Pidieron dos cortados, (¡en jarrito, por favor!), el de él muy cargado, el de ella no. Luego, como
siempre, él le obsequió a ella la espuma de su cortado. Tomaba el utensillo, casi siempre de metal,
por el lado del mango, e introducía la pequeña cabeza cóncava del mismo, en la espuma de la leche,
proceso que debía realizar antes de echarle el azúcar al café, o ésta última reduciría notablemente el
volumen de la espuma. Luego, con un movimiento suave, circular, hacia abajo y hacia él, siguiendo
el contorno interior izquierdo del jarrito, y manteniendo todo el tiempo la concavidad de la cuchara
hacia arriba, recogía la mayor cantidad de espuma posible, y sin apartar la vista de la pequeña y
trepidante, blanca y café, aireada figura, se la ofrecía, en regalo de amor, transportándola
directamente hasta las puertas mismas de sus labios expectantes, dulce altar redentor, que él luego,
tanto disfrutaría al besar, y saborear de su boca, el aroma del café.