La Gripe De Buffalo Bill

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tesoros. Recortes de periódicos y revistas
que tenían relación con su héroe y su mundo
de fantásticas aventuras. Nunca se cansaba de
repasarlos una y otra vez.
Cuando un chico de doce años se aficiona
a un tema, llega a saber más que nadie. Y eso
era lo que sucedía con Jaime, y su apego a la
historia y las costumbres del Oeste
americano.
Podía señalar en un mapa la situación de
las diferentes tribus y de las batallas más
importantes. Las grandes rutas de las
caravanas y del «pony-ex-press» no tenían
secretos para él. Conservaba grabados de la
epopeya del ferrocarril y conocía por sus
nombres (en inglés porque no sabía
traducirlos) a los más renombrados caciques
indios.
Pero el apartado más valioso de su
colección era un gran sobre con las iniciales
B.B. Todo lo que de su héroe se había escrito
en castellano, catalán y francés estaba allí. Y
como su afición era conocida en toda la
comarca (gracias a su padre y al maestro,
sobre todo), tenía objetos extranjeros de
indudable interés.
Por ejemplo unas postales francesas en
las que se veía todo el tinglado del circo de
Buffalo Bill extendido a los pies de la recién
inaugurada Torre Eiffel. Otra, una octavilla de
propaganda de dicho espectáculo, con el
imponente explorador sobre hermoso caballo
blanco. Estos y otros recuerdos se los había
traído el señor Colomer, un rico propietario,
que viajó recientemente a la exposición de
París.
–Jaime, la cena está en la cocina.
– Pero si padre aún no ha venido... –
contestó a la vez que tapaba con el cuerpo sus
tesoros paraque no fueran vistos por su
madre.
–Ha tenido que visitar a la señora
Colomer, que se ha puesto enferma. Vendrá
tarde.
Jaime se entendía muy bien con su padre,
el doctor Talens, y lamentó no compartir la
cena con él. Siempre aprendía cosas
interesantes oyéndole contar su rica
experiencia de médico de pueblo. Y había
otra razón importante. Si el padre no estaba,
la madre le obligaba a comer en la cocina con
sus hermanas pequeñas, con lo que Jaime se
sentía rebajado de categoría.
Aquella noche, Genoveva, la excelente
cocinera, se sentía más habladora que de
costumbre.
– ¡Teresa! Haz el favor de comerte pronto
la sopa o llamaré a Pancha-Ampla, ese
malhechor que anda escondido por ahí, para
que se te lleve. Y tú, Jaime, deja a tu hermana
en paz. ¿O es que no tienes bastante con
pasarte las tardes guerreando con esos chicos
de la calle, en lugar de hacer algo de
provecho? Así, así, cogiéndole gusto a
navajas y pistolas empezó su carrera PanchaAmpla. Con lo majo chico que era...
Jaime se interesó al momento.
–¿Tú conoces a ese bandido, Genoveva?
–Naturalmente, ¿no sabes que somos del
mismo pueblo? Además, su madre y yo
fuimos muy buenas amigas. ¡Cómo sufrió la
pobre, que en Gloria esté! A tu edad, su hijo
ya era jefe de una pandilla que se batía a
cantazos con todo cristiano que le plantase
cara. Un día se le ocurrió desenterrar unos
muertos para embromar a unos campesinos
muy asustadizos. Pero el camposantero les
hizo frente y el joven Joan Pujol (que así se
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