Falsas Apariencias – Prólogo

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Falsas Apariencias
Tamara Carrascosa
Prólogo
Parada, delante del control de seguridad, sentía el corazón palpitando a mil
por hora. Era la primera vez que se enfrentaba a uno de ese calibre desde el
cambio. Parecía una redada de reconocimiento, nada fuera de lo común.
El momento de la verdad. El momento de averiguar si todo había salido
correctamente; si el riesgo había merecido la pena.
Había varias personas delante de ella, esperando su turno de
reconocimiento. Ninguna se libraría. Era inevitable. Cualquiera que intentara
evadirlo pasaría a ser sospechosa. ¿Sospechosa de qué? Daba igual, lo único que
importaba era que si cualquiera de ellas se negaba a pasar el control, a ojos del
cuerpo de seguridad, significaría que ocultaba algo.
Era un proceso rutinario y sencillo. Había pasado por él centenares de veces
antes de aquel día. No le dolería y sólo sería un segundo, pero aún así sentía el
sudor empapando sus manos, la respiración entrecortada y el corazón a punto de
salirse del pecho, pero éso era algo que no pensaba demostrar en público. Nunca lo
había hecho hasta ese momento. Era un signo de debilidad y cualquier signo de
debilidad era un blanco perfecto para que otros se aprovecharan de ello. No estaba
dispuesta a consentirlo.
Miró a su alrededor. No había nadie conocido junto a ella. Mejor. Una vez
que pasase satisfactoriamente el control, se marcharía lejos, muy lejos. Fuera de
aquel maldito país. Fuera de todas sus normas absurdas e injustas. Lejos de su
dictadura encubierta.
La fila de personas se movía rápidamente y pronto se encontró cerca del
arco metálico que se encargaría de registrarla. Era similar al que había en el
control de seguridad del aeropuerto. Unos minutos antes había pasado por él y
ahora debía pasar por otro. Después de muchos años había conseguido ahorrar
dinero suficiente para poder comprarse un billete de avión y por suerte, gracias al
cambio, había podido ahorrarse la odisea administrativa que habría tenido que
pasar para que le permitieran comprarlo y viajar.
No es que estuviera prohibido volar. Simplemente era que,
burocráticamente, resultaba casi una hazaña conseguirlo, porque la libertad que se
respiraba en aquel país era una libertad fingida.
Se cercioró de nuevo de que su billete estaba correcto y cuando levantó la
mirada y observó quién era el policía que se encargaba de hacer el control, tuvo
deseos de salir corriendo en dirección opuesta. ¡No podía ser cierto! Hasta el
momento todo estaba saliendo perfecto, no se había encontrado con nadie que la
pudiera reconocer. Nadie salvo él. Él, expresamente.
¿La reconocería? Por supuesto que lo haría. Habían sido amigos durante el
colegio, siempre juntos, como uña y carne, como dos hermanos. Habían compartido
horas de estudio, trabajos e incluso habían vivido en el mismo apartamento
durante los últimos años de instituto. Ambos habían luchado muy duro para
conseguir una plaza en la universidad privada, ya que en la universidad pública
apenas se ofertaban cuatro o cinco carreras. Entre ellos había una conexión íntima
fuera de lo común, eran almas gemelas intentando trazar su camino. Era como si
existiera un hilo invisible que los mantenía unidos en todo momento. Irrompible,
capaz de soportarlo todo, o casi todo.
Finalmente el hilo se rompió.
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¿El motivo? El amor. El amor no correspondido. El amor rechazado. A fin de
cuentas, el desamor. Había estado tan ciega que no había sido capaz de ver que
poco a poco él se había enamorado, mientras que ella sólo era capaz de verlo como
a un hermano, esa familia de la que siempre había carecido.
Sólo había que dar un paso para cruzar la línea que separa el amor del odio.
Y él la cruzó, la atravesó hasta colocarse a kilómetros de la línea. Pasó a odiarla con
todas sus fuerzas, de una manera fuera de lo común, desgarradora y cruel. Algo que
era incapaz de comprender. ¿Cómo era posible que después de todo lo que habían
compartido él fuera capaz de comportarse de esa manera con ella?
Desde entonces no se habían vuelto a ver. Gracias a él, se había convertido
en lo que era en aquellos momentos, una persona desvinculada de cualquier
relación personal íntima. El amor era para los débiles y ella lo había aprendido a
base de golpes.
En aquellos momentos, esperando su turno, su peor enemigo era ese odio
que sentía él hacia ella. Lo único que podía dar al traste con todo, con su libertad,
con la única posibilidad que tenía de poder salir del país e intentar cambiar su
destino. Estaba segura de que en cuanto sus ojos se cruzasen con los de ella la
reconocería y el cerebro de Tito haría una sinapsis instantánea que traería el
nombre de ella a sus labios: Nuria Cuevas.
Cuando la persona que había delante de ella pasó el arco y la luz verde dio el
visto bueno a su identificación, Nuria quedó totalmente expuesta. Se sentía
desnuda. Podía haber pasado desapercibida y podía haber fingido ser quien no era.
Todo estaba preparado, así se lo habían asegurado.
- No habrá ningún problema. En los controles rutinarios sólo comprueban el
estatus social. No revisan la identidad completa. Pasarás satisfactoriamente
prácticamente todos los controles. – Le había dicho Víctor antes de comenzar con
el cambio.
¿Qué probabilidades había de que hubiera salido mal? De todas las opciones
que había barajado en su mente, ésa expresamente era la menos probable. ¿De
cuánto estaría hablando? ¿De una entre un millón?
El policía estaba terminando de anotar algo en la tableta digital que llevaba
en la mano y los segundos que tardó en levantar la vista y clavar sus ojos marrones
en los azules de ella, fueron como una eternidad cayendo por un abismo infinito y
el golpe de gracia, el golpe final, se lo dio en el momento en que la expresión de
aquellos ojos, que tantas veces la habían mirado con franqueza, le devolvían una
mirada que indicaba claramente que la había reconocido.
Todo estaba perdido.
Todo el esfuerzo y el riesgo asumido no habían valido de nada porque en
aquel momento, justo cuando su cuerpo atravesase el arco, su chip de
identificación la clasificaría en un estatus social diferente al que le correspondía
por nacimiento. Ella había nacido como una humilis, y eso era algo que no se podía
cambiar.
Era un delito.
El nombre era lo de menos, lo importante era el chip. Lo que dijera el chip
era ley. Si él no hubiese estado allí aquel día, ella habría pasado el control como
una excelsus y nadie lo habría cuestionado, pero Tito sabía que ella no era una
excelsus y su odio y su rencor no le permitirían hacer la vista gorda. Estaba segura.
Se acercó hasta el arco sabiendo que era como caminar hacia el patíbulo,
hacia el precipicio sin paracaídas. ¿Qué otra opción le quedaba? Si se daba la vuelta
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y salía corriendo sabrían que ocultaba algo, pero si continuaba caminando hacia
delante descubrirían que había falsificado su estatus y la detendrían.
Al pasar junto a Tito no fue capaz de mirarlo a los ojos de nuevo. Se colocó
bajo el arco y éste emitió un pitido. La luz que había sobre él se tornó roja.
El policía observó la tableta y luego a Nuria, que no entendía por qué la
maldita luz se había puesto roja. La luz debería ser verde. No tenía antecedentes de
ningún tipo y por supuesto el arco no tenía por qué saber que había cambiado su
estatus. El único que podía saberlo era Tito. El arco no podía saber que ella no era
una excelsus por nacimiento.
- ¡Es la que estamos buscando! ¡Detenedla! – Indicó el policía a los otros dos
agentes.
- ¿Es ella?
- Sí. – Sentenció Tito sin ninguna duda. – Inmaculada Rivero, queda usted
detenida por tráfico ilegal de chips de identificación.
Nuria miró a ambos lados sin entender qué estaba ocurriendo. Los dos
policías la apresaron de los brazos inmovilizándola.
- ¿Qué? – Nuria no entendía nada. – Yo no soy Inmaculada Rivero.
Clavó su mirada en la del policía buscando desesperadamente que él
confirmase lo que estaba diciendo, sin éxito.
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