identidad y performatividad corporal en la era cibernética

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PERFORMATIVIDAD CORPORAL EN LA ERA CIBERNÉTICA
Mi intervención tendrá un pie en la ciencia ficción, será un poco
futurista, con una mirada proyectiva hacia este nuevo. Les ruego, pues,
que entiendan mis palabras como una proyección imaginativa, pero que
va a tratar temas muy relevantes en relación con la cuestión de la
performatividad corporal, que aquí nos convoca.
Sé bien lo arriesgado que resulta formular predicciones, que casi
siempre se equivocan. Les invito a que ojeen al respecto un estupendo
libro acerca de cómo sería el siglo XX, escrito e ilustrado por el francés
Albert Robida en 1881. Según su profecía, su siglo futuro, dominado por
la tecnología, estaría atiborrado de máquinas de vapor, poleas, correas
de transmisión, palancas, globos aerostáticos, etc. Es decir, las
predicciones futuristas se hacen casi siempre partiendo del paradigma
tecnocientífico contemporáneo y, en la época de Robida, la electricidad
no era más que un nombre vago de una energía un poco misteriosa y,
desde luego, no existían ni la informática, ni los aviones, ni la radio, y él
fue incapaz de imaginarlos. Valga este exordio para situar el alcance de
mi intervención, que pretende, sobre todo, estimular vuestra imaginación
crítica en el umbral de un nuevo siglo.
La primera premisa que quiero dejar establecida es que la evolución
biológica está estancada en los países desarrollados, pues la selección
natural, que tan bien describió Darwin, ha sido sustituida por la selección
técnica. Antes la gente se moría a los cincuenta o sesenta años de una
pulmonía o un ataque de apendicits, pero ahora la medicina ha alargado
artificialmente sus vidas hasta los ochenta o noventa años. Los biólogos
nos dicen que un niño que nazca ahora en un país desarrollado podría
vivir fácilmente más de cien años (otra cuestión distinta es si vale la pena
vivir tantos años). Con la revolución biomédica –que acaba de desplegar
el mapa del genoma humano, en el que se pueden corregir defectos y
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actuar de modo preventivo-, nos hallamos ante un futuro de sociedad
geróntica, con una pirámide de población totalmente nueva y con
problemas tremendos de cara a las estrategias de la seguridad social,
como todo el mundo sabe. En nuestra sociedad tecnocientífica estas
integraciones anatómicas que llamamos “prótesis corporales” están
planteando un nuevo problema de identidad somática. Algunas partes de
nuestro cuerpo ya no son de nuestro cuerpo, sino integraciones ajenas,
extrañas, y sin antes hablábamos de “miembros fantasmas” para
referirnos a los miembros amputados que el paciente sigue sintiendo,
habrá que buscar una terminología equivalente para las nuevas prótesis
corporales, que hacen que seamos artificialmente lo que no somos
naturalmente.
En efecto, primero fueron las gafas, seguidas de las lentillas y ahora la
implantación de córneas y cristalinos, los audífonos, las prótesis óseas,
las caderas artificiales, las piernas y brazos ortopédicos, las prótesis
mamarias, los implantes eréctiles para el pene, el riñón artificial, los
marcapasos, el corazón artificial, el pulmón artificial, los implantes de
hígado, de médula, de tejido nervioso, etc. No hace mucho he leído que
se ha implantado a una paciente norteamericana paralítica un electrodo
en el cerebro para que pueda tener orgasmos a voluntad, sin interacción
sexual ni prácticas autoeróticas, simplemente apretando un botón situado
cerca de su mano en la silla de ruedas (El País, 8 de febrero de 2001).
Bueno, ya ven cuál es el panorama de lo que estamos denominando
“hombre biónico”, mitad ser humano y mitad robot. Incluso una revista tan
seria como Science publicó en febrero de 2002 un número monográfico
dedicado a este tema. ¿Podemos seguir afirmando que su cuerpo es
verdaderamente suyo? ¿Qué sentimiento de identidad corporal pueden
vivenciarse en casos tan extremos?
Es menester balizar este territorio teórico, además, porque la evolución
técnica, a diferencia de la evolución biológica, tiene un comportamiento
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acumulativo lamarckiano, pues los inventos, una vez inventados, ya no
se desinventan (como ocurre con la temida bomba atómica) y se
incorporan de modo definitivo a nuestro ecosistema cultural. En los años
sesenta Marshall McLuhan se refirió a los medios de transporte y de
comunicación como prolongación de las facultades humanas. La rueda
prolongó o potenció la función de nuestras piernas, las armas cortantes
como el cuchillo o el hacha nuestras uñas y nuestros dientes, el
telescopio alargó nuestro ojo, la radio potenció nuestra voz, la televisión
nos permitió ver a distancia, etc. Pues bien, ahora no estamos ante
“prolongaciones” del cuerpo humano, sino ante algo nuevo, ante
“delegaciones” externas de facultades, a modo de prótesis electrónicas.
Por ejemplo, las cámaras de videovigilancia de los bancos o almacenes
se constituyen en “visión sin sujeto”, sin terminal humano, una visión
autónoma y programada, a la que se le puede pedir, por ejemplo, que si
ve determinada cosa (fuego, por ejemplo) dispare un sistema de alarma.
Ya no estamos ante una prolongación de una facultad humana, sino de
una suplantación o, si se quiere usar un término más amable, de una
delegación de facultades. Y lo mismo podría decirse de la delegación de
nuestra memoria en los ordenadores. Ustedes saben que Platón, en
Fedro, señaló el daño que causaría el invento de la escritura porque,
razonaba, finándose de ella los hombres no recordarán por si mismos y
delegarán su información a un soporte, fomentando su desmemoria.
Pues bien, creo que algo de esto empieza a pasar en nuestros colegios
de la era informática, en los que se está subestimando la importancia de
la memoria personal, olvidando que aprender es comprender y retener.
Con el proyecto de Inteligencia Artificial también se supone que esta
facultad podrá delegarse en las máquinas y toda la barahunda mediática
que levantó la derrota de Gary Kasparov, en febrero de 1996, frente a
Deep Blue, demuestra que la cuestión no es baladí. Es cierto que en
Deep Blue estaba depositada la suma de facultades intelectuales del
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colectivo de ingenieros que lo diseñó, pero se trataba de una inteligencia
despersonalizada, sin soporte personal y humano. Deep Blue podía
calcular hasta doscientos millones de jugadas por segundo, lo que
significaba que podía prever todas las combinaciones en el tablero con
una antelación de siete u ocho jugadas, mientras que Kasparov sólo
podía anticipar tres. Y si bien es cierto que en Deep Blue estaba
depositada la inteligencia operativa de sus diseñadores humanos, su
inteligencia despersonalizada y autónoma hizo que Kasparov asegurara
luego que, en la quinta jugada, el ordenador no había efectuado
solamente un cálculo, sino que había pensado en términos de estrategia.
En definitiva, la identidad personal se forja a partir de un capital
genético expulsado del útero materno, al que se le sobreañade una
interacción con el medio ambiente y una educación. Pero ahora sabemos
que el capital biológico es manipulable, pudiendo modificarse el carácter,
las facultades, la conducta... No sólo es manipulable a través del
genoma, sino mediante los psicofármacos, cuya última generación se
anuncia con efectos potentísimos y sofisticados. Y, por supuesto, la
educación y la cultura son por definición factores modelizantes de la
personalidad y ahora leemos que se están ensayando nuevas formas de
educación (o de programación psicológica) durante el sueño, sin que
seamos conscientes de su acción. En una palabra, las interacciones con
el medio cultural son siempre manipulativas o, si se quiere emplear una
palabra más amable, estructurantes. El entorno, actuando sobre el
capital biológico, configura nuestra identidad y, lo que es más importante,
el sentimiento y la vivencia de nuestra identidad.
Estamos creando nuevas relaciones hombre-máquina, antes
desconocidas. En 1950 el británico Alan Turing propuso lo que hoy se
llama el Test de Turing, para verificar si una máquina podía considerarse
inteligente. Propuso Turing que cuando las respuestas de una máquina a
un interlocutor humano que no la viese, no le permitiesen discernir si se
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trataba de una máquina o de un ser humano, su inteligencia sería de
facto como la humana y habría que afirmar que la máquina era
inteligente. Se trataba de una conclusión muy coherente con la corriente
conductista que dominaba entonces los estudios de psicología y que
contemplaba a los organismos como cajas negras que eran juzgadas
únicamente por sus respuestas observables a la acción de un estímulo.
Pero, paradojas de la psicología, la investigación ulterior estaría obligada
a concentrarse, inevitablemente, en indagar los procesos del
funcionamiento mental, buceando en las interioridades de la caja negra
conductista, para copiar sus procesos de funcionamiento –asociaciones,
inferencias, generalizaciones, deducciones, etc.- y producir con ello
modelos análogos de Inteligencia Artificial. De modo que resultaría una
paradoja que los supuestos simplificadores del estímulo-respuesta
conductista condujeran, necesariamente, a hurgar luego en las
interioridades de su misteriosa caja negra, para copiarlas, y liquidaran
con ello la frialdad mecanicista del modelo conductista y potenciaran en
cambio el desarrollo de su enfoque científico antagonista, la psicología
cognitiva, que hoy reina como disciplina prioritaria en la comunidad
científica.
El mayor reto y ambición de la Inteligencia Artificial reside en la
capacidad de aprender de la máquina –están empezando a hacerlo-,
pues con el aprendizaje la máquina se humaniza, comenzando a
asemejarse a una especie de inteligencia extracorporal. Creo que uno de
sus grandes retos en este proceso de humanización reside en la
formalización de los procesos de creatividad mediante modelos
matemáticos. Me refiero a la creatividad tanto estética como científica,
para generar lo que en los años sesenta se llamo productive thinking. En
aquellos años algunos pensadores, como Max Bense y Abraham Moles,
llevaron a cabo interesantes esfuerzos para buscar modelos matemáticos
y cuantitativos en el campo de la estética. Puesto que la originalidad
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puede medirse como improbabilidad estadística, la creatividad estética
era remitida al cálculo de probabilidades, con resultados discutibles. En
la actualidad, la investigación científica más prometedora en este campo
es la neuroestética, fruto de los espectaculares avances de las
neurociencias en los últimos años, tratando de localizar los modelos
perceptivos y formales que producen una mayor gratificación en la
corteza cerebral. Estamos empezando, pero el camino parece
prometedor y tiende a converger, no sorprendentemente, con las
propuestas de modelos perceptivos que formuló en Alemania la escuela
de la Gestalt en los años veinte.
Otro campo en el que se está trabajando es en el del envío de señales
desde el cerebro al ordenador, mediante conexiones directas,
suministrándole órdenes, modelos de raciocinio, etc. Los expertos nos
dicen que esta propuesta será realidad hacia el año 2020.
En esta exploración futurista comparece naturalmente el robot, que es
nuestro “Otro” automatizado, mediante la informática que le proporciona
su inteligencia y la mecánica, que actúa como soporte estructural para su
acción física. El robot se ha convertido en un mito antropomorfo muy
frecuentado por la ciencia-ficción y lo hemos visto comparecer en
películas como Metrópolis, Planeta prohibido o la saga de La guerra de
las galaxias. Se le ha presentado siempre como un objeto/sujeto
antropomorfo, para inquietarnos con el enigma de su identidad
semihumana, cuando en realidad el robot no tiene porque revestir
aspecto antropomorfo. Si sus partes deben ser diseñadas para optimizar
sus funciones, las piernas serán casi siempre sustituidas con ventaja por
cadenas, cintas o ruedas; sus brazos podrían ser tubos de succión, por
ejemplo; en vez de boca debería llevar un enchufe de alimentación
eléctrica; sus dos ojos podrían ser más funcionales con un equipo de
rayos X o ultravioletas, etc. Pero el mito antropomorfo sigue pesando
mucho en la imaginación popular y el último robot de la NASA, el
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sofisticado Robonaut con 150 sensores, fue presentado a la prensa por
los expertos diciendo que “se puede rascar la espalda mejor que una
persona” (El Mundo, 6 de agosto de 2000). ¿Para qué diablos necesita
un robot rascarse la espalda?.
El robot fue un invento de la imaginación literaria del checo Karel
Capek, en su drama teatral frantacientífico R.U.R. (1921), en el que los
robots, como el monstruo de Frankenstein, se acababan rebelando
contra sus creadores humanos. La sublevación de los robots se produce
porque llegan a ser capaces de tener sentimientos y esto se explica, en
la obra, porque el doctor Gall decide ensayar con ellos un incremento de
su nivel de irritabilidad o excitabilidad, con lo que el robot pasa a ser un
sujeto de sensaciones. Y este nuevo nivel de sensibilidad de sus
respuestas le faculta para las emociones (de odio prometeico hacia su
creador), pero estas últimas abren también la puerta de los sentimientos
(de afecto y de aversión), convertidas en motivaciones.
Tal vez pensando en los personajes de R.U.R. la profesora Rosalind
Picard, del Instituto Tecnológico de Massachussets, ha empezado a
desarrollar un proyecto que pretende “humanizar” nuestras máquinas,
creando “ordenadores emocionales” (affective computing, es la expresión
que utiliza). Ha previsto cuatro etapas o fases en su proyecto, desde la
más simple a la más compleja. La primera consiste en crear máquinas
que reconozcan las emociones de su usuario, a través de sus respuestas
fisiológicas, lo que no es difícil. La segunda, crear máquinas que
expresen emociones, debidas a sus disfunciones (sobrecalentamiento,
exceso de información, memoria sobrecargada, etc.). La tercera, la
creación de máquinas que tengan emociones, como el robot que
padezca miedo ante una situación de alto riesgo, que le haga retirarse y
salve con ello la integridad de su equipo. Y, por último, y ya francamente
utópico, crear máquinas dotadas de inteligencia artificial. Al considerar el
carácter quimérico del tercer estadio se llega a la conclusión de que es
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más fácil producir una máquina pensante (metáfora del uso correcto de
unas reglas lógicas) que una máquina deseante (es decir, activada por
emociones). Si se tiene en cuenta que los deseos activan los fines de las
conductas y las motivan, parece obvio que la máquina no puede ser un
sujeto deseante. De modo que las emociones y los deseos constituyen la
frontera final entre el hombre y la máquina. Y habida cuenta de que la
máquina carece de un sistema hormonal, estamos lejos de poder
señalizar el interfaz hombre máquina, para hacer que el eros nos
conduzca al logos. Pero el paso siguiente en el intento de humanización
de la máquina consistirá en un endoesqueleto electrónico con
biosensores periféricos, al que mediante un sistema de gratificaciones y
castigos se le intentará dotar de un simulacro de conciencia.
El itinerario de la doctora Picard es, en definitiva, concordante con los
trabajos que se están llevando desde los años sesenta para crear
cyborgs (cybernetic organisms), o máquinas orgánicas, tecno-cuerpos
construidos con neuro-chips (con células vivas implantadas en un chip) y
bio-sensores, capaces de crear nuevas redes nerviosas artificiales (los
expertos consideran especialmente aptas, en este aspecto, las neuronas
de sanguijuela). Se está trabajando desde hace años en ello para
ayudar, por ejemplo, a paralíticos, haciendo que sus miembros puedan
activarse mediante la amplificación eléctrica de sus señales cerebrales.
Con todo esto estamos en la antesala de los replicantes que nos
presentó Blade Runner, el estimulante film de Ridley Scott, que carecen
de memoria personal y de emociones, lo que mutila su identidad. Pero
ahora sabemos que nuestras memorias personales pueden ser
transferidas a las máquinas, de modo que nuestras memorias podrán
sobrevivir a nuestros cuerpos. También hemos visto la implantación de
“falsas memorias” en Blade Runner –lo que “humaniza” a los replicantesy en Desafío total, en donde a un personaje se le implanta una memoria
de unas vacaciones que nunca efectuó. Puede ser una solución perfecta
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para resolver las depresiones sentimentales cuando una amante nos
abandona, porque la podemos reemplazar mentalmente por otra. En
Blade Runner se propone que si se proporciona artificialmente a los
replicantes la memoria artificial de un pasado (es decir, una memoria
personalizada), se les suministra un cojín sobre el que pueden erigir un
mundo emocional. Ello plantea crudamente el problema de la identidad,
porque cuando un replicante es tan perfecto y tan parecido al humano,
empezamos a dudar si nosotros somos realmente seres humanos o
somos replicantes. Un ensayo sugerente lo proporcionó el Robocop
ideado por Paul Verhoeven en 1987, con cabeza humana y cuerpo
mecánico, pues demostró poseer vivencias subconscientes, procedentes
del pasado humano de su cerebro, antes del accidente que le dejó sin
cuerpo.
La contaminación de la realidad por la fantasía científica llega a ser tan
grande y tan actual que Rodney Brooks, director del departamento de
Inteligencia Artificial del Instituto Tecnológico de Massachussets, afirma
que, en el futuro, “las criaturas artificiales tendrán, como las personas,
derechos y responsabilidades” (El País, 18 de junio de 2002). Así se
desemboca en los robots de Isaac Asimov, regulados por ciertas leyes
que impidan dañar a los seres humanos, sus creadores, conjurando la
aparición del “complejo de Frankenstein”.
La identidad humana no sólo se basa en una conciencia corporal
individualizada y diferenciada, sino también en una pertenencia cultural y
territorial. Pero la informática nos ha proporcionado también un
ciberespacio sensorial llamado Realidad Virtual Inmersiva (RVI), que nos
brinda nuevos espacios ilusorios, espacios virtuales o ciberterritorios
hiperrealistas que se constituyen en el País de Ninguna Parte, para
nuestro goce visual, táctil y cinestésico. En la RVI el paisaje es ilusorio
porque está en realidad en las pantallas del casco-ventana que porta el
usuario del sistema. Esta inmersión virtual puede resolver muchos
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problemas en la era de las grandes aglomeraciones urbanas,
empujándonos hacia praderas, playas o sabanas virtuales, solitarias y no
contaminadas. Pero esta nueva topografía ilusoria que está naciendo
puede poner también en peligro nuestros conceptos de pertenencia
territorial o tribal, nuestro sentido del habitat y nuestro ideal de patria,
sustituidos por los paraísos artificiales de los que nos habló Baudelaire,
pero ahora de producción informática. La nueva territorialidad virtual
converge así con las prótesis somáticas que hemos comentado para
poner en crisis la identidad de los ciudadanos de la futura sociedad
hipertecnificada.
Román Gubern
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