Besos a la luz de la lona

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Besos a la luz
de la lona
Editorial Demipage
Pez, 12. Madrid 28004
00 34 91 563 88 67
www.demipage.com
Besos a la luz de la lona
primera edición, abril de 2016
­© Demipage, 2016
Ilustración de cubierta
Jean-François Martin
© de los Textos
Quique Peinado, Enrique Turpin, Eduardo Arroyo, Juan Carlos Onetti, Ignacio Aldecoa,
Ana María Shua, Juan Villoro, Ricardo Piglia, Eduardo Halfon, Roberto Fontanarrosa,
Pedro Juan Gutiérrez, Liliana Heker, Roberto Fontanarrosa, Abelardo Castillo,
Armando López Salinas, Ray Loriga, Antonio Martínez Menchén, Elizabeth Carolyn
Richmond de Ayala, Gonzalo Suárez, Juan Villoro, Fernando León de Aranoa,
Eduardo Berti, Ignacio Aldecoa, Manuel Alcántara, Joan de Sagarra, Jacinto Antón,
Jack London
Traducción de «Por un bistec»
Patricia Wilson
ISBN
978-84-944472-5-9
Depósito legal
M-6973-2016
Impreso en Estugraf impresores, S.L.
Queda prohibida toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio
o procedimiento, incluyendo la reprografía y el tratamiento informático.
Demipage
presenta
Besos a la luz
de la lona
PRÓLOGO
El 6 de diciembre de 1984, la Asociación
Médica Americana (AMA), como antes había
hecho la Academia Americana de Neurología,
pidió la abolición del boxeo profesional y amateur.
Argumentaba que, si bien no es el deporte más
peligroso que existe (en el ranking de mortalidad
está en un honroso séptimo puesto), sí es el único
cuyo objetivo es herir al contrario, hacerle daño.
Decía la asociación que en otros deportes del país,
como el fútbol americano o el hockey sobre hielo,
el objetivo no es causar lesiones al otro sino marcar gol, y que el daño colateral en forma de lesiones derivadas de los golpes era eso, un perjuicio
indeseable, no el fin último.
La esperanza de vida media de un norteamericano es de setenta y seis años; la de un
jugador de fútbol americano profesional, de
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
cincuenta y siete. La encefalopatía traumática
crónica es una enfermedad que se asocia a la
actividad de los jugadores de este deporte y que
ha provocado un descomunal número de muertes anticipadas. Mike Webster, estrella de los
Pittsburgh Steelers que desarrolló su carrera en
los setenta y los ochenta, sufrió impactos en la
cabeza equivalentes a veinticinco mil accidentes automovilísticos leves. Las muertes de ex
jugadores con evidentes síntomas de enfermedad mental se han sucedido y, en 2011 y 2012,
dos jugadores retirados, Dave Duerson y Junior
Seau, se quitaron la vida sin cumplir los cincuenta años pegándose un tiro en el pecho. No
se dispararon en la cabeza con el objetivo de
que se estudiaran sus cerebros. Una situación
insostenible e insoportable. «Cuando era joven,
jugué un poco al fútbol americano. Un par de
veces sentí cómo me pitaba la cabeza y me tuve
que sentar para no caerme», reconoció el propio
presidente Barack Obama en un congreso que
estudiaba el fenómeno de los daños que provoca ese juego en los jóvenes. Sin embargo, ninguna Asociación médica ha pedido su abolición.
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PRÓLOGO
Los niños siguen yendo a los estadios y, sobre
todo, jugando desde edades muy tempranas. En
España, por acudir a la realidad más cercana,
el boxeo sin protección no se permite hasta la
mayoría de edad; un menor ni siquiera puede
acudir a una velada. Entonces, ¿por qué esa diferenciación moral ante realidades cuando menos
paralelas?
No mentía la AMA, como no mienten, en la
raíz de su razonamiento, todos los que consideran el boxeo una aberración. Los aficionados al
noble arte, o al menos yo, tenemos que batallar
con el hecho casi indiscutible de que nos gusta
una actividad (llamarlo deporte quizá no sea
exacto) moralmente reprobable. Se llama contradicción. Todos las tenemos, pero en mi caso es
más sangrante: odio la violencia en cualquiera
de sus vertientes. Veo una pelea en la calle y no
puedo evitar apartar la cara, el cuerpo me pide
irme. Cuando observo por la tele a dos jugadores de hockey zurrándose con saña y sin guantes, cuando veo uno de esos golpes terribles del
fútbol americano en los que el jugador pierde el
tono muscular del cuello y la cabeza le pega un
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
latigazo, o cuando se me cruzan imágenes de un
KO. de MMA, se me revuelve el estómago. ¿Por
qué, entonces, la fascinación por el boxeo?
Los principales culpables, quizá, son libros
como el que acabas de abrir. Ningún otro deporte
(llamémoslo deporte por convención) ha tenido
mejores plumas a su servicio ni ha dado literatura y periodismo tan fértil: Truman Capote,
Tom Wolfe, Norman Mailer, Gay Talese, Jack
London. Lo admiraron Hemingway o Cortázar.
Dylan cantó al Huracán Carter en una de las
mejores canciones de su carrera. El boxeo le dio
al cine la mejor película de deportes de todos los
tiempos, Toro Salvaje, con el que quizá es el mejor
papel de Robert de Niro. En España lo sublimó
Manuel Alcántara, tan bueno como Mailer pero
sin ser racista, y lo pinta, lo escribe y lo colecciona Eduardo Arroyo.
Uno de esos maravillosos libros de boxeo,
que son los mejores textos que uno se puede
echar a la cara, es Del Boxeo, de Joyce Carol
Oates. La prolífica novelista estadounidense, a
quien su padre hizo devota del noble arte llevándola a las mejores veladas que se recuerdan,
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PRÓLOGO
reflexiona con una lucidez inigualable sobre
la naturaleza del pugilismo y hace vibrantes
introspecciones sobre por qué siente esa fascinación por él. Una de las mejores es la que da la
vuelta a uno de los argumentos más habituales
para desacreditar el boxeo: que es un espectáculo en el que se liberan los instintos violentos
más primarios, que despoja, de alguna manera,
al ser humano de lo más preciado que tiene: la
capacidad de controlar sus impulsos naturales
nocivos. Oates define el boxeo como la capacidad suprema de controlar los instintos, porque
los púgiles son capaces de sobreponerse al más
natural de los impulsos: el de la supervivencia.
Ese que nos hace apartar la mano cuando algo
nos quema, el que nos hace encogernos cuando
se aproxima un peligro, el que desata en nosotros reacciones imprevisibles cuando estamos en verdadero peligro. El boxeador inhibe
ese instinto y se lanza contra él: se enfrenta
al dolor y a la posibilidad de la muerte sin
red. Todos los peleadores que han muerto en
un ring en el boxeo moderno lo han hecho por
la incapacidad del árbitro, negligente al no
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
parar la pelea. Pero todos ellos también despreciaron la muerte y se levantaron o siguieron en pie cuando el más elemental de sus
impulsos tendría que haber hecho que salieran
corriendo. No es este un argumento para oponer a los abolicionistas; quizá les dé más razón.
Pero sí es una razón para explicar mi (nuestra)
fascinación por el boxeo.
El boxeo nos enfrenta a lo que somos y a lo
que podemos ser sin artificios. No hay balón,
no hay justificación, no hay dulcificación de la
ceremonia de la violencia. Aun siendo el boxeo
de hoy un deporte hipercontrolado en el que los
riesgos para los que lo practican se han reducido
drásticamente (me atrevería a decir que, entre los
boxeadores que hoy están en activo, las consecuencias terribles de su práctica, como la conocida demencia pugilística, tan habitual entre los
que lo practicaron hace algunas décadas, tendrán
mucha menos incidencia que las consecuencias
funestas del fútbol americano, por ejemplo, y a
pesar de que la tasa de mortalidad en su práctica
es muchísimo menor que la de otros cuya abolición nadie pide sea el salto BASE o el mismo
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PRÓLOGO
alpinismo), representa un espectáculo violento y
sangriento. Cuanto más lo conoces, más desentrañas las maravillosas estrategias que preparan
desde las esquinas, más admiras la preparación
que hace que los golpes que reciben sean muchísimo menos graves de lo que parece, más te das
cuenta de que sus peligros son mucho más limitados. Y cuanta más literatura de la «dulce ciencia»
devoras, más intelectualizas tu admiración. Pero
lo cierto es que la experiencia de presenciar un
combate, al menos como yo la vivo, me provoca
sensaciones tan intensas y activa tantos resortes
en mí que es algo inigualable: paso miedo, cierro
los ojos por pura repulsión, experimento euforia, hago análisis complejísimos, contemplo una
forma de belleza, siento orgullo por los valores
de los tipos que se suben al ring. Y eso solo puede
provocártelo algo realmente grande.
No le pido a nadie que lo entienda ni que sea
comprensivo. No le quito razón a quien cree que
me gusta algo bárbaro. Sí me niego a que yo sea
inhumano, un delincuente, porque me apasione
este deporte. Creo que me ayuda a experimentar
toda mi humanidad. Toda.
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
Y por encima de toda esta verborrea pedante
y falsamente sofisticada con la que os acabo de
obsequiar (ya lo siento), está mi admiración por los
boxeadores por encima del boxeo mismo. Verlos
entrenar, verlos andar, verlos subir al ring, verlos
moverse, verlos en la coronación de la victoria y en
la humillación de la derrota. Subir a un ring siempre es enfrentarte a la vida o a la muerte: no literalmente sino en sentido figurado. No debe haber
un mayor subidón de vida que ganar una pelea,
ni una mayor contradicción para un ser humano:
acabas de conquistar la gloria haciendo daño. «A
veces me pregunto por qué estoy boxeando. En
mi naturaleza no está golpear a un tipo hasta que
se cae», decía «Maravilla» Martínez, el campeón
del mundo de los pesos medios más brillante de la
última década. En su última pelea subió a un ring
neoyorquino contra Miguel Cotto con las rodillas
destrozadas y las manos muy mermadas, sin ninguna posibilidad de ganar, porque, tras una vida
de lucha, ese día iba a cobrar la bolsa que le iba
a solucionar la vida. «A veces un hombre hace lo
que tiene que hacer», dijo cuando le preguntaron
por qué no se había rajado y se habría ahorrado
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PRÓLOGO
el castigo. Y ahí llega la derrota del boxeador, la
mayor de las humillaciones. Y por eso no es un
deporte: porque en cualquiera de ellos la derrota
supone un contratiempo, una tristeza, una decepción. En el boxeo supone que te despojen de lo
más valioso que tienes: tu humanidad y tu orgullo. Te pegan, te hacen sangrar y te hacen perder el
conocimiento delante de cientos, miles o millones
de personas. Te ven caer, tambalearte, humillarte.
Y, cuando todo acaba, cuando el árbitro levanta la
mano del oponente, si tienes la suerte de poder
salir por tu propio pie, abandonas el pabellón
andando, mientras todos te miran, quizá con
compasión, en el peor de los casos reprochándote
que lo hiciste mal. Como si no tuvieras bastante.
Nadie más admirable que un boxeador. Nadie
más inspirador para las letras que un boxeador.
Nadie nos enfrenta más a nuestras contradicciones que un boxeador. Por ellos y ellas vivo en
contradicción.
Quique Peinado
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ESTA EDICIÓN
El boxeo es como la música: cada día se aprende algo.
Boxeo porque me da fuerza.
Miles Davis
La primera advertencia útil que se le acostumbra a dar a un boxeador es la misma que debiera
recibir cualquiera que desee iniciarse en la lectura:
no cerrar nunca los ojos. Como ocurre en el arte
del pugilato, también el acto de la lectura propicia
en los practicantes que el mundo entero entre por
la vista. El mundo entero. El que se contiene entre
las tapas de un libro, el que acierta a convocarse
entre las cuerdas de un cuadrilátero. No existe
nada más cuando se está dentro de la ficción o
cuando se está subido al ring. De esa conexión
vendrá la acertada proclama cortazariana sobre
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
las dos distancias del relato, aquella que asevera
que la novela vence por puntos mientras que el
cuento siempre debe ganar por KO. El deber
del cuento. Esta es, pues, una antología repleta
de knockouts, ninguno de ellos técnico, como
manda la tradición de un deporte repleto de claroscuros y potentes dosis de misticismo que ahonda
sus raíces en la infancia animal de lo humano.
La infancia. Un jovencísimo Muhammad Ali
ingresó en el boxeo porque un matón de barrio
le robó su bicicleta y pensó que si se preparaba
le daría al ladrón una paliza; el pequeño y pusilánime Mike Tyson le lanzó un juego de puños
casi mortal a un bravucón porque mató una de
sus palomas favoritas. El lector no habrá de forzar la memoria para reconocerse en algún episodio en el que se encontrara mano a mano con
un rival de infancia: una pelea por un palmo
de más o de menos en el juego de las canicas,
alguna trampa mal disimulada durante una
apuesta de cromos, la defensa de un hermano
menor, la disputa por una novia afrentada…
La dinámica de la reyerta consistía entonces en
ser, más que en decir. Avanzar y sacudir como
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ESTA EDICIÓN
mejor se pudiera, con las armas más antiguas
del ser humano: los puños. La cosa se zanjaba
a puñetazo limpio, claro. Y si el asunto se ponía
feo, venía aquello de pies para qué os quiero que
otorgaba automáticamente pasaporte a una gloria de extrarradio al púgil ocasional que ya no
hacía nada por perseguir a su adversario y en
su soledad saboreaba los honores de la victoria.
Era también aquel un tiempo en el que fuimos
reyes, cada cual a su manera, en la verdad o en
la mentira, pero de algún modo todos llegamos
a mover los puños con cierto ritmo, y la cadencia
de nuestro juego de piernas no pretendía imitar
a boxeador alguno, tan solo invocaba un espíritu
ancestral en el que el golpe anárquico valía tanto
como la valentía de continuar en la pelea a pesar
del peligro que conllevaba insistir en nuestra
osadía. En el fondo, aquel boxeo improvisado de
calentón sanguíneo sintetizaba lo que supone el
ejercicio de vivir, en palabras de un espectador
de lujo en peleas de demonios propios y ajenos, el
habilidoso peso pluma Martin Scorsese: «Te dedicas a golpear y a que te golpeen, que es lo que
haces cuando sales de casa. Es el primitivismo en
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
un mundo supuestamente civilizado». El boxeo
tornea el cuerpo, fibra los corazones, labra el destino y, como ocurre en esta selección de piezas
narrativas, convoca a las musas.
Aunque está claro que el mejor golpe es el
que no se da, nunca viene mal un poco de técnica
para favorecer que el adversario quede entre las
cuerdas a merced del punch ganador. Es lo que
en jerga pugilística se conoce como cutting off the
ring. Todos los antologados que aquí bailan sombras y realizan juegos de manos —más que de
pies— son consumados prestidigitadores de la
palabra. Certeros embaucadores de sueños que
saben asimismo volar como mariposas y picar
como avispas. Para ellos, la página en blanco es
el cuadrilátero iluminado desde arriba por la luz
de la invención que luego se emborrona y, con la
suerte que socorre a los audaces, se convierte en
el arte contenido en las páginas que el lector tiene
entre sus manos. Aquí la pelea es con el lenguaje,
con la palabra esquiva. Sabido es que la violencia
del verbo causa dolores más profundos y persistentes que las luchas cuerpo a cuerpo, bien sean
las de estirpe homérica, que poseen un ritmo más
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ESTA EDICIÓN
pausado, bien las virgilianas, que se deciden por
un golpe seco y decisivo tras el veloz estudio del
rival. A pesar de todo, es el mensaje sublimado
en arte lo que se privilegia, como ya aventuraba
Píndaro en la Grecia antigua con aquel adagio
que rezaba: «Son raros los que logran triunfos sin
trabajo». Lo confirmaba el maestro Jaime Sabines
en un encuentro fugaz con una boxeadora mexicana que aspiraba a convertirse en poeta: «Para
llegar a ser buen poeta se necesita trabajo, oficio,
disciplina. Así como aprendiste a boxear, así hay
que aprender a escribir». Sangre, sudor, lágrimas
(cuerpo y alma) y algún quiebro favorable de la
fortuna. De ahí, a la gloria cum spe nec metu. Con
esperanza, sin miedo, y —no lo olviden nunca—
con los ojos siempre bien abiertos.
Una anónima narradora quechua solía decir
que los cuentos se explican para dormir el miedo.
Un boxeador, en cambio, diría que se pelea para
conjurar ese mismo miedo, para que sea el
miedo el que acabe besando la lona envuelto en
el cuerpo del adversario. Quien está encima del
cuadrilátero, si ha podido llegar a cierto grado de
sabiduría pugilística, lo que desea no es noquear
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
a su rival. Quiere pegarle, alejarse y mirar cómo
le duele el golpe. Quiere su corazón, el envoltorio musculoso y rítmico donde reside el miedo.
Ese era el deseo de Joe Frazier; esa es la imagen
ralentizada de Muhammad Ali cuando, en la
madrugada del 4 de octubre de 1974 en Kinsasa,
renunció a asestar un último golpe a George
Foreman por el secreto placer de mirar cómo
este se tambaleaba y se acercaba milímetro a
milímetro a la lona que iba a arrebatarle el título
de los pesos pesados como vigente campeón y a
traspasarlo al más elocuente de los boxeadores
que ha dado el noble arte de los puños.
Con miedo o sin él, alguien debía contar las
hazañas de quienes han convertido al boxeo en
un modo de vida, en una pasión que les devuelve
la sombra de lo que podrían llegar a ser o, simplemente, la única forma de redención social que
se toleraba en tiempos de ignominia. Entre los
convocados a esta antología, injusta como toda
selección, se encuentran narradores que han
entendido lo que hay bajo los guantes y lo que
depara la mente de un boxeador antes, durante
y después de la pelea. Se trata de narradores de
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ESTA EDICIÓN
ficción y cronistas de ambos lados del Atlántico,
emparentados por un idioma que desde muy
pronto se convirtió en eco ilustre de las victorias
y derrotas de los púgiles. Algunos quedaron a
las puertas del volumen, como Julio Cortázar
o Luis Sepúlveda, pero puede afirmarse que el
espíritu de sus historias ronda entre estas páginas, de igual modo que lo hacen otros tantos
escritores universales que han puesto voz a los
entrenamientos, combates y retransmisiones de
estos duelos sudorosos entre caballeros y, con el
devenir de los tiempos, también entre damas.
Desde su primer latido, esta antología se
entendió como un modo de homenajear al
boxeo, de restituir cierto orgullo y honor a un
deporte visto, por una parte, como enseñanza
de vida y, por otra, como lucha contra el destino. De ahí que la estructura que presenta sea
la de un combate, con su parlamento inicial,
sus rounds o asaltos y sus crónicas de sucesos. Para afianzar la sensación de que el lector asiste a una velada pugilística —en la que
la palabra le gana la partida al puño, en una
nueva vuelta de tuerca al tópico de las armas
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
y las letras—, se ha optado por emparejar a los
escritores por categorías. Pero como en ningún
momento se pensó en confeccionar un canon
de excelencia literaria, dado que la calidad de
los seleccionados ya está suficientemente contrastada, se jugó con la idea de enfrentarlos
por el peso de sus relatos: el número de páginas iba a ser la báscula mágica que hiciera de
juez y asignara los emparejamientos. De ese
modo, la antología cubre todas las categorías normativas del boxeo, y se pasea por un
espectro que va del peso pesado al peso
paja; esto es, del cuento largo al microrrelato,
pasando por todos los pesos y distancias intermedios. Pero el lector avezado notará, más allá
de algunas agradables sorpresas, una presencia extraña, un aire clásico que envuelve toda la
velada y hace que este cruce de combates literarios conecte con la estirpe los grandes narradores de aventuras. El padrino del conjunto
a punto estuvo de serlo Arthur Conan Doyle,
pero su elegante novela Rodney Stone (1896),
en la que se ensalza el boxeo a puño descubierto, traspasa la frontera de las brevedades.
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ESTA EDICIÓN
El honor recae en el gran Jack London, que,
además de vendedor de periódicos, ladrón de
ostras, peón en fábricas de yute, orador callejero o buscador de oro, también fue cronista de
boxeo (recuérdense sus crónicas de 1910 para
el New York Herald, desplazado a Nevada —el
único estado americano en el que el boxeo no
estaba vetado— para cubrir el combate en el
que Jack Johnson noqueaba al hasta entonces
invicto Jim Jeffries). Un año antes, en 1909, Jack
London daba a la imprenta Por un bistec, quizá
el mejor relato que se haya escrito sobre boxeo.
Ahí estaba ya la épica, el coraje, el sacrificio y
el miedo que acompañarán por siempre jamás
a estas historias envueltas en glorioso blanco y
negro, llenas de claroscuros de alegrías, infamias y miserias. Relatos todos ellos que se
viven como retazos palpitantes de sueños en
los que un golpe puede alzarte a la inmortalidad o, tras tirar la toalla, sumergirte en un
infierno de por vida.
Lo demás es silencio, escribió el bardo
inglés. Pero en el cuadrilátero al que da forma
el volumen que ahora el lector sostiene en sus
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
manos se oye a alguien contando hasta diez,
mientras una minúscula campana se prepara
para tañer a victoria. El mundo que se contenía
entre las cuerdas del ring se va a desbordar y ya
no habrá sino gloria o frustración. Un combate.
Una lucha. La vida. Pasen, lean y, por lo que
más quieran, no se les ocurra bajar la guardia.
Enrique Turpin
26
LA PREVIA
LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
Recuerdo aquel 29 de septiembre de 1950
como la fecha de una revelación, de la comprensión de una realidad amarga. El boxeo sí
era un deporte, pero también, y sobre todo, era
un terreno de sufrimiento; en cuanto al ring,
metáfora de un cuadro virgen, pronto se convertiría en una superficie cubierta de agua, sangre,
resina, polvo y sudor. Apenas se oía el ruido de
los pasos de los púgiles que avanzaban el uno
hacia el otro o que retrocedían, en aquel escenario terriblemente iluminado. Cuando un cuerpo
fulminado caía al suelo, partículas de polvo se
materializaban, se ponían a volar. El ruido sordo
del cuerpo del boxeador que se derrumbaba en
la lona soplaba al oído del espectador fascinado
que era yo que en el boxeo, incluso si se gana, se
pierde. El hombre en pie —el vencedor— sabía
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
que si aquella noche no llegaba a conocer nada
del doloroso calvario en que consiste doblar la
rodilla, o la tragedia del caído con los brazos en
cruz, del crucificado sobre la lona, lo aprendería más tarde. Sabía que se encontraría inevitablemente en la situación del hombre vencido,
con los ojos bañados de angustia, la respiración
jadeante, esperando a que terminara el suplicio.
Todo sucedería a dos luces. La noche caía lentamente sobre el viejo estadio Metropolitano de
Madrid y el cuadrilátero de bombillas proyectaba
sus luces sobre otro cuadrilátero de un blanco
irradiante: el ring. Un poco más tarde, aquel ring
levantado en el centro de aquel vetusto estadio
de fútbol se convertiría en el mejor escenario
posible para un drama nunca ensayado, nunca
representado. Ante cincuenta mil espectadores,
sobre aquella superficie blanca entre doce cuerdas, el madrileño Luis de Santiago intentaría
robarle a Raymond Famechon el título de campeón de Europa. Ciertamente, este era uno de
los más brillantes boxeadores de esa familia de
pugilistas franceses diseminados por el mundo
entero, todos profesionales y todos adeptos de la
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LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
tribu de los angustiados de la nariz en parabrisas y de las orejas al revés.
Estábamos a 29 de septiembre de 1950 y yo
tenía exactamente trece años. En mi vida he
visto muchísimos combates de boxeo. Pequeñas
reuniones en las provincias francesas, en Italia,
en Bélgica también. Campeonatos de Europa,
Campeonatos del Mundo a los cuales asistía en
las ciudades adonde me conducían mis viajes.
En aquellos tiempos, más a menudo que ahora,
asistía a los juegos de la vida y la muerte, a las
ceremonias del fracaso, al diálogo de los puños y
al monólogo de la tristeza. Diría yo como Danny
DeVito. en La Guerra de los Rose: «En esas cosas
no hay victoria; se trata solamente de una progresión en el fracaso».
Mi admiración por Luis de Santiago era total.
No se trataba de un boxeador muy potente, sino
de un luchador de los que a mí me gustan, provisto de una inteligencia y de una calidad técnica
envidiables. Era hermoso verle con sus esquivas,
buscar la apertura y meter por ella el puño derecho o el gancho de izquierda para alcanzar el
rostro o el hígado de su adversario. Yo creía que
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
él iba a ganar aquel combate y, como yo, el estadio abarrotado por miles de espectadores también lo creía y lo esperaba.
Frente a él, apareció Famechon envuelto en
su albornoz y extraordinariamente pálido. Su
rostro regular, excepto unas cicatrices en la barbilla, encarnaba para mí la idea que me hacía
de un ángel, de un ángel mortífero. Luis se
desplomó en el tercer asalto. En menos de diez
minutos, sus sueños y los míos se habían desvanecido para siempre. El ángel de cara de niño,
reluciente de vaselina, le había destruido. Un
gancho al hígado tan preciso como una firma y
todo había terminado, cada uno se iba rumbo a
su destino.
Luis abandonó el boxeo, según manifestaban los periodistas decepcionados, quizá por
haber escuchado quejarse a su mujer demasiado: «Lástima que no se haya roto la pierna. Si
se volviera cojo, Luis ya no podría volver a pisar
el ring».
En cuanto a Raymond Famechon, ignoraba
que se encaminaba hacia su desgracia después
de más de trescientos combates. Unos años
32
LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
más tarde en París, otro español, Fred Galiana
—cuyo verdadero nombre era Exuperancio—,
puso fin a la carrera del francés imponiéndole un
terrible castigo en el Vel d’Hiv. Famechon, después
de intentar suicidarse y «suicidar» a su mujer en
su chalet de Aulnay-sous-Bois, trabajó de mozo en
la estación del Norte antes de que le condenaran
por haber robado cuatro mil francos de la época
a una modesta criada. Luego se dedicó a lavar
cristales y más tarde trabajó en una gasolinera en
Chelles. Repetía sin parar el leitmotiv de su nueva
vida: «Se acabó… Estoy perdido para el boxeo,
abandono el boxeo. Soy un hombre abandonado».
Se pasaba los días machacando esa cantinela, las
mismas palabras que había pronunciado en el
vestuario después de su último combate.
Por lo que a mí, espectador mudo, se refiere,
en aquella remota noche de septiembre, como los
cincuenta mil testigos de aquel combate, había
adivinado que no existe victoria en asuntos como
aquellos, solo una progresión en el fracaso.
Después de esa gran desilusión, me pareció
comprender que amar el boxeo era percibir la
vida de los puños, o simplemente la vida, con
33
BESOS A LA LUZ DE LA LONA
cierto pesimismo, con un realismo llano, amargo,
casi siempre decepcionante, casi sin sorpresas…
A partir de aquella noche, he amado para siempre un espectáculo crepuscular, un espectáculo
de noche oscura, donde la poesía nace de muy
lejos, como a remolque, un rito épico, trágico,
modesto y, sobre todo, popular, un rito cuyos
servidores —los combatientes— son los hijos de
la modestia, de la esclavitud, de la pobreza.
Pero ¿qué es un boxeador sin otro boxeador?
Nada más que una sombra; cuando boxea solo,
el boxeador pelea contra su sombra. Durante el
entrenamiento en la sala, hace shado, se persigue a
sí mismo, avanza y retrocede con su sombra. Para
la gente cínica o demasiado realista un boxeador
es un atleta, dos boxeadores son un buen negocio.
El boxeador se manifiesta para con el otro; sin
el otro no existe. No es nada más que una sombra.
Para vivir el boxeador tiene que destruir al otro, a
ese otro necesario, a ese otro inevitable, tiene que
derrumbarlo, acabar con él y castigarlo.
En su biografía sobre Muhammad Ali,
Richard Durham se complace en contar un episodio sorprendente. Joe Frazier iba en su Cadillac
34
LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
descapotable, color de oro, con Ali. Este había
dejado de combatir hacía tres años y en aquella
época parecía que ya no combatiría nunca más
por sus enfrentamientos con la justicia americana
(se negaba a participar en la guerra del Vietnam).
Ese viaje-combate duró cuanto dura el camino
entre Filadelfia y Nueva York. Los dos campeones, encerrados en el coche, intercambiaban golpes verbales, más o menos amistosos, esperando
cruzar al fin los verdaderos. Un boxeador no es
nada sin el otro boxeador. Se trata de una relación
ceñida, asfixiante, que tiene absoluta prioridad
respecto a cualquier otro tipo de relación. Se vive
en el otro, por el otro, con la curiosidad y el interés del otro. De pronto, quizá aprovechando la
parada en una gasolinera, como si de una pausa
entre dos asaltos se tratara, los dos hombres
hablan de lo que conocen sobradamente:
Frazier: «Te quedas en casa cuando estás
herido. Casi no sales de casa».
Ali: «Ya… Vagas y duermes. Esta es la desgracia. Y cuando tienes dinero tienes ganas de
algo nuevo».
Frazier: «Exacto».
35
BESOS A LA LUZ DE LA LONA
Ali: «Te comprendo. Quédate siempre con un
buen Cadillac. No es tan caro. La primera pasta
verdadera que ganes gástatela en una casa, una
buena casa para tu mujer y tus chicos».
Frazier: «Ya…».
Ali: «De esta manera, cuando te machaquen,
siempre tendrás sitio donde dormir».
Como otras veces, llega la separación. Se
separan hasta el próximo diálogo, pero ya no
encontrarán al mismo interlocutor. Se acabó
el combate. Con los laureles de la victoria se
entremezclan las inconveniencias de la derrota
que anuncia el fin. Entonces, como en una pantalla, aparecen imágenes saturadas de sufrimiento; el boxeador empieza a hojear el sinfín
de páginas del repertorio de todos los tipos de
dolor. El púgil se ha separado del otro, se ha
alejado del diálogo anterior, solo quedan las
heridas. Algunas muy visibles: a veces estallaron las cejas, un ojo se cerró y la boca se ensangrentó; ocurre también que la nariz resultó
más abultada que de costumbre y más aplastada. Otros deterioros aparecen más tarde, después de haber reflexionado sobre el fracaso, al
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LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
analizar la caída. En un hotel, en la falsa intimidad de una habitación, el boxeador se va
enterando de las huellas que el combate pasado
dejó en su cuerpo y ya no sabe qué pensar de la
realidad del diálogo de los cuerpos. Tendrá que
llevar a cabo la tarea de reconstruir el recuerdo.
Un soldado español de buena o mala fortuna, el peso welter «Dum Dum» Pacheco,
tituló la compilación de sus recuerdos de
boxeador Mear sangre. Cuenta un episodio revelador: «Miré a Pampito, mi cuidador, le hice un
gesto y lanzó la toalla. Perdí por abandono.
Llegué al vestuario porque me ayudaron. Me
tuvieron que duchar y secar. Me quedé tendido
en el banco alrededor de una hora sin poder
recuperarme. Sin esperar más, nos fuimos al
hotel; yo no podía con la maleta. Me asusté
mucho cuando fui al baño y meé sangre…».
Ray «Sugar» Robinson, el más sorprendente
boxeador del mundo, recordará para siempre,
después de su derrota contra Randy Turpin
en Londres, los gritos de su mujer Edna Mae,
y de sus hermanas al descubrirle en la bañera
de su habitación del hotel donde descansaba.
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
Gritaban y lloraban al ver que el agua estaba
roja de sangre. Ray «Sugar» se bañaba en su
propia sangre.
¿Cómo no pensar en Randy Turpin? ¿Cómo
olvidar que el 17 de mayo de 1966, después de
haber herido en un acceso de locura a su hija,
puso fin a su vida saltándose la tapa de los sesos
con un fusil de caza?
El boxeador vive en un mundo dominado
por la despiadada ley de la cronología. El boxeador sueña con minutos, está preocupado por los
gramos con los que tiene que trampear y que le
amargan la vida. Boxea contra el tiempo, boxea
en el tiempo, lucha contra la báscula y contra el
reloj. Cronos lo devora como devoró a sus hijos.
Lo curioso es que, colocándome ante el cuadro de Goya Saturno devorando a su hijo, siempre
pensé que Cronos, Dios del Tiempo y Dios del
Invierno, no se comía a su hijo. Yo nunca me creí
que devorara a su hijo. Estaba seguro de que
dedicaba su glotonería a un caramelo duro o a un
caramelo blando, a una butifarra o a un chorizo.
Hoy día estoy convencido. Sé perfectamente, considerando las espaldas y los restos de la víctima,
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LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
que lo que Cronos se traga con tanta gula es un
boxeador. Por el volumen podría tratarse de un
peso pluma o de un peso ligero. Por lo demás no
cabe la menor duda: Cronos devora a un boxeador. En la vida del púgil todo está determinado
por el segundero. Tres minutos son la tarifa establecida por cada minuto liberador. Un minuto es
el tiempo convenido entre dos asaltos, cuando el
boxeador se pone en manos de los cuidadores,
cuando recupera el aliento, cuando observa en el
rincón adverso a su contrincante, réplica exacta de
sí mismo sentada en plena luz. Pero esos minutos
son brevísimos, mucho más breves que los minutos agotadores del combate. Ya tiene que ponerse
en pie y avanzar sobre la lona manchada, pisoteada; es el momento de reanudar el diálogo interrumpido con el adversario, apenas recompuesto,
con las heridas que siguen sangrando a pesar de
los ungüentos cicatrizantes. Pero ¿se trataba verdaderamente de un minuto de descanso?
Al Brown había hecho dibujar un irrisorio y
noble blasón en su tarjeta de visita. El escudo está
dividido en cuatro campos: el lado superior a la
izquierda representa un guante de boxeo abierto
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
a modo de saludo; debajo un cubo, una palangana de cuidador, el recipiente donde se enjuaga
el protector dental y la toalla cubierta de sangre;
en la parte ocupada por el campo superior derecho, un gallo mira el guante del campo contiguo… un gallo matutino, patético emblema de
Alfonso, este perturbador impenitente del sueño
ajeno; más abajo, el taburete reparador donde las
posaderas de los púgiles reposan entre asalto y
asalto. Al cruce de los campos un pequeño ring
da vida a todo este juego infantil de las cuatro
esquinas. Más abajo, en letra gorda: Al Brown,
World’s Bantamweight, escrito en un pergamino
enrollado. Encima del conjunto campea una
corona, demasiado grande para ser auténtica,
quizá de cartón, como si hubiera sido dibujado
musicalmente por Offenbach.
Se debería grabar ese escudo en las tumbas
de los que se encerraron entre las doce cuerdas,
si es que esas tumbas existen. Anaxágoras enseñaba que el hombre es inteligente porque tiene
una mano; sin embargo, no se ha de grabar en el
mármol ni el guante ni la mano sino el blasón de
Brown. Los objetos comunes del boxeador son el
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LOS ADEMANES DE LA SOLEDAD
taburete, la esponja y el cubo, verdaderos símbolos de su soledad y de su agonía…
Tres minutos y un minuto. Un minuto y tres
minutos. No solo durante el combate sino también en la sala, cuando el boxeador se entrena e
imita el futuro combate; los golpes que da y recibe
resuenan pesadamente en sus oídos por culpa
del casco protector. Pero la mayor preocupación
del púgil sigue siendo la báscula, objeto principal de temores y esperanzas, protagonista inevitable de inexactitudes y mentiras. Es de saber, en
efecto, que esta vieja romana ha sido manipulada
y trucada a gusto desde los orígenes de la ciencia
pugilística.
El boxeador vive con la báscula y vigila esos
gramos que determinan su vida, ya que los
combates se estipulan según el peso… Si, en el
momento del pesaje oficial, el boxeador no pesa lo
que debe, si pesa demasiado, tendrá que pagarlo,
sea con dinero, sea con sudor.
Creo que en una ocasión Fred Galiana tuvo
que inventar una sauna improvisada. Para pesar
el peso justo, para deshacerse de los gramos
que le sobraban, se encerró en un automóvil a
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BESOS A LA LUZ DE LA LONA
mediodía en pleno mes de agosto. Aquella misma
noche llegó terriblemente debilitado al combate.
Minutos, gramos, largas e interminables
pausas… Ya lo decía Ali, pausas y una casa para
cuando te destruyan. Después de la derrota y
para siempre a partir del momento en que el
boxeador se hace viejo y se jubila, los minutos
se vuelven horas, horas interminables; los gramos se vuelven kilos de sobra… Y al púgil no le
queda más remedio que esperar la muerte.
Recuerdo que en «El fin de Morganson», de
Jack London, el buscador de oro, el hombre es
vencido por la naturaleza. Y la muerte acaba por
triunfar: «No había creído que morir fuera tarea
sencilla. En aquel momento, se tenía rencor por
haber luchado y sufrido tanto, como lo había
hecho durante semanas interminables, engañándose a causa de su temor a la muerte. Ese miedo,
finalmente, había sido la causa de todos sus
sufrimientos, era el amor a la vida lo que le había
atormentado tanto. La vida había desacreditado a
la muerte».
Eduardo Arroyo
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