Espuma , de Claudio Rodríguez - Biblioteca Virtual Universal

Anuncio
Gonzalo Sobejano
Espuma , de Claudio Rodríguez
Los poetas españoles que empiezan a darse a conocer en los años cincuenta
buscan una poesía de crítica y de conocimiento: en Jaime Gil de Biedma
predomina la crítica (y la autocrítica), en José Ángel Valente crítica y
conocimiento ge equilibran, en Claudio Rodríguez triunfa el conocimiento.
El primer libro de Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad, de 1953 (un
tiempo de poesía todavía religiosa y ya plenamente social), se señalaba
por una voluntad de conocimiento de la naturaleza a través de la mirada
creadora de imágenes y de la palabra ansiosa de dar en un blanco que fuese
poesía sin dejar de ser vida concretamente experimentada. Pero la
extremada juventud del poeta en ese momento ha de resignarse a que la
claridad sedienta de forma opere como un don procedente de arriba, un
ardor en espera, una ebria persecución interrogante. Se busca en los
breves poemas de ese primer libro una corporeidad, una entrada en la vida,
que por lo pronto adopta el ademán de una entrega difícil pero colmada de
deseo. El deseo de darse va tomando la forma del caminar (ruido de pasos
sobre tierra roja) y la altura de un vuelo del ver, que es amor. No
importa el fin, sino el viaje: «Que cuando caiga muera o no, qué importa.
Qué importa si ahora estoy en el camino». Quiere el caminante pasar más
allá de las apariencias, sin anularlas; y de ahí el timbre metafísico de
sus versos, nunca artificiosos, siempre removidos, abruptos o trémulos de
sinceridad, atentos a la más vieja música del río, al riesgo del cereal y
del alma en crecimiento, a la limpia verdad del amor que nunca ve en las
cosas «la triste realidad de su apariencia». Toda la contemplación
emocionada del libro lleva un signo de previa pureza, de angélica
incontaminación; y al final del recorrido contemplativo, el sujeto no sabe
si va a empezar a morir o a vivir, sólo sabe que el intervalo entre ambas
interrogaciones ha sido un estado de enajenación iluminadora como el de la
ebriedad.
En el segundo libro, Conjuros, de 1958, el poeta llega, sobre todo en los
poemas finales transidos de solidaridad, a la verdad real que esperaba
compartir. Hay primero un afán de consonar con el hondo significado de las
cosas de su tierra; después, una penetrante observación de las cosas en
apariencia intrascendentes pero henchidas de historia (una viga de mesón,
una pared de adobe); luego; el anhelo de ascender al cerro y a la nube, y,
por fin, la alegre voluntad de participar con los otros en el esfuerzo y
en la fiesta: en el contrato de trabajo que toda vida impone y en la
ilusionada celebración de la hermandad con todos.
Parece hasta ahí Claudio Rodríguez, y los títulos mismos lo insinúan
(ebriedad, conjuro), un poeta dionisíaco y jovial. Pero el disfrute de la
unión con el universo no oculta su condición de busca más que de
encuentro, y padece ráfagas de melancolía y aun de conciencia trágica de
la separación. Por eso suena más pura, más modesta, la alegría pretendida.
El poeta se sitúa a las puertas de la ciudad, cerca y lejos del Duero,
contemplando su ropa tendida a secar por quién sabe qué lavandera, en un
desamparo que recuerda la orfandad de Vallejo («¿Quién nos calentará la
vida ahora / si se nos quedó corto / el abrigo de invierno», del poema
«Primeros fríos»), ansioso de la aldabada que le anuncie al final del
trabajo la llegada del amigo, nostálgico de sumirse en la nube que pasa,
habitándola, o al menos retenerla; preso en la alegría, necesariamente
fugaz, de la fiesta; sumado a la contrata de los mozos labradores, pero
como conciencia que más los contempla que se comunica; remoto en la muelle
cama materna, pero siempre soñando con ella; urgido por el deseo de
incorporarse al baile de su pueblo, pero pidiendo esta merced como un
vecino que tiene primero que acreditar su condición de tal; impulsado a la
solidaridad, pero sabiendo que ésta más a menudo se logra por el miedo
defensivo que por el amor concordante. Y es este contraste de afirmación
deseada y negatividad latente lo que hace tan reveladora la segunda
colección poética de Claudio Rodríguez y, en general, su poesía toda.
José Olivio Jiménez ha estudiado cuidadosamente los dos libros últimos del
poeta: Alianza y condena, de 1965, y El vuelo de la celebración, de 19761.
Refiriéndose a Alianza y condena, sitúa a su autor «en la línea de los que
sienten la poesía como medio de conocimiento y expresión integral de la
persona completa»; destaca los temas mayores de la primera sección del
libro: la necesidad de la verdad, la naturaleza de la verdad real, los
instrumentos para buscar y poseer la verdad, y los enmascaramientos de la
verdad; con mucha razón, señala la nota que impregna la poesía de
Rodríguez: la llanera, la negación de orgullo y eminencia, la capacidad de
contemplar humildemente lo creado; define como «realismo simbólico» la
inquisición del poeta en el objeto para mostrarlo en sí y en su
trascendencia; advierte la participación del modo narrativo en algunos
poemas, y ve en las dos odas finales (a la niñez, a la hospitalidad) el
anhelo de necesaria inocencia y de permanente abertura amistosa. Rasgos
estilísticos percibidos por el mismo crítico son la irregularidad
estrófica, los versos que tienden a encabalgarse vorazmente, las oraciones
incidentales, interrogaciones sin respuesta, enumeraciones, ritmo
impulsivo pero acogedor como de quien canta andando, proximidad de
abstractos y concretos y adjetivación analítica y lúcida. La alianza, sea
a veces algo distinto del amor (pacto de unión defensivo), sea el amor y
el propósito de concordia, y la condena (todo lo que es negativo en el
coexistir humano) forman los polos entre los que alienta la poesía del
penúltimo libro, más consciente de la condena, y del último, más atento a
la alianza.
Quisiera añadir dos observaciones acaso no baldías: una se refiere a
afinidades, otra a rasgos de estilo.
Claudio Rodríguez tiene notables afinidades con Arthur Rimbaud. El «Canto
del caminar», de Don de la ebriedad, lleva un lema de este poeta («... ou
le Pays des Vignes?»), y aunque todo ese libro esté inspirado en la misma
movilidad itinerante y transformadora que distingue a Rimbaud, es en otro
poema de Conjuros («Siempre será mi amigo...») donde puede hallarse más
profundo sincronismo:
Siempre será mi amigo no aquel que en primavera
sale al campo y se olvida entre el azul festejo
de los hombres que ama, y no ve el cuero viejo
tras el nuevo pelaje, sino tú, verdadera
amistad, peatón celeste, tú, que en el invierno
a las claras del alba dejas tu casa y te echas
a andar, y en nuestro frío hallas abrigo eterno
y en nuestra honda sequía la voz de las cosechas.
Como el Rimbaud de «Sensations», «Ma bohème» o «Le bateau ivre», Claudio
Rodríguez es poeta caminante y veedor (si menos visionario), joven
siempre, iluminador de ocultas relaciones, a un mismo tiempo desvalido e
intrépido.
El lenguaje poético de Claudio Rodríguez se caracteriza por lo que dice
José Olivio Jiménez y también por la calidad trémula de su verso. Nada en
él de lisura, fijeza o cierre. Débese esto en gran parte a los
encabalgamientos, pero en gran parte también a un juego frecuente de
diéresis y sinéresis, de dilataciones y contracciones que, no pudiendo
comprobarse hasta leído el verso por entero, mantiene a éste en un estado
de procreativa inquietud que lo hace flexible y tembloroso. Esta especie
de inesperada contracción, o de inesperada dilatación, de los versos
concuerda con la emoción momentánea, variable, siempre viva, de lo que
ellos significan, alejando al lector de toda sensación de rigidez. Las
palabras obedecen al ánimo que las dice, no a la razón que las dicta. Unos
ejemplos, entre muchos, de esta convergencia de encabalgamientos, diéresis
y sinéresis:
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
(Don de la ebriedad, Libro Primero, I)
Ni aun el cuerpo resiste
tanta resurrección, y busca abrigo
ante este viento que ya templa y trae.
olor, y nueva intimidad. Ya cuanto
fue hambre, ahora es sustento. Y se aligera
la vida, y un destello generoso
vibra por nuestras calles. Pero sigue
turbia vuestra retina, y la saliva
seca, y los pies van a la desbandada,
como siempre. Y entonces,
esta presión fogosa que nos trae
el cuerpo aún frágil de la primavera
ronda en torno al invierno
de nuestro corazón...
(Alianza y condena, «Viento de primavera»)
Uno de los más representativos y eficaces poemas de Claudio Rodríguez es,
en mi opinión, el titulado «Espuma», de Alianza y condena:
Miro la espuma, su delicadeza
que es tan distinta a la de la ceniza.
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida y le es fatiga
y amparo, miro ahora la modesta 5
espuma. Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola. El dolor encarcelado
del mar, se salva en fibra tan ligera;
bajo la quilla, frente al dique, donde 10
existe amor surcado, como en tierra
la flor, nace la espuma. Y es en ella
donde rompe la muerte, en su madeja
donde el mar cobra ser, como en la cima
de su pasión el hombre es hombre, fuera 15
de otros negocios: en su leche viva.
A este pretil, brocal de la materia
que es manantial, no desembocadura,
me asomo ahora, cuando la marea
sube, y allí naufrago, allí me ahogo 20
muy silenciosamente, con entera
aceptación, ileso, renovado
en las espumas imperecederas.
De este poema dice José Olivio Jiménez: «El poeta [...] contempla la
espuma y parece comenzar a describirla; pero de inmediato nos damos cuenta
de que aquélla le sirve sólo de indicio o dirección hacia lo que en verdad
le mueve: el deseo de destacar cuánto necesita el hombre de la experiencia
vivida, cotidiana y dolorosa, para que a su través cobre la más cabal
conciencia de su ser. Como el mar, que sólo cuando golpea contra algún
obstáculo, puede salvar su informe misterio resolviéndolo en espuma:
materia que se ve, que está ahí ya realizada, y que por ello puede
presentarse como símbolo expresivísimo de la realización de la vida»2.
Cierto pero además el poema es un modelo de coincidencia de la palabra en
su sonido con la cosa en su materia y con la imagen en su sentido.
Comienza el sujeto nombrando sencillamente el acto de mirar lo que mira.
Decir Miro la espuma es hacer imaginariamente el objeto del poema. En
seguida, sobre la línea misma de esta fundación imaginario-verbal del
objeto, éste se define por abstracción de una cualidad suya, elegida entre
las que hablan al sentido; pero no al sentido visual, sino más bien a un
latente tacto apreciador: su delicadeza. La espuma es delicada, delgada a
la vista, pero sobre todo a la mano ideal que de los ojos mismos
procedería, adelantándose a palparla. La apreciación al tacto se establece
por relación a otra materia, aunque tan distinta, delicada: la ceniza. No
es necesario otorgar ya dimensión suprafísica a la espuma ni a la ceniza,
sino sólo conocer que aquélla, en el ámbito de imaginación recién abierto,
es húmeda, líquida y alzada, y ésta seca, polvorosa y caída. Distintas la
espuma y la ceniza, pero ambas semejantes en delicadeza; y subraya esta
semejanza la melodía de los finales de ambos versos, que, para mejor notar
el musical acorde, podrían escribirse así:
sudèlicadéza
ladèlaceníza
Contrasonancias se llama a estas consonancias diferenciadas en la sílaba
tónica (é-za: í-za), y cierto poeta francés, jugando a ellas, las aplicó a
poemas enteros3. Aquí la contrasonancia funciona a la orden del sentido,
al servicio de la eficacia semántica. Ahora podemos ya sentir, tras la
materia espuma, su idea (vida erguida), y tras la materia ceniza su idea
correspondiente (muerte yacente).
El párrafo segundo del poema va abriendo deleites nuevos al oído, a la
vista, al sentimiento y a la comprensión:
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida, y le es fatiga
y amparo, miro ahora la modesta
espuma.
Al quedar suspendida la comparación por una pausa (una coma) que se
prepara a precisar la condición del término comparante, sonrisa se cierne
en momentánea situación final y, por ello, en asonancia con ceniza. Pero,
tras la pausa interior del verso, aquella, en pausa métrica, viene a
asonar con delicadeza (é-a), y esta asonancia se mantendrá a lo largo del
texto. Se afirma así un esquema de romance endecasílabo, pero son los
versos impares (del 1 al 23) los que portan la asonancia continua, y no,
según el esquema tradicional, los pares. Aunque no insólito, el hecho
trasmite la sensación de que, al comenzar el poema con el verso portador
de la rima continuada, es como si comenzase sin principiar, rítmicamente
«in medias res»; y puesto que la espuma aquí cantada es imagen de un
constante nacer, comenzar en medio es lo apropiado: si la espuma nunca
principia o, lo que es igual, comienza siempre («la mer, la mer toujours
recommencée») conviene que las palabras que la cantan aparezcan rezando ya
la oración de la continuidad.
Aprobado su primer término comparativo (ceniza) pero al mismo tiempo
rechazado (tan distinta) puesto que, como abajo se lee, la espuma es
manantial, no desembocadura, aquélla recibe su segundo correlato: una
sonrisa, aquella sonrisa por la que un hombre da su vida y que le es
fatiga / y amparo. Nuevas asonancias: si antes ceniza y sonrisa, ahora
vida y fatiga. Esta última palabra, fatiga, al asonar con el verso segundo
(ceniza) promueve para un oído habituado a la asonancia par la expectación
de un romance; expectación que se desvanece al encontrar en modesta,
entrega, etc., la impar ya señalada. Nuevo fenómeno de vacilación, que
contribuye al efecto de ritmo «in medias res», ya que la asonancia impar
(la que prevalece luego) resalta mejor gracias a la indecisión de los
cinco versos primeros.
Comparada la espuma con una sonrisa, ésta es, implícitamente, la del ser
amado, la de la persona objeto del amor capaz de sacrificio; sonrisa que,
para quien la contempla, es fatiga / y amparo. La pausa versal entre estos
sustantivos, reforzando su aparente distancia (lo que es fatiga se diría
opuesto a lo que es amparo) confedera las dos ideas más persuasivamente:
el amor por el que el hombre es capaz de dar su vida sería causa de una
bien pagada sensación de cansancio y a la vez origen de una satisfecha
sensación de pertenencia. Y si antes el sujeto había dicho sencillamente
Miro la espuma, una vez comparada ésta con la sonrisa puede decir: miro la
modesta / espuma, donde la espuma mirada recibe un calificativo
tradicionalmente poco previsible y contextualmente justísimo. Sonrisa,
fatiga, amparo han preparado el advenimiento de ese preciso adjetivo:
modesta. La espuma que se mira no es salada, no es blanca, candida,
argentada nevada o cana, ni rizada, estremecida o fugitiva, ni ardiente,
férvida o deshecha: es modesta, como su delicadeza lo insinuaba. De igual
modo que, al leer la palabra modesta, se afirma como dominante la
asonancia é-a, así se impone la novedad e intención precisadora del
adjetivo modesta al quedar colocado en el saliente del verso 5, planeando
por un instante, en soledad, a la busca de su objeto: espuma.
Esta imagen de moderación humana, de sufrido modo, se destaca más
intensamente en relación al párrafo tercero del poema:
Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola.
La fuerza del mar es bronca y bella. Es el mar quien se entrega. Rudo y
hermoso de su fuerza, crea con el uso, el roce y el acto de entregarse, la
modesta espuma. La tríada (uso, roce, acto), no sinonímica sino
gradualmente distintiva, reitera, como tal tríada, el curso triple de da
su vida, fatiga y amparo; y, como pluralidad de nociones, comparte él
mismo campo de una experiencia humana fundada en trato de amor: da su vida
se coordina con el acto de la entrega; fatiga con uso; amparo con roce.
La entrega del mar crea la modesta espuma. Nueva atención ahora (con
lejano timbre romántico, apuntado ya en bronco y bello) al mar que crea
esa espuma:
El dolor encarcelado
del mar, se salva en fibra tan ligera.
Mar como dolor. Dolor como prisionero. Rítmicamente, en los dos versos
anteriores y en el primero y en la cabeza del segundo de esta pareja, se
verifica una replegada contracción, como si de un movimiento retrogradante
de resaca se tratase:
Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola. El dolor encarcelado
del mar
Los dos adjetivos bisílabos, bronco y bello, de fonética semejante; los
tres sustantivos, también bisílabos, en rápido y nervioso asíndeton (uso,
roce, acto), el gerundio a la vez postergado y recogido (creándola), la
insistencia contigua en el estrechamiento entre unos límites (el dolor
encarcelado / del mar) forman en conjunto ese movimiento de repliegue que,
en seguida, oleaje contraído, va a resolverse en un segundo movimiento,
más breve, de dilatación:
se salva en fibra tan ligera.
La espuma ha sido -no ha sido- ceniza. Ha sido sonrisa. Ahora es fibra,
hebra, filamento, con sus connotaciones vegetal (mar fecundo) y unitiva
(mar que tiende a la tierra sus vínculos). Lo que sigue, desarrolla esas
connotaciones definiéndolas en la imagen de la flor (vegetal) y de la
madeja (unitiva), al mismo tiempo que, en el plano sonoro, imita el
ansioso vaivén, la revuelta búsqueda de la espuma en su afán de forma:
bajo la quilla, frente al dique, donde
existe amor surcado, como en tierra
la flor, nace la espuma. Y es en ella
donde rompe la muerte, en su madeja
donde el mar cobra ser, como en la cima
de su pasión el hombre es hombre.
Nuevas tríadas sobre las ya anotadas: quilla, dique, amor surcado (=
'arado'); rompe la muerte, el mar cobra ser, el hombre es hombre.
Abarcando las cuatro, podría trazarse el siguiente esquema de
correspondencias:
da su vida - acto de la entrega - amor surcado - el mar cobra ser;
fatiga - uso - frente al dique - rompe la muerte;
amparo - roce - bajo la quilla - el hombre es hombre
1) El hombre que da su vida por una sonrisa que ama sería como el mar
creando la espuma en el acto de la entrega, como el amor que en tierra
abre los surcos donde nace la flor, como el mar que cobra ser en la madeja
de sus espumas;
2) Aquella sonrisa amada sería para el hombre motivo de la gozosa fatiga
de quien lucha por merecerla, como el mar crea la espuma en el uso de su
perpetuo esfuerzo de donación al chocar con el dique, al estrellarse
contra esa barrera donde rompe la muerte, donde la muerte irrumpe y se
rompe haciéndose vida;
3) Ese amparo que la sonrisa amada significa para el que por ella da su
vida sería como el roce, el trato inmediato y perenne del mar en su
entrega a la tierra y como el contacto de la tierra con el mar a través de
la nave que con su quilla rompe el mar y abre surcos en él, amándolo,
fecundándolo a la manera como el amante, desea, ama, surca y fecunda a la
amada.
La imagen de la quilla, explícita, y la del arado, implícita en amor
surcado, conducen lo cantado (la espuma) a su cimera metáfora genésica: la
esperma, el semen, que en el verso 16 hace su aparición en una forma
modesta y ordinaria, de sobreentendido signo coloquial (leche = 'semen';
«en carne viva», «a lágrima viva»):
como en la cima
de su pasión el hombre es hombre, fuera
de otros negocios: en su leche viva.
Reitérase aquí el movimiento contracción-dilatación de los versos
precedentes; la palabra cima, colocada al borde del precipicio, al extremo
de un verso, se despeña, sorteando la dificultada convulsión del
siguiente, hacia el desenlace. La crispación del lenguaje en busca de la
coronadora: relación metafórica espuma = 'esperma', trae consigo las
tríadas agolpadas, los encabalgamientos abruptos (donde / existe; como en
tierra / la flor; es en ella donde el mar cobra ser; como en la cima / de
su pasión; fuera / de otros negocios) y la irregularidad de las
asonancias, como si la voz emisora, por exceso de temperatura armonizante,
desbordase la convención de la asonancia impar. El hecho es que los versos
11 a 17, sin perjuicio de esa asonancia impar en é-a, añaden dos
irregularidades; repiten en un verso par esa misma asonancia (12: y es en
ella) y vuelven a asonar en í-a (como en los versos 2 y 4) los finales de
otros dos versos pares (14: en la cima, y 16; leche viva).
A este pretil, brocal de la materia
que es manantial, no desembocadura,
me asomo ahora, cuando la marea
sube, y allí naufrago, allí me ahogo
muy silenciosamente, con entera
aceptación, ileso, renovado
en las espumas imperecederas.
Este párrafo último no atenúa la crispación, aunque acabe distendiéndola.
Vuelven los encabalgamientos con su ritmo de desasosiego: cuando la marea
/ sube; con entera / aceptación. Vuelven las tríadas: me asomo, naufrago,
me ahogo; con entera aceptación, ileso, renovado. Conforme a la posición
contemplativa del sujeto, la gradación va de arriba abajo, de la
superficie al fondo: pretil más externo que brocal, y éste más que
manantial, al brocal cabe asomarse, en el manantial hay que sumirse; me
asomo asuena con me ahogo; naufrago consuena casi con me ahogo en nueva
contrasonancia; y en muy silenciosamente, más que la anegación, se expresa
la fusión con el mar. Pero los dos versos finales ya no dicen el
hundimiento, como hasta ahí, sino la salvación: no para salir del mar,
sino para ser el mar mismo: con entera aceptación (dando la vida,
entregándose) , ileso (a salvo) y renovado (naciendo de nuevo)
en las espumas imperecederas.
En este verso último se cumple la identificación entre donación y
permanencia, instantaneidad y eternización: en la u de espumas, radica la
cima del ímpetu y en las prolongadas e de imperecederas se explaya el
continuo estallar renaciendo, el desmadejarse y volverse a enmadejar, el
comenzar sin principio, el acabar sin fin. Con delicadeza, tal verso
rubrica ante el límite el acróstico del vivir ilimitado:
en las espúmas im pe rè ce dé ras
El movimiento esencial del poeta es querer ser lo que canta: enajenarse en
el objeto de su canto, y lo consigue al fundar su objeto por la palabra,
al hacer del objeto real que estaba mirando el objeto imaginario que
canta. Pero en el caso de «Espuma» el objeto imaginario, el poema,
significa además el proceso de transformación del sujeto en objeto; la
intraobjetivación del contemplador en lo contemplado.
Tres momentos pueden distinguirse en ese proceso; contemplación (versos
1-6), esencia (6-16) y transformación de la contemplación en esencia
(17-23). En el primer momento todo es mirada del sujeto: «Miro la espuma»,
«Como quien mira una sonrisa», «Miro ahora la modesta / espuma». En el
Segundo, todo es esencia del objeto: «Es el momento», «creándola», «existe
amor», «nace la espuma», «es en ella / donde rompe la muerte», «en su
madeja donde el mar cobra ser», «el hombre es hombre», «leche viva». En el
tercero, reaparece el sujeto para fundirse con el objeto: «es manantial»,
«me asomo ahora», «la marea sube», «naufrago», «me ahogo», «con entera /
aceptación, ileso, renovado / en las espumas». La aproximación (miro ahora
la modesta / espuma) engendra la revelación (nace la espuma) y ésta la
identificación (en las espumas imperecederas). Un proceso muy parecido se
da en otro de los más celebrados poemas de Claudio Rodríguez: «Al ruido
del Duero» (en Conjuros). Comienza también continuativamente: «... Y como
yo veía / que era tan popular entre las calles», y la resistencia inicial
del sujeto al ruido popular del Duero (opinión) se va transformando a lo
largo del texto en reconocimiento de la música íntima y colectiva (verdad)
del río Duradero, última palabra del poema, designación de la perpetuidad
del río, tan semejante a las espumas imperecederas.
Siguiendo la cadena de metáforas de nuestro poema (ceniza, sonrisa, fibra,
flor, madeja, leche, manantial) se percibe que el valor simbólico de la
espuma -vehículo de la vida en acción, pero no sólo eso, sino real y
concreta espuma, y de ahí que sea símbolo y no alegoría- aparece
contrapunteado por imágenes de extinción o finitud que sólo intervienen
para ser negadas: tan distinta a la de la ceniza (no ceniza mortal), rompe
la muerte (irrumpe, pero en el lugar mismo en que la espuma se hace y el
mar cobra ser: en el rompeolas) , es manantial, no desembocadura (bulle la
espuma como agua de hontanar, no agoniza en olas exangües). Entre estas
correlaciones rechazadas se abren paso las otras, de carácter vital: la
destinada sonrisa y la fibra salvadora poseen todavía una condición
justificadora o defensiva; pero la flor en el surco, la madeja que teje la
trama, la leche seminal y el manantial del renuevo incrementan paso a paso
a esa afirmación que, al final, vencidos los contrastes, logra una forma
ya no metafórica, en ese plural que compendia la índole frecuentativa,
colectiva y unánime del objeto: espumas imperecederas.
Un poema nunca es la suma de sus imágenes, sino la configuración
personalmente única que la actitud, el tema y la estructura adoptan
memorablemente en el lenguaje. Por eso no es de extrañar que de las
imágenes de este poema casi ninguna carezca de antecedentes. Sin necesidad
de trazar aquí un manual de espumas, puede recordarse que la sonrisa es
metáfora frecuente, pero referida al mar mismo, no a la persona amada:
desde la «innumerable sonrisa» de Esquilo hasta la balada de García Lorca:
«El mar / sonríe a lo lejos. / Dientes de espuma, / labios de cielo».
Fibra y madeja, imágenes más metonímicas que metafóricas, quedan aludidas
siempre que a la espuma se la califica de «ligera», «frágil» o «rizada».
La ola del mar comparada al surco de la besana, y la quilla (o el remo)
del navegante al arado del labrador, forman un topos de ilustre
antigüedad: «¿Cuál tigre, la más fiera / que clima infamó hircano, / dio
el primer alimento / al que -ya deste o aquel mar- primero / surcó
labrador fiero / el campo undoso en mal nacido pino?» (Góngora, Soledad I,
373-78). En relación con la metáfora seminal (leche viva) se hallan
cuantos versos aluden a Venus nacida de la espuma, y ya Philón explicaba a
Sophia que «se entiende por la espuma el semen del hombre» (León Hebreo,
Diálogos de amos, II, fol. 103). Incluso de la metáfora del manantial,
podrían recordarse textos muy parecidos: «El mar, trémulo espejo de los
ojos / del Señor, primer cuna de la vida» (Unamuno, «El Cristo de
Velázquez»); «Ola tras ola sigue a ola tras ola, / persigue espuma a
espuma fugitiva, / dádivas sobre dádivas ofrecen / felicidades siempre
repetidas» (Salinas, «El contemplado», VII), sin olvidar el marino
cementerio de Valéry con su mar sin cesar empezando. Pero la fibra y la
madeja de Claudio Rodríguez son más directas que tantas ligerezas y
fragilidades, su amor surcado se ofrece exento de tópicas deprecaciones
morales, albergando humildemente la mención de la flor, y tanto esta
imagen de los surcos como la de la leche viva aparecen desnudas de
recuerdos mitológicos, o de intenciones pictóricas («verde botella, verde
lejía, palidez seminal en retirada, en descenso, rocas abajo, dejando al
descubierto la base chorreante de los acantilados»)4, en limpia y concreta
encarnación humana. Como concreto es todo este libre mar, contemplado y
asumido, que el poeta canta por su belleza real y en cuya realidad hermosa
encuentra al mismo tiempo la gracia, la ebriedad, el conjuro, la alianza y
el vuelo de celebración de la vida.
No el lejano techo tranquilo del comienzo de «El cementerio marino», sino
las olas gozosas que al final rompen ese techo donde los foques picotean.
No el total azul de Jorge Guillén que «levanta en vilo al verano / sin
celaje, sin espuma» («Lo inmenso del mar», Cántico) , sino más bien «la
rosa / frágil, de espuma, blanquísima» del mar de julio de Salinas
(«Orilla», Seguro azar). La imperecedera espuma, hermana del viento, del
pájaro, la lluvia, la luz, el corro de niños la ofrecida juventud. Espuma
que, cuando la marea sube, edifica la forma misma de la vida, cuyo nombre
es Alianza.
2009 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
____________________________________
Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la
Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar
Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite
el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario
Descargar