Cuando esto acabe I II

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Cuando esto acabe
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e he acostumbrado a decir que en el año 1936 veraneé en Colmenar Viejo, pero
no es cierto: veranée en una posada de Colmenar Viejo, ya que, por miedo a que
me ocurriera algo, no me dejaron salir de ella más que dos o tres veces. En esas
salidas me acompañaba un pariente de los amos, tres o cuatro años mayor que yo, pero
que a sus 17 ó 18 ya era un hombre. El me dio a leer novelas verdes porque las
policíacas y de aventuras que yo había llevado le parecían cosa de niños. Una de las que
me prestó ocurría en el carnaval de Niza; la otra en La Habana. Eran las dos de Joaquín
Belda, y me prometían una vida maravillosa para dentro de nada, cuando la guerra
terminase y yo también fuera un hombre. Pero a la guerra no se la llamaba la guerra,
aunque ya lo era. No se la llamaba de ningún modo, nadie quería saber qué estaba
sucediendo. Se la llamaba esto, simplemente. "Cuando esto acabe...", "cuando empezó
esto...", se decía. Pensaba yo en mis largas siestas excitadas por el novelista galante:
"Cuando esto acabe, aprobaré la Química (la última asignatura que me quedaba del
bachillerato), empezaré Derecho, y cuando sea abogado podré ir un año al carnaval de
Niza y otro a conocer a las mulatas de La Habana...".
En la posada de Colmenar vivía un loco, un militar retirado al que en en la guerra
de Marruecos una bala le había entrado por una sien y salido por la otra. Era un loco
pacífico, muy agradable en su trato. El 19 o el 20 de julio, el militar loco me subió a lo
alto de la casa y desde un ventanuco me mostró a lo lejos el perfil de Madrid. Ascendían
al cielo, aquí y allá, columnas de humo. El loco me fue diciendo cuáles eran los edificios
incendiados. Muy pocos días después el loco ya no estaba. Los rojos del pueblo le
habían matado.
II
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llegó la fecha más trascendente de la guerra de España: el 27 de agosto de 1936. Al
día siguiente cumpliría yo 15 años. Estábamos en el comedor mi madre, mi abuela,
Y
mi tío y yo. Se bromeaba sobre que la celebración de mi cumpleaños no sería muy
lucida. Mi abuela había comprado un montón de latas de mermelada podridas y quizá
nos atreviéramos a abrir alguna. Tembló ligeramente el suelo. O a nosotros nos lo
pareció. Nos quedamos en silencio. Se oyó a lo lejos algo así como un trueno brevísimo,
un sonido que no habíamos escuchado nunca. Momentos antes llegaba hasta nuestro
comedor el ruido de los niños que jugaban en la calle. Y de repente, también desde la
calle, llegó el silencio. Mi tío, el hombre de la casa, dijo : "Ha sido una bomba, una
bomba de la aviación".
Los libros lo dicen: el primer bombardeo aéreo de Madrid se llevó a cabo el 27 de
agosto de 1936 por una escuadrilla de junkers. Es imposible recordar -ha pasado medio
siglo- lo que mi tío, mi madre, mi abuela y yo dijimos después. Pero es imposible
olvidar que a los pocos minutos yo tuve que ir al retrete. "No te dé vergüenza, hombre;
es natural", decía mi tío sonriendo. Pero a mí, en el retrete, sentado en la taza, sí me
daba vergüenza. Tarzán de los monos, D'Artagnan, Sherlock Holmes, Sexton Blake no
eran como yo. Yo era un cobarde.
Fernando Fernán-Gómez,
Cambio 16
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