La cueva de las brujas

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L A C U E V A D E LAS BRUJAS
Hacía m u c h o frío aquella m a ñ a n a de primavera. Pero el cielo estaba limpio. Y la nieve resplandecía en las cumbres más altas.
Claro que ésa n o era la primera vez que Pablo y Camila salían de excursión por la m o n t a ñ a .
Pero ahora parecía distinto.
N o tanto por la presencia del Viejo (y de N a huel, ni qué decir), sino porque los chicos estaban a
p u n t o de vivir una aventura, u n a gran aventura.
— L a cuidas a t u prima
le había dicho d o n
Daniel a Pablo.
Y Pablo, que ya era alto como el padre, aunque recién había cumplido los doce, se sintió verdaderamente importante.
A la que no le hizo gracia la recomendación
fue a Camila. Porque ella, apenitas u n poco m e n o r
que su primo, sabía m u y bien cuidarse sola. ¿O qué
se creían todos? ¿Que como venía de la ciudad era
u n a "miráme y n o m e toques"?
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—¿Por qué en muías, Viejo? — h a b í a preguntado Pablo, interesado en alardear con el Moreira frente a la prima de Buenos Aires.
Pero el Viejo no contestó, tan metido como
siempre en su m u n d o y dándole vueltas en la boca
al cigarrito apagado.
M u c h a s historias oscuras se c o n t a b a n del
Viejo:
- que se pasaba las horas hablando con Nahuel (y, lo peor, que Nahuel le contestaba);
- que veía y oía lo que nadie veía ni oía;
- que conocía los caminos secretos de la m o n taña, y que gustaba recorrerlos cuando el viento
blanco, con sus hielkos filosos, encerraba a las gentes
en sus casas, alrededor del fuego. (A todos menos al
Viejo, que envuelto en el viento blanco aprovechaba
para cruzar animales hacia el lado de Chile.)
Y siempre igual, el pobre, con sus b o m b a chas gastadas, su p o n c h o delgadito de pura hilacha,
y ese lazo, del que no se separaba ni para echarse a
dormir.
— E s que así como lo ve —decía el Viejo señalando el lazo—, de unas cuantas m e salvó, mire... C o m o aquella vez que perdí pie en la Cueva, y ahí nomás
me topé con el tigre sable, que le dicen, o mejor, con
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los huesos... que ahora están allá, en la vitrina del m u seo, por si es gustoso de ir a ver, niño Pablo.
Y el Viejo se detenía u n rato, dale que dale
con el cigarrito, y mirándolo de reojo a Pablo, que
cada vez abría más la boca.
—Sólito salí de la Cueva... Bueno, con el
Nahuel, que p o r esos tiempos era m e d i o cachorro...
Y sólito m e lo alcé al tigre ¿sabe?, con el lazo nomás.
¡Y en la negrura más negra, vea, que ni l u m b r e para
el tabaco tenía en la ocasión!
La Cueva de las Brujas...
¡Cuántas veces Pablo le había p e d i d o al Viejo que lo llevara a la Cueva!
Pero el Viejo q u e b u e n o , que vamos a ver,
que c u a n d o sea más mocito... ¡Si Pablo casi llegó a
pensar q u e lo de la Cueva era u n p u r o invento!
Y no. A h í estaban los tres (los cuatro, con
perdón), en la parte más e m p i n a d a y pedregosa dé
la senda y casi a p u n t o de llegar.
—¡Piedras raras éstas!
dijo Pablo . ¿O
son caracoles, Viejo?
¡Uy! ¿Me bajo y agarro una, señor?
a
Camila le parecía mal llamarlo Viejo al viejo . Para la escuela, digo...
—Yo que usted las dejaría d o n d e están, niña
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linda
dijo el Viejo, que suavizaba la voz al hablarle a C a m i l a — . Primero fueron del mar, ¿sabe? Y
ahora son de la m o n t a ñ a .
El resto del camino lo hicieron en silencio.
H a s t a que, de repente, el Viejo se detuvo.
—-Aquí es —-dijo señalando u n a abertura
por la que, a duras penas, podía pasar el cuerpo de
un hombre.
Y después d e s m o n t ó de la Mariposa, con
N a h u e l que gemía enredándosele en las piernas.
¿Así que ésta es la famosa Cueva de las
Brujas?
dijo Pablo con u n a risita desagradable
que se le escapaba c u a n d o se p o n í a nervioso.
El Viejo lo m i r ó serio a Pablo. Y a los ojos.
Vamos a entrar al corazón de la m o n t a ñ a ,
n i ñ o Pablo. Y n o es cosa de risa la m o n t a ñ a . . .
Diciendo esto, el Viejo desapareció en la b o ca de la cueva.
Pablo y Camila se miraron, confundidos.
Finalmente Pablo se decidió.
Bajo yo y después te ayudo
dijo tratando de n o reírse de susto.
Puedo sola
contestó Camila, sosteniéndose el corazón para que no se le escapara por la boca.
Pero cuando iba a preguntarle a Pablo por qué
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le decían "de las Brujas" a la cueva, Pablo ya no estaba.
Entonces Camila cerró los ojos, respiró profundo, como si fuera a tirarse al agua, y empezó a
deslizarse por la negrísima abertura.
Nada, Camila no veía ni oía nada. Y por más
que se estirase no lograba hacer pie en ninguna parte.
Fue ahí que algo le rozó la cara.
Pero Camila no gritó. N i siquiera intentó
ningún movimiento.
Y no es que Camila fuera demasiado valiente: se había quedado petrificada...
Camila pensó que semejante cosa n o podía
pasarle a ella. ¡A ella, justamente, que lo que de verdad quería en ese m o m e n t o era estar al lado de su
mamá, mirando la novela por la tele, o en la escuela, con sus amigas! Y ya iba a dejarse caer en Dios sabe qué horrible agujero, cuando u n jadeo corto y las
brasas encendidas de dos ojos le devolvieron u n pedazo de alma al cuerpo (un pedazo, nomás).
—Nahuel... —alcanzó a decir con la boca
seca, justo en el m o m e n t o en que, primero su pie izquierdo y después su pie derecho, encontraron una
saliente donde apoyarse.
—¿Te ayudo, prima?
dijo Pablo, a unos
pasos de Camila.
— N o , gracias. Puedo sola.
—-Acerqúense, que armé u n fueguito.
A la luz temblona de las llamas, el Viejo sonreía.
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—Esta es la Gran Sala —susurró sin apartar
los ojos del fuego—. La Gran Sala de ópalo, en el
corazón de la montaña...
El Viejo siguió hablando con palabras incomprensibles para los chicos. Q u i e n sí parecía entenderlo era Nahuel, que lo miraba fijo al Viejo,
gruñendo cada tanto en señal de aprobación.
— M e j o r vamos a explorar —dijo Pablo
mientras pensaba que después de todo a lo mejor tenía razón su papá cuando aseguraba que el Viejo no
sólo era u n viejo contrabandista {Oíd Smuggler lo
llamaba el papá) sino u n viejo l o c o — . M e n o s mal
que traje la linterna...
•
El círculo de luz empezó a iluminar las paredes de la cueva y los chicos enmudecieron.
Es que nunca en su vida, ni en las películas
ni en los libros ni en los sueños, habían visto algo
tan maravilloso.
Camila imaginó que estaba en u n bosque...
¡Pero en u n bosque de cristal, c o m o en los cuentos
de hadas! Porque todo era rosa Qo era verde, lila,
azulado?), con formas extrañas suspendidas del techo y que crecían desde la tierra...
Camila estiró la m a n o para recoger unas larguísimas gotitas a p u n t o de caer.
—¡Son piedras preciosas! — d i j o cuando se le
quebraron entre los dedos—. ¡Como las que encontró Aladino, el de la lámpara!
Pablo se sentía tan impresionado que hasta tenía ganas de llorar, y no de miedo sino de... qué sé yo.
¡Suerte que en lo oscuro Camila no se daría cuenta!
— A ver, Pablo, ¿me prestas la linterna? — y
Camila dirigió la luz hacia arriba, allí d o n d e se perdían las paredes.
N o lo hubiera hecho... ¡La caverna se llenó
de aleteos enloquecidos, de golpes de cuerpos al
caer, de chillidos escalofriantes que el eco multiplicó y multiplicó!
Nahuel corrió de u n lado al otro, ladrando y
gruñendo al aire.
Los chicos se abrazaron.
El único que ni se mosqueó fue el Viejo.
— Q u i e t o , Nahuel... Aparte la luz, niña, que
los murciélagos están d o n d e tienen que estar ¿sabe?,
vigilando todo desde las alturas... y sin hacer ningún
daño, las criaturitas del Señor...
El Viejo hizo u n a pausa tratando inútilmente de encender el cigarro con una brasa.
— O t r o s son los peligros aquí — d i j o bajando la voz—. D e lo que hay que cuidarse es de las
trampas. El corazón de la m o n t a ñ a está lleno de
trampas... Algunas son tan engañosas ¿saben? A propósito, niño Pablo: ¿le conté cuando perdí pie y ahí
n o m á s m e lo topé al tigre sable?
Pero los chicos ya estaban demasiado lejos
para escucharlo.
Entonces el Viejo lo miró a Nahuel.
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—¿Acaso miento, d o n Nahuel?
— N o , Viejo, qué va a mentir. Si está diciendo la purísima...
Tomados de la m a n o y alumbrándose con la
linterna, Pablo y Camila recorrieron la Gran Sala. Y,
aunque no se lo decían, cada u n o tenía la misma inquietante sensación: alguna vez, hacía m u c h o pero
m u c h o tiempo, habían estado allí, cosa difícil de p o ner en palabras, sobre todo para Pablo, que se arreglaba poco con las palabras.
Por eso lo único que Pablo dijo fue:
—¿Lindo, no?
— A m í en la escuela n o m e lo van a creer
— c o n t e s t ó Camila.
Y nada más.
Siguiendo el ruido del agua que corría abajo,
m u y en lo h o n d o , Pablo y Camila caminaron y caminaron.
Atravesaron pasadizos estrechos y galerías interminables.
Hicieron equilibrio en cornisas que se deshacían bajo sus pies.
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Se arrastraron por túneles de techos erizados
de puntas filosas.
Subieron, bajaron, se dejaron deslizar como
en u n sueño, siempre alumbrados por la luz cada
vez más tenue de la linterna, y casi en silencio.
D e cuando en cuando se detenían a descansar. Y sentados sobre las piedras se divertían poniéndoles nombres a los lugares: "el Salón de las Flores",
"el Trono de la Reina", "el T ú n e l del Tiempo"...
C o m o hacen los exploradores
se reía
Camila.
Hasta que Pablo dijo que tenían que volver.
— A ver si todavía el Viejo se asusta.
— S í , vamos... Hace m u c h o frío.
Estaban volviendo. O , por lo menos, eso
creían...
— H a c e u n ratito estuvimos en este lugar.
¿Ves esa especie de columna?
— N o , era más adelante... creo...
M e parece que antes el ruido del agua se
escuchaba cerca ¿no?
¿Y este precipicio? ¡Acá no había n i n g ú n
precipicio!
Se habían perdido.
Pablo y Camila se habían perdido.
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Pero n i n g u n o de los dos se a n i m a b a a reconocerlo.
"Ahora m i m a m á m e va a despertar para ir a
la escuela. Y yo le voy a contar el sueño."
"El Viejo tiene la culpa. Siempre l l e n á n d o m e
la cabeza de cosas raras, c o m o dice m i papá."
"Mira q u é lindo sueño tuviste, m e va a decir
m i m a m á . L i n d o , sí, pero de miedo..."
"¿Por q u é n o le habré avisado a m i p a p á que
veníamos a la Cueva? Sí, ya sé: p o r q u e seguro n o m e
dejaba."
D e repente todo se p u s o más oscuro todavía.
¿¿Qué pasa, Pablo??
— L a linterna... Creo que se acabaron las pilas...
Los chicos se abrazaron sin hablar. Y así se
quedaron, u n b u e n rato.
"Mi m a m á m e va a decir que c u a n d o yo sea
grande tengo que ser escritora, para contar lo que sueño. Y también m e va a preguntar si m e gusta Pablo."
"MÍ p a p á m e dijo: la cuidas bien a t u p r i m a .
¿Y a m í quién m e cuida, eh? ¡Tengo más m i e d o q u e
el día q u e m e operaron del apéndice! A d e m á s , C a mila ya está bastante crecídita. ¿Viste q u é cambiada
está t u prima?, dijo m i papá. N o o o , si n o m e había
fijado... Ja..."
— V o s sabes salir de aquí, ¿verdad, Pablo?
Seguro.
Tanteando las paredes húmedas, resbalándose y volviendo a levantarse, Pablo y Camila anduvieron u n trecho.
Mejor nos sentamos a esperar al Viejo
— d i j o Pablo en voz m u y baja y t i r i t a n d o — . N o s
debe de andar b u s c a n d o .
"Si n o supiera que esto es u n sueño m e p o n dría a llorar. M a m á , ¿por qué n o m e despertás de
una vez?"
"¿Y si el Viejo se cayó a u n pozo? ¿Y si se m u rió? Después de todo tiene c o m o noventa años..."
Pero en eso...
U n jadeo cortito y las brasas encendidas de
dos ojos hicieron gritar a los chicos:
—¡¡NAHUELÜ
Riendo y llorando los chicos se abrazaron al
cuerpo tibio hasta que sintieron que entraban en calor.
—Vamos, Nahuel
dijo Pablo . Llévanos
con el Viejo.
Y se pusieron en marcha.
Prendidos a la cola, a las orejas, a la pelambre
de las ancas, los chicos hicieron el camino de vuelta.
Varias veces trastabillaron y perdieron pie.
Varias veces se soltaron y volvieron a amarrarse a su guía.
N o te apures, Nahuel... ¡Que n o te p o d e m o s seguir!
¡Ay, m e solté! ¡Espéranos, Nahuel, por favor!
¡Pablo, se va! ¡No dejes q u e se escape!
Pero ya era tarde.
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Por un instante, las brasas encendidas de los
ojos se volvieron hacia los chicos.
Después, nada, la oscuridad.
•
Sin vergüenza u n o de otro, los chicos gritaron y lloraron a m o c o tendido.
—¡Nos perdimos, Camila! ¡Y nadie va a p o der sacarnos de acá!
— ¡ D e frío nos vamos a morir! ¡Y de hambre!
Fue entonces que, a lo lejos, se escuchó clarito el ladrido de un perro.
—¡¡NAHUELÜ ¡¡AQUÍ!! — y los chicos trataron
de correr hacia el lugar de d o n d e venía el ladrido,
que ahora se escuchaba más cerca, más cerca, cada
vez más cerca...
— ¡ U n a luz, Pablo! M e parece que...
—¡¡Es el fuego!! ¡¡El fueguito del Viejo!!
— ¿ Q u é pasó, niño Pablo? ¿Sabe que estaba por
ir a pedir ayuda? —dijo el Viejo, compungido—. ¡Mire que yo ya estoy vichoco para estos sustos! ¡Y no puedo andar encaramándome como cuando era mozo!
—Gracias, Viejo... ¡Menos mal que nos
m a n d ó al Nahuel! ¡Le juro que creí que n o salíamos!
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— d i j o Pablo mientras Camila abrazaba al perro y le
estampaba u n beso en pleno hocico.
—¿Pero qué m e dice, niño? Si el Nahuel, p o b recito, está más viejo y vichoco que yo... Y ni u n
m i n u t o se m e separó de entre las piernas, m e t a gemir el bendito, y todo erizado ¿sabe?
•
Pablo y Camila se buscaron las m a n o s .
Y t e m b l a n d o de m i e d o , pero con algo nuevo
y tibio que les llenaba el pecho, los dos vieron —o
creyeron ver— allá en el fondo de la galería, las brasas encendidas de unos ojos que, entre resplandores
amarillos, desaparecían para siempre en la negrura.
•
C u a n d o salieron de la Cueva, ya estaba alta
la primera estrella.
Bien lejos de la entrada, esperaban las muías.
Pablo y Camila se adelantaron, en silencio y
de la m a n o .
Atrás iba el Viejo, dándole vueltas en la boca
al cigarrito apagado.
Y al lado del Viejo, N a h u e l , n i q u é decir.
— E n g a ñ o s a la m o n t a ñ a , vea... Pura trampa... C o n ese corazón de piedra dura y cristalitos
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que se quiebran de nada... ¿O a usted le parece que
exagero, don Nahuel?
— N o , Viejo, qué va a exagerar... ¿Pero sabe
el tiempo que nadie me daba un beso en el hocico?
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