Me gustas. Quiero hacer el amor contigo ahora mismo

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-Me gustas. Quiero hacer el amor contigo ahora
mismo.
Me levanté las gafas con toda la mala leche del
mundo.
-¡Oiga! Pero… ¿usted qué se ha creído?
Fue mi primer marido. Lástima que durase tan poco
como su breve declaración de amor.
Aquel año decidí pasar el verano en San Sebastián,
sola, necesitaba verme libre de familia, de caras
conocidas, como un paréntesis en el que ni los
pensamientos ni proyectos tuviesen cabida,
dejándome envolver en un vacío de ideas, un limbo o
algo que se le pareciera, en el que solo procuraría no
olvidarme de respirar por eso de la costumbre. Y
todo esto, no porque huyera de algún problema,
simplemente un cambio para que hubiera de todo en
mi vida. Me encontraba en la Concha tomando el sol
plácidamente, sumida en una dejadez donde los
murmullos me parecían lejanos, como la respiración
del mar que moría jadeante en olas casi a mis pies,
cuando alguien se me acercó sin que lo percibiese y
me soltó la frase al oído. A estas alturas apenas me
acuerdo del pobre, quizá debido al retraso en escribir
estas memorias y continuaré como diario que lo
empiezo hoy, fiándome de mi memoria que presumo
tenerla sobre todo para los pequeños detalles los más
fáciles de olvidar, porque de los grandes
acontecimientos todo el mundo se acuerda y carece
de mérito, como el de poner fechas en los capítulos,
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que omitiré por creerlas innecesarias si al fin de
cuentas los hechos transcurren.
Con este mi primer marido, son tan pocas las cosas
que contar, como dije, por la corta duración del
sacramento que prefiero pasar por alto antes de dar
rienda suelta a mi facilidad de largar sarcasmos
hirientes la más de las veces. Solo merece la pena
mencionar un detalle, su muerte. ¿A quién se le
ocurre bajar por un acantilado en las costas gallegas
ricas en percebes y querer cogerlos sin mirar la
marea? Y yo bien que se lo advertí:
-Iñaki, la marea sube.
-Ahora subo, no me mareo. Voy a coger el último
percebe, Leonora…
No sé si no me oyó bien por el ruido de las olas, o
que era imbécil de nacimiento, o ambas cosas.
Cuando quiso darse cuenta, ya se había tragado
medio Atlántico. Desapareció sin que lo devolviera el
puto océano. ¿Ya para qué? Todo esto ocurrió al
tercer día de nuestro enlace, en plena luna de miel,
sin que me diera tiempo a memorizar su segundo
apellido vasco: Medinamendigurria, lo escribo
literalmente tal y como está escrito en el libro de
familia que lo tengo delante.
Paso página porque no me tiran los recuerdos y voy
al segundo marido que contrariamente a lo que me
sucedió con el primero, fui yo la que tomó la
iniciativa porque estaba muy bueno y le propuse
consumar el matrimonio antes de fijar la fecha. Yo
estaba segura de no defraudarlo y efectivamente así
fue, porque sin perder su mirada aborregada después
del coito, me pidió formalizásemos nuestras
relaciones. Se formalizaron a base de experiencias
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amorosas hasta el mismo día de la boda. No quiero
omitir la profesión de este nuevo marido porque no
me acompleja, era dueño de una funeraria,
especialista en amortajar, embalsamar, maquillar
cadáveres, práctico en taxidermia, porque para él
todos eran clientes a tratar con la misma deferencia.
Su carácter de por sí alegre, siempre risueño en
cualquier conversación, aunque versara sobre su
oficio, quizá debido al rictus de su boca hacia arriba
que le daba esa semblanza, trasmitía una seguridad
que una agradecía porque no hay mejor compañía
que aquella soportable. Guapo, fogoso hasta el
extremo de evitar no agacharme por descuido porque
ya lo tenía encima. Desprendido, hasta el punto de
proponerme abrir otra funeraria a mi nombre para así
mejor compartir sus aficiones. No había manera de
convencerle de que yo era lo suficientemente rica
para no desear más, no en balde estaba disfrutando
de un patrimonio heredado con dos siglos de
antigüedad que me da reparo enumerarlo, o miedo a
Hacienda. “Acéptalo como una parte de mí” argüía
terco y consiguió que le acompañase y viese su
destreza en el noble manejo de los muertos para que
me entrara la afición. No sé cómo me dejé convencer
y aguantar hasta el final viéndole en plena acción. Me
puso los pelos de punta. Desde aquel instante me juré
no tener hijos con él. Cada vez que me acariciaba con
sus dedos suaves, sedosos, me parecía que me estaba
midiendo para una mortaja, o una taxidermia. Ya no
me concentraba en lo que hacíamos en la cama y
hasta me parecía oler a alcanfor. Nuestras relaciones
se deterioraban a marchas forzadas cada vez que
insistía me interesase en su noble oficio. Y el muy
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cretino ni se daba cuenta de mi distanciamiento, de
mi frigidez y no paraba de achucharme en cualquier
sitio y momento, hasta en la lúgubre sala fría de los
apaños postmortuorios. Cuando la cosa llegó al
desbordamiento y grité ¡BASTA! se quedó de piedra;
así debería haberse quedado de verdad. “Es
imposible, no puede ser”, no se le ocurrió decir otra
cosa y repetía la frase una y otra vez hasta la saciedad.
No me extrañaría que todavía la esté repitiendo.
Para resolver mis problemas cuando surgían, acudía
a un viejo sicólogo viejo amigo de la familia que nos
conocía más que si nos hubiera parido. Ni me dejó
terminar mi confesión porque ya me estaba dando la
receta: separación, nulidad y a otra cosa mariposa.
-¿No habrá inconvenientes en lo de la nulidad? Tengo
entendido que es algo muy difícil de conseguir –me
atreví a sugerir.
-Con lo que me has contado, sobran motivos y no
hay quien la deniegue. Inmadurez, querida Leonora,
inmadurez por ambas partes.
Cuando oí la palabra inmadurez, me entró la risa
tonta y dejé seguir los acontecimientos sin
preocuparme de los senderos intrincados de la
burocracia eclesiástica, incomprensibles para la
mayoría de los bautizados.
Tal y como estaba previsto, al cabo de dos años me la
concedieron. No obstante mi natural alegría, me dejó
un desasosiego molesto al leer el informe del
psiquiatra que me reconoció, requisito imprescindible
para tramitar la nulidad. Yo intuía lo que pasaba en mi
cerebro, alguna pieza no encajaba del todo y me
incitaba a realizar alguna que otra extravagancia, no
más escandalosa que las aireadas por algún premio
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Nobel, o sabios distraídos. Así me lo parecía a mí, así
lo consideraba sin darle mayor importancia como algo
natural en un temperamento inquieto, fantasioso. Mi
sicólogo lo sabe muy bien y el muy ladino no se atreve
a diagnosticármelo, a decírmelo a la cara. Cuando
tenemos alguna charla en su consulta, me observa
distraídamente y ríe de buena gana de mis chifladuras.
Nada de píldoras, me repite. El muy iluso pretende
que le visite más a menudo y siga sus
recomendaciones, como si yo no tuviera otra cosa que
hacer. Tampoco me preocuparía saber el diagnóstico,
presumo tener una formación sólida, un carácter
polivalente y una vitalidad a prueba de depresiones.
Cancelado mi segundo matrimonio, empecé a
prepararme concienzudamente para afrontar el tercero
que ineludiblemente se presentaría, tengo vocación
para ese estado y sus consecuencias lógicas igual que
mis amigas felizmente casadas, con una familia que
llenaba plenamente todo su tiempo, principal
obstáculo que se interponía en mi realización como
mujer por no saber qué hacer con el mío sin ningún
fin práctico. Pretendientes no me faltaban de todas las
clases sociales y pelajes. De antemano había
descartado, por experiencia ajena, a los toreros,
artistas, poetas, deportistas de élite, y militares. No es
un farol si estoy convencida de que mi cuerpo no pasa
desapercibido, ni mi fortuna bien saneada tampoco
gracias a un patrimonio de más de dos siglos como
dejé escrito, que mis antepasados supieron acrecentar
con inteligencia adaptándose a las circunstancias y
vicisitudes de nuestra Historia tan cambiante y
aventurera. Resumiendo, soy un buen partido para el
más exigente y si me apuran, deseada además con
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virulenta fiebre erótica. Me gusta despertar en el
hombre el más primitivo instinto y gozarlo
plenamente, conscientemente, apasionadamente,
demencialmente...
Con este perfil, nada más entrar en la pubertad, no
tardé en tener mi primera experiencia sexual con el
primero que se me cruzó y gustó, fue el hijo de mi
padrino, un joven de mi edad, guapo, pero tímido, que
se encontraba inmerso en el dilema de decidir su
destino como farero o seminarista. Me prometí sacarle
de la duda. En un veraneo en Biarritz de nuestras
familias, aprovechando un lapsus de soledad en el
hotel mientras se celebraban fuegos de artificio y toda
la clientela se había ausentado para contemplar el
espectáculo, me introduje en su habitación mientras
meditaba y no supo reaccionar cuando me desnudé
ante su asombro y me lo llevé al catre, y en plena faena
explotó un cohete en la ventana que lo sobresaltó.
-¿Qué ha sido eso? –balbuceó.
-¡El virgo, imbécil! – le contesté de mala manera por
su torpeza en la práctica del amor.
Ignoro el camino que tomaría después de la
experiencia, yo lo tenía claro que seguiría mi instinto
no como una putesca verbenera, sino eligiendo
concienzudamente la pareja de turno, y así me planté
en los veintidós años, decidida a contraer matrimonio
con el marisquero al no estar en la lista de los
prohibidos. Todavía ignoro qué me atrajo más de
este mi primer marido, si su declaración de guerra tan
repentina que me pilló sin bragas, o mi deseo de
contraer matrimonio tan fácilmente.
Siempre he confiado en mi suerte, nunca he
precipitado los acontecimientos por estar segura del
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devenir en el momento preciso y adecuado. Por eso
dejé pasar plácidamente el tiempo sin angustiarme la
soledad al estar convencida de la solución a mi
problema de soltera cuando lo deseara. Y tuvo que
ocurrir de la manera más inesperada, como siempre,
en un acto social como la boda de mi prima
Mercedes. La ceremonia religiosa se efectuaba en la
catedral con pompa por el rango de ambas familias.
Me llamó la atención un fotógrafo que no paraba de
darle al disparador desde todos los ángulos posibles e
imposibles independientemente de los profesionales
contratados para filmar el evento. Pregunté con
disimulo a mi padrino y me dio toda la información
deseada. Se trataba de un antiguo amigo del novio
por lo visto muy aficionado a este arte que constituía
su trabajo habitual. Se podía permitir esa faceta tan
liberal por estar respaldado por una saneada renta,
aparte de percibir pingües beneficios de la venta de
sus reportajes por todo el mundo, según él. Lo cierto
era que allí estaba con dos cámaras al cuello sin parar
de moverse de un lado a otro, acaparando mi
atención más que la propia ceremonia, y cuando todo
acabó y pasamos a firmar en el libro de testigos, besar
a los recién desposado deseándoles hipócritamente
no sé cuantas felicidades, mira por donde me
encuadró en varias ocasiones, repitió su interés al
verme a través del objetivo, quizá por la sonrisa que
le dedicaba, o las muecas de asombro fingido, o
aspavientos poco disimulados como sacarle la lengua,
que conseguía llamar todavía más su atención y me
seguía como un corderillo, dándole que te pego al
disparador. No era guapo, ni feo, porque la barba
ocultaba su rostro. Interesante, enigmático, con unos
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ojos un poco saltones que te obligaba a mirarlos por
lo que pudieran trasmitir. Su cuerpo atlético adoptaba
posturas de contorsionista en los encuadres para
cautivarme y no apartara de él mi vista, como los
palomos en pleno cortejo. Al cabo del repertorio de
figuritas por ambas partes y con una sonrisa de
complacencia, cómplice de la mutua admiración,
iniciamos nuestra relación verbal como un torrente
que no paraba de emanar. Ya no hubo más fotos para
nadie al estar inmersos en nuestra conversación que
versaba sobre todo y de nada, algo parecido al estilo
de los hermanos Marx, disparatada a veces que nos
divertía, como intentar adivinar el color de los
calzoncillos de los caballeros, o el de las bragas de las
damas en el caso de que las llevaran. Gilipolleces
como esas a veces conducen a un entendimiento
como el que nos estaba sucediendo.
Me llevó en su Ferrari hasta el hotel de cinco
estrellas donde se iba a celebrar el banquete, cuyos
salones habilitados para el ágape, lucían con el mejor
lujo en consonancia con la importancia de los
invitados. En el buffet libre se exhibían alimentos
escogidos y abundantes hasta la exageración, donde
las langostas se apiñaban en pirámides como los
langostinos, centollos y toda clase de mariscos
dispuestos artesanalmente para incitar su degustación.
Lonchas de jamón pata negra haciendo filigranas con
embutidos escogidos y quesos de todas partes de
Europa. El caviar invitaba insistentemente
presentado en múltiples formas, así como el salmón
ahumado y otros pescados nadando en salsas
misteriosas, igualmente la variedad de volátiles con
guarniciones sorpresivas. Las frutas constituían sin
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duda el más grandioso espectáculo multicolor, de
sabores sin fin, de aromas, de bien dispuestas que
hacían irresistible el deseo de no salir de su campo
visual. Jamás vi una demostración tan completa del
arte culinario. Rigo (Rigoberto) y yo nos
perseguíamos entre aquel laberinto de manjares,
picando ora aquí, ora acullá, sorbiendo traguitos de
champagne francés, de vinos de solera, un whiskycito
¿por qué no? Los efluvios naturales nos destapó una
euforia incontenible, sobre todo a mí muy propensa a
la inspiración súbita, irrefrenable, que me condujo a
agenciarme un spray de color rojo de no me acuerdo
de dónde, y dando saltitos llena de contento me puse
a escribir un mensaje con buena letra en una de las
paredes acristaladas: EN ESTOS INSTANTES
ESTÁN MURIENDO DE HAMBRE MILES DE
PERSONAS. ¡QUE APROVECHE!
Rigo me fotografió en una postura triunfal elevando
el spray al cielo, completamente borracha. Me consta
que a más de uno se le atragantó el centollo. Nunca
vi tanta premura del servicio en borrar aquel mensaje
satánico. Algunas caras pálidas con el bocado sin
masticar en la boca y maldiciones solapadas hacia mi
persona, me hicieron el efecto de que había dado en
el clavo. Una extravagancia más, pensarían para
suavizar el adjetivo. Mi padrino intentaba
disculparme diciendo como divertido “esta chiquilla
tiene cada cosa...”, no le oía pero lo adivinaba por el
movimiento de sus labios como los sordomudos. Y
ya puestos en escena, animada por la gracia que le
hacía a Rigo, completé mi actuación como final de
fiesta, con una broma al atar en el tubo de escape del
Porche de los novios, una ristra compuesta de mi
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sostén, mis bragas, mis ligas, preservativos anudados
a una jofaina que me agencié de una de las mesas
semejante a un orinal con el que meter ruido. Yo no
creo que me pasé, lo digo ahora sinceramente
después del tiempo transcurrido que todo lo serena.
“¡Estás loca, estás loca!” Repetía Rigo divertido
mientras le daba al clic de la máquina. “No lo sabes
bien,” le respondía sacándole la lengua.
Algunos muy allegados a mi familia juraron no
invitarme a ningún evento más. Otros, me
compadecieron, y el director del hotel me declaró
persona non grata amparándose en el derecho de
admisión para vetarme de por vida la entrada. Se está
perdiendo el sentido de humor, o no lo tuvimos
nunca. Si cuento esta anécdota es por considerarla
necesaria e importante ya que constituyó el inicio de
mi nuevo romance, un hecho primordial que marcó
mi vida. Podría extenderme en otras situaciones de la
misma hechura, intrascendentes pero impactantes,
que no vienen al caso y por eso las omito.
De nuevo instalados en el Ferrari, me hizo la
propuesta de rigor.
-¿En tu apartamento, o en el mío?
-En el mío, las damas primero.
Y así comenzó nuestro idilio, el tercero de mi
cuenta, que sació tanto mi apetencia de felicidad,
como para casarnos por lo civil nada más tener a
punto la documentación requerida. Rigo cumplía
todos los requisitos que una mujer puede exigir de un
hombre: enamorado, atento, cariñoso, complaciente,
rico, con sentido del humor... y sobre todo con una
cualidad poco corriente en las relaciones, discreto
hasta el punto de no indagar nada de mi pasado ni de
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mi presente, es decir, mi salud, aunque me consta que
no lo ignoraba porque no es tonto.
Me convenció para irnos a vivir a su apartamento de
ciento cincuenta metros aprovechados, con pocas
piezas; un amplio salón que ocupaba casi medio piso
abarrotado de recuerdos de todos los países visitados,
una especie de museo de anticuario imposible de
describir porque cada paso era una sorpresa nueva.
Allí estaba expuesto todo lo imaginable, hasta
resultaba sobrecogedor, agobiante, sensación que me
callé para no defraudar el entusiasmo de Rigo. La
única alcoba de forma hexagonal tenía unas
dimensiones exageradas , con espejos como paredes
hasta el techo dispuestos para verse en todos los
ángulos posibles, iluminada por luces directas e
indirectas según convenía; la cama enorme circular en
el centro, con dos almohadas independientes
direccionales, unos mandos electrónicos para ordenar
a distancia las luces, música ambiental, esenciero con
perfumes orientales, apertura de un espejo para dar
paso al cuarto de baño con todos los ingenios y
artilugios inventados para hacer la estancia
confortable y olvidarse del tiempo. La bañera
semejaba una concha entre espejos y luces con los
que se podía una contemplar a satisfacción. Hasta un
pequeño escenario con un juego de títeres movidos
electrónicamente delante de la taza del wáter para
hacer más distraída la usanza, colmaba el capricho del
más exigente. Todo aquello se asemejaba a una
enorme bombonera interespacial aislada del mundo
viviente.
-Tú también le das a la extravagancia – fue el único
comentario que se me ocurrió en ese momento.
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Rigo rió y se encogió de hombros.
-Como un divertimento más bien podría pasar.
El resto del apartamento consistía en una cocina
office completa y un laboratorio fotográfico cuya
puerta semejaba la de un refugio atómico, que me
enseñó de pasada con poco interés de explicarme los
aparatos, ordenadores, pantallas y demás material
desconocido para mí. Era evidente que aquella
habitación se la reservaba como un refugio de trabajo
aislado del resto.
Nuestras relaciones conyugales funcionaban a la
perfección; a Rigo le divertían mis excentricidades y
no paraba de sacarme fotos como un poseso.
¿Tanto daba mi cara, mi cuerpo? El mismo afán
incontenible lo experimentaba en el lecho, siempre a
punto, descubriendo rincones nuevos en mí, según
él. Yo, con tanto espejo y luces disimuladas me
encontraba más bella, más atractiva, pero hasta el
extremo de despertar tan enloquecedora pasión me
parecía exagerada. A veces, en el colmo del
capricho, me hacía poner una peluca estilo
Antonieta con antifaz incluido, y él colocarse unas
narices descomunales como las máscaras de carnaval
veneciano, formaba parte del juego amoroso. ¡Cosas
de hombres! Y me dejaba arrastrar en un torbellino
erótico, fotos, viajes, juergas. Al lado de Rigo no
quedaba lugar para la meditación o el aburrimiento.
Llevábamos una vida activa pero paradójicamente
no agotadora, porque no se trataba de correr una
maratón, todo lo contrario, todo sucedía sin prisa
pero sin pausa, a cámara lenta, la acción se
supeditaba a la comodidad, al confort, el mínimo
esfuerzo para conseguir los fines, una mezcla
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heterogénea e incomprensible si no se participa en la
experiencia.
Entre los numerosos viajes de placer que hicimos,
recuerdo especialmente un crucero en el yate de un
amigo suyo, un jeque árabe, asquerosamente rico que
se permitía lujos asquerosamente desorbitados y
caprichosos que rayaban en la inmoralidad por la
provocación hacia su propio pueblo sumido en el
atraso y la miseria. El yate era una embarcación
espaciosa con los más refinados lujos y comodidades.
Estábamos invitados junto con otras tres parejas de
diferentes nacionalidades, igualmente podridos de
dinero. Me sorprendía Rigo con semejantes amistades
y cuando me proponía sin explicaciones nuestros
constantes desplazamientos especialmente al
continente asiático, era una caja de sorpresas, todas
agradables cuyo centro o motor se supeditaba al arte
fotográfico, su única actividad laboral. No había
ningún motivo que se escapase a su lente, lo
impresionaba todo, especialmente a niños andrajosos
aparentemente abandonados. Luego venía el trabajo
de seleccionar, ampliar, retocar, todo ello como ya
apunté, con parsimonia, recreándose en su
laboratorio fotográfico donde se pasaba horas
interminables sin mi presencia porque no me interesó
recluirme en un espacio aislado, agobiante; tampoco
me invitó.
A las pocas horas de navegación, ya en alta mar
rumbo a cualquier isla griega, las parejas se
despelotaron al unísono siguiendo el ejemplo del
jeque y su amante, una hermosa mujer de piel dorada,
cabellos rubios, excitante, siempre acompañándose
con una copa de champán y un perrito manejable. A
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una seña de Rigo hicimos lo mismo y todo el mundo
en pelotas, excepto la tripulación que disimulaba bien
aleccionada o acostumbrada al espectáculo. Yo no
entendía una palabra de los idiomas empleados
excepto cuando lo hacían en francés, en cambio Rigo
intervenía en todas las conversaciones haciendo gala
de unos conocimientos políglota que me sorprendía.
El jeque era guapo el condenado, de ojos azules que
contrastaba con su piel morena, además no podía
negársele ser el más dotado de los machos reunidos y
hacía gala de saberlo. Cruzó varias veces, de forma
fugaz, su mirada con la mía, y estaba segura de haber
memorizado todo mi cuerpo. Si él presumía de
virilidad, yo de feminidad, porque era y lo digo sin
envanecimiento, la mejor complementada de todas
las féminas reunidas, detalle que no pasó
desapercibido para las aludidas porque se esforzaban
en presentar su mejor perfil. Nos zambullimos en el
mar en calma, gritábamos, jugábamos, hasta que el
jeque dio por terminada la sesión y trepamos a
cubierta donde estaban dispuestas unas mesas bien
surtidas de los más apetitosos manjares. Rigo no se
apartaba de mi lado procurando llenar mis paréntesis
de silencio ante mi incapacidad de comprender las
lenguas que se hablaban y me traducía retazos. El
jeque se dio cuenta de mi situación y con una mirada
fija en mis ojos que la aguanté sin parpadear, me
habló en un correcto francés como deferencia y por
imitación todos los contertulios empezaron a usar ese
idioma. Yo se lo agradecí con una sonrisa mientras
bebía un sorbo de champán.
Ya de madrugada, después de la larga velada de juegos,
baile, canciones, bebidas, retirados en nuestro camarote
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