Jerusalem El libro fue editado por la Organización Sionista del Uruguay (OSU) al cumplir 20 años el Premio Jerusalem. A cada uno de los galardonados se les pidió que escribiera un capítulo recordando lo que había dicho cuando recibió el premio. Es por esto que el texto que reproducimos es el Capítulo escrito por Juan Raúl Ferreira 8º Premio Jerusalem otorgado en Uruguay. Entre otros galardonados que contribuyeron en el libro figuran los Dres. Tabaré Vásquez, Luis Alberto Lacalle, Julio María Sanguinetti, Dr. Jorge Batlle, el Gral. Líber Seregni y el Historiador Gerardo Caetano. En el año 2010 el premio le fue conferido al Pte. José Mujica. Texto del Capítulo VIII DISCURSO DE JUAN RAUL FERREIRA AL RECIBIR EL PREMIO JERUSALEM EN 1997 Sr. Ministro del Interior, Sr. Representante del Estado de Israel, Sres. Rabinos, Sr. Presidente de la Organización Sionista del Uruguay, Sres. Legisladores, Líderes Comunitarios: Hoy es uno de los momentos más importantes y emotivos de mi vida. No será que me pueda quejar de haber tenido una vida desprovista de honores y de intensidad (tanto en las buenas, como en las malas, como en las muy malas, que también la hubo). Corresponde pues agradecer ante todo. Agradecer al Alcalde de Jerusalem Ehud Olmert y a la Organización Sionista del Uruguay esta distinción. Aún bajo el riesgo de que suene vanidoso, debo decir, recordando las palabras de Quevedo “pocas veces se agradece aquello que no se merece.” Quiero decir: Gracias, porque lo merezco. No el reconocimiento ni el homenaje, siempre excesivo, siempre inmerecido, pero si el compromiso renovado, que va de la mano con este tipo de distinción. Así fue cuando me honraron como Presidente de la Comisión pro Judíos Soviéticos, la de la Comisión Contra el Racismo y la Discriminación, la membresía de la Comisión Honoraria pro Memorial del Holocausto y la creada para promover la derogación de la Resolución 3379 de la ONU (que equiparaba el sionismo con el racismo) en la que tuve como compañeros a Luis Alberto Lacalle, Eduardo Paz Aguirre, Enrique Martínez Moreno y el Ex Presidente Washington Beltrán. Para ser breve –mi estado gripal avalará este compromiso- quiero decirles solo dos cosas: cómo mi vida fue topándose permanentemente con la causa judía, enriqueciéndola y haciendo que valiera cada vez más la pena vivirla… y vivirla comprometida con esa causa. Y el significado de Jerusalem para el judaísmo, para nuestra civilización y muy modestamente para la vida de este mortal. Celebro por ello que la entrega de este premio se lleve a cabo en el día de la reunificación de la ciudad Sagrada, Capital Eterna de Israel y en las víspera de la conmemoración del medio siglo de la creación, o mejor decir reconocimiento del Estado de Israel por parte de la Comunidad Internacional. Yo me crié en un hogar donde, desde pequeño se me enseñó a respetar a, como decía mi padre “esa cosa tan cargada de espiritualidad que es el judaísmo.” Escuché de su boca los relatos sobre como él mismo de joven, descendiente de inmigrantes, en este país de inmigrantes, descubrió al judío como tal, como judío, el día que llegó la catástrofe. El holocausto hizo verlos como judíos que son” descubriendo el bagaje de valores y tradiciones que eran de enrome importancia para nosotros y que precisamente por ellos eran perseguidos, vejados y aniquilados del otro lado del Océano. Pero fue la vida misma la que me permitió con el tiempo entender el sentido de muchas de las cosas que me enseñaban en el hogar desde niño. Y al poder vivir el significado de aquellas viejas enseñanzas de mi madre y de mi padre, aprendí a quererlas, a valorarlas y fueron así, poco a poco, ganando un lugar cada vez más importante en mi vida. Cuando llegó la hora de nuestra propia tragedia, de nuestro propia diáspora, incomparable con aquella de los judíos, pero elocuentemente didáctica para comprenderla mejor, fueron amigos judíos alrededor del mundo los que ocuparon la primera fila de la solidaridad con nuestro propio drama. Así un corresponsal marxista de Le Monde en Buenos Aires, un Profesor de la Universidad Hebrea haciendo su sabático en Londres, un Rabino Neoyorquino y una profesoral liberal de Boston University, fueron las personas que unieron esfuerzos para sacarnos con vida, a mi padre y a mi, del Buenos Aires de 1976, tras lo asesinatos del Toba Gutiérrez y Zelmar Michelini. ¿Qué tenían en común Philipe Labreveux, Edy Kaufman, Louise Popkin y el Rabino Morton Rosenthal? Que eran judíos. Un día comenté a mi padre que me resultaba ello una casualidad increíble… El me respondió con una sabia sonrisa, “no es casualidad, es precisamente por ser judíos.” Y agregaba algo sobre ese camino de dos vías de la solidaridad: “No podemos comparar nuestro propio dolor con el que ellos han padecido, pero el día que nosotros nos sentimos también heridos, humillados, perseguidos, nos sentimos un poco más solidarios aún con gente que en mucho mayor medida y a la lo largo de la historia, había sufrido lo suyo.” Fue entonces la vida misma la que me fue enseñando el sentido del sufrimiento y el apego a la libertad y a la vida de este pueblo, que Dios había escogido como suyo, entre todos los pueblos. Este pueblo que había mantenido vivos, a través de la tradición, los valores que hacen a nuestra identidad civilizatoria. Fue la vida misma la que me enseño quien soy, qué soy y de donde vengo. Yo integro ESA civilización a la que aprendí a llamar judeo cristiana. Recién ahí advertí que el término con que nosotros les conocemos “Pueblo Elegido” es un término que usamos nosotros para referirnos a ellos. No es como el judío se llama a si mismo o se identifica…porque para el judío, haber sido elegido por Dios no es un privilegio, sino una responsabilidad. Nunca había advertido antes que cuando muchos pueblos exhiben con orgullo descender de conquistadores, los judíos no ocultan, sino más bien todo lo contrario, su origen cautivo, como esclavos en Egipto. ¿Acaso es ello porque no sufren la esclavitud? Todo lo contrario, es una suerte de recordatorio permanente del apego que hay que tener por la libertad. Así dijo Dios a Moisés en el primero de los mandamientos (que la tradición cristiana recuerda como “amar a Dios sobre todas las cosas.”) YO SOY EL SEÑOR TU DIOS, EL QUE TE SALVO DE LA ESCLAVITUD EN EGIPTO. Es decir, recuerda que Dios te hizo libre, volver a ser esclavo es un pecado y mi primer mandamiento es, la LIBERTAD. Allí ha de estar el origen de ese apego a la libertad propia y ajena de este pueblo, que cuando brinda, no lo hace por pesetas y amorío, como nosotros sino que brinda LEHAIM, por la Vida. Bien digo libertad propia y ajena, porque en la cultura judía es inconcebible tener un valor solo para sí. En la antigüedad la Libertad no era un valor en si mismo, salvo para el Pueblo de Dios. Las guerras en aquel entonces, como hoy, perseguían el poder. Pero este se manifestaba en aquellos años de otro modo. El culto, es decir los dioses que adoraban los pueblos, era un elemento de poder que el conquistador imponía siempre al vencido. ¿Alguien sabe de un solo caso en la Historia Humana de un pueblo forzado por los hebreos a aceptar su Dios? Al contrario, liberaban pueblos a quienes se les había impuesto cultos ajenos para permitirles elegir libremente cuál sería su culto. Mandó el profeta Jeremías “amar al prójimo” es decir al otro, al extranjero, al distinto. Esos valores que son los que hoy nos identifican, han sido celosamente custodiados para todos por el pueblo judío, por eso elegido, por eso Pueblo de Dios. Cuando uno ve las películas de Indiana Jones y toda esa literatura fantasiosa y aventurera sobre la búsqueda del Arca Sagrada, le hace un poco de gracia. No hay que ir tan lejos para encontrar el Arca. Ahí está aún a hombros del Pueblo de Israel. Cada vez que un padre de familia enciende sus velas en el Shabat, cada vez que transmite sus tradiciones a sus hijos e hijas, cada vez que ora mirando a Jerusalem, está cargando un poco el Arca que durante décadas recorrió el desierto tras Moisés. Recuerdo de niño la reunificación de Jerusalem. Hubo un gran acto en el Palacio Peñarol, al que papá fue acompañado de su amigo, mi amigo Nelson Pilosof. Hablaron Américo Pla Rodriguez, Eduardo Paz Aguirre y mi padre. De regreso a casa papá dijo: “El judaísmo sin Jerusalem carece de sentido.” Obviamente, no entendí que quería decir aquello. Una vez más la Providencia quiso que fuera la vida la que me explicara la enseñanza paterna. El judío invoca a Jerusalem varias veces a lo largo de su vida, cuando nace, cuando se le presenta al tempo, cuando desposa, cuando muere. Durante el día lo invoca tres veces en la oración. Después de la destrucción los rabinos instauraron ritos que recuerdan el viejo templo. Al construir su casa, deja un ladrillo flojo mirando a Jerusalem en homenaje a la destrucción del Templo. En los funerales al deudo se le saluda siempre “Quiera Dios enviar también sus consuelos a los familiares dolientes en Jerusalem.” La Biblia, el libro que nos hermana por lo que el Santo Padre Juan Pablo II llamara lo hebreos “mis hermanos mayores en la Fe” canta permanentemente a Jerusalem. Entre tantos salmos que recuerdan la ciudad sagrada, pensemos –corríjanme Sres. Rabinos- el Salmo 90, el 128, el 137 y, mi favorito, el 121 (122), que desde hace once años, cantamos siempre los 15 de marzo en la Santa Misa para recordar a Wilson en la fecha de su muerte, que trataré de recitar de memoria: “Que Alegría cuando me dijeron, Vamos a la Casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies, tus umbrales Jerusalem. Jerusalem esta edificada, sobre roca bien fuerte, allá suben las tribus, las tribus del Señor. Según las costumbres del Israel, celebremos el nombre del Señor, allí donde están los tronos de Justicia, en los Palacios de David. Desead la Paz a Jerusalem, estén seguros quienes te aman Haya Paz dentro de tus muros, en tus palacios seguridad. Con mis hermanos y compañeros, voy a decirte la PAZ CONTIGO En el nombre del Señor nuestro Dios, te deseo todo bien.” (Bueno los Sres. Rabinos asienten, estaba un poco asustado). Pero todo esto es letra fría si uno no visita la Ciudad en la que entró contornándose de alegría el joven Rey David. Hace más o menos un lustro el Comité Central Israelita del Uruguay, en gesto que queremos agradecer, publicaba un suplemento en homenaje a un aniversario de la muerte de Wilson titulado “El Jerusalem que vi.” Con esa capacidad de transmitir que tenía y que no desearía tratar de imitar Wilson contaba su Jerusalem a través de los colores va que va adquiriendo a la lo largo del día, del amanecer hasta el crepúsculo. Yo tengo en mi dormitorio el cuadro “Jerusalem Azul” que Zoma Baitler regaló a mi padre. De regreso a Buenos Aires, colgaré en las paredes de la Embajada, la Casa de todos los Uruguayos, a su lado, este Jerusalem dorado que hoy me han regalado los integrantes de la Organización Sionista del Uruguay. A uno le resulta difícil entenderlo si no lo vive. Es más para un cristiano, la idea de Ciudad de Dios, se acerca más al concepto agustiniano, a la idea de San Agustín de la ciudad eterna. Si bien es cierto, que la tradición judía habla también de la Jerusalem celeste, la Jerusalem terrenal, la Capital de Israel, donde quiera Dios que pronto flamee la bandera uruguaya a la entrada de su Embajada, tiene, repito la Jerusalem terrenal, una espiritualidad impresionante. Yo nunca había experimentado algo así. La fuerza espiritual de la materia. No es una imagen material, que transmite fuerza espiritual. Son piedras, musgo, roca dura de esencia espiritual. Leía en una vieja revista Panorama, un reportaje de Tomás Friedman a mi padre sobre sus deseos depositados en el Muro de los lamentos diciendo “pero no le voy a decir que pedí.” Friedman le dice “volveré en algunos años a ver si se cumplieron” a lo que Wilson le responde con emoción: “Quiera Dios que un día se cumplan los deseos que dejé escritos en el Muro de los lamentos.” Me contaba el Embajador Karmi, bendita sea su memoria, que Wilson permaneció muchos minutos orando y luego se alejó del Muro y de sus acompañantes para disimular su emoción. Con los años, me llegó a mi el turno de recostar mi cabeza en el viejo Muro del Templo y escribir en un papel: “Que se cumplan los deseos por los que en este lugar Santo oró mi padre.” Para terminar, adivinando un poco de qué se tratarían los deseos de Wilson, quiero despedirme de ustedes con una sola palabra. Que no será por casualidad que en ningún idioma suene más dulce que en hebreo y que es la palabra más bonita, no lo duden, a los oídos del Buen Dios. Los abrazo, a todos desde el fondo del alma diciendo en voz muy baja pero contundente: SHALOM