LA GUERRA EN LA NOVELA Hernán Lara Zavala I

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LA GUERRA EN LA NOVELA
Hernán Lara Zavala
I
En términos literarios, la guerra representa una prueba de fuego para todo escritor y en particular para el
de corte realista. Es uno de los temas más antiguos y. sin duda, el más propicio para fomentar la
identidad de una nación, independientemente de que el género utilizado sea la lírica, la épica o la crónica.
Por ello mismo no es difícil imaginar que los primeros relatos de la especie humana hayan surgido en
alguna cueva, alrededor del fuego, cuando los aún incipientes hombres se reunían para comer, para
reposar y para contarse sus experiencias de la caza en tiempos de paz y de sus luchas en los tiempos de
guerra. Ningún tema tan universal ni tan humano, acaso porque en ninguna otra circunstancia se enfrenta
el hombre a situaciones extremas que inevitablemente repercuten en todos los demás ámbitos de su vida.
Ninguno tan difícil, pues corre constantemente el riesgo de “oscurecerse tanto por la hiedra de la
tradición, por la cristalización de la leyenda o por las convenciones de la épica y de la imaginación”1.
Implícitamente asociados a la guerra se encuentran los temas del valor individual y colectivo, el de la
libertad, el del heroísmo, el de la fraternidad, el del honor y el de la muerte; en las obras de orden literario
es común que la guerra se salpique con el tema del amor-pasión. Por ello no es de extrañar que muchos
países ostenten como pilares de su literatura algún episodio sobre las guerras que han tenido que librar
para consolidarse como nación. Tucídides, Julio César, Josefo, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon o Carlyle
han escrito sobre diversas guerras con fidelidad y verosimilitud desde el punto de vista del historiador o
del cronista, Muy distinto resulta, empero, tratar una guerra desde el punto de vista de la novela. Allí no se
trata tan sólo de registrar lo sucedido, sino de crear situaciones y personajes concretos que le den al
lector la ilusión de que esa guerra se está viviendo de manera casi personal. Aunque no es estrictamente
una novela, la más famosa obra sobre la guerra en la literatura occidental es La Ilíada. En Homero la
guerra se libra tanto entre los dioses como entre los hombres. La Ilíada relata los últimos cincuenta y un
días del décimo año del sitio de Troya. El énfasis del poema se centra en la cólera de Aquiles propiciada
por la muerte de Patroclo a manos de Héctor. La parte sustancial de la historia narra la venganza de
Aquiles que culmina con la toma de Troya. De Homero a la época moderna son muchos los autores —no
necesariamente novelistas— que han tocado el tema de la guerra. Shakespeare aludió a ella en varias de
sus obras y en particular en Ricardo II, en Henry IV, Henry V, Julio César y en Coriolano, en la que el
famoso héroe antigregario se vuelve contra Roma en razón de su indómito orgullo personal; Cervantes,
que sufrió los embates de la guerra a título de experiencia personal y cuyo brazo quedó inmovilizado en la
batalla de Lepanto, toca el tema en el Quijote sólo de manera tangencial en su “historia del cautivo” y en
algunas comedias; en el Paraíso Perdido de Milton hay un combate celestial entre ángeles y demonios
que puede leerse como una alegoría de la revolución de Cromwell; Swift satiriza la guerra en Los viajes
de Gulliver. Sin embargo, ningún otro talento nos recuerda tanto a Homero como el de Tolstói, sobre todo
en su gran obra La guerra y la paz.
II
E.M. Forster consideraba que los tres grandes libros que nos había legado la civilización moderna eran La
divina comedia, Desintegración y caída del imperio romano y La guerra y la paz2. Los tres, tanto por su
calidad como por su volumen, ostentan el título de obras monumentales. Queda implícito en el juicio de
Forster que La guerra y la paz es la más grande novela de la época moderna, sólo comparable, según él,
con En busca del tiempo perdido.
En efecto, no existe novela más ambiciosa, en cuanto a proyección y diseño por su escala
macrométrica en el tratamiento de personajes y situaciones, por la profundidad en la caracterización, por
lo humano de su espíritu, así como por el estricto control tanto formal como de estructura, que La guerra y
la paz. De ella bien podría afirmarse que es la obra de ficción narrativa que más convincentemente se ha
aproximado a reflejar el ritmo de la vida desde diferentes perspectivas. Pues las dos palabras que figuran
en el título de su novela —por cierto tomadas de Proudhon— le hacen plena justicia a esos dos conceptos
que tantos y tan contradictorios sentimientos evocan en la conciencia humana. El tema en sí de la novela
es, ni más ni menos, que la confrontación entre los grandes eventos de la historia y la vida familiar en las
altas esferas de la sociedad rusa. O, como ha señalado el propio Forster, trata de la vida del hombre “así
en su aspecto doméstico como en el heroico”3. Esta amplitud de escala permitió que Tolstói tocara, como
parte orgánica a los temas de la guerra y la paz, todos aquellos temas que han sido tradicionalmente
caros a la imaginación novelística: el del amor en sus múltiples manifestaciones, la búsqueda del destino
y de la identidad personal, la relación entre el campo y la ciudad, el descenso y decadencia social de las
familias, el heroísmo, etc. Tolstói estaba plenamente consciente de que anhelaba escribir una novela tan
amplia y tan serena como la mismísima Ilíada. No en balde cuando se encontraba satisfecho con lo que
había escrito, en lo que entonces era uno de los siete borradores que tuvo que hacer previos a la
publicación, comentaba que había dejado “un pedazo de su vida en el tintero”4. El propio fenómeno de la
guerra —la invasión napoleónica a Rusia— sería el detonador para que sus personajes entraran en
conflicto. Gracias a su lectura previa de Los miserables, de Víctor Hugo, Tolstói aprendió que sus
personajes históricos, como Napoleón, Alejandro I o Kutuzov, tendrían que mezclarse libremente con los
personajes ficticios. Gracias a su lectura de Stendhal, y en particular de La cartuja de Parma, encontró la
inspiración para darle a la guerra el tratamiento adecuado:
La más reconocida de todas las deudas literarias de Tolstói es, desde luego, para con Stendhal. En
su célebre entrevista de 1901 con Paúl Boyer Tolstói nombró a Stendhal y Rousseau como los dos
escritores a quienes más debía, y añadió que todo lo que sabía de la guerra lo había aprendido de
la descripción que hace Stendhal de la batalla de Waterloo en La cartuja de Parma, donde Fabricio
deambula por el campo de batalla “sin entender nada”. Y dijo que ese concepto —la guerra sin
panache “ni embellecimientos”— de que le había hablado su hermano Nikolai, lo había comprobado
él personalmente durante su servicio militar en la guerra de Crimea. Nada ha conquistado tantos
elogios de soldados reales como las viñetas de Tolstói de episodios de guerra, descripciones de
cómo ven las batallas los que realmente participan en ellas. No hay duda de que Tolstói hizo
justicia al declarar que debía mucha de esta cruda luz a Stendhal.5
La conclusión implícita de Tolstói en torno a la guerra es que lo ocurrido en el campo de batalla no es
siempre el resultado lógico de una estrategia; al contrario, concebía las victorias como el resultado de
fuerzas ininteligibles y caóticas. Berlín le atribuye esta concepción a la influencia de Maistre. Ambos,
comenta Berlín, “atacan furiosamente la idea de que la humanidad pueda volverse eternamente feliz y
virtuosa por medios racionales y científicos”6. Sin embargo, Berlin mismo se ha encargado de aclarar que,
a pesar de la influencia de Maistre que “glorifica la guerra y declara que es misteriosa y divina”, Tolstói
detesta la guerra y “cree que sólo sería explicable si supiéramos bastante de sus muchas causas
minúsculas: el célebre diferencial de la historia”.7
Pero no quisiera entrar aquí a discutir la parte más endeble y vulnerable de la novela: la filosofía de
Tolstói. Prefiero, en todo caso, concentrarme en los recursos del narrador para reflexionar sobre la
influencia de la guerra en los principales personajes de la novela.
En La guerra y la paz Tolstói fue capaz de dividir su propia y compleja personalidad en tres
protagonistas —Nikolai Rostov, Andrei Bolkonski y Pierre Bezujov— con objeto de ofrecer una visión más
completa sobre el impacto de la guerra en la juventud aristocrática de la Rusia zarista. Tolstói centra su
novela fundamentalmente en dos familias: la de los Rostov y la de los Bolkonski. Pierre, como hijo
bastardo, no forma parte de familia alguna sino hasta que se desposa con Natasha, luego de una larga y
sufrida trayectoria.
George Steiner ha comentado la admirable capacidad que tenía Tolstói para caracterizar a sus
personajes y para grabarlos en la imaginación del lector. Menciona entre otros recursos los espejuelos de
Pierre, la vivacidad de movimientos de Natasha, los defectos en el hablar de Denisov, las manos de
Napoleón y el pesado andar de la princesa María. De tal modo que llega a afirmar que “llegamos a
conocer a Natasha mejor que a muchas mujeres en nuestras vidas”.8
Pues bien, de los tres personajes principales acaso el más simple y tal vez también el más alejado
de la propia sensibilidad de Tolstói sea Nikolai Rostov. Impulsivo, respetuoso de la autoridad y de las
instituciones, admirador del zar y francamente conservador, Tolstói pinta a Nikolai como un hombre
honesto si bien limitado en sus inquietudes. Contrario a lo que hace su primo Boris Drubetskoy, que ha
crecido a la sombra de la familia Rostov, Nikolai prescinde de las influencias de la suya y se enlista en el
ejército ruso como un húsar más. En principio Rostov le sirve a Tolstói para tratar un tema que ha llegado
a ser clásico en las novelas de guerra: la inseguridad y el miedo que sufre el joven soldado antes y
durante sus primeros combates. Rostov padece miedo, siente el anhelo de huir del campo de batalla y
exagera y miente sobre su participación en la guerra. Sin embargo, a la larga supera sus limitaciones y
temores para convertirse en un soldado valiente y responsable.
En la célebre escena de la cacería que, según afirma Edmund Wilson,9 tanto admiraba Lenin,
Nikolai se duele de su mala suerte en el juego y en la guerra. No incluye, sin embargo, al amor. Pues una
de las más grandes ironías de la novela consiste en que Sonia, su prima y su novia desde la infancia,
declina la oferta de matrimonio que le hace Dolokhov por amar a Nikolai, quien le ha prometido casarse
con ella. Herido por el rechazo a su propuesta, Dolokhov juega a los naipes con Nikolai, quien pierde una
cantidad más que considerable si se toma en cuenta la cada vez más exigua fortuna de los Rostov. Con
ello Tolstói ilustra, sin mencionarlo explícitamente, aquel viejo refrán de afortunado en el juego, etc. La
ironía final de la evolución de Nikolai se lleva a cabo cuando conoce a María Bolkonskaya en Luisiya Gori,
en donde él actúa como un soldado viril y caballeroso. Este encuentro lo llevará a desposarse con ella en
lugar de con Sonia, que debe sacrificar su amor en bien de la economía de la familia Rostov para
convertirse en una “flor estéril”.
En la guerra Rostov encuentra su valor y su madurez. Encuentra también lo absurdo de la guerra
en el combate de Ostrovna, que lo lleva a ganarse la cruz de San Jorge y la reputación de héroe. En
plena batalla Nikolai logra capturar a un dragón francés en el que reconoce no tanto a un enemigo como a
un ser humano cualquiera, con tanto miedo como otrora tuviera él.
Una especie de corolario en torno a las atrocidades de la guerra se da en el personaje de Petya
Rostov, el hermano menor de Nikolai. En una de las escenas más conmovedoras y literariamente mejor
logradas, Tolstói evoca el entusiasmo, el valor y la ingenuidad del que apenas fuera un adolescente
ansioso de participar en la guerra. Petya es admirador y tiene como modelos a su propio hermano Nikolai,
a Denisov y al valiente Dolokhov. Participa en la “guerra de guerrillas” que tan buen resultado les diera a
los rusos para combatir a Napoleón, cuando los franceses se retiraban hacia Smolensko. Enardecido,
buscando la gloria desde ése su primer combate, Petya recibe de súbito un balazo en pleno cráneo.
Muere con valor pero infructuosamente y Tolstói nos deja ver, por medio de este personaje, el contraste
entre las expectativas románticas del joven y la cruda realidad de la guerra.
Más interesante que la personalidad de Rostov es la del melancólico príncipe Andrei Bolkonski, a
quien la guerra le sirve como vía de escape a su escepticismo ante la vida. Desencantado del matrimonio,
se enlista en el ejército como ayudante del general Kutuzov. Se comporta como un héroe durante la
batalla de Austerlitz, al encabezar a su regimiento enarbolando la bandera con el fin de infundir ánimo en
sus compañeros que huían despavoridos. Resulta herido, pero la cercanía con la muerte le inyecta un
nuevo amor por la vida, que Tolstói expresa en el momento en que Andrei contempla el cielo azul y
sublime con ojos renovados pues, a través de ese cielo logra hacer conciencia de su propia humanidad.
Poco después su esposa muere y queda viudo y con un hijo. Tiene apenas treinta y un años de
edad y ya se siente viejo y desencantado. Conoce a Natasha Rostov por casualidad y este encuentro lo
renueva como al viejo encino que parecía muerto en medio del bosque de abedules. Un nuevo
desengaño, a causa de la infidelidad de Natasha, lo vuelve hacer caer en su habitual amargura e ironía y
prácticamente se deja herir de muerte, en la batalla de Borodino.
Pero en la hora de su muerte Andrei logra superar sus conflictos internos, incluyendo el ciego
rencor que sentía contra Anatol Kuragin a quien persiguió implacablemente con el fin de matarlo. Una de
las tantas ironías dramáticas de la novela se da cuando Andrei, ya para entonces herido de muerte,
escucha que le están amputando una pierna a un soldado que resulta ser su enconado enemigo Kuragin.
Luego de una infructuosa búsqueda de meses lo encuentra finalmente “miserable, sollozante,
desfallecido”, al borde de la muerte al igual que él. Entonces Andrei siente un “amor compasivo…por los
errores ajenos y por los suyos propios”.
Pero como creación literaria ninguna tan atractiva como Pierre Bezujov. No hay personaje más
humano en toda la novela, tanto por su bondad como por su ingenuidad, por sus incertidumbres como por
sus torpezas. Bezujov inaugura un nuevo tipo de héroe en la literatura moderna. Como en el caso del
tema de la guerra, el antecedente de Pierre se encuentra en Fabricio del Dongo de La cartuja de Parma.
Sobre todo en lo que toca a su carácter de antihéroe, pues en principio posee más defectos que
cualidades y, a los ojos del lector, causa más lástima que admiración.
De los tres personajes principales, Bezujov es el que sufre la transformación más radical a causa
de la guerra. El, que buscó la justificación de su vida y su “equilibrio interior” en los placeres y desórdenes
juveniles, en la filantropía, en verse casado con la mujer más deslumbrante de la aristocracia rusa, que
buscó la respuesta a sus incógnitas en la masonería y que llegó tan lejos como para proponerse matar al
mismo Napoleón, encuentra su sentido al verse prisionero de los franceses.
La figura de Pierre le sirve a Tolstói para darle a la novela un cierto desparpajo, muy propio de la
personalidad de Bezujov, para darle el sentido del humor que equilibrará las partes filosóficas y
farragosas en las que cae con frecuencia el narrador. Desde el inicio de la novela Pierre se halla metido
en líos: bien porque defiende a Napoleón en una fiesta de aristócratas, bien porque está entre los jóvenes
que amarraron a la espalda de un oso a un policía y lo echaron al río; porque desea imitar la hazaña de
Dolokhov de beber una botella de ron de un trago parado en el pretil de la ventana de un primer piso o
porque se ve involuntariamente mezclado en las intrigas de los familiares que buscan convertirse en los
herederos de su padre. Todos estos episodios le infunden una gran amenidad a la novela, además de
darle un carácter más humano y veraz al personaje de Pierre. Sus peripecias, a veces chuscas, a veces
dramáticas, se mantienen a lo largo de toda la novela: Pierre tiene que batirse en duelo con Dolokhov, el
más afamado buscabullas entre los jóvenes rusos y con el que lo engaña su esposa, y resulta vencedor
por mero azar; como Fabricio del Dongo, “deambula” en plena batalla de Borodino vestido de levita verde
y con chistera blanca, causando la risa y el desprecio de ambos, rusos y franceses por igual. Y ciertas
escenas, como aquella en la que se embriaga en su propia casa con el capitán Ramballe, durante el
pleno sitio de Moscú, forman ya parte de los grandes momentos humorísticos de la literatura.
Lo curioso es que, a pesar de su carácter chusco, de sus indecisiones y torpezas, Pierre adquiere
una enorme estatura moral. Luego de su larga e ingenua búsqueda logra encontrar “su nueva y
consoladora verdad: que no hay nada terrible en el mundo”.10
Privado de su libertad conoce a Platón Karatayev, el “hombre natural” —que refleja el sentido en el
que Rousseau influyó a Tolstói—, quien mediante su entereza y su espontaneidad le revelerán lo que se
ha convertido en uno de los grandes dogmas tolstoianos: “Mientras haya vida habrá felicidad.”11
Como puede observarse, a pesar del espíritu rígido de Nikolai, del pesimismo del príncipe Andrei y
de las confusiones de Pierre, Tolstói, como Homero, refleja el profundo respeto que le inspira la vida aun
a pesar o tal vez debería decir a causa de la misma guerra: La guerra y la mortandad hacen estragos pero
el centro subsiste…ni la quema de Troya ni la de Moscú serán para siempre.12
III
A partir de que fue publicada, La guerra y la paz ha servido de modelo para infinidad de novelas. La
insignia roja del valor es una de las más evidentes. De hecho, ciertos países como los Estados Unidos se
han visto claramente marcados en su literatura por las sucesivas guerras en las que han participado. La
guerra civil dio lugar a novelas como Lo que el viento se llevó y la misma La insignia roja del valor. La
Primera Guerra Mundial propició la escritura de Adiós a las armas y la Guerra Civil Española Por quién
doblan las campanas, así como la Segunda Guerra Los desnudos y los muertos, De aquí a la eternidad,
Trampa 22 y, más recientemente, Gravity’s Rainbow. Existen ya varias novelas sobre la guerra de Corea
y la guerra de Viet-Nam, aun cuando no se las conozca todavía a nivel popular.
De manera semejante, la Revolución Mexicana ha sido una inagotable y acaso la más importante
fuente de inspiración novelística del México moderno. Y si bien es cierto que muchas obras se escribieron
con un carácter más o menos documental, para las generaciones sucesivas a la Revolución han servido
como catalizador que ha permitido a los novelistas narrar en perspectiva el impacto de esta lucha en
nuestros días.
De igual manera se han utilizado los temas de la Revolución Soviética y la Guerra Civil Española. Y
sin duda el tema contemporáneo de guerra más socorrido es el de la invasión alemana a los principales
países europeos, que ha suscitado todo tipo de obras escritas, en su mayor parte, para denunciar las
atrocidades cometidas por el régimen nazi durante la ocupación.
Es de hacer notar, sin embargo, que cada vez más las novelas que se ocupan de la guerra tienden
a ser enfoques limitados o parciales que, sólo en muy raras ocasiones, logran dar una idea de la vasta
complejidad de la guerra. Harry Levin atribuye el desprestigio literario de la guerra a la conscripción de
civiles y a la técnica moderna, que “ha eliminado totalmente el heroísmo y ha convertido a la gente en
cosas, minimizando la conciencia de lo que está ocurriendo. Todo lo que se sabe el soldado es lo que lee
en los periódicos después del combate”.13 Tal vez por eso al novelista contemporáneo le resulta cada vez
más difícil y cada vez menos atractivo enfrascarse en la descripción realista de una guerra que implique
grandes movimientos estratégicos y lineamientos históricos demasiado complejos como para hacerles
justicia en una obra de ficción. Conrad, a pesar de su estatura de novelista y de su depurado oficio, evade
la descripción de lo que fuera la revolución de Sulaco en Nostromo, así como García Márquez no se
adentra a escribir el enfrentamiento masivo entre liberales y conservadores en Cien años de soledad.
Faulkner escribe sobre los efectos más que sobre la Guerra Civil en el Sur de los Estados Unidos,
como Rulfo tomó sucesos aislados de la guerra cristera; significativamente Thomas Mann pone fin a La
montaña mágica con una escena en la que Hans Castorp, el protagonista, se encuentra en pleno comba
te en lo que es apenas el inicio de la Primera Guerra Mundial.
Aun así, todo parece indicar que la guerra seguirá siendo un tema ideal para la novela en tanto siga
habiendo guerras en el mundo. Los patrones cíclicos y repetitivos de muchas historias de guerra narradas
a lo largo del tiempo y en diversos países han permitido que Borges haya ingeniado cuatro historias
sustanciales a la humanidad que “Durante el tiempo que nos quede seguiremos narrándolas,
transformándolas.” En su arquetipo cíclico la historia de la guerra es la siguiente:
Una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad
será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil. El más famoso de los agresores sabe
que su destino es morir antes de la victoria.14
NOTAS
1
Harry Levín, The Cates of Horn, New York, Oxford University Press, 1966, p. 137.
2
E. M. Forster, Two Cheers for Democracy, New York, Harcourt, Brace and Company, 1951, p. 219.
3
E. M. Forster, Aspects of the Novel, Great Britain, Penguin Books, 1968, p. 46.
4
Henry Troyat, Tolstoy, New York, Doubleday and Co., 1965, p. 282.
5
Isaiah Berlín, Pensadores rusos, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 128.
6
Ibid, p. 140
7
Ibid, p. 145.
8
George Steiner, Tolstoy or Dostoevsky, Great Britain, A Peregrine Book, 1966, p. 82.
9
Edmund Wilson, To the Finland Station, New York, Doubleday, 1953, p. 384.
10
León Tolstói, La guerra y la paz, México, Compañía General de Ediciones, 1960, Tomo II, p. 552.
11
George Steiner, op. cit., p. 88.
12
Ibid., pp. 76-77.
13
Harry Levin, op. cit., p. 137.
14
Jorge Luis Borges, “Los cuatro ciclos”. El oro de los tigres, Obras completas, Buenos Aires, Emecé
Editores, 1974, p. 1128.
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