el sí de las niñas

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EL SÍ DE LAS NIÑAS
(Leandro Fernández de Moratín)
[LOCALIZACIÓN]
Aunque Leandro Fernández de Moratín escribió también poesía y prosa no teatral, su lugar en
la historia de la literatura española se debe a sus obras teatrales: cinco comedias en total, entre
las que destaca muy especialmente El sí de las niñas. La obra se estrenó en Madrid, en el Teatro
de la Cruz, el 24 de enero de 1806. Estaba dedicada al entonces todopoderoso Godoy y
constituyó un notable éxito para la época: se mantuvo 26 días en cartel, tiempo insólito
entonces. A pesar de ese éxito inicial, la obra tuvo posteriormente problemas con la
Inquisición: se la acusó de ridiculizar la religión y desacreditar la educación religiosa. A esto se
unieron los problemas políticos del “afrancesado” Moratín (había sido Bibliotecario Mayor con
el gobierno de José I) con el regreso de Fernando VII. A algunas de estas vicisitudes alude el
autor en la Advertencia que encabeza la obra, incluida en la edición impresa de 1825. Aunque
estrenada y editada a principios del siglo XIX, como se ve, la obra está unánimemente
considerada como la máxima expresión, en teatro, del Neoclasicismo español del siglo XVIII.
Y ello está plenamente justificado, tanto por el contenido e intención como por la forma, según
se verá.
[CONTENIDO]
El tema básico de la obra es la boda de conveniencias entre una chica joven (Paquita, de 16
años) y un señor mayor acomodado (don Diego, cercano a los 60). La muchacha en realidad está
enamorada de un joven (don Carlos, “casualmente” sobrino de don Diego), pero está dispuesta a
aceptar el matrimonio por obediencia a su madre, doña Irene. Afortunadamente para los jóvenes
enamorados, a don Diego le preocupan realmente los sentimientos de doña Paquita, y al
enterarse de la verdad da su bendición al matrimonio de ambos.
El tema no es raro en Moratín: las cuestiones relacionadas con la educación de la juventud y la
libertad de la mujer para escoger marido están de algún modo en el conjunto de su obra teatral.
Se ha indicado, como fuente literaria de Moratín, La escuela de las madres (L’école des mères),
de Marivaux. Más importante para la comprensión de la obra es saber que en la sociedad de la
época se daban de hecho bastantes matrimonios de edades desiguales (un tío de Moratín
contrajo matrimonio con una joven mucho menor que él, y en las Cartas marruecas de Cadalso
una mujer de 24 años, viuda por sexta vez, se queja de que ni una sola vez se casó a su gusto,
sino al de su padre). Al mismo tiempo, estaba vigente una Pragmática (una ley) de Carlos III por
la que se obligaba a los hijos a solicitar el permiso del cabeza de familia para contraer
matrimonio. Se comprende la preocupación de los ilustrados por la falta de libertad de la mujer,
obligada a menudo al matrimonio por obediencia filial o por imposición paterna legal. Así pues,
El sí de las niñas es una comedia comprometida con los problemas sociales de su tiempo. La
intención del autor es claramente didáctica, educativa. Ello es notorio en el conjunto de la obra,
y se hace especialmente explícito en las palabras que pronuncia don Diego en el acto III (escena
octava): “Ve aquí los frutos de la educación…”, punto culminante del didactismo de la obra.
[FORMA: LA REGLA DE LAS TRES UNIDADES]
La comedia está organizada en tres actos, y se ajusta plena y conscientemente a la famosa “regla
de las tres unidades”, de lugar, tiempo y acción, recuperada de la preceptiva clásica con
entusiasmo por los neoclásicos (por ej., Luzán, en su Poética, de 1737). La regla pretende, en
conjunto, dar una mayor verosimilitud o credibilidad a la función, frente a los excesos del teatro
del siglo de Oro. En efecto, en El sí de las niñas toda la acción se desarrolla en un solo lugar, la
salita de paso a las habitaciones en el primer piso de una posada de Alcalá de Henares, con muy
pocos elementos en el escenario único: puertas, una ventana, una mesa y varias sillas. Todos
ellos juegan su papel en la representación, incluida la ventana. (La única circunstancia menos
verosímil es que en esa misma posada coincidan don Diego y su sobrino, y ello se debe a
necesidades obvias de la trama).
También hay unidad de tiempo: la acción transcurre en unas diez horas, desde “las siete de la
tarde hasta las cinco de la mañana siguiente”, según las indicaciones iniciales para la
representación. (La norma clásica pedía que el tiempo de la representación teatral se acercara lo
más posible a la duración real de la acción representada, aunque se permitían unas horas de
margen, y, de hecho, se entendía cumplida la regla si la acción no superaba un día completo, de
24 horas). Esas diez horas constituyen un tiempo verosímil para el desarrollo de la trama: el
planteamiento (primer acto) corresponde con el atardecer; el nudo o desarrollo, con la oscuridad
total de la noche; y se llega al desenlace final con las primeras luces de la madrugada. El paso
del tiempo viene indicado a veces por el diálogo de los propios personajes (por ejemplo, al final
del primer acto, dice Rita “empieza a anochecer”, y hacia el final del tercer acto ya no hace falta
la luz de las velas porque hay luz natural (acto III, escena 11). Pero, sobre todo, el paso del
tiempo viene dado por los juegos de luces ocasionados por las velas que traen y llevan los
criados. Por otra parte, debe notarse que el desenlace se da de día, con luz natural, lo cual puede
interpretarse de una manera muy neoclásica: la noche es el tiempo de las pasiones y los
conflictos, y la luz natural del día es la apropiada para que la “luz” de la razón ponga todo en su
sitio.
Asimismo es evidente la unidad de acción: la única línea de acción desarrollada es la resumida
en la trama general. De ese modo, pretendían los neoclásicos que se centrara la atención del
espectador, y no se distrajera entre multitud de episodios y acciones paralelas, como ocurría en el
teatro del Siglo de Oro. Cuando es necesario informar al espectador de hechos ocurridos
anteriormente, los propios personajes los relatan en su diálogo, como sucede de forma señalada
al comienzo del acto I, en el que don Diego y su criado Simón, dialogando, ponen en
antecedentes al espectador de los personajes principales y lo esencial de la trama. También, en el
acto II, esc. 8, con el diálogo entre los criados jóvenes Rita y Calamocha.
[PERSONAJES]
El número de personajes es muy escaso, frente a las comedias típicas del Siglo de Oro: son sólo
siete, agrupables, por clase social, en cuatro señores y tres criados. Los cuatro señores se dividen,
por edad, en dos “parejas”: las personas mayores (don Diego y doña Irene), y la pareja de
jóvenes (don Carlos y doña Paquita). Los criados, por su parte, se pueden clasificar también en
una pareja de jóvenes (Rita y Calamocha) y uno de mayor edad (Simón). Entre los miembros de
cada pareja hay una marcada oposición masculino/femenino, que da también gran juego
dramático. (Cabe añadir un pájaro enjaulado, que también tiene “papel” en la obra). Cada
personaje tiene su tono o estilo característico, dado por su edad, sexo y clase social. De la mayor
parte de ellos se da noticia al comienzo del el acto I, en el diálogo aludido entre don Diego y su
criado Simón.
El personaje más importante es naturalmente don Diego, hombre mayor caracterizado por la
sensatez y que representa claramente la forma de pensar de los ilustrados, especialmente en su
alocución del tercer acto sobre la educación de las jóvenes, ya aludida. Todo lo contrario es doña
Irene, su oponente femenina: en ella acentúa deliberadamente Moratín los rasgos risibles:
charlatana, de escasa inteligencia, viuda tres veces “por ahora”, con un buen montón de hijos a
sus espaldas (todos muertos, salvo Paquita) y una parentela llena de “ilustres” con nombres tan
rimbombantes como ridículos. Como ha dicho algún crítico, es el único personaje ridículo de
toda la obra, y en ella concentra Moratín su crítica a un cierto tipo de clase alta de la época en su
versión femenina.
Don Carlos (el galán), joven y sinceramente enamorado, tiene un momento fuerte de rebeldía
(III, 10), pero lo vence enseguida, por respeto a su tío. Doña Francisca o Paquita ejemplifica
perfectamente los peligros de una educación basada en la obediencia absoluta: está dispuesta a
aceptar un matrimonio que no desea. Por otra parte, los criados son presentados de una forma
muy distinta a la del teatro del XVII: aunque su diálogo pueda ser cómico a veces, no descansa
sobre ellos esa función. (Un solo ejemplo: Simón, el viejo criado, se sorprende cuando
comprende las intenciones de matrimonio de su amo, pero luego sugiere ciertas condiciones: “Si
está usted bien seguro de que ella le quiere, si no la asusta la diferencia de edad, si su elección
[de ella] es libre…”. Ése es justamente el núcleo del conflicto de la obra… y lo dice un criado).
[FORMA Y ESTILO]
Al tratarse de teatro, la tipología textual única es el diálogo, exceptuada la advertencia inicial de
Moratín, las indicaciones iniciales para la representación y las acotaciones. Hay pocos apartes,
es decir, palabras que el personaje dice para sí, suponiéndose que no las oyen los otros
personajes: por ej., en II, 3, los pequeños apartes de Rita, (“Otra”), con clara intención cómica.
Por lo demás, hay muy escasos monólogos: el de Calamocha cuando llega a la posada (I, 7; para
situar al espectador) y, muy especialmente, los dos de don Diego (II, 13 y III, 4), interesantes por
cuanto nos manifiestan sus reflexiones. Muchos apartes y monólogos serían poco verosímiles.
El arte neoclásico se rige por el principio de verosimilitud, es decir, que la ficción se parezca lo
más posible a la realidad representada, como quería Aristóteles. De ahí que su ideal respecto a la
lengua sea el de la sencillez y la naturalidad. Toda la crítica está de acuerdo en que el estilo
general del diálogo de El sí de las niñas es vivo y natural, alejado de los artificios retóricos
propios de la época barroca, y también de lo vulgar y lo chabacano. En conjunto, el registro
general es el coloquial, con sus características habituales: fuerte expresividad, apelaciones al
oyente, abundancia de frases hechas, dichos populares o refranes, finales inacabados, elipsis…
Sin embargo, dentro del conjunto coloquial se nota mucho la diferencia de registro entre el
lenguaje hablado por los personajes de clase alta (especialmente don Diego) y el de los criados.
Aquél es mucho más elaborado, con períodos sintácticos a veces largos y complejos y notable
riqueza léxica. El lenguaje de los criados, sobre todo los dos jóvenes, es bastante más vivo y
expresivo: se puede poner como ejemplo el encuentro entre Rita y Calamocha (I, 8), lleno de
vivacidad, ironías, picardías, etc. Al lector actual el lenguaje de la obra ha de parecerle bastante
moderno, salvo detalles (la lengua de finales del XVIII ya era bastante “actual”). Quizá le pueda
sorprender el uso del artículo con nombres propios (“la Paquita”, “la Francisca”), que ya era un
coloquialismo cariñoso en la época. Pero lo que más sorprende quizá, en un neoclásico como
Moratín, atento siempre a lo correcto, es la gran abundancia de laísmos y leísmos flagrantes que
plagan la obra. Un solo ejemplo: al final de la escena 2ª del primer acto se lee “DOÑA
FRANCISCA: Toma (Vuelve a atar el pañuelo y se le da [el pañuelo] a Rita…)”.
[CONCLUSIÓN]
Vista desde la perspectiva de hoy día, el contenido de la obra resulta poco actual. No extraña
que Larra, en fecha tan temprana como 1834, en un artículo dedicado a la obra la valore como
una “comedia de época […], de circunstancias enteramente locales, destinadas a servir de
documento histórico”. Aun aceptando la escasa actualidad del tema, hay que admitir su
compromiso indudable con la realidad social de su tiempo. Por otro lado, la obra considerada en
sí misma funciona bastante bien: una trama interesante, con personajes bien construidos con los
que puede identificarse el espectador, que hablan en un lenguaje coloquial verosímil y a menudo
divertido... La comedia es perfectamente neoclásica, pues cumple a la perfección las tres
condiciones dadas por Luzán: propósito moral, verosimilitud y cumplimiento de la regla de
las tres unidades. Sin embargo, no parece que Moratín haya tenido que sujetarse forzadamente a
esa regla para desarrollar su comedia, sino más bien que la aplicación de esa regla se ajustaba
perfectamente a lo que él pretendía hacer. Deseamos llamar la atención una vez más, por último,
sobre el dieciochesco propósito moral, didáctico o educativo de la obra. Éste estaba en la misma
línea de preocupación y compromiso social que tenían las mentes más progresistas de la época:
los ilustrados. Es posible que hoy día el mensaje de la obra se vea como “blando” o poco radical
(el joven enamorado ni siquiera se rebela del todo), pero debe tenerse en cuenta el carácter
avanzado que tenía para su época: baste recordar los problemas con la Inquisición, aludidos al
principio, para hacerse una idea de hasta qué punto, en su momento, hacían falta históricamente
obras de este tipo.
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