ong, dong, dong, dong, doooong. El reloj encan

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Dong, dong, dong, dong, doooong. El reloj encan-
tado de la bruja dio la hora. Eran las cinco en punto.
Como cada tarde, la bruja Verrugona Peluda Hechicerina
vaciaba el contenido de su caldero en varias teteras. Era
un líquido verde y humeante que parecía baba de dragón,
pero que era el famoso té de ojos de lombriz y dedos de araña
que animaba todas las reuniones de la bruja Verrugona.
Las otras brujas de la región codiciaban la receta, pero Verrugona no podía revelarla porque era un secreto de familia. El
té era una creación de la extravagante tía Decapitina, una de
las brujas más famosas del mundo. Cuando Verrugona era una
niña que aprendía a cocinar al lado de su tía, ésta le pidió:
—Verrugona, pequeña, tienes que prometerme que nunca dirás nada de lo que aprendas en esta cocina. ¡Mis recetas
deben permanecer en la familia!
—Te lo prometo, tía —contestó Verrugona, que en esos
momentos estaba cortando alacranes para una sopa que tenía
la virtud de convertir a los comensales en monstruos de dos
cabezas.
Y cumplió su promesa. Aunque era tan generosa que, a
cambio de no dar la receta, todos los días preparaba un caldero
lleno hasta los bordes del preciado líquido y lo compartía con
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sus amigos. Su escoba voladora se afanaba barriendo, mientras
Verrugona ponía en la mesa diez tazas desportilladas.
Verrugona tenía doscientos años, pero parecía una muchacha de cien. Era una bruja pelirroja y flaca, de nariz larga
y ganchuda y ojos saltones. Usaba una túnica negra un poco
pasada de moda y muy remendada. Su gran orgullo eran las hebillas de plata que le adornaban los zapatos: su tía Decapitina
se las había regalado un Día de Muertos después de comprobar
que la salsa de dientes de tiburón que hacía Verrugona era la
mejor que había probado en su vida.
Verrugona era pobre. Su pesadilla dorada era poner un restaurante de comida hechizada, pero no tenía dinero. Lo poco que
ganaba gracias a su trabajo de institutriz apenas alcanzaba para
alimentar a sus mascotas y comprar los ingredientes necesarios
para preparar el té.
En la alacena de la cocina, entre los frascos de ajos en
almíbar y aletas de piraña en escabeche, se amontonaban
decenas de sapos verdes y pardos que croaban alegremente.
Ratas negras y peludas se paseaban sobre los cubiertos y los
platos, mientras las víboras se enroscaban en los vasos. Verrugona tenía tan buen corazón que no soportaba ver un animal
abandonado. Sus mascotas ya no cabían en la pequeña casa;
decenas de murciélagos colgaban de las vigas del techo
y de los ganchos de la ropa —aunque ellos, afortunada8
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mente, a las ocho de la noche se lavaban los colmillos y se
iban a trabajar.
También su mejor amiga vivía con ella. Era una hidra
griega de siete cabezas: Medea Sustorakis, apodada “La Lombriz”. Medea vivía en la tina del baño y en las mañanas se
ocupaba de ayudar a Verrugona: calificaba las boletas de los
hechiceritos, les tejía suéteres a los sapos, bañaba a las ratas
y lavaba los platos.
Verrugona le cantaba:
—¡En un pantano apestoso
nadaba un ser tenebroso,
era de Grecia el terror
y es en mi casa un amor!
y las dos se reían hasta que se les salían las lágrimas.
A las cinco y media llegaban los invitados, con bolsas de galletas de vampiritos y panqués de lodo. A veces las sillas no
eran suficientes (se rompían casi a diario) y los monstruos
tenían que sentarse unos sobre otros, enrollarse alrededor del
sombrero de Verrugona o flotar sobre la mesa. Casi siempre
la conversación se prolongaba hasta el amanecer. Y a pesar
de que la bruja era pobre, el té, esa poción magnífica llena de
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brillantes ojitos de lombriz y velludos dedos de araña, siempre
alcanzaba para todos.
Una noche, cuando ya quedaban sólo migajas y media
taza de té, oyeron que alguien tocaba a la puerta. Verrugona
se puso de pie, intrigada.
—¿Quiéeen? —preguntó.
Una voz chillona contestó desde el otro lado de la puerta:
—¡Abre, bruja Verrugona, soy Marcufia, la rata mensajera!
—Marcufia, no me avisaste que vendrías. ¡Sólo me queda media
taza de té para ofrecerte! —contestó Verrugona muy apenada.
—Estoy trabajando, Verrugona, te traigo un telegrama. Y abre,
que tengo frío y se me destemplan los dientes —contestó la rata.
La fiel escoba abrió. Marcufia se abrió paso entre las sábanas
de los fantasmas, las seis patas del monstruo Bolonio, las cuatro
patas de la mesa y se subió al regazo de Verrugona. Sacó el telegrama de su bolsa, se sentó sobre las patas traseras y gritó:
—¡El remitente es tu tío Doblón!
Con el corazón saliéndosele del pecho, Verrugona se puso a
la rata en la palma de la mano y la levantó sobre su cabeza. Los
presentes guardaron silencio y miraron al solemne animalito
con atención. Marcufia tosió, abrió el sobre y leyó:
Tío doblón hechicerino ha muerto por tercera y última vez. Heredóle castillo con todo y cocodrilos.
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Enviamos boleto de dragón. Esperámosla con ansia.
(En esta parte la rata dio un chillido de alegría que los presentes corearon.)
Firman: El fantasma sabanón y los cocodrilos.
P.D. Si después quiere traer a sus amigos, hay espacio
para todos, pero primero venga sola.
Marcufia se emocionó tanto que le mordió el dedo a Verrugona.
La bruja, con la rata colgando del índice, exclamó:
—¡El querido Sabanón es un fantasma muy simpático! ¿Te
acuerdas de él, Medea? Él sabe mejor que nadie que, para mí,
el lugar más maravilloso del mundo es el castillo del tío Doblón,
donde pasé los mejores momentos de mi niñez. Además, mi
tío por fin es un fantasma. Ésa fue siempre su verdadera vocación: flotar por los corredores, gemir en las noches, espantar
a quienes duermen…
Medea alzó sus siete cabezas. Todas dijeron al mismo tiempo:
—El castillo tiene cien habitaciones, cincuenta calabozos,
una torre en ruinas y una cocina magnífica, llena de alambiques
y calderos. Además está rodeado por un bosque oscurísimo y un
pantano. Es una belleza.
Marcufia abrió el hocico y soltó el dedo de Verrugona.
—¿Por qué te pediría Sabanón que fueras sola? ¡Yo quiero
ir contigo! —chilló.
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—No sé. Pero luego mandaré por ustedes. ¡Por todos!
Medea se ofreció a cuidar de los animales, y el Vampiro Casimiro a entregar sus boletas de calificaciones a los hechiceritos.
La noche siguiente, la bruja se puso la escoba bajo el brazo, y
con la maleta flotando tras ella, salió de su casa y subió al dragón
que ya esperaba. Era más grande que la casa de la bruja. De sus
narices salían largas volutas de humo negro que hacían toser a
los presentes y sus ojos amarillos resplandecían como linternas
chinas. Verrugona subió como pudo a la escamosa espalda —
el monstruo Bolonio tuvo que cargarla y Verrugona le pisó la
nariz— y el dragón desplegó las alas (el movimiento tiró a los
amigos de la bruja al suelo) y se elevó por los aires.
Todos se levantaron como pudieron y le dijeron adiós a
su amiga. Ella se despidió agitando un pañuelo que sostuvo
entre los dientes.
Fue un vuelo alegre: una tormenta los envolvió, Verrugona
tuvo mareos, el dragón eructaba nubes de fuego, la escoba quedó
empapada y la maleta hecha cenizas porque le cayó un rayo.
Horas después, Verrugona vio desde el aire el castillo del
tío Doblón. Le pareció una ruina siniestra, tal y como lo
recordaba. Pero cuando descendieron, Verrugona sintió un
gran desconcierto y, hay que decirlo, una enorme decepción;
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las murallas estaban pintadas de azul celeste, el foso y el pantano estaban llenos de agua cristalina y la maleza del bosque
parecía recién podada.
Aterrizaron y Verrugona le dio un beso al dragón en señal de
agradecimiento. Se limpió el tizne de la boca (eso pasa cuando
uno besa a un dragón) y corrió al castillo, seguida por su escoba,
que se arrastraba por la limpia vereda. El puente levadizo bajó
sin un chirrido.
¿Qué habría pasado?
La bruja entró en el patio. La pesada puerta se abrió y un fantasma de levita, flaco y narizón, con cinco pelos grises y lacios
que le caían sobre los ojos brillantes como carbones, se acercó
a recibirla. El fantasma arrastraba gruesas cadenas y las suelas
de sus zapatos rechinaban y dejaban marcas fosforescentes
sobre las baldosas.
—¡Querida Verrugona! —susurró con voz cascada—. No
ha cambiado nada desde que era una niña… ¡cómo se parece
usted a su tío Doblón! —el fantasma sollozó y se limpió la
nariz con un enorme pañuelo—. ¡Es su vivo retrato!
Con un dedo huesudo, el fantasma señaló un gran óleo
enmarcado con huesos de jirafa que colgaba sobre la pared.
Era el retrato del tío Doblón. Verrugona sonrió y el retrato le
sacó la lengua. ¡Era un retrato vivo!
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—Sabanón, ¡no sabes el gusto que me da verte! ¿Y mi
tío? Seguro anda espantando por ahí, ¿verdad?
—Señorita, tengo que hablar muy seriamente con usted.
Su tío se fue de viaje, con el fantasma de su tía Decapitina, a
espantar a Irlanda, dijeron. No han mandado ni siquiera una
postal. Me pidió que le dijera a usted que el castillo era suyo,
y que ellos se irían a dar la vuelta al mundo.
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