Fabrice Hadjadj: «Hay que coger la espada para entender el Reino

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Fabrice Hadjadj: «Hay que coger la espada para
entender el Reino del amor»
Hemos perdido la guerra. No estoy hablando de una falta de éxito.
Al contrario, hemos adquirido la costumbre de dormirnos en la
comodidad y los éxitos, hasta que una enfermedad, un accidente,
un hecho distinto, un mal sin lucha ni enemigo nos hace perder la
calma, como cuando nos deja colgado el ordenador, en una
insignificancia por debajo de lo absurdo.
Nos habíamos ablandado, habíamos perdido la virilidad, nos
habíamos reducido al estado de niños mimados que tienen una
rabieta, de títeres preocupados por su cardio-training, de peluches
adictos a la pornografía. Nos contentábamos con una paz impuesta
y no nos importaba el precio que se había pagado por la
devastación o los «daños colaterales» causados por la misma. Pero
«la paz es obra de la justicia», dice Isaías, y es normal que cuando
rechazamos este combate por la justicia, nuestra paz aparente nos
estalle en la cara. Y entonces callejear ya no es algo evidente,
como les sucede a los caminantes desganados. La guerra nos ha
alcanzado. Ya es algo, si queremos despertarnos. Pero esta guerra,
¿la ganaremos? ¿Combatimos el «buen combate», según la
expresión de San Pablo?
En la vida cristiana domina la figura del amor, del hermano, del hijo,
del que dialoga, del que se compadece. Pero no podemos
olvidarnos de la figura del guerrero. Guerrero cuyas armas son,
ante todo, espirituales, pero guerrero al fin y al cabo. Ciertamente,
al contrario de lo que cree un cierto darwinismo, la vida es
comunión antes de ser combate, es don antes de ser lucha. Pero
porque esta vida está herida desde el principio, atacada
incesantemente por el Maligno, hay que luchar por el don, combatir
por la comunión, coger la espada para extender el Reino del amor.
Si no recuperamos esta virilidad guerrera, la que hacía cantar a San
Bernardo la «alabanza de la nueva milicia», habremos perdido
contra el islamismo tanto espiritual como materialmente. De hecho,
muchos jóvenes se convierten al islam porque el cristianismo que
les proponemos ya no tiene heroicidad ni caballería (y eso que
Tolkien está con nosotros), sino que se reduce a amables consejos
cívicos y a comunicación no violenta.
¿Cuál es el verdadero terreno de esta guerra? Algunos desearían
hacernos creer que lo que da fuerza a los terroristas del pasado
viernes 13 de noviembre es que han sido entrenados, formados en
el campo de Daesh, por lo que el combate seguiría siendo el del
poder tecno-capitalista que fabrica un armamento más pesado. Un
joven que se ata a las puertas de seguridad y se inmola con
explosivos rudimentarios, ¿en qué es un soldado experimentado?
Sabemos -y la reciente experiencia de Israel lo confirma- que
cualquiera puede ser un asesino improvisado desde el momento en
que está poseído por una determinación suicida. La fuerza de
destrucción de los terroristas, dispuesta a estallar en cualquier
momento y en cualquier lugar, no es su habilidad militar, sino su
fuerza moral.
¿Qué tenemos nosotros para impedir el contagio? Nuestros
«valores» pueden reunir un ejército de consumidores, pero no de
combatientes. El combate elemental se situa a la altura de una fe
que sepa afirmar a un verdadero mártir contra la parodia diabólica
del mártir que es un atacante suicida.
El comunicado de Daesh, reivindicando el «ataque bendito», habla
de París como de la capital «que lleva la bandera de la cruz en
Europa». ¡Cuánto me gustaría que fuera así! La guerra está aquí:
en la valentía de tener una esperanza tan fuerte que nos haga
capaces de dar la vida. 
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