Representación y participación en la crítica democrática *

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Representación y participación
en la crítica democrática*
Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
El final de la Guerra Fría significó una doble y sorprendente transformación
conceptual para la comprensión de la innovación democrática. La participación
y la representación perdieron sus posiciones estables y opuestas en la teoría
democrática y asumieron nuevos roles analíticos. Examinamos esos cambios
y argumentamos que la oposición entre ambos conceptos se relacionó con
circunstancias históricas que ya no existen. El nuevo contexto ha permitido
la disociación analítica entre la representación y el gobierno representativo y
forzado precisiones del concepto de participación y su papel para entender
experiencias de innovación democrática.
Palabras
clave:
participación, representación, crítica democrática, gobierno
representativo, teoría democrática, innovación democrática
The Role of Participation and Representation for Democratic Criticism
Since the end of Cold War there has been a surprising two-fold conceptual shift
with deep consequences on our understanding of democratic innovation. Participation and representation lost their stable opposed positions within democratic
theory, performing new analytical roles. We argue that the opposition of both
concepts was closely related to historical circumstances that are not any longer
in place. New circumstances have allowed the analitic dissociation between representation and representative government, and new and more precise definitions of participation to understand democratic innovation experiences.
Adrián Gurza Lavalle
Centro de Estudios de la Metrópolis,
Centro Brasileño de Análisis y Planeación,
Departamento de Ciencia Política,
Keywords: participation, representation, representative government, democratic theory, democratic criticism, democratic inovation
Universidad de São Paulo, São Paulo, Brasil
[email protected]
Ernesto Isunza Vera
Centro de Investigaciones y Estudios
Superiores en Antropología Social-Golfo,
Xalapa, Veracruz, México
[email protected]
10
*
El artículo fue escrito gracias a la colaboración entre el Centro de Estudios de la
Metrópoli y el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social.
Agradecemos el apoyo de la Fundação de Amparo à Pesquisa do Estado de São
Paulo (fapesp, proceso núm. 2013/07616-7). Adrián Gurza Lavalle agradece la beca de
investigación (proceso núm. 2012/18439-6) concedida por la fapesp. Las opiniones,
hipótesis y conclusiones o recomendaciones aquí expresadas son responsabilidad de
los autores y no reflejan necesariamente la visión de la fapesp.
Desacatos 49  septiembre-diciembre 2015, pp. 10-27  Recepción: 23 de marzo de 2014 Aceptación: 24 de febrero de 2015
Introducción
E
n la actualidad existe una nueva trama conceptual en la crítica interna a la
democracia, en la que los conceptos, tradicionalmente opuestos, de representación y participación cambiaron de posición, se resignificaron mutuamente y asumieron funciones analíticas que antes les eran extrañas. Aquí nos ocuparemos del
desplazamiento de estos términos. El concepto de representación, por tradición,
estaba asociado a la defensa de modelos minimalistas o electorales de la democracia,
mientras que el de participación vertebraba la crítica a tales modelos y servía para
elaborar propuestas de democracia más ambiciosas. Aprehender esos cambios en el
campo de la teoría democrática demanda la articulación de un análisis conceptual
sin perder de vista las circunstancias históricas que los animaron.
La selección no es fortuita, ya que la revisión de estos conceptos en Brasil,
y en menor grado en Latinoamérica, ganó densidad pari passu que el debate teórico internacional por razones endógenas: la diversidad y el grado de institucionalización de experiencias de innovación democrática surgidas desde el final de la
década de 1980. Mientras en el debate internacional la crítica a la democracia por
el flanco de la representación surge de la teoría democrática asociada a referentes
empíricos relativamente excepcionales, en Brasil acontece dentro del campo de
investigación empírica sobre instancias regulares de participación y representación extraparlamentaria, en el que convergen investigadores de diversos campos:
movimientos sociales, democracia participativa, sociedad civil, políticas públicas,
controles democráticos y pluralización de la representación.1 Esa confluencia está
definiendo agendas renovadoras de investigación empírica conectadas con la teoría democrática.
1
Véanse Raichelis (2000), Miguel (2005), Gurza, Houtzager y Castello (2006a; 2006b), Lüchmann
(2007; 2008), Avritzer (2007), Almeida (2010) y Pogrebinschi y Santos (2010).
Representación y participación en la crítica democrática
11
Es claro que los referentes empíricos experimentales no son el único camino de renovación de la
trama conceptual de la crítica democrática. Mucho
se debe a la construcción de teorías, en especial al
desarrollo de los modelos deliberativos (Bohman y
Rehg, 2002; Gutmann y Thompson, 2004) incorporados en la construcción de teorías en el campo de
la representación —como en los trabajos de Manin
(1997), Urbinati (2006) y Young (2006)— y de la
participación (Fung, 2006; Warren, 2002; Santos y
Avritzer, 2003). También en la investigación empírica y la teoría positiva se identifican vertientes que
comparten el nuevo contexto de crítica y tematizan,
por ejemplo, la calidad de la democracia (Diamond
y Morlino, 2005). Por motivos que quedarán claros
a lo largo del artículo, estos últimos desarrollos de
teoría normativa y positiva se encuentran históricamente sintonizados con los cambios analíticos de la
participación y la representación en la crítica democrática, pero aquí destacaremos la pérdida de polaridad o antagonismo entre los dos conceptos.
Desarrollaremos dos argumentos para comprender el papel de esos conceptos en la nueva trama de la
crítica democrática. En primer lugar, aunque la participación no sea necesariamente opuesta a la representación, como no lo fue en los trabajos pioneros de
la teoría participativa, las circunstancias de la Guerra
Fría hicieron que operara como la categoría privilegiada de la crítica interna a la democracia durante el
último tercio del siglo xx y la dotaron de una carga
radical que acabó por polarizarse en relación con el
concepto de representación. Las circunstancias históricas cambiaron y también la posición de la participación en la crítica democrática. Las experiencias
de innovación democrática son expresión de las nuevas circunstancias históricas y fuerza motriz de la
revisión de los presupuestos de las teorías participativas. En segundo lugar, la despolarización de los
dos conceptos obedece a cambios en las teorías de
la representación, asociados a la pluralización de los
lugares, funciones y actores de la representación, y a
12
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
una saludable disociación conceptual entre gobierno
representativo y representación política, realizada en
clave pluralista y democrática —sensible, por lo tanto, a exigencias de legitimidad—.
Este itinerario conceptual revisa el papel de la
participación en la crítica democrática, después analiza la pérdida de su posición polarizada en el campo
de la teoría democrática y por último examina los
cambios ocurridos en la representación. El artículo
concluye con un breve comentario.
Participación y crítica democrática2
Participación es categoría nativa de la práctica política
de los actores sociales, concepto de la teoría democrática —con peso variable según la vertiente teórica
y el autor— y procedimiento institucionalizado con
funciones delimitadas por diversas legislaciones. La
polisemia de los sentidos prácticos, teóricos e institucionales hacen de la participación un concepto
elusivo y tornan escurridizas las tentativas de definir
su valor o sus efectos. Esto se debe a la diversidad de
expectativas depositadas en ella, a que la medición
de su impacto es una operación compleja y a que
no existe consenso sobre los resultados esperables
de la participación, o peor aún, sobre la relevancia de
evaluarla por sus efectos. Al final, ponderar el valor
de la participación por sus consecuencias o utilidad
equivale a colocarla en segundo lugar en relación
con el efecto buscado.
En todo caso, se superponen ciertos valores
tradicionalmente asociados a la participación y dos
principios fundamentales de la democracia: autodeterminación e igualdad política.3 Ambos principios
2
3
Una parte de esta sección retoma y explora argumentos
formulados de manera inicial en Gurza (2011).
Aunque la participación se asocia comúnmente a la idea
de inclusión, esta asociación es polémica. Véanse Urbinati
(2006) y Plotke (1997).
Ricardo Ramírez Arriola  Quiché, Guatemala, 2013.
se implican de un modo recíproco, ya que el reconocimiento del derecho del demos a decidir sobre la
organización y destino de la polity, con garantía de
un trato igual a la expresión de los intereses de sus
miembros —igualdad—, supone que los ciudadanos
son sujetos morales, individuos con plena capacidad
de formular sus propias concepciones del bien, de
escoger moralmente y de someterse a las consecuencias de esas decisiones —autodeterminación—.
Gracias a la conexión entre igualdad política y autodeterminación es posible apostar por el valor de la
participación para la democracia y sostener su afinidad
intrínseca con la soberanía popular. Así especificada,
la participación implica una carga democrática radical,
una conexión con la raíz de la democracia.
El ascenso de la participación en la teoría democrática, como idea fuerza3 que ancla un modelo
alternativo de democracia, se alimentó de aquellas
superposiciones axiológicas, pero su explotación
teórica y centralidad en la crítica democrática no
fueron sólo consecuencia de posibilidades lógicas.
Sin duda, la idea de participación es inherente a la
democracia. Por ello el principio de que cada ciudadano debe contar con la oportunidad de formar
sus preferencias y de expresarlas —y ser amparado
por el derecho de que ellas reciban igual consideración—, no sólo forma parte de las condiciones sine
qua non y de la definición misma de democracia,
4
Idea a la que se atribuye la capacidad orientar la acción de
un conjunto de actores, de suscitar entre ellos apoyo, consenso o movilización. Esta capacidad no depende de la
precisión o claridad de la idea, sino de los valores que invoca y de su carácter intuitivamente persuasivo.
Representación y participación en la crítica democrática
13
sino que sería sorprendente encontrar voces enfáticamente discordantes a ese respecto en el campo de la teoría democrática (Dahl, 1989; 1992). Sin
embargo, la relación intrínseca entre democracia y
participación no provocó que la teoría democrática
tradicional hiciera a la segunda depositaria de una
capacidad correctiva en relación con las limitaciones
de la primera y mucho menos que le concediera centralidad más allá de su papel de insumo binario en un
proceso electoral de agregación de preferencias. En
palabras de Przeworski (2010: 110), uno de las autores más notables de la teoría democrática tradicional,
“si la participación significa efectos causales en el
ejercicio del gobierno por individuos iguales, entonces la ‘democracia participativa’ es un oxímoron”.
Así, el papel central de la participación en la
crítica democrática no es obvio sino un constructo
que requiere elucidación. El contexto de la Guerra
Fría impuso límites rígidos a la teoría política, que
ayudan a explicar las formas minimalistas de la definición y defensa de la democracia, y que hicieron
que la participación se convirtiera en la punta de
lanza de la crítica interna a la democracia. David
Plotke (1997) formuló los términos de esa ecuación:
por un lado, la clave dominante de la teoría democrática se centró en los procedimientos de la elección de los gobernantes y en la libertad como valor
fundamental, y evitó cualquier dimensión sustantiva que llevara el debate al terreno de los resultados
y del valor de la igualdad, en el cual las conquistas
distributivas del mundo comunista eran argumentos
contundentes. Simultáneamente, poner el acento en
las libertades civiles y políticas, así como en la elección o rechazo de gobernantes, fue una estrategia
conceptual más segura y que todavía preservaba la
asociación entre democracia y potencial emancipatorio. Por otro lado, los demócratas insatisfechos
con el estado de la democracia se encontraban en la
incómoda posición de cuestionar y elaborar de un
modo conceptual tal insatisfacción, dejando claro
que se trataba de una crítica interna a la democracia
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Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
y esquivando el riesgo de ser considerados portadores de una crítica externa o no democrática, alineada a las “filas enemigas” del comunismo.
El énfasis en la participación como punto de
partida de la crítica interna fue animado por la efervescencia política de la década de 1960, pero también fue una opción política de futuro incierto. El
valor de la participación distaba de ser pacífico: los
fascismos y el traumático colapso de la República
de Weimar multiplicaron los temores respecto al
“irracionalismo de las masas”. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de Alemania Occidental provocó la eliminación de todos los
dispositivos de participación popular existentes en
la constitución (Held, 1987). No obstante, porque la
participación era susceptible de ser reconducida a sus
orígenes al conectarla con autores “libres de sospecha” de la filosofía política moderna —republicanos
o liberales—, la crítica participacionista podía esgrimir cuestionamientos legítimos o internos a la
tradición democrática —como sustentó emblemáticamente Pateman (1992)—. Más allá de sus posibles
méritos teóricos, la crítica participacionista logró
influencia y durante las decadas de 1970 y 1980 fue
el modelo alternativo de democracia frente al liberal
(Pateman, 1992; Macpherson, 1991; Barber, 1984).
En esa posición polarizada como alternativa
a los modelos “liberal”, “minimalista” o “procedimental”, el participativismo se tornó antitético
a los componentes tradicionalmente asociados a
la democracia liberal —en especial, la representación— y depositario de diversas expectativas
normativas, cuya realización sería resultado de la
participación. En su propuesta de democracia fuerte, Barber (1984: xxxiv) formuló esa oposición y
suprimió la representación política de las prácticas
dignas del término democracia:
La representación destruye la participación y la
ciudadanía, incluso si sirve a la rendición de cuentas y a los derechos privados. La representación
democrática es un oxímoron paradójico producido
por nuestro lenguaje político; su práctica defectuosa y confusa lo hace todavía más obvio.
En sentido estricto, el carácter antitético de los modelos participacionistas respecto a la representación
no surgió de una oposición homogénea y explícita
consignada en la literatura. En su opúsculo sobre la
democracia liberal y su época, Macpherson (1991:
130-131) entiende el modelo participativo como un
posible despliegue de la democracia liberal y defiende un modelo de consejos en el que la participación
debería suceder sobre la base de una estructura piramidal cuya cúspide supondría la agregación mediante representación. Es más, la revalorización de
la participación no implicaría abolir la representación ni postular su irrelevancia, ya que el gobierno representativo “es un aspecto importante de la
teoría democrática; sería absurdo intentar negarlo”
(Pateman, 1992: 32-33). La participación local, específicamente en la fábrica, es más significativa y
democrática, pero no supone la anulación de la democracia electoral.
Sin embargo, formulaciones dualistas à la Barber y el contexto de polarización hicieron que la
idea de participación fuese recibida y apropiada
en un registro antirrepresentativo. Mark Warren
(2005: 1) ofrece un diagnóstico incisivo:
Creo ser justo al decir que, entre los demócratas
progresistas, esos desarrollos [de las últimas décadas] marginaron el lenguaje de la representación
en favor del de la democracia participativa […]. La
representación se volvió el pariente pobre —por
así decirlo— del lenguaje aparentemente más rico
de la participación democrática.
Por esta polarización, muy variadas expectativas
normativas gravitaron hacia la participación hasta
producir efectos de sinonimia. La participación se
consideró un valor en sí, ya que las superposiciones
axiológicas permitieron considerarla vehículo por
excelencia de la autodeterminación y la igualdad
política, pero también le fueron atribuidos efectos deseables de carácter pedagógico, psicológico,
económico y funcional, de integración y de racionalización o control social del poder. Los modelos
participacionistas se aproximaron a la tradición republicana al ofrecer la participación como escuela
de ciudadanía, capaz de cultivar el civismo y elevar
el egoísmo a la comprensión del bien público.
Los efectos pedagógicos remiten a la socialización y a la construcción del hombre público,
así como a efectos propiamente psicológicos: la
autoconfianza y la autopercepción del sentido de
eficacia del individuo. La combinación de ambos
efectos provocaría círculos virtuosos en los que la
participación generaría más participación —por lo
que la teoría democrática participativa se caracterizó
a sí misma como modelo autosustentado (Pateman,
1992: 62)—. La participación también fue asociada
con efectos de integración porque incrementaría el
sentido de pertenencia del ciudadano a su sociedad,
fortalecería la formación de identidades políticas
amplias y contribuiría a la legitimación de las instituciones políticas.
Un rasgo común a dichos efectos es su naturaleza no estrictamente voluntaria o colateral. No
obstante, en alguna medida, también gravitaron hacia la participación efectos intencionales que abrieron camino a la defensa de la participación como
medio para la inducción de resultados en las instituciones políticas y en las políticas públicas, no sólo
sobre los participantes. En términos más generales
y ambiciosos, se trata de la relación entre la participación y la capacidad de la sociedad de racionalizar
el ejercicio del poder político y burocrático (Fung y
Wright, 2003; Santos, 2002).
En suma, por las afinidades axiológicas con
principios fundamentales de la democracia y las circunstancias históricas que restringieron el espacio
para la crítica democrática durante el contexto de
Representación y participación en la crítica democrática
15
la Guerra Fría, la rehabilitación de la participación
del halo irracionalista que le heredaron los fascismos
acabó por convertirla en un desiderátum político
capaz de sustentar expectativas normativas variadas y de expresarlas con una semántica compatible
con el lenguaje de la teoría democrática, intuitivamente simple y persuasiva al ser en apariencia autoevidente. Ese carácter intuitivo se debió más al
enrarecimiento de un ambiente político hermético
a la experimentación democrática que a la precisión
de las ideas. Sin duda, la participación es defendible
como principio moral, pero cualquier tentativa de
explicar los mecanismos causales presupuestos para
la generación de todos los efectos esperados mostraría las incompatibilidades entre éstos y desaconsejaría
caer en la vieja tentación de creer que “todas las cosas buenas vienen juntas”.5 Durante los últimos años
la participación y la representación dejaron sus posiciones antagónicas y experimentaron un proceso de
resignificación recíproca, con lo que la primera perdió su carácter autoevidente y la segunda su identificación naturalizada con el gobierno representativo.
La pérdida de polaridad6
El fin del siglo xx, marcado por las transiciones
políticas en Latinoamérica y las “revoluciones de
terciopelo” en Europa del este, trajo cambios en la
teoría, las instituciones democráticas y el espíritu de
la época. El ensanchamiento de la crítica democrática y la emergencia de agendas de indagación de la
calidad de las viejas y nuevas democracias no puede
entenderse sin considerar el momento histórico: el
consenso sin precedentes del valor de la democracia, la expansión del número de nuevas democracias
y la ausencia de “enemigos” externos que reforzasen posturas defensivas en el campo de la teoría democrática. En el contexto de la Guerra Fría,
cuando el desafío era defender, restaurar y expandir
la democracia, la concepción liberal procedimental
16
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
Ricardo Ramírez Arriola  Buenos Aires, Argentina, 2010.
se mostró en algún grado consistente en el plano
analítico y convincente en el político: minimalismo procedimental y el valor de la libertad política,
respectivamente (Plotke, 1997). Una vez instauradas las nuevas democracias, la relación armónica
entre consistencia analítica e implicaciones políticas
transformadoras perdió sustento, la concepción minimalista procedimental quedó sin filo crítico y fue
insuficiente, sin dejar de ser irrenunciable.
En el plano teórico, según la formulación
de Gutmann (1995) sobre las desarmonías de la
5
6
Como expone Cunill (1997: 71-195), la participación, incluso
cuando se verifica, no implica garantía alguna respecto a la
realización de las virtualidades positivas esperadas.
Esta sección sintetiza y modifica la propuesta de esclarecimiento conceptual desarrollada en Gurza e Isunza (2010).
democracia en el mundo emergido de las transiciones, la concepción procedimental inducía al conformismo en el nuevo contexto, por lo que era deseable
que se iniciaran desarrollos teóricos capaces de preservar el núcleo liberal procedimental de la democracia, y al mismo tiempo, de animar concepciones
más exigentes con el funcionamiento y la calidad de
las instituciones democráticas. Después de todo, era
irónico que académicos y periodistas demócratas seriamente insatisfechos con el estado de la democracia
en sus propios países acogieran entusiastas las transiciones a la democracia en los países que surgieron de
la descomposición de la Unión Soviética. Un ejemplo elocuente de este desplazamiento es la emergencia y rápida expansión de agendas normativas en
el campo de la teoría democrática, provenientes de
vertientes deliberativas de la teoría democrática (Habermas, 1995; Elster, 1998; Bohman y Rehg, 2002;
Gutmann y Thompson, 2004), así como de debates sobre la calidad, representatividad y rendición de
cuentas de las instituciones de la democracia (Schedler, Diamond y Plattner, 1999; Przeworski, Stokes y
Manin, 1999; Diamond y Morlino, 2005).
En el plano de la innovación democrática se
registraron cambios dentro y fuera de las instituciones del gobierno representativo. Desde la década de
1960, en las democracias más tradicionales del norte
se promulgaron o se utilizaron de manera creciente modalidades de participación ciudadana directa
—plebiscito, referendo, iniciativa popular—, que
recorrían los caminos del gobierno representativo
y diversificaban y ampliaban su capilaridad. Al mismo tiempo, entre las décadas de 1960 y 1990, en los
países de la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económicos (ocde), creció la diversidad
de asuntos sometidos a la decisión pública mediante
sufragio en los ámbitos nacional y subnacional, así
como la frecuencia de las elecciones y el número de
segundas vueltas (Dalton y Gray, 2006).
Los cambios institucionales asociados a la
pérdida de polaridad de la participación son más
recientes y constituyen un fenómeno inédito bastante diversificado. Las modalidades de pluralización institucional de la democracia suelen situarse
fuera de las fronteras tradicionales del gobierno representativo y ejercer funciones que no cuentan con
antecedentes claros en la doctrina democrática liberal. Se trata de experiencias heterogéneas que han
estimulado el debate teórico y animado la revisión de presupuestos arraigados. Sería imposible
ofrecer un panorama mínimamente comprensivo
de la diversidad y alcances de la innovación democrática ocurrida en los últimos 30 años (véanse
Chalmers, Martin y Piester, 1997; Fung y Wright,
2003; Grindle, 1999; Isunza y Gurza, 2010; Heller, 2001; Törnquist, Stokke y Webster, 2010), aun
si nos concentráramos sólo en Latinoamérica. Una
breve descripción de su capilaridad, en el caso brasileño, puede ser útil para esbozar la envergadura
del proceso. No se trata de evaluar la calidad de las
innovaciones —lo que reclamaría un examen en sí
(Isunza, 2013)—, sino de señalar los caminos por los
que la teoría política en Brasil, como en otros países,
llegó a cuestionarse la relación antagónica entre participación y representación.
Además de los casos más conocidos de presupuesto participativo, consejos gestores de políticas públicas y conferencias nacionales, existen otras
experiencias de innovación participativa prescritas por ley en ese país: las audiencias en el poder
legislativo municipal durante diferentes momentos de la definición de la ley presupuestal, los planes directores participativos de desarrollo urbano,
los Comités de Cuenca Hidrográfica, los Consejos
Tutelares de la Infancia y diversas modalidades de
audiencias para los grandes proyectos de inversión o
de intervención sobre el entorno urbano o natural.
La primera es, sin duda, la experiencia con mayor
capilaridad y estabilidad. Hoy existen aproximadamente 30 000 consejos en los 7 570 municipios
brasileños, con consejeros de la sociedad civil en
proporción paritaria a otros consejeros, incluyendo
Representación y participación en la crítica democrática
17
los gubernamentales. En lo que respecta a las políticas como salud, asistencia social y derechos de la
niñez y de la adolescencia, más de 95% de los municipios del país cuentan con un consejo (Gurza y
Barone, 2015). A los consejeros de la sociedad civil les es atribuida legalmente la función de representar los intereses de determinados grupos sociales
—usuarios, beneficiarios, públicos específicos— en
el proceso de definición y gestión de políticas. Así,
existen más consejeros ejerciendo funciones de representación extraparlamentaria que diputados municipales —los llamados vereadores—. Los alcances
de los consejos varían de sector a sector, pero en algunos casos, como el de las políticas mencionadas,
su funcionamiento está plenamente integrado a la
operación regular de la política sectorial.
En gran parte de las experiencias regionales,
como en los consejos brasileños, se imbrican prácticas que tradicionalmente aparecieron separadas por
lógicas diferentes u opuestas en la teoría democrática
y en el lenguaje de los actores. Como resultado de
los cambios propiciados por las experiencias de innovación democrática, nuestras concepciones de participación y representación envejecieron frente a la
novedad del mundo y perdieron potencia para aprehender las transformaciones en curso. Tales concepciones, implicadas de manera recíproca por su
polaridad, se transformaron en un obstáculo epistemológico (Bachelard, 1987) para pensar en lo nuevo
inscrito en la multiplicación de modalidades de representación extraparlamentaria. Estas modalidades
disuelven la división entre, por un lado, la defensa liberal procedimental de la democracia y sus mecanismos “exclusivos” —representación por autorización
y rendición de cuentas como pesos y contrapesos
institucionales o como competencia electoral por el
voto popular—, y por el otro, la crítica democrática
comprometida con la democratización como participación y con el control social del poder mediante
la presión y la movilización social de carácter extrainstitucional. Las experiencias de pluralización de
18
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
la representación diluyen las fronteras estables que
diferenciaban las posiciones liberales y de izquierda
respecto a la disputa por la democracia.
La representación perdió su posición polarizada,
en parte, gracias a su pluralización. Esta pluralización implica innovaciones en el locus, así como en las
funciones y actores de la representación, y vincula
actores que la teoría trataba bajo el signo de la participación con base en el ejercicio de responsabilidades representativas (Gurza, Houtzager y Castello,
2006a). Los canales que pluralizan la representación
son excéntricos, ya que operan fuera del locus por
excelencia de la representación en el gobierno representativo —el Parlamento—, y se asocian a la
estructura administrativa del Poder Ejecutivo. Además, se ocupan del desempeño de funciones ajenas
a las legislativas: la definición, fiscalización y gestión
de políticas públicas, o bien, la observación y formulación de denuncias y recomendaciones sobre la
conducta de corporaciones del poder público y de
burocracias sectoriales. Los actores que hablan en
nombre de segmentos de la población no son definibles por su filiación a las dos instituciones que
en el siglo xx hicieron posible la conciliación del
gobierno representativo con la democracia de masas —sindicatos y partidos políticos (Manin, 1997;
Chalmers, Martin y Piester, 1997)—. Son actores antes sólo asociables, por sus rasgos, al polo de
la participación: ciudadanos qua ciudadanos —no
como políticos ni como líderes—, redes de actores sociales y movimientos, organizaciones no gubernamentales de defensa y promoción de causas
—advocacy—, asociaciones comunitarias y de autoayuda, y personalidades con amplia notoriedad
pública (Vieira y Runciman, 2008; Castiglione y
Warren, 2006; Lüchmann, 2007; Saward, 2010).
A su vez, la pérdida de posición polarizada de la
participación vino acompañada de un proceso de
resignificación. La idea perdió nitidez y se mezclaron sus usos con términos restringidos al lenguaje de
la representación, poco ambiciosos desde el punto
de vista radical de la participación. Las experiencias de pluralización institucional de la democracia
y los actores sociales que las ocupan comenzaron a
pensarse en claves analíticas “mixtas”, articularon
el lenguaje de la participación con, por ejemplo, el
de la rendición de cuentas social —social accountability—. En este sentido, “sociedad civil”, “movimientos sociales” y “ciudadanos”, todos ellos sujetos de la
“participación”, se tornaron compatibles con “gobernanza”, “transparencia”, “controles democráticos”, “eficiencia”, “rendición de cuentas”, como
actores de la “accountability social” (Peruzzotti y Smulovitz, 2002; Alnoor y Weisband, 2007; Houtzager,
Gurza y Joshi, 2008).
Estas resignificaciones trajeron una ráfaga de
aire fresco a la teoría democrática, el debate intelectual y la formulación y disputa públicas de demandas
de mayor inclusión y legitimidad de las instituciones
políticas por parte de los actores sociales. Por otro lado, en la literatura, la idea de la participación como
modelo alternativo de democracia acabó desapareciendo y abrió paso a la evaluación de experiencias
específicas con el doble objetivo de diagnosticar
los factores que obstaculizan y potencian los alcances de la participación, y de identificar, en aquellos
que condicionan experiencias exitosas, lecciones para replicarlas en contextos diferentes (Heller, 2001;
Fung, 2004; Fung y Wright, 2003; Santos, 2002).
Nótese que de la defensa de un modelo participativo
de democracia se transitó al estudio de innovaciones
institucionales exitosas y de su capacidad de introducir correcciones dentro de la dinámica más general del gobierno representativo.
Representación, crítica democrática
y legitimidad
El desplazamiento del concepto de representación,
desde su condición polarizada hacia una posición
que permite articularlo a la crítica democrática,
obedece, grosso modo, a dos procesos paralelos: el de
reconfiguración y el de pluralización de la representación.
En relación con el primer proceso, el fin de los llamados 30 años gloriosos desencadenó transformaciones de reestructuración económica y política, con
frecuencia interpretadas bajo las etiquetas “crisis”
y “fin” del Estado de bienestar, del trabajo, de las
ideologías, etc. El gobierno representativo no fue la
excepción. Sobre él se hicieron diagnósticos de crisis y se invocaron causas variadas, como la pérdida de
centralidad de los partidos de masas, los cambios
de hábitos políticos de los electores, la erosión de
las grandes categorías sociales del mundo del trabajo, la creciente expansión de las funciones de comunicación política desempeñadas por los medios,
etc. Manin (1997) dotó de inteligibilidad a dichos
cambios a partir de un diagnóstico secular de configuración institucional y reconfiguración del gobierno
representativo, y convirtió las lecturas alarmistas en
“síntomas imprudentes” del mismo proceso. No
cabe profundizar aquí en ese diagnóstico (Gurza,
Houtzager y Castello, 2006a) ni es prudente asumirlo como exento de controversia (Rosanvallon,
1998; Urbinati, 2006). Sin embargo, algunos de sus
componentes más relevantes parecen incontrovertibles: continuidad de aspectos institucionales básicos
del gobierno representativo —voto, autonomía del
representante, libertad de formación y expresión de
opinión, y deliberación previa a la toma de decisiones— y relativa discontinuidad respecto a la pérdida
de centralidad de los partidos, el aumento de la autonomía de los líderes partidarios y la importancia de
las funciones de comunicación política de los medios.
La pluralización de la representación ya fue descrita
en la sección anterior en términos de la diversificación
del locus, funciones y actores de la representación,
pero sus conexiones con la reconfiguración de la representación y con la crítica democrática no han sido
especificadas. En virtud de su relevancia histórica y
su conexión con la formación del Estado-nación, la
representación política en el mundo moderno devino
Representación y participación en la crítica democrática
19
sinónimo de gobierno representativo (Pitkin, 2006).
En palabras de Arditi (2005), el gobierno representativo hegemonizó la representación política y proyectó un halo de ilegitimidad e irrelevancia sobre
otras formas de representación. La posición convencional de la teoría democrática fusionó representación política y gobierno representativo, a pesar
del pensamiento de teóricos como Eric Voeglin y
Karl Schmitt (Novaro, 2000), que sustentaron comprensiones considerablemente más amplias, y de la
definición de Pitkin (1967) de representación política como un conjunto de arreglos institucionales públicos a gran escala que no coinciden necesariamente
con el gobierno representativo. Cuando se asume
esta sinonimia, sólo adquieren relevancia los cambios localizados en el corazón del sistema político,
y la pluralización de la representación ni siquiera es
percibida o juzgada como superflua (Manin, 1997;
Przeworski, Stokes y Manin, 1999; Przeworski,
2002). Incluso en el caso de una propuesta teórica
actual como la de Urbinati (2006), de carácter crítico y dirigida a ampliar el campo normativo de las
teorías de la representación, la presuposición de la
sinonimia suprime la pluralización de la representación y hace que su análisis discurra dentro de las
fronteras del gobierno representativo y de las funciones de los partidos políticos.
La reconfiguración de la representación también animó trabajos que muestran las condiciones de posibilidad de la representación política en
el mundo moderno, su variación histórica y los
dilemas de legitimidad endémicos del gobierno representativo (Rosanvallon, 1998; Saward, 2010;
Ankersmit, 2002; Novaro, 2000; Abal, 2004; Vieira
y Runciman, 2008). Desde ahí, la pluralización de la
representación aparece, al menos, como terreno de
posibilidades para la representación en las sociedades
contemporáneas que no usurpan el gobierno representativo ni entran en conflicto irreconciliable con él.
Otro camino, que enlaza la reconfiguración
y pluralización de la representación, va en sentido
20
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
inverso: parte del examen de la pluralidad de innovaciones institucionales en sí, cuyas implicaciones
más relevantes, desde el punto de vista de la teoría
democrática, emergen cuando éstas se elaboran de
manera analítica en la clave de la representación y
no sólo de la participación, cuyo significado más
amplio suele asociarse a los déficits de legitimidad
del gobierno representativo.
Como se indicó en la sección anterior respecto
de Brasil, con sus experiencias de innovación democrática, ésa fue la vía recorrida por la mayor parte
de la literatura. Aunque la bibliografía internacional
por lo general califica las experiencias de innovación
y las acciones de mediación política de los actores de
la sociedad civil con el adjetivo “informales” (Castiglione y Warren, 2006; Urbinati y Warren, 2007;
Peruzzotti y Smulovitz, 2002), en Brasil las funciones ejercidas por esos actores en las instituciones
de representación extraparlamentaria constituyen
representación de pleno derecho —de jure—, y no
sólo de hecho, para la expresión de reclamos en
nombre de otros.7
Un itinerario semejante, de la participación a
la representación, fue recorrido en otras latitudes.
En palabras de Warren (2005: 2):
aunque experimentos de participación política
nunca hayan sido tan promisorios, el lenguaje de
la participación agotó muchas de sus capacidades
críticas por la sobreutilización y sobreampliación
[…] podemos inyectar nuevas capacidades críticas en el lenguaje de la participación repensándola
en el lenguaje de la representación. Muchas de las
nuevas formas de participación quizá sean mejor
entendidas y evaluadas como nuevas formas de representación.
7
En Brasil, esto se problematizó pari passu que el debate
internacional. Véanse Gurza, Acharya y Houtzager (2005);
Lüchmann (2007) y Almeida (2010).
Ricardo Ramírez Arriola  Quiché, Guatemala, 2013.
No es fortuito que Warren (2008) sea referencia
obligatoria en el debate internacional sobre la pluralización de la representación; él es un estudioso
de la Asamblea de los Ciudadanos de la Columbia
Británica de Canadá, cuerpo deliberativo instituido para emitir recomendaciones sobre la reforma
del sistema electoral, compuesto por ciudadanos
escogidos de manera aleatoria bajo controles de género y distribución etaria. En Europa, con el telón
de fondo del Nuevo Localismo Británico (Gaventa,
2004) y “la considerable experimentación e institucionalización de formas de gobernanza participativa” (Barnes y Skelcher, 2007: 2), se identifica que
“el viraje participacionista en los sistemas de gobernanza” (Barnes y Skelcher, 2007: 2) tiene como
propósito fundamental la representación local por
actores de la sociedad civil. Por su parte, después de
examinar diversos proyectos que involucran actores
y movimientos sociales en Filipinas, Indonesia y la
India, Törnquist, Stokke y Webster (2010) y sus colaboradores resaltan el papel de esos actores en términos de representación y avanzan hacia un modelo
para entender los circuitos que hacen posible la defensa de intereses populares.
En suma, la representación también perdió su
condición polarizada en el campo de la teoría democrática cuando se introdujo una disociación de la
relación naturalizada —casi idéntica— que mantuvo
en ese campo con el gobierno representativo. Existen diversas manifestaciones de esa disociación. Quizá
la más sintética sea que la “representación democrática” y la cuestión de “qué hace democrática a la representación” hayan adquirido estatuto teórico propio
en relación con el “gobierno representativo” y con
la “representación electoral” (Pettit, 2010; Urbinati
y Warren, 2007). De esta forma, Peruzzotti, en un
artículo sobre el acercamiento teórico predominante de la representación en Latinoamérica, “apunta
hacia una comprensión de la representación democrática que va más allá de los modelos centrados en las
elecciones”, ya que “la mediación política en la esfera
pública, y no las elecciones, debería tomarse como
un trazo distintivo de la representación democrática”
(Peruzzotti, 2006: 2, 15).
Así, la representación ejercida por el sistema
político se convirtió en blanco de pretensiones de
representatividad conflictivas, lo que implicó poner
en jaque el alineamiento automático entre Estado,
parlamento, nación y formación de la voluntad y el
juicio políticos. Alineamiento que, en la comprensión tradicional de la representación, garantizaba
una especie de legitimidad apriorística de las decisiones tomadas en los canales del gobierno representativo (Castiglione y Warren, 2006; Saward, 2010).
Incluso los circuitos de representación electoral
ganaron problematizaciones y teorizaciones normativas (Urbinati, 2006; Young, 2006), así como
Representación y participación en la crítica democrática
21
teorizaciones positivas, ricas para iluminar diversas modalidades del ejercicio de la representación
de los parlamentarios ocultas bajo la rúbrica de “representación electoral” (Mansbridge, 2003), y los
mecanismos institucionales externos al ciclo electoral que ocasionalmente contribuyen a la representatividad de las instituciones representativas
(Przeworski, Stokes y Manin, 1999).
El desplazamiento de la representación trajo
dos implicaciones relevantes para la resignificación
de la participación: la redefinición del valor de la
representación y la introducción de la cuestión
de la legitimidad en las prácticas —antes pensadas
en clave participativa— de intermediación política de
los actores de la sociedad civil. En el primer caso,
se trata de rescatar la representación y el gobierno
representativo de su posición de sucedáneo defectuoso o mal necesario frente a la imposibilidad de
construir formas de democracia directa —participación—. Se afirma la representación no sólo como
núcleo normativo y operacional de la democracia
—“democracia es representación”, en los términos de Urbinati (2000; 2006) o de Plotke (1997)—,
sino también como terreno privilegiado de innovación para ampliar y perfeccionar la democracia
(Miguel, 2005; Castiglione y Warren, 2006; Gurza,
Houtzager y Castello, 2006a; Urbinati y Warren,
2007; Törnquist, Stokke y Webster, 2010; Gurza
e Isunza, 2010). El argumento más frecuente de la
teoría democrática, para justificar la representación,
fue la escala: la democracia resultaría adecuada para sociedades de dimensiones pequeñas, mientras
la representación sería la única opción para sociedades muy pobladas y con vastos territorios. Así,
la representación se justificó como una fatalidad,
una opción secundaria inevitable a la cual se recurre
porque la democracia “genuina”, es decir, directa,
ya no es posible.
Los desarrollos en el campo de las teorías de la
representación, en las últimas dos décadas, redefinieron la comprensión del gobierno representativo
22
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
como forma de gobierno con linaje y objetivos propios, cuya elección se basó en sus virtudes (Manin,
1997; Urbinati, 2006; Plotke, 1997). Por cuestiones
de espacio, sólo podemos mencionar las líneas de
argumentación normativas que interpelan más claramente el significado de la participación. Primero,
es posible definir la representación como opuesta
a la exclusión y no a la participación, cuyo antónimo es la apatía, o dependiendo de las referencias
analíticas, la abstención (Plotke, 1997). El diseño
institucional de las formas de representación extraparlamentaria puede combinar modalidades de
inclusión sin participación, vincularlas con formas
de presencia directa o incluso enlazarlas y definir
incentivos para contrarrestar la apatía (Lüchmann,
2007; 2008). En segundo lugar, si se acepta que la
virtud principal de la representación es la capacidad inclusiva, ésta es magnificada por la lógica de
la política indirecta propia de la representación, que
permite incorporar discursos —no individuos— y
multiplicar espacios de expresión con pretensiones
de enunciación de la voluntad popular (Urbinati,
2006; Garsten, 2009). De hecho, los efectos inclusivos del carácter indirecto de la representación son
distintivos de la actuación de los actores de la sociedad civil que ocupan los espacios abiertos por la
pluralización de la representación (Almeida, 2010).
Tercero, si la participación es la afirmación de una
voluntad pronunciada en primera persona del singular y bajo el principio de mayoría, su resultado es
la imposición de una voluntad mayoritaria sobre otra.
La representación permite incluir discursos relevantes, incluso los minoritarios, para ser más democrática
que la política directa (Urbinati, 2006). Por último,
la representación, como forma de política indirecta, es una fuerza politizadora de la sociedad, ya que
hablar en nombre de los intereses de otro induce la
formulación de discursos y pretensiones de representatividad aceptables en la esfera pública (Urbinati, 2006; Gurza y Castello, 2008; Gurza, Houtzager
y Castello, 2006b).
La segunda implicación relevante remite a la
cuestión de la legitimidad y surge en relación con
prácticas y actores pensados como legítimos, porque
eran descritos con los “lentes de la participación”.
Experiencias de innovación democrática, como los
consejos, suelen describirse con el lenguaje de la participación, aunque en ellas se reconozca de manera
formal la vocalización de intereses en nombre de
ciertos grupos de población. Entendidas correctamente, bajo la óptica de la pluralización de la representación, así como de la diversificación de grupos
sociales con exigencias y derecho de representación,
esas experiencias desafían y son desafiadas por el
modelo de representación electoral por dos motivos
principales, susceptibles de interpretarse en clave de
déficit de legitimidad: la ausencia de autorización y
la inevitable ambigüedad en lo que atañe a los grupos
sociales que son representados de este modo.
Hoy, la disociación conceptual entre gobierno representativo y representación política opera en
un registro pluralista y democrático, sensible, por
ello, a exigencias de representatividad siempre espinosas, ya que introducen cuestionamientos sobre la
legitimidad democrática.8 Si la participación es afirmación de una voluntad o expresión de valores e intereses en primera persona del singular, la cuestión de
la legitimidad simplemente no se plantea, ya que el
sujeto de la voluntad, valores o intereses, y la voz que
los expresa son una unidad. Sin embargo, si la presencia de un actor y su actuación contemplan hablar
en nombre de otros, se configura una paradoja de legitimidad: por un lado, las formas de representación
extraparlamentaria acusan límites en la representación electoral, y por el otro, no poseen mecanismos
claros o aceptados que cimienten su legitimidad.
A menudo, los actores de las nuevas modalidades de representación extraparlamentaria carecen de autorización. Éstas son ejercidas por afinidad,
de modo virtual, presuntivo —assumed—, sustitutivo
—surrogate—, autoasumido —self-authorized—,
por actores en calidad de mediadores políticos
—mediated politics— y en el ejercicio de prácticas de
representación no electorales —non-electoral political representation—, por ciudadanos representativos
—citizen representatives— o simplemente por agentes
que abogan —advocacy— como representantes discursivos —discursive representatives—, por citar sólo
algunos de los vocablos de un repertorio semántico
reciente y creciente, dedicado a aprehender y asignar
significado a la pluralización de la representación en
curso.9 Pese a esta dispersión terminológica, existe
un núcleo común que subyace a tales formulaciones: cada una articula a su modo la falta de autorización, y consecuentemente, de mandato, con un
acto unilateral de identificación del representante
con el representado. Por ello es una representación
presumida, animada por la afinidad, que sustituye o se
coloca en el lugar de aquellos a quienes decide autónomamente representar.
¿Cómo lidiar con la paradoja de la legitimidad
“intrínseca” a formas de representación no autorizadas? La autorización es una cuestión con varias
aristas y define un impasse por su ausencia y por la
dificultad de remitir esas formas de representación a
bases o grupos sociales claros. Formas institucionalizadas de representación extraparlamentaria pueden
incluir modalidades de representación ex officio, es
decir, prescritas por norma u obligación para desempeñar funciones predefinidas. Cuando se nombra un
actor como representante de intereses o segmentos
8
9
La centralidad de la representación electoral fue puesta en
tela de juicio por las críticas neocorporativistas, pero opusieron a la representación liberal un modelo antipluralista y
monopólico. Véase Schmitter (1974).
“Afinidad”, según Avritzer (2007); surrogated, de acuerdo
con Mansbridge (2003); advocacy, conforme a Urbinati
(2006) o Sorj (2005); self-authorized y citizen representatives, en el sentido de Urbinati y Warren (2007); non-electoral political representation, como lo definen Castiglione
y Warren (2006); mediated politics, según Peruzzotti
(2006), y “presuntiva” y “virtual”, como se define en Gurza, Houtzager y Castello (2006a; 2006b).
Representación y participación en la crítica democrática
23
Ricardo Ramírez Arriola  Distrito Federal, México, 2008.
específicos de la población, éste es autorizado legalmente. Aun así, la proliferación de experiencias de
representación de intereses de grupos específicos
de población mediante representantes ex officio es
más un signo de los tiempos —de la pluralización
de la representación— que una respuesta satisfactoria a la cuestión de la legitimidad. Obviamente,
ni siquiera cabe pensar en esa posibilidad para modalidades informales de representación. Además, la
autorización presupone lógicamente la definición del
grupo que será representado. La representación electoral trabaja con bases territoriales de electores
—constituency—, pero en el caso de la representación
extraparlamentaria, no siempre queda claro cuál es
el grupo social implicado ni existen modelos únicos
que permitan dirimir qué grupos son o deberían
ser representados por los nuevos actores de la representación. Es más, no es extraño que esos actores
24
Desacatos 49  Adrián Gurza Lavalle y Ernesto Isunza Vera
hagan eco de las críticas clásicas de los partidarios de
la representación proporcional para los efectos de la
agregación territorial de preferencias y que actúen en
nombre de intereses difusos o subrepresentados por
su distribución espacial discontinua —medio ambiente y derechos humanos, en el primer caso, y preferencias sexuales, en el segundo (Gurza, 2014)—.
La incorporación de la idea de rendición de
cuentas —accountability— en el debate sobre la pluralización de la representación y en los estudios de
la sociedad civil pone en evidencia la centralidad
de la cuestión de la legitimidad y de la necesidad de
una innovación conceptual. Frente a la imposibilidad
de resolver de manera satisfactoria un modelo de autorización, la dimensión de la rendición de cuentas
ha sido explorada como una alternativa para elaborar
la legitimidad de las nuevas prácticas de representación (Alnoor y Weisband, 2007; Fox, 2006; Jordan,
2005; Castiglione y Warren, 2006; Avritzer, 2007;
Gurza e Isunza, 2010). La opción por la rendición
de cuentas hace a la legitimidad dependiente de un
proceso que se desdobla en el tiempo y no de un acto inicial de consentimiento, ya que si el control por
parte de los beneficiarios ocasionales implica el conocimiento de la representación presuntiva ejercida
en su nombre, la reiteración o renovación del control
supone reconocimiento, confiere legitimidad y permite pensar en una especie de autorización implícita.
A manera de conclusión
Recientemente, la trama conceptual de la crítica
democrática registró cambios importantes. La participación perdió su condición polarizada en la crítica
interna a la democracia y su plausibilidad “obvia”
como modelo alternativo a la democracia liberal
con capacidad para atraer las más variadas expectativas normativas. La representación se desembarazó
de su identificación con el gobierno representativo:
amplió los flancos de la crítica democrática y pasó a
denotar, de manera analítica, parte relevante de las
experiencias de innovación democrática en el mundo. Aunque esas experiencias sean genéticamente
incomprensibles sin el papel normativo de la participación en la crítica democrática, es en el horizonte de la pluralización de la representación donde sus
características distintivas, la novedad histórica y
sus alcances se tornan inteligibles, así como sus implicaciones más relevantes para la teoría democrática.
Le corresponde al desarrollo de teorías sensibles a los
cambios en curso explorar el papel y los valores de
la participación en contextos de representación extraparlamentaria, así como las respuestas que estas
modalidades de representación pueden ofrecer ante
los desafíos de fundamentar su legitimidad.
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Representación y participación en la crítica democrática
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