LA ANTORCHA DE LA MONTAÑA. Borja y Clara habían comprado

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LA ANTORCHA DE LA MONTAÑA.
CAPÍTULO I
Borja y Clara habían comprado una vieja mansión situada a las afueras de
Beirros, un pequeño pueblo de apenas 500 habitantes. La casa tenía unas
vistas privilegiadas. Al oeste, el lago Sumna, uno de los más bellos del país.
La parte sur y este de la casa estaba rodeada por una cordillera montañosa. La
antigua mansión había sido reformada por sus anteriores propietarios, un
matrimonio de jubilados que había vivido allí los últimos 15 años, hasta que el
marido sufrió un derrame cerebral que le dejó graves secuelas y, por ello,
decidieron que estarían mejor atendidos en una residencia de la ciudad.
Borja supo de esta casa por Jorge, un compañero de trabajo que tenía una
abuela muy anciana en un pueblo cercano a Beirros. Jorge a veces tomaba una
carretera secundaría desde la que se divisaba parte de la fachada de esta gran
mansión. Sus antiguos dueños, al marcharse a la residencia, la habían puesto a
la venta. Pero en los últimos cuatro años sólo dos personas se habían
interesado por ella, y ninguna estuvo dispuesta a pagar lo que pedían. Pues si
bien por dentro estaba cuidada, por fuera su aspecto era bastante tétrico. Y,
además, la fachada necesitaba un arreglo urgente. Al final sus dueños,
decidieron prácticamente regalarla, porque con la cantidad que pedían por ella,
apenas se pagaba la mitad del terreno que ocupaba. Jorge había pensado
comprarla. No porque tuviera intención de vivir en ella sino como una
inversión, pero al final pensó que un descapotable era mejor opción para atraer
a las chicas, que era lo que realmente, a sus 25 años recién cumplidos, le
interesaba más que una vieja y fría mansión escondida en un pequeño valle.
Jorge sabía que era una adquisición bastante atractiva y lo comentó con Borja,
al que sabía que todo aquello del campo y la naturaleza le gustaba. A los dos
días Borja y Clara fueron hasta Beirros a conocer la mansión. Ese mismo día,
tras consultarlo con un agente inmobiliario que era primo de Clara,
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telefonearon a la persona encargada de enseñar y tramitar la venta de la
mansión, para decirle que habían decidido comprarla.
CAPÍTULO II
Aquel verano lo aprovecharon para hacer unas pequeñas reformas en su
interior y arreglar la fachada que se caía a pedazos. Los dos hijos de Clara y
Borja, de 13 y 16 años, pasarían un mes en un campamento y el resto del
verano prefirieron quedarse en la ciudad en casa de sus abuelos maternos.
Clara tirada en el suelo fregaba a conciencia el mosaico de la habitación donde
iban a colocar el dormitorio de los niños. Era una habitación muy amplia y
luminosa, la ventana daba al jardín. Pero, de pronto, al frotar sobre una
baldosa notó que se movía. Se lo comunicó a los albañiles, como otros tantos
pequeños arreglillos que, en el interior de la casa, tuvieron que subsanar. En
pocos minutos llegó el obrero más joven, apenas tendría 20 años.
-¿Dónde hay que hacer otro pequeño arreglo? –dijo sonriendo y con un leve
tono de ironía.
-He notado que esta baldosa se mueve al pisar sobre ella. -respondió Clara.
-Pues... para fijarla no hay más remedio que levantarla y pegarla de nuevo.
Haré lo posible por no romperla, porque conseguir una pieza igual... será
prácticamente imposible. Yo no entiendo mucho de esto -prosiguió el joven
mientras examinaba la pieza- pero mi jefe que entiende un rato en
antigüedades dice que estos mosaicos deben tener más de cien años. Debería
ser de lo mejorcito de aquella época.
Utilizando una pequeña herramienta, que sacó de su chaleco, el joven realizó
un ligero movimiento y la pieza salió sin sufrir ningún daño.
-Tienen mosaico para toda la vida. Se lo dice este aprendiz de albañil –dijo
el muchacho sonriendo y mirando a Clara.
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Clara fue a la cocina a beber un vaso de agua. No eran ni las 12 del
mediodía y ya se sentía agotada. Se sentó unos momentos en una silla alta de
madera que, si bien no era nada cómoda, por su curioso modelo, daban ganas
de sentarse en ella. Ni siquiera había apurado el vaso de agua cuando
reconoció la voz del muchacho, que había dejado arreglando la baldosa, que la
llamaba a voz en grito.
-¿Qué ha pasado, se ha estropeado el mosaico? –dijo Clara mientras se
acercaba por el pasillo.
-¡No, es que he encontrado algo! –volvió a gritar el muchacho.
Cuando Clara entró en la habitación el muchacho tenía en la mano una caja
metálica que debía haber encontrado envuelta en un trozo de una gruesa tela,
tipo saco, que había caído al suelo.
-¡Mire lo que he encontrado! -dijo el chaval emocionado- ¿Será un tesoro?
-Sea lo que sea, debería compartirlo contigo, porque no creo que muchos
obreros llamen al dueño antes de comprobar que hay en el interior de algo que
acaban de encontrar.
-Personas honradas hay en todas las profesiones... Si esta caja está en su
propiedad, lo que contenga es suyo, si encuentra algo de gran valor y usted
quiere darme una recompensa... ¡yo no diré que no!
La caja parecía antigua y sus bordes estaban oxidados. Cuando el chaval
consiguió abrirla se la entregó a Clara. Había algo envuelto en su interior.
Clara dudo unos segundos, sentía tanta intriga que tardó en reaccionar. Sacó
aquel paquete de la caja y retiró otro paño, de una tela distinta, que lo cubría.
-¡Un libro! Esto parece un libro –dijo segundos antes de destaparlo.
-¡Vaya… por Dios, es sólo un libro! –exclamó el muchacho decepcionado.
-No es un libro -añadió Clara después de examinarlo por dentro- es un
diario.
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-Pues vaya descubrimiento, por un diario no le permito ni que me dé las
gracias. ¡Un diario...! Donde esté el oro y las joyas que se quite todo lo que
sea papel.
Mientras el muchacho terminaba de asegurar aquella baldosa, Clara se tomó
un descanso y curioseó un poco en las páginas de aquel diario. Las primeras
páginas eran bastante aburridas, así que fue saltando páginas hasta que en una
encontró un extraño dibujo. Parecía una antigua y aparatosa antorcha. En el
dibujo daba la sensación que estaba sobre el suelo o hundida en él. A un lado
aparecía un dibujo que bien podría ser el contorno de una roca. En el lado
izquierdo y llenando todo el fondo del paisaje, lo que parecía una poblada
arboleda. Sólo aparecían dibujados los troncos de los árboles, excepto uno,
situado hacia el extremo izquierdo de la arboleda, que en su copa aparecían
líneas y trazos en distintas direcciones, simulando las ramas secas de un árbol.
Tal vez se trataba de una especie de mapa o fotografía mental de algún lugar.
Al pie del dibujo aparecía una extraña frase. “En la Montaña de la Antorcha
se abrirá la puerta que conduce a la felicidad eterna”.
CAPÍTULO III
Cuando esa misma tarde, Clara, bajó al pueblo para hacer algunas compras,
preguntó al dueño de una pequeña tienda de comestibles por la Montaña de la
Antorcha. Pero éste dijo que jamás había oído hablar de esa montaña. Clara
colocó la compra en el maletero del coche y dudó entre marcharse a la
mansión a preparar la cena o dar un paseo por las calles de este pequeño
pueblo. Caminó calle abajo y en una bifurcación vio un cartel colocado
encima de la puerta de una fachada. Su curiosidad la llevó a comprobar qué es
lo que anunciaba ese cartel. Era la biblioteca del pueblo. Clara cruzó la calle,
se acercó a la puerta y la empujó. Para su sorpresa, la puerta se abrió.
-¡Buenas tardes! –dijo Clara al descubrir en su interior a una mujer de unos
50 años y vestida de un manera un tanto hippy.
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-¡Buenas tardes! Bienvenida a este lugar. –respondió la bibliotecaria
mientras se acercaba a Clara y la saludaba con dos besos.
-¿Me conoce? –preguntó Clara un tanto sorprendida.
-No, pero sé que usted es la señora que ha comprado la mansión del valle.
Yo soy Elisa, y soy la encargada de abrir esta vieja biblioteca, aunque apenas
viene nadie por aquí.
Clara y Elisa charlaron más de una hora sobre el pueblo y sobre aquella
vieja biblioteca. Cuando Clara miró el reloj apenas podía creerlo. Había
transcurrido una hora y aún le parecía que acababa de entrar por esa puerta.
-Ha sido un placer hablar contigo, -afirmó Clara- todavía estaremos aquí
hasta mediados de Septiembre, puedes venir alguna tarde a tomar un té o un
café... y continuar esta agradable conversación.
Antes de marcharse Clara preguntó a Elisa si conocía la Montaña de la
Antorcha, pero cuando Elisa escuchó estas palabras se mostró sorprendida,
aunque en seguida reaccionó y aseguró que nunca había oído hablar sobre esa
montaña.
CAPITULO IV
Después de cenar, recoger y fregar los platos... Clara tomó de nuevo el
diario y comenzó a leer más detenidamente sus páginas. Retrocedió a la
página, que dejó marcada con la hoja de un árbol, donde aparecía ese extraño
dibujo.
Avanzó unas cuantas páginas más y en ellas descubrió que la persona que
escribía ese diario era una joven de unos 18 ó 19 años. En él hablaba de su
novio como “el hombre que mis padres me obligan a querer”. También hacía
referencia a que éste, ya pasaba de los 20 y ella aún no los tenía. Un poco más
adelante comenzaban a aparecer en el diario unos breves pasajes de lo que
parecía ser el comienzo de una relación amorosa con otra persona.
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“Le conocí una de las tardes más tristes de mi vida. Amenazaba con soltarse
la lluvia de la tormenta, unos relámpagos, que escaparon de las nubes, se
estrellaron en los bordes de unas montañas alejadas. Yo salí en busca de la
soledad para dar beneplácito a mis lágrimas, pero entonces, como salido de
la nada, llegó hasta donde yo estaba. Me habló con una voz húmeda y cálida,
yo traté de confundir mis lágrimas diciendo que me había cegado una
ventisca. Él acercó su mano a mi rostro, me miró a los ojos y con un suave
soplido hizo que en mis ojos se encendiera un relámpago de ilusión” .
En el párrafo siguiente, la escritora del diario, hacía referencia a la difícil
situación económica que su familia estaba atravesando en esos momentos, y el
miedo que ella sentía por la posibilidad de perder a su hermano pequeño, si
esta situación no mejoraba, ya que sus padres estaban pensando enviarlo a
casa de una tía que no había tenido hijos y vivía en otro país. El marido de ésta
era un arquitecto sin carrera, pero se ganaba la vida muy bien por unos pocos
conocimientos que le inculcó un pariente lejano de su madre, que había
estudiado arquitectura y al enfermar, a los treinta y cuatro años, su madre le
acogió por compasión, más que por otra cosa, ya que igual que había ganado
mucho dinero en pocos años, en menos, se lo había gastado.
Ya era muy tarde, Borja hacía más de dos horas que se había ido a la cama.
Clara se estaba aficionando a la lectura de ese diario. Aunque resultaba una
tarea lenta y complicada. El diario estaba escrito con letra muy pequeña, como
queriendo aprovechar al máximo el espacio. La letra no era muy clara ni muy
legible, tenía algunos rasgos confusos y otros muy peculiares. Algunas
palabras aparecían un tanto borrosas, posiblemente como consecuencia del
tiempo o la humedad del suelo. Cada página estaba cargada de palabras
amontonadas y apretadas que, a veces, hasta resultaba difícil saber a que
renglón pertenecían. Clara ya notaba un ligero escozor en los ojos y
comenzaba a dolerle la cabeza, así que decidió irse a dormir. Los obreros
llegarían como siempre 15 minutos antes de la hora acordada, para irse
también 15 minutos antes de la hora también acordada.
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CAPÍTULO V
A la mañana siguiente, aprovechando cualquier momento de calma, Clara
siguió leyendo, cada vez con más intriga y curiosidad el contenido de aquel
extraño diario. Sobre el mediodía, llegó a descubrir que aquella joven, de la
que no conocía ni su nombre, acudía cada noche a la Montaña de la Antorcha
para encontrarse allí con alguien.
-¡Tal vez se veía con un hombre casado!–exclamó Clara, en voz alta, sin
darse cuenta.
-¿Qué dices? –preguntó Borja mientras cruzaba al lado de ella llevando una
carretilla de arena a los albañiles.
-¡No, nada! Sólo son cosas mías. -susurró Clara.
-Pues deja esas cosas tuyas y ve a buscar unos refrescos para estos hombres
que hoy los tienes secos.
Cuando por fin se marcharon los obreros, Clara cogió el diario y se sentó
sobre una hierbecilla del jardín que crecía a la sombra de un enebro. Ni
siquiera había logrado llegar a la mitad del diario. Aquello se estaba
convirtiendo en una misión tan complicada que, Clara, ya impaciente por
conocer el final, se trasladó a las últimas páginas. Todo parecía haber
cambiado, la autora del diario hablaba de dicha y felicidad. También hacía una
breve alusión a que su hermano pequeño ya no tendría que marcharse al
extranjero. Y, además, mostraba su felicidad y alivio porque ese hombre que
sus padres le obligaban a querer, tuvo que buscar un trabajo en la ciudad para
ayudar a sus padres a sacar adelante a su prolífica descendencia. Un tío de su
madre le consiguió trabajo en una licorería donde él era el capataz. Pero
también en esa parte del diario, seguían apareciendo esos párrafos poco
explícitos, que parecían hacer alusión a la persona con la que se encontraba
cada noche en la Montaña de la Antorcha.
Aquella noche después de cenar, Clara subió al piso de arriba, allí tan sólo
había muebles viejos que ni siquiera había tenido tiempo de examinarlos por si
alguno merecía la pena recuperar o restaurar. El resto de muebles y trastos,
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que había regados por todas las habitaciones de esta planta, los habían subido
ellos y los obreros. Eran los muebles que dejaron los antiguos propietarios de
la mansión. Clara y Borja tenían pensado traer sus propios muebles, puede que
mucho más baratos, pero también mucho más actuales.
La planta alta de la mansión estaba dividida en cuatro grandes salones. Ni el
matrimonio de jubilados ni, al parecer, los dos anteriores propietarios los
habían utilizado ni habilitado. El primer piso de la casa era lo suficientemente
grande para vivir al menos dos o tres familias. Aquellas grandes habitaciones
olvidadas tenían ventanas orientadas en todas las direcciones. Era un lugar
ideal para observar todos los alrededores de la casa, ya que ésta adquiría una
considerable altura con respecto al valle, al estar construida sobre una pequeña
colina.
Entre los objetos que encontraron abandonados u olvidados por aquel
matrimonio que ocupó la mansión antes que ellos, había unos pequeños
prismáticos. Y aunque no eran de muy largo alcance, Clara subió con ellos a
inspeccionar todos los alrededores. A esa hora del crepúsculo los colores del
atardecer comenzaban a difuminarse, pero aún quedaba una débil claridad que
iluminaba todo aquel paisaje que, realmente, era hermoso... y Clara apenas
había tenido tiempo de disfrutar de él. El aire parecía luminoso y al abrir la
ventana notó el perfume de una brisa veraniega y fresca, de un aroma dulce,
que revivió en ella recuerdos de su niñez. El patio de su abuela... el olor a
tomillo, a espliego y a campo de aquel pueblecito que frecuentaba de pequeña.
Antes de que esa larga claridad estival terminara por completo de borrarse,
Clara observó detenidamente todos los alrededores, desde todas y cada una de
las ventanas. Las primeras estrellas comenzaron a hacer su aparición sobre el
firmamento, el cielo pasó, en pocos minutos, de un color blancogrisáceo a un
tono azul que, por momentos, iba adquiriendo más profundidad y viveza su
color. Fue ganando la noche al paisaje, y las vistas se fueron emborronando
como si hubiera caído sobre ellas un aguacero de tinta oscura. Cuando Clara
se disponía a cerrar una de las ventanas de esa última habitación, lanzó una
mirada perdida al oscuro paisaje que atrapaba el cuadrado de esa ventana, en
ese mismo instante algo pareció encenderse en la lejanía. Un fugaz resplandor
llamó su atención. De nuevo cogió los prismáticos y con ellos consiguió una
mejor visión de algo parecido a una débil llama, que debía estar en la cumbre
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de la montaña que había más al este de la casa. Clara bajó corriendo por las
escaleras como si hubiera visto al mismo diablo.
-¡Borja, tienes que ver esto! ¡Sube corriendo!
Borja subió en seguida, pensando que Clara iba a enseñarle algo bonito o
curioso que hubiera descubierto en el piso de arriba.
-¡Una luz...! ¿Y me haces subir corriendo para ver una luz? -dijo Borja un
tanto cabreado.
Tras una leve pelea con Borja, Clara consiguió leer, aquella noche, otras
tantas páginas del diario. A veces incluso sentía una especie de remordimiento
o sentimiento de culpa por estar leyendo algo íntimo y personal de una
persona que ni siquiera conocía su nombre. Una persona que, sin duda, ya
estaría muerta. Posiblemente, habría muerto hace mucho tiempo. Era muy
evidente la antigüedad del diario, de la caja donde había aparecido y,
sobretodo, las expresiones y palabras que su autora utilizaba.
Al día siguiente Clara volvió a subir al piso de arriba hacia la misma hora, y
fue también, más o menos, a la misma hora que el día anterior cuando volvió a
aparecer esa luz en el mismo lugar, y exactamente lo mismo sucedió al día
siguiente.
Aquella misma noche cuando Clara, cada vez más intrigada por el misterio de
aquella luz, prosiguió la lectura del diario, apenas llevaba leídos varios
párrafos cuando, al fin, apareció en uno de ellos un nombre masculino: “Noe”.
Era, sin duda, el de la persona con la que, la autora del diario, se veía a
escondidas en la Montaña de la Antorcha.
Borja miró el reloj de la mesita cuando Clara llegó al dormitorio.
–Imagino que has estado otra vez leyendo ese diario. –susurró Borja aún
medio dormido- No sé cómo puede interesarte tanto la vida de una persona
que ni siquiera conoces. –prosiguió.
–Es una historia muy interesante, -respondió Clara.
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CAPÍTULO VI
Aquel día amaneció lloviendo. Los obreros llegaron a la hora de siempre,
pero tuvieron que esperar más de dos horas hasta que cesó la lluvia y pudieron
subirse a los andamios que tenían colocados en la fachada principal de la casa.
Aquel retraso que provocó la lluvia, hizo que esa tarde los albañiles se
marcharan más tarde que de costumbre. Clara que ya había hecho planes para
subir a la montaña y regresar antes de que oscureciera, tuvo que acelerar la
marcha. Aquella fue una de esas tardes que el tiempo parece alargarse a la
presión de nuestro empeño. Ya en la montaña, trató de encontrar cualquier
señal o indicio que pudiera situarla en el lugar, donde debía encontrarse la luz
que veía cada noche desde la ventana. Clara siempre había tenido muy buena
orientación. No tardó mucho en detectar un montoncito de piedras colocadas
en círculo. Al acercarse pudo comprobar que en el centro había un pequeño
hoyo, de unos 10 centímetros de diámetro y unos 20 de profundidad, en el cual
encajaría perfectamente una antorcha como la que aparecía dibujada en el
diario. Aquella misma noche, aunque Borja aún no lo sabía, Clara iba a
proponerle una excursión nocturna a la Montaña de la Antorcha. Tardó en
convencerle, hasta tuvo que emplear alguna de sus armas de mujer y
recompensarle más tarde.
Clara ya tenía preparadas varias linternas y pilas de repuesto. Subir y bajar la
montaña, en mitad de la noche, les llevaría unas dos horas.
Estaban ya muy cerca de la cima cuando apareció, de nuevo, una débil
claridad a pocos metros de altura. Según avanzaban en esa dirección, la
intensidad de la luz iba creciendo.
-Debe estar justo detrás de estas rocas –avisó Borja a Clara.
Apagaron las linternas y, casi a tientas, subieron los escasos 30 metros que
les faltaba para llegar a observar la cima. La luna estaba a pocos días de lucir
llena, y les avisaba de cualquier piedra o estorbo, de cierto tamaño, que iban
encontrando en su camino. No les hizo falta aproximarse mucho, tras bordear
unas grandes rocas, vieron a lo lejos una pareja que, sentados sobre una gran
piedra, hablaban tranquilamente a la luz de una antorcha que debía estar
metida en aquel hoyo que, horas antes, Clara encontró en esa cima.
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-¿Ya te has quedado tranquila? El misterio ya está resuelto... Se trata de una
pareja de adolescente que sube hasta aquí para disfrutar de la soledad.
CAPÍTULO VII
Los obreros se disponían a recoger sus herramientas para marcharse. Clara
salió de la casa, como cada tarde, para despedirlos con un amable “hasta
mañana”. Clara advirtió que una persona venía andando por el camino que,
unos 300 metros antes, partía desde la carretera y solamente conducía a otro
camino, donde había una pequeña fabrica de cartón abandonada, o a la entrada
de la mansión. Cuando aquella silueta estuvo más cerca, Clara, creyó
reconocer a Elisa, la mujer que días antes había conocido en la biblioteca.
Traía un paso ligero.
-Tienen visita. –advirtió uno de los obreros antes de subir a la furgoneta.
Clara esperó en la puerta a que Elisa llegara.
-Buenas tardes! No recordaba que esta mansión quedará tan lejos del pueblo.
–apuntó Elisa.
-Me alegra verte de nuevo.-dijo Clara mientras abría la puerta invitándola a
entrar.
Clara le ofreció café y unos dulces. Y hablaron como si de dos viejas amigas
se tratara. Elisa siempre tenía algún tema de conversación. Era una de estas
personas con las que contactas en seguida y te encuentras a gusto en su
compañía. Su dulce y pausada voz era agradable al oído.
Borja aprovechó aquella inesperada visita para bajar al pueblo a despejarse un
poco y a tomar un par de cervezas fresquitas, mientras su esposa, que en los
últimos días sólo le había causado quebraderos de cabeza, charlaba
amistosamente con aquella nueva amiga. Es cierto que por un momento se le
pasó por la cabeza, si sería prudente dejar sola a su mujer con una
desconocida. Pero al pensar en esas cervecitas fresquitas... todas sus dudas se
desvanecieron.
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–¡Seguro que es una señora encantadora! -pensó mientras se ataba el cordón
de uno de sus zapatos.
Elisa puso a Clara al corriente de todos los temas de actualidad de Beirros.
Pero en cuanto Clara vio la ocasión, volvió a preguntar a Elisa por la Montaña
de la Antorcha. Elisa volvió a quedarse unos segundos sin saber qué decir,
como pensando su respuesta.
-Seré sincera contigo... La Montaña de la Antorcha es simplemente una
leyenda. El otro día preferí no mencionarla. Es una historia muy antigua...
Para que puedas hacerte una idea... a mí me la contó mi abuela cuando yo aún
era una niña... a ella también se la había contado su abuela.
En este punto Elisa se calló y en seguida cambió de tema.
-Pero... ¿de qué trata esa leyenda? –interrumpió Clara enérgicamente.
-La leyenda dice que un joven murió trágicamente en esa montaña. Al
parecer fue devorado por los lobos, después de que dos jóvenes, uno de ellos
primo suyo, le dieran una brutal paliza.
-¿Y qué sentido tiene la antorcha en todo esto? –insistió Clara al ver que
Elisa no tenía intención de continuar.
Elisa suspiró. Y tras largos instantes de silenció, continuó.
-El muchacho que murió era el novio de una joven del pueblo, a la que el
primo amaba en secreto. La leyenda dice que éste había tramado desfigurarle
el rostro, para que su novia le aborreciera, pero el muchacho se resistió tanto
que no tuvieron más remedio que golpearlo hasta dejarlo inconsciente para
después destrozarle el rostro. Los lobos debieron encontrarle aún inconsciente
y esparcieron sus restos por toda la montaña. Poco después de ocurrir esta
tragedia, cuenta la leyenda, que varias personas aseguraban y juraban haber
visto a este muchacho caminar con una antorcha por la cima de la montaña.
¿Ahora entiendes porqué evitaba contarte esta historia? –dijo Elisa mirando a
Clara cómo reprochando su insistencia- Si yo tuviera una mansión a los pies
de esta montaña, no me haría mucha gracia conocer esta historia. Pero ahora
ya... creo que debes conocer toda la leyenda.
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Pocos días después de esta tragedia, la novia de aquel muchacho desapareció
del pueblo. Al principio este hecho no resultó muy extraño ya que,
antiguamente, cuando el novio de una joven moría, los padres trataban en
seguida de buscarle otro novio y casarla. Se hacía así, por si la hija pudiera
estar embarazada del novio muerto, y de este modo todo quedaba oculto. El
caso es que, tras la desaparición de la joven, muchos apuntaban a que se había
escapado de casa porque no le habría gustado el novio que sus padres le
habían buscado para casarla en breve. Lo extraño es que jamás volvió a
saberse de ella. Desapareció en el otoño de 1828. También en el otoño de
1888 volvió a desaparecer otra joven del pueblo, Ana. Y, nuevamente, en el
otoño de 1948 una joven llamada Julia, se la vio por última vez subiendo la
Montaña de la Antorcha y nunca se volvió a saber de ella.
-Pero...¿todo esto formará parte de la leyenda? –balbuceo Clara,
carraspeando para aclarar su voz.
-En realidad -continuó Elisa– estas desapariciones sucedieron realmente,
incluso constan en documentos y archivos que aún se conservan.
-No debería haberte contado nada de todo esto. Hace unos 80 años, todos los
habitantes de Beirros se reunieron en la Iglesia y todos juraron sobre la Biblia
que no revelarían a nadie el misterio de la Montaña de la Antorcha. Lo más
extraño de todo esto es que estas desapariciones se iban sucediendo,
exactamente cada 60 años. Y como sé que no tardarás en descubrirlo,
precisamente este otoño se cumplirán 60 años desde la última desaparición.
-¡Vaya historia! Ahora que la conozco desearía no conocerla. Y... ¿nadie ha
dado una explicación lógica a estas desapariciones? –preguntó Clara intrigada.
-En 1948 el cabo de la Guardia Civil que llevó el caso, llegó a la conclusión
que esa joven se habría escapado del hogar de los padres, porque al parecer
éstos eran demasiado severos con ella. En su informe aseguraba que todos los
indicios apuntaban a que la joven preparó y esperó, tal vez años o meses, para
hacer que su huída quedara enmascarada y se confundiera con las
desapariciones que en tiempos atrás se produjeron.
-Y...¿qué se sabe de las otras jóvenes que desaparecieron? –insistió Clara.
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-En realidad, muy poco. –concluyó Elisa- Y ya va siendo hora de
marcharme.
-¿Te dice algo el nombre de Noe? –dijo Clara mientras Elisa se levantaba
de la silla y, de inmediato, al escuchar este nombre volvió a sentarse.
-Yo ya he sido sincera contigo. Ahora te toca a ti contarme qué es lo que
tú sabes de esta historia. –dijo Elisa con voz y gesto firme.
Clara le contó que había encontrado un diario en la mansión. Le explicó a
grandes rasgos lo que hasta ahora había ido descubriendo en sus páginas. Le
contó que por las noches, desde una de las ventanas de arriba, ve una luz que
aparece sobre la montaña, poco después de anochecer. También le contó que
una noche, su marido y ella, subieron a la montaña y descubrieron a una pareja
que charlaba a la luz de una antorcha.
-En Beirros esto es una costumbre bastante extendida. Los jóvenes para
demostrar su valentía o su inconsciencia, según cómo se mire, en ocasiones
han pasado noches enteras en la cima de la Montaña de la Antorcha. –explicó
Elisa- Esto ahora no es nada extraño. Han cambiado tanto las cosas que un
lugar que hasta hace pocos años se temía, hoy se ha convertido en un lugar
frecuentado por los jóvenes. Pero... –continuó Elisa- Noe era el nombre del
chico que murió en la montaña. Se dice que era un chico que destacaba en el
pueblo por su bondad y su buen hacer a todo el mundo, y que además era muy
guapo. El día que nació todas las personas que fueron a verlo, felicitaban a sus
padres porque aquella criatura era igual que un angelito.
-Entonces... la joven que escribió este diario, era con él con quien se veía
cada noche en la Montaña de la Antorcha. Debe ser ella, la chica que
desapareció poco después de su muerte. Cuenta en el diario que ya se veía con
él en la Montaña de la Antorcha, incluso antes de que su novio se marchara a
trabajar a una licorería de la ciudad.
-¡No! ¡No puede ser! ¡No...! Fue después de la muerte de Noe cuando se le
dio este nombre a la montaña. Por esa historia de las apariciones de su espíritu
con una antorcha en la mano.
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-¿Y si se trataba de otro Noe? . –preguntó Clara- Podría verse con otro chico
que tuviera el mismo nombre.
-¡Imposible! En Beirros, desde entonces, nadie ha vuelto a llevar ese
nombre. -respondió Elisa.
Clara y Elisa se quedaron en silencio unos instantes. Fue justo entonces
cuando Borja irrumpió, sin previo aviso, en el salón. Clara y Elisa se
sobresaltaron.
-¡Qué susto! ¡Ah... eres tú! -dijo Clara aún con el susto en el cuerpo.
-¡No! Soy el fantaaaaaasma de la montaaaaaaña... –bromeó Borja.
-No bromees con eso. Que en esa montaña han ocurrido cosas muy
extrañas.-respondió Clara.
Clara, después de conocer esa historia, no permitió que Elisa se marchara
sola al pueblo. Se había alargado tanto aquella charla que, cuando salieron
fuera era casi de noche. Clara pidió a Borja que condujera él, y aunque no era
cierto, argumentó no encontrar las gafas que necesitaba para conducir; aunque
la verdadera razón era el miedo que sentía al pensar, que tendría que regresar
sola por ese camino solitario en plena noche. Mientras Borja volvía a sacar el
coche que acababa de guardar en el garaje, Clara contemplaba todos los
relieves montañosos que rodeaban la casa y que, en esa hora del ocaso,
parecían tener formas siniestras. Aquella oscuridad les daba un aspecto tétrico
y espeluznante.
Los tres subieron al coche, mientras Borja conducía, Clara no podía dejar de
mirar hacia las montañas, y comenzó a sentir una especie de escalofrío que
subía por su columna vertebral. Empezaba a arrepentirse de haber comprado
allí esa vieja mansión. También sentía un mezcla de rabia y furia por no
haberse informado antes del estilo de vida o las costumbres, e incluso de las
leyendas que circulaban en aquel lugar. Empezaba incluso a barajar la
posibilidad de ponerla de nuevo en venta, a ver si conseguían que otro incauto
picara, aunque ahora tendrían que incluir en el precio todo lo que se habían
gastado en la reforma. Clara estaba tan absorta en sus pensamientos que ni
siquiera iba pendiente de la charla de Borja y Elisa; pero, de pronto, un
frenazo la hizo regresar a la realidad.
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-Pero...¿habéis visto? ¡Qué imprudencia! A quién se le ocurre cruzar justo
en una curva. ¡Una mujer tenía que ser!
Cuando Clara volvió la cabeza apenas distinguió la silueta de una mujer
joven, alta y delgada, que abandonaba el camino justo donde se unía con el
tramo que conducía, un poco más adelante, al sendero que llegaba hasta la
cumbre de la montaña, donde aparecía cada noche la luz que ella veía desde su
ventana.
-El misterio de la luz de esta noche ya está resuelto. –dijo Clara mirando
hacia el asiento de atrás donde se encontraba Elisa.
-¿Por qué lo dices? -preguntó Elisa.
-¡Pues está claro...! Esta chica habrá quedado con su novio en este lugar para
subir juntos a la montaña. Igual que la pareja que vimos hace unas noches.
-¡No lo creo! –contestó Elisa- Esta chica ni siquiera tiene novio. Su madre
falleció, hace poco más de un mes, después de una larga y dolorosa
enfermedad. Me parece muy extraño que Irene ande sola por este lugar y a
estas horas.
-¡Para! ¡Para el coche! –gritó Clara- Todo esto no me da buena espina.
Quien escribió el diario también era una muchacha desgraciada, y subía sola a
la montaña para encontrarse allí con Noe.
-Borja se salió unos dos metros del camino y detuvo el coche. Más que
asustado, se sentía enfurecido porque esa manía de su mujer con esta
montaña, ya le empezaba a molestar.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Elisa- Tal vez deberíamos seguirla, al
menos para quedarnos tranquilos que no va a hacer ninguna tontería.
Borja optó por callarse para no liarla, y tuvo que tragarse la frase: ¡Lo que
faltaba! ¡Si no quieres caldo... dos tazas!
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Las dos mujeres decidieron seguir a aquella joven, dudando de que
tuviera intención de llegar hasta la cima de la montaña. Borja, aún a
desgana, decidió acompañarlas. En el coche llevaban una linterna y pilas de
repuesto. Por suerte aquella noche la luna estaba aún en fase llena. Tan sólo
una pequeña parte de su superficie quedaba ya ensombrecida. Aquella
muchacha llevaba un paso muy ligero, pudieron seguirla gracias al
resplandor del pequeño farol que llevaba en su mano para alumbrar el
camino. Se notaba que había hecho ese recorrido muchas veces. Cuando
Irene llegó hasta la cima, Elisa, Clara y Borja aún se encontraban a unos
minutos de ella. Cuando al fin lograron divisar la cumbre, vieron a Irene en
compañía de un joven. A un metro escaso de la pareja, una antorcha clavada
en el suelo, una antorcha que nada tenía que ver con la de aquellos jóvenes
que descubrieron noches atrás. Ésta era una antorcha más grande y adornada
con formas complicadas y antiguas. Era una antorcha muy parecida a la del
dibujo. Los dos jóvenes estaban sentados sobre una roca y charlaban
amistosamente. Pero en cuanto se percatan de su presencia, el muchacho se
levanta, coge a Irene de la mano, después recoge la antorcha y se dirigen
hacia la arboleda.
-¡Nooooo! –grita Clara- ¡No vayas con él!
Elisa llama a la joven por su nombre.
-¡Irene! ¡Irene! ¡Ven con nosotros! ¡No vayas con él! Es sólo el espíritu
de un joven que murió en esta montaña.
-Ya lo sé -contestó Irene- Y voy a marcharme con él a su mundo. Aunque sé
que jamás podré regresar.
-¡No, esperad! ¡Esperad, por favor...! Dinos si eres Noe. –gritó Elisa
desesperada, al ver que los jóvenes comenzaban a desaparecer tras las
primeras filas de troncos de la arboleda- Dinos si eres ese muchacho honrado
y bueno que nunca hizo daño a nadie.
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-Lo fui y lo sigo siendo. –contestó una voz agradable y masculina que
provenía de la arboleda.
-¡Entonces dinos, Noe, porque te la llevas! ¡Dinos porque te llevaste a Ana y
a Julia! –continuó Clara.
Los dos jóvenes siguieron adentrándose en la arboleda.
-¡Noe, por favor, no te marches aún! He leído el diario que escribió tu
primera novia. ¡Dinos porque haces esto! –insistió Clara.
-Quien viene conmigo –contestó Noe- vivirá eternamente en un lugar que
hay entre este mundo y el siguiente. En esta montaña hay una entrada que
conduce hasta allí, pero hay muchas más por todo el mundo, sólo que éstas no
son visibles al ojo humano. Hay que perder el cuerpo, como yo lo perdí, para
que el espíritu consiga alcanzar su máxima plenitud y pueda expandirse en
otras dimensiones.
Elisa y Clara trataron de acercarse a la arboleda, pero descubren que una
fuerza las empuja hacia atrás. Es una fuerza que les impide penetrar en ella.
Cuando el resplandor de la antorcha se iba difuminando entre los árboles,
Clara volvió a gritar:
-¡Noe! ¿Por qué regresas cada 60 años?
La voz de Noe volvió a escucharse de nuevo, como un eco que recorría el
largo y el ancho de la arboleda.
-Porque son los años que hacen falta para guiar a una persona hasta ese
lugar. Para regresar, tan sólo un instante.
FIN
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