Venenos tribales

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Venenos tribales
2011-01-20 05:00:43
Desde las épocas más remotas, desde que supieron distinguir y caracterizar la toxicidad de las plantas y
los animales de su entorno, los humanos han empleado los venenos naturales para los más distintos
fines. Varias culturas antiguas los usaron, y todavía los usan numerosas tribus actuales, para
emponzoñar sus dardos y flechas de caza, para matar a sus enemigos, para pescar y para realizar sus
ordalías o juicios de Dios.
Raíces venenosas utilizadas por los indios shuar de Ecuador para emponzoñar las aguas estancadas y
pescar los peces que habitan en ellas.
El uso del veneno para emponzoñar flechas, lanzas, dardos y arpones se remonta a épocas muy
antiguas, como parecen atestiguar las ranuras y surcos encontrados en armas de estos tipos procedentes
de numerosos yacimientos arqueológicos. De acuerdo con estos testimonios, no sólo los pueblos
«bárbaros», como celtas, dálmatas, dacios y escitas, hicieron amplio uso de flechas y lanzas
envenenadas, sino también los más civilizados, como persas, griegos y romanos.
Los celtas emponzoñaban con un brebaje de semillas de tejo las flechas que usaban contra las legiones
romanas del emperador Augusto. Más premeditados, los escitas mataban víboras y las dejaban
descomponer en una vasija que luego llenaban con sangre humana, sellaban y enterraban dentro de
estiércol. Al cabo de un tiempo, cuando la sangre podrida estaba llena de bacterias, usaban esta
desagradable pócima para untar sus flechas de guerra. Aunque la mayoría de las víctimas de estas
flechas morían en unos pocos minutos, probablemente porque el veneno conservaba gran parte de su
potencia pese a los efectos de la descomposición, algunas lograban sobrevivir unos días más, hasta que
los gérmenes de la gangrena o del tétano contenidos en el estiércol acababan con su vida.
Los griegos, por su parte, debieron de ser unos consumados maestros en el uso de armas envenenadas,
como lo atestigua el hecho de que Heracles, el más popular de sus héroes mitológicos, las utilizase en
varias ocasiones memorables. Tras realizar su segundo trabajo y matar a la Hidra de Lerna, el hijo de
Zeus y Alcmena no dudó en hacer amplio acopio de la sangre ponzoñosa de la serpiente policéfala para
envenenar sus flechas. Más tarde, cuando se disponía a cazar el jabalí de Erimanto, y tuvo que hacer
frente a los centauros atraídos por el vino de Folo, usó varias de estas saetas emponzoñadas. Por
desgracia, una de estas flechas hirió accidentalmente a su aliado Quirón, causándole unos dolores tan
intensos como incurables. Aunque Heracles intentó curarle la herida, el buen centauro continuó sufriendo
hasta el punto de desear la muerte, algo que por supuesto no podía conseguir por sí solo, ya que era
inmortal. Finalmente, Prometeo, que había nacido mortal, se avino a cargar con el peso de la muerte de
Quirón y éste pudo librarse de sus sufrimientos.
En otra ocasión, cuando el centauro Neso intentó violar a su esposa Deyanira, Heracles volvió a usar una
saeta envenenada con la sangre de la hidra para vengar la afrenta. Sin embargo, en otra ilustración
mitológica de los peligros que entraña el uso de estas armas para el propio usuario o para sus aliados –ya
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que Folo, el otro centauro aliado de Heracles, también murió accidentalmente por el veneno de la hidra
cuando enterraba a sus congéneres–, Heracles fue envenenado a su vez por la túnica empapada en su
sangre que Neso entregó al morir a Deyanira para que ésta la usara como filtro de amor.
Otro indicio del amplio uso de las flechas envenenadas que hacían los antiguos griegos es la estrecha
relación etimológica entre toxon, que en griego clásico significaba arco, y toxicon, que significaba veneno.
Aunque Homero no lo mencione expresamente, parece evidente que durante la guerra de Troya el
legendario y astuto Ulises untó sus flechas en veneno de serpiente, como atestigua la sangre negra que
manaba de las heridas de sus víctimas. Por lo demás, no sólo Ulises se valió de estas censurables
tácticas, ya que, como es bien sabido, el no menos legendario Aquiles murió por la flecha envenenada
con que Paris le alcanzó en su talón.
Indio urueu-wau-wau de la Amazonia brasileña cazando con sus flechas envenenadas.
En un plano más histórico, es innegable que los antiguos griegos envenenaron a menudo el agua de sus
enemigos, ya que después de concluir de este modo tan letal el asedio de la ciudad de Kirra, en el siglo
vi a.C., las ciudades-estado griegas firmaron una alianza por la que se comprometían a no envenenar el
agua de la ciudad oponente en sus futuras guerras. Este precedente clásico no hizo mella en los
romanos, quienes siguieron envenenando los pozos de sus enemigos –especialmente si éstos eran
considerados bárbaros– y de las ciudades colonizadas que se rebelaban contra su dominio. Claro está
que los romanos no tardaron en encontrarse con quien les pagara con la misma moneda cuando, en el
siglo ii d.C., las legiones de Septimio Severo fueron diezmadas por las vasijas llenas de escorpiones que
les arrojaron los defensores de la ciudad fortificada de Hatra, cerca de la actual Mosul (Irak)3.
Por lo demás, los griegos no sólo usaban los venenos para luchar contra sus enemigos; también los
empleaban con fines terapéuticos. Conscientes de que la diferencia entre curar y envenenar sólo
depende de la dosis, usaban el término pharmakon para designar a la vez veneno y medicamento, es
decir, el mal y su remedio. Más tarde, los romanos usaron un término de significado similar, aunque
todavía más polisémico, la voz venenum, para designar a la vez remedio, tóxico y droga mágica o
abortiva. Y lo que es más curioso, el veneficus romano, que era el envenenador o brujo elaborador de
hechizos, se convertía en un personaje benéfico –beneficus veneficus– cuando se dedicaba a elaborar
fármacos.
Después de los romanos, el uso de flechas envenenadas apenas se menciona en el occidente cristiano
hasta la conquista de América. Los primeros exploradores del Nuevo Mundo fueron atacados en
numerosas ocasiones por los indios que les lanzaban sus flechas mortíferas. Juan de la Cosa, que
acompañó a Colón en sus dos primeros viajes y adquirió gran fama por la elaboración del primer
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mapamundi, intentó establecerse en la costa caribeña de Colombia, donde fue nombrado primer alguacil
para las provincias de Urabá. Tras un vano intento de colonización, el marino y cartógrafo español murió
en una refriega contra los aborígenes. Más tarde, cuando otros expedicionarios encontraron su cadáver,
comprobaron la hinchazón y deformación provocada por el veneno de las flechas. No mejor suerte
corrieron los aventureros que recorrieron el curso del Amazonas, primero bajo el mando de Pedro de
Ursúa y luego del sanguinario Lope de Aguirre. Muchos de los que escaparon a la ambición o la sed de
venganza de este último sucumbieron, según parece, a la acción de las flechas ponzoñosas de los indios
amazónicos.
Flechas y dardos
Todavía hoy, la cuenca amazónica es el centro mundial de los venenos para dardos y flechas. Richard
Evans Schultes, el prestigioso botánico, etnobotánico y conservacionista, con 50 años de experiencia en
los trópicos americanos, describe 44 especies utilizadas como venenos para dardos y flechas por los
pobladores aborígenes del noroeste de Amazonia.
Aunque este número es ciertamente modesto en comparación con las más de 1.500 especies vegetales
estimadas por los aborígenes por su acción biológica –como medicinas curativas, narcóticos o venenos–
y estudiadas por Schultes en esta región, cabe tener en cuenta que muchos de estos venenos vegetales
no suelen utilizarse aislados, sino en combinaciones a veces muy complejas. Según palabras del propio
Schultes, «casi cada tribu y a veces casi chamán tiene una fórmula especial y a menudo secreta de
venenos para la caza». Y si bien la mayoría de estas fórmulas contienen unos pocos ingredientes
vegetales, algunas de ellas tienen más de quince. Así las cosas, no es de extrañar que el conocimiento
de las fórmulas de estos venenos sea todavía incipiente, sobre todo por lo que respecta al
desconocimiento de los numerosos aditivos que se incorporan a las mezclas de plantas tóxicas. En
particular, se desconoce todavía por completo cuáles de estos aditivos incrementan la toxicidad de las
mezclas, cuáles refuerzan la capacidad de éstas para adherirse a los dardos, cuáles propician la difusión
de los venenos en la circulación sanguínea de la presa, cuáles actúan en sinergia con los componentes
tóxicos de la mezcla y cuáles sólo se agregan por razones meramente supersticiosas o mágicas.
Casi toda la investigación realizada hasta la fecha se ha centrado en algunos géneros de
menispermáceas –Abuta, Chondrodendron (en particular, C. tomentosum), Curarea, Sciadotecnia y
Telitoxicum– y en las loganiáceas del género Strychnos, plantas todas ellas que constituyen los
componentes básicos de los curares amazónicos. Las menispermáceas estudiadas poseen una elevada
concentración del alcaloide tubocurarina, un potente relajante muscular que tiene una gran importancia
médica. Incluso hoy día, el alcaloide que se extrae de la corteza de las menispermáceas continúa
teniendo gran importancia comercial, ya que la tubocurarina sintética es inferior a la natural para su uso
en medicina.
Pero no sólo las plantas del género Strychnos y las menispermáceas citadas son fuentes de curare. Los
kofanes de Colombia y Ecuador, que figuran según Schultes, entre quienes utilizan una mayor variedad
de plantas en sus mezclas de venenos para la caza, preparan un efectivo curare con el fruto y las raíces
de una timelácea. Los barasanas del Vaupés, por su parte, preparan uno de sus mejores curares con la
corteza de una anonácea, en tanto que los makús del Piriparaná usan para ello la corteza de una
vochysiácea. En la tabla 1 se detallan éstas y otras plantas venenosas mencionadas por Schultes.
El uso de flechas y dardos envenenados no se limita obviamente a Sudamérica. Muy extendido antaño
por el sur de Asia, todavía perdura en numerosas comunidades aisladas como los penangs y dayaks de
Borneo, los orang asli de la península de Malaca, los krem de Laos y los lisu de Tailandia. Incluso los muy
civilizados vietnamitas usaron dardos envenenados durante la Guerra de Vietnam. Los orang asli, en
concreto, envenenan sus dardos con extractos del árbol ipoh (Antiaris toxicaria)4, una morácea que al
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igual que el manzanillo caribeño «emponzoña» el aire con sus emanaciones pretendidamente mortales.
Los krem, por su parte, untan sus flechas con veneno de cobra mezclado con resina; en tanto que los lisu
prefieren los tubérculos de acónito5 para este menester.
Mucho más al SO, en Sudáfrica, los bosquimanos untan sus flechas con venenos extraídos del árbol
violeta (Securidaca longipedunculata) y de otras plantas, así como de serpientes, arañas, escorpiones y
larvas de escarabajos tóxicos. Algo más al Norte, en el Ituri, los pigmeos mbuti cazan grandes herbívoros
con redes hechas con lianas y, una vez capturado el animal, lo rematan con una flecha embebida en una
planta del género Strophantus. Este último género es bien conocido por el kombé (S. kombe) o veneno
para flechas de Komb, cuya actividad cardíaca ya fue observada por David Livingstone. Además del
kombé, cuyo principio activo, la estrofantina, se utiliza ampliamente en cardiología, en África occidental se
utilizan otras especies de Strophantus para untar dardos y flechas, entre ellas S. gratus, de la que se
extrae el cardiotónico ouabaína.
Venenos para la pesca
Muchas plantas cuya toxicidad es relativamente leve se emplean como venenos para la pesca. En el
noroeste de Amazonia, por ejemplo, de las más de 1.500 especies vegetales de importancia etnobotánica
estudiadas por R. E. Schultes, 40 se usan como venenos para peces; en la tabla 2 se recogen algunas de
estas especies (aunque no las más comunes, que pertenecen a los géneros Lonchocarpus, Phyllanthus y
Tephrosia). Más al este, en Venezuela, donde el barbasco o veneno vegetal para la pesca era una
práctica muy común entre muchas etnias indígenas –y continúa siéndolo entre algunas como los
yanomamis y los piaroas, aunque hoy está estrictamente regulado por la ley–, también se usa una larga
serie de plantas para este propósito.
Algunas de las plantas que se utilizan en Venezuela para embarbascar, como Lonchocarpus nicou,
Piscidia guaricensis y Thephrosia adunca, son muy eficaces para entumecer peces por el elevado
contenido en rotenona de sus tallos y raíces. En concreto, Lonchocarpus nicou puede contener hasta un
12% de esta sustancia. Además de las rotenonas y de varios alcaloides y glucósidos tóxicos –a menudo
útiles como insecticidas–, otras sustancias comunes en las plantas ictiotóxicas son las saponinas,
alcaloides que alteran la permeabilidad de las membranas celulares y son muy eficaces como venenos
para peces por su elevada capacidad hemolítica.
La forma de aplicación de los barbascos varía según los países y regiones. En los llanos de Venezuela se
acostumbra a represar los ríos con troncos y ramas y luego se machacan directamente sobre el agua
arremansada, con un palo o con una piedra, las raíces de las plantas; posteriormente, los peces
entumecidos o paralizados se recogen con canastos. En la Amazonia venezolana, los indios piaroas
llenan dos sacos de hojas de Lonchocarpus nicou y de otras plantas, los machacan en un pilón, mezclan
el barbasco así obtenido con 3 kg de ceniza de leña, y a continuación lo asolean y lo esparcen en el
agua; al cabo de unos 5 min, los peces paralizados por el veneno comienzan a flotar. Los indios del
Vaupés colombiano, por su parte, dejan fermentar durante varios días las hojas de Philodendron
crasspedodromum, las maceran y las arrojan a las aguas en remanso. Más al sur, los tikunas del río
Loretoyacú dejan secar la pulpa del voluminoso fruto de Patinoa ichtyotoxica y la utilizan como veneno
portátil para la pesca en sus excursiones en canoa. Por lo demás, el uso de venenos para la pesca está
muy extendido por el mundo, desde Australia hasta Sudáfrica y California.
El uso quizá más curioso del barbasco es el que hacen los zoques en la ceremonia de la pesca de la
sardina ciega (Poecilia mexicana), en la cueva homónima cercana a Tapijulapa, en Tabasco (México).
Cada año, en un domingo cuya fecha varía entre abril y mayo, la comunidad se reúne muy de mañana
para organizar esta festividad de origen prehispánico. Después de preparar un barbasco con camote de
bambú amasado con cal y envuelto en hojas de platanillo (Paullinia mexicana), los zoques bailan la danza
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de la sardina al son de pitos y tambores para pedir una buena pesca a los dioses. A continuación, las
personas designadas tiran el barbasco al río, que fluye por la cueva y tras atrapar en cestos de mimbre
las sardinas adormecidas, forman una romería, guisan la pesca obtenida y conviven hasta el atardecer.
Ordalías de veneno
Otro de los usos del veneno es el que se hace en las ordalías, esas pruebas periciales, médicas o más a
menudo judiciales en las que se deja al destino, al azar o a las fuerzas sobrenaturales la decisión de
establecer la certeza. Poco utilizadas en la antigua Europa debido a la relativa escasez de sustancias
ponzoñosas –y a partir del Concilio de Letrán (1216), por la prohibición formal de la iglesia–, las ordalías
basadas en la ingestión de venenos se usaron en algunas regiones tropicales y muy especialmente en
África, donde todavía se practican en la actualidad.
En África occidental es particularmente notoria la ordalía a la que se sometió hace más de un siglo la tribu
uwet, asentada en la orilla izquierda del río Calabar. Para demostrar su inocencia por un delito cometido
en la zona, todos los miembros de la tribu tomaron una bebida hecha con jugo de haba del Calabar
(Physostigma venenosum), una leguminosa que contiene eserina, eseridina, calabarina y otros alcaloides
venenosos. A resultas de esta ingesta pereció más de la mitad de la tribu, pero ello no impidió que el
resto, según relatara J.G. Frazer6, continuara esta práctica hasta su probable extinción. Otra leguminosa,
Jubernardia sp., era utilizada por una tribu del norte de la actual Zambia. Mucho menos peligrosa que el
haba de Calabar, esta planta sólo causaba arcadas y algunos dolores más simulados que reales.
Un rito similar al de los uwet es el que practicaron durante muchos años los balantes de Guinea Bissau.
Para demostrar que no habían practicado magia negra o causado enfermedad en alguna persona,
ingerían una pócima preparada con la corteza del árbol muavi (Erytrophleum guineensis). En este caso,
no obstante, sólo moría cada año, envenenada por las saponinas y cardiotoxinas que contenía la
corteza, una cuarta parte de la población. Por lo demás, muchos de los que se salvaban no lo debían
tanto a su mayor fortaleza física como a su capacidad económica de pagar la multa por brujería y librarse
de la prueba o, en el peor de los casos, ingerir una dosis no letal y vomitar el tóxico. En 1827, el
explorador Richard Landner fue obligado en Badagri (Nigeria) a tomar corteza de muavi para demostrar
su inocencia, pero pudo salvar su vida porque, avisado de antemano, tomó la precaución de tener a mano
un efectivo emético.
En algunos casos, a la ordalía por veneno no se someten las personas sino algún animal doméstico.
David Livingstone ya había observado esta práctica entre los barotse de la actual Zambia e incluso hoy
día continúan practicándola los azande del suroeste de Sudán. Con una pasta preparada con la corteza
de una Strychnos que sólo crece en el Congo, esta etnia somete gallinas y otras aves a la ordalía del
veneno, si bien en algunos casos graves, como el adulterio, tanto al varón como a la mujer se les obligaba
antaño a pasar la prueba.
Otra ordalía en la que se utilizaba una planta del género Strychnos era la denominada mboundou que
adquirió cierta notoriedad en el Congo a mediados del siglo xix. A diferencia de otras pruebas, la poción
era ingerida en este caso por el curandero y no por el acusado. Pese a ello, si bien era probablemente
bastante menos peligrosa que la ordalía con el árbol muavi –entre otras razones, porque el brujo ya se
encargaba de no pasarse con la dosis–, la mboundou era una prueba ordálica muy temida.
Fuera del África negra, las tribus que practican o practicaban la ordalía del veneno pueden contarse con
los dedos de la mano. Los indios cuna de Panamá parecen practicarla, aunque en realidad se trata de
una forma disimulada de eutanasia. Cuando alguna persona de la tribu se vuelve loca o ya no puede
valerse por sí misma, se le administra una infusión concentrada de una loganiácea sumamente tóxica, la
ina nusu o hierba lombricera (Spiegelia anthelmia). Aunque antes de administrarle la ina nusu a la víctima
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se espera a que surja algún problema que afecte a la tribu para poder atribuírselo –lo que parece
disfrazar la eutanasia como una prueba ordálica–, el pretendido acusado perece sin remedio en todos los
casos.
El curare, un secreto bien guardado
El término curare, que en el pasado se aplicaba en un sentido muy amplio para designar cualquier tipo de
veneno para flechas utilizado en Sudamérica, se aplica hoy más estrictamente a las sustancias
paralizantes que causan la muerte por asfixia. Pese a su gran toxicidad, estas sustancias sólo actúan si
entran en el torrente sanguíneo, de ahí su utilidad para la caza, ya que los animales flechados no tienen
efectos nocivos para los humanos.
La primera noticia sobre estas sustancias aparece en el libro De Orbo Novo de Pedro Mártir de Anglería
(1516). Tres siglos después, en 1805, Alexander von Humboldt tuvo la oportunidad de presenciar su
preparación en Esmeralda, a orillas del alto Orinoco. Poco después, en 1811, Benjamin Brodie observó
que durante el envenenamiento por curare el corazón continuaba batiendo, incluso cuando cesaba la
respiración, lo que significaba que la función cardíaca no se bloqueaba con estas sustancias1. Sin
embargo, y pese a que a mediados del siglo xix, Claude Bernard ya observó la doble naturaleza del
curare como veneno y como agente terapéutico en su trabajo sobre la transmisión neuromuscular
mediada por ACh, hubo que esperar a 1943 para que esta sustancia comenzara a usarse a gran escala
como relajante muscular en anestesia.
Esta demora, que se explica porque hasta 1935 –fecha en que se empezó a obtener en forma cristalina–
el curare no se pudo obtener clínicamente puro, también se debe en gran parte al secreto inviolable que
envolvió durante mucho tiempo a sus ingredientes y a los métodos tradicionales de preparación2. Hoy se
sabe que estos métodos consistían habitualmente en combinar hojas jóvenes de Strychnos y de
menispermáceas con fragmentos de otras hojas y, a veces, con venenos de serpientes o de hormigas.
Después de hervirla durante 2 días, la mezcla se evaporaba hasta obtener una pasta oscura y amarga
cuya toxicidad podía probarse contando el número de saltos que daba una rana después inyectarle el
veneno.
Bibliografía
1. Lo terrible del envenenamiento por curare es que la víctima sigue estando consciente de lo que ocurre
y puede sentir su parálisis progresiva hasta la muerte por asfixia, sin poder hacer nada al respecto. Sin
embargo, si a la víctima se la reanima con respiración artificial, se recupera sin lesiones.
2. No sólo los chamanes se ocupaban de mantener este secreto frente a los componentes de su tribu,
sino que en muchas regiones unas pocas tribus mantenían un verdadero monopolio sobre la producción
de curare. Esta sustancia, que era demasiado onerosa para utilizarse en la guerra, representaba para
ellas una gran fuente de riqueza.
3. Párrafo basado en una conferencia. Adrienne Mayor, la autora de Greek Fire, Poison Arrows &
Scorpion Bombs: Biological and Chemical Warfare in the Ancient World (Overlook Duckworth, 2005).
4. En algunas islas situadas al este de Nueva Guinea, los jóvenes preparan un filtro de amor con la
corteza del ipoh. Machacan la corteza de este árbol, mezclan el polvo obtenido con nuez de coco,
envuelven la mezcla en una hoja y la cuecen. A continuación, vierten esta pócima sobre la mujer que no
les corresponde y cuando ella se despierta se siente, según pretenden, infaliblemente presa de amor.
5. El acónito también fue utilizado por los antiguos griegos y romanos para untar sus flechas, para
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envenenar las reservas de agua del enemigo y para asesinar tiranos y oponentes políticos. El emperador
Claudio I fue asesinado con esta planta por su propio médico. Más tarde, en la Alta Edad Media, los
cazadores sajones impregnaban con ella sus flechas para matar lobos. El uso del acónito como
«matalobos» también estuvo muy generalizado en España y en otros países europeos, donde partes de
esta planta se mezclaba con carne que se depositaba en lugares estratégicos.
6. Frazer JG. The Golden Bough. Basingstoke (R.U.): The Macmillan Company; 1928.
Fuente: http://www.dfarmacia.com
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