El amor se inventa desde una terraza

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El amor se inventa desde una
terraza
Por Melissa Hernández para
Literofilia
Ilustración Josué Garro
Es probable que, al séptimo día, Dios subió las escaleras y
salió a la terraza a observar el universo que había inventado.
Desde allí pudo ver que en ese primer día todo era bueno y
dejó pasar lo que sabía, de antemano, que sobrevendría en
decadencia. De la misma manera, un inventor más mundano
observa la estación de Atocha y otros horizontes de Madrid
desde la terraza de su apartamento. Su nombre es Samuel y es
un hombre con una vida tan poco emocionante como la de
cualquiera. Cuarentón, soltero, asiduo al bourbon y alérgico
al compromiso; es socio de una empresa de materiales de
construcción tan promisoria y alentadora como el futuro de
España.
Sin embargo, la vida se compone de días iguales y los
recuerdos, de pequeñas divergencias entre algunas hojas del
calendario. Por ello, en una madrugada Samuel recibe una
llamada. Aturdido por la resaca del día anterior, baja de la
terraza y levantar el auricular. Se entera de que su amante,
Clara, ha muerto en un accidente. Escucha la trágica historia
y recibe, ante silencios pesarosos, la información del
funeral.Al colgar, aún digiere ese nombre y husmea en su
memoria. No, no puede ubicar a ninguna clara entre su lista de
amores fugaces. Sin embargo, el protagonista decide prolongar
el error y finge ser el amante:
“Aun antes de ir a dormir necesitaría escuchar esa historia
que no es la mía, precisamente para que también sea la mía,
igual que leemos una novela para añadir historias a nuestra
vida”.
Ese es el argumento del thriller “La invención del amor”, del
español José Ovejero (1958), quien recibió el Premio Alfaguara
de novela 2013 por este libro, llamado inicialmente “Triángulo
imperfecto”.
Ovejero, quien es geógrafo e historiador, ya ha de estar
acostumbrado a lo reconocimientos. El primero fue el Premio
Ciudad de Irún 1993 con el poemario “Biografía del
explorador”, pero también ha recogido galardones por novelas,
como el Premio Primavera 2005 por “Las vidas ajenas”.
Asimismo, también se destacó el texto “China para
hipocondríacos”, merecedor del Premio Grandes Viajeros 1998.
Una novela de viajes concebida por un hombre de hogar
impreciso, que ha vivido
en Alemania, Bélgica y brinda
talleres literarios en los Estados Unidos. Todo eso después de
haber abandonado el propósito de escribir una tesis sobre
Egipto.
Bastan pocas páginas para que la novela atrape debido al
suspenso que genera el secreto que compartimos con Samuel.
Cada lector se convierte en cómplice de su engaño y se siente
al borde del abismo cada vez que el protagonista corre el
riesgo de ser delatado. Poco después aparece el verdadero
amante, un ser que se esboza como decadente y repulsivo. Nos
convertimos en cómplices de travesuras del protagonista, quien
intenta jugarle malas pasadas.
Ese es uno de los principales méritos del libro: atrapar al
lector, quien a través del tiempo presente, va descubriendo
los detalles de la historia al mismo tiempo que Samuel. La
fórmula logra esa sensación “una página más” que retrasa la
hora de dormir o acompaña en los viajes en bus de toda una
tarde.
Más aún, el estilo de Ovejero hace digerible los inicios de
cada apartado que nos cuentan detalles nimios sobre el
protagonista y una vida que se descompone al igual que su
trabajo y cada elemento de su apartamento: “y quizá haya en mi
vida demasiados días como este, día que no merece la pena
contar y que nadie querría escuchar”. El autor sí nos lo
cuenta y leemos ansiosos a la espera de otro pasaje que nos
obligará a acelerar la lectura.
Poco después aparece Carina, la hermana de Clara, quien pone
en riesgo la mentira de Samuel y lo obliga a hundirse más en
su farsa. Cada uno teje el pasado de la mujer muerta desde su
propia mirada. En el pasado, es donde se encuentra otro de los
motivos de la novela. ¿Quiénes somos a los ojos de los demás?
Una faceta, solamente una parte se proyecta. Somos una especie
de ficciones de múltiples autores. Somos parte de los autores
de unas cuantas páginas de algunos individuos. Carina y Samuel
hurgan en su pasado buscando respuestas para sus respectivas
reticencias a relaciones duraderas. Así lo señala el mismo
Samuel:
“Somos buitres del pasado, habituados a hurgar en la carroña
que han ido dejando nuestros errores e insuficiencias. Y como
esas aves que regurgitan el gusano o el insecto que han
devorado para alimentar a sus hijos, también nosotros sacamos
de nuestro interior todo aquello que quedó a medio digerir,
como si comiendolo una y otra vez pudiéramos acabar de
metabolizarlo, de hacerlo definitivamente nuestro”.
Se puede escoger el término para referirse a la estructura del
libro: una sucesión de matrioskas rusas que guardan una
historia, un mundo má pequeño dentro de sí. Un recursos
narrativo que André Gide llamó mise en abyme (“puesta en
abismo”).
Una mujer imagina la relación de su hermana fallecida con un
hombre. Ese hombre imagina una relación con la mujer
fallecida. Un autor imagina una reflexión sobre el origen del
amor y la sociedad fragmentada en la que debe florecer.
Una vez que se deja de lado esa curiosidad que genera la
historia, sobresalen algunas incoherencias o pasajes
inverosímiles que pueden restarle fuerza. Cuesta creer que en
la era de Google o Facebook sea fácil fingir una vida pasada
que le pertenezca a otro. Incluso, que sea posible engañar a
los familiares de Clara.
Para la mitad del libro algunos hechos empiezan a tocar
parecer forzados: los mensajes que la Clara muerta le contesta
a Samuel por Facebook
o como el “verdadero Samuel”, que
habita en el mismo edificio del protagonista, no escucha sobre
la muerte de su Clara hasta mucho después. Más allá del
argumento, el libro invita a una reflexión más provechosa. La
invención del amor es una novela amorosa pero no idealiza ese
sentimiento o le dota de la capacidad de redención. Para
Samuel el amor es una farsa y no involucra una alegría. El
amor es tristeza, una plácida infelicidad:
-Cuando estás enamorado de alguien también eres infeliz.
Porque no estáis juntos todo el rato, o porque la echas de
menos en tal momento, o porque no puedes saber si te quiere
como tu la quieres, en fin todo esto suena muy cursi pero da
igual: una de las cosas más hermosas del amor.
Para Samuel, el amor surge antes que el deseo y la
materialización del ser amado. Tal manera de amar recuerda
inevitablemente a la Dulcinea del que el Quijote creo a la
imagen y semejanza de sus lecturas. Clara es una Dulcinea
lejana pero que se delinea a la perfección. Un personaje
muerto que llena a ser más complejo que su hermana. Al lector
no le queda más que inventar qué pasaría si realmente el
protagonista hubiese conocido a su amante imaginada. El amor
surge de la muerte y se traslada a Carina, un vestigio vivo de
Clara que no logra ser tan apasionante. A Carina le falta un
pasado tan intrigante como el de su hermana o se le extraña un
presente que problematice el triángulo amoroso en el cual se
envuelve con Samuel.
Decía Calderón de la Barca que la vida es un frenesí, una
sombra, una ficción. Ovejero es más comedido y plantea que lo
ficcionalizado es el amor. En ambos casos, la verdad es la
única que puede hacer caer el encanto.
Cuando la verdad parece ser inevitable, la novela termina
inesperadamente y naufraga como novela policíaca. El suspenso
necesita la verdad. Auguste Dupin no sería nadie si no
esclareciera los misterios que los personajes ocultan. En
cambio, “La invención del amor” no busca la verdad, sino su
reflexión es otra. Cada lector es el detective.
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