Grete SamSa

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ISSN: 1579-7368
Stichomythia 9 (2009): 158-184
Grete Samsa
Liberación de derechos de autor
Zamacuco renuncia expresamente a sus derechos con respecto a la presente obra. Por lo tanto,
la pieza es declarada de libre representación por parte de grupos teatrales profesionales, experimentales o de cualquier naturaleza, en todo el mundo. Puede, sin costo alguno: reproducirse,
transmitirse, traducirse a cualquier idioma o utilizarse el texto como referencia, en forma total
o parcial. Cualquier comentario o sugerencia sobre esta composición dramática remítase a la
siguiente dirección electrónica: [email protected].
Acto Único
Personajes
Hermann Samsa, el padre
Julie Samsa, la madre
Grete Samsa, hija de Hermann y Julie
Frieda Bandenfeld, suegra de Grete
Escenario
Toda la pieza se desarrolla en el interior de la casa de la familia Samsa; específicamente en
la salita-comedor-recibidor donde se ha colocado una mesa central, una mesita pequeña con una
lámpara y dos sillones.
Al fondo se distingue una puerta blanca, que da a la calle, una ventana que también da a la calle
y colgando de la pared, el retrato de Gregor, tomada cuando cumplía su servicio militar.
En el costado izquierdo hay una biblioteca, con los libros escritos por el señor K y, sobre la biblioteca, un candelabro y una carabina.
En el costado derecho existe otra puerta blanca. Ésta conduce al interior de la casa.
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Escena i
La mesa central está vacía. Al pie de la biblioteca hay una pila ordenada de periódicos.
A la luz mortecina de la lámpara, el padre, vestido pulcramente con su vistoso uniforme de conserje
portero de un banco de Praga, lee un periódico, mientras permanece cómodamente sentado en uno
de los sillones.
La madre entra, con su caminar ágil y nervioso. Trae un mantel y lo acomoda sobre la mesa
central. Después toma el candelabro, lo coloca en el centro del mueble y enciende las velas.
La madre. Hoy cenaremos estofado de carne magra y dura como la suela. Pero pretenderemos
que somos ricos y nos han invitado a una cena romántica, a la luz de las velas. ¿No
es este un buen ejercicio para incrementar la imaginación?
El padre.
(Sin levantar los ojos del periódico). También se vive de fantasías y a veces éstas hinchan
la panza con mayor eficacia que los guisos más espléndidos. La frugalidad es la madre
de todas las virtudes…
La madre entra nuevamente al interior de la casa y regresa con platos hondos y tendidos, que los
va colocando con esmero sobre la mesa.
La madre. ¡Hermann! La cena se servirá a las nueve de la noche.
El padre consulta el reloj.
El padre.
Entonces debes apurarte porque ya son las ocho y cuarenta y cinco.
La madre entra al interior de la casa. Regresa con dos copas rojas y cubiertos, para ella y su
marido.
La madre.
No tenemos vino ni champagne, pero el agua del pozo está helada y en su punto.
El padre.
(Sin levantar los ojos del periódico). ¡Agua pura del pozo convertida en vino, por la
magia de unas copas teñidas de rojo! Siempre he dicho que una mujer precavida vale
por dos.
La madre.
¿Te conté que la hija del vecino se separó de su marido?
El padre.
Jamás me gustó el muchacho con el que ella se casó. Se le notaba tan inmaduro... ¿Y
ahora qué será de esa pobre muchacha? Los vecinos la recibirán nuevamente bajo su
techo, supongo.
La madre.
Ya la han recibido, pero los padres están tan avergonzados… Según parece, la
muchacha tiene la culpa de todo. Le ha puesto los cuernos al marido.
El padre. ¡Cómo!
La madre. Sí. Ella se ha estado viendo a escondidas con un músico…
El padre. ¡Qué sinvergüenza! ¡Qué descarada! ¡Parecía una mosquita muerta! Estas cosas me
enervan, me enfurecen. Hace mal el vecino en recibir en su casa una zorrita de esa
calaña… ¡Qué suerte la mía tener una hija sensata y una mujer prudente!
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Zamacuco
Después de echar un último vistazo a la mesa, la madre entra al interior de la casa, probablemente
para preparar la cena. El padre se sumerge nuevamente en la lectura.
El padre.
Interesante. Sí, sumamente interesante. Vaya, vaya, vaya... ¡Qué hombre tan fecundo!
(Grita, hacia el interior de la casa). ¡Julie! ¡Julie!
La madre. (Desde el interior de la casa). ¿Qué pasa cariño?
Entra la madre, apresuradamente.
La madre. ¿Te ha sucedido algo?
El padre. No. ¿Qué podría sucederme? Te llamo para que tú también te emociones, para que te
enorgullezcas en carne ajena, como yo me enorgullezco. Fíjate (le muestra el periódico).
Nuestro amigo K ha escrito otro libro. ¡Qué fecundidad! Acabo de leer la noticia en
este diario…
La madre. ¿Y quién es ese K?
El padre. ¡Es nuestro amigo! ¡Prácticamente el único amigo que nos queda! ¿No te acuerdas de él?
La madre. Te digo con franqueza que no sé quién pueda ser este K…
El padre se levanta del sillón, va hacia la biblioteca y saca de uno en uno los libros escritos por K.
El padre. Nuestra biblioteca está atestada, atiborrada con los libros escritos por K y tú dices
que no le conoces. Mira, mira, mira…
La madre. ¡Atiborrada! Esa es una palabra justa. Es además, una palabra correcta. Esta biblioteca
está repleta de cosas inservibles, sin valor alguno y en total desorden. Un día de estos
lanzo todos esos papeles a la estufa. Así por lo menos tendremos algo de calor en la
casa.
El padre. ¿Cosas inservibles, dices? ¿Libros sin valor alguno, dices? ¡Qué osada es la ignorancia!
¿Dónde dejas tú, desventurada mujer, el valor de la imaginación? Estos libros son el
único tesoro que nos queda. Aquí, por ejemplo, K nos relata la historia de un hombre
viejo y avaro que se casa con una doncella de cascos ligeros.
La madre. En lo de viejo y avaro estoy de acuerdo. ¡Pero cuidado con las indirectas! (Aparte,
para que el padre no la escuche). Me disgustan los golpes bajos. Doncella, doncella no
era cuando me casé. He tenido, no lo niego, una o dos aventurillas intrascendentes,
cuando era joven... Sin embargo, esto no debería dar pábulo a que se me diga, a estas
alturas de la vida, que tengo ligeros los cascos.
El padre. Y en este otro: ¡Qué portento! Nos cuenta el caso de un par de viejos que pierden a
su hijo que los alimentaba y se quedan solos, cargados de deudas.
La madre. Me suena conocida esa historia. (Con ironía) ¡Nada que ver con nosotros! (Aparte, para
que el padre no la escuche). Al parecer este K conoce nuestras intimidades al revés y al
derecho…
El padre. ¿Y este otro? Hasta te lo leía por las noches. Relata magistralmente el viaje fantástico
de un viejo que padecía de insomnio y para curarse modeló con sus propias manos
una bola de boñiga tan grande que se desprendió de la tierra y fue expulsada
violentamente al espacio…
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La madre. Recuerdo lo de la boñiga. Estabas obsesionado con los escarabajos peloteros, el sol
los secretos del antiguo Egipto y toda esa estofa… Eso fue antes de casarnos. Tú
estabas trabajando en el jardín y encontraste un trozo de…
El padre. ¡Basta! ¡No es necesario que seas tan gráfica! ¿Para qué recordar esos episodios tan
prosaicos y groseros..?
La madre. Sí, claro. Está bien. (Aparte, para que el padre no la escuche). Una vez que alguien se
traga, sin querer, un trozo de boñiga… no lo olvida jamás en la vida.
El padre. Y este, y este otro, y este otro. Todos libros ejemplares… escritos por el insigne K.
Escucha con atención: en conjunto, estos libros conforman lo que conocemos como
«el libro de la vida». Quema alguna de estas páginas y se quemará una parte de
nuestra historia.
La madre. Tú siempre tan metafórico. ¿Ha venido alguna vez a esta casa el señor K? ¿Lo conozco
personalmente?
El padre. Por supuesto que sí. Cuando circuncidaron a Gregor, el señor K permaneció con
nosotros hasta el final de la ceremonia.
La madre va hasta donde se encuentra el retrato de Gregor.
La madre. ¿Cuándo circuncidaron a Gregor? ¡Qué gentileza la del señor K! ¡Te circuncidaron,
hijo! ¿Cómo pudiera haber sido de otro modo? ¡Qué hermoso eras de pequeño, mi
tesoro! Mira a tu hijo, Hermann. ¡Qué bien le quedaba el uniforme! Este retrato le
tomamos cuando cumplía el servicio militar…
El padre. ¿Ya recuerdas a K?
La madre. Debo estar perdiendo la memoria, porque no me acuerdo de él en absoluto. (De
pronto se detiene sobresaltada). ¡La memoria! ¡Pero qué torpe soy! Dejé calentándose la
cena sobre la hornilla y a esta hora se debe haber quemado por completo.
La madre entra precipitadamente al interior de la casa. El padre retorna al sillón, toma uno de los
periódicos y lo hojea.
La madre. (Desde adentro). ¡Hermann! ¡Hermann! ¡Marido! ¡Maridito!
El padre. ¡Sí! ¡Dime mujer!
La madre. (Desde adentro). ¡No habrá cena esta noche!
El padre. ¡Mejor aún! Imaginaremos que ya hemos comido, hemos bebido y hasta hemos
bailado. Gran protectora de los pobres resulta una fértil imaginación. ¿Al final… a
quién le importa una cena más o una cena menos?
La madre. (Desde adentro, con tono persuasivo). ¡Hermann! ¡Marido! ¿No vienes a dormir?
El padre. Sí, claro, ya voy… Reviso un rato estos periódicos y me dirijo directo al dormitorio.
También allí podremos hacer derroche de gran imaginación…
La madre. (Desde adentro). ¡Qué cursi eres!
El padre. Me fascinas cuando me endilgas tan tiernos adjetivos.
La madre. ¡Déjate de notas y ven! ¡Estoy solita y tengo frío!
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El padre. ¡Ya voy! ¡Ya voy!
La madre. (Desde adentro). ¡Esta vez sí que te acostarás conmigo o iré, te tomaré de los escasos
pelos que te quedan y te traeré al dormitorio arrastrándote a la fuerza…
Se escucha el ruido de algún cristal que se estrella contra el suelo.
El padre. ¿Qué has roto ahora, querida?
La madre. (Voz, desde el interior de la casa). ¡Un maldito florero, que se me ha caído de las
manos!
Se escucha la tos seca y persistente de la madre. Se apagan las luces, el escenario queda a oscuras.
Escena ii
La luz se enciende. En la mesa central han colocado un florero con flores. Los periódicos están
ahora desperdigados por el piso. El padre, en pijamas, revisa las noticias atrasadas.
El padre. ¡Cómo ha subido el precio de los víveres! No hay salario que aguante. ¿Cómo vamos
a poder vivir? Es absurdo que un gran imperio, como el Austro-húngaro, no proteja
al individuo, sino que poco a poco trate de asfixiarlo.
Entra la madre, con pasos rápidos y nerviosos. Se le nota agitada. Lleva una jarra con agua. Ve
al padre y se acerca, para verificar la fecha del periódico que él está leyendo.
La madre. Ese periódico es de ayer.
El padre. Es de ayer. Claro que es de ayer. Leo los periódicos que el vecino bota a la basura.
Sabes bien que el periódico de hoy lo empezarán a vender a eso de las seis de la
mañana…
La madre. ¿Entonces por qué lo lees con tanta atención?
El padre. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Son las cinco. (Lanza al suelo el periódico que estaba leyendo
y toma otro).
La madre. ¿Qué puedo hacer, dices? Dormir. Dormir por lo menos un rato, querido mío. No
sé cómo puedes resistir tanto. Jamás duermes. Pasas en ese sillón todas las noches,
de claro en claro. ¿Y qué me toca hacer a mí? ¡Acompañarte, como fiel y abnegada
esposa! ¿Por qué no tomas las obleas, las cápsulas y los polvos que te recetó el doctor
para el insomnio?
El padre. Lo mío no es insomnio, mujer.
La madre. ¿No tienes insomnio? ¿Entonces por qué no duermes?
El padre. Porque soy una persona práctica. Lo sabes bien. Si duermo tendría que despertar
del profundo trance. El sueño podría ser intranquilo… ¿Ves? No puedo arriesgarme.
El paso de la vida nos cambia irremediablemente. ¿No recuerdas lo que pasó con
Gregor..? Al despertarse una mañana, después de un sueño intranquilo, se encontró
transformado en un monstruoso insecto…
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La madre. Stichomythia 9 (2009)
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Gregor, siempre Gregor. ¿Por qué no dejas a ese muchacho en paz?
La madre avanza hasta la mesa y vierte el agua en el florero, pero la derrama, en parte, sobre el piso.
El padre. ¡Mujer!
La madre. ¿Sí? ¿Qué pasa?
El padre. Estás regando nuevamente el agua…
La madre. ¡Qué curioso! Ni siquiera me di cuenta que la estaba derramando…
La madre sale.
El padre. (Se levanta y va hasta donde está el retrato de Gregor). Algo le ocurre a tu madre, hijo.
Algo me oculta. Julie está tensa. Es un manojo de nervios. Llaman a la puerta y salta
como liebre. Ladra algún perro en la calle y se pone pálida como el papel. Y ahora
le ha dado la taranta con el maldito florero. Como si en esta casa sobrara el dinero
para derrochar en flores. Quita las rosas y trae claveles. Quita los claveles y coloca
margaritas… Y el agua, el agua… Qué manía con el agua. La cambia cada quince
minutos y claro, de paso la riega sobre el piso. ¿Y tú nada dices? Sí, sí, ya lo sé. No te
esfuerces, hijo.
El padre va hasta su sillón, se sienta y retoma el periódico. Lo revisa con desgano. Se escucha
golpes en la puerta de la calle. Como si lo hubiera impulsado un resorte, el padre mira
instintivamente su reloj y se levanta con la intención de atender la insistente llamada.
El padre. ¿Quién perturba a las gentes de paz, a las cinco de la mañana? (Se escucha nuevos golpes
en la puerta). ¡Ya voy, ya voy!
Voz de la madre. (Desde el interior de la casa). ¡No te levantes, Hermann! Es el mensajero de la estación
de trenes. Lo conozco bien. Trae una nota para nosotros. Le atenderé desde la ventana
de la cocina.
El padre retorna pesadamente hacia su lugar de lectura matutina y se hunde nuevamente en el
sillón. Hojea otro periódico.
El padre. ¡Ochenta por ciento anual! ¡Ochenta por ciento! ¿Cómo vamos a pagar nuestras
deudas, si suben cada vez más las tasas de interés? La culpa la tienen los bancos
y los gobiernos. Los bancos y los gobiernos, cada vez más poderosos, terminarán
aplastándonos como si fuéramos moscas, exprimiéndonos hasta dejarnos sin
aliento... Ahora lo regulan todo. ¿Qué más quieren controlar? Ya me lo temía yo, ya
me lo temía…
Entra la madre, con un trapeador. Va hasta la mesa y comienza a limpiar el agua regada en el
piso.
La madre. No deberías escupir al cielo. ¿Por qué morder la mano del que te alimenta? ¿No trabajas
en un banco como portero o como conserje? Reniega del gobierno, si te antoja, pero
ten cuidado que algún esbirro no te escuche. (La madre sufre un acceso de tos).
El padre. El asma, mujer. Hay que cuidar ese asma. No puedes estar todo el día de un lado para
el otro. Te agitas, te cansas, eso es malo, definitivamente malo para ti.
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La madre. Es alergia. Es solamente una alergia… Ya pasará… Debe ser efecto del clima. Afuera
llueve. ¿No escuchas cómo golpea la lluvia sobre el latón de la ventana?
El padre. El médico dijo que era asma.
La madre. No me hables de esos matasanos: ellos se equivocan siempre.
El padre. Deja allí ese trapeador y siéntate. Siéntate, mujer.
La madre se sienta. El padre retoma el periódico.
La madre. ¡Herman! Grete acaba de enviarnos una nota, desde la estación de trenes.
El padre. (Sin levantar la vista del periódico). Y todavía tienen el cinismo de decir a los cuatro
vientos que vivimos en el Estado más justo de la tierra.
La madre. ¡Hermann, escúchame! Grete, nuestra hija, nos ha mandado este papel, con el
mensajero de la estación. (Entrega la nota al padre). Ella viene hacia acá…
El padre. (Toma la nota maquinalmente. No la lee. La deja caer al suelo. Sin levantar la vista del
periódico). ¿Grete? ¿Entonces vinieron de parte de ella? ¿Y qué es lo que quiere?
La madre. Está en camino a casa. Vendrá de un momento a otro…
El padre deja a un lado el periódico y mira incrédulo a la madre.
El padre. ¿Grete vendrá? ¿Cómo? ¿No vive ella en Linz, a más de cien millas de aquí? ¿Cuándo
va a venir?
La madre.
De un momento a otro. Dijo que tiene que hablar contigo.
El padre. ¿Conmigo? ¿Vendrá hoy? ¿Ya mismo? Eso no puede ser. Hoy tengo que trabajar.
Tú sabes bien que tengo que salir a trabajar. Cuando Gregor trabajaba yo podía
descansar. Él traía dinero a casa y, aunque vivíamos modestamente, nada nos faltaba.
¿No le enviaste tú, en respuesta, alguna carta aclaratoria...?
La madre. No lo juzgué necesario. Además, tengo tantas ganas de verla. Grete puede esperar. A
la noche habrás regresado ya del banco… quizá a esa hora quieras verla…
La madre se levanta, recoge el trapeador y sale. El padre mira su reloj.
El padre. Las cinco y cuarto de la mañana. A las cinco y media desayunaré, a las seis me meteré
al baño y a las siete estaré saliendo al trabajo, completamente uniformado.
El padre apaga la lámpara y se levanta. Va hacia la ventana, la abre y saca la cabeza. El viento
sopla, las cortinas danzan en el vacío. Las hojas de los periódicos se deslizan por el piso.
El padre. Hace frío afuera. Todavía es muy temprano y llueve. No se ha despejado del todo
la oscuridad de la noche y las calles están desiertas. Para colmo de males, la neblina
espesa lo envuelve todo con su manto impenetrable. Ni siquiera las ventanas del
negro hospital proyectan luz a esta hora.
Pausa
Hasta parece que hubiera caído la nieve en el pequeño parque. Los raquíticos árboles
semejan blancos fantasmas, cansados de vagar sin rumbo fijo. ¡Un momento! Alguien
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Stichomythia 9 (2009)
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se acerca. ¿Es o no es? ¡Sí, alguien viene para acá! (Va en busca de la carabina. La
carga. Avanza con cautela hacia la ventana abierta y grita) ¿Quién vive? ¿A quién busca?
¡Responda o disparo!
Frieda. (Mete la cabeza por la ventana. Empuña un paraguas empapado por la fina lluvia). ¡No
dispare! Soy yo. ¡Qué susto me ha dado! Buenos días, señor Samsa. Soy Frieda, su
consuegra.
El padre. Buenos días señora Bandenfeld. Pensé que se trataba de algún ladrón, o lo que es
peor, de algún asesino. Se ha vuelto tan insegura esta parte de la ciudad. Pase usted.
Hace frío afuera. Espere, abriré la puerta de la calle. Discúlpeme, Frieda, todavía
estoy en pijamas.
Frieda. No tiene por qué preocuparse. Le queda bien ese atuendo. Le da un tinte de
familiaridad. Le favorece. Si no estuviera usted casado… (Suspira). Pero lo está.
El padre se dirige hacia la puerta, con la intención de abrirla.
Frieda. ¡Señor Samsa! ¡Espere! No abra esa puerta. ¡No puedo entrar hasta las tres de la tarde!
Julie se molestaría, y con razón. Le dije a Julie, en una nota enviada por el correo, que
vendría hoy a tomar un café y a cenar con ustedes.
El padre. ¿Mi mujer le invitó a desayunar? ¿También le invitó a cenar? Nada de esto me ha
comunicado.
Frieda. No. En realidad soy yo la que se hizo invitar. Ella accedió, pero me pidió que venga
exactamente a las tres de la tarde. Sin embargo, como el tren desde Linz hasta Praga
llega tan temprano…
El padre. ¿Viene de Lins?
Frieda. De Lins, sí.
El padre. Comprendo. En todo caso, pase usted. No conviene que esté afuera tantas horas,
especialmente con este clima de perros.
Frieda. No, en realidad no quisiera molestar. Esperaré aquí, en la calle, hasta la hora convenida.
Ya sabe que soy una fanática de la puntualidad. Si usted no hubiera abierto esta
ventana jamás me habría acercado… jamás me habría atrevido…
El padre. Está bien. ¿En realidad prefiere usted esperar afuera? Hace tanto frío y está oscuro…
Además, tendrá hambre… supongo…
Frieda. Lo prefiero, sí. Por otro lado no estaré sola. Grete ha venido conmigo… Que tenga un
buen día señor Samsa.
Frieda desaparece. El padre cierra la ventana.
El padre. ¡Entonces Grete está aquí! ¡Grete, mi amada hija está aquí! ¿Pero qué cosas digo?
¿Mostraré ante los demás las debilidades de este viejo corazón? (Se golpea el pecho con
el puño) ¡Quieto! ¡Quieto gorrión atolondrado!
Frieda golpea la ventana. El padre la abre nuevamente.
El padre. ¿Usted nuevamente?
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Frieda. Zamacuco
¡Herman! No he venido con Grete por pura gana. En realidad cumplo una orden dada
por Karl, su yerno. Ya le contará Julie de qué se trata. No lo tome a mal. Son cosas que
pasan…
Frieda desaparece.
El padre. (Furibundo). Nada bueno nos traerá esa vieja arpía. ¿Pero para qué me preocupo antes
de tiempo? ¿Qué habrá pasado con Grete..? Esta hija mía me ha dado solo dolores de
cabeza. Va a matarme un día de estos. ¡Grete! ¿Qué se ha creído ella? No ha pisado
esta casa en cinco años. Ni una carta, ni una nota. Y de repente, sin razón alguna
envía un mensajero a las cinco de la mañana y dice que quiere hablar. ¡Que quiere
hablar! ¿Y de qué tiene ella que hablar conmigo?
El padre entra al interior de la casa. La escena queda vacía. La luz se apaga.
Escena iii
La luz se enciende. Han quitado el florero de cristal y han vuelto a apilar los periódicos que estaban desperdigados por el suelo… Sobre la mesa hay ahora una cafetera, azúcar, café, galletas
y dos tazas.
La escena está vacía. Alguien golpea a la puerta. La madre ingresa al escenario, desde el interior
de la casa.
La madre. ¡Ya voy! ¡Ya voy! Abriré la puerta en un momento.
La madre abre...
La madre. Pase usted, mi querida Frieda. Es un placer recibirla en nuestra casa.
Frieda cierra su paraguas y entra.
La madre. Deme su paraguas. Lo dejaremos abierto, cerca de la ventana para que se seque.
Frieda. ¡Abierto no!
La madre toma el paraguas y empieza a abrirlo. Frieda lanza un grito e intenta quitar el paraguas
a la señora Samsa.
Frieda. ¡Si abre un paraguas en el interior de la casa le perseguirá la mala suerte!
La madre. Esas son supersticiones absurdas. (La madre arrebata el paraguas a Frieda, lo abre y lo
coloca cerca de la ventana).
Frieda. ¿Entonces… cree usted que se secará mi paraguas dejándolo así abierto?
La madre. Se secará, claro que se secará. Si nosotros tuviéramos una chimenea… lo pondríamos
cerca de ella y obtendríamos mejores resultados… pero somos tan pobres… y estamos
tan endeudados… Me da vergüenza decirlo…
Frieda. De no ser por ese paraguas nos habríamos empapado. No ha cesado la lluvia. Grete
ha flaqueado, a veces. Ha querido llamar a su puerta y pedirle que nos abra, pero
yo he permanecido firme. Habría sido una señal de debilidad y mala educación
presentarnos ante usted a una hora inconveniente.
Grete Samsa
La madre. Stichomythia 9 (2009)
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Siéntese, Frieda.
Las dos mujeres se sientan.
La madre. Entonces… la lluvia…
Frieda. Sí, la lluvia, claro…
La madre. Tiene el cabello mojado. Es un cabello hermoso, pero mojado… Si usted quiere le
puedo traer una toalla, para que se lo seque.
Frieda. No, gracias, Julie.
La madre. Y… dígame… ¿Karl y Grete están bien? Digo, su matrimonio funciona… No sé cómo
expresarlo… ¿Son felices?
Frieda. ¿Felices, dice usted?
La madre. Felices, sí, felices…
Frieda. Es una palabra tan ambigua… Tanto se ha escrito sobre la felicidad y sin embargo
nadie ha logrado definir con certeza absoluta lo que eso significa.
La madre. Nosotros, los Samsa, consideramos que el amor es la base de la felicidad. Creemos
sinceramente que ese sentimiento tan noble es para siempre. ¿No lo cree usted,
querida Frieda?
Frieda. Desde que su hija Grete se casó, hace cinco años, con uno de mis hijos, con Karl,
para ser más específica, la relación entre nuestras familias ha sido bastante cercana, y
hasta afectuosa… ¿Verdad, Julie?
La madre. No sabría decirle si afectuosa: ha sido una relación sustentada en la cortesía, diría
yo.
Frieda. Está bien. Cortesía. Admitámoslo. Sin embargo, nosotros los Bandenfeld, siempre le
hemos demostrado al señor Samsa una gran deferencia, un especial cariño, a pesar de
que solamente ocupe el puesto de conserje-portero en uno de nuestros bancos. Por
esta razón no esperábamos jamás que él nos cause el mal que nos ha causado…
La madre. ¿De qué mal está usted hablando, querida Frieda? Acepté su visita. Le autoricé a
venir hasta mi casa. He sido cortés. Le abrí la puerta a las tres en punto de la tarde,
como convinimos. Fui puntual. He ordenado a nuestra sirvienta que prepare café y
hasta he comprado galletas para ofrecerle. Por otro lado, esta noche compartirá con
nosotros una apetitosa cena, con vino incluido. Todo esto lo hice porque supuse que
me traería noticias de mi hija Grete. Sí, bien, sé que ella espera afuera y está deseosa
de entrar. Pero, como usted comprende, no podemos arriesgarnos a recibirla en esta
casa, sin saber antes a qué atenernos. Desearía, en particular, saber cuáles son los
sentimientos de mi hija. Quiero fervientemente saber si aún nos ama, si aún recuerda
con cariño los días de su infancia. Hace tanto tiempo que no la vemos… Solamente
por eso acepté que usted viniera. Pero, en lugar de comprender mis razones, usted
me sale con indirectas, con acusaciones que francamente no entiendo.
Frieda. ¿Nos servimos el café?
La madre sirve café en las dos tasas.
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La madre. Dígame, Frieda. ¿Cómo está Karl, su hijo? ¿Cómo está Grete, mi hija? Desde que se
casó, ella ha vivido con ustedes. ¿Toca todavía el violín? Su­pi­mos que Karl y Grete
tuvieron un hijo. ¿Cómo está mi nieto? Escuche: Como usted sabe, Grete nos envió
un escueto mensaje de su puño y letra, de manera inesperada. Precisó que venía con
usted. Cuando lo leí, pude notar que su letra tenía unos rasgos duros, imprecisos,
nerviosos, vacilantes como si le aquejara alguna inmensa pena o alguna desgracia
irremediable. Escribió que vendría, que tenía que hablar con su padre. ¿No sabe usted
qué es lo que ella tiene que decirnos? ¿Qué es lo que ella tiene que revelarnos?
Frieda. Todo a su tiempo, querida Julie. Espere un momento y escúcheme. Karl, mi
queridísimo hijo, está muy re­sen­tido, más que resentido está furioso. Sí, como usted
lo escucha: furioso con el señor Samsa y con Grete.
La madre. ¿Y ahora qué le pasa?
Frieda. Está dolido, más que dolido, resentido y hasta avergonzado. Por eso no duerme con
su hija desde hace ya un mes. Es más: la dejó sola en Linz, con el pequeño Karl. Así
se llama nuestro nieto: Karl, como mi hijo.
La madre. ¡El pequeño Karl! ¡Qué alegría tan grande! ¿Cómo es mi nieto?
Frieda. Gordo, pesado, robusto. Si consideramos únicamente estas características, no
podemos dudar en absoluto: se trata de un verdadero Bandenfeld. Sin embargo…
quizá por eso mismo, resulta un tanto repulsivo… Ya lo verá y me dará la razón.
La madre. ¿Y dónde está ahora mi nieto?
Frieda. Afuera, con Grete. No sabe cómo le encanta subir a los árboles. Tiene predilección
por las hojas y hasta por la vegetación descompuesta.
La madre. Cuénteme más sobre mi nieto, se lo ruego.
Frieda. Todo a su tiempo. Como le digo, estamos tratando de resolver este asunto de una
manera radical. Cuando mi hijo abandonó a Grete y se mudó a Praga, ella y el pequeño
Karl se quedaron en Linz. Solos. Hay ciento veinte y dos millas, en línea recta, entre
Praga y Linz. Imagínese usted la distancia que habrá entre estas dos ciudades cuado
se toma en cuenta los vericuetos de la vía. He tenido que viajar desde aquí hasta esas
lejanías para traer conmigo a su hija y a su nieto… Estoy agotada por el cansancio.
La madre. ¿Entonces Grete ha estado durmiendo sola, en Linz? Esto es francamente escandaloso.
¿Y Karl, él está conforme con esa situación?
Frieda. Él ha preferido venir a Praga y vivir con nosotros. Está bastante cómodo en el
dormitorio que ocupaba cuando aún era soltero. Duerme a pierna suelta y hasta
ronca que es un contento…
La madre. Ese muchacho es tan sus­cep­tible... Dígame sin rodeos ¿qué es lo que ha ocurrido
ahora?
Frieda. No nos ha gustado para nada lo que ha escrito el señor K, amigo cercano, según
tenemos entendido de usted y de su marido.
La madre.
No sé a lo que se refiere.
Frieda. ¿No es escritor el señor K?
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La madre. Bueno, así me lo ha explicado Hermann. Escribe, publica sus libros. Le invitan a
conferencias sobre li­te­ra­tura, sobre arte dramático… Si a este tipo de actividad le
queremos dar un nombre, entonces el señor K es escritor. Sí: es, al parecer, un gran
escritor.
Frieda. Bueno: allí está la cosa, querida. Esa es la razón de nuestra indignación... Karl, desde
luego es el más indignado y yo, como madre, le tengo que dar la razón. Tomemos el
café, porque de lo contrario se va a enfriar.
La madre. Cada vez entiendo menos, Frieda. ¿Puede usted ser un poco más directa?
Frieda saca de su gran bolso un frasco de vidrio, lo abre y vierte una parte de su contenido en la
tasa de café.
Frieda. Solo puedo usar miel. Miel legítima de abejas, de la que me manda mi her­ma­na
desde Viena. El azúcar me mataría. ¿Y usted, querida? ¿No prepara su café?
La madre. No, gracias. (Aparte). ¡Asqueroso: miel con café!
Frieda. ¿Qué pasó? ¿Necesita que vuelvan a calentar el agua? Puedo ir a la cocina y pedirle a
su empleada que le traiga agua caliente. ¿O ya se fue su empleada?
La madre. No se preocupe. Se me ha quitado la gana del café.
Frieda. No es para menos, querida. Hablar de las indiscreciones de su marido le quita a una
hasta la gana de vivir…
La madre. Frieda, creo que se le está pasando la mano. Habla de mi marido como si yo, su
mujer, no estuviera aquí presente. Como si Hermann fuera un monstruo abominable
que ha cometido el mayor crimen del mundo.
Frieda. Julie, Julie, no es para menos. No es para menos. Lo que no entendemos es el porqué.
¿Por qué nos ha hecho esto el señor Samsa?
La madre. ¿Qué es lo que él ha hecho?
Frieda. Llenarle la cabeza al escritorzuelo. Contarle todo sobre la vida de Karl, mi hijo.
Murmurar de mí, inventar cosas de mí. Y, claro, el escritorzuelo ha hecho acopio de
todos los chismes y los ha metido en un libro, como quien mete en una olla patatas,
nabos y garbanzos. Si en lugar de contarle al señor K nuestra vida íntima, le hubiera
contado la historia de Gregor…
La madre. Frieda, le prohíbo que mencione a Gregor.
Frieda. ¿El muchacho que aparece en ese retrato es Gregor?
Frieda se levanta y va hacia el retrato. La madre sufre un acceso de tos.
Frieda. Alguien me contó que usted padece de asma. Yo, por supuesto, no le he dicho una
sola palabra a Grete sobre este asunto…
La madre. En realidad se trata de una simple alergia, o algo por el estilo...
Frieda. Julie… ¿es este el retrato de Gregor?
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Zamacuco
La madre. Sí, sí, sí… él es mi hijo. (La madre se pone de pie). Gregor, te presento a Frieda, la suegra
de tu hermana.
Frieda. Mucho gusto Gregor. ¡Eres en realidad un muchacho simpático! Bastante parecido a
Grete. ¿Es verdad que te transformaste, que te metamorfoseaste..?
La madre. Historias sin fundamento alguno. Gregor simplemente enfermó. Enfermó y murió.
Frieda. Sin embargo, la gente murmura. Grete no ha querido contarnos una sola palabra con
respecto a su hermano. A ella parece haberle impresionado mucho la trágica muerte
de su hermano. Al parecer le quería y le admiraba. Creo que estaban muy unidos los
dos…
Frieda y la señora Samsa se sientan.
Frieda. Hermann, su marido, hubiera procedido con mayor propiedad contándole al señor
K el trágico fallecimiento de su hijo en lugar de llenarle la cabeza con intrigas de mal
gusto en contra de nosotros, que somos sus parientes políticos…
La madre. No creo que mi marido mantenga confidencias con al señor K. Me niego a creer
que mi marido haya abierto la boca para hablar con extraños de usted, que es su
consuegra o de Karl, que es su yerno. El sería incapaz de hacer una cosa como esas.
Por otra parte, mi marido no tiene tiempo para murmuraciones. Sale por la mañana al
banco, con su uniforme limpio y regresa casi a la noche, cansado y hambriento. Por la
noche no frecuenta las tabernas o los burdeles… como otros lo hacen… Seguramente
se trata de alguna coincidencia. Ya sabe como son los escritores. Tienen una gran
imaginación. ¿Algo que escribió el señor K les ha ofendido?
Frieda. ¡Correcto! ¡Nos ha ofendido..! Debo aclararle, además, que tampoco mi marido
frecuenta las tabernas o los burdeles… Gente sin escrúpulos es la que se dedica a
propalar infundios como este.
La madre. ¿Ya lo ve? ¿Y qué es lo que supuestamente ha escrito el señor K?
Frieda. Dicen que ha impreso una horripilante novelita, en la que nos retrata de cuerpo
entero.
La madre. ¿Usted ha leído esa obra?
Frieda. No. Yo no la he leído. Sabe muy bien que leer me fatiga, me deprime. Pero mi Karl
sí. Él ha leído íntegramente ese repugnante libelo.
La madre. Frieda, ha logrado usted incentivar mi curiosidad. Yo tampoco suelo leer mucho y,
a decir verdad, no he tenido tiempo de leer las obras del señor K: se lo digo aquí en
confianza. Mírelas, allí están muchas de sus obras, en esa biblioteca. Intactas. Pero
ahora que usted me cuenta que él ha escrito una «repugnante novela» en la que, por
pura coincidencia, los retrata de cuerpo entero… me gustaría leerla.
Frieda se acerca ansiosa a la biblioteca. Va tomando uno a uno los libros. Los examina y los lanza
al suelo.
Frieda. ¿Dónde está? ¿Cuál de estos es? ¡Burlarse así de una Bandenfeld! Con qué desfachatez
me endosa aventuras con mozos de cordel… (Llora de rabia e impotencia).
Grete Samsa
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La madre. ¡Frieda! ¡No tenemos el último libro escrito por el señor K! Su búsqueda en esos
anaqueles es infructuosa.
Frieda. Dice mi Karl que se trata de una obra disparatada, como las que ese tal K suele
es­cri­bir. Dice que en esa novelita me trata a mi, Frieda Bandenfeld, sin con­si­
deración alguna. Afirma que soy una vaga, una lengua larga, una rata del templo, una
mojigata que pone cuernos a su marido… ¡Oh… qué avergonzada estoy! ¡Tener que
contarle a usted estas cosas!
La madre.
¿Pero el señor K ha escrito todo eso? ¿De usted? ¿Con nombres y ape­lli­dos?
Frieda. No sé los detalles. Lo peor de todo es que el escritorzuelo nos ha enviado una nota,
invitándonos al lan­za­miento de ese libro, como si nada hubiera pasado…
La madre. Entonces…
Frieda. Entonces nada, mi querida Julie. Nosotros no asistiremos al famoso lan­za­miento.
La madre. Sí, claro. Es comprensible.
Frieda. (Se pone de pie y se dirige a la puerta de salida. Antes de abrirla, da vuelta y encara a la
madre. Muy solemne). Casi se me olvida lo principal. ¡Julie, mi hijo quiere separarse
definitivamente de Grete!
La madre. ¿Separarse definitivamente? ¿Cómo, separarse?
Frieda. Eso, querida: separarse… ¿No va a tomar el café?
La madre. Creo haberle dicho que se me ha quitado la gana. (Sin percatarse, la madre tira su taza
de café. La taza cae al suelo y se hace añicos).
Frieda. (Aparte, para que no escuche Julie). Esta mujer está cada vez más torpe.
La luz se apaga.
Escena iv
La luz se enciende. Han colocado otra vez el florero de cristal, sobre la mesa. El retrato de Gregor
se encuentra cubierto con un paño negro. La madre y Grete están sentadas frente a frente. Grete
ha llevado consigo una maleta con sus cosas. La madre llora desconsoladamente.
La madre. Grete, qué desgracia, hija mía. ¡Y qué va a ser del pequeño Karl! Cuando los dos
padres ya no están en casa, cuando el hogar se rompe, los que más sufren son los
niños. Pequeñas criaturas inocentes. ¿Dónde está ahora mi nieto? ¿Por qué no está
aquí, contigo?
Grete. Está afuera, madre. Le gusta trepar a los árboles. Muerde las hojas, se arrastra por la
hierba y el fango… Sin embargo, es una criatura tan tierna…
La madre. ¿Le has dejado solo, en una ciudad extraña?
Grete. No está solo. Frieda cuida de él. Lo vigila de cerca.
La madre. ¿Por qué no le has traído? Tengo tantas ganas de conocerle.
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Zamacuco
Grete. Antes de que le conozcas es necesario que sepas algunas cosas sobre él.
La madre. ¿Qué es lo que debo saber? Yo solamente quiero verle y estrecharle contra mi
corazón.
Grete. ¿Puedo guardar esa maleta en la habitación que ocupaba Gregor? He traído mi ropa.
La madre. ¡Estamos hablando de tu hijo y a ti te preocupa la ropa! ¿Son estos trapos más
importantes que el fruto de tus entrañas? ¿No te das cuenta que afuera hace frío?
Llueve y el viento muerde la carne. ¿Qué madre desnaturalizada puede abandonar
así a una criatura por tanto tiempo? No te conozco Grete. No eres la misma. Busca en
esa maleta algo para cubrir las tiernas carnes de tu hijo. Yo mismo saldré y le abrigaré
con mi cuerpo.
La madre se dirige a la puerta de calle. Grete se interpone en su camino e impide que salga.
Grete. ¡No es necesario! ¡No saldrás!
La madre. ¡Déjame! ¿Qué es lo que estás ocultándome?
La madre levanta del suelo la maleta, la coloca sobre uno de los sillones.
Grete. ¡No abras esa maleta!
La madre abre la maleta y saca los vestidos. Los va lanzando por los aires.
La madre. Trapos, trapos, trapos. ¿Es esto lo que queda de tu matrimonio? Aquí solamente
encuentro ropa de mujer. No hay una sola prenda que pueda usar el pequeño Karl.
¿Dónde está su ropa?
Grete. El pequeño Karl… ¡Oh madre, todo esto es tan duro para mí!
La madre. ¿Y dónde está tu violín, Grete? No lo encuentro. Hice bien en cubrir el retrato de
Gregor. Él no hubiera soportado tanto dolor… tanta vergüenza.
Grete. El violín está al fondo.
La madre. Sí, aquí está. (Entrega el violín a Grete). El viejo violín… cuántos recuerdos… ¡Tócalo!
Calma con la música el dolor y la angustia que siento en el pecho. (La madre tose).
Grete toca unas notas en su violín. Después lo abandona bruscamente.
Grete. Ya, ya, madre. No es para tanto. Este no es el fin. Solamente aquí, en este mundillo se
considera la separación como tabú. En París ya nadie se escandaliza con eso. Es más,
allí la gente se divorcia. Las parejas se unen o se desunen legalmente, sin mayores
trámites. No debe ser tan malo divorciarse, después de todo. ¿Por qué asociar la palabra
divorcio con desgracia? El matrimonio debería ser un contrato como cualquier otro.
Si las partes ya no están de acuerdo en los términos acordados… deben romperlo.
Eso es lo normal en una sociedad civilizada. ¿Sabes qué es lo mejor del divorcio? La
recuperación de la libertad…
La madre. ¡Blasfemas, hija! ¡No te lo permito! Estamos en Praga, no en París. ¿Qué es, al fin y al
cabo París? El centro de la desvergüenza, la capital de la perdición. Estamos en Praga,
hija mía. Aquí no existe el divorcio. ¿O acaso existe? Yo nada se de política o de leyes.
¿Quién respetaría en esta ciudad a una divorciada? Nadie. De soslayo la mirarían
Grete Samsa
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todos cuando vaya por la calle. Sus amistades se retirarían. Hasta sus familias la
ocultarían, como apestada. ¿Sabes lo que piensan los hombres de las mujeres que han
perdido a sus maridos? Que son presa fácil… que nada tienen que perder… que se
meten a la cama con cualquiera que les guiñe el ojo…
Grete. Tranquila, madre. No te aflijas. No pienso andar a la caza de otros hombres. No voy
a volver a juntarme con un hombre. Jamás cometería dos veces el mismo error.
La madre se levanta, va hacia el retrato de Gregor y lo descubre.
La madre. Gregor, aquí está tu hermana. Ha regresado a casa, después de cinco largos años…
Deja a su hijo abandonado a la intemperie y no quiere ya tocar el violín. Han
enmudecido para siempre las dulces melodías que nos hacían llorar de emoción…
Dile, Gregor qué es lo que pensabas de tu hermana. Dile qué planes tenías para ella.
(A Grete). Él quería que fueras al conservatorio. Estaba ahorrando para eso. (Al retrato)
¿Te acuerdas, hijo mío? Tu hermana tocaba el violín como los ángeles. Eran tan finas
y elásticas sus manos. Era tan puro y transparente su corazón.
La madre cubre nuevamente el retrato de Gregor.
La madre. ¿Cuándo te casaste, estabas enamorada de Karl?
Grete. Jamás le quise. No le quiero. Sabes bien que me casé con Karl para que ustedes
queden libres de su deuda con los Bandenfeld. Les debíamos quince mil coronas
austro-húngaras. ¿Lo has olvidado?
La madre. Claro que recuerdo la deuda con los Bandenfeld. Extinguida la deuda con tus suegros,
tu padre se endeudó con los Kandenfeld, con los Fandenfeld y con los Gandenfeld.
Acumulamos deudas durante el día y durante la noche. Son las deudas las que no
dejan dormir a tu padre. ¿Sabes que él sufre de insomnio? Se pasa las noches de claro
en claro, sentado en ese sillón. Él dice que no tiene insomnio sino miedo… pero yo
no le creo. Sabes bien cómo quiero a tu padre, por eso me preocupa su salud… Está
cada vez más y más deteriorado. Ha empezado a perder la memoria. Ya no es el de
antes, pero le amo. El amor es la argamasa de los matrimonios sólidos. Y tú me dices
que te casaste por interés… Es curioso. Jamás había reparado en eso. Sí, claro. Esa
es la razón. No hay vueltas que darle. Te casaste sin estar enamorada… ¿Quieres a
otro? ¿Te has enamorado de otro? (Grete baja la cabeza y no contesta). ¡Qué desgracia!
¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Cómo le diremos esto a tu padre? Él jamás aceptará eso
que ustedes llaman «separación definitiva». Ya sabes cómo son sus principios: el cree
en la eternidad del amor… Él jamás miraría a otra mujer… él jamás me abandonaría
¿Quién ha tomado esa decisión? ¿Eres tú la que desea separarse o es tu marido el que
te repudia?
Grete. ¡Repudio! Qué palabras tan duras utilizas, madre.
La madre. ¿Karl te ha abandonado?
Grete. Sí.
La madre. ¿Por qué?
Grete. Por miedo y cobardía.
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La madre. ¿Miedo? ¿Cobardía? ¿De qué puede él tener miedo?
Grete. De mí.
La madre. Habla, hija. No te entiendo. Llevan cinco años de casados y un día, de buenas a
primeras, te apareces aquí y dices que Karl es un cobarde… que tiene miedo de ti…
Grete. Ya no soy la misma de antes… No me conozco. Tú misma lo dijiste hace un instante.
Me transformo, madre. Cambio, experimento mutaciones… No logro controlar ni
detener esta irremediable metamorfosis.
La madre. Eso es totalmente natural. Todos cambiamos. Los niños se hacen hombres. Los
hombres envejecen. El pelo negro se hace blanco, la tersa piel se arruga, el cuerpo se
encorva y pierde su energía…
Grete. Si tan solo fuera eso…
La madre. Entonces… no estás hablando de los cambios físicos, de las transformaciones que
obedecen a las leyes de la naturaleza. ¿Hablas de cambios internos? ¿Está modificándose
tu carácter? ¿Es el cerebro el que claudica? ¿Te estás... volviendo loca?
Grete. ¿No ves que mi rostro es distinto? ¿No notas que mi voz se ha vuelto grave? ¿Has mirado
mis manos? Las uñas crecen, madre… (Grete se levanta la blusa y muestra su vientre).
Mira estos puntitos blancos… nadie puede explicarlos… el solo roce me produce
escalofríos. ¡Y estas patitas, pequeñas aún, que crecen como cerdas repugnantes!
La madre sufre un acceso de tos y cae desmayada. El jarrón se precipita al suelo, se hace añicos y
las flores se esparcen por todo lado. Cae el paño que cubría el retrato de Gregor.
Grete. ¡Es la metamorfosis, madre! ¡Son tus genes!
La luz se apaga.
Escena v
Al encenderse la luz, el escenario se encuentra vacío. Se escucha el metálico choque de la llave contra la cerradura. La puerta se abre e ingresa Hermann Samsa, que regresa del banco. El hombre,
con su uniforme impecable, avanza sin notar nada extraño.
El padre. ¡Julie! ¡Julie! Tengo una mala noticia que darte. Me echaron del banco, sin explicación
alguna. Ya sabes que soy muy delicado para esos asuntos… Solo dijeron que el puesto
ya no era necesario. Estoy casi seguro que este injusto trato, tan frío e inhumano lo
debemos a nuestro «querido» yerno, Karl. Esta vez, los Bandenfeld se han quitado
la careta y nos muestran cuán afilados pueden ser sus colmillos... ¡Mujer! ¿Me estás
escuchando?
Se escucha la tos de la madre. Es una tos ronca, que a ratos parece el rugido de una fiera.
El padre. El asma te ahoga, querida. Hasta juraría que te he oído rugir…
El padre se quita la gorra y la chaqueta. Las lanza a uno de los sillones.
Grete Samsa
El padre. Stichomythia 9 (2009)
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Hay al menos una ventaja en cualquier infortunio. Ya no tendré que ponerme este
ridículo uniforme. Eso se acabó. ¿Qué quieren ahora los Bandenfeld?
De pronto, se queda asombrado al contemplar el florero caído en el piso, las flores desparramadas,
la maleta abierta sobre alguno de los muebles, con la ropa afuera.
El padre. ¡Hey, un momento! ¡Algo apesta! ¡Hay una fetidez insoportable! ¿Qué ha pasado
aquí? (Grita). ¡Julie! ¡Mujer! ¿Por qué no sales? ¿A qué se debe todo este desorden?
Golpea inútilmente la puerta que permite el ingreso al interior de la casa. No recibe respuesta
alguna. Se escucha el ruido de cristales que se estrellan contra el suelo. Se escucha también el
gruñido de animales hambrientos...
El padre. ¿Qué está pasando adentro? ¿Qué es lo que rompen? ¿Gruñidos? ¿Qué clase de fieras
se encuentran encerradas detrás de esa puerta? Esto no es normal. Las flores por el
suelo, el agua empapando el piso. El florero hecho añicos. Y por sobre todo, ese olor
nauseabundo que contamina el ambiente… (Se dirige al retrato de Gregor). ¿Y tú, hijo,
cómo has permitido que ocurra todo esto? ¿No pudiste impedirlo? (Mira el paño negro,
al pie del retrato). ¡Te cubrieron el rostro! ¡Qué infamia!
Golpea nuevamente la puerta que permite el ingreso al interior de la casa.
El padre. ¡Julie! ¡Julie! ¿Estás allí? Si no quieres abrir esa puerta no importa. No la voy a
derribar. Solamente deseo saber si estás bien. ¡Contéstame! ¿De quién es esta maleta?
¿De quién son estas ropas? ¿Llegó Grete? Afuera me encontré con Frieda, pero ella
no quiso abrir la boca. Intenté tomar su mano, para besarla, para pedirle que me
devuelva el puesto en el banco, pero ella permaneció retraída, como si no supiera lo
del despido… Apenas si contestó a mi saludo…
El padre levanta algunos trapos y los va colocando dentro de la maleta. Al realizar esta operación
descubre el violín.
El padre. ¡El violín de Grete! Entonces ella está aquí. Ha venido como lo prometió. Grete,
hija mía, tanto tiempo sin verte. ¡Oh, querido violín! ¡Querido violín! ¡Cuánto te
hemos extrañado en esta casa! Tanto tiempo sin escuchar tu música, que es como un
bálsamo para nuestras almas…
El padre va por tercera vez a la puerta que permite el ingreso al interior de la casa y la golpea
con fuerza.
El padre. ¡Grete, Grete! ¿Por qué te escondes? Ven acá, hijita mía, quiero abrazarte, como
cuando eras una pequeña niña… ¿Qué pasa? Sé que estás allí, No tengas miedo,
Grete. Contéstame, soy tu padre. Abre, por favor. (Se escucha el gruñido de dos bestias,
al otro lado de la puerta). ¡No! ¡No puede estar pasando nuevamente! ¿Es esta una
pesadilla? ¿Duermo o estoy despierto?
El padre va hacia la biblioteca. Enciende nerviosamente el candelabro. Busca con desesperación
uno de los libros, uno en particular, que no lo encuentra fácilmente.
El padre. ¡Aquí está! ¡Este es el libro que jamás debió escribirse! (Hojea nerviosamente el libro y
lee). «¿Es una pesadilla? Decía el padre, como si hubiera enloquecido. Daba vueltas por
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Zamacuco
la habitación y se arrancaba los pelos preguntándose si estaba dormido o despierto.
Afuera había empezado a llover nuevamente…» ¡Maldito K! ¡Maldito K! ¿Cómo
puede alguien escribir cosas tan absurdas, tan crueles..?
El padre arranca algunas hojas del libro y las quema. Arroja el libro al suelo, como si se estuvieran
quemando sus propias manos y corre hacia la ventana. La abre de par en par.
El padre. (Grita). ¡Frieda! ¡Frieda! ¡Venga usted, por favor! ¡Acérquese! Algo extraño está
pasando en esta casa. Mi mujer… mi hija…
Aparece por la ventana la cabeza de Frieda.
Frieda. Señor Samsa, ¿qué son esos modales? No es cortés llamar a gritos a las personas
decentes. ¿Qué dirá la gente? ¡Son casi las siete de la noche! A esta hora la calle está
repleta de transeúntes. Todos regresan a sus casas cansados. Estoy segura que no les
gustaría que alguien como usted los moleste con gritos destemplados.
El padre. ¿Y cómo quiere que no grite? Me importa un bledo guardar los modales. Algo terrible
ha ocurrido. Debe entrar y comprobarlo con sus propios ojos.
Frieda se sube al alféizar de la ventana. Sostiene en alto su paraguas y baila.
Frieda. (Canta) «Tiene tu rostro un dejo de tristeza / cuando la lluvia sin querer me moja. /
Me quitas el paraguas, presuroso / y tus labios me secan sorbo a sorbo».
Pausa
Se tiene una perspectiva tan diferente desde este alféizar. Siento como si me hubieran
crecido alas. Sin embargo, debo confesarle que su casa no huele precisamente a rosas
ni a margaritas… Huele a mar, a puerto, a pecado… ¿Están criando cerdos de manera
furtiva? Hay un tufo espantoso… ¡Voy a saltar. Recíbame!
Frieda se dispone a saltar hacia el interior.
El padre. ¡Un momento, espere allí. Si salta se quebrará una pierna. Abriré la puerta de
inmediato!
Frieda. Ha frenado mis impulsos. Hace un instante estuve a punto de ingresar a su casa,
como una loca, como una chiquilla de quince años, sin reflexionar en nada. Habría
caído rendida en sus brazos. Pero usted me ha detenido a tiempo. ¡Cuánta locura
cometemos los humanos!
El padre va y abre la puerta de calle.
El padre. Por acá, querida consuegra. Venga, pase usted. Apúrese.
Frieda. (Desde la ventana). Tranquilo, Hermann. ¿Por qué se afana? El encanto de lo espontáneo
ha sido roto. La magia se ha desvanecido. Ya no puedo pasar. Usted me ha permitido
recordar, de pronto, todas las reglas. ¡Claro que no voy a saltar! Soy una Bandenfeld,
no una Samsa… Bajaré de este alféizar al instante.
Frieda se baja del alféizar, hacia la calle, pero permanece cerca de la ventana.
El padre. Así está mejor. Ahora, entre.
Grete Samsa
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Frieda. No, es inútil. Jamás retornaría a esta casa antes de las ocho de la noche. ¿Ustedes
cenan a esa hora, verdad?
El padre. Eso no tiene la más mínima importancia. Sus remilgos no vienen al caso. Al fin y al
cabo, usted es nuestra familia. Usted fue invitada por mi mujer a tomar el café y a
cenar. ¿No lo recuerda?
Frieda. Sí, pero hay un problema insalvable: la invitación al café se ha cumplido y ha pasado
ya el tiempo reglamentario. Por el contrario, falta todavía una hora o más para la
cena. Sería una descortesía de mi parte ingresar a su casa en este momento. Por otro
lado, debo estar pendiente del pequeño Karl.
El padre. ¿De qué pequeño Karl me está hablando?
Frieda. De su nieto. Del hijo de Grete.
El padre. ¡Karl! Sabíamos, por referencias, que Grete tuvo un hijo, pero desconocíamos su
nombre. Entonces se llama Karl, como el padre… Mi nieto. En qué circunstancias tan
extrañas me permite el destino conocer a mi nieto. ¡Estoy desconcertado! ¿Qué debo
hacer? Adentro, Grete y Julie rugen como fieras y debo controlarlas para que no se
destrocen. Y afuera, mi nieto espera que le tome entre mis brazos y le colme de besos.
El pequeño Karl es la esperanza, la vida que continúa, la justificación de mi propia
existencia, pero no podemos dejar que los monstruos se destrocen a dentelladas.
Pausa. El padre se aferra al marco de la puerta. Saca la cabeza y busca a su nieto).
¿Dónde, dónde está el pequeño Karl? A ningún niño veo por allí. Los transeúntes
pasan indiferentes, pero no veo a mi nieto.
Frieda. ¿No lo ve allá, en la rama de ese árbol? Arriba, hacia la derecha. Mire usted cómo
disfruta de las hojas, como las engulle con fruición.
El padre. Todo está tan oscuro. Ha empezado nuevamente a caer la neblina. Parece que va a
llover otra vez. Nada veo sobre la rama del árbol.
Frieda. Aguce bien la vista. ¿No ve una masa gelatinosa que avanza lentamente, pegada a la
corteza?
El padre. Veo, sí, en efecto, una extraña y repugnante babosa, que desciende del árbol… ¿Es
una babosa o una oruga gigantesca? ¡Es tan repugnante!
Frieda. ¡Alégrese, Hermann! Ese es nuestro nieto. Ese es el hijo de Grete.
El padre. Es tan blanco ese ser, tan inocente…
El padre retrocede. Va, como un sonámbulo a la biblioteca. Toma la carabina. La carga. Se
dirige a la ventana. Dispara tres veces.
La luz se apaga.
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Zamacuco
Escena vi
Al encenderse la luz se puede ver en el centro del escenario un pequeño lecho, sobre el cual yace
una especie de cápsula, red o capullo de seda. Las llamas de cuatro cirios danzan su danza
macabra y las flores dan un toque de color al triste cuadro.
Grete. Ya no me quedan lágrimas para llorarlo. Nos hemos quedado con esta cápsula yerta,
con esta red pegajosa y hemos perdido al hijo de nuestras entrañas. Karl, hijo mío…
¿Qué te han hecho, mi bebé?
La madre. Murió en mis brazos. Escapó su alma, sin que yo la pueda detener.
Grete. ¿Estás segura de que era su alma la que escapaba? ¿No te habrás equivocado?
La madre. No estoy segura, hija. ¿Quién puede estarlo? Creí notar una chispa, pero ésta se apagó
de pronto, como si una eclosión la liberara y la esencia tendiera al infinito. ¿Qué ha
pasado con la crisálida o con el capullo, antes firme y enérgico? Se había convertido
todo en inútil ceniza. No tengo fuerzas para resistir tanto dolor.
Grete. Nueve meses lo tuve en mis entrañas, para nada. Es injusto, totalmente injusto.
Frieda. No entiendo todavía qué fue lo que pasó. Todo sucedió tan rápido... tan
inesperadamente.
Grete. Escuché los disparos y el corazón saltó de mi pecho. Supe de inmediato que algo
terrible había ocurrido. Pero no pude moverme. Una fuerza superior me congeló. Me
quedé adentro, como si me hubieran atado de pies y manos. Vi como mi madre salió
precipitadamente y yo no pude dar un paso.
Frieda. Lo vi, antes de los disparos, deslizarse lánguidamente por el tronco principal. Estaba
cansado, exánime.
La madre. Yo no pude ver eso. Cuando llegué ya todo había terminado. Parecía un gusano sin
sustancia, sin peso, como un saco inerte, al pie del árbol, tirado en el suelo. No se
movía, busqué sus ojos antes llenos de vida y no los pude hallar. Levanté del suelo la
sedoso y vacía mortaja y la traje hasta aquí. (La madre gruñe, toma uno de los candelabros
y lo lanza al suelo con furia).
Frieda y Grete se quedan atónitas.
Grete. ¡Madre, qué susto nos has dado!
Frieda. Julie, gruñe usted como una verdadera fiera...
La madre. ¿Gruñidos? Yo no escucho gruñidos. Es mi tos, mi terrible tos que se va agravando.
Entra el padre. Viene desde el interior de la casa. Limpia su carabina con un paño.
El padre. ¡Es tu alergia, querida! Nos tienes a todos en vilo.
Grete y Frieda. (Al mismo tiempo). ¿Entonces no era asma?
El padre. Pausa
Alergia, asma, lo que fuere. Debería hacer caso a los médicos.
Grete Samsa
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¿Y qué es lo que pasa aquí? ¿Todavía siguen con la misma historia? ¿Acaso no han
comprendido el milagro de la vida y de la muerte? Creo que ya han llorado bastante
por esos despojos. ¿Quién tuvo la peregrina idea de poner esas flores y cirios?
Frieda. He sido yo, Hermann. Grete y yo nos habíamos encariñado con la larva de ese
insecto.
Grete. ¿Entonces, para ti, el fruto de mis entrañas era tan solo una larva?
Frieda. ¿Si no era una larva, dinos entonces qué era… eso?
El padre. Conozco gente que se encariña con perros o con gatos. Sé de algunos apasionados por
ratones o por canarios. Pero jamás he escuchado que alguien adopte como mascota
un gusano o una asquerosa larva.
Grete. ¡Padre! He perdido a mi hijo por tu culpa. Disparaste contra él, a sangre fría. Tú
mataste a mi hijo.
Grete va hacia el retrato de Gregor.
Grete. ¡Nuestro padre es un asesino! ¡Él te mató a ti también! Te lanzó una manzana que se
quedó clavada en tus entrañas hasta podrirse sin remedio… Fue él, Gregor… Míralo
bien: tu propio padre…
La madre. ¡Grete! ¡Grete! Tú sabes que eso no es verdad. Jamás tu padre habría lastimado a
Gregor. Jamás lo habría herido.
Grete. ¿Dime, entonces madre, quién inventó la historia de la manzana?
El padre. Fue K, hija. Tanto mal nos ha causado su delirante imaginación…
Grete. ¿Dónde está entonces Karl, mi hijo? ¿No fue él quién lo mató sin compasión alguna?
¡Oh padre! ¿Cómo podré perdonarte?
La madre. Dinos, Herman, dónde está Karl, mi adorado nieto. Aquí yace tan solo este incruento
despojo…
El padre. El niño está bien. He dejado en la cama al pequeño Karl. Yo destruí, no lo niego, el
capullo que lo oprimía. Tuve que disparar varia veces para vencer la resistencia de los
hilos carceleros. Una vez liberado voló a los brazos de su abuelo y ustedes solamente
tuvieron ojos para la inútil red de seda y oro que caía inerte al suelo.
Grete. ¿Entonces vive mi hijo? Corro a verlo. Corro sin dilación, para estrecharlo entre mis
brazos.
El padre. ¡Detente! Le di su biberón y se quedó tranquilo. Ahora duerme profundamente.
Podrías despertarlo. Es el niño más hermoso que jamás alguien haya visto. Es un
niño tierno y dulce. Es un Samsa.
Grete. ¡Padre! ¿Amarás a tu nieto?
El padre, la madre y Frieda. (Al unísono). ¡Ya lo amamos con pasión!
Grete. Eso querían escuchar mis oídos. Valió la pena haber venido. Valió la pena haber
esperado tantas horas afuera. Valió la pena soportar el hambre, la lluvia y el frío.
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Zamacuco
El padre. Grete. ¿No te parece que es hora de tocar el violín? Julie, creo que deberías empezar
a preparar la cena.
La madre. Sí, la cena, claro. Casi me había olvidado.
La madre se enjuga las lágrimas que ruedan por sus mejillas. Apaga las velas e ingresa al interior
de la casa.
Frieda. ¡Grete! ¿Me ayudas a poner este inerte capullo en algún rincón? Casi no pesa, pero
resulta incómodo cargarlo.
Grete. ¿No sería mejor echarlo a la basura?
Frieda. Sí, parece bien. Es una idea constructiva.
Grete y Frieda cargan la cápsula de seda y la llevan al interior de la casa. El padre coloca su
carabina sobre el librero. Limpia la mesa y coloca un gran mantel sobre ella.
El padre. Espero que esta vez Julie no queme la cena. Tenemos invitados.
Frieda ingresa con platos y los va colocando sobre la mesa.
Frieda. Ya casi está todo listo. Bueno, al menos eso es lo que Julie dice. Sin embargo, no he
visto guiso alguno sobre la estufa.
El padre. No hay nada extraño en eso, Frieda. Cuando los invitados son de piedra, la cena
puede ser de cal y canto.
Frieda. ¿Entonces todo esto será irreal?
El padre. Exacto: tan irreales como usted y como yo.
Frieda entra a la casa. Sale Grete con las copas rojas.
El padre. Yo colocaré las copas. Tú empieza a tocar el violín. ¿No es ésta es una noche
especial?
Grete toma el violín y empieza a tocar. Entran Frieda y la madre con los guisos imaginarios. Los
colocan sobre la mesa.
Frieda. (A Grete). ¡Hemos visto al bebé! ¡Qué hermoso es tu hijo!
Pausa
¡Grete, no sabía que tocaras tan bien el violín! Me he quedado impresionada. Karl
jamás abandonaría a una mujer que toca el violín como los mismísimos ángeles; no
abandonaría a la que pare niños blancos como la leche y hermosos como el mismo
sol.
La madre. ¿Entonces usted cree que..?
Frieda. ¿Qué se reconcilien? ¡Por supuesto que sí! Ya sabe como son los jóvenes de ahora.
Cien veces pelean y hacen las paces quinientas veces…
Grete termina de tocar el violín, hace una reverencia y todos aplauden. El padre se seca los ojos.
Está emocionado y abraza a su hija.
Grete Samsa
Stichomythia 9 (2009)
El padre. Grete, hija mía, ven a mis brazos.
Grete. Padre, padre…
La madre. La cena está servida. Pasen a la mesa que esto comienza a enfriarse.
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Todos se sientan a la mesa y fingen comer.
Frieda. Todo se ve espléndido… El faisán en su punto; la ternera, delicada; el cochinillo,
crocante. Ojalá pudiera yo instituir estas opíparas cenas imaginarias en mi casa…
El padre. (A Frieda). Nos alegra que haya aceptado esta invitación.
Frieda. No faltaba más. La crema de carne está deliciosa. Tiene un aroma tan delicado.
La madre. (La madre gruñe). Es carne de escarabajo blanco.
Grete. El escarabajo blanco es la especialidad de mamá.
El padre. (A Frieda). ¿Vió usted como saltó? Parecía una verdadera liebre.
Frieda. No lo vi. Me habría gustado verle, pero estaba hechizada con lo superficial, no con la
esencia...
Grete. ¿Hablan de mi hijo? ¿Hablan del pequeño Karl, de la oruga o del escarabajo?
El padre y Grete. (Al mismo tiempo). ¡Hablamos del pequeño Karl! ¿Quién se acuerda ya de esa torpe
y repugnante oruga?
Grete. (Al padre). ¿Entonces mi hijo saltó? ¿Rompió las ataduras y saltó cuándo tú
disparaste?
El padre. Tu hijo dio el brinco más espectacular que jamás haya visto. Tiene la agilidad de un
Samsa.
Frieda. (A Hermann). ¡Qué susto me dio usted, Hermann! Cuando le vi tomar el arma pensé
que quería matarme. En sus ojos se reflejaba tanta determinación…
El padre. ¿Y por qué desearía yo matarla, querida consuegra?
Frieda. Una nunca sabe.
La madre. (La madre gruñe). ¿Le sirvo un poco más de vino, Frieda?
Frieda. Sí, por favor. El vino de esta casa tiene un gusto especial.
Grete. Lo sacamos directamente del pozo.
Frieda. No sabía que se podía obtener vino de los pozos.
El padre. ¿Por qué se asombra? Hay taumaturgos que pueden convertir el agua en vino. (A
Grete).
La madre sirve vino en las copas.
Grete. Deseo hacer un brindis por mi consuegro. Hermann, le anuncio oficialmente que ha
sido promovido. Ya no ocupará las funciones de portero en el banco. Seguramente
esta noticia le habrán dado precisamente el día de hoy. Desde mañana se ocupará
usted de las estadísticas de depósitos y créditos.
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Zamacuco
Todos levantan sus copas.
Todos. A la salud de Hermann Samsa.
El padre. (A Frieda). No esperaba esta noticia. Me ha dejado sin palabras.
Frieda. ¿No somos acaso parientes?
El padre. (A Frieda). Sí, claro. Hoy más que nunca. (A Grete). Tu hijo es un chico listo. Me
vio salir con la carabina y se puso en guardia. Entonces empezó a girar como una
peonza. Con qué habilidad, con qué destreza esquivaba los proyectiles. Era un blanco
inestable: ni el mejor tirador del mundo habría acertado. Quizá también deberíamos
brindar por el pequeño Karl.
La luz se apaga.
Escena vii
A la luz mortecina de la lámpara, el padre, en pijama lee uno de los libros escritos por K, mientras
permanece cómodamente sentado en uno de los sillones.
El padre. (Al retrato de Gregor). Hijo, ¿todavía no te has dormido? Te he leído casi toda la novela.
Estamos por terminar la obra. ¿Te ha quedado a ti también un sabor amargo? Escucha
esta parte, hijo. «Todo parecía marchar sobre ruedas. Sin embargo había un detalle
pendiente... Nadie podía explicar por qué razón eran totalmente reales los cafés de
las tardes, pero imaginarias las cenas, por las noches. Entonces el padre se puso a
investigar, a hurgar entre arrugados papeles, a atar cabos, a recopilar evidencias. Y de
pronto, como un relámpago deslumbrante, toda la verdad le fue revelada... Era una
verdad amarga, insoportable, que le corroyó las entrañas. Sin poder evitarlo, obligó
a la hija que le relate los pormenores de ese oscuro asunto. Al principio, el padre no
podía creer que esas cosas estuvieran sucediendo en su familia. Pero, por desgracia,
todo era real. Tan real como los cafés de las tardes. Su hija, la adorada de su corazón,
había claudicado, traicionaba el amor de su esposo, amaba a otro y, por lo tanto,
era indigna de pisar su casa. Ninguno de los padres podía comprender, ni admitir, ni
justificar la conducta de la inconsciente y liviana hija, a quien habían criado como al
ser más puro que pisara la tierra, bajo la luz esplendorosa de los prístinos principios.
Entonces el padre sintió un horrible dolor en su corazón. Se levantó y tomó entre sus
manos la vieja carabina…».
Se escucha el ruido de cristales que se estrellan contra el suelo y el ronco ruido de muebles que son
arrastrados por el piso; a continuación, el chirrido metálico y agudo de una puerta que se abre y
las pisadas apagadas de alguien que se acerca sin querer delatarse…
El padre. ¡Gregor! ¡Gregor, hijo mío! ¡Alguien se acerca!
El padre se levanta y empuña su carabina.
El padre. ¿Quién vive? ¡Responda o disparo!
Grete. ¡Soy yo, padre! ¡Grete, su hija!
Grete Samsa
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Entra Grete.
El padre. Nadie puede vivir en paz en este maldito barrio. Cada noche asaltan dos o tres casas,
violan cinco o seis mujeres, matan uno o dos infelices. Pero si entran a esta casa me
encontrarán preparado…
Grete. ¡Baje esa arma, padre! ¡Me asusta!
El padre baja el arma, pero no la suelta.
El padre. ¿Por qué has venido, Grete?
Grete. No podía dormir.
El padre. ¿Tú tampoco?
Grete. Yo tampoco.
El padre se sienta.
Grete. ¿Qué hacía?
El padre. Conversaba con Gregor. Le estaba leyendo la última novela de K.
Grete. ¿Es eso lo que haces cuando no logras conciliar el sueño?
El padre. Eso es lo que hago: le leo cosas a tu hermano.
Grete. ¿Y… esa novela… es interesante?
El padre. Es triste. Demasiado triste. Quisiera no haber empezado jamás a leer esta historia.
Grete se sienta frente a su padre.
Grete. ¿De qué se trata?
El padre. De una mujer casada que engaña a su marido.
Grete. ¿Y eso es todo? Ese es un tema viejo… No hay novedad en eso.
El padre. El marido es noble, es un hombre bueno, es un hombre justo y trabajador que
mantiene su casa honradamente...
Grete. ¿Y el amante?
El padre. Es un mequetrefe. Un cernícalo sin oficio ni beneficio. Un pobre diablo.
Grete, intrigada, se pone de pie. Abre sus brazos como si fueran alas, al describir a los cernícalos
de Lins.
Grete. Un cernícalo… En Lins he visto algunos cernícalos, padre… Tienen alas largas de
color bermejo con manchas negras. Sus colas son grises y largas, con los bordes
negros. Y sus cabezas, padre, son de un azul grisáceo noble y delicado.
El padre. Éste, el que relata K, no es realmente un cernícalo, como los que tú has conocido en
Lins. Es un halcón rapaz, de negras y afiladas uñas, entrenado para la cetrería.
Grete. ¿Halcón rapaz, dice usted, padre? ¿Qué edad tiene esa ave? ¿Qué edad tiene la
muchacha?
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El padre. La mujer le dobla en edad.
Grete. Entonces… toda la culpa es de la mujer. Estoy casi segura que es ella la que ha
tomado la iniciativa… Pobre he ingenuo avechucho… Si antes volaba libre por el
cielo y su única preocupación era cazar pequeños roedores, descuidados pájaros,
reptiles de caminar claudicante, insectos, gusanos o ranas, luego de haber entregado
su corazón a la malvada mujer, no tendrá ojos sino para ella, la buscará desde el aire
hasta encontrar su rastro. No cejará en su propósito. Irá de pueblo en pueblo para ver
nuevamente su rostro… y si no la ve… morirá de dolor…
El padre. Sí, hija. Es tal y como tú lo describes. La mujer es la culpable de todo.
Grete. ¿Y qué ha hecho el marido?
El padre. La ha enviado a la casa de sus padres. No quiere ya vivir con ella…
Grete. ¿Entonces, la ha repudiado?
El padre. ¡Repudio! Qué palabra tan dura utilizas, hija.
Grete. ¿Y tienen hijos?
El padre. Eso es lo peor de todo. Tienen un hijo, más hermoso que el sol. Por eso el padre sufre
y se acongoja. Reniega de la vida y urde, en secreto, los más siniestros planes para
acabar de una vez por todas con el amante de su hija…
Grete. ¿Y por qué quiere exterminarlo, padre? ¿No ha dicho usted que el ave no tiene la
culpa?
El padre apunta con la carabina a la hija.
El padre. El padre debe sacrificar a la víctima inocente, porque ha apuntado a quema ropa con
su arma a la hija, pero no puede tirar del gatillo, porque la ama. La ama más que a
nada en el mundo.
Grete. Me asusta, padre.
El padre. El padre tiene la esperanza, la remota esperanza de que todo se arreglará si la esposa
retorna a los brazos de su marido al saber que su amante ha deja de existir…
Grete. ¿Y el padre tiene certero el pulso? ¿Y el padre acierta a la presa que busca aún en la
oscuridad de la noche?
El padre. Nadie iguala al padre en puntería.
Grete. Entonces, padre. Abramos esa ventana.
El padre y la hija abren juntos la ventana.
Grete. Allí, en lo alto de ese árbol de flexibles ramas descansa ufano el pérfido halcón de
azulada cabeza… ¿No va a disparar, padre? ¿No va a disparar?
El padre. No hija. Tu hermano se ha quedado dormido. El ruido de la carabina podría
despertarle.
Telón
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