Democracia burguesa y partidos políticos | Contexto Latinoamericano

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Tipo de documento: Capítulo de libro
Autor: Roberto Regalado
Título del libro: América Latina entre siglos: dominación, crisis, lucha social y alternativas políticas de la izquierda (edición actualizada)
Editorial: Ocean Sur
Lugar de publicación: México D.F.
Año de publicación: 2006
Páginas: 32-36
Temas: Crisis estructural, Historia y características, Debate político e ideológico, Fuerzas políticas, Democracia burguesa, Socialdemocracia
Democracia burguesa y partidos políticos
La democracia burguesa es una forma indirecta de dominio del capital que se va entretejiendo en la medida en que el
desarrollo económico, político y social, y las luchas de los movimientos obrero, socialista y feminista, compulsan a las
burguesías de las naciones capitalistas más industrializadas a disminuir la coerción y la violencia, y a recurrir a otros
mecanismos de control social. Es Gramsci quien desarrolla el concepto de hegemonía en la sociedad dividida en clases para
explicar la dominación basada en el consenso de los dominados.
El establecimiento de la hegemonía es un proceso mediante el cual las clases dominadas asimilan la ideología de la clase
dominante. En la sociedad capitalista, la hegemonía se basa en que el conjunto de la sociedad haga suyos la moral, los
valores, las costumbres, las leyes y el respeto a las instituciones burguesas, que les son inoculadas mediante la cultura de
masas, la educación, los medios de comunicación y otras vías. Eso incluye la participación y la representación de las clases
dominadas en el sistema político democrático burgués, mediante las elecciones, los partidos políticos, los sindicatos, el
gobierno, el parlamento, el sistema de justicia, las administraciones locales y otros de sus componentes. Si bien esa
participación y representación es formal en lo que a la esencia clasista de la dominación se refiere, constituye un espacio de
confrontación social y lucha política en el cual las clases dominadas pueden conquistar ciertas «posiciones». Gramsci le
atribuye una importancia primordial al análisis de cómo la clase dominante logra imponer el consenso a las clases dominadas,
no solo en términos generales del sistema capitalista, sino en el caso concreto de cada país y cada momento histórico. Su
propósito es extraer las conclusiones necesarias para conformar el consenso y construir una hegemonía popular, que
conduzcan a la conquista del poder por parte de las clases actualmente dominadas.
La historia relata cómo y por qué la sociedad capitalista crea la democracia burguesa. En sus orígenes, ese sistema tiene
como objetivo, primero, imponer límites al absolutismo mediante la creación de un parlamento encargado de aprobar los
fondos requeridos por la Corona y, después, según el caso, suprimir a la monarquía o convertirla en una figura desprovista de
poder político. Ese poder sería ejercido por instituciones ejecutivas, legislativas y judiciales, integradas y elegidas solo por
ciudadanos varones poseedores de propiedad privada (entiéndase, burgueses). Son conocidos los límites de ese proceso
democratizador, que desplaza del poder a la aristocracia feudal y construye un Estado neutral con relación a los intereses en
conflicto dentro de la burguesía, pero apela a la represión cuando el proletariado, que lucha a su favor en las revoluciones
burguesas, pretende beneficiarse. Sin embargo, al hablar de los siglos XVII, XVIII y XIX, Engels explica que «por excepción,
hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas, que el Poder del Estado, como mediador aparente, adquiere
cierta independencia momentánea respecto a una y otra».1
Los primeros partidos políticos surgen en Francia y Gran Bretaña, en el primero de estos países, como resultado de la
evolución de los clubes políticos formados por grupos que pugnan entre sí como parte del fermento político y social que
desemboca en la Revolución Francesa de 1789, mientras que, en el segundo, son resultado de las luchas económicas y
políticas entre la alta burguesía y la monarquía, que adopta la forma de enfrentamiento religioso. En sentido general, dentro de
la aristocracia y la alta burguesía hubo una oposición frontal a la formación de los partidos, por tratarse de instrumentos que
podían ser utilizados por los movimientos populares para presionar al Estado en función de sus intereses. Esa oposición fue
mayor y más doctrinaria en Gran Bretaña y, debido a su influencia, también en los Estados Unidos.
Las luchas de los movimientos obrero, socialista y feminista iniciadas en el siglo XIX, desempeñan un rol fundamental en la
conformación del paradigma de democracia burguesa que hoy conocemos. Durante sus primeros años, el movimiento obrero y
socialista lucha por la libertad de expresión y reunión, por el pluralismo político y por la ampliación del derecho al sufragio, con
el propósito de consolidarse legalmente, generar condiciones más propicias para su desarrollo y arrancarle al capital los
derechos de sindicalización y huelga. En lo adelante, utiliza esas conquistas políticas para promover la reducción de la jornada
laboral, el aumento de los salarios, la promulgación de leyes de protección al trabajador y la oposición a la guerra imperialista.
Aunque en ciertos casos ello pretendió justificarse como una omisión derivada de consideraciones tácticas, la lucha por el
conceder el derecho a voto a las mujeres, no fue una prioridad del movimiento obrero y socialista, sino solo del movimiento
feminista, en el período comprendido entre la Revolución de 1848 –año de publicación del Manifiesto del Partido Comunista y
de la Declaración de Sentimientos–2 y las primeras décadas del siglo XX, cuando finalmente se adopta el sufragio universal en
la mayoría de los países europeos.
El parlamentarismo democrático burgués alcanza su máximo desarrollo en la medida que se produce, primero, el triunfo de la
Revolución Rusa de Octubre de 1917 y, después, se conforma el Campo Socialista a raíz del desenlace de la Segunda Guerra
Mundial. Estos acontecimientos marcan un cambio cualitativo debido a que el equilibrio entre las clases al que se refiriera
Engels ya no es un equilibrio relativo dentro de la sociedad capitalista, con un Estado burgués como «mediador aparente» y
restringido al ámbito nacional –como había ocurrido, por ejemplo, en la Alemania de fines del siglo XIX–, sino el nacimiento y la
ampliación de un polo socialista capaz de ejercer influencia mundial, que obliga al capitalismo a emprender una reforma social
progresista, para conjurar el peligro de la revolución socialista.
En virtud del crecimiento económico expansivo registrado por las potencias imperialistas con posterioridad a la Segunda
Guerra Mundial, dentro de ellas se establece una relación directa entre el crecimiento del empleo, los salarios y la ganancia
capitalista. En tales condiciones, se produce un efecto de acción y reacción: las políticas sociales elevan la demanda de bienes
y servicios y, por consiguiente, contribuyen a la valorización del capital. Era lógico que los monopolios ejercieran su control
sobre el Estado para desarrollar programas sociales que garantizaran la reproducción de la fuerza de trabajo (capacitación,
salud y vivienda de la clase obrera). No era una política filantrópica, sino una manera de reducir los costos de producción y
aumentar la ganancia. Dicho en otros términos, las mejorías registradas en los salarios, las políticas públicas y otros medios de
redistribución social de riqueza durante este período obedecen a que se les utiliza como instrumentos para valorizar el capital.
La extensión del socialismo a los países de Europa Oriental liberados de la ocupación nazi por el Ejército Rojo, opera en la
misma dirección que las condiciones económicas de posguerra. Ante el surgimiento de un bloque de países socialistas en
Europa, las potencias imperialistas proclaman la «contención del comunismo» y desatan la Guerra Fría, uno de cuyos pilares
es el «Estado de Bienestar», adornado con una profusa mitología en la propaganda y en la politología burguesas. La
«amenaza del comunismo» obliga al capitalismo a una competencia política e ideológica, en la que necesita presentar un
rostro «democrático» y «redistributivo». Sin embargo, el «Estado de Bienestar» no sería eterno. En los años setenta se
evidencia el agotamiento de las condiciones económicas y de una parte de las condiciones políticas que lo sustentaban. Si el
empleo, los salarios y los programas sociales habían sido motores del desarrollo económico durante la posguerra, en lo
adelante se convertían en víctimas de la creciente dificultad para completar la valorización del capital. A partir de ese
momento, los principales centros de poder mundial, con los Estados Unidos a la cabeza, enfrentan la necesidad de diseñar y
ejecutar una estrategia integral de respuesta a los problemas planteados por el despliegue del capitalismo monopolista
transnacional. Esa estrategia está basada en la concentración de la riqueza y, por consiguiente, presupone el descenso del
nivel de vida de la mayoría de la sociedad.
Notas
1
Federico Engels: «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado», Carlos Marx y Federico Engels, Obras Escogidas
en tres tomos, t.3, Editora Política, La Habana 1963, p. 182.2 «Hace ciento cincuenta años que se editaban dos manifiestos,
uno en febrero y otro en julio. Uno de ellos, el más conocido, es el Manifiesto Comunista. El segundo, la Declaración de
Sentimientos, fue desconocido para la gran mayoría de entonces y desgraciadamente ha sido olvidado también en este
aniversario. La declaración de las mujeres reunidas en Seneca Falls representa la elaboración de los primeros ejes políticos de
otro movimiento social que a lo largo de siglo y medio sigue intentando, también con avances y retrocesos, con propuestas
unitarias y divisiones, que se le reconozca como portador de esas voces excluidas y repetidamente olvidadas en las
propuestas de las organizaciones políticas y sociales. Un hilo conductor fino y sinuoso, oculto algunas veces durante años,
entrelaza las propuestas políticas de entonces con el debate y los objetivos actuales del movimiento. Cuando Nueva York era
solo una aldea, un grupo de alrededor de trescientas mujeres y hombres se reunió para redactar un manifiesto de doce puntos
que titularon Declaración de Sentimientos. Eran los días 19 y 20 de julio de 1848». Lucía González Alonso: «Cuestión social,
cuestión de géneros: Del “olvido” al diálogo», Papeles de la FIM No. 10, 2ª Época, Fundación de Investigaciones Marxistas,
Madrid, 1998, p. 131.
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