La escena es auténticamente preciosa. Me imagino a ese pobre ciego gritando “Hijo de David, ten compasión de mí”; y me imagino a la gente diciéndole que se callara; a lo que él respondería: -oye, déjame en paz, que ya que pasa el Señor por aquí que me pueda echar una manita... y seguía gritando más fuerte. Hasta que, por fin –no sabemos si por la incomodidad que causaba- se le hace caso y se le lleva a la presencia del Señor. Si nos fijamos bien en el Evangelio veremos que hay diferentes tipos de personas que observan la escena: hay personas que se molestan ante el ciego Bartimeo –el Evangelio no dice que sean malas personas- simplemente que se molestaban por los gritos que pegaba el ciego; personas que escuchaban al Señor pero que no entendían nada de lo que Él les quería decir: que lo importante es que nadie se quede en la cuneta del camino. Hoy en día esas personas son aquellas –sin ser malas- les molesta aquello que no encaja con su modo de vida, sean los pobres (es pobres fan pudor), los enfermos, los viejos, los que no son de su estatus social; o sea, les molestan los problemas de los demás. También vemos a esa gente que simplemente mira, no se comprometen con nada… todo les parece bien… creen que hacer algo de vez en cuando les justifica… Todo se arregla metiendo unas monedas en el sobrecito del Domund, o un voto cada cuatro años y después lo que pase en el mundo y en la Iglesia no es cosa mía. Que vemos cómo se intentan colar leyes infames que van contra la vida humana… bueno, no me gusta pero ¡qué puedo hacer!... que vemos que están manipulando a la sociedad a través de los medios de comunicación, bueno pues no los escucho... que vemos la creciente apostasía en la Iglesia metida en una confusión que no tiene precedentes en su historia, pues es mejor callarse! En la situación actual del mundo –y de la Iglesia- todos nosotros tenemos algo de ciegos. Veréis, la ceguera, queridos hermanos, puede ser física o espiritual. La física viene dada por diferentes causas que, como os podréis imaginar, no es el lugar oportuno para hablar de ellas; sin embargo, la ceguera espiritual está en el centro –o debería estarlo- de la preocupación de la Iglesia. Y esa ceguera espiritual puede ser propia o inducida; la propia se identifica con aquellos que conscientemente quieren estar ciegos porque así no se complican la vida; saben perfectamente –o podrían saberlo- donde está la verdad pero no quieren problemas ni complicaciones. Después tenemos la ceguera inducida y esa hermanos es terrible porque va dirigida a volver ciegos de conciencia a la sociedad entera. Se empieza con la manipulación de los niños en los colegios y se acaba con el bingo de los centros de la tercera edad... todo sea para que nadie piense, para que nadie vea la verdad; y la verdad es que hay que ser muy ciegos para no darse cuenta del terrible momento que estamos viviendo: ciegos para no ver cómo en el mundo se están asesinando millones de personitas mediante el aborto, ciegos para permitir la destrucción de la familia, ciegos para aceptar la manipulación de nuestros niños y jóvenes a través de ideologías que acabaran por destruirles... Y ciegos también en la Iglesia por no darnos cuenta de que nos han cambiado aquello que siempre hemos creído. De esa primavera que se anunciaba en el Concilio al terrible invierno por el que estamos pasando (no son palabras mías, son palabras del Papa). Pero si es tristísima la ceguera espiritual de los fieles más triste es la ceguera espiritual de aquellos que han sido llamados a conducir al pueblo de Dios y, sin embargo, lo envenenan con doctrinas superficiales, mundanas e incompatibles con la fe católica; desde las más altas instancias de la Iglesia hasta las más humildes parroquias se ha vertido libremente –sin que nadie les dijera nada- un veneno que, poco a poco, se ha introducido en las almas de los fieles con el terrible resultado de una general ceguera espiritual, de una general apostasía. Hoy se nos dice que debemos llevar a la Iglesia al mundo cuando siempre ha sido justamente al revés: llevar el mundo a la Iglesia. No se trata de mundanizar a la Iglesia sino de cristianizar al mundo. Y la ceguera produce sus frutos: en el mundo ya veis lo que está pasando, basta salir a la calle para darse cuenta de lo que os estoy diciendo; y, en la Iglesia, basta entrar en los templos para darse también cuenta de ello: abandono de los fieles, cierre de conventos, seminarios vacíos, sacramentos profanados... El Señor le devolvió la vista al ciego y el Señor nos pide que nosotros seamos precisamente luz para todos aquellos que, aún siendo ciegos, en el fondo de sus corazones quieren ver la luz; pero esa luz no es nuestra, ni de cardenales, obispos, curas o teólogos, esa luz es la del Señor que a través de la Revelación se nos ha mostrado y a través de la tradición se ha guardado. Ahora es importante que nos metamos en la piel del ciego ¿qué ceguera es la nuestra? ¿Qué ceguera es la que nos mantiene fuera del camino? ¿Es voluntaria o inducida? El Señor nos curará, pero se lo tenemos que pedir.