Querido Willy, Siempre me ha apetecido discutir contigo sobre dos temas que me consta nos preocupan tanto al uno como al otro: la pobreza y la desigualdad. Como tú sabes –aunque tal no vez sea el caso de muchos de nuestros lectores- estos problemas –pobreza y desigualdad- no pueden tratarse de la misma manera; es más, la globalización reduce la pobreza y las desigualdades entre los habitantes del planeta, pero aumenta las desigualdades entre países y las desigualdades dentro de muchos países, desarrollados o en vías de desarrollo. Así que te propongo que, en el breve espacio de esta carta, los analicemos por separado. Empecemos, pues, por la pobreza. Se trata de una tragedia que no se alcanza a comprender consultando frías estadísticas o leyendo informes oficiales. Para entenderla, uno tiene que verla con sus propios ojos. Y yo la he visto y la he sentido en Haití, un país en que el 75% de la población se las tiene que arreglar con menos de dos dólares al día (pobreza) y el 61,7% malvive con menos de 1,25$ diarios (extrema pobreza). Y la he sentido antes en Mali, en Níger, en Togo, en la India… Estoy seguro en que los dos coincidimos en que la pobreza es el problema más importante al que debe hacer frente la humanidad y del que se derivan gran parte de las tragedias que día a día recogen los medios de comunicación: la mortalidad infantil, las epidemias, la emigración ilegal, el deterioro del medioambiente e incluso el extremismo yihadista. En Gaza, donde estuve hace apenas unos meses, malviven más de un millón setecientos mil personas, la mitad de ellas menores de 25 años; casi el 70 % en el paro. Una auténtica bomba de relojería. 1 Y ahora me vas a permitir que tire de estadísticas, aunque al hacerlo rompa con la ortodoxia epistolar. En 2011, había 1200 millones de personas que vivían con menos de 1,25 $ al día; un 80% de los habitantes de este planeta que carecía de protección social integral; 842 millones de personas que sufrían de hambre crónica. La mayoría de estos desheredados viven en el Sudeste Asiático, en Asia Oriental y el Pacífico y en el África Subsahariana (Informe del PNUD sobre Desarrollo Humano, 2014). Aunque también hay bolsas de pobreza en muchos países de América Latina y Oriente Medio. Como buen comunista que eres, hasta aquí poco puedes discutirme porque ya decía Lenin que sólo los necios discuten los hechos y tú puedes ser muy “rojo” pero, desde luego, no eres nada necio. Lo que sí me vas a discutir son las causas de la pobreza. El gurú antiglobalización más conocido es Joseph Stiglitz (“El Malestar en la Globalización”, 2002) que predica urbi et orbe que el avance de la globalización ha ido acompañado de un crecimiento explosivo de la pobreza. Robert Bissio, otro icono de la izquierda, sostiene también que “la erosión de la capacidad de los gobiernos de los países en vías de desarrollo para elaborar políticas para la erradicación de la pobreza y el incumplimiento por parte de los países desarrollados de sus compromisos de ayuda financiera y de la condonación de la deuda explican este crecimiento de la pobreza”. Afirmaciones que, para tu desgracia, no aguantan el contraste con los fríos datos estadísticos sobre la medición de la pobreza. Empezaré con un estudio que Xavier Sala i Martí divulgó en la Universidad Menéndez Pelayo allá por el año 2002. Sala presentó un informe en el que se analizaba la evolución de 125 países en un periodo de 30 años; casi todos los países del mundo menos los que formaban parte de la Unión Soviética, cuyas estadísticas no le 2 merecían confianza alguna. Con números en la mano sentenció: en 1998 había 400 millones de pobres menos que en 1970. Surjit S. Bhalla (“Imagine There´s No Country: Poverty, Inequality and Growth in the Era of Globalization”, 2002) llega más o menos a las mismas conclusiones: la pobreza cayó desde una tasa del 56% en 1950 hasta el 9% en el año 2009. Sólo en la década de los 90 la pobreza mundial se redujo en un 25,6%. El Banco Mundial, en un informe más reciente, remacha el clavo: en el año 2011, en los países en vías de desarrollo vivían en la extrema pobreza poco más de mil millones de personas; en 1990, 1.910 millones y en 1981, 1.930 millones. Más agua al vino de Stiglitz: los países que más éxito han tenido en la erradicación de la pobreza han sido los que mejor se han adaptado a la globalización, los que han apostado por el “buen gobierno” y han abierto sus economías a la competencia exterior. Los que han optado por cerrarse en sí mismos, han sido los que peor resultado han tenido. Países como Bahrein, Malaysia o Mauricio, con pocos recursos, son los que con más rapidez han desmantelando las barreras al comercio y han crecido más y creado más empleo. En el extremo contrario están países como Afganistán, Cuba, Eritrea, Somalia, Turkmenistán o la propia Venezuela que se muestran reacios a la hora de liberalizar sus mercados y que se sitúan en la cola del pelotón (Índice de Globalización económica KOF-2015). En estos últimos años, más del 80% de la inversión exterior se ha concentrado en una docena de países en desarrollo, mientras que la gran mayoría de ellos siguen sin tener acceso a una financiación exterior que necesitan como el comer. Pero una cosa es que la globalización haya reducido la pobreza y otra muy distinta que no podamos hacer más si cambiamos los patrones por los que se rige la actual globalización por otros más inclusivos. Cambio tanto más urgente cuanto que la crisis financiera y la crisis energética han demostrado que es necesario corregir los 3 daños colaterales de la globalización y hacer frente a sus efectos más perversos. “Cabalgar al tigre” como dicen los chinos. En el terreno que a mí me toca, quiero señalarte tres acciones que me parecen capitales para luchar contra la pobreza: buena gobernanza, política comercial justa y política de cooperación al desarrollo. La buena gobernanza, la primera receta para crecer y luchar contra la pobreza, es una cuestión de política interior, pero la acción exterior puede ayudar “exportando” buenas prácticas y contribuyendo a la institucionalización de los países en vías de desarrollo. Los programas MASAR (camino en árabe) y APPIA, de los que me siento muy orgulloso, quieren hacer precisamente eso: fortalecer las instituciones de los países del Magreb y del África Subsahariana. Las cifras – ¡otra vez lascifras! - demuestran que los países que cuentan con instituciones solventes son los que han tenido mejor comportamiento en materia de crecimiento, precios, empleo y comercio internacional, mientras que los que sólo cuentan con instituciones frágiles son los que han tenido un crecimiento demográfico más alto, un desempleo masivo, una gestión de recursos naturales deplorable, escasez de infraestructuras y un marco regulatorio arbitrario que los hacen muy poco atractivos para el capital internacional. Resumo: la pregunta que hay que hacerse no es por qué hay países pobres sino por qué hay países ricos. Pero eso es harina de otro costal; ahora me centro en la acción exterior. En relación con la política comercial, me limitaré a decirte que no hay reunión en la que los países emergentes no reclamen un desmantelamiento de las barreras arancelarias y no arancelarias de los países industrializados porque dificultan el acceso de sus productos agrarios a sus mercados. Para ayudar a los países pobres a salir de su subdesarrollo, es preciso, entre otras cosas, que los países desarrollados abran sus mercados a las exportaciones de estos últimos, especialmente para los productos agrarios y textiles que son, precisamente, aquellos en los que 4 pueden competir. En la actualidad, el proteccionismo agrario y textil y las subvenciones a la agricultura en la zona OCDE son dos de los más serios obstáculos al desarrollo de los países pobres. Baste recordar al respecto que estas subvenciones agrarias equivalen al PIB de toda África subsahariana, y son 7 veces más que la suma global que los países ricos dedican a la ayuda al desarrollo. Respecto a la política de cooperación poco voy a decir, porque eso lo voy a tratar in extenso en otra carta. Sí quiero hacer una mención a los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) que se centran en la disminución de la pobreza extrema y, muy especialmente, a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que incluyen áreas no tratadas antes como la desigualdad, la gobernanza, los derechos humanos y el crecimiento económico inclusivo. Recordar también que la Acción Exterior en materia de cooperación para el desarrollo es uno de los instrumentos más importantes de nuestra política exterior. Repito, eso lo trataré en otra epístola de la que te daré oportuna cuenta. Con suerte, te ayudará a volver a la buena doctrina. Pasamos ahora a las desigualdades. Las evidencias aquí son también nítidas: los pobres están mejor que hace unos años, pero los ricos también han mejorado. La cuestión radica entonces en averiguar si los ingresos de los más acomodados han aumentado a un ritmo más rápido que el de los pobres, es decir: si han aumentado las desigualdades. Y eso nos lleva a la pregunta siguiente: ¿Cómo medir la desigualdad? Medidas hay muchas pero hay una que goza de general aceptación: el índice de Gini, un coeficiente que va de cero a uno; el cero señala la igualdad absoluta (situación en la que todos los ciudadanos tendrían la misma renta, como en el sueño de Mao o de los jemeres rojos); y el uno señala la absoluta desigualdad, es decir que un solo individuo dispondría de toda la 5 renta nacional dejando a todos los demás sin nada como en el sueño del emperador centroafricano Bokassa. Seleccionada la herramienta, es cuestión de aplicarla a tres realidades distintas: la desigualdad entre todos los habitantes del planeta (desigualdad global), la desigualdad entre países o la desigualdad entre los que comparten un mismo pasaporte. Los resultados no son los mismos: la desigualdad global ha disminuido, la desigualdad entre países ha aumentado y la desigualdad dentro de los países también ha crecido. Empezaré por la desigualdad global. Los estudios de Dollar y Kray y los de Lafuente, Losa y Sánchez-Martínez demuestran que en los años anteriores a la crisis, las desigualdades entre personas han tendido a reducirse, no a aumentar. En los años posteriores a la crisis, esta tendencia ha continuado. “Probablemente por primera vez desde la Revolución Industrial, las desigualdades sociales se han reducido entre los años 2002 y 2008” (Milanovic, 2012). Sí contemplamos a la humanidad en su conjunto – como si no hubiera fronteras – las desigualdades entre los más ricos y los más pobres han disminuido en los últimos años, en los años de la globalización; reducción debida sobre todo a los éxitos cosechados por China, India, Vietnam y algunos otros países del sudeste asiático. Pero, como luego diré, estos éxitos no empañan el hecho de que las desigualdades dentro de muchos países se hayan acentuado en los últimos tiempos. Las cosas cambian cuando hablamos de desigualdades entre países, es decir cuando analizamos los países como unidades diferentes sin tener en cuenta el tamaño de su población. “Si tomamos los países como unidades, es verdad que las diferencias crecen, porque África la forman 50 países, pero tiene la mitad de la población. Por eso, las Naciones Unidas dicen que hay más 6 diferencias ahora entre los cinco países más ricos y los cinco países más pobres que hace treinta años” (Xavier Sala i Martí). ¿Qué ha pasado en el interior de cada país? ¿Cómo se ha distribuido la renta entre sus nacionales? Como antes he apuntado, las desigualdades dentro de muchos países sí han crecido en los últimos tiempos. Ciñéndome a los países de la OCDE me interesa resaltar que la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado en los años anteriores a la crisis y también en los años que llevamos apretando el cinturón. El índice de Gini ha pasado del 0,29% en los años 80 a una media del 0,32% en la actualidad, el más alto en los últimos años. Sí que se ha reducido las desigualdades en países emergentes como México, Perú, Brasil en estos útimos tiempos. Y eso son buenas noticias. Y ahora ha llegado la hora de filosofar un poco, de intentar entender lo que está pasando. En mi opinión, lo que ha pasado es que en los años de vino y rosas, las políticas neoconservadoras contribuyeron a acelerar al crecimiento, pero no contribuyeron a corregir las desigualdades dentro de cada país. En los años de llanto y crujir de dientes todos los países nos vimos obligados a practicar las famosas “devaluaciones internas” que perjudicaron, sobre todo, a los menos pudientes. Ahora que estamos saliendo de la crisis hay que devolver a los que más han sufrido parte de lo que han sacrificado. Pero esta es otra canción. Para que no me tomes el número cambiado, empezaré por decirte que no hay una alternativa razonable a la globalización y que, a mi edad, no voy a hacerme pionero ni pedir el ingreso en la “Joven Guardia Roja”. Cuenta Vargas Llosa que a principios del siglo pasado unos cuantos indígenas amazónicos, tras una votación, declararon abolida la ley de la gravedad. La globalización es, en mi opinión, tan inexorable como la ley de la gravedad y las declaraciones de los gurús de la antiglobalización tan fútiles como 7 las de los chamanes brasileños. Pero una cosa es que no haya alternativa a la globalización y otra muy distinta que sólo haya una manera de entender la globalización. Como te conté en el almuerzo que tuvimos hace unos días, los daños colaterales derivados de la globalización a palo seco, la crisis financiera y la crisis energética han cambiado el escenario económico y, a su vez, han provocado una revolución en el terreno de las ideas. Por primera vez en la historia de la humanidad, podemos cambiar las reglas del juego y ahormar el futuro a nuestro gusto. “La idea de que la humanidad puede acabar con la necesidad económica – dominando más que siendo esclavizados por las circunstancias materiales - es tan novedosa que a Jane Austen (la protagonista de Orgullo y Prejuicio, 1813) ni siquiera se le pudo pasar por la cabeza” (Sylvia Nasar, “Grand Pursuit”, 2011). Y dominar las circunstancias materiales quiere decir que hay que poner en marcha políticas capaces de resolver lo que Keynes llamaba “el problema político de la humanidad: cómo combinar la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual”. Si añadimos la responsabilidad medioambiental –algo que no estaba e el radar de Keynes cuando escribió esa frase, pero que ahora, a pocos meses de la Cumbre de París, está de plena actualidadtendremos la cuadratura del círculo. Los “reaccionarios” también tenemos sueños. La única diferencia entre los nuestros y los vuestros es que los nuestros siguen vivos y algunos de los vuestros se derrumbaron con el muro de Berlín. Me despido de ti como en los viejos tiempos en los pasillos de Bruselas: salud… España, y Monarquía. Un abrazo, P.S.: Junto a esta carta te remito un ejemplar de nuestra Estrategia de Acción Exterior, aprobada el pasado mes de diciembre tras un largo debate parlamentario. Si te invito a su lectura no es solo porque se trata de un texto en cuya redacción me he implicado personalmente, sino porque recorriendo sus páginas, en especial su 8 extenso preámbulo, hallarás muchas reflexiones sobre la globalización y sus consecuencias. Su lectura será un buen maridaje –así lo creo- para el menú de ideas que te he propuesto aquí. Un fuerte abrazo, 9