De Madrugada

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De madrugada
numerosas obras del gobierno. Le gustaba vestirse con lo mejor y
llegar a donde fuera acompañado de mujeres llamativas y de sus
infaltables guaruras.
Manuel se levantó el cuello de la chamarra de cuero. El viento,
El Blu representaba lo que Manuel más detestaba en el mundo. La
prepotencia estridente, el triunfo absoluto de la tranza, el mal gusto
de la presunción cínica y descarada. Y, sin embrago, también sentía
una profunda envidia, obscura y amarga, de su fantástica ropa de alto
diseño que haría ver bien hasta a un cerdo, de su bólido deportivo
que exudaba sensualidad y poder, y de su absoluta seguridad en sí
mismo, afincada en su dinero y en la fuerza de sus contactos
familiares.
como navaja, le rasgaba la cara a esa hora de la madrugada. Venía de
trabajar horas extras como barman en “Arusha”, un antro para
juniors y niñas fresas. Ahí se ganaba algunos pesos para financiar
sus estudios y a numerosas muchachas que caían en trance cuando él
les clavaba sus ojos pardos.
Había llegado a trabajar a la media noche y a esa hora “Arusha” ya
estaba a reventar. Apenas encontró lugar para estacionarse a unas
tres cuadras del antro. Pero la noche le había pintado bien: buenas
propinas y varios números telefónicos con cálidas promesas
incluidas. Especialmente las de Adriana. Sin duda, ella era algo
especial.
Manuel recordó con una sonrisa cómo, en algún momento de la
noche, Adriana aprovechó que él había tenido que salir de atrás de la
barra, para abordarlo hasta untarse a su cuerpo y rozarle la oreja con
sus labios. Aún para los estándares de Manuel, eso era demasiado.
Sobre todo si se tomaba en cuenta que Adriana estaba acompañada
por un tipo que si no era su novio, parecía morirse de ganas por
llegar a serlo.
Manuel lo conocía de vista. Le decían el Blu. Quizá por el color de
la piedra de su ostentoso anillo o tal vez por su físico de luchador.
De cualquier manera, el Blu era de cuidado. Hijo de un importante
político local, había escalado posiciones como constructor de
Por eso, tal vez, había dejado que Adriana se le acercase tanto. Por
eso, quizá, primero trató de mantener su distancia, pero luego posó,
insinuante, su mano en la cadera de Adriana, exactamente ahí, donde
la piel bronceada se asomaba entre la blusa y el ajustadísimo
pantalón, mientras cruzaba sus ojos maliciosos y sonrientes con la
mirada helada y contenida del Blu. Esa había sido una forma de
mostrar su superioridad de macho, de hacer alarde de su poder de
seducción, de demostrarle al Blu quien era el jefe y de hacerle
entender, que más allá del dinero, “el que puede, puede”.
Lo que más le gustó a Manuel fue ver cómo Adriana se derretía de la
emoción al regresar a su mesa y cómo al Blu se le revolvía el
estómago del coraje, mientras trataba de disimular lo sucedido.
Manuel apretó el paso. El frío calaba fuerte, así que se sumió aún
más en su chamarra y bajó un poco la cara para aminorar los
latigazos del viento y para observar en la oscuridad por dónde
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caminaba. Dobló la esquina donde había dejado el coche. La calle
estaba aún menos iluminada que cuando se estacionó, así que reforzó
su atención en las irregularidades de la banqueta. Ya casi llegaba,
por lo que se aprestó a activar el control remoto para abrir la puerta
del auto.
De pronto sintió un empujón punzante en el hombro, casi en el
pecho. Desconcertado levantó la vista y se encontró con el rostro
pétreo del Blu. A su lado, dos guaruras hacían de escolta. Manuel se
paró en seco y sintió el sabor ácido del miedo cuando observó la
pistola azul cobalto en la mano del Blu. Al mismo tiempo, uno de los
guaruras, sin sacar la mano de su inmenso saco negro, presionaba el
botón de llamada de su celular.
Te vas a morir cabrón, le dijo el Blu. Manuel tenía la garganta
obstruida por la angustia y no lograba articular palabra. En ese
instante, en la esquina que recién acababa de doblar, una patrulla se
detuvo suavemente con la torreta encendida. Manuel vio la calle
girar en sucesiones de rojos, azules y blancos, y pensó que era un
milagro. Pero la patrulla sólo se quedó en su sitio y apagó las luces.
Quieta, ronroneando, al acecho.
El policía que conducía la patrulla apenas volteó y de reojo observó
la escena, pero fue suficiente. A la distancia alcanzó a ver los ojos
aterrados y suplicantes de un muchacho. Un segundo después la
patrulla prendió y apagó las luces como un flashazo premonitorio.
Entonces el Blue amartilló la pistola. Manuel quiso decir algo,
cualquier cosa, pero ya no tuvo tiempo. Tres detonaciones
resquebrajaron la madrugada en mil pedazos. La patrulla arrancó
lentamente y se alejó del lugar, mientras el Blue y sus escoltas se
desvanecían sin prisa en medio de la noche.
***
A Jaime le reventaba el tipo que atendía en la barra de “Arusha”. Era
uno de esos imbéciles que están convencidos de que con su
presencia lo pueden todo. Un pobre diablo que trata de abrirse
camino en este mundo a fuerza de braguetazos, pensando que
mientras más encumbrada sea su compañera de cama, más cerca
estará él de la cima. Pero ya le pararía el alto. Sólo era cosa que le
diera el más pequeño motivo… Qué curioso, desde que era niño así
le decía su padre un minuto antes de tundirlo a golpes o de
humillarlo frente a personas selectas: dame un motivo para pararte el
alto. Y después lo aplastaba.
Jaime siempre fue un niño solo. Su madre murió unos minutos
después de darlo a luz y su padre, enfrascado en la lucha política por
el poder y el dinero, apenas había tenido tiempo para verlo, aunque
con unos tragos, y algo más, siempre encontraba la ocasión para
molerlo a golpes entre aspavientos, provocaciones y risotadas.
Jaime se desquitó en la escuela, que resultó el campo de batalla ideal
donde podía vengar las golpizas y las humillaciones de su padre. Su
físico desarrollado y su rabia contenida eran una mezcla explosiva
que generaba abuso, brutalidad y salvajismo con sus compañeros.
Por los profesores no había que preocuparse. El enorme poder de su
padre lo protegía de la autoridad escolar y le granjeaba calificaciones
aprobatorias. Así fue incluso en la universidad, donde su padre
chantajeó y presionó a quien fue necesario para que le dieran a Jaime
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un bonito título de ingeniero. Todavía recordaba la foto de su
exámen profesional que su padre hizo publicar en todos los diarios
locales. Qué farsa, una de las especialidades de su padre.
Luego vinieron los contratos de construcción. Su padre tenía un
inmenso poder y sabía cómo utilizarlo. Pero también era un gran
hipócrita y mientras en público le decía mi tigre, en privado lo
humillaba y lo trataba como basura. Todo lo controlaba, nada era de
Jaime, hasta el último peso que gastaba, hasta la última acción de la
constructora, hasta el último clavo de las obras.
Su padre, si quería, podía destruirlo como a un insecto y le gustaba
amenazarlo con eso. Era una vileza que realmente disfrutaba. Con
las pupilas dilatadas por la droga y el aliento alcoholizado, tomaba a
Jaime de la nuca y le acercaba el rostro para decirle las cosas más
atroces y demoledoras. Había sido una vida llena de abusos, de
burlas, de humillaciones.
Entonces Jaime se desquitaba en el gimnasio y en los negocios. Le
enorgullecía su físico de luchador, perfeccionado a base de
arponazos y pastillas. Por eso le gustaba usar camisas ajustadas y
desabotonarse el cuello para dejar a la vista su pecho poderoso, que
adornaba con una gruesa cadena de oro. En los negocios era
despiadado y su falta de escrúpulos le reportaba enormes ganancias.
A su vez, el dinero le granjeaba amistades de ocasión y, por
supuesto, mujeres de toda clase.
Esa noche Jaime llegó a “Arusha” acompañado por su séquito de
costumbre, pero también de Adriana. Por alguna razón esa muchacha
le había llenado el corazón. Era hermosa, cierto, pero no más que
muchas otras que estaban al acecho de la aparente fortuna de Jaime y
que hubieran dado un brazo por atraparlo.
Como siempre, Jaime ordenó ostentosamente la mejor mesa y
apenas tomó asiento un mesero se acercó apresurado para encenderle
el puro de costumbre, que ya colgaba desdeñosamente de su mano.
La piedra azul del anillo de Jaime hizo juego con la flama del
encendedor. Luego de darle una profunda fumada a su Cohiba,
Jaime le hizo sitio a su lado a Adriana. Junto a ella se sentó Emilia,
una amiga de Adriana media rara, y los demás se acomodaron como
mejor pudieron, pero tratando, de manera soterrada, de quedar lo
más cerca posible del Blu. Los guaruras, por supuesto, se sentaron
en una mesa de al lado, tratando de disimular sus pistolas sobaqueras
y atentos a la menor señal de su jefe.
Jaime se sabía el centro de atención y comenzó a entablar plática con
Adriana, pero, por alguna razón, a ella parecía no interesarle
demasiado lo que él le contaba. Jaime se daba cuenta de que Adriana
lo oía, pero no lo escuchaba. Además, de manera intermitente ella se
volteaba para cuchichear y reírse con Emilia. Eran esas risitas típicas
de las mujeres cuando están hablando admirativamente de algún
hombre, y, estaba seguro, ese hombre no era él.
Pronto detectó a dónde se dirigía la mirada de Adriana. A la zona de
la barra, donde atendía ese pelagatos. Jaime apuró su whisky y se
paró al baño para tirarse una raya de coca. Uno de sus
guardaespaldas llevaba el polvo y los instrumentos para auxiliarlo en
la operación. Necesitaba urgentemente otro jalón para animarse,
afinar su ingenio y ganarse la atención de Adriana.
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Al regresar a su mesa, con el ánimo renovado, Jaime notó la
ausencia de Adriana. Escaneó el lugar y pronto la encontró cerca de
la barra, casi embarrada al imbécil del barman.
Jaime sintió que le pinchaban el corazón con un alfiler y las sienes le
palpitaron de dolor y de rabia. Apenas logró contenerse cuando
observó cómo el barman tomaba de la cintura a Adriana y cómo la
muchacha, gustosa, casi se dejaba acariciar las nalgas a la vista de
todos.
Jaime sentenció al barman cuando éste le dirigió una mirada burlona
que le recordó la de su padre. En ese momento algo se reventó en su
interior. Una furia ciega que aturdía sus sentidos y le gritaba que ya
no. Que otra humillación ya no, que otra afrenta ya no, que otro
ultraje nunca más.
***
En un barrio de la periferia de la ciudad, Adalberto salió de su casa a
las cuatro y media de la madrugada. El frío arrancaba pedazos donde
mordía. Tenía que caminar casi un kilómetro en esa oscuridad llena
de zanjas para llegar a la avenida Álvaro Obregón, donde tomaría
una pesera que lo habría de llevar hasta la estación del metro. De ahí,
con todo y transbordos, sólo haría unos cuarenta minutos al centro
de la ciudad y andando unas cuantas cuadras llegaría a la
comandancia de policía. Luego, le tomaría sólo unos minutos
tramitar la liberación diaria de la patrulla que le acaban de asignar
hacía apenas un par de semanas.
Lo de la patrulla estaba bien, pero el jale no era fácil. Él sólo, porque
poco le podría ayudar el cabo que le asignaron de pareja, tendría que
financiar de su bolsa el mantenimiento y el combustible de la
patrulla, y pagar a plazos su uniforme, su pistola reglamentaria y los
cartuchos. Pero además debería de pasar la cuota a sus superiores,
puntualmente, cada sábado por la noche.
Y no era cualquier cosa. Así que de él dependía que la patrulla
rindiera. De que se pusiera bien trucha para sacar el monto diario
requerido. De que penalizara con todo rigor, para terminar
arreglándose con una corta, las vueltas prohibidas, los excesos de
velocidad, los automovilistas con tragos…en fin, como le dijo su
comandante, de aprovechar todo lo que era y lo que no era.
El punto era exprimir la patrulla hasta la última gota. La única
condición: entregarla cada doce horas o pasar dos cuotas por
dobletear turno si trabajaba de largo las veinticuatro. Adalberto
necesitaba juntar lana para dar el enganche de la casita que había
visto con la Juanis allá por la salida a Puebla, también para
completar lo de la operación de cataratas de su papá, y para capotear
los gastos crecientes de sus tres niños, y para un montón de cosas
más que mejor ni quería repasar porque le entraba la nerviolera.
Una madrugada, mientras maldecía al lavarse los sobacos y la cara
con agua helada para irse a la chamba, pensó que ya estaba bueno de
trabajar de sol a sol por unos cuantos pesos. De ver cómo sus
compañeros compraban su carrito y luego su casa, y le daban una
mejor vida a sus familias con sólo atorarle al entre, mientras él
pasaba las de Caín sólo para llegar al próximo día de pago,
confiando, pendejamente, que podría subir en el escalafón apoyado
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tan sólo en su mejor desempeño. Ese día Adalberto se dijo que
tendría que hablar con el comanche y ponerse a sus órdenes, como lo
hacían todos.
Tuvo suerte, o eso creyó, porque pronto le asignaron una patrulla,
cuando otros habían tenido que esperar casi un año para ser tomados
en cuenta. Hasta después supo que la Juanis había tenido que
apechugar con el comanche y que eso había aceitado el trámite. Se
enteró porque se lo dijo, entre carcajadas, el Mandarino, uno de los
escoltas preferidos del comandante y uno de los más desalmados de
la corporación.
Adalberto nunca se había sentido tan humillado. No supo que hacer
y al final ya no hizo nada. Así de ganas tendría la Juanis de su casita,
de progresar y de vivir con más comodidades. Ni modo. Ahora
habría que atorarle. Aprovechar la oportunidad, trabajar duro y estar
a las vivas.
Ese día Adalberto iba a dobletear turno. La jornada transcurrió como
de costumbre, varios imprudentes, algunos acelerados y otros
inocentes, pero asustadizos, ya le habían completado la cuota.
Cuando empezó con la patrulla, Adalberto había experimentado una
sorpresa casi sensual al descubrir el placer oscuro de extorsionar con
placa. De inmediato sentía el poder cuando detenía a algún
automovilista o cuando interceptaba a sospechosos de algún delito
imaginario. Su uniforme y su cuarenta y cinco, galvanizaban de
terror al más pintado. Entonces se sentía poderoso, como nunca se
había sentido en su vida. La patrulla le había cambiado la
perspectiva del mundo. Tenían razón los que decían que no era lo
mismo estar abajo, que estar arriba.
Había sido un buen día, no se podía quejar. Y ahora venía lo mejor.
Al llegar la noche la ciudad cambiaba de usuarios. Y pasadas las
once salían los peces gordos, los que trafican, los que huyen, los que
se esconden, los que roban, los que llevan prisa, los que no quieren
ser vistos. Por eso la noche es el reino de los que cargan placa y
pistola y patrulla y mucha, mucha necesidad y ambición.
A las tres de la mañana sonó su celular. Carajo, seguro era la Juanis
para decirle que alguno de los chamacos estaba enfermo. Revisó la
pantalla del teléfono y vio que no era la Juanis. Era el Mandarino.
Qué raro. Algo se le ofrecería al comandante, pero con tanta gente
que tenía a su servicio no era lógico que le llamaran a él, y menos al
celular.
El Mandarino lo saludó con su voz cavernosa. Había un asunto
importante. Necesitaban que Adalberto les hiciera un paro. Era
urgente que se presentara de inmediato en el cruce de Las Flores con
Lucerna, a dos cuadras del “Arusha”. Todas las patrullas de la zona
estaban siendo enviadas a un operativo a varios kilómetros de
distancia, así que la suya sería la única presente en el área. Al llegar
al cruce establecido, Adalberto debería apagar las luces de la patrulla
y comunicarse con el Mandarino para esperar nuevas instrucciones.
Adalberto contestó, maquinalmente, entendido; pero su mente
volaba a mil por hora, evaluando como ráfaga las numerosas
implicaciones de la orden que acaba de escuchar. Recibir
instrucciones por celular no presagiaba nada bueno.
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Sintió un escalofrío a todo lo largo de su espina dorsal, y aceleró a
fondo para intentar llenar con velocidad el hueco que empezaba a
sentir en el estómago, mientras el cabo, su pareja, lo miraba
desconcertado.
Al llegar al punto establecido, Adalberto apagó las luces y en la
penumbra se reportó con el Mandarino. La siguiente instrucción,
precisa y seca, fue esperar a que sonara su celular en los próximos
minutos. No debería de contestar la llamada, simplemente debería de
prender la torreta y situarse exactamente en el cruce de las calles
indicadas. Luego, cuando no hubiera carros en los alrededores,
prendería y apagaría rápidamente las luces de la patrulla. Como un
flashazo. Después, siguió el Mandarino, vas a ver que algo sucede,
ya sabrás qué. Entonces te alejas despacito de ahí y te reportas
conmigo. Te vamos a dar un premio bien gordo por este paro mi
Adal, le dijo el Mandarino con una voz falsamente amistosa, pero no
nos falles.
Adalberto estaba pálido, el tono del Mandarino era el que usaba
antes de pasarte un fajo de billetes o de aplicarte la picana. Con la
garganta herrumbrosa, apenas pudo responder, por segunda vez en la
noche, entendido.
A pesar de que lo estaba esperando, Adalberto se sobresaltó con el
timbrazo del teléfono. Sintió que el corazón le daba un vuelco, pero
trató de serenarse para seguir las instrucciones al pie de la letra.
Prendió la torreta, avanzó lentamente los metros que lo separaban
del cruce de las calles acordadas y se detuvo con suavidad. La luz de
la torreta le daba a la noche un tono de tragedia, de accidente, de
sangre.
Adalberto observó por los espejos si el terreno estaba libre, y al
hacerlo, se percató de la escena que se estaba llevando a cabo a
menos de quince metros de distancia. Desde ese ángulo alcanzó a
ver los ojos aterrados de un muchacho que estaba siendo encañonado
por un tipo de espaldas enormes, escoltado por dos individuos aún
más grandes. Pobre infeliz.
El policía se dijo que ese no era momento de pensar, sino de cumplir
las órdenes. Verificó que no venían carros por ninguna de las calles
y prendió y apagó las luces en una fracción de segundo. El chispazo
de alógeno fue la señal. A la luz giroscópica de la torreta, el
muchacho recibió tres impactos de bala. Las detonaciones
acompañarían a Adalberto por el resto de su vida.
***
Los minutos parecían eternos en la oscuridad de la patrulla. El cabo
veía con curiosidad a Adalberto, pero la crispación de sus facciones
le hizo desistir de hacer cualquier pregunta. Era mejor no saber.
Adalberto estaba aferrado al volante, mientras el motor ronroneaba
suavemente en medio de la noche. La tensión en sus hombros y
antebrazos ya era insoportable.
Adriana era, lo que se decía entre sus familiares y amigos, una niña
buena. Nunca le había dado un problema a sus papás: era una hija
ejemplar, una estudiante ejemplar, una amiga ejemplar. Sus padres
esperaban casarla bien, es decir con alguien de dinero, de presente
rutilante y futuro promisorio. De su misma clase, vamos. Aunque,
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curiosamente, nunca mencionaban como prioridad que el futuro
marido de Adriana la quisiera.
Por su parte, la muchacha no quería defraudar a sus padres y estaba
más que dispuesta a cumplir sus sueños de verla de blanco junto a lo
que se llama: un buen partido. Ese asunto adquiría mayor urgencia
ahora, que había cumplido veinticinco años y que, de una o de otra
manera, aunque siempre con mucha sutileza y buenos modales, su
mamá aprovechaba cualquier oportunidad para recordárselo.
Adriana era una espigada diseñadora gráfica, guapa y talentosa. Con
motivo de sus quince años sus papás le habían regalado su primera
cirugía plástica y desde entonces le habían financiado otras dos. No
era un gasto, se decían en corto, era una inversión. Ahora tenía el
mundo a sus pies, era de ella, podía hacer con él lo que quisiera. Sin
embargo, las cosas no eran tan sencillas como aparentaban.
Adriana se sentía atrapada y no era capaz de encontrar la salida. Una
noche que se le fue el sueño, llegó a una conclusión: no había más,
cumpliría la ilusión programada de sus padres, aceptaría al más
prometedor de sus múltiples pretendientes y, de alguna manera, se
las arreglaría para llevar una vida paralela que colmara su corazón y
su alma.
Lo primero, entonces, era salir con alguien que prometiera. Por eso
aceptó salir con Jaime. Podría ser buen prospecto. No era feo, tenía
muuuucho dinero y estaba loco por ella. Desde hacía meses la
asediaba y cada mañana, al llegar a su trabajo, Adriana encontraba
sobre su escritorio un arreglo de orquídeas azules, la marca
registrada del Blue.
Cuando Jaime la invitó a “Arusha”, Adriana sabía que su plan iba
bien encarrilado. Sin embargo, le preocupaban los chismes. Los
inevitables dimes y diretes que por un lado o por otro podrían haber
llegado ya a oídos de Jaime. Y si no ahora, le llegarían después. Así
que lo mejor era pararlos en seco.
Por eso, en la primera salida con Jaime y sus amigos, Adriana se
había propuesto borrar cualquier duda. Para sentirse apoyada le pidió
a Emilia que la acompañara. Ella le ayudó a arreglarse como se
imaginaron que más le gustaba a Jaime y en la noche se comportó
como cualquiera de sus amigas que frecuentaban “Arusha”. Incluso
había llegado al extremo de coquetear con el infeliz del barman.
Fue muy cómico. Mientras Jaime le platicaba de quien sabe qué
negocio, ella y Emilia habían estado cazando a Manuel, al parecer
así se llamaba el empleadito, y cuando lo vieron salir de atrás de la
barra Adriana salió a su encuentro. En ese preciso momento Jaime
estaba en el baño, así que Emilia pudo darle todo su apoyo a
Adriana.
El pobrecito del barman se sorprendió con el abordaje de Adriana,
pero se recompuso rápido. Al principio mantuvo su distancia,
seguramente porque sabía que ella venía con el Blu, pero luego la
dejó acercarse. Adriana quería que no quedaran dudas y se acercó
más, hasta casi embarrarle su cuerpo. El ingenuo de Manuel pensó,
porque clarito se le veía en la cara, que ella de verdad quería todo
con él. El muy naco le puso la mano en la base de la espalda y casi le
soba las nalgas. Y eso que Jaime ya había regresado del baño. Se
puso fu-rio-so.
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Luego, Adriana regresó a la mesa y al sentarse sintió en la pierna el
contacto aprobatorio de Emilia. Se sintió tranquila y dispuesta a
brindarle su atención a Jaime, pero parecía que él ya estaba en otro
lado. Un ligerísimo rastro blanco en una de sus fosas nasales le dio
la explicación.
En ese momento decidió que Jaime no le convenía. Adriana le
susurró algo a Emilia que hizo que se iluminara su cara. Después de
unos minutos se disculparon y se fueron juntas del lugar. Jaime
apenas las escuchó y sólo movió afirmativamente la cabeza. Su
pensamiento estaba ocupado en lo que haría unas horas después.
Al salir de “Arusha” Adriana tomó de la mano a Emilia y la miró a
los ojos. Con la mirada reiteró lo que le había dicho al oído hacía
unos cuantos minutos: no más simulaciones, jamás se volvería a
ocultar. Felices y en silencio se adentraron en la noche, para vivir, de
frente al mundo, el milagro de su amor.
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