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Deserciones
María Celeste Vargas Martínez
Nuestros cines
Todos tenemos un cine preferido. Aunque a veces no nos detenemos
a pensarlo, siempre nos gusta ir a determinado cine. Y cada uno de
esos cines marca nuestra vida y nos deja algo en la memoria para
recordar. Cuando yo era niña, cerca de la casa había cuatro
complejos cinematográficos (esas dos enormes salas de pantallas
gigantes que en ocasiones eran rentadas para eventos especiales) a
los que nos referíamos por el lugar en donde se encontraban y no por
sus nombres: los de las Alamedas, los del Tlalli, los Gemelos de Tlalne
y los de Valle Dorado. Los dos primeros no recuerdo a qué empresa
pertenecían, pero los Gemelos formaban parte de Organización
Ramírez y en ellos se ofrecían las palomitas más suculentas que
jamás he vuelto a probar; y los de Valle Dorado pertenecían a
Metrópolis.
Cada uno de estos complejos tiene su propia historia en mi vida: en
los de las Alamedas vi La Cenicienta en medio de una terrible
tormenta. Cuando mi madre, mis hermanos y yo llegamos al cine, el
cielo se estaba cayendo, las calles estaban inundadas y tuvimos que
saltar entre múltiples charcos para poder llegar. La sala permanecía
semivacía e inmediatamente todos nos deshicimos de los zapatos,
colocamos las calcetas en la butaca de enfrente y bastante
empapados nos dispusimos a ver la lastimera vida de la pequeña
huérfana. Pronto el cine se inundó de un extraño olor, pero los niños
nos emocionamos con los dibujos animados. Con el tiempo, esos cines
desaparecieron; en los del Tlalli se llevó a cabo la despedida de la
secundaria. Era un lugar muy grande donde todos los alumnos del
tercer grado de la escuela Moisés Sáenz, turno vespertino, lloramos
cantando Rosas en el mar (creo que así se llamaba la canción). El
lugar era hermoso, como la mayoría de los viejos cines, con una única
taquilla a la entrada. En los cines del Tlalli, llamados así porque
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Número 6. (Marzo 2011) El cine: Pantalla grande de la educación.
estaban a un lado del Deportivo Tlalli, vi todas las películas de la India
María. Como no había quién acompañara a mi madre, yo con mis
escasos años para opinar, tenía que hacerlo. Por un tiempo
permanecieron cerrados, sobre todo cuando comenzó el auge de los
enormes complejos de más de diez salas, luego volvieron a abrir con
poco éxito. Yo ya no los volví a visitar. Después de probar suerte, los
cines se han convertido en un teatro.
En los Gemelos se desarrollaron muchos episodios de larga duración
en mi vida. Fue ahí donde acompañé a un amigo a ver un súper
churrazo recién estrenado, sólo para darle celos a una noviecita que
lo tenía loco. ¡Yo a mis veinte años, dándole celos a una quinceañera!
Lo mejor de esos cines, de Organización Ramírez, eran las palomitas.
¡Jamás podré olvidar esas palomitas! Cuando las grandes salas
invadieron Tlalnepantla, los Gemelos comenzaron a tener horarios de
pueblo, abrían quince minutos antes de que comenzara la función y
los que estábamos al final de la fila, a veces veíamos la película
comenzada (en esos años, para fortuna de muchos, no debíamos
esperar más de veinte minutos de anuncios). Al final, las dos únicas
salas desaparecieron y el cine se convirtió en una Iglesia (Pare de
Sufrir). Hoy día aún paso frente a ellos y siempre reprocho que una
iglesia esté ahí.
Poco a poco las salas cinematográficas, esas enormes, acogedoras y
bellas dos únicas salas, con las que crecimos muchos, fueron
desapareciendo. Tlalnepantla se quedó sin sus históricos cines y los
lugares que durante mucho tiempo hicieron crecer la historia cultural
del Municipio (el cine es cultura, aunque a veces lo dudemos) se
extinguieron.
Sin embargo, las únicas salas cinematográficas que tuvieron un
significado muy fuerte en mi vida fueron las que estaban en Valle
Dorado, a un costado de socorrido Centro Comercial. Ahí vi de niña E.
T. El Extraterrestre , aunque en realidad no me llamaba mucho la
atención, pero mis hermanos deseaban verla. Me sorprendió la cinta y
al salir una mujer yacía en la puerta con un tendedero de muñecos de
plástico en el piso: había E. T. de todos colores. Pero los más
interesantes eran unos de color azul en cuyo pecho una mancha roja
yacía: era el corazón del extraterrestre. También los había de color
café. Mi madre me compró este último, el cual a veces usaba como
goma en la escuela y nunca supe dónde quedó.
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De adolescente fui a esos cines a ver algunas cintas, ya cuando
habían sido remodelados y contaban con cuatro salas. Aunque la
etapa más importante llegó en la edad adulta cuando contraje
matrimonio. Los cines de Valle Dorado eran refugio de mi esposo y
mío. Si alguna tarde estábamos aburridos sólo bastaba tomar la
chaqueta y nos encaminábamos al cine. Los domingos, antes de ir al
supermercado, era común que fuéramos al cine. Con el tiempo
nuevamente fueron remodelados: se agregaron más salas, una
cafetería y una sala de juegos donde descubrimos un Pac-Man. Ahora
teníamos doble motivo para ir al cine, no sólo podíamos apreciar las
buenas películas de arte que comenzaron a programar (una encuesta
entre los cinéfilos hizo saber a los dueños que nos gustaba el cine de
arte), sino que recordamos la infancia con el viejo juego de comer
puntos y fantasmas. E l lugar se volvió acogedor. Ya no sólo se
programaban los éxitos del momento, sino también las películas que
sólo podían verse haciendo una travesía por la ciudad (las excelentes
películas generalmente están en un par de salas del otro lado de la
ciudad). El concepto, a nuestro parecer, era bueno.
Después, el Pac-Man (que para fortuna nuestra nadie jugaba)
desapareció y un moderno juego de Los Simpson nos mantenía
ocupados mientras comenzaba la cinta. Fue en estos cines donde vi
una de mis películas preferidas: Billy Elliot. Ese día la sala estaba semi
llena, todos en silencio observamos atentos las peripecias del niño
inglés, salvo una pequeña que a cada momento interrogaba: Abuela,
¿tardará mucho la momia en salir?. Treinta minutos después, en que
la momia no acababa de aparecer en la pantalla, la anciana mujer
observó sus boletos: Creo que me equivoqué de sala, hija.
Sinceramente, era mejor que la niña se quedara a ver una película
que le podía dejar algo más que ver a una momia resucitar y causar
problemas a los incautos humanos.
Los cines se hicieron parte de nuestra vida, a tal grado que
comenzamos a llamarlos nuestros cines. Ya no decíamos Vamos al
cine​, ya era ​Vamos a nuestros cines​.
Pero un día mi esposo regresó sobresaltado del supermercado y me
dijo: ¡Qué crees cerraron nuestros cines!. No le creí, pensé que era
broma. ¡Cómo podrían cerrar nuestros cines si los acababan de
remodelar! Fui con él a comprobarlo: Sí, nuestros cines estaban
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Número 6. (Marzo 2011) El cine: Pantalla grande de la educación.
cerrados. Unas bolsas negras cubrían las rejas de la entrada, la
marquesina estaba en blanco y ningún cartel pendía de los
escaparates. Sentí un nudo en la garganta y una extraña tristeza se
adueñó de mí. Tomé la mano de mi esposo y vi su rostro, tampoco lo
podía creer. Estuve a punto de llorar​ eran nuestros cines.
Los primeros días nos consolamos pensando en una posible
remodelación, como había sido antes. Las semanas pasaron y todo
seguía igual. Los meses quedaron atrás y los años se hicieron
presentes. Hoy en día un Sport City da la bienvenida a los visitantes, lo
sé de oídas porque no he querido ver de frente el lugar. Cuando paso
cerca, giro el rostro y fijo la mirada en cualquier local, no me atrevo
ver el lugar donde estaban nuestros cines.
Tiempo después abrieron un complejo de Cinépolis en una plaza
nueva, cruzando Periférico, exactamente frente a donde estaban los
cines de Organización Ramírez. Jamás hemos ido al cine ahí, sólo por
respeto a nuestros cines.
Ahora, disfrutamos del séptimo arte en cualquier complejo
cinematográfico, pues ninguno de esos grandes lugares significa algo
para nosotros. Ellos no tienen la calidez de las salas de antaño,
carecen de elegancia. Los grandes complejos hacen ver al cine como
un negocio más, un sitio que exhibe productos consumidos por
masas. Lugares que nos alejaron a muchos de los rituales que
antecedían ir al cine.
Ir al cine, para nosotros, es ya como cualquier actividad, pues son
tantas los complejos, las salas, que qué más da ir a una u a otra.
Ninguna de ellas tiene relevancia en nuestra vida, será porque ya nos
son tan especiales. Pero en verdad, cómo añoramos nuestros cines.
16 /III/ 2011
María Celeste Vargas Martínez
Escritora y periodista mexicana (México, DF, 1976). Es licenciada en periodismo y
comunicación colectiva por la UNAM. Es especialista en estudios sobre animación.
Textos suyos han sido publicados en Ciberayllu, Ariadna, Destiempos, Remolinos y
Caminos Abiertos, así como en la revista Visión Universitaria, entre otras.
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