Alfonso Fuenmayor y el periodismo barranquillero Eduardo Posada Carbó A.F. Cuando en un buen día de 1962 Álvaro Cepeda Samudio le pidió que se fuese a trabajar con él, en Diario del Caribe, Alfonso Fuenmayor se rascó “ligeramente […] un poco detrás de la oreja”. —“Confieso que no me fue fácil decirle que no” —recordaría años más tarde. Además de ser amigos, Alfonso y Álvaro habían compartido juntos esa rica aventura periodística que hizo historia en el semanario Crónica (1949-50), al lado de Gabriel García Márquez, Germán Vargas, Alejandro Obregón, Orlando “Figurita” Rivera y Quique Scopell. Decirle que no a la oferta de Álvaro, acompañada de su atractiva personalidad, no pudo haber sido para Alfonso, pues, una respuesta a flor de labio. —“No podía aceptar su invitación que era generosa como todos los actos de su vida. Yo tenía compromisos que atender en otro periódico de la localidad”: El Heraldo, donde transcurrió por largos años su carrera periodística, como uno de sus columnistas y colaboradores más notables, su editorialista de cabecera y subdirector. Pero un cuarto de siglo más tarde, cuando relataba la anterior anécdota, Alfonso Fuenmayor escribía en Diario del Caribe —cuyas páginas ya había dirigido—, como si la invitación de Álvaro hubiese quedado siempre abierta, más allá de su propia voluntad, a la espera de algún otro giro del destino. En 1975 Alfonso decidió “entrar por la estrecha puerta de la jubilación y cerrar el círculo de escritor público.” Estaba lejos de retirarse del oficio. Poco tiempo después, como él mismo lo contara, Francisco Posada de la Peña —quien había sucedido a Álvaro Cepeda en la dirección de Diario del Caribe— lo invitó también a escribir en el periódico “lo que quisiera, como quisiera, cuanto quisiera.” Quizá se volvió a rascar ligeramente detrás de la oreja. Mas las circunstancias habían cambiado y, ya sin otros compromisos editoriales, esta vez entonces pudo decir que sí. Fue tras su ingreso al Caribe, en 1976, cuando tuve la oportunidad de conocerle personalmente y gozar así de su compañía y de sus sabios consejos. *** Mis recuerdos de Alfonso Fuenmayor se confunden, casi de manera inevitable, con mis recuerdos del Diario del Caribe, ese extraordinario periódico barranquillero de tan accidentada vida, hoy desaparecido. Y se confunden, también inevitable- HUELLAS 63, 64, 65, 66. Uninorte. Barranquilla pp. 27-36. 12/MMI - 04, 08, 12/MMII. ISSN 0120-2537 27 Alfonso Fuenmayor con Julio Enrique Blanco, Director de Extensión Cultural, en la Biblioteca Departamental del Atlántico, h. 1945. mente, con memorias personales, cubiertas de nostalgia, por mis lazos familiares con la historia del Caribe y mi propia experiencia en las oficinas y talleres que le daban vida diaria, brevemente primero en las antiguas instalaciones de la Calle de San Roque, cerca del Paseo de Bolívar, y después en su sede final del Barrio Abajo, ese sector de la ciudad tan atractivo para Alfonso por conservar “casi intacta la expresión y el espíritu de la vieja Barranquilla”, ya que allí no había “hecho muchos estragos […] la implacable piedra demoledora del progreso.” Es cierto que el Caribe llegó al Barrio Abajo con aires modernizantes. Su traslado coincidió en 1972 con la inauguración del sistema “off-set” de impresión que reemplazaba para siempre a la vieja Dúplex, jubilaba de su oficio a los linotipistas, e introducía un nuevo proceso de elaboración del periódico —la revolución tecnológica que arribaba con la era del computador. Pero el periódico supo integrarse muy bien a su nuevo vecindario. Y sirvió para reforzar ese espíritu de la vieja Barranquilla que aún no ha desaparecido de sus alrededores. En una de sus notas “Aire del día”, en El Heraldo, Alfonso Fuenmayor evocaba algunos aspectos de la historia de un barrio tan integrado a la historia de la ciudad, donde habían vivido “los tripulantes de esos buques que ahora sólo navegan en las apacibles aguas del recuerdo”, y otros quizá menos conocidos pero que estimulaban la pasión de Alfonso por el significado de sus calles: aquella colonia de venezolanos allí refugiada, huyéndole a la dictadora de Juan Vicente Gómez, o la sastrería del antillano Henry Ford, el suicida que se le reapareció a Alfonso en una plaza de Nueva York. En esas calles, que él prefería seguir llamando por sus viejas nomenclaturas —Alondra, Aduana o Primavera—, se le podía encontrar con frecuencia jugando dominó, después de su rutinaria visita al periódico. La vinculación de Alfonso Fuenmayor a Diario del Caribe estuvo llena de significados. Llegaba aquí una de las figuras literarias más importantes de la ciudad, y uno de los intelectuales más destacados del liberalismo costeño se integraba al equipo de columnistas en un periódico dirigido por un conservador de tomo y lomo. 28 Alfonso solía decir que el ocio y él no eran incompatibles. Esos años en Diario del Caribe, sin embargo, no fueron de ocio. Se encargó de la sección “Lo que no dijo el cable”, y escribía con regular frecuencia su columna “Ni más acá, ni más allá” y el “Carrusel de los Días” —un análisis exquisito de los hechos más destacados de la semana, lleno de agudas observaciones, escrito con humor y suma elegancia. Fue durante esos años cuando produjo su serie de famosas “Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla”, aparecidas originalmente en el Suplemento del Caribe —con la que se ganó el premio Simón Bolívar al mejor trabajo cultural del periodismo colombiano—, editada después por Colcultura (1978) en el único libro suyo que publicó en vida. Desde sus ocasionales viajes al exterior, seguía deleitando a sus lectores con esas excelentes corresponsalías que había publicado también en El Heraldo. Se responsabilizó entonces de la dirección del Suplemento del Caribe, que después tomaría el nombre de Intermedio, desde donde continuó los pioneros esfuerzos que el periódico había hecho para abrirle más espacio a la cultura. Tan importante como sus colaboraciones escritas y editoriales era su misma presencia física en el periódico, por la confianza que irradiaba en la sala de redacción su cercanía entre quienes apreciábamos el formar parte de un equipo que contaba con un periodista de tanto prestigio —“el Maestro”, como todos le llamábamos en señal de respeto. Su vinculación a Diario del Caribe fue aún más estrecha cuando en 1982 asumió la dirección del periódico. Gonzalo Fuenmayor, collage especial para Huellas Yo viví con particular intensidad dos épocas del Caribe, en las que tuve la fortuna de apreciar de cerca las cualidades humanas y profesionales de Alfonso Fuenmayor, la nobleza de su carácter y esa erudición abrumadora que él sabía manejar con infinita modestia. A fines de 1979 comencé a trabajar en el periódico como asistente de la dirección. Entre mis tareas, me propuse una muy simple y básica: reorganizar sus páginas editoriales, asignándoles espacios fijos y regulares a los columnistas. Mi propuesta fue inicialmente recibida con cierto escepticismo, pues erróneamente 29 A.F. con Julio Mario Santo Domingo y Roberto Pumarejo, Barranquilla, nov. 20/71. se asumía que el incumplimiento era una condición casi natural del oficio. “Ni más acá, ni más allá”, la columna de Alfonso, aparecía dos veces por semana y ocupaba un lugar especial entre los colaboradores. Confieso que hubo tardes agonizantes, cuando la hora del cierre de la página se extendía para esperar su columna. El archivo del periódico, sin embargo, da fe de la regularidad de sus colaboraciones. Alfonso se aparecía al caer la mañana en la sala de redacción con sus dos cuartillas, escritas en papel periódico amarillento y dobladas en cuatro en uno de los bolsillos de su camisa o de sus pantalones caqui. Una fotografía lo retrata sentado apaciblemente en el cubículo que era entonces su oficina, al lado de una máquina de escribir que poco usaba pues escribía casi siempre en su casa. Durante esa época tuve la oportunidad de visitar en alguna ocasión su biblioteca en la vieja y acogedora residencia de la Avenida Colombia, donde vivía con Adela, su esposa. Conservo como si fuera ayer la imagen de un larguísimo cuarto con sus paredes atiborradas de libros, hileras de libros y revistas amontonadas también en el medio de la habitación y, a uno de sus lados, el escritorio con su máquina eléctrica y una silla refrescada directamente por un abanico de pie. Allí estaba, como él la describiera, su “instrumento de trabajo.” La biblioteca era para él lo que un taller de utensilios era para “un buen ebanista” o “un buen mecánico.” ¿Importa saber cuántos libros formaban parte de su taller? Alfonso se refirió alguna vez de manera despreocupada al tema: “serán siete u ocho mil volúmenes colocados, muy al azar, en sus anaqueles y en un desorden en el que ocasionalmente, y no sin algo de desesperación me extravío.” Se ufanaba, según Ramón Illán Bacca, de “tener la biblioteca más completa sobre Anatole France”, a quien citaba con frecuencia —una de cuyas obras recomendaba para entender las agonías y los sufrimientos de los bibliófilos. Como buen bibliófilo, lamentaba la desaparición en Barranquilla de las Ferias del Libro y de las librerías de lance, o de viejo, que habían hecho famoso al callejón de Pica Pica. 30 Algunos visitantes, movidos por esa curiosidad que siempre despiertan los libros entre quienes no pueden ven en ellos herramientas de trabajo, le preguntaban: —“Dígame una cosa, ¿se ha leído usted todos esos libros?” A lo que Alfonso Fuenmayor respondía: —“Algunos de esos libros no los he leído, pero muchos de los libros que he leído no están aquí.” La suya no era una biblioteca para exhibir ante visitantes curiosos. Y esa imagen que conservo de ella lo retrataba a él, creo, en forma genuina: esa sabiduría que proyectaba sin falsas apariencias. Una imagen que reiteran sus columnas. Así escribiera sobre las calles de Barranquilla, o sobre Borges de paso por París, el estilo sencillo de su narración no era entorpecido por las citas a sus autores preferidos. “Nunca me he llamado a mí mismo un intelectual, y nadie se ha atrevido a llamarme así en mi presencia”, escribió Bertrand Russell. Alfonso Fuenmayor tampoco necesitaba posar de intelectual, aunque su oficio lo definiera como tal. El siempre se definió como un periodista. O como un “escritor público que no pretende decir la última palabra sobre nada.” Cualquier análisis de su vida y obra tendría que examinar con mayor detenimiento su papel como director de Intermedio, el suplemento literario que circulaba con Diario del Caribe los domingos. Otros que trabajaron estrechamente con él en esta tarea podrán ofrecer mejor que yo una visión más fiel y justa de su contribución intelectual como editor. Sospecho que no es un aporte fácil de medir con exactitud, sobre todo cuando el evaluar los resultados de una labor orientadora, cualquiera que ella sea, encierra grandes dosis de subjetividad. Alfonso Fuenmayor no estaba interesado en las letras parroquiales, ni se dejó obsesionar por el “boom latinoamericano.” Su interés estaba, como me lo dijo al asumir la dirección del suplemento, en los valores universales de la literatura, sin importar su origen. Y así lo corroboran las observaciones de Jaques Gilard al estudiar el ideario del Grupo de Barranquilla. Un día de 1979 le anuncié que me preparaba a viajar por primera vez a Europa, y le solté la pregunta de rigor: —“¿Se te ofrece algo?” —“Sí”, me respondió. “Trata de conseguirme ejemplares de la revista Qui police? en los kioscos de París.” No fue difícil dar con esta revista que despertaba mi curiosidad, y logré conseguir un par de ejemplares que le entregué con satisfacción. Alfonso estaba por supuesto más satisfecho. Qui police? era una revista de crónicas policivas, de la que él traducía los más jugosos casos de pasión criminal para publicarlos en las últimas páginas de Intermedio. Como buen periodista, quizá le motivaba el poder llevar el suplemento cultural a un público más amplio, haciendo uso de atractivas crónicas policiales, después de todo, un género clásico de la literatura. Le gustaba de cualquier manera el melodrama, como lo confesó en algún momento: 31 “Tengo el gusto por aquellos enfrentamientos entre lo angelical y lo depravado, por aquellos autores con predilecciones maniqueístas que plantean la lucha entre el bien y el mal no pocas veces con candorosa atrocidad.” ¿Qué tan fiel era a los textos originales o qué tanta libertad le daba a su imaginación en esas traducciones de Qui Police?, es una pregunta que podría interesar a los estudiosos de su obra, quienes tendrían entonces que tomar en cuenta la observación del mismo Alfonso: “La tradición fiel no existe”. A.F. con Misael Pastrana Borrero. Mis relaciones con Alfonso Fuenmayor fueron mucho más intensas cuando, años más tarde, me invitaron a dirigir Diario del Caribe. —“Remata de una esa tesis” —decía el cable que recibí de Enrique Santos Calderón, en el que me urgía regresar a Barranquilla, una vez concluidas las negociaciones que le permitieron a El Tiempo adquirir el periódico de la familia Santo Domingo. No pude en ese momento “rematar” mi tesis universitaria. Pero pronto estuve de regreso, un día de octubre de 1986, dispuesto a asumir la dirección del periódico, con inocultable orgullo y juvenil entusiasmo. Una de mis primeras llamadas que hice a mi regreso a Barranquilla fue a Alfonso Fuenmayor. Desde un principio me pareció imprescindible su colaboración. Su positiva respuesta fue un gran estímulo para iniciar esa ambiciosa tarea que se me planteaba como un enorme reto profesional. Durante el tiempo que permanecí al frente del Caribe, tuve así la fortuna de contar con su valioso apoyo —su sabiduría, experiencia y trayectoria periodística hacían de él un consejero editorial de virtudes excepcionales. Como en épocas anteriores, “el Maestro” llegaba al periódico al caer la mañana, cuando conversaba con él sobre la edición del día. Siempre sentí que era un privilegio gozar de su compañía y consejos. Como me parecía también un privilegio el que en las páginas editoriales del periódico se siguiera publicando su tradicional columna, “Ni más acá, ni más allá.” *** Los estudiosos de la historia del periodismo colombiano que se acerquen a la obra de Alfonso Fuenmayor no tardarán en descubrir la riqueza de su contenido. Sobresale en ella su interés por la cultura, en sus más variadas dimensiones. Quisiera, sin embargo, destacar otros aspectos de su trabajo periodístico que merecerían mayor atención. Podría decirse que Alfonso Fuenmayor fue ante todo un periodísta cívico — cívico en su sentido estricto: perteneciente a la ciudad. Y esa ciudad, por supuesto, es Barranquilla. Alcanzó a definirse como “barranquillero viejo”, con un íntimo sentimiento de pertenencia ciudadana que parecería a ratos extraordinaria, como para tener que reclamar, en una ciudad de inmigrantes, que “tenemos barranquilleros nacidos en Barranquilla y hasta barranquilleros de padres barranquilleros.” Él era un barranquillero que además podía decir con orgullo que su bisabuelo, el general José Félix Fuenmayor, había construido el antiguo mercado público de la ciudad, que llevó su nombre. Su pasión por Barranquilla estaba mezclada con esa nostalgia natural por una ciudad que vio mejores días. Nunca compartió la crítica que Álvaro Cepeda Samudio hizo en algún momento contra sus antiguos dirigentes en aquel famo- 32 Foto Scopell A.F. y Alfonso López Michelsen. so escrito donde los bautizó como “los bobales”. En las décadas de 1970 y 1980, Barranquilla sólo parecía mostrar señales de deterioro urbano. ¿Había sido siempre así? “Claro que no”, escribió Alfonso: “[…] en tiempos de los ‘bobales’, la cosa era otra cosa”, mientras identificaba muchos de sus logros —la Biblioteca Departamental, el Instituto Tecnológico de donde surgiría la Universidad del Atlántico, la Orquesta Filarmónica, o la colección de libros de autores costeños. Esa pasión se convertía en placer cuando, al despedirse temporalmente o regresar de sus viajes, contemplaba la ciudad “a vuelo de pájaro”, desde la ventanilla de un avión. “Me agrada ver a Barranquilla desde arriba”, señaló con cierto sarcasmo mientras tomaba rumbo hacia la Gran Manzana: “no se le ven los defectos que […] disimula.” Pero en esa manifestación, que podría interpretarse también como de vergüenza ciudadana, no podía ocultar su genuina fascinación por el “inmenso jardín” que apreciaba desde las nubes: “las viejas casas con sus viejos patios […], sus viejos ciruelos, sus viejos mangos de penetrante aroma, sus acacias de capullos radicales, sus almendros de sosegada sombra […] las ampulosas ceibas […] que proporcionan una engañosa sensación de eternidad y los robles que esperan todo un año para contribuir con su floración, morada o amarilla, al esplendor de la Navidad.” Ese paisaje, según Alfonso, era “algo como para inspirar […] hasta Rudyard Kipling, ¿por qué no?” No debe extrañar entonces el que la ciudad fuese uno de los temas predilectos de sus columnas. La ciudad y sus problemas cotidianos: los servicios públicos, el estado de sus parques y sus calles, sus expresiones culturales —o la falta de ellas. Abordaba su tarea sin solemnidades. “Los editorialistas”, reflexionaba sobre su oficio, “no representamos ni la ciencia ni la técnica, sino, más bien, el sentido común, el punto de vista que puede ser el de un hombre de la calle que no sea un necio y que quiera ser justo e imparcial, a quien molestan los andenes desportillados […]” Como columnista se apartaba con mayor razón de la adustez que caracterizaba al escritor de editoriales, pero sabía conservar ese sentido común del hombre de la calle, a quien no le podía caer mal alguna cita del Dr. Johnson. Y a sus críticas nunca les faltaba un toque de humor, como cuando escribió sobre esos 33 Gonzalo Fuenmayor, collage especial para Huellas semáforos que “no andan bien”: “parecen ser ‘temperamentales’ y arbitrarios y cambian de color caprichosamente o no cambian […] Cuando menos peligrosos son esos semáforos es cuando ‘se va la luz’. Entonces ya la gente, la de a pie y la otra, sabe a qué atenerse.” La pasión de Alfonso Fuenmayor por Barranquilla se extendía también a la región. Su regionalismo se expresó en la defensa de los valores culturales de la Costa. “Nosotros los costeños somos tan desafortunados”, se quejaba del desdén del interior andino, “que hasta el hecho incuestionable de que manejamos el idioma con más o menos corrección se nos niega y se nos niega agresivamente.” Se mofó con frecuencia del acento y de algunas expresiones del “cachaco de chinchurria.” Y, con aire triunfalista, anunció que desde hacía algunos años la “‘descachacalización’ del interiorano” estaba en marcha frente al avance nacional de las expresiones culturales costeñas. En contraste, “la música del doctor Villamil, que no carece de hermosura, ciertamente es un anacronismo encantador. Y es casi una lápida que se coloca sobre un mundo que se fue y ya no es.” Políticamente, su regionalismo se manifestó con mayor claridad en el apoyo que brindó a la candidatura presidencial de Evaristo Sourdís en 1970. “Ningún costeño”, entonces advirtió, “querrá echarse sobre su conciencia el remordimiento que implicaría no haber contribuido a la victoria de uno de los suyos.” Sourdís era, en sus palabras, quien “con más cabalidad da la imagen de un hombre civilizado […] con las virtudes de un estadista sobresaliente excepcional.” 34 Identificó al centralismo como contrario a las “legítimas aspiraciones de este litoral.” Sus posiciones regionalistas, sin embargo, no significaron liberar de culpabilidades a quienes manejaban el poder local. Las “desventuras” que sufrían los ciudadanos, “las que hoy padecemos con un estoicismo que casi ya ha extinguido todas las reservas, en gran parte tiene responsables dentro de los mismos límites de este municipio y de este departamento.” Las lealtades políticas de Alfonso Fuenmayor, no obstante su regionalismo, estuvieron siempre con el partido liberal colombiano. En alguna de sus columnas recordaba aquellos años que, sin perder su condición de periodista, ocupó una “curul en el Senado de la República en nombre del liberalismo del departamento [del Atlántico]”. Fue también embajador de Colombia ante la Organización de las Naciones Unidas en Nueva York. El oficio del político que cuida de su clientela no parecía amoldarse a su espíritu. No dejó de escribir “cartas de recomendación” —un promedio diario de diez en sus años más activos, según él lo confesara: “baste decir que hay acróbatas que han entregado cartas mías a los directores de circo.” Parecía el grito desesperado de quien se sabía impotente para resolver de esa manera tan angustioso problema humano. Sabía que, en nuestra pobre economía, los “empleos disponibles en el sector privado” eran “prácticamente utópicos y en el sector público carezco de respaldo político.” Me parece importante valorar la dimensión política de su obra periodística, su compromiso intelectual con el partido de sus afectos, el liberalismo. Alfonso Fuenmayor fue un hombre de partido, en el mejor sentido del término —defensor de las formas de gobierno representativo, y del papel del liberalismo en la historia nacional. Sus columnas, es cierto, estuvieron muy lejos de ser las de un activista político. Habría que examinar con mayor detenimiento su tarea de editorialista, en más de 25 años en El Heraldo, y en su época como director del Diario del Caribe cuando éste se presentaba a sus lectores como “un periódico liberal para la Costa.” Al sugerir que se aprecie también su condición de intelectual del liberalismo costeño, estoy simplemente llamando la atención sobre la necesidad de tener en cuenta su adscripción a un ideario político al estudiar su obra periodística. Hay en ella, pues —en ocasiones abiertamente, otras veces de manera sutil—, la defensa de unos valores, de unas figuras, de una forma de juzgar el pasado nacional. Y hay también en su obra, más allá de los afectos partidistas, la defensa de las expresiones más genuinas de la democracia. En una atmósfera de creciente hostilidad intelectual contra la llamada “clase política”, Alfonso Fuenmayor no adoptó el discurso de la anti-política. Sin exculpar a los políticos, solía recordarles a los ciudadanos su cuota de responsabilidad al no utilizar, o al utilizar equivocadamente, la herramienta de la democracia: el voto. Así como criticaba a los abstencionistas, criticaba también cierta contradicción aparente: “la gente […] de todos [sus] infortunios responsabiliza a los políticos, esos políticos que, precisamente tienen un sólido apoyo electoral en los maldicientes, en los que protestan.” *** 35 Foto de Nereo A.F. con Rafael Escalona, jun., 1956. Ramiro de la Espriella lo describió con fidelidad: “[…] un maestro de las letras, un viejo navegante del periodismo, ocasional incurso de la política para darle lustre intelectual, grato amigo sentado a la misma mesa de la tertulia, a quien la sabiduría de la vida lleva de la mano a la humildad y serena comprensión de las cosas.” Difícil hacer un retrato completo en esta apretada semblanza, y más difícil hacerle plena justicia a la riqueza de su vasta obra. Habría que destacar que Alfonso Fuenmayor fue ante todo un escritor de vocación y profesión. Tomó desde temprano la determinación de estudiar filosofía y letras, en medio de las burlas de algunos de sus amigos que, al saber de su propósito, le pintaban “el porvenir con paleta dantesca.” “El que no piensa vencer está perdido”, le escribió a su mamá desde Bogotá en 1936, cuando le decía que “hasta ahora no he hecho sino poner peldaños para llegar hasta donde me propongo.” No sabemos si en verdad llegó hasta donde entonces se propuso. Pero sí sabemos de los valiosos logros de su carrera como escritor, dedicada primordialmente al periodismo. “El periodismo libre”, observaba en 1977, “es la profesión más hermosa del mundo y quienes más le rinden pleitesía son aquellos a quienes incomoda. El mayor homenaje se lo hacen los déspotas cuando lo persiguen y lo proscriben.” Escritor y periodista ejemplar. Sin dudas. Pero su vida y obra en una más amplia dimensión política deberían ser también paradigmas en los graves momentos de crisis nacional. Hoy, cuando a los colombianos sólo parecen identificarnos los extremos, la figura de Alfonso Fuenmayor surge como el mejor emblema del centro, de esa nación ponderada que con frecuencia ignoran las corrientes intelectuales que apenas quieren ver conflictos en nuestra historia. El nombre de su columna —”Ni más acá, ni más allá”— reflejaba muy bien ese apego a la moderación. Tal ha sido, por supuesto, la manera de ser por excelencia del barranquillero, la mejor de sus virtudes, esa capacidad para la transacción fruto de un “precoz cosmopolitanismo” que, como lo describiera el mismo Alfonso Fuenmayor, hizo de los habitantes de Barranquilla “gentes comprensivas y les ha permitido, con tolerancia, saber cómo son los demás y, muchas veces, lo que hay detrás de las cosas.” 36