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Como faros en la espera (La viña somos
nosotros)
A la escucha de la vida/4 – Los ídolos, no Dios, son los
que necesitan espacios cerrados y tapiados.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/07/2016
“Si Moisés, Jeremías o Jesús hubieran
pensado que podríamos entender su
mensaje como un discurso edificante
para un lugar sagrado, o como una
meditación para un tiempo sagrado
o un espacio interior aislado del resto
de la vida, se habrían sentido
maravillados e indignados. Ni las
palabras de Moisés, ni las de los
profetas, ni las de Jesús estaban
destinadas a la vertiente religiosa de
la vida, porque esa vertiente no
existía.”
Paolo De Benedetti, La muerte de
Moisés y otros ejemplos.
«Voy a cantar para mi amigo la canción de su amor por su viña. Una viña tenía mi
amigo en un fértil otero. La cavó, la despedregó y plantó cepas exquisitas. Edificó
una torre en medio de ella, y además excavó un lagar. Esperó que diese uvas
buenas, pero dio uvas salvajes y amargas». (Isaías 5,1-2).
Esta viña pervertida somos nosotros. Es nuestra humanidad, que no da los frutos
que podría y debería dar. Han pasado más de dos milenios y medio desde que se
escribieron estas palabras, pero el espectáculo de la viña rebelde, deteriorada y
marchita sigue llenando el horizonte bajo el sol. Disponemos de todas las
condiciones para generar uvas buenas y en cambio seguimos produciendo uvas
salvajes. La misma mala uva de Caín, Lamek o Jezabel. En Sodoma, Daca, Niza o
Estambul.
Un agricultor plantó una buena viña, en el mejor terreno, y la cultivó con esmero.
La amaba y la cuidaba. Puso un centinela en el centro para protegerla de los
ladrones. Seleccionó las mejores cepas de la zona. Hizo todo lo que pudo por su
viña. Su único deseo era que creciera en esplendor y abundancia. Pero la viña no
le obedeció y dio malos frutos; renegó del trabajo del viticultor y lo despreció.
El agricultor puede poner todo de su parte para que el campo produzca frutos
buenos, pero la “viña” goza de una misteriosa libertad. Puede rebelarse y no seguir
la ley de la vida. Sólo quienes hayan poseído y cultivado una viña podrán intuir la
fuerza de este canto de Isaías. La vid necesita una relación simbiótica con el
viticultor, quizá más que otras plantas. Las viñas no producen buen vino sin las
manos, el trabajo y la atención continua del agricultor. Y pocos frutos como la uva
proporcionan una alegría tan íntima a su cultivador. Cuando mi abuelo llegó a los
90 años y tuvo que dejar de ir al campo, decidió plantar unas cuantas hileras de
viñedo delante de la puerta de casa. La viña es una de las imágenes más
recurrentes y reveladoras de la Biblia, símbolo de la mujer, de la esposa. Toda la
Biblia sube al altar junto con el vino.
La uva dañada y marchita era frecuente en la antigüedad. Parásitos, bacterias y
hongos afectaban con frecuencia a los viñedos y a los granos de uva, y no era raro
que se perdiera toda la cosecha. Todavía hoy el agricultor es el hombre de la
espera: depende de la libre obediencia de la tierra, de las plantas y de los insectos.
Aunque intente controlar con la técnica y la inteligencia la libertad de la
naturaleza, si no es un mercenario, sabe que el fruto de la tierra es sobre todo don,
y por consiguiente libre e incierto como todos los dones. La reciprocidad es la
primera ley del agricultor.
Pero la alegoría que usa aquí Isaías es todavía más fuerte: las vides se han
asilvestrado, las cepas se han desnaturalizado y han vuelto a la condición salvaje
que tenían antes de que el hombre las domesticara y extrajera de ellas vino
bueno. Transformar la vida de planta silvestre en viña capaz de dar vino fue un
largo proceso, una gran conquista técnica y cultural.
En la antigüedad, una viña era un espectáculo de excelencia humana. Estaba en
la frontera de la tecnología y la economía de aquel tiempo. Los que escuchaban a
Isaías en el templo o en las plazas, no necesitaban mediación alguna, porque las
viñas formaban parte de su vida. De este modo, todos podían y debían entender la
profecía cuando el canto de la viña llega a un gran golpe de escena: «La viña es la
casa de Israel» (5,7). Aquí Isaías abandona la alegoría para dirigirse a la política, a la
economía, a la vida de la gente.
Los profetas no dejan las alegorías y las metáforas para ir a la religión. Si pensamos
que las palabras de los profetas son religiosas, no entenderemos su fuerza ni su
naturaleza. Hablan de la vida, de toda la vida y sólo de la vida. Las creencias
comienzan a morir y a pervertirse cuando las aprisionamos dentro de un espacio
religioso.
Sin el aire libre de las ciudades, ninguna fe nos libera. Los que necesitan un
espacio sagrado, bien vallado y protegido, son los ídolos. No así la fe de los
profetas, que llevó al pueblo de Israel, a pesar de sus rebeliones, a celebrar a su
Dios en un templo vacío. Efectivamente, grande fue la sorpresa de Cneo Pompeyo
cuando, después de dominar a los judíos, entró en el templo de Jerusalén: «No
había imágenes de divinidad alguna, el lugar estaba vacío y el santuario tan
secreto no escondía nada» (Tácito, Historias, V,9).
Los templos buenos y amigos del hombre son los que nos dicen que Dios no
habita allí, porque su casa es el mundo y sólo allí hay que buscarlo y amarlo.
Nuestros tabernáculos son faros que esperan a Aquel que todavía no ha vuelto. La
voz maravillosa y única de los profetas nos repite con toda la fuerza y de todos
modos: la viña es nuestro mundo (Mt 13,38). El ser humano es más grande que su
dimensión religiosa, y la Iglesia puede ser un buen lugar para vivir y crecer si
adquiere las dimensiones infinitas del Reino.
Mucha profecía, demasiada, no llega a hoy hasta aquellos que deberían
escucharla, porque quienes ejercen por vocación esta función no logran rebasar el
ámbito religioso. No saben, o no quieren, encontrar palabras completamente
humanas para decir hoy las palabras de Isaías. Han olvidado que el lugar donde
habla el profeta es la plaza, la fábrica, el parlamento. Sólo ahí sabe hablar. Todos
los demás templos se le quedan pequeños y bajos. El profeta es “amigo de Dios”
(5,1) y por consiguiente amigo del hombre. También es amigo del agricultor, que
trabaja y espera la reciprocidad de la viña. No se pueden escribir cánticos eternos
como estos sin amar a los protagonistas de sus historias. Las alegorías que
explotan e instrumentalizan a sus protagonistas carecen de fuerza para convertir a
nadie.
Quiero pensar que si Isaías hablara hoy, usaría las palabras y el lenguaje de todos,
No querría usar otro. Una mujer, que trabajó duramente toda su vida, consiguió
con mucho sacrificio ahorrar un dinero, Se lo confió al banco de su pueblo. Invirtió
donde le aconsejó la persona que conocía, porque se fió de ella. Pero un día se
enteró de que sus ahorros se habían esfumado: los banqueros, en lugar de
guardarlo, lo habían usado para especular y los ejecutivos para aumentar su
sueldo. Un hombre tenía una pequeña fábrica. La había heredado de su padre y la
cuidaba. Un día un funcionario público le pidió una comisión si quería seguir
trabajando. El hombre sólo sabía hacer sillas y muebles de forma honrada, no
podía ceder al chantaje. Una mañana su fábrica dejó de existir, un incendio se la
llevó.
Tal vez Isaías contaría historias parecidas a estas, pero con mucha más fuerza y
belleza. Alcanzaría a su auditorio en su vida cotidiana, en sus pasiones y en su
indignación. Y después diría: “Ese banco es nuestro capitalismo, ese corruptor es
nuestro sistema político, ese mundo es el que hemos construido traicionando las
promesas y los pactos de nuestros padres”. La fuerza de la profecía está en saber
pasar de la viña a Israel, del banco al capitalismo, del corruptor al sistema
enfermo. Y después repetiría los mismos ayes, sin cambiar una coma: «Ay de los
que juntáis casa con casa y anexionáis campo con campo, hasta ocupar todo el
sitio y quedaros solos en la tierra. Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal,
que absuelven al culpable por soborno y niegan al inocente su derecho» (5,
8.20.23).
El cántico de Isaías no nos dice cómo se introduce el mal dentro de una viña tan
bien cuidada, no nos habla de la “tecnología” de la traición. Sólo nos dice que el
mal llega en contra de la voluntad del agricultor. La suerte de la viña está inscrita
en su historia: «Ahora voy a haceros saber lo que hago yo a mi viña: quitar su seto, y
será quemada; desportillar su cerca, y será pisoteada» (5,5). Cualquier buen
agricultor haría lo mismo. La viña se ha hecho salvaje. Ha desperdiciado el fruto
del trabajo de domesticación del viticultor. ¿Qué sentido tendría conservar una
prensa si no hay nada que vendimiar, o contratar un centinela, vallar, cavar, podar
y regar una viña salvaje? No se trata de castigo y mucho menos de venganza. A
Dios no le queda otra que sufrir mientras asiste al dolor causado por nuestras
acciones equivocadas. Su primera misericordia es llorar con nosotros y por
nosotros. El final de nuestras historias está en su comienzo: la viña vuelve a ser
pasto, las finanzas despiadadas quiebran, los mejores empresarios cierran o huyen
y el país se hunden su propia corrupción. Los profetas ven el mañana porque
saben leer profundamente el pasado y el presente y allí entrevén las semillas que
están a punto de madurar.
El primer viticultor que encontramos en la Biblia es Noé. Después de haber
desempeñado su misión y salvado a los seres vivos del gran diluvio, plantó una
viña e hizo vino (Génesis 9,20). En una tierra completamente marchita como la
viña, fue suficiente la presencia de un único justo, un hombre que respondió a
una llamada y construyó un arca de salvación. Una única vid, un solo racimo e
incluso un solo grano bueno pueden salvar una viña asilvestrada. Nuestra viña
también puede esperar: «Dios, vuélvete. Mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu
viña» (Salmo 80).
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