VIVIR CONSTRUCTIVAMENTE LO QUE NOS HACE SUFRIR: SEIS

Anuncio
VIVIR CONSTRUCTIVAMENTE LO QUE NOS
HACE SUFRIR: SEIS ACTITUDES
CONSTRUCTIVAS
(Extracto del libro “Vivir lo que somos - Cuatro actitudes y un camino” de
Enrique Martínez Lozano)
Sufriremos inútilmente mientras sigamos empeñados en aferrarnos a una (transitoria)
identidad egoica, que deberá ser finalmente trascendida. Por eso, el camino es la
desapropiación y la renuncia, la des-identificación del yo, para poder trascenderlo.
"Mientras la vida sea placentera, no deseamos complicarnos la existencia. Sólo cuando
las cosas van mal asumimos la necesidad de cambiar. Quizá sería deseable entrar en
crisis cuanto antes; lo suficiente para que eso nos haga tomar conciencia" (P. Russell).
Comenzaba estas páginas apuntando que lo realmente decisivo no es lo que nos ocurre,
sino el modo como vivimos lo que nos ocurre. Esto vale particularmente en lo que se
refiere a todo aquello que nos hace sufrir. Un mismo sufrimiento puede hundir o puede
hacer crecer. Es clave, por tanto, aprender a vivir actitudes constructivas ante todo
aquello que nos hace sufrir.
Es evidente que el hecho de estar instalados en un "bienestar" superficial conlleva el
riesgo de caer en actitudes no constructivas de diverso tipo: superficialidad,
individualismo, egocentrismo, narcisismo… Pero es en el sufrimiento, con todo lo que
remueve en nosotros, donde podemos deslizarnos con facilidad hacia mecanismos
desajustados, cuando no claramente destructivos: dramatización, cavilación, obsesión,
autoculpabilización, victimismo, autocompasión, justificación, culpabilización de
otros… Porque, aun reconociéndolos como objetivamente destructivos, seguiremos
repitiéndolos porque nos aportan un "beneficio": nos mantienen en una "capa de
protección", lejos del sufrimiento real. Lo cual indica que únicamente podremos
liberarnos de ellos, en la medida en que aceptemos y afrontemos el dolor original,
porque en ese momento ya no nos aportarán ningún "beneficio".
En este trabajo, voy a centrarme en seis actitudes constructivas ante el sufrimiento.
Ejercitarnos en ellas nos irá haciendo diestros, no sólo para cortar con eficacia aquellos
otros funcionamientos destructivos que se les oponen, sino también para seguir
creciendo desde dentro, desde lo mejor de nosotros mismos y, bien situados ahí, vivir
las dificultades y circunstancias dolorosas como oportunidades que tienen algo que
enseñarnos y regalarnos.
Con todo ello, intentamos avanzar hacia un yo integrado, armonioso, equilibrado.
Aunque seamos conscientes de que ésa no es la meta última, sabemos ya que sólo un yo
integrado podrá ser trascendido. Como dije más arriba, todo intento de puentear el yo
para llegar a la no-dualidad es tan inútil como intentar sortear la adolescencia para llegar
a la adultez. O, en términos más técnicos: no se salta directamente de lo prepersonal a
lo transpersonal, sino pasando por lo personal.
1. Acogerse a sí mismo, frente al rechazo de sí y la autoculpabilización
Por las consecuencias que tiene para la persona, la autoacogida es fundamental.
Sabemos bien que la relación consigo mismo es básica, porque condiciona cualquier
otro tipo de relación, así como la percepción de la realidad y la misma actividad. Todo
www.descubretuverdad.es
1
va a depender del tipo de relación que la persona mantenga consigo misma. Pues bien,
la primera actitud constructiva hacia sí ha de ser la acogida.
En realidad, es lo primero que necesita un niño cuando viene a la vida: unas manos que
lo reciban. No hace mucho, una comadrona que acababa de jubilarse tras muchos años
de asistir a innumerables partos, me contaba emocionada cómo recibía al niño que nacía
y cómo, para sorpresa e incluso bromas de quienes estaban delante, le hablaba con todo
cariño y alegría; pues bien, al escucharla, el niño empezaba a distenderse y terminaba
extendiendo sus puñitos para mostrar sus manos abiertas.
El niño que llega a este mundo necesita sentirse acogido, recibido con gozo, de un modo
incondicional. A partir de aquí, podrá "sentir la vida", "sentirse vivo" y desplegarse en
quien es. Y, a lo largo de toda la vida, el trabajo en esta actitud puede transformar
positivamente nuestro modo de vivirnos, nuestro modo de relacionarnos, nuestra
actividad, nuestros compromisos...
Cuando no se da la autoacogida, pueden producirse dos actitudes insanas: 1) el rechazo
o desprecio de sí, en mayor o menor intensidad, debajo de los cuales se esconde un encubierto y reprimido- sentimiento de culpabilidad, que alguien ha llamado "vergüenza
tóxica"; o 2) la permanencia en un narcisismo más o menos manifiesto, caracterizado
por una imagen distorsionada (idealizada) de sí mismo, con la que la persona llega a
identificarse, desarrollando un "orgullo neurótico", al no poder asumir serenamente toda
su realidad.
Para comprender el proceso, tenemos que acercarnos al comienzo de la vida, allí donde
nadie recuerda. Y allí, todo arranca de la necesidad -el niño es pura necesidad- de ser
reconocido; cuando esta necesidad no obtiene respuesta ajustada, sino que es frustrada
reiteradamente, se desencadenan acontecimientos sumamente dolorosos que marcarán el
desarrollo posterior. Se hace presente el dolor de la frustración que, reprimido en un
instinto defensivo de vida, dejará una herida y/o un vacío; simultáneamente, se genera
un sentimiento de indignidad, acompañado de culpabilidad y de vergüenza, que se
manifestará como apocamiento, retraimiento, timidez, aislamiento, inferioridad…: ante
aquel dolor inicial, el niño se culpabiliza y se desprecia, creyéndose responsable del
mismo, hasta pensar que "algo irremediablemente malo" hay en él, que le impide ser
amado; con ello, se acaba de instalar en su mente una imagen de sí profundamente
negativa, hasta el punto de que se verá obligado a negarla, construyendo sobre ella, en
un esfuerzo titánico, otra imagen idealizada, que mantendrá a fuerza de exigencia y
perfeccionismo: ha terminado creando un "yo falso", al tiempo que se ha alejado
dramáticamente de su verdadera identidad.
El trabajo de autoacogida tendrá que suponer, por tanto, un "regreso a casa", a través de
la aceptación de lo que se vivió en todo ese proceso de alejamiento. Ahora bien, hablar
de aceptación es hablar de humildad. Sólo desde ella, la acogida podrá ser auténtica, es
decir, incondicional e inclusiva, sin dejar nada fuera.
Y ahí se topa con las dificultades. La persona que encuentra dificultad para acogerse
lleva tras de sí una historia de no haberse sentido acogida en quien es. Pero es casi
inevitable que el niño que no se sintió acogido, no se sintiera, a la vez, culpable. Debido
a ello, la no acogida de sí lleva implícito un sentimiento de culpabilidad, aunque en
muchos casos ignorado y profundamente reprimido. Debido a ese sentimiento, la
persona se percibe, en mayor o menor grado, indigna, y es esa supuesta indignidad la
que le impide sentirse a gusto con ella misma.
www.descubretuverdad.es
2
¿Qué es lo que puede ayudar a superar las dificultades y poder caminar hacia una
autoacogida serena y vitalizadora? Todo deberá empezar por una puesta en verdad con
uno mismo, tomando en serio todos aquellos "síntomas" molestos que pueden esconder
un problema de acogida de sí.
Será necesario aprender y sostener un "diálogo interno" consigo mismo, desde actitudes
de comprensión, aceptación y valoración de sí; diálogo en el que la persona pueda
nombrarse interiormente a sí misma y decirse: "Te quiero tal como estás, te quiero tal
como eres". Es obvio que, al principio, tales palabras pueden sonarle huecas y que,
frente a ellas, se levanten las resistencias acumuladas. Sin embargo, la práctica aun en
medio de los altibajos hará que algo empiece a cambiar y que las resistencias se vayan
ablandando.
Progresivamente, deberá abrirse a la realidad (incondicional) del propio valor y de la
propia bondad. Y, simultáneamente, aprender a amar, desde la humildad, lo
considerado como "despreciable", para crecer en la aceptación y reconciliación con toda
la realidad personal.
Y de ese modo, en la medida en que va emergiendo nuestro ser, la acogida de sí es un
poder al que podemos recurrir siempre: siempre podemos acogernos, tal como
estemos..., desde la humildad, precisamente porque la acogida es incondicional.
La aceptación y acogida de sí se siente como: vitalidad, a nivel profundo; apacibilidad,
a nivel sensible; descanso, a nivel del cuerpo; lucidez, a nivel mental. Y las
consecuencias van en la misma dirección: alegría de vivir, paz, mayor gusto por la
fidelidad a sí mismo, libertad interior, disponibilidad, apertura a los otros, capacidad
de amar…
Ahora bien, en la aceptación de sí, no hay atajos: para vivir la cercanía a mí mismo, he
de acercarme también a mi dolor. De hecho, así fue también como se produjo el
"alejamiento de sí" en el niño: al querer apartarse de su dolor, se tuvo que distanciar de
sus sentimientos..., alejándose en realidad de su vida y de sí mismo. Se trata ahora de
hacer el camino inverso. En contra de la engañosa actitud de "miedo al dolor",
propiciada por nuestra cultura, como si el dolor fuera algo a evitar a toda costa, la
lucidez nos dice, no sólo que va a haber siempre un dolor inevitable, sino que el dolor
en sí mismo no hace daño; lo que hace daño es "dar vueltas" en torno al dolor. Más aún:
sentir el dolor es algo absolutamente sano, ya que es el único camino para que no quede
enquistado. Sólo se cura el dolor que se siente.
La aceptación de sí requiere, por tanto, nombrar el dolor y permitirse sentirlo. Es
normal que la aceptación incluya renuncia, y renuncias también del tipo: "renuncio a
que todos me quieran, a que todos hablen bien de mí...", "renuncio a ser perfecto", etc.
Ello significa tener que hacer un duelo, puesto que es éste -el duelo- la única actitud
psicológica sana ante hechos o circunstancias que son irreversibles.
Al mismo tiempo que va avanzando en la aceptación de sí, la persona va viviendo una
presencia consciente y una cercanía amorosa a sí misma, es decir, va habitándose a sí
misma, al habitar todo lo que hace y vive. Esto produce espontáneamente un profundo
sabor de vida, porque se trata de una "vida habitada". La autoacogida la ha conducido al
presente.
www.descubretuverdad.es
3
•
Me digo cómo vivo cada una de estas actitudes hacia mí mismo:
•
•
•
•
•
•
•
acogida,
cariño,
distancia,
reproche,
enfado,
desprecio,
culpabilidad.
¿Cuál tiene más peso en mi vida?
•
•
•
•
¿Cuándo me resulta más fácil y cuándo más difícil vivir la acogida de mí?
¿Tengo experiencias de haberme acogido incondicionalmente? ¿Cómo lo viví?
¿Qué siento al recordarlo?
¿Con qué dificultades me encuentro al querer vivir la acogida hacia mí?
¿Qué es, en concreto, lo que más me ayuda a vivir esa autoacogida en lo
cotidiano?
1. Aceptar lo que nos hace sufrir sin reducirnos, frente a la negación del
problema y al hundimiento
Podemos pasarnos la vida, a veces sin ser conscientes de ello, a distancia de nosotros
mismos, ignorándonos, reprochándonos, culpabilizándonos... Estas actitudes esconden
una no aceptación de sí y producen una consecuencia evidente: la persona vive
interiormente dividida y a distancia de los demás.
Si eso vale para la aceptación global de sí mismo, vale más todavía para aceptar aquello
que nos hace sufrir o nos crea problema. ¿Cómo aceptar aquello que querría negar o
rechazar? Porque la no aceptación conduce necesariamente a la negación del problema o
al hundimiento. La sabiduría del aceptar radica en el hecho de que no escamoteamos la
verdad, sino que la contemplamos en su globalidad: verdad es lo que nos duele, pero
verdad es también que siempre somos más que eso que nos duele. Aceptar sin reducirse,
ésa es la actitud sabia y constructiva.
Si ante un sufrimiento evitable, propio o ajeno, lo ajustado es luchar contra él, frente al
sufrimiento inevitable, la única actitud sabia es la aceptación. Aceptación que no es
resignación, sino reconocimiento humilde de la verdad tal como es. De ahí que la
aceptación no paraliza, como la resignación, sino que moviliza en la única dirección
ajustada. Ni niega el problema ni nos reduce a él, ni nos ciega ni nos hunde. Es la
actitud sabia que, por ajustarse a la verdad de lo que es, nos mantiene en pie y nos hace
crecer como personas.
Indudablemente, el ser humano está hecho para ser feliz. Es comprensible, por tanto,
que experimente un rechazo "natural" hacia la frustración. De ahí, que todo aquello que
le llegue como displacer, como frustración de cualquiera de sus necesidades, lo perciba
negativamente, y tienda a rechazarlo o negarlo. Y en la medida en que se sienta carente
de recursos para asumir tal displacer, se incrementará la tendencia a defenderse del
mismo. Sin embargo, esas defensas no sirven de mucho: el problema y el sufrimiento no
desaparecen porque se nieguen.
www.descubretuverdad.es
4
Pero a veces seguimos haciéndolo, porque, a la hora de aceptar lo que nos hace sufrir,
encontramos dificultades. En ocasiones, pueden provenir de hábitos contrarios a la
aceptación, como son la cavilación, el "dar vueltas"… Tras ellos, suele esconderse un
miedo al sufrimiento y una necesidad (correspondiente) de "controlar" todo, en el
pensamiento mágico de que aquello que controlo no puede hacerme daño: la cavilación
interminable está servida. Otra dificultad viene de la baja tolerancia a la frustración,
incluso por falta de "educación" en esa misma tolerancia, como ocurre en el caso de
haber vivido una vida "fácil", de la que se alejaba toda dificultad; o de un permisivismo
que no conocía los límites. Finalmente, la dificultad para aceptar puede hundir sus
raíces en heridas antiguas, despertadas por el problema o el desencadenante del
sufrimiento actual. En este caso la aceptación puede exigir una curación de lo más
doloroso de aquella herida, si bien es cierto que la misma curación requerirá, a su vez,
de la aceptación previa de lo ocurrido.
Aceptar el dolor incluye trabajar la aceptación del miedo, porque ambos van unidos. El
niño que ha sufrido es un niño dolido y asustado. Y ese mismo susto ha deformado su
percepción de la vida y de lo real, porque, como escribiera Heidegger, "hemos olvidado
cómo aparecería el mundo a los ojos de una persona que no hubiera conocido el
miedo".
El miedo es un asunto esencial, omnipresente. Necesitamos conocerlo y trabajar en su
autoaceptación, hacernos amigos de él. Cuanto más nos obligamos a superarlo, más nos
alejamos de nosotros mismos, nos separamos de nuestra parte sensible y vulnerable y, al
mismo tiempo, de nuestra profundidad. Trabajar los miedos requiere trabajar la
vergüenza interna, que hace sentirse a uno mismo como un fracasado, portador de algo
inherentemente equivocado. El miedo que no ha sido reconocido contamina nuestras
relaciones. No es raro que nuestros temores más profundos tengan que ver con el miedo
a ser abandonados y a encontrarnos solos. Necesitamos penetrar en el miedo, pero con
conciencia ("observando"), compasión y comprensión. Y, al hacerme más presente a
mis miedos, me adentro en el aprendizaje del amor.
¿Qué nos puede ayudar, pues, a aceptar lo que nos hace sufrir? En primer lugar, la
actitud sana de no-reducirse al sufrimiento o problema. Mientras esté reducido al
problema o al sufrimiento, estaré absolutamente impedido para aceptarlo, porque, en tal
caso, no soy yo quien tiene un problema, sino que el problema o sufrimiento me está
"teniendo" a mí. Por eso, la actitud de no-reducción será mucho más eficaz siempre que
la persona tenga acceso a otra dimensión profunda en ella misma, en la que apoyarse.
La no reducción hace posible afirmar: "Aunque ahora estoy sufriendo, yo no soy ese
sufrimiento".
A partir de la no-reducción, es posible vivir la des-identificación: se trata de observar el
sufrimiento, incluso sin ponerle nombre, sino percibiendo simplemente las sensaciones
dolorosas, sin ningún tipo de cavilación, hasta experimentar que se va diluyendo. La
des-identificación nos hace posible afirmar: "Ahora hay dolor, pero no hay un «yo» que
sufre". Desde la observación y la práctica meditativa, se abre la puerta a este tipo de
vivencia.
La actitud creyente sabe orar desde el sufrimiento. Cuando la persona ha vivido la
experiencia de la Presencia de Dios en lo íntimo de sí, encuentra también el modo de
vivir constructivamente lo que la hace sufrir. Consiste en abrirse a Dios en lo profundo
de sí y "depositar" ahí el dolor, sin dar vueltas, descansando sencillamente en Él; puesta
la atención, no tanto en el dolor, sino en la Presencia en la que somos.
www.descubretuverdad.es
5
Al hacer así, podemos experimentar, aunque sea a posteriori, que el dolor ha sido
nuestro maestro: tenía que enseñarnos algo que necesitábamos para poder continuar el
camino de nuestro crecimiento personal. Y es precisamente a partir de estas
experiencias cuando empezamos a aprender a ver el dolor o los problemas desde la otra
perspectiva, como oportunidad de crecimiento.
Al final, tiene razón el yogui Amrit Desal cuando escribe:
"El dolor sólo existe en la resistencia.
La alegría sólo existe en la aceptación.
Las situaciones dolorosas que se aceptan
se convierten en gozo para el corazón.
Las situaciones gozosas que no se aceptan
se convierten en dolorosas.
No existe nada llamado mala experiencia.
Las malas experiencias son sencillamente
la creación de tu resistencia a lo que es".
Y el poeta que proclama:
"Si para recobrar lo recobrado
tuve que perder primero lo perdido,
Si para conseguir lo conseguido
tuve que soportar lo soportado,
Si para estar ahora enamorado
tuve que estar primero herido,
tengo por bien llorado lo llorado,
tengo por bien sufrido lo sufrido.
Porque después de todo he comprobado
que no se goza bien de lo gozado
sino después de haberlo padecido,
Porque después de todo he comprendido
Que lo que el árbol tiene de florido
www.descubretuverdad.es
6
vive de lo que tiene sepultado".
•
Cuando algo me hace sufrir, ¿cuál suele ser mi respuesta más "espontánea", la
más habitual?
•
•
•
•
•
•
•
•
•
•
negar el problema: "no pasa nada";
minimizarlo: "no tiene importancia";
endurecerme;
huir, no querer enterarme;
evadirme;
paralizarme;
dramatizar;
hundirme: "no puedo más";
aceptarlo;
… ¿qué más? Me digo, con mis propias palabras, la que suele ser mi respuesta
más habitual.
•
¿Cuáles son mis dificultades para aceptar, sin más, lo que me duele?
•
•
¿Qué es lo que más me ayuda para aceptar lo doloroso y problemático en mi
vida?
Tomo algo que, en este tiempo, me esté haciendo sufrir:
•
•
•
lo nombro (no el hecho objetivo, sino mi sufrimiento);
lo observo, como si fuera un espectador, esperando que se diluya;
¿en qué estoy haciendo pie?*
* Según el nivel de conciencia donde nos encontremos, podemos "hacer pie":
•
•
en un rasgo positivo de nuestra persona (vitalidad, humildad, confianza, amor,
fe…);
en la vivencia de la no-diferencia o unidad, en la Realidad que trasciende al
"yo".
3. Dialogar con el niño o la niña interior, frente a la lejanía de sí.
Vivimos siempre en "diálogo" con nosotros mismos; incluso el mundo de los sueños no
es sino otro modo de prolongar ese diálogo. El problema empieza cuando no somos
conscientes de él. Los riesgos del diálogo inconsciente, que nos pasa desapercibido, son
grandes, porque no se da en la luz. Por eso mismo, sin ni siquiera darnos cuenta, puede
interferir en nuestro camino de crecimiento personal.
De hecho, cuando es inconsciente, suele estar cargado de autorreproches y
culpabilidad…, o de justificaciones y narcisismo. Suele repetir el diálogo que otros han
mantenido con nosotros (seguimos tratándonos a nosotros mismos como en su momento
nos sentimos tratados por ellos). Suele mantenernos en niveles superficiales, alejados de
lo mejor de nosotros y alejados del presente.
En cualquier caso, de algo podemos estar seguros: debajo de todo malestar que se repite,
y cualquiera que sea la forma en la que se presente, hay un niño asustado, enfadado y
dolido, que reclama nuestra atención. Y mientras no lo atendamos adecuadamente, el
malestar no se resolverá.
www.descubretuverdad.es
7
Para pasar de la inconsciencia a la luz, así como para pasar de la lejanía de sí a la
presencia, necesitamos mantener un diálogo interno que revista algunas condiciones.
Habrá de ser un diálogo hecho desde la verdad de lo que estamos viviendo y de lo que
somos de fondo; desde la humildad; desde la lucidez y desde el amor profundo. Son las
características de todo diálogo auténtico.
Primera fase: diálogo adulto-adulto. Necesitamos partir del presente. Eso significa que
el diálogo habrá de comenzar por lo que hoy vivimos, y no confundirlo con aquello que
aspiramos o quisiéramos vivir. Un tal diálogo se requiere para vivir la cercanía a sí
mismo en el momento; para ponerse en la verdad del hoy; para comprenderse y
"acompañarse" a sí mismo en el presente.
¿Cómo vivirlo? En un encuentro consciente consigo mismo, desde las actitudes antes
indicadas, la parte "sana" escucha, acoge y "responde" a la parte "herida"; o lo que es lo
mismo, la identidad profunda a la parte sensible (herida) o mental (desajustada). En este
sentido, se trata de un auténtico acompañamiento terapéutico. El diálogo ha dado pie a
actitudes de comprensión, aceptación, autoacogida y puesta en verdad, con respecto a sí
mismo y, si era el caso, con respecto a los otros.
En otra modalidad, que resulta también eficaz, se trata de observar los pensamientos (y
sentimientos, problemas, malestares…). En lo concreto, se trata de situarme como
espectador de mi propia vida interna, manteniendo la "distancia", sin entrar a formar
parte de la "película" a la que estoy asistiendo. De ese modo se favorece la desidentificación…, hasta que vaya emergiendo la "plataforma" sólida en la que hacer pie.
Una plataforma que tiene que ver con la vida, la verdad, el amor…, o más exactamente,
con el Fondo amoroso de la vida que nos sostiene. De nuevo, la práctica meditativa nos
capacita para conectar con lo Profundo donde todo se recoloca.
Segunda fase: diálogo adulto-niño. J. Abrams ha escrito algo que debería hacernos
pensar: "El niño sobrevive en nuestro interior y permanece con nosotros durante toda la
vida: siempre niño, completamente vivo, una posibilidad íntima que aguarda nuestro
reconocimiento total y consciente... Abrazar al niño y acogerlo de manera consciente,
como una expresión saludable de nuestra plenitud psíquica, equivale a recibir sus
dones. El proceso debe iniciarse en alguna parte, probablemente la más obvia. Un
simple acto de reconocimiento, una mirada lúdica o una sonrisa, ¡y de ahí puede
arrancar todo!... La experiencia del niño interior nos hace ingresar en el mundo".
Necesitamos recuperar al niño interior original para volver al restablecimiento de lo
natural. Mientras no se arregle aquella herida, el niño buscará cubrir las necesidades
como niño, que es de la única forma que sabe hacerlo: esto equivale a dejar que un niño
inmaduro y emocionalmente hambriento dirija tu vida (¡Imagina cómo sería tu vida con
un niño de tres años al frente de ella! Pues eso es lo que ocurre con más frecuencia de lo
que nos parece).
Necesitamos reconocer la herida y sentir el dolor y la pena. Necesito abrazar la soledad
y el dolor no resuelto de mi niño descorazonado. Sabemos bien que el dolor es el
sentimiento que cura. No se puede curar lo que no se puede sentir. Este trabajo de duelo
es el sufrimiento legítimo que hemos estado evitando con nuestras neurosis: "La
neurosis, escribió Jung, es siempre un sustituto del sufrimiento legítimo". "¿Quién
llorará por el niño que llora dentro de mí?", decía el protagonista de una película, que
había sido abandonado de niño y sometido luego a malos tratos.
El diálogo con el niño interior podemos vivirlo como método de reeducación. Porque lo
cierto es que si no recuperamos al niño interior, no hay salida. Debajo del niño herido,
8
www.descubretuverdad.es
vive el niño original, que está esperando ser "rescatado". Debajo del falso yo, vive el yo
auténtico, lleno de vida, creatividad y amor. ¿Quién soy yo en mi rostro original?
¿Quién sería si hubiera recibido respuesta ajustada a mis necesidades de niño?
Las reacciones desproporcionadas y repetitivas son del niño: por tanto, necesitamos
dialogar con él sobre las mismas, reconociendo su "legitimidad. Eso requiere, a su vez,
haberse ejercitado en el diálogo. Y haber crecido en consistencia, para que el adulto
pueda acoger, ser hoy como el "padre" y la "madre" de ese niño herido, que puede
seguir sintiéndose asustado, avergonzado, insignificante..., aspectos que corresponderán
a los diversos "yoes" que viven ocultos en la sombra y actuando desde ella, en forma de
programas emocionales que contaminan el presente.
Únicamente una cosa habremos de tener en cuenta para que este diálogo sea realmente
constructivo: no ceder a las "exigencias" del niño interior, alejándonos del adulto que
somos. Porque, en ese caso, el diálogo podría no ser sino otra estratagema para la
autojustificación y el narcisismo.
¿Cómo vivir el diálogo con nuestro niño interior (o adolescente), en concreto? En una
doble dirección. En un primer momento, el adulto que soy empieza visualizando al niño
que fui (y que sigue vivo en mí hoy), ayudándose de sus recuerdos o incluso de alguna
fotografía de la infancia o adolescencia. Al visualizarlo, se hace consciente de los
sentimientos primeros que le despierta y, poco a poco, dedicándole tiempo, favorece
que vaya creciendo en él una mirada acogedora, hecha de bondad y de gozo por su
vida, a la vez que un sentimiento de cariño vivo y sostenido. Permanece en esa actitud
todo el tiempo que sea necesario, dejándose impregnar de aquellos sentimientos
positivos.
En un segundo momento, el adulto de hoy se "mete" en la piel del niño y, desde ahí, se
deja alcanzar por la mirada y los sentimientos que hoy le llegan. Notará que, poco a
poco, empieza a despertarse su vitalidad, alegría y bondad.
Aparte de estos momentos de diálogo más extensos, será bueno acostumbrarnos a
dialogar con nuestro niño interior en lo cotidiano: preguntarle cómo está, si está
haciendo las cosas a gusto, si está contento con lo que hace, por qué sufre, cómo hacer
las cosas "juntos"... Lo que esto requiere es conectar realmente con el niño, escucharle
y darle tiempo.
No tenerlo en cuenta hace que me sienta mal sin saber por qué; que contamine hoy mi
vida de adulto; que sea un tirano en mi vida y se adueñe de mi funcionamiento cotidiano
(con sus reacciones desproporcionadas); que me estanque en mi crecimiento…
Por el contrario, cuando dialogo con él, aparece, bajo el niño herido, el "niño original",
bueno, creativo, espontáneo, alegre, y me permite ser interiormente libre Ambos, el niño
herido y el niño original, pueden de ese modo salir del inconsciente donde se hallaban
recluidos: la vida puede empezar.
El diálogo facilita vivir el presente, porque el niño, al ser tenido positivamente en
cuenta, no necesita huir. Justo lo contrario que el niño herido, a quien la ansiedad le
lleva siempre a estar lejos de donde físicamente está. Cuando no estamos en el presente,
eso significa que nos hemos quedado en algún pliegue triste o alegre de nuestra historia.
También para la vivencia de este diálogo, la práctica meditativa resulta sumamente
eficaz. Para sanar al niño herido tenemos que aprender a hacerle de padres. Y esto se
www.descubretuverdad.es
9
consigue cultivando el estado meditativo de conciencia, es decir, observando y
sintiendo.
Con frecuencia, nuestra reacción inmediata es la de cambiar la situación. Pero de lo que
se trata es de aprender a no huir, sino a observar, sentir y permitir lo que sea que suceda.
Eso requiere que tengamos espacio interior para acoger lo que sea. Al observar, nos desidentificamos, tomamos distancia del drama emocional, pero al mismo tiempo no lo
negamos ni lo evitamos. La práctica meditativa nos ha hecho crecer en fortaleza
interior, así como en capacidad de verdad y de acogida.
•
•
¿Tengo costumbre de dialogar con el niño, la niña interior que hay en mí?
Si sí:
•
•
•
•
¿cómo lo hago?
¿qué pasos doy?
¿qué resultado obtengo?
¿en qué podría mejorar?
•
Si no:
•
•
¿qué resistencias o dificultades encuentro?
¿cómo intuyo que podría hacerlo?
•
¿qué podría ayudarme a ello?
4. Desdramatizar, frente a la tendencia a la dramatización
Con el dolor, si no somos lúcidos y humildes, aparece la tentación de dramatizar. El
mecanismo de la dramatización se pone en marcha a partir de un sufrimiento de la
sensibilidad, en el que se "engancha" nuestra mente, que empieza a cavilar, con el
riesgo de quedar reducidos al problema o sufrimiento y, en esa medida, impotentes
frente a él.
La dramatización aparece, por tanto, vinculada a la cavilación, la obsesión, la reducción,
la paralización, la autocompasión y, finalmente, la depresión. Como cualquier otro, este
mecanismo pudo aprenderse de diferentes modos: por imitación (en un medio en el que
era frecuente), como un modo de reclamar atención al propio sufrimiento, como un
sucedáneo de compasión o autocompasión, como justificación de la propia apatía (al
dramatizar, llego a creerme incapaz de modificar la situación y, por tanto, no hago
nada)…
La dramatización parece tener una conexión estrecha con la vergüenza inicial. La
vergüenza es el estado en el que sentimos en nuestro interior que, básicamente, estamos
equivocados. Conlleva, por eso mismo, un sentimiento interno de humillación, no por
algo específico, sino por toda la persona. Debido a ella, perdemos la conexión con
nuestra propia energía vital y con los sentimientos.
Sobra decir que la vergüenza no tiene nada que ver con quienes somos realmente; es
simplemente un estado de autohipnosis negativa en el que hemos entrado, como
consecuencia del reflejo primero que percibimos de nosotros mismos en los demás,
particularmente en las personas que nos eran afectivamente significativas. (La anorexia
www.descubretuverdad.es
10
es otro caso de autohipnosis negativa, en la que la propia percepción no se corresponde
con la realidad).
Fue entonces cuando, al mirarnos en los espejos de los adultos, nos sentimos
rechazados. No necesariamente en un rechazo explicito o violento; pudo bastar con que
tuviéramos la sensación de que no les gustábamos lo suficiente. Ahí hizo acto de
presencia la vergüenza por ser como éramos, el sentimiento más o menos acusado de
indignidad. Y, como consecuencia, empezamos a adaptarnos a lo que pensábamos que
era lo "aceptable" para los otros, convirtiéndonos así en seres falsos, en primer lugar,
con nosotros mismos.
Para el niño no hay mayor fuente de sufrimiento e impotencia que verse básicamente
"mal hecho", porque para él es una realidad irreparable y definitiva. Ante un sufrimiento
de tal intensidad, no es nada extraño que se genere una tendencia a dramatizar ante todo
aquello que le haga sufrir. Sin ser consciente, además, de que la dramatización va a
empeorar siempre las cosas, porque recortará el horizonte y, tras mucho gasto de tiempo
y de energía, el niño terminará reduciéndose a su dolor.
¿Qué podemos hacer frente a esa tendencia? Ante todo, ser conscientes de que se está
dramatizando: se da vueltas sobre la misma cuestión, una y otra vez; se está situado a
nivel mental, de la cabeza; aparece una sensación de impotencia o incapacidad que
conduce a la resignación fatalista o al hundimiento.
Si somos lúcidos, descubriremos -para nuestra sorpresa- que si mantenemos este
mecanismo, lo hacemos porque nos reporta algún "beneficio". No sólo éste, cualquier
mal mecanismo o funcionamiento lo mantenemos en tanto en cuanto lo percibimos
"bueno" para nosotros.
Pero, ¿cuál puede ser el beneficio de la dramatización? No tener que ver el dolor ni el
miedo de frente; es decir, no vernos vulnerables. Mientras estoy dramatizando -o
simplemente cavilando-, estoy lejos de lo que me duele. Así, en lugar de sentir
limpiamente el dolor y afrontarlo, lo que hago es "actuar", representar un papel, es
decir, en el sentido etimológico del término, dramatizar.
Todo mecanismo de defensa nos aporta un "beneficio", y ése es el motivo por el que lo
seguimos manteniendo, a pesar de que en realidad nos perjudique. El beneficio consiste
en que tales mecanismos nos mantienen en nuestra "capa de protección", lejos de la
zona donde nos sentimos vulnerables. Porque nos parece menos duro enredarnos en dar
vueltas que afrontar la realidad dolorosa.
El resultado, sin embargo, es bien otro. Al alejarnos del dolor, nos alejamos de nuestra
verdad de ese momento; y al alejarnos de nuestra vulnerabilidad, nos alejamos también
de nosotros mismos, para terminar confundidos y atrapados en una red de cavilaciones y
de dramas, que resultan mucho más graves que el dolor que trataban de encubrir.
¿Cuál es el antídoto? Aceptar justamente aquello que, a través de esos mecanismos,
tratamos de ocultarnos: nuestra vulnerabilidad. En el diálogo interior, deberemos ir
aprendiendo a vernos vulnerables, desde una mirada cariñosa, hasta que lleguemos a
reconciliarnos íntimamente con todo aquello de lo que, en algún momento, habíamos
huido.
Paralelamente, habremos de tomarnos en serio el trabajo de reeducación, teniendo en
cuenta los tres niveles de la persona: 1) Situarse, consciente y voluntariamente, a nivel
profundo, para conectar con cualquier realidad de sí que esté emergida: calma, fuerza,
11
www.descubretuverdad.es
confianza, vida, aceptación, amor, silencio, Trascendencia…, y dejarse impregnar de
ella; 2) a nivel mental, optar por cortar la dramatización, remitiéndose, una y otra vez, al
nivel profundo: aceptando el malestar, acogiéndose con él, sin reducirse a él, viéndolo
como un "maestro" que debe enseñarme algo para mi proceso de crecimiento personal
(una oportunidad de crecimiento), en la actitud propia del aprendizaje: la paciencia,
"depositándolo" en mi zona profunda; 3) a nivel sensible, permitiendo que duela y
sintiendo el dolor.
Puede que necesitemos también buscar ayuda y poner medios para verbalizar lo que
vivimos, para tomar una distancia saludable en algunos momentos, para relajar la mente
y la sensibilidad…
Y, siempre, tendremos que optar decididamente por remitirnos al presente, teniendo en
cuenta que el mecanismo de la dramatización tiende a oscurecer todo el horizonte,
generando una angustia difusa ante el futuro. Frente a ello, conviene repetirse tantas
veces cuantas sea necesario: "sólo por hoy…", porque, como enseñaba Jesús, "a cada
día le basta su propio afán".
Y una vez más, contamos con dos grandes aliados: la humildad y la práctica meditativa.
La humildad es el antídoto del orgullo neurótico con el que se protege y alimenta
nuestro ego. La humildad desenmascara al ego, redimensionando sus "problemas" en el
conjunto del universo: "no soy tan importante, puedo reírme de mí mismo". Gracias a
ella, por otra parte, puedo ejercitarme en el aprendizaje desde esta clave: "cuando el
corazón llora por lo que ha perdido, el espíritu ríe por lo que ha encontrado". No
importa tanto que muera mi ego; más aún, quizá sea ése el camino para que pueda
aprender a des-identificarme de él. Si la dramatización -detrás de la cual se esconde
siempre orgullo- es fuente de ansiedad y miedo, la humildad lo es de descanso y de
libertad interior.
La práctica meditativa, por su parte, gracias a la observación, nos conduce al silencio y
a nuestra verdad, dotándonos de fortaleza para mirar y acoger lo que nos hace sufrir sin
necesidad de deformarlo ni exagerarlo, sin necesidad de dramatizar.
•
Recuerdo situaciones en las que reconozco que dramaticé, y las anoto.
•
¿Qué conseguí con ello?
•
¿Cuál es la actitud constructiva?
•
¿Qué he de tener en cuenta para poder llegar a vivirla?
5. Traducir el malestar en dolor, frente a la huida y el funcionamiento
imaginario
Parece que la herida de abandono es la causa principal de nuestro sufrimiento. El
sentimiento de abandono da lugar a un síndrome específico (" personalidad
abandónica"), que hace imposible la experiencia del "apego", generando a la vez un
vacío interior, que se convierte en fuente de inseguridad afectiva y de comportamientos
evitativos.
Desde el campo de la etología se han llevado a cabo experimentos, cuyos resultados son
bien significativos. Harry y Margaret Harlow, en los años 60, realizaron diversos
www.descubretuverdad.es
12
experimentos con monos. En uno de ellos, tomaron unas crías de monos separados de
sus madres a quienes se sustituía por dos maniquíes: uno hecho de malla metálica, otro
cubierto de tela de felpa. A la primera se la equipaba con una tetilla para la alimentación
y a la otra no. Las crías reaccionaban aferrándose al maniquí de felpa, acurrucándose y
abrazándose a él, corriendo hacia él cuando se les asustaba. Al maniquí de alambre se
dirigían únicamente cuando tenían hambre. Pero, saciado éste, el contacto cálido
parecía, con mucho, más importante.
Según aquellos mismos estudios, los pequeños monos criados por sus madres
verdaderas desarrollan un sentimiento de seguridad fuerte y útil socialmente. En
presencia de la madre, el mono muestra una capacidad creciente de alejarse y explorar
el entorno, volviendo una y otra vez al cuerpo de la madre para buscar consuelo y ser
reasegurado. El sentimiento de seguridad sólo parece estar presente cuando existe un
apego seguro con la figura materna. Y a medida que el monito con apego seguro crece,
se hace más autónomo e independiente de la madre, mientras que va desarrollando
relaciones con sus pares.
Por el contrario, la privación de los cuidados maternos produce efectos dramáticos. Los
monitos sin madre criados en grupo tienden a buscar el contacto físico entre ellos y
muestran poca actividad, salvo aferrarse. Un mono colocado en una situación de
aislamiento, aunque esté alimentado, reaccionará quedándose en cuclillas y abrazándose
a sí mismo. La respuesta es similar a la de los niños: tras una etapa inicial de protesta,
sigue la fase de desolación, sentándose en una postura encorvada y abatida.
El mismo Harlow demostró que los monos que no habían tenido la experiencia de una
madre real no podían funcionar sexualmente en la adolescencia y la adultez. Los
machos eran incapaces de mantener relaciones sexuales; las hembras podían permitir
que un macho las penetrara, pero sin ninguna respuesta activa por su parte. Estas
mismas hembras tampoco podían tener conductas maternales.
Tanto un bebé de mono rhesus como de chimpancé, si son criados lejos de sus madres,
muestran una desmedida actividad autoerótica (succionando las hembras su propio
pezón, o los machos su propio pene). Los investigadores sostienen que el incremento de
los síntomas orales y autoeróticos se debía a la privación de afecto de una figura
materna.
Otros estudios más recientes (Weiner, 1984) han confirmado que las relaciones estables
con las madres llevan a funciones corporales sanas. La no relación puede incluso llegar
a producir alteraciones neuroquímicas en el sistema nervioso central. Existe evidencia
experimental de que la separación y la inseguridad del apego en pequeños animales
tienen efectos fisiológicos y los ponen en situación de riesgo.
Lo que parece inobjetable es que una experiencia de abandono genera vacío e
inseguridad afectiva y da lugar a comportamiento de tipo evitativo, en un malestar
difuso difícil de asumir y de gestionar por parte del sujeto, que puede quedar fácilmente
atrapado en las mallas nunca bien definidas de dicho malestar.
El vacío es experimentado como soledad, provocada a su vez por la ausencia de
"presencias protectoras" internalizadas, ausencia que es fuente de inseguridad afectiva,
con sintomatologías diversas. Cuando el niño no ha experimentado que tenía un lugar
seguro y único en el corazón de sus padres, tampoco ha podido internalizar aquellas
presencias: se instala así, con mayor o menor intensidad según los casos, la soledad
íntima, el vacío afectivo.
www.descubretuverdad.es
13
A partir de ahí, aparece la necesidad, a veces compulsiva, de compensar el vacío. Las
compensaciones son una forma de control. Encubren nuestros miedos. Son formas de
esconder nuestro miedo y nuestra vergüenza de nosotros mismos y de los demás. En su
momento nos protegieron, pero también nos hicieron perder el contacto con nosotros
mismos. Al compensar, no somos auténticos, adoptamos un papel, pero no lo sabemos.
Sólo cuando nos ocurre algo que hace pedazos ese montaje, podemos despertar.
Un papel similar es el que desempeñan nuestras adicciones. Todas ellas (desde comer
golosinas hasta juzgar a los demás), conscientes o no, son formas de evitar mirar hacia
adentro. La adicción es una "elección" que yo hago, consciente o inconscientemente,
para no darme cuenta, para no estar presente en ese preciso momento. Nos distrae del
miedo a sentir el vacío y, en ese sentido, es como nos "protege".
De ahí que casi todo lo que hacemos pueda convertirse en una forma más de evitar
nuestros miedos y nuestro dolor, es decir, puede ser una adicción: desde cuidar nuestra
propia imagen hasta meditar, desde la búsqueda del aislamiento hasta la "vida social".
Nuestras adicciones están hechas a medida de nuestro temperamento. Estructurar
obsesivamente nuestro tiempo (de manera que no tengamos tiempo para sentir),
controlar, cavilar, tener poder, cuidar nuestra imagen, la velocidad... Lo que identifica a
un comportamiento como adictivo no es lo que hacemos sino cómo lo hacemos. El
común denominador de toda adicción es que busca evitar que nos sintamos vulnerables.
Por eso, en la adicción lo que realmente hacemos es huir del presente. Por lo cual, la
reeducación pasa por vivir el presente y sentir el momento. Para avanzar en esa
reeducación necesitamos aprender y ejercitarnos en observar nuestra adicción, así como
el dolor que surge cuando la evitamos. Hasta que se haga más gratificante para mí
mantenerme en mis sentimientos que evitarlos: sólo así las adicciones empezarán a
desaparecer.
Indudablemente, la huida ante el dolor es instintiva, un mecanismo de defensa para
proteger la vida. El niño huye del dolor: tanto de las situaciones y personas que le
provocan malestar, como incluso del propio "lugar" en su cuerpo donde lo percibe,
alejándose así inconscientemente de su zona profunda y enganchándose en la cavilación
o en cualquier funcionamiento imaginario.
Sin embargo, la huida no resuelve el malestar. El avestruz que esconde la cabeza bajo el
ala no sólo no aleja el peligro, sino que queda inerme ante él. Con respecto a nuestros
problemas interiores, la huida parece darnos un respiro, pero no consigue sino aplazar y,
probablemente, agravar el problema.
No sólo no lo resuelve, sino que lo complica, porque la huida no es indiferente: al huir,
evitamos sentir lo que nos ocurre y nos alejamos de nosotros mismos. Más aún, al
alejarnos, fácilmente nos perdemos en la superficialidad o en la cavilación, con lo que al
malestar inicial se le ha sumado otro problema añadido, incluso de peores
consecuencias, por lo que tiene de mecanismo desajustado.
Frente a la huida de cualquier malestar interior, es preciso afirmar que el camino del
crecimiento y de la salida del malestar únicamente pasa por la verdad y por sentir el
dolor que encierra. El único modo de curar el dolor es sentirlo con limpieza, es decir,
sin desfigurarlo desde la cabeza. Dolor sentido, dolor curado. Todo dolor no sentido se
enquista y será fuente de problemas en el futuro. Sentir el dolor, lógicamente, duele,
pero no hace daño, no perjudica a la persona; lo perjudicial es justamente no querer
sentirlo, porque, para ello, se hace inevitable la huida y la puesta en marcha de
funcionamientos y mecanismos desajustados; son desajustados, precisamente, porque se
www.descubretuverdad.es
14
alejan de la verdad del sujeto. De ahí que lo dañino no sea tanto el dolor sino lo que
hacemos con él.
Afrontar el dolor significa aceptarlo y sentirlo, pero sin reducirse a él, lo cual implica
una buena actitud mental y la posibilidad de hacer pie en alguna realidad profunda. Al
no reducirme, puedo acogerlo desde mi buen lugar y "dejarlo vivir" hasta que lo libere.
Vivir así el dolor, desde una actitud de querer aprender, resulta también enriquecedor,
ya que se percibe como "maestro" que puede conducirme a espacios interiores antes
ocultos o a dimensiones de la propia persona a las que no se prestaba atención.
Aparece así, casi de un modo paradójico, una verdad que cada vez me parece más sabía
y más pedagógica, cuando somos capaces de empezar a vivirla: el dolor es el portero
que nos conduce a estancias ocultas, a las que no entraríamos de ningún otro modo,
pero que en realidad contienen tesoros muy valiosos. Lo que ocurre es que, para poder
entrar en ellas, o mejor, para poder vivir el dolor de ese modo (sin que nos rompa), hay
que empezar por situarse en el no-pensamiento, es decir, en la observación del mismo,
hasta que se vaya abriendo camino nuestra verdadera identidad, el no-yo que somos, la
Conciencia amplia que está libre de miedos, necesidades y dolor. Y entonces, sí, el
sufrimiento es fuente de lucidez y de consistencia interior. Habremos crecido en verdad
y en libertad.
Todo dolor, sin caer en ningún tipo de dolorismo, tiene así algo que enseñar, es una
oportunidad de crecer, y, probablemente, de crecer no aleatoriamente, sino en aquello de
lo que se tiene necesidad en un momento determinado.
Es necesario traducir el malestar en dolor. Mientras no lo hacemos, permanecemos
enredados en un malestar difuso que va contaminando toda nuestra persona y toda
nuestra vida. El malestar puede describirse como un estado de ánimo bajo, no vital,
cuya manifestación más aguda quizás sea la apatía, la falta de gusto por todo, pero ante
el que no sé cómo actuar. Traducirlo en dolor significa nombrar las diferentes
sensaciones concretas que lo componen: ¿de qué está hecho ese malestar?, ¿qué
sentimientos contiene?, ¿qué me está doliendo exactamente?... Al nombrarlo
ajustadamente, hemos traducido el malestar difuso que nos envuelve en dolor concreto
que, una vez identificado y nombrado, podremos afrontar, para desdramatizarlo,
"depositarlo" en el Silencio o afrontar su curación por medio de la terapia.
Para identificar y nombrar el dolor, resulta eficaz buscar por el lado de las necesidades.
Si la secuencia es necesidad – frustración – malestar, todo dolor remite a una necesidad
frustrada. En la presencia de síntomas molestos o dolorosos, la pregunta "¿qué me está
doliendo?" puede plantearse como "¿qué estoy necesitando?" (o "¿qué me quitaría este
malestar o dolor?"). Si se nombra con exactitud, el malestar tiende a remitir, la mente
queda más serena, a la vez que se "localiza" el dolor concreto. El hecho de nombrarlo
provoca descanso, porque nos hemos empezado a situar en nuestra verdad, y la verdad
siempre descansa.
En esquema, podría representarse de este modo:
www.descubretuverdad.es
15
Si tal es la secuencia que va de la necesidad inicial -no olvidemos que el niño es pura
necesidad- al malestar difuso o generalizado, para lograr la reconstrucción, habrá que
desandar ese mismo camino: salir del malestar hasta identificar la frustración que está
en su origen y experimentarla como dolor neto, que requiere ser afrontado.
Una vez nombrado el dolor, queda afrontarlo y sentirlo, distinguiendo cuidadosamente
entre mi dolor y la persona o situación que lo ha podido "despertar". Quedarme en el
"despertador" es sólo otra forma de huida, tan estéril como con frecuencia injusta. Es
tomar la peligrosa senda del victimismo, que conducirá al hundimiento. En todo
problema relacional reiterado, deberíamos plantearnos la pregunta que le hizo Freud a
una paciente que señalaba a todos los demás como fuente de su problema: " ¿Qué parte
de responsabilidad tiene usted en esto de lo que se queja?". Carmen Maganto "traduce"
con humor esa misma pregunta; a una persona que se quejaba reiteradamente de que
todos la "pisaban", le espetó: "Y tú, ¿por qué sigues haciendo de felpudo?; ¿sabes que
no se aplaude sólo con una mano?".
Y es que el victimismo conduce a un estado de queja permanente -de la que también se
busca obtener alguna "ventaja", aunque sólo sea reclamo de atención-, al que el sujeto
puede quedar enganchado, dando la razón a aquellos versos de Calderón: " Que tal
placer había en quejarse, un filósofo decía, que a trueque de quejarse habían las
desdichas de buscarse".
En la práctica meditativa, en la medida en que crece mi capacidad de verdad, puedo
ejercitarme en acoger el dolor con limpieza, sin reducirme a él, Acogerlo para
"depositarlo" en el buen lugar o bien "observarlo", tomando distancia, hasta que se vaya
"disolviendo" como cualquier pensamiento observado.
•
•
•
•
•
Ante un sufrimiento o malestar, ¿soy capaz de decirme lo que me duele en mí?
Una vez reconocido, ¿qué hago con ello?
Por el contrario, cuando no lo reconozco ni lo nombro, ¿qué suele ocurrir?
¿Por qué me resulta difícil traducir cualquier malestar en dolor?
¿Qué puede ayudarme a hacerlo?
6. Des-identificarse por medio de la observación, frente a la autoafirmación
del yo.
Según la ley psicológica, ya citada, descubierta implícitamente por la sabiduría oriental
y enunciada expresamente por R. Assagioli, " estamos dominados por aquello con lo
que nos identificamos, pero dominamos aquello con lo que no nos identificamos"… Se
trata, por tanto, de aprender a vivirnos como observadores: no es casual que las culturas
antiguas utilizasen la contemplación como antídoto contra las frustraciones diarias. Eso
equivale a vivir despiertos, conscientes.
www.descubretuverdad.es
16
Pero la des-identificación es un proceso posterior al de identificación con el propio yo.
Por paradójico que parezca, nos identificamos para llegar a ser capaces de desidentificarnos. Como vengo diciendo, desde el comienzo de su existencia, y a partir del
estado de fusión inicial, el niño se ve abocado a la construcción de un "yo social", en
cuya tarea va a ocupar un lugar de primer orden su necesidad de ser reconocido. Hasta
el punto de que ese "yo" construido lo que busca es garantizar la respuesta a aquella
necesidad, razón por la cual, ese "yo" tendrá mucho de "imagen aceptable", de
"máscara ", que exigirá la creación de la correspondiente sombra, acarreando la
consiguiente escisión.
Todo este proceso en el que la persona va buscando respuesta a sus necesidades culmina
en una, mejor o peor lograda, autoafirmación del yo, que le hace identificarse con ese
"yo separado". Identificación favorecida por el hecho de crecer en una cultura
marcadamente dualista y fragmentada, donde las partes priman sobre el todo. La
identificación hace que la persona fácilmente se reduzca a su ego y a sus "intereses", por
más sublimes que éstos lleguen a ser.
La conclusión es evidente: la percepción de la realidad, en cualquiera de sus niveles económico, relacional, social, cultural, religioso, espiritual-, se hace a partir del yo
diferenciado y separado. En lo económico, conduce al capitalismo, que no es sino la
institucionalización del egoísmo; en lo religioso, a una concepción mercantilista de la
religión, en la que cuenta, por encima de todo, la "salvación del alma" ("alma" como
espiritualización del propio ego).
Pero, ¿y si no fuéramos nuestro ego? La pregunta puede inicialmente perturbar nuestras
seguridades adquiridas, pero nos pone en la buena dirección. En efecto, la constatación
del carácter construido del propio "yo" suscita un interrogante de hondo calado: ¿y si
nuestra verdadera identidad no se encontrara ahí? Hay un dato histórico nada
desdeñable: los considerados como maestros espirituales han insistido, de diferentes
maneras y con acentos diversos, en la necesidad de negar o trascender ese yo, si se
quería acceder a la plenitud de vida. En las tradiciones de Oriente, esa insistencia ha
sido constante y no deja lugar a dudas. Pero también dentro de la tradición cristiana, la
"corriente mística" ha preconizado algo similar. Por empezar, el propio Jesús llamó la
atención sobre la necesidad de "negarse a sí mismo" para "salvar la vida", si bien ambas
afirmaciones serían lamentablemente malentendidas en el cristianismo posterior.
El interrogante, una vez planteado, se hace insidioso y obliga a un cuestionamiento
radical. No se trata, obviamente, de negar la necesidad de la construcción de un "yo", en
esta fase "personal" de la existencia humana. Lo que se cuestiona de raíz es que nuestra
identidad se equipare a ese "yo", y en consecuencia, el modo como, social, cultural y
religiosamente, se potencia la construcción del mismo.
Por decirlo brevemente, las cuestiones serían las siguientes: ¿es equiparable (reducible)
la identidad humana a lo personal, individual o egoico?; ¿es coherente colocar el "yo"
en el centro y en el horizonte último de toda preocupación e interés?; ¿qué base tiene un
mundo egocentrado y una visión egocentrada de la realidad?; ¿no ha llegado el
momento de abrirnos a una visión transpersonal, transindividual, transmental y
transegoica de la existencia? ¿Cuáles serían sus implicaciones y sus consecuencias?
La conciencia es más que la mente: los estados de conciencia. Los estudios de la
fenomenología cultural vienen a aportar datos de interés. En el Anexo final me referiré
al hecho de que, con anterioridad al estadio personal, la historia de la humanidad ha
conocido otros estadios pre-personales, en los que la percepción del propio yo era
www.descubretuverdad.es
17
radicalmente diferente. Antes de llegar al mental, se han dado los estadios arcaico,
mágico y mítico.
Por otro lado, si observamos el desarrollo psicológico del niño, llegamos a una
conclusión similar, como si a nivel individual se reprodujera, en cierto sentido, la
evolución global de la humanidad. El niño conoce también la fase pre-personal, así
como el estado fusional (de ausencia de yo diferenciado), el pensamiento mágico y
mítico, hasta llegar a la personalización y autoafirmación del yo, en un progresivo
desarrollo mental.
Con ello, no se niega el avance que ha supuesto la "personalización" y el salto
cualitativo que ha significado en el proceso evolutivo de la humanidad. Lo único que se
pretende es aprender de la realidad, para extraer las consecuencias que nos permitan
favorecer la vida en todos sus niveles, en lugar de quedar atrapados en una visión
parcial de lo real, en la que, llevados de una arrogancia intelectual, se absolutizara lo
relativo.
Para no absolutizar estados que son siempre relativos, contamos también con lo que nos
aporta el estudio de los estados de conciencia. Venimos de una tradición cultural que
parecía reducir todo al pensamiento y, llevando las cosas todavía más al extremo, al
pensamiento científico, hasta el punto de atreverse a negar todo lo que no fuera
experimentalmente comprobable. El empobrecimiento que tal reduccionismo arrogante
ha supuesto lo constatamos y lo sufrimos a diario.
Pues bien, el pensamiento no es sino uno entre otros posibles estados de conciencia, por
los que accedemos a la realidad. Junto a él, se hallan el sueño, la observación, la
concentración y la meditación. Es triste comprobar que la mayoría de las personas se
conforman con reducirse únicamente a los dos primeros, el sueño y el pensamiento,
sobre todo si tenemos en cuenta de que son los más pobres e inestables.
Esos cinco estados de conciencia se establecen a partir de la relación que se constituya
entre sujeto y objeto. Entendiendo por "objeto" todo aquello que se percibe a través de
los sentidos; y por "sujeto" a lo que no puede percibirse por ellos. Según sea la relación
resultante, hablaremos de uno u otro estado.
El hecho simple de trascender el pensamiento nos pone frente a un dato incuestionable:
la conciencia no se reduce a la mente, del mismo modo que no se reduce al sueño. El
único modo de "saber" no es gracias a la mente -o al pensamiento, o al "yo"-: hay un
saber sin "yo".
Con todo ello, son cada vez más los estudiosos que afirman que nos encontramos en el
umbral de un nuevo estado de conciencia, al que califican como transpersonal,
transmental, transindividual, transegoico o, en otra perspectiva que pretende ser más
ajustada, integral -en el sentido de integrador, sin descalificar lo propio de cada uno de
los otros y siendo respetuoso con el proceso evolutivo y con la situación en que cada
persona o colectivo se encuentran-.
Pero la cuestión planteada para nosotros es simple: ¿cómo favorecer la apertura a este
nuevo estado de conciencia?, ¿cómo aprender a trascender el "yo"? La respuesta
adecuada a estos interrogantes habrá de llevarnos a un nivel más profundo de nuestra
verdad (como seres no-separados, no-diferentes) y a una relación sana con los otros y
con la naturaleza, así como a nuevos modos de interactuar. Sólo una nueva conciencia
puede detener la marcha hacia la autodestrucción.
www.descubretuverdad.es
18
Para ejemplificar esto, podemos utilizar metáforas, como ésta que cuenta Toni
Bennássar:
"Una gaviota volaba inmersa en una hermosa bruma de otoño, cuando a lo lejos vio
encenderse el arco iris. Asombrada por lo que creyó la entrada del cielo, se lanzó en su
persecución. Pero cuanto mayores eran sus esfuerzos para alcanzarlo, tanto más
escurridizo se tornaba el insólito fenómeno, hasta que por fin cayó al suelo exhausta.
En aquellas circunstancias límites, oyó una misteriosa voz que le dijo:
- De la misma manera que el arco iris es una condición del que observa y no una
realidad, también lo es vuestro mundo con los colores y las formas. Todo depende de
las condiciones del observador, y de ellas surge lo que llamáis realidad.
Entonces supo la gaviota que había alcanzado, por fin, el arco iris".
El aprendizaje de la des-identificación, camino a la No-dualidad . ¿Cómo iniciarnos en
este aprendizaje? El camino pasa necesariamente por ir "más allá" del pensamiento, es
decir, vivir y desarrollar el estado de observación, a través de la práctica. Es
precisamente esta práctica la que nos permitirá acceder a un nuevo estado de conciencia,
trascendiendo el "yo". Un estado en el que el todo prima sobre las partes, la realidad
aparece como no-fragmentada, no-diferenciada, no-separada: es la conciencia no-dual.
Para llegar ahí, necesitamos ejercitarnos en la des-identificación del "yo" con el que
previamente nos habíamos identificado de un modo casi absoluto. Una y otra vez habré
de experimentar que mi identidad no es mi "yo"; más aún, que ese "yo" en realidad no
existe sino como fruto únicamente de mi pensamiento. La realidad ES, la conciencia ES,
sin un "yo" individual separado. La identificación habitual de la conciencia con el
contenido mental nos empobrece radicalmente y nos mantiene en la ignorancia. Si
nuestra experiencia habitual nos remite a la conciencia asociada a un yo -eso es la
mente-, deberemos abrirnos a la experimentar la Conciencia no-asociada a un yo. Y
ello requerirá superar el vértigo del "salto": el salto que va desde nuestro yo habitual,
delimitado por nuestro cuerpo y nuestra mente, a una nueva identidad que trasciende
ese yo, en la que "soy", sin ser "yo".
La sensación de vértigo es inevitable. Nos encontramos en una situación en la que
estamos identificados con nuestro "yo", un "yo" que -así lo creemos- se localiza en
algún lugar entre nuestra frente y nuestra nuca, entre un oído y el otro, dentro siempre
de las fronteras de nuestro cuerpo. ¿Cómo no sentir vértigo ante un salto que implica
desprendernos de él -nuestro "yo" conocido, habitual, familiar-, para abrirnos a una
"nueva identidad" que todavía no "conocemos" qué es?
Pongámonos, por un momento, en la piel de aquellos antepasados nuestros que "dieron
el salto" de la etapa pre-personal, de fusión con todo, a la etapa personal, a la conciencia
del "yo". ¿Qué vértigo no experimentarían? Porque, al aparecer el yo personal, aparecía
también la conciencia de un "yo separado" y, con él, los sentimientos de soledad,
angustia, miedo a la muerte, culpabilidad… No es extraño que ellos lo percibieran como
una "pérdida" o incluso como una "caída", y que así lo recojan los relatos de los
orígenes: la pérdida de la inocencia, la caída del paraíso. Sin embargo, aquello
considerado como una caída, fue en realidad un impresionante salto hacia arriba y hacia
delante: el ser humano, dejando atrás la fusión inicial, había accedido a la etapa
personal. Se había perdido la "inocencia" pre-personal, y se había vivido de un modo
tan impactante que se llegó a experimentar incluso como el " pecado original": el ser
humano había osado afirmarse en cuanto "yo", se había "atrevido" a comer del "árbol de
la ciencia del bien y del mal": había querido "ser como Dios". Era "lógico" que fuera
19
www.descubretuverdad.es
castigado con la separación y el sufrimiento. El vértigo ante lo ocurrido deformó su
percepción primera; el vértigo, y el miedo a verse y vivirse como seres "separados".
Hoy vuelve a aparecer un vértigo similar en cuanto nos disponemos a trascender nuestra
identidad como "yo". Sin forzar nada, necesitaremos ejercitarnos pacientemente en la
práctica meditativa, que nos irá aportando confianza, a la vez que nos abrirá a esa nueva
etapa.
Una tal experiencia no es algo de lo que pueda hablarse porque va más allá del
pensamiento, y por tanto del lenguaje. Pero justamente cuando aprendemos el nopensamiento, cuando somos capaces de permanecer en la observación y la pura
atención, entonces acontece. Y a ello nos conduce el camino de la práctica meditativa.
¿Qué puede ayudarnos en este camino? Por un lado, podemos ejercitarnos en
preguntarnos: "¿Quién soy yo? Yo no soy mi cuerpo, yo no soy mis emociones, yo no
soy mis deseos, yo no soy mis pensamientos...Yo no soy un yo que vive entre mi frente y
mi nuca, dentro de las fronteras de mi cuerpo". Y, progresivamente, abrirnos a una
dimensión transpersonal en nosotros. Yo soy mucho más que mi "yo". De otro modo:
puedo ir abriéndome a una Conciencia que va "más allá" de mi individualidad separada.
Podemos también ejercitarnos en la práctica de la observación externa, observando, no
pensando, y poniendo nuestra atención en el objeto, hasta hacernos "uno" con él; o
entregándonos a lo que estamos haciendo, sin sentido de apropiación y hasta llegar a
observar que se hace incluso sin que haya un "yo" separado que lo hace. No es una
experiencia tan extraña ni desconocida, aunque nos lo pueda parecer. Los niños la viven
de un modo habitual: con frecuencia "se pierden" en lo que observan. Pero también los
adultos la vivimos cuando quedamos "atrapados" en una película, en una lectura, en la
contemplación de un paisaje, en el encuentro amoroso…
En su Diario , cuyo atinado título original es One Taste, Ken Wilber lo expresa de este
modo:
"Comencemos cobrando simplemente conciencia del mundo que nos rodea. Contemplad
el cielo, relajad vuestra mente y permitid que se funda con el cielo. Observad las nubes
que flotan en el cielo y daos cuenta de que eso no os exige el menor esfuerzo. Advertid
simplemente que existe una conciencia sin esfuerzo de las nubes. Y lo mismo podemos
decir con respecto a los árboles, los pajarillos, las piedras… Podéis observarlos
sencillamente sin realizar esfuerzo alguno… Dad un paso atrás hacia la fuente de
vuestra conciencia, dad un paso hacia el Testigo y descansad en él. Y aquí es donde se
suele cometer un gran error porque se cree que, cuando descansan en el Testigo, se va
a ver o sentir algo muy especial. Pero no se ve nada; más aún, si se viera algo no sería
sino otro objeto más…, que tampoco sois vosotros. No, cuando uno descansa en el
Testigo, lo único que percibe es una sensación de libertad, una sensación de Liberación
de la identificación con los pequeños objetos finitos. Tú eres esa Libertad, esa
Apertura, esa Vacuidad, y no cualquier cosa que emerja en ella… Descansando en ese
Testigo vacío y libre, advertid ahora que las nubes están apareciendo en el inmenso
espacio de vuestra conciencia. Las nubes emergen dentro de vosotros, podéis degustar
las nubes, vosotros sois uno con las nubes, que se hallan tan próximas que es como si
estuvieran de este lado de vuestra piel… El observador y lo observado se hacen Un
Solo Sabor ".
Podemos, finalmente, ejercitarnos en la práctica de la observación interna, poniendo la
atención en el propio sujeto. Para ello, empiezo por desconectar los sentidos y me centro
en la observación del sujeto. Poco a poco, emerge una "masa informe" de atención. Me
20
www.descubretuverdad.es
entrego a ella y dejo que sea el mismo proceso el que lleve la iniciativa. Es decir,
consiento a des-identificarme de mi "yo personal" habitual, mi "yo pensante",
abriéndome a la "nueva identidad" que pueda surgir; una identidad que es Conciencia
no-asociada a un yo.
Ahora bien, para poder trascender el yo se requiere que previamente exista un yo
integrado. No pueden saltarse las etapas. No se puede acceder a lo transpersonal desde
lo pre-personal. Sólo podremos ir "más allá" de nuestra casa si primero la habitamos. De
ahí se deduce que necesitaremos trabajar paralelamente lo referido al "yo", para crecer
precisamente en la conciencia de habitar más y más nuestra casa…, bien conscientes,
sin embargo, de que el objetivo no termina ahí, sino que se trata sólo de un paso que nos
ha de llevar más allá de ella, a la experiencia de la Casa común…, "para serlo
simplemente Todo y fundirse en la Totalidad de esa conciencia incesante que mantiene
el Cosmos entero en la palma de su mano" (K. Wilber).
No somos lo que pensamos que somos. En la desidentificación tenemos una clave
fundamental para avanzar en el despliegue de la conciencia. Por eso me parece
importante enseñar a experimentarla como fuente de liberación y de autotrascendencia.
Al vivir habitualmente identificados con nuestro pequeño yo, no podemos sino
reaccionar desde él. Ese yo, como cualquier entidad viva, busca sobrevivir por todos
los medios. Y sobrevive gracias al pensamiento. Eso significa que se alimenta
repitiendo las mismas pautas que lo caracterizan, prolongando de ese modo -aunque a
veces sea doloroso- su propia existencia o, mejor, sensación de existencia. Por ejemplo y personificando los propios sentimientos-, si hay en mí un "yo airado", para seguir
sobreviviendo generará pensamientos y sentimientos de ira, ya que dejar de hacerlo
significaría su extinción. Y lo mismo vale para cualquier otro yo: un yo resentido,
asustado, angustiado… se mantendrá produciendo pensamientos y sentimientos de su
propio color.
¿Qué se consigue con ello? Reforzar y solidificar la identificación con el yo que es
fuente de sufrimiento y de distorsión. Por esa retroalimentación, se fortalece y hace muy
difícil la salida; los pensamientos que el propio yo genera lo autovalidan. ¿Qué
solución queda para esta pescadilla que se muerde la cola?
Sólo una: trascender el pensamiento, es decir, des-identificarse con firmeza de aquel yo
que es creado y sostenido por el pensamiento. Y esto se consigue por medio de la
observación, la única capaz de introducirnos en el no-pensamiento. Con ella, se abre
camino la conciencia de una "identidad distinta" a la habitual, identidad caracterizada,
de entrada, por la des-identificación con respecto al yo y, sobre todo, por la presencia .
Tras la des-identificación, se descubre con gozo que la "nueva identidad" es libre, vital,
alegre, amorosa, agradecida, compasiva, espiritual… Dios mismo fluye en ella. Es gozo
y plenitud.
Por eso, decía antes que la des-identificación es fuente de liberación y de
autotrascendencia. Hace falta experimentarlo. En el próximo capítulo, me detendré en la
exposición de lo que es la práctica meditativa, como camino para avanzar en aquélla.
"Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo. Puedo ver y sentir mi cuerpo, y lo que se
puede ver y sentir no es el auténtico Ser que ve. Mi cuerpo puede estar cansado o
excitado, enfermo o sano, sentirse ligero o pesado, pero eso no tiene nada que ver con
mi yo interior. Tengo un cuerpo, pero no soy mi cuerpo.
www.descubretuverdad.es
21
Tengo deseos, pero no soy mis deseos. Puedo conocer mis deseos, y lo que se puede
conocer no es el auténtico Conocedor. Los deseos van y vienen, flotan en mi conciencia,
pero no afectan a mi yo interior. Tengo deseos, pero no soy deseos.
Tengo emociones, pero no soy mis emociones. Puedo percibir y sentir mis emociones, y
lo que se puede percibir y sentir no es el auténtico Perceptor. Las emociones pasan a
través de mí, pero no afectan a mi yo interior. Tengo emociones, pero no soy
emociones.
Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos. Puedo conocer e intuir mis
pensamientos, y lo que puede ser conocido no es el auténtico Conocedor. Los
pensamientos vienen a mí y luego me abandonan, pero no afectan a mi yo interior.
Tengo pensamientos, pero no soy mis pensamientos".
Soy lo que queda, un puro centro de percepción consciente, un testigo inmóvil de todos
estos pensamientos, emociones, sentimientos y deseos.
Cuando uno se da cuenta, por ejemplo, de que no es su angustia, ésta dejará de ser una
amenaza. Progresivamente, a través de la práctica meditativa, nos vamos desidentificando de todo aquello con lo que nos creíamos identificados. Por el contrario, sin
ese camino de des-identificación, todo intento de escapar de nuestras aflicciones no
hace más que perpetuarlas: nos identificamos con lo que nos aflige.
Gracias a la des-identificación, se diluye el pequeño yo y emerge nuestra verdadera
identidad. Empezamos a tratar todos los objetos del entorno como si fuesen nuestro
propio ser: el mundo es nuestro cuerpo. Amamos a los demás porque ellos son nosotros.
Se abre paso la intuición de que no hay más que un Ser que asume esas formas externas
diferentes. Intuición que lleva aparejada la de la inmortalidad. "Si mueres antes de
morir, entonces, cuando mueras, no morirás". Morirá lo compuesto, no ese "algo" que
notamos en nosotros que permanece siempre.
•
¿Qué evoca en mí este texto? Me digo todo lo que me despierta.
¿Me parece accesible para mí lo que propone? Sí/No, ¿por qué?
Más en general, ¿cómo suelo "relacionarme" habitualmente con lo que me hace
sufrir?
¿Percibo si he de hacer algún cambio en ello?
•
¿Hago meditación de un modo habitual? ¿Con qué frecuencia?
•
•
Si sí, ¿me deja satisfecho? Si tengo alguna insatisfacción, ¿cuál es?
Si no, ¿a qué se debe?
•
•
¿Cuál es el tipo de meditación que se me ajusta?
¿Cuáles son mis motivaciones para perseverar en ella?
•
•
•
www.descubretuverdad.es
22
Para aprender a gestionar constructivamente lo que nos hace sufrir
1. El primer paso es reconocer y nombrar lo que me duele, sabiendo que la otra
persona no ha sido sino un "despertador", pero que la herida está en mí. Para
nombrar con precisión lo que me duele, puedo preguntarme por el lado de mis
necesidades. Por ejemplo: si me duele el trato que alguien ha tenido conmigo, o
un gesto, etc., puedo preguntarme: ¿cómo me gustaría, o me hubiera gustado,
que me tratara?, es decir, ¿qué estoy necesitando?
2. Tras nombrarlo, necesito aceptar del modo más humilde posible lo que me está
ocurriendo.
3. Aceptar el dolor o malestar, pero sin reducirme a él: Siempre soy más que el
problema o dolor en cuestión.
4. Precisamente porque soy más, puedo acogerme a mí mismo, como acogería a un
amigo que viniera a mí con ese problema. Acoger no significa
autocompadecerse ni "hacerse la víctima"; mucho menos, cavilar mentalmente
en torno a lo que me duele o lo que ha ocurrido (la cavilación es siempre mala).
Acogerse es aceptarse con cariño hacia sí y con confianza: "saldré adelante".
5. En la práctica meditativa, puedo dejar "reposar" el dolor en el Silencio
profundo..., hasta que el Silencio mismo lo vaya "disolviendo". No estoy
pensando en el dolor, sino viviendo la pura atención, el no-pensamiento.
6. Desde la experiencia creyente, puedo "presentarme" con el dolor ante Dios,
sencillamente para dejarme sentir acogido-amado por Él con mi realidad.
7. Y, sobre todo, puedo entrenarme en vivirlo como OPORTUNIDAD DE
CRECIMIENTO , desde la certeza de que todo lo que me ocurre tiene algo que
enseñarme, algo en lo que puedo crecer si lo aprovecho de un modo
constructivo. Para vivir así lo que me hace sufrir, necesito distinguir en mí:
•
•
Mi ego, más superficial, pero con el que seguramente he vivido más identificado
a lo largo de toda mi vida, creyendo que ese ego era mi verdadera identidad. Es
el ego el que me hace ser egocéntrico y vivir pendiente de mis necesidades y
heridas. Deberé trabajarlo psicológicamente para que no me tiranice. Pero
sabiendo que vivir para él equivale, como decía Jesús, a "perder la vida": estoy
perdiendo la vida, porque ese ego no soy "yo".
El Yo profundo, mi verdadera identidad, donde estoy habitado por Dios, unido a
Él y unido a todos y a todo. En ese lugar, SOY uno con todo. Por eso, desde ahí,
puedo relativizar absolutamente los "dramas" que hace mi ego, porque me
situaré de modo radicalmente diferente.
Quien tiene que crecer, por tanto, no es mi ego carenciado y exigente, sino el Yo
profundo, mi verdadera identidad. En ella reside también mi capacidad de amar y, por
tanto, también desde ella podré acogerme a mí mismo con mi herida y mi dolor, pero no
para dar vueltas en torno a ellos, sino para poder vivirlos constructivamente.
Bibliografía
•
•
•
•
•
BRADSHAW, J., Volver a casa. Recuperación y reivindicación del niño
interior , Los Libros del Comienzo, Madrid 1994.
MARTÍNEZ LOZANO, E., Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y
unificación personal, Nancea, Madrid 2005.
MONBOURQUETTE, J., De la autoestima a la estima del Yo profundo. De la
psicología a la espiritualidad , Sal Terrae, Santander 2004.
PRH-INTERNACIONAL, La persona y su crecimiento, PRH, Madrid 1997.
TROBE, Th.O., De la codependencia a la libertad. Cara a cara con el miedo ,
Gulaab, Madrid 2004.
23
www.descubretuverdad.es
•
WILBER, K., Más allá del Edén. Una visión transpersonal del desarrollo
humano, Kairós, Barcelona 22001 (orig. 1981).
www.descubretuverdad.es
24
Descargar