El narrador clariniano - Biblioteca Virtual Universal

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Maria Rosso Gallo
El narrador clariniano
de El narrador y el personaje. En el mundo de Leopoldo Alas «Clarín»,
Edizioni dell'Orso, Alessandria 2001, pp. 167-176.
En el mundo fictivo clariniano el tipo de narrador más difundido, aunque
no exclusivo, es extra y heterodiegético, es decir, un narrador de primer
grado, que refiere una historia en la que no participa como actante (cf.
Genette 1972, trad. it.: 237 ss.). En cuanto a su fisionomía y a sus
relaciones con los personajes y el narratario, éstas derivan esencialmente
de la interdependencia de tres funciones: ver, saber, contar; dotado, en
general, de un vasto bagaje cognoscitivo, o sea, de un «horizonte
epistémico» mucho más amplio que el de los personajes (cf. Segre 1991:
8-18), puede exhibir plenamente su omnisciencia o ajustar su propia voz al
campo visual e gnoseológico de los personajes, y esta opción permite
modular de forma variada la información narrativa.
Por lo que atañe a La Regenta, Rutherford (1988: 76) destaca la «presencia
fuerte aunque medio escondida» del narrador, que «habla en tercera
persona, no se nombra; pero no por eso tiene una personalidad menos
marcada» y que, caracterizado por una «voz intensamente irónica», exige
«un lector atento, inteligente y cómplice». Alegre (1992: 45 ss.) observa
que no respeta completamente «la impersonalidad del narrador defendida por
la escuela naturalista y también por Clarín», ya que «en algunas
ocasiones, no muchas, asoma en la novela» para dirigirse al narratario y
remitir a puntos posteriores de la narración (mediante fórmulas como
«personaje que encontraremos/ se encontrará más adelante», ed. Oleza, cap.
I: 168, II: 188, y «de esto ya se hablará en su día», V: 309), o para
sentenciar, moralizar, extraer consideraciones generales (el
«narrador-filósofo»). Cabe precisar que, en el primer caso, se activa la
«función de gestión» (según la terminología de Genette 1972), incluyendo
también un mínimo de «función comunicativa», orientada hacia el
narratario, o sea, el narrador se presenta como conductor del relato, que
organiza la temporalidad de la trama y selecciona los hechos pertinentes
(por ejemplo, cuando de Pepe Ronzal dice «Más adelante fue liberal sin que
le dieran el pueblo sajón, sino otra cosa que no pertenece a esta
historia», VI: 345, establece el ámbito de pertinencia del relato,
limitándose a aludir a lo que no resulta directamente implicado). Por lo
que atañe a las sentencias y generalizaciones, éstas pertenecen a la
«función ideológica», que crea un contacto o una analogía entre el campo
de referencia interno y el campo de referencia externo. Así, cuando el
narrador afirma «Se notaba en el cabildo de Vetusta lo que es ordinario en
muchas corporaciones» (I: 183), «Acontecía allí lo que es ley general de
los corrillos» (I: 194), o «El hombre que no habla con mujeres se suele
conocer en que habla mucho de la mujer en general» (IV: 263), está
remitiendo a unos referentes de conducta reconocibles en el mundo
exterior, es decir, se apela a la experiencia directa del narratario
implícito para concretar el cuadro descrito y, al mismo tiempo, hace
patente el paradigma de realidad que rige el mundo narrado (cf. Lugnani y
Goggi). Podemos, además, reconocer una función autentificadora (cf.
Doležel 1980), por la que el narrador se manifiesta como depositario de la
verdad, en condición ya de ratificar la afirmación de un personaje (según
la formulación canónica «Y era verdad», seguida de un comentario autorial,
ej. XII: 547), ya de desmentirla («La verdad era que...», ej. XII: 536) o
de rectificarla (ej. «El Arcipreste olvidaba de buena fe que...», II:
190). A veces se presenta como glosador de las palabras de sus personajes
(«... y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según
Bismarck)», I: 144; «Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como
elevar el pensamiento a las regiones celestes», XI: 500).
Ya he destacado «la objetividad no neutral» del narrador (cf. pf. II.1.)
que, ocultándose detrás de la focalización de uno u otro personaje, deja
traslucir una clara intención ideológica, orientando de este modo los
juicios de valores del lector. En ciertos pasajes (como en el episodio ya
comentado de los pensamientos de don Víctor acerca de la enfermedad de
Ana, XIX: 179) el narrador omnisciente e ironista se abstiene de formular
explícitamente una opinión y deja que los hechos se manifiesten en su
evidencia. En otras ocasiones, la función orientadora se lleva a cabo por
un hábil manejo de la pluridiscursividad (cf. Bajtin 1934-35), que
consiste en la inserción (más o menos ambigua) de la palabra del narrador
en el discurso del personaje. Un ejemplo significativo de este
procedimiento lo encontramos en la descripción de Vetusta, contemplada a
través del catalejo y de la perspectiva del Magistral, pero bajo la
supervisión del narrador (I: 156-63). Este fragmento descriptivo define el
espacio diegético con sus connotaciones histórico-sociales y la actividad
contemplativa del personaje es un recurso para representar de modo
mimético los vectores ideológicos que constituyen el medio ambiente;
asumiendo la focalización de don Fermín, se introducen términos
connotativos y juicios de valores (por ejemplo, acerca de la Revolución y
de la Restauración) típicos de una clase social concreta, el clero, pero
el narrador, lejos de borrar su presencia, insinúa aquí y allá su propia
voz discorde, dejando traslucir una visión críticamente antitética. Por el
catalejo del Magistral se presentan los tres barrios de Vetusta, que
representan sendas realidades sociales: la Encimada, que para don Fermín
es «su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía» (I:
159), donde viven nobles y pobres «cerca unos de otros, aquéllos a sus
anchas, los otros apiñados» (I: 157); el Campo del Sol, que es el barrio
obrero; y la Colonia, «la Vetusta novísima» (I: 160), poblada por los
nuevos ricos (indianos, usureros y mercantes). Don Fermín ve los
conventos, convertidos en cuartel, cárcel y oficinas, como una
«profanación constante del sagrado silencio secular» (I: 158) y los
contempla con profunda amargura; desde el punto de vista del personaje,
los habitantes del Campo del Sol son rebeldes, y otros análogos términos
connotativos manifiestan la repulsión y el antagonismo ideológico del
Magistral hacia los labradores:
[...] allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por
el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la
boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad,
federación, repartos, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando
les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba.
[...] si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya
jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia.
[...] aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos,
silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas
delgadas, largas, como monumentos de una idolatría, parecían
parodias de las agujas de las iglesias...
(I: 160)
En cambio, el discurso del narrador es el que presenta el contraste entre
la ostentación de los ricos y la miseria de los pobres, denunciando el
egoísmo de los nobles:
Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a
los árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse
como querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían
podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían
hacinados en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con
una capa de cal [...]
(I: 159)
La visión del narrador, en evidente contraste con la del personaje, se
manifiesta, en el plano del discurso, mediante el recurso a concesivas (a
pesar de), negaciones (sin que, no), adversativas (pero), atributos
irónicos (el buen canónigo), además de designaciones explícitas (como el
término injusticia):
A pesar de esta injusticia distributiva, que don Fermín tenía debajo
de sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio
de la catedral [...]
(I: 159)
De este modo, el fragmento ilustra elocuentemente la intencionalidad
ideológica que, en La Regenta, acompaña las variaciones de focalización:
el narrador, aun cuando entra en los campos visuales de los personajes y
reproduce con aparente objetividad sus pensamientos, se sitúa en cualquier
caso por encima de los actantes y su omnisciencia no implica tan sólo el
acceso a un más amplio bagaje informativo, sino también una superioridad
enjuiciadora o valorativa; deja así percibir, de alguna forma, su voz
autorial, o sea, es portador de un «punto de vista dominante», al que se
subordinan las demás visiones del mundo, por lo cual el personaje pasa del
papel de «sujeto evaluador» al de «objeto, evaluado desde el punto de
vista preponderante» (cf. Uspensky, trad. ingl.: 8-9).
El narrador de Su único hijo, como hemos visto (cf. pf. II.2.), mantiene
un análogo predominio, pero al mismo tiempo presenta peculiaridades
innovadoras. Vuelve a manifestarse como depositario de la verdad, que
interviene oportunamente en el relato con las fórmulas rituales «la verdad
/ lo cierto era que...» (ej., «La verdad era que la simpatía, y a los
pocos días la más cordial amistad, habían llegado a tal punto entre Mochi
y Bonifacio...», V: 213; «No hay para qué seguir a Bonis en sus demás
conjeturas, sino irse a lo cierto directamente. Cierto era, muy cierto,
que Emma...», IX: 284; «Lo cierto era que la historia del barítono,
desfigurada por él en su narración cuando le convino, podía resumirse en
lo siguiente...», XIII: 397, etc.), remite a puntos posteriores del
discurso narrativo, destacando al mismo tiempo su omnisciencia respecto a
la perspectiva limitada del personaje («Así pensaba Bonis, equivocándose
en algún pormenor, como se verá luego», X: 315) e introduce
generalizaciones que constituyen un anclaje con el campo de referencia
externo, a menudo con un espíritu socarrón (por ejemplo, «era de esos
pensadores que tanto abundan, que no hacen más que dar vueltas a ideas
conocidas, alambicándolas; [...] y, en suma, en punto a sagacidad para
encontrar el porqué de fenómenos naturales o sociológicos, era tan romo
como tantos y tantos filósofos célebres que, en resumidas cuentas, no han
venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno de sus utilísimos
secretos», IX: 283). Y no falta tampoco un uso de la primera persona
plural que incrementa la función comunicativa, acomunando al narrador y al
narratario frente al personaje («Y pensó [Bonifacio], sin querer, en medio
de sus angustias, que no podemos figurarnos ni describir los que no
pasamos por ellas...», X: 311, donde se hiperboliza irónicamente la
congoja del protagonista).
Estas intervenciones son análogas a las de La Regenta, pero el narrador de
Su único hijo, a diferencia del de la otra novela, tiende a la
presentación directa, es decir, en varios casos introduce a los personajes
a través de su propia visión autentificadora y sólo en un segundo momento
los contempla desde la perspectiva de otros actantes. Por ejemplo, tras
componer el retrato de Bonifacio (de modo sintético, pero reuniendo los
rasgos esenciales), expresará sus propios juicios (ej., «era un soñador,
un soñador soñoliento», ed. Oleza, cap. I: 163; «No era Bonifacio hombre
capaz de aprovechar ocasiones», V: 217, etc.) y los alternará con las
opiniones que brotan de la perspectiva de otros personajes (así, desde el
punto de vista de Emma, «su Bonifacio no era más que una figura de adorno
[...]; por dentro no tenía nada, era un alma de cántaro», I: 166; «su
marido no era afeminado de figura ni de gestos; era suave, algo felino,
podría decirse untuoso, pero todo en forma varonil», III: 186; el cura de
aldea le considera «un majadero», VI: 235, y el médico, don Basilio,
piensa de él «¡Qué animal es este calzonazos!», X: 306, etc.). En el caso
de Serafina, en cambio, el narrador la presenta primero desde el punto de
vista del público entusiasmado (IV: 202), luego confirma su atributo
principal (la hermosura) y, tras añadir algún detalle informativo, la
contempla desde la focalización de Bonifacio, haciéndola contrastar así
con Emma (para el protagonista la tiple es la mujer ideal, en oposición
con la realidad diaria representada por la esposa «amarillenta y
desencajada y toda la cabeza en greñas», ibid.); sólo más adelante, en el
cap. VII, como hemos visto, el narrador descubre la verdadera naturaleza
de Serafina y, al relatar la historia de su relación con Mochi, penetra en
su interioridad, destacando el espíritu de venganza y la corrupción que la
animan.
Sin embargo, la innovación más destacada del narrador de Su único hijo
consiste en el uso peculiar de su omnisciencia, esto es, en el criterio
variable que rige el suministro de la información narrativa, por lo cual,
tras sentar su autoridad, a medida que el relato avanza, tiende a asumir
expresamente la focalización del protagonista y, llegado al punto
culminante, se refugia en la reticencia, poniendo en primer término la
interioridad del personaje en menoscabo de la visión detallada y objetiva
de los acontecimientos, con el consiguiente efecto de ambigüedad que ya
hemos analizado.
En las narraciones breves el narrador heterodiegético puede destacar
deliberadamente su presencia, o bien limitarse a referir la historia,
evitando toda intervención explícita. Esta última alternativa se
manifiesta en relatos en los que hechos y personajes se califican por sí
mismos (El Torso, Ordalías) y aparece sobre todo cuando el diálogo
desempeña una función importante, produciendo un enfrentamiento de
opiniones (como El doctor Pértinax y Un jornalero) o, cuando el narrador
penetra en la interioridad del personaje, asumiendo su voz y su
focalización (Vario, La imperfecta casada, El frío del Papa, Viaje
redondo). En algunos cuentos, sin embargo, la ausencia de menciones
explícitas al yo del narrador no implica una efectiva objetividad neutral,
ya que la caracterización de los personajes conlleva de todas formas un
encauzamiento connotativo, por discrepancia (como en Amor' è furbo, donde
se destaca la artificiosidad teatral que contamina la conducta de los tres
actantes, o en Snob, donde percibimos los juicios del narrador
omnisciente, que se coloca por encima del personaje y remarca el contraste
entre «creerse» y «ser») o, más raramente, por idealización (La rosa de
oro, donde aparece el retrato del papa modelo de santidad). A veces, unos
pocos términos calificantes bastan para determinar un núcleo sémico que
entraña un preciso juicio de valor (como en Boroña la iteración del
vocablo codicia, que define de antemano la actitud de los parientes del
protagonista).
En ciertas ocasiones, advertimos la intervención supervisora del narrador
que, dotado de una focalización más amplia que el protagonista, comunica
parte de sus conocimientos al narratario implícito, como ocurre en
Superchería, cuando, tras la descripción de las sensaciones de Nicolás
Serrano frente a la misteriosa aparición, se introduce la siguiente
apostilla:
Lo que ya no pudo notar fue que la portezuela por donde había
entrado poco antes una monja, se abría para dar paso a una dama
vestida de negro y cubierta con manto largo.
(ed. Richmond 2000, t. I: 389)
Se trata de un detalle con valor de indicio que, por lo pronto, no se
profundiza, pero que adquiere importancia en la intriga y volverá a
mencionarse en el momento de las explicaciones. Más adelante, el narrador,
se autodenomina historiador (la misma calificación que tiene en Pipá) y,
aun remarcando el «saber» que le deriva tanto de la observación como de la
intuición, restringe un poco el campo de su omnisciencia:
El historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los
personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no
puede menos de detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas
profundidades y encrucijadas psicológicas; así, por ejemplo, no hubo
nunca modo de averiguar si el alcalde médico creía sinceramente en
el fluido magnético que le tenía tan ufano.
(p. 394)
En cualquier caso, se trata de un narrador digno de confianza, que señala
sus eventuales lagunas y distingue los hechos comprobados por la
experiencia de las simples conjeturas, como sucede también en el final de
El dúo de la tos:
La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus
tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en
los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.
(t. II: 70)
A veces su función testimonial se manifiesta simplemente a través del uso
de la primera persona plural; por ejemplo, en El caballero de la mesa
redonda, aunque el narrador no participa en la acción (mantiene, pues, su
estado heterodiegético), deja vislumbrar su condición de huésped de las
termas mediante el pronombre nos, situado precisamente en la apertura («Ya
hacía frío en Termas-Altas; se echaba de menos la ropa de invierno y las
habitaciones preparadas para defendernos de los constipados y pulmonías»,
t. II: 180), mientras que, más adelante, el verbo vimos incluye
metafóricamente también al narratario en la contemplación y es un recurso
para volver a la escena principal tras una digresión («Aquella mañana en
que vimos detrás de la vidriera de la entrada...», p. 185). El posesivo mi
sirve, en cambio, para destacar la paternidad literaria, a veces
explicitando al mismo tiempo la categoría de protagonista de un personaje
(«mi héroe», Pipá, t. I: 168, Cuento futuro: 503, El Quin, t. II: 116) o
el género del relato («Cristina mostró el volumen de mi cuento», Rivales,
t. I: 470; «La tarde de mi cuento», Un viejo verde: 485).
El narrador, por otro lado, puede manifestarse como organizador del relato
a través de observaciones metanarrativas (la «función de gestión» de
Genette 1972) dirigidas implícitamente al narratario, para justificar
ciertas digresiones o la manera expeditiva de tratar ciertos asuntos. Así,
en Bustamante, la caracterización del grotesco personaje, con su manía por
los logogrifos, permite generalizaciones acerca de los malos poetas, que
el narrador respalda con estas palabras:
Y aquí me permitiré una digresión a la retórica y poética de este
literato de su pueblo, digresión útil porque pinta la manera de
matar versos que tienen muchos escritores de cabeza de partido.
(t. I: 271)
Y, más adelante, acudiendo al testimonio directo del diario del
protagonista, afirma:
Un extracto de aquel diario nos ahorrará muchos párrafos de
soporífera narración.
Copio: [...]
(t. I: 287)
La necesidad de «abreviar» puede ser un recurso para volver a la narración
principal tras una digresión -«Para abreviar (que no es ésta la historia
de doña Engracia, sino la de Zurita)», Zurita, t. I: 302-, pero a veces,
efectivamente, permite condensar el relato -« Renuncio a describir el
furor de la desdeñada esposa al verse sola fuera del Paraíso», Cuento
futuro, t. I: 508- y, sobre todo, es un pretexto para soslayar complicados
detalles cuando se evade del paradigma de realidad, por ejemplo la
descripción del viaje de los dos personajes hacia el paraíso
(«Abreviemos», ibid.: 501). Como observa justamente Eco (19985: 150-1),
los mundos narrativos que subvierten ciertas verdades lógicas pueden
simplemente «nombrarse» y no «construirse», así que nuestro narrador,
frente a la imposibilidad de pormenorizar ciertas complicadas teorías o
las restricciones de una fórmula que garantiza la inmortalidad, afirma:
No hay tiempo para explicar aquí por qué lo decía. Tampoco lo hay
para dar razón detallada de por qué no podía inmortalizarse más que
a un hombre y su descendencia. Ello era que los polvos de la madre
Celestina, digámoslo así, merced a los cuales se podía conseguir la
vida inmortal, eran de tan esmeradísima, difícil y delicada
fabricación, que la humanidad entera tenía que consagrarse, en
sacrificio, a producir el elixir misterioso, que era una
quintaesencia de cierto jugo vital descubierto por don Atanasio.
(El pecado original, t. I: 261)
La aparición de Jehová, en cambio, da paso a una inserción apologética en
la que el narrador se defiende burlescamente de las críticas que podrían
dirigirle o bien los adeptos de un naturalismo extraviado por exceso de
dogmatismo, o bien los timoratos en materia religiosa, y justifica así su
aparición tan contraria a los dogmas de la impersonalidad:
El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su
narración, interrumpirla, aunque lo sienta y mortifique a esas
pléyades de jóvenes naturalistas en román paladino, que no pueden
ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea,
la personalidad del escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo
tan objetivo como hasta aquí; pero no tengo más remedio que sacar a
plaza mi humilde personalidad, aunque sea pecando contra todos los
cánones y Falsas Decretales del naturalismo traducido al vulga-puck
(lengua universal del vulgo).
Esas pléyades de naturalistas imberbes (y no digo pléyade, en
singular, porque pléyades no tiene ni puede tener singular, aunque
lo olviden la mayor parte de nuestros periodistas) me dispensarán;
pero al presentar en escena nada menos que al Deus ex machina de la
Biblia, necesito hacer algunas manifestaciones.
(Cuento futuro, t. I: 502)
Y el narrador, en el mismo relato, acude paródicamente a la autoridad de
unas supuestas fuentes para referir el destino de Evelina Apple tras su
exclusión del paraíso terrenal:
La Historia no dice de ella sino que vivió sola algún tiempo como
pudo. Una leyenda la supone entregada al feo vicio de Pasífae, y
otra más verosímil cuenta que acabó por entregar sus encantos al
demonio.
(ibid.: 508)
En cuanto a los comentarios metalingüísticos, pueden servir como
autojustificaciones («-gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y
perdónese el anacronismo-», El gallo de Sócrates, t. II: 222), o también
para aclarar las palabras de un personaje («Un llacón creo que es un
pernil», Benedictino, t. I: 517. Análogamente, en Su único hijo explica
que «Bonifacio y el mozo, al hablar de botillería, estaban pensando en el
helado de fresa», cap. VII: 247). Por otro lado, ya hemos visto que el
narrador puede presentarse como libre traductor o intérprete de
pensamientos sin palabras («Y ahora advierto que estas y otras muchas
cosas que pensaba Pipá las pensaba sin palabras, porque no conocía las
correspondientes del idioma», Pipá, t. I: 154; «después de haber pensado
así, aunque con otras palabras interiores, y en parte aun sin palabras;
porque algunas de las que ha habido que emplear Bonis ni siquiera las
conocía», Su único hijo, XI: 341). En otras ocasiones, se limita a
destacar su elaboración léxica, generalmente para respaldar la
verosimilitud («esta poesía de la estética de la muerte, que él no llamaba
así, por supuesto», Cuervo, t. I: 378; «Cierto que les daba a los mitos
(que Critón no llamaba así, por supuesto) [...]», El gallo de Sócrates, t.
II: 221; «-¡Sursum corda!, le gritaba el pecho, aunque no en latín», El
rey Baltasar, t. II: 226).
La flexibilidad del relato breve permite experimentar el tipo de narrador
homodiegético, por ejemplo en relatos con desdoblamiento entre un
yo-narrador (testimonio y confidente, que parte de una visión limitada de
los hechos) y un yo-relator (protagonista en el nivel metadiegético,
idóneo para proporcionar el suplemento de información). En La mosca sabia,
como hemos visto (cf. pf. II.4.), el narrador entra en el papel de
interlocutor y oyente, luego actúa como espectador y, finalmente, remata
el cuento con un comentario conclusivo. En León Benavides tiene una
función introductoria, ya que se dirige a los lectores, con el fin de
estimular su curiosidad («Apuesto cualquier cosa a que la mayor parte de
los lectores no saben la historia ni el nombre del león del Congreso», t.
II: 112) y se presenta como transmisor de una historia de la que fue
depositario, antes de dejarle definitivamente la palabra al relator («Pero
más vale dejarle a él la palabra, y oír su historia tal como él mismo tuvo
la amabilidad de contármela», ibid.).
Mientras que en La yernocracia, que he clasificado como cuento-escena, el
yo-narrador funciona simplemente como interlocutor, en los cuentos
explicativos, puros o mixtos, puede asumir un papel más complejo y
desarrollar más su personalidad. En El Centauro es el confidente que
enjuicia explícitamente a la protagonista («Era pagana, no con el corazón,
que no lo tenía, sino con el instinto imitativo», t. I: 457); en Un
Grabado se presenta inmediatamente como testigo («Asistía yo a la cátedra
de aquel profesor de filosofía, con un profundo interés», t. II: 82) y
caracteriza al personaje desde su focalización externa; análoga función
tiene en El cura de Vericueto, donde se marca expresamente el contraste
entre apariencia y realidad; en El sombrero del señor cura muestra su
identidad ante todo mencionando sus raíces geográficas («mi católica y
pintoresca Asturias», t. II: 264) y luego ratificando la «lección sencilla
y edificante» del cuento del cura con su propia experiencia de
catedrático. En otro cuento de forma mixta, El hombre de los estrenos,
cercano al artículo de costumbres, el narrador es aún más pródigo de
informaciones acerca de su actividad y de sus inclinaciones:
Yo soy muy aprensivo, sin que esto sea pretender bosquejar mi
biografía, soy muy aprensivo; y por aquel tiempo escribía en los
periódicos de Madrid revistas de teatro, que Dios me haya perdonado.
Aquellos huevos fríos se me estaban indigestando a mí. ¿Dónde hay
cosa más contraria a la higiene que comer y andar, es decir, comer y
leer al mismo tiempo? Yo, que tengo el estómago un poco averiado
-olviden ustedes este dato en cuanto quieran- y que ya por la época
a que me refiero estimaba mucho más la salud que el veredicto del
público ilustrado y el fallo de la crítica en la prensa periódica,
estaba sintiendo las náuseas que debiera sentir aquel señor que
devoraba párrafos incorrectos en vez de almorzar como Dios manda.
(t. I: 235-6)
Era yo -y sigo siendo, aunque más prudente -muy entusiástico
partidario del teatro de Echegaray [...]
(ibid.: 239)
El narrador propiamente autodiegético aparece tan sólo en Mi entierro (cf.
pf. II.10.), sin contar con el yo epistolar de los dos cuentecillos
recíprocamente relacionados De burguesa a cortesana y De burguesa a
burguesa, de estilo costumbrista, donde a partir de la perspectiva de la
emisora brota un efecto de extrañamiento paródico.
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