses sin dormir.
Mi intención era mantenerme lo más despierto posible.
La primera clase, de histología, trataría sobre la implantación de tumores en tejidos sanos y ese tema me interesaba sobremanera. Probablemente revisaríamos al microscopio varias muestras de formaciones tumorales sobre
tejidos de varios órganos, y sin duda aquella clase merecería la pena. Después, el resto del día estaría dedicado a
las clases prácticas de anatomía y ya sabía por propia experiencia que al final se haría largo y pesado. No es agra-
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dable estar más de cuatro horas respirando formol y disecando músculos, arterias y nervios. Pero no nos podíamos quejar, la nuestra era una de las pocas facultades de
medicina que disponía de cadáveres suficientes para realizar prácticas en real, lo que nos hacía ser la envidia de
otros estudiantes de medicina.
Revisaba mentalmente estas cuestiones mientras el tren
continuaba con su trayecto monótonamente acompasado. Encendí un cigarrillo.
—¿Me das fuego, por favor?
Levanté la vista y allí estaba sonriendo, con un cigarrillo
entre los dedos. Era consciente de que había alguien más
en el compartimento, pero el sopor me había impedido
fijarme detenidamente en ella.
—Sí, claro. Cómo no —contesté, incorporándome sobre
el respaldo del asiento.
Acerqué el encendedor a su rostro y observé cómo aspiraba profundamente el humo.
—Gracias —dijo, y se recostó hacia atrás sin dejar de
mirarme, mientras cruzaba las piernas dejando al descubierto parte de sus muslos. Expulsaba tal caudal de
humo, que parecía que tuviera en los pulmones un volcán
en erupción.
No era excesivamente delgada. Debajo de sus ojos, unas
grandes ojeras mostraban un aire de cansancio y tristeza
que me sorprendió. Tenía la cara redondeada, más o menos cincuenta años, pelo castaño recogido con una cole-
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ta, la piel poco cuidada y unas manos estropeadas que
mostraban una evidente despreocupación por la estética.
Vestía de manera bastante vulgar; tanto, que diría que no
cuidaba absolutamente su aspecto. Una falda de color
azul oscuro, un jersey ajustado de cuello alto y una cazadora vaquera algo desgastada por el uso, era todo lo que
llevaba encima. Ni una pulsera, ni un collar, ni siquiera
un anillo que me diera una pista sobre su estado civil.
A decir verdad, tampoco es que me importara lo más
mínimo saber cuál era su estado civil. Bastante tenía yo
por delante aquel día como para preocuparme de otros
asuntos.
Recostada en el respaldo del asiento y con el vaivén del
vagón moviendo sus hombros, mantenía su mirada clavada en mí. Sonreía y fumaba, expulsando el humo directamente hacia mi rostro en tono provocativo. Yo intentaba disimular como no queriendo hacer caso a sus insinuaciones, pero no perdía de vista su cara sonriente. Saqué de mi cazadora un par de papeles sin interés, con el
único objetivo de poder adoptar una nueva postura desde
la que poder mirarla sin que se me notara demasiado.
Estábamos jugando a vernos sin vernos, a mirarnos sin
querer, pero deseando que el otro nos descubriera y girar
la cabeza, o bajar la vista hasta intentarlo de nuevo. La
segunda vez que nuestras miradas se encontraron, mantuve fijamente la vista sin apartarla. Ella hizo lo mismo.
Ahora no sonreía.
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—¿Eres estudiante?—dijo soltándose el pelo y recogiéndolo de nuevo con ambas manos hasta rehacer su coleta
con una goma.
—Sí —dije. Voy a la facultad de Medicina. Me quedan
tres años para acabar.
—Qué suerte poder estudiar. Yo fíjate, no tuve la oportunidad de estudiar y no sabes cómo me hubiera gustado
poder hacerlo.
—Ya, antes eran otros tiempos —dije sin saber muy bien
qué contestar, mientras intentaba averiguar si realmente
aquella conversación me interesaba.
—¿No me estarás llamando mayor, no? ¿Tan mayor te
parezco?
—No, no. No me ha entendido. Lo siento. Quiero decir
que estos años de atrás era más difícil estudiar —contesté
completamente azorado.
—Bueno hombre, no te preocupes que te he entendido.
Fíjate que la medicina es de las cosas que más me hubiera
gustado estudiar. El cuerpo humano, las enfermedades,
curar a la gente…
—Ya pero no se crea, que no es nada fácil. Son seis años
de carrera, luego la especialización, las prácticas. En fin
que hasta llegar a ser un buen médico hace falta bastante
tiempo.
—Me estás llamando de usted todo el rato y eso me hace
mayor, o sea que háblame de tú, ¿vale? Me llamo Laura.
¿Tú cómo te llamas?
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Por un momento dudé si decirle mi nombre. Aquella
desconocida había traspasado el límite de una conversación de cortesía. ¿Quién te pregunta tu nombre nada más
cruzar un par de frases contigo? ¿Qué esperaría de mí
aquella mujer, que por su edad podría ser mi madre?
—Mario —dije en voz tan baja que prácticamente era
inaudible.
—¿Mario?, no te he oído bien.
—Sí, sí. Mario.
Miré el reloj y calculé que aún faltaba más de media hora
y tres paradas para llegar al apeadero de la facultad. La
situación no me agradaba y empezaba a sentirme incómodo.
Ella sonreía de vez en cuando, sin apartar su mirada de
mí. Parecía que estuviera estudiando mi comportamiento
y daba la sensación de que disfrutaba con mi falta de naturalidad, ante lo incomodo que me sentía.
—Yo tengo un hijo de tu edad más o menos. Lleva trabajando ya dos años en un almacén de ropa en la zona
sur de Madrid y sale muy temprano de casa. Supongo que
ahora estará arrepentido de no haber estudiado, pero ya
se lo dijimos su padre y yo. Que estudiara, que los buenos empleos solo se consiguen si estás preparado, que sin
estudios iba a ser un desgraciado toda su vida y ya ves,
vuelve a casa a las tantas y cobrando un sueldo de miseria.
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—Ya, bueno. A todo el mundo le gusta ganar un poco de
dinero cuando es joven.
Yo no sabía qué decir. Se había incorporado en su asiento e inclinaba cada vez más el cuerpo hacia delante, ocupando casi totalmente el espacio encima de mis rodillas.
Comenzaba a sentirme violento por esa especie de acoso
al que me estaba sometiendo con tantas preguntas y explicaciones que yo no le había pedido, y toda la parafernalia que había montado con el humo del cigarro y los
cruces de miradas.
Sin embargo, algo en ella me atraía desde que la había
visto por primera vez. Me parecía frágil y dulce. Se sinceraba conmigo y eso me hacía sentirme bien. Ese gesto de
acercamiento, sus insinuaciones y esa cara redondeada
con su sonrisa permanente me habían cautivado.
—¿Qué tienes que hacer esta mañana? —preguntó mientras cogía mis manos entre las suyas.
—Pues tengo clases —dije completamente sorprendido,
retirando mi cuerpo hacia atrás y soltando bruscamente
las manos.
—Y, ¿no puedes saltártelas hoy? Mi parada es la próxima
y me gustaría que tomáramos algo juntos. Si quieres nos
bajamos y charlamos un rato.
No supe negarme. Bajamos del tren y la seguí hasta las
primeras rampas del andén. Caminaba segura delante de
mí, con paso firme, sabiendo que yo la seguiría hasta
donde ella quisiera. En el túnel que comunicaba el andén
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con la salida a la estación, se detuvo y mirándome a los
ojos cogió mi cara entre sus manos. Comenzó a besarme
mientras acariciaba mi pelo y juntaba su cuerpo con el
mío, frotándolo con fruición de un lado a otro. Posiblemente fue la sorpresa, o tal vez el hecho de sentirme
provocado de esa manera, pero aquel beso me supo como ningún otro. Y me pareció eterno. Le correspondí
como mejor pude, superado por el desorden mental que
me desbordaba en aquellos momentos. Se separó de mí y
dijo:
—Mi marido y mi hijo no vuelven a casa hasta muy tarde. Vivo en la calle Colombia número seis, cuarto C.
Primero entraré yo al portal. Espera diez minutos y entra
tú. Así nadie sabrá que vienes a mi casa. Te espero.
Me acarició la cara, se dio media vuelta y comenzó a caminar hasta desaparecer al final del túnel. Su figura de
espaldas, caminando hacia la luz del sol que entraba por
el agujero del andén, me pareció increíblemente hermosa.
Y allí estaba yo, en una ciudad de los alrededores de Madrid, saltándome las clases y sopesando si acudir a una
cita con una mujer casada que acababa de conocer.
Me detuve en una farmacia y compré una caja de preservativos. La decisión estaba tomada. Pensé que al fin y al
cabo aquella historia no sería sino un guiño del destino
que me proporcionaba un rato de sexo no previsto.
Calle Colombia número seis, cuarto C. Allí estaba Laura
esperándome, y allí hicimos el amor hasta tres veces, sin
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preguntas ni explicaciones. Solo sexo fuerte, experto, de
primera.
Comimos algo frío. Un par de sándwiches de lechuga
con tomate, unas cervezas y un paquete de cigarrillos fue
todo lo que necesitamos. Estuvimos charlando durante
varias horas, de la vida y las ilusiones, del paro, de su marido, de la falta de cariño y de mil historias que intercambiamos en una tarde inolvidable. Ella, en ropa interior,
me parecía cada vez más atractiva. Su conversación, su
cara sonriente, su soledad, y su pelo ahora suelto que le
cubría parte del rostro, hacían que me sintiera el hombre
más feliz del mundo.
Cerca de las seis me despedí de ella. Nos dimos los
números de teléfono y prometimos volver a vernos.
A los dos días repetimos la experiencia. Me seguía pareciendo tan hermosa como la primera vez, pero curiosamente ahora se había arreglado para nuestro encuentro.
Fuimos a su casa y de nuevo tuvimos sexo sin preguntas
ni justificaciones. Me sentía bien y deseaba que aquello
no se acabara nunca.
Continuamos viéndonos las siguientes semanas, cada vez
con mayor frecuencia.
Esa mujer fuerte, atractiva, apasionada, de sexo intenso y
excitante, se volvía tierna y frágil cuando hablábamos
sobre ella misma y su vida. Durante nuestras conversaciones llegué a conocer a una mujer inteligente y expresiva. Quería que habláramos de las cosas del mundo exte-
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rior, del mundo que ella era incapaz de alcanzar por la
rutina insulsa y despreciable en que se había convertido
su vida.
Nuestra relación se fue haciendo cada vez más intensa.
Yo había abandonado casi por completo las clases y me
dedicaba a rebuscar apuntes entre los demás compañeros, mientras intentaba compaginar las prácticas en la
facultad con nuestros encuentros.
No solo nos veíamos en su casa. Era evidente que podíamos poner en peligro nuestra relación si continuábamos utilizando su casa como único lugar para nuestros
encuentros. Pequeños hoteles de las ciudades situadas a
lo largo de la línea ferroviaria entre su casa y Madrid, fueron los lugares que utilizábamos para nuestros encuentros de sexo. Hablábamos de viajar juntos de vacaciones.
Imaginábamos conocer cada tarde un país diferente,
otros continentes y mucha gente distinta. Soñábamos con
escapar algún día, dejando atrás el pasado.
Mientras tanto, Laura intentaba mantener una rutina
monótona para que nada de lo que vivíamos fuera, alterara la convivencia con su marido y su hijo. A menudo
comentaba que las relaciones en su casa cada vez eran
más difíciles de soportar. La sensación de hastío y frustración habían convertido su matrimonio en un infierno,
que cada tarde me relataba.
Indudablemente yo había tenido algo, o tal vez mucho
que ver en aquella situación. Cuando estábamos juntos
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nos divertíamos, reíamos, compartíamos nuestros problemas, y sin embargo ella, al volver a su casa, tenía que
fingir un comportamiento falso e inútil.
A partir de nuestra segunda cita, inmediatamente después
del episodio del tren, Laura había cambiado de aspecto.
Estaba radiante. Cuidaba sus manos, se maquillaba los
ojos y los labios, y procuraba estar atractiva para nuestros
encuentros. Yo le decía a menudo que debía cuidar esos
cambios, que se notaba mucho que se arreglaba demasiado, pero ella con una sonrisa orgullosa decía: "para quién
me voy a poner guapa, sino para ti".
Los meses fueron pasando casi sin darnos cuenta. Lo que
empezó como una mañana de sexo furtivo, se había convertido en un amor intenso y duradero. La quería con
toda mi alma. Una tarde me llamó para decirme que teníamos que dejar de vernos durante unos días. Al parecer,
las cosas se habían complicado en su casa y era mejor
dejar pasar un poco de tiempo. Me dijo que me llamaría
cuando pudiéramos vernos.
Pasaron varios días sin tener noticias suyas. Es difícil explicar cómo me sentía sin poder hablar con ella, sin verla,
sin tenerla cerca. Habíamos establecido nuestros códigos
privados; llamadas perdidas a teléfonos que sólo nosotros
conocíamos, mensajes en clave suplantando identidades
de operadores de campañas publicitarias, etc., y sin embargo, durante todo ese tiempo no tuve ni una señal de
Laura. Acudí cada tarde a nuestros lugares de encuentro
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favoritos, aquellos en los que solíamos quedar, nuestros
sitios de seguridad y ni una vez apareció ella. Creí volverme loco. Bajaba cada día en la estación de su casa y
merodeaba por los alrededores para intentar verla, pero
todo fue inútil.
Una mañana, cuando habían transcurrido dos semanas
desde nuestro último encuentro, decidí hacer una llamada,
—…
—¿Laura?
—¿Qué quieres, hijo de puta? ¿no nos has hecho ya bastante daño? Déjanos en paz.
Me quedé helado. Un hombre joven al otro lado del teléfono, lloraba desconsoladamente. De inmediato me vino
a la mente la imagen de Laura. Con una mueca de tristeza
en su rostro, hablando con voz muy baja, susurraba nuestras canciones favoritas. Como si ella misma me lo estuviera anticipando, la tragedia recorrió mi espalda como
una sacudida terrible. Tenía su imagen delante de mí,
mirándome, acariciando mi cara y secando mis lágrimas
con sus manos. Busqué en Internet noticias con su nombre.
“Laura Barquero Martín muere a manos de su marido,
que le asestó más de veinte puñaladas antes de quitarse la
vida. Se trata de la víctima número cuarenta y dos de violencia de género de este año.”
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Mis lágrimas inundaban el teclado del ordenador portátil.
Las gotas de lluvia que golpeaban sin cesar contra el cristal de la ventanilla del tren, formaban hileras de agua que
se perdían contra el armazón metálico del ventanal. El
ruido monótono de las ruedas retumbaba en mi cabeza
mientras repetía su nombre obsesivamente; Laura, mi
amor, Laura,…
Apoyé mi cabeza contra el respaldo del asiento mientras
la imagen de la estación quedaba difuminada por la lluvia
y se perdía a mis espaldas.
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