la agonía de la resurrección o el descenso a los infiernos

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ADOLPHE GESCHÉ
LA AGONÍA DE LA RESURRECCIÓN O EL
DESCENSO A LOS INFIERNOS
El lenguaje teológico echa mano de todos los medios expresivos -conceptuales o
simbólicos- a su alcance para balbucear lo indecible. Por esto se ayuda tanto de los
conceptos cortados a pico del pensamiento filosófico como de las imágenes de
contornos indefinidos de los poetas. Pero hay teólogos que, sin abandonar el rigor del
lenguaje conceptual, apuestan por la imagen del poeta, por la paradoja atrevida del
literato y osan abordar las cuestiones teológicas por el reverso, como quien se propone
observar la luna por su cara oculta. Uno de esos teólogos es, sin duda, Adolphe
Gesché, el cual nos tiene acostumbrados a planteamientos paradójicos y sorprendentes.
Es lo difícil, lo arduo, lo aparentemente oscuro, lo que ilumina lo presuntamente fácil y
claro. Así, en el presente artículo, el motivo temático del "descenso a los infiernos", que
recitamos (¿mecánicamente?) en el credo y que a nadie se le antoja ni fácil ni diáfano,
sirve para arrojar luz sobre el acontecimiento central de nuestra fe: la muerte y
resurrección de Jesucristo.
L’agonie de la Résurrection ou la Descente aux Enfers, Revue Théologique de Louvain
25 (1994) 5-29.
Hablar de la resurrección de Jesús apelando al tema del descenso a los infiernos es optar
por el planteamiento más difícil y problemático, expuesto como está a la ingenuidad
cosmológica y al peligro de caer en la mitología.
Hay enfoques más racionales: el histórico, el antropológico, el lingüístico, el
escatológico. Y vocablos más conceptuales: despertar, vida, exaltación... ¿A qué viene,
pues, un planteamiento tan paradójico en un tema ya de sí difícil y delicado? Justamente
porque el lenguaje cosmológico y el discurso mitológico posee capacidades de las que
la pura razón carece. Pese al riesgo de deriva gnóstica, el lenguaje cosmológico permite
un despliegue que el discurso abstracto ignora. Los Padres griegos lo comprendieron así
cuando, en cristología y soteriología, echaron mano de las representaciones cósmicas.
Y, para la hermenéutica actual, el discurso mitológico, pese a sus riesgos, resulta más
rico que el de la pura razón. Entra en juego aquí la famosa "distancia hermenéutica" que
permite recurrir a un esquema culturalmente alejado.
A propósito del pecado original reconocía ya Kant a las "representaciones religiosas"
una fuerza que no posee la expresión filosófica del "mal radical". "No existe para
nosotros -afirma Kant- una razón que nos haga comprender de dónde nos podría venir,
de entrada, el mal moral. Es ese algo incomprensible lo que la Escritura expresa". La
razón no puede traducirlo en palabras, pero, "por lo que se refiere al sentido, la
representación no resulta menos exacta filosóficamente".
Y ¿cómo no citar aquí un texto sobrecogedor de Schelling precisamente sobre el
descenso a los infiernos? "Palabras oscuras -dice Schelling- de los Padres de la antigua
Alianza que hablan de un lugar de ocultamiento, simple sombra de vida, bajo tierra,
donde todo reposa, y del infierno como de un poder que custodia y no se deja arrebatar
su presa, aunque de vez en cuando penetre un rayo de esperanza, un cantar que dice que
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el justo no quedará allí: palabras que no cabe considerarlas todas como fábulas, si es que
nos queda todavía una pizca de respeto para las antiguas tradicio nes"
A la vista de estos dos testimonios se nos antoja que nada nos impide lanzarnos a una
conquista especulativa que más allá de lo ilustrativo alcanzaría el plano conceptual. En
teología sabemos por experiencia que, cuanto mayor es el envoltorio mitológico de un
dato de fe (caso del pecado original), más importante, pero también más difícil, es el
tema. Y por esto ha habido que apelar - inconscientemente- a recursos distintos de las
abstracciones comunes.
La hipótesis del esquema bajada-subida de los infiernos puede reservarnos sorpresas
que -paradójicamente- apuntan a una mejor comprensión de la resurrección que nos
permita superar algunas dificultades clásicas.
Por lo demás, las fuentes de nuestra fe hablan del descenso a los infiernos. Cuando dos
famosos filósofos actúan de una forma tan distinta, sería poco sensato y poco teológico
no reflexionar en el significado de un lenguaje tan íntimamente ligado a nuestra
tradición de la resurrección.
I. EL HECHO DE ESTA TRADICIÓN
Prácticamente todos los credos antiguos, todas las liturgias bautismales y eucarísticas,
tanto orientales como occidentales, mencionan el descenso a los infiernos como parte
integrante de la gesta pascual. Pero vamos a referirnos aquí al texto teológicamente más
argumentado, el del discurso de Pedro en Pentecostés, que sintetiza la fe esencial en
Cristo resucitado y la conversión que ella entraña.
"Este hombre (que) habéis entregado y quitado de en medio haciéndolo crucificar, Dios
lo ha resucitado rompiendo las ataduras de la muerte" (según algunos manuscritos: del
hades o lugar de los muertos), "pues no era posible que la muerte le retuviera bajo su
dominio" (Hch 2, 23-24).
La "muerte" de que se habla responde a la concepción de la permanencia entre los
muertos vivida como una cautividad ("ataduras"), donde reina un poder que domina. La
cita del salmo 15, 8-11, que viene a continuación, lo confirma: "Porque no me
abandonarás en la morada de los muertos (hades) ni dejarás a tu fiel conocer la
descomposición (diaphthorá)" (Hch 2,27). La cita está tomada de la versión de los
Setenta, en la que diaphthorá responde a un término hebreo que significa más bien
"fosa" que "descomposición". Nos encontramos, pues, de nuevo en el lugar de los
muertos.
En el discurso se subraya a continuación la diferencia entre la muerte de Jesús y la de
David. Este también "murió y lo enterraron". En cambió, Jesús "no fue abandonado en
la morada de los muertos" (hades). "Dios lo resucitó" y así "fue exaltado a la diestra de
Dios", lo que no le sucedió a David, "que no subió a los cielos" (Hch 2, 29-35).
Importa recalcar en ese texto la secuencia de los lugares que forman el escenario de la
resurrección: 1) tierra (crucifixión, entierro) 2) infiernos (bajada, permanencia de "tres
días"); 3) cielo (subida de los infiernos el tercer día, resurrección y exaltación, en este
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preciso momento, a la derecha del Padre). Cabe advertir que no se menciona la tumba
vacía (aunque tampoco se excluye); que la resurrección no se presenta como un salida
de la tumba; que tampoco se menciona n las apariciones (que suponen una etapa de
transición en la tierra). En una palabra: no se trata de una salida de los infiernos para
volver a la tierra, sino para entrar en el cielo. El esquema es, pues: tierra/infiernos/cielo.
Ahora bien, el esquema que espontáneamente tenemos en mente es: 1) tierra
(crucifixión, colocación del cadáver en la tumba, permanencia en ella durante tres días y
-accesoriamente- una permanencia "parcial" -del alma y/o de la divinidad- en los
infiernos); 2) salida de la tumba y vuelta a la tierra (resurrección de la tumba al tercer
día, permanencia en la tierra durante cuarenta días, apariciones, sin hacer mención de
una permanencia en el cielo); 3) solamente entonces: acceso al cielo (ascensión después
de los cuarenta días). El esquema es, pues, aquí: tierra/ segundo episodio en la
tierra/cielo.
No es que esta segunda secuencia sea falsa. Pero sí que responde a una preocupación
cronológica, más "histórica" y, sin duda, más reciente (característica de los Sinópticos,
en especial de Lucas), que se superpone al esquema más teológico, más trascendente,
del discurso de Pedro. No se trata de discutir si estos dos esquemas son o no pertinentes.
De hecho, cada uno tiene sus ventajas. Lo que importa aquí es sacar a la luz del primero
-el "mitológico"- todo su contenido teológico oculto, que nos permitirá comprender
mejor toda la gesta salvífica de Cristo desde su muerte hasta la subida a la derecha del
Padre, pasando por la bajada a los infiernos y la resurrección.
II. LA TEOLOGÍA DE ESTA TRADICIÓN
Esta tradición nos permite una comprensión mucho más rica de la muerte de Jesús, de
su resurrección personal, de las apariciones y de la ascensión, y de la resurrección como
acción salvífica.
La muerte de Jesús
La muerte es, para nosotros, un fenó meno biológico e instantáneo. Sobreviene y tiene
lugar un "no se sabe qué" de orden metafísico o religioso: o la nada o el paso del alma a
la inmortalidad o la resurrección inmediata o diferida. En todo caso, aunque sea el paso
a otra cosa, se trata de un instante en el que dejamos de vivir.
Esta misma lectura la hacemos espontáneamente a propósito de Jesús: él muere en cruz
en el momento en que expira, tal como testifica legalmente el centurión. La iconografía
occidental sitúa también en la cruz el momento de la muerte.
Pero, para los hebreos, la muerte es otra cosa. Es un proceso temporal. Sí que es expirar.
Pero también (¿y sobre todo?) es entrar (y permanecer) en la morada de los muertos (el
sheol). La muerte no es el drama de un instante. Es un acontecimiento que consiste -si
cabe hablar así- en vivir la vida de los muertos. Claro que sabían perfectamente que el
cuerpo envejecía, sucumbía a la enfermedad y se descomponía en la tumba. Pero, para
ellos, la muerte no acaba aquí: el ser que somos no desaparece, se va a la morada de la
muerte a vivir una vida de "alma en pena", en un país sin retorno y sin sentido. "Señor
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¿qué sentido tiene mi vida si ha de terminar en la fosa? ¿te va a dar gracias el polvo o va
proclamar tu lealtad?" (Sal 30, 10).
Es cierto que algunas tradiciones no desconocen la esperanza de que "un día" pueda
ocurrir un salvamento (véase 1 S 2,6; Os 6,2; Jb 19, 25-27; Sb 16,13). Pero ésta no es la
idea dominante. Ni deja de incluir la duración larga -eterna- viviendo en los infiernos,
cautivo de la muerte. En el fondo, el lugar en el que a uno le entierran es el infierno
(véase Lc 16,23). Morir es bajar a los infiernos.
Aplicándolo a Jesús, lo que se nos dice con este tema es que Cristo conoció la muerte, la
"verdadera" muerte, en toda su ve rdad, "durante tres días". No la vivió como una vela
que se apaga, como una lanzada, sino con todas sus consecuencias. Jesús conoció la
muerte. No se le dispensó de ella. La vivió con todos sus horrores, que no se reducen a
los dolores físicos de la cruz. El supo verdaderamente lo que significa ser hombre. No
se zafó de nada de lo que el hombre conoce a partir del pecado, ya que, por si fuera
poco, "fue hecho pecado por nosotros" (2 Co 5, 21).
A fin de cuentas, al descender a ese lugar de desolación, lejos de los hombres (no está
en la tierra) y de Dios (no está en el cielo), no hace sino seguir la lógica de la
encarnación. Así vivió hasta las últimas consecuencias, sin eludir nada de lo que es ser
hombre, la kénosis total de la encarnación. Vivió esa agonía de sentido que es la muerte
para todo hombre. "El mundo de abajo se alarma al anuncio de tu llegada. (¡Así que es
verdad! -añade Claudel-). También tú, lastimado, igual a nosotros" (Is 14, 9-10).
Incluso cuando se consideran los infiernos como pura representación, todo esto es
capital para comprender la realidad y el realismo de la muerte de Jesús. En su poesía
"Descenso de Cristo a los infiernos" el gran poeta alemán R.M. Rilke lo expresa de una
forma que produce vértigo: "Se plantó allí, sin aliento. / De pie, sin parapeto,
dominando el dolor. / Levantó los ojos, raudo, sobre Adán. / Se abismó, brilló, se perdió
en la hondura" (invirtiendo el orden de los versos). Jesús no resucitará como si no
hubiese conocido del todo la muerte. "Desde lo hondo a ti grito, Señor" (Sal 130,1) "Mi
grito sube desde lo más hondo; Señor, escucha mi voz. Si formase parte de la llanura, se
habría detenido ante la cima de la montaña y no habría penetrado de lleno en la nube"
(E. Hello) ¿No vino para esto?
Una vez más: la muerte no es un simple hecho biológico. Quedarse en la muerte en cruz
-realísima, por supuesto- ha podido poner el acento en el dolor y la emotividad y
generar así una teología soteriológica exagerada, en la que el dolor físico se presta a ser
considerado salvífico por sí mismo. La "simple" compasión afectiva por el Cristo
moribundo no basta. Se trata de un drama que posee las dimensiones del destino (de la
vida: la suya y la de los demás). "En fila con todos los muertos, codo con codo con las
hileras de pueblo horizontal, durante treinta horas, los despojos del que queda libre con
los muertos ha participado de nuestro cementerio, ha homologado nuestro silo"
(Claudel).
Se valora, pues, mejor el drama de la muerte de Jesús. Y se adivina lo que esto ha de
significar para comprender mejor la resurrección. Pues, en realidad, es de ese estado, de
ese lugar en el que la muerte ejerce su poder, de donde Jesús va a ser "despertado". Es
acaso algo distinto, algo más que salir de la tumba, lo cual, en el fondo, no sería sino su
consecuencia empírica: "ved, ya no está aquí" (véase Mt 28,6). Y que, encima, no se
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vivió como un descubrir a Jesús. Sí que unas mujeres les asustaron -se lamentan los
discípulos de Emaús-, pero lo que es a él, no le vieron (Lc 24,24).
La resurrección personal de Jesús
¿Qué es lo que dicen nuestros textos? Que Jesús resucita de ese estado: resucitó de
entre los muertos. O sea: salió de la morada de los muertos. No se dice (tampoco se
niega) que resucite de la tumba. El Evangelio habla sólo de la tumba hallada vacía. Si la
piedra estaba corrida no era para que Jesús saliese, sino para que las mujeres y luego los
discípulos entrasen (Lc 24,3; Jn 20, 3-9).
Cristo, pues, resucita: sale de la morada de los muertos, o sea, de la auténtica muerte. La
iconografía oriental lo ha entendido perfectamente. Representa a Cristo saliendo y
subiendo del abismo que se abre entre peñas que representan la puerta de los infiernos y
no la entrada de la tumba. Los dos temas -salida de la tumba y subida del abismopueden estar imbricados. Pero el segundo prevalece: la anábasis (subida) es una
auténtica anástasis (resurrección). En cambio, el hecho de que el mismo vocablo griego
mnemeîon signifique a la vez "tumba" y "recuerdo" ¿no es una invitación a dejar la
tumba en el rincón de los recuerdos?
Jesús sale victorioso de los infiernos. Y ésa sí que es su resurrección: salir de los
infiernos a donde ha ido a vivir su muerte -a beberla hasta las heces- y de donde resurge
vivo para la vida eterna. Es en esa permanencia ahí (y no simplemente en la tumba) y en
ese combate (y no simplemente en la cruz) donde ha vencido la muerte. La ha vencido
en su propio terreno.
A nadie se le escapa la importancia de esa temática. La resurrección adquiere así una
densidad mucho mayor. No corre el riesgo de aparecer como algo puramente
"milagroso" (en mal sentido), como cuando se habla de resurrección de la tumba. Ni hay
peligro de confundirla con la "reviviscencia", que no propiamente "resurrección", de
Lázaro. La resurrección es resurrección-de- los- infiernos: el Señor pasa de los infiernos
al cielo (como en el primer esquema). No es tanto el paso de la tumba a la tierra, sino el
paso "de este mundo al Padre" (Jn 13,1).
La resurrección es un acto de Dios que arranca a Cristo (o un acto de Cristo
arrancándose) de la muerte "total" ("metafísica", "teológica": poco importa cómo se la
llame), de la verdadera muerte, no de la simple muerte biológica, material, a riesgo de
que la resurrección se entienda también únicamente como biológica. Cristo resucita a la
verdadera vida (zôe, y no bíos). La victoria de Jesús es sobre la muerte que hace perder
la vida.
Además, al no ser la resurrección una simple reanimación personal, aparece totalmente
como es: una victoria contra la muerte y no simplemente contra una muerte. La muerte
es vencida en su propio terreno. No se trata simplemente de un muerto, sino de "uno
entre los muertos" que sale de la muerte, del ámbito en el que ella ejerce su poder. No
es un simple episodio, sino un acontecimiento. Ahí está el nervio de la cuestión: con la
resurrección de Jesús ha sido vencida no simplemente su muerte, sino la muerte.
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Los cuarenta días
Aunque esto pertenezca a otra tradición (segundo esquema) ¿qué es de los cuarenta días
y de las apariciones en la tierra? ¿con esto no se nos sugiere que Jesús, al abandonar los
infiernos, pasó algún tiempo en la tierra antes de pasar al cielo? Vayamos paso a paso.
1. Por importantes que sean las apariciones, la resurrección no se identifica con ellas. Se
trata de realidades muy distintas. Las apariciones no constituyen la resurrección: son su
mediación -signos y testimonios-, pero no su contenido. La resurrección no es una
vuelta - maravillosa- de Jesús a la tierra.
2. No por eso se niegan las apariciones. Por el contrario, se convierten en lo que son: la
manifestación de alguien que está en el cielo y no de alguien que se encuentra en algún
lugar de la tierra. De repente se esfuman algunas preguntas tontas (¿dónde se escondía
Jesús entre aparición y aparición?). Pero, sobre todo, las apariciones recuperan su
verdadero sentido: son teofánicas, o sea, que van del cielo a la tierra. De paso nos
permiten comprender que Esteban y Pablo puedan hablar de apariciones del Resucitado
incluso después del período privilegiado de las apariciones. Cierto que las apariciones
poseen un carácter particular (signo, testimonio, afianzamiento de la fe, instrucciones a
los apóstoles, envío a la misión) que es propio de estos cuarenta días. Pero las
apariciones, aun teniendo un punto de apoyo empírico, son teofanías, manifestaciones
"celestes", revelación de la presencia de Dios en Cristo devenido Señor (véase Hch
10,40). No es un Jesús redivivo, sino un Jesús resucitado el que se aparece.
No se trata, pues, de negar los cuarenta días. Sí que hubo, durante un período
determinado, esas manifestaciones excepcionales del Señor que venía del cielo y
compartía en la tierra la intimidad de los creyentes y de los apóstoles para iniciarles en
su resurrección y en lo que ella significaba. Pero estos días privilegiados no constituyen
una especie de "tregua", durante la cual Jesús residiría (?) como entre cielo y tierra (!).
El que se aparece no es un Jesús que está en la tierra, sino un Jesús resucitado que viene
de junto al Padre ¿Quién habla de apariciones de Lázaro?
3. Pero entonces ¿qué decir de la ascensión? Si Jesús se encuentra ya en el cielo ¿no se
negaría la ascensión, que parece suponer que es justamente después de una permanencia
en la tierra cuando alcanza Jesús finalmente el cielo? No es eso. Pues, en realidad, la
ascensión constituye con toda propiedad, la última aparición y el final de las
apariciones. Los testigos no se beneficiarán ya más de esas manifestaciones
excepcionales: desapareció de sus ojos y en adelante no le vieron más (véase Hch 1,9).
La ascensión es, pues, la última "subida" al cielo, igual que la que había tras cada
aparición. Pero ésta fue la última, ni más ni menos prodigiosa que las otras.
En el esquema espontáneo (el segundo) -el de los Sinópticos y sobre todo de Lucas- la
ascensión viene a ser el momento único en que el Señor "sube al cielo". Se trata de un
esquema más "cronológico", pero que no se impone a la fe. La mayor parte de los
credos y los textos citados consideran que la subida al cielo se realiza mucho antes de la
ascensión. ¿En qué consiste entonces el carácter excepcional de la ascensión? En que es
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en esta última aparición en la que Jesús confía definitiva y solemnemente a sus
apóstoles su misión de Iglesia, que les será confirmada en Pentecostés.
Empeñarnos en los días y en la duración concreta sería olvidar que no estamos ante un
simple reportaje periodístico. Todo ese subir y bajar no son hechos cosmológicos, sino
realidades trascendentes. Non est quaestio motus (no se trata de movimiento) afirma
rotundamente santo Tomás a propósito de la ascensión. Y si, a pesar de todo, se habla
de días -tres y cuarenta- es porque Dios respeta nuestro tiempo. Ahí está el aspecto
importante de esa cronología: ni creación ni salvación fue cosa de un día. Pero en uno y
otro caso los números no cuentan. Por otra parte, la existencia de distintos esquemas,
refractarios a todo concordismo historicista, nos invita a reparar en el contenido: Jesús
experimentó la muerte, la venció, pasó al Padre, se hizo reconocer por los apóstoles y
sólo entonces dio por concluida la obra comenzada. Todo esto -permítasenos la
expresión- exige tiempo, dado que se trata de un Dios que respeta al hombre en la
lentitud de su temporalidad y no de un Dios que le visitaría en una eternidad
incandescente.
Esto es, pues, lo esencial de las apariciones: son la continuación, con otro estilo, de la
enseñanza del Señor a sus apóstoles y su envío en misión, y constituyen otros tantos
testimonios destinados a revelar la resurrección. Cierto, en una determinada lógica
teológica "habría bastado" con "una voz del cielo" (como en el Jordán) o simplemente
con un anuncio como el de los ángeles "hermeneutas", que interpretan el hecho de la
tumba vacía. Pero no se puede negar que, de hecho, las apariciones fueron las
mediaciones por las que Jesús se hizo conocer como resucitado y viviendo la verdadera
vida. Dejando esto a salvo, ni los apóstoles ni nosotros tenemos por qué atribuir un peso
excesivo, y a veces exclusivo, a ese carácter testimonial. La historia de la teología
muestra que la insistencia apologética en las apariciones acaba ocupando todo el
"imaginario", a costa de otros aspectos. Non sunt probationes, sed signa (no son
pruebas, sino signos) afirmará una vez más magistralmente santo Tomás.
En definitiva: se trata de apariciones del que no está ya en los infiernos (en la muerte),
sino a la derecha de Dios. Él no es uno redivivo o un fantasma que se aparece (véase Mt
14,26), sino ho erchómenos, el esperado, el que tenía que venir (Mt 11,3), el que viene
(Ap 1,7). Esta es la resurrección y no un simple retorno a la tierra. Y su anuncio es ya
saludable. Y lo es más si se llega a captar cómo y por qué nos salva.
La resurrección, acto salvífico
Todos nuestros textos afirman que lo acontecido con Jesús no concierne únicamente a
su destino personal. Si él resucita es "para nuestra rehabilitación" (Rm 4,25). El
pensamiento occidental no percibe tan bien el carácter soteriológico de la resurrección
como el de la pasión y de la cruz. Una vez más el tema del descenso a los infiernos va a
contribuir a que comprendamos la resurrección como un acto específico de salvación.
En su conjunto, la tradición ve como tres momentos en el descenso a los infiernos. Se
trata de momentos salvíficos. No los convirtamos en cronológicos.
1. Un combate contra el demonio. La tradición oriental ha conservado fielmente este
aspecto que nuestro occidente tiende a racionalizar más a base de abstracciones (lucha
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contra el mal, el pecado, la muerte). No es el momento de plantearnos la cuestión de la
personalidad demoníaca. Lo que sí importa es captar el significado de ese descenso a los
infiernos.
¿Y qué nos dice? Que después de su muerte en cruz, Cristo prosigue, en el último
reducto del mal (del Maligno), la lucha contra el pecado, el mal y la muerte, entablada a
partir de la encarnación. Pero este combate no ha terminado. Todavía falta un último
combate en el propio campo del adversario -los infiernos- donde él domina casi sin
resistencia, "en su casa" - la del Maligno, encarnación misma del mal radical (véase Hb
2,14)-. Es la obra de la encarnación y de la redención la que sigue adelante.
Esta dramatización tiene la ventaja de subrayar una vez más que Cristo experimentó
verdaderamente la muerte. Pero, sobre todo, la de mostrar que el pecado no depende de
una situación simplemente moral (en este sentido: "terrestre", o sea, que se refiere a las
solas relaciones entre los hombres). En este caso la salvación podría quedar asegurada
por un simple esfuerzo moral. La situación reviste una gravedad mucho mayor: por el
pecado el hombre ha errado su destino. Ha perdido el acceso a (el árbol de) la vida. El
drama del pecado consiste en un error de destino, no de simple moral.
En esa "demonización" del descenso a los infiernos se trata de significar que su combate
va hasta las raíces "ontológicas" del mal y no parará hasta lograr la victoria contra el
que impide el acceso a la vida (significada por el segundo árbol), que constituye el
destino del hombre. Ese combate contra el que tiene secuestrada la vida ha de abrir de
nuevo el acceso a la vida.
¿No aparece así mejor el aspecto soteriológico de la resurrección? No olvidemos que es
de los infiernos de donde Jesús resucita. La resurrección se realiza, pues, al término de
un combate. No se trata de un prodigio, sino de una victoria. Y es aquí de nuevo Pedro
quien lo ha expresado de una forma sorprendente.
2. La predicación a los cautivos. "Cristo murió por los pecados una vez por todas -el
inocente por los culpables-, para llevarnos a Dios; muerto en su carne, vivificado por el
Espíritu. Es así como fue a predicar a los espíritus encarcelados, a los rebeldes de
antaño, cuando, en los días de Noé, la paciencia de Dios persistía en su empeño..." (1 P
3, 18-21; véase también 4, 6).
La tradición occidental, esta vez plenamente de acuerdo con la oriental, se mantuvo fiel
a esa visión de las cosas. El Señor va a anunciar la buena noticia también a los que no le
conocieron en tierras de Judea y Galilea. Sólo entonces la evangelización se completa.
"El que le preguntó a Adán (en el paraíso) dónde estaba, bajó al sheol y lo encontró. Lo
llamó y le dijo: He bajado a por ti para llevarte a tu herencia" (San Efrén, Lit. pascual
siríaca).
El tema del descenso a los infiernos permite universalizar la obra de salvación. Y
advirtamos que la predicación a los cautivos se dirige también a los pecadores ("los
rebeldes" -dice Pedro-), lo cual acentúa el carácter salvífico del descenso. En el fondo,
es en los infiernos donde se manifiesta la victoria de la resurrección. "El Señor se
durmió y el mundo entero despertó" (C hromatius de Aquilea).
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3. La salida victoriosa. Ahora vamos a abordar el carácter resurreccional del descenso a
los infiernos, que en adelante deberíamos llamar "subida" de los infiernos.
Tras permanecer en los infiernos (combate contra el príncipe del mal, predicación a los
muertos), entonces sale Cristo de los infiernos -auténtico éxodo- y finalmente resucita.
Ya vimos que, a nivel personal, la resurrección de Jesús era resurrección de los infiernos
(lugar donde uno conocía verdaderamente la muerte). Los dos puntos que acabamos de
explicar nos permiten ahora abordarla a nivel soteriológico. La salida de los infiernos es
una victoria contra el mal que tiene cautivos a los hombres. "Al subir a lo alto, llevó
consigo cautiva la cautividad" (Ef 4,8). En esta línea, vale la pena notar que,
originariamente, la triple inmersión (no digo la triple invocación) bautismal se refería,
no a la Trinidad, sino a los tres días de sepultura en la muerte. El bautismo cristiano es
una inmersión en la muerte de Cristo (Rm 6,3) y una subida victoriosa con él.
Los iconos orientales representan a Jesús cogiendo del brazo a Adán y Eva, y
sacándolos de los infiernos. La resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, su
resurrección y la de los demás. No se trata sólo de un triunfo personal, sino de una
victoria que arrastra consigo a las víctimas del cautiverio. Al resucitar, Cristo es, al
mismo tiempo, "resucitado" y "resucitante".
La resurrección es también, como la cruz, un combate y una victoria sobre el mal. La
resurrección es también agónica (un combate). No lo fue sólo la pasión y la cruz. Hay
que haber visto la salida de los infiernos de la pequeña iglesia bizantina San -Salvador in - Chôra en Istanbul, para comprender ese carácter de lucha y de victoria "difícil" de
la resurrección: es con "esfuerzo", fatigosamente, que Cristo arranca literalmente los
primeros padres del infierno. Este carácter de victoria que "exige esfuerzo" se pone de
relieve por el hecho de que Cristo agarra a Adán y Eva por la muñeca, -según afirman
los iconólogos- para que no corran el riesgo de deslizarse, si se les sostenía sólo por la
mano. La resurrección no fue "asunto de poca monta". El tema de la "derecha del Padre,
necesaria para sacarle, y del poder del Espíritu, que le hizo entonces Señor, sugieren una
salida de los infiernos "fatigosa", también para Cristo. "¿Hemos de ver en las palabras
que relatan la victoria lograda por Cristo sobre el antiguo reino de la muerte formas de
hablar muy generales, desprovistas de sentido? Yo creo más bien esto: la muerte se
había convertido en un poder" (Schelling).
Gracias, pues, a esa temática de los infiernos, la salvación encuentra en la resurrección
la expresión de su realización. ¿No se comprende mejor así que la resurrección es parte
integrante (no simplemente culminación) de la obra de salvación? Si Cristo hubiese
"renunciado" a los infiernos (con lo que no hubiese llevado hasta el extremo su kénosis),
si simplemente hubiese resucitado, sin más, no habría que decir que faltaba algo? Al
menos a nuestro imaginario ¿no le hubiera faltado un soporte indispensable para
concebir la resurrección como lucha victoriosa y como salvación? Por lo demás, no se
trata sólo de imaginario: la resurrección fue rigurosamente esa victoria sobre la muerte,
de la que Adán y Eva fue ron los primeros beneficiarios. Es en los infiernos donde Jesús
vivió la agonía de la resurrección, como en Getsemaní vivió la de la pasión y en la cruz
la de su muerte.
El destino personal de Jesús y la salvación de los salvados coinciden. ¿No "era
necesario" que Cristo fuese -él mismo- salvado de los infiernos (véase Hch 2,24), para
que él pudiese salvar a los demás? De un golpe, sale -él- y saca -a los demás- de los
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infiernos. La resurrección fue un combate en este sentido: una agonía (sentido originario
del término griego), una victoria "costosa". Uno piensa en el tema de los dolores de
parto, que se asocia al de la vida y al del cosmos en espera de la resurrección de los
hombres (véase Rm 8, 1924). Una resurrección presentada como la continuación
demasiado inmediata, demasiado "fácil", de la cruz, ¿no llega incluso a contradecir el
carácter oneroso de la misma cruz?
Hablar de agonía de la resurrección se nos ha podido antojar, de entrada, inadecuado.
Tras la opresión de la pasión y de la cruz, con ganas de acabar con todo aquello, nos
apresuramos a revestirlo de su aspecto de victoria y gloria. Cierto que, tanto para Jesús
como para los salvados, la resurrección posee un acento de alegría y liberación
inexpresable. Pero esto no impide el que sea un combate contra el mal, como lo son la
pasión y la cruz. A Miguel Unamuno "el hombre le parecía impensable sin la referencia
a lo divino, pero lo divino también, sin referencia de otro orden a la existencia agónica
del hombre". El sábado santo es tan santo como el viernes. Si san Juan habla de la gloria
de la cruz, ¿no nos podemos nosotros tomar la libertad de hablar de la agonía de la
resurrección? Una agonía no tiene sentido si no desemboca, fuera de ella misma, en una
victoria. Pero tampoco la victoria tiene sentido, si no pasa por una combate, por una
agonía.
¿No se comprende así mejor el valor soteriológico de la resurrección? Afirmar que
Jesús nos salvó por su muerte está de acuerdo con la Escritura. Pero tomado
exclusivamente, sabemos a qué peligros está exp uesto en teología de la redención.
También está de acuerdo con la Escritura afirmar que nos salva la resurrección. Pero,
además de los riesgos propios de una afirmación exclusiva, la cosa no resulta evidente
para nuestra sensibilidad. Lo mejor es afirmar que Cristo nos salvó por su muerte y por
su resurrección. Es esta afirmación la que se esfuerza por pensar la realidad en cuestión
y hacerla verdaderamente comprensible.
Una reflexión que se ejerce sobre el tema del descenso a los infiernos, asociando muerte
y resurrección en el seno de una misma agonía victoriosa, ¿no da una lectura más
apropiada de la salvación? Al no reducir la muerte a la cruz, sino extenderla a todo el
desarrollo de un drama en el tiempo y en la eternidad, ¿no permite comprender mejor
todo el significado "destinal" de la salvación de Cristo?
Para una mejor comprensión, importa recordar la especificidad de la antropología
cristiana, como antropología de destino. Entre las numerosas antropologías que ocupan
el campo del pensamiento humano -filosófica, cultural, fenomenológica, etc.-, todas
ellas válidas y, en principio, no concurrentes, está también la antropología teologal:
¿qué es el hombre según la fe cristiana? Es un ser destinado a participar un día
plenamente de la vida de Dios.
Ese destino él lo ha recibido del Padre en la creación. Pero en lo que se denomina
enigmáticamente un drama original, y que fue precisamente un error de destino, él ha
perdido el camino. La resurrección es justamente el acto del Padre por el que remodela
la creación. La diferencia entre la creación primordial y esa re-creación está en que
ahora nuestra naturaleza se convierte en resurreccional. Para Adán, esto no era
necesario. Porque él podía "sin más", escoger el árbol de la vida. Pero, fuera de eso, la
resurrección no posee una naturaleza fundamentalmente distinta de la creación. El Hijo
ADOLPHE GESCHÉ
de Dios hace del hombre un ser resurreccional, igual que el Padre le hizo un ser
creacional.
En adelante, la resurrección pertenecerá a la capacidad teologal del hombre creado
(homo capax Dei), que queda así restituido a su vocación destinal, propuesta en la
creación y remodelada en la resurrección (homo capax resurrectionis). En última
instancia, cabría decir que es el pecado (error de destino) el que ha modificado el orden
de la creación, más que la resurrección, que no hace sino reasumir el antiguo deseo
creador para otorgárselo de nuevo al hombre. En adelante, es aceptando su naturaleza
resurreccional que el hombre encontrará el camino de su destino.
"No soy el Dios de los muertos, sino de los vivientes" (Mt 22, 32). El Hijo de ese Dios
de los vivientes es el que lleva adelante esa afirmación: "Yo soy la resurrección y la
vida" (Jn 11, 25). Al recurrir al vocabulario de la fuerza dula derecha del Padre y del
poder del Espíritu en la resurrección, la Escritura remite a todo el vocabulario de la
creación. Ha sido menester fuerza y esfuerzo ("han sido necesarios seis días") para
crear. Igualmente ("he terminado la obra" del Padre [véase Jn 14,4]) ha sido menester
fuerza y poder ("han sido necesarios tres días") para arrancar a Jesús de la muerte y para
que él arrancase de la muerte a los muertos, restableciendo así el acceso al árbol de la
vida. Por esto lo hemos llamado "la agonía de la resurrección: desde el huerto de
Getsemaní hasta el tercer día en la salida de los infiernos.
Pero ¡qué gloriosa, esa agonía!
Tradujo y condensó: Màrius Sala
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