177 hombres en busca de una identidad: los primeros

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177 hombres en busca de una identidad:
los primeros tiempos de la Soberana Convención
Catherine Heau-Lambert
Enrique Rajchenberg S.
Introducción
Se ha vuelto un lugar común afirmar que la Soberana Convención
es uno de los espacios y momentos menos estudiados por los histo­
riadores de la Revolución Mexicana. A pesar de este reconocimien­
to, pocos emprenden su análisis o por lo menos una lectura atenta
de lo acontecido entre octubre de 1914 y febrero de 1916 en
Aguascalientes, México, Toluca y Cuemavaca.
Las causas apuntadas para explicar este desdén residen en la
derrota del gobierno convencionista y en el poderoso atractivo que
representa el examen del congreso constituyente de 1916-1917. Este
finaliza opacando, o aun ocultando la experiencia convencionista.
A este silenciamiento contribuyó sin duda la historiografía auspi­
ciada por la fuerza política vencedora de la revolución convertida en
Estado y aquella otra que, sin patrocinio oficial, reprodujo los este­
reotipos consagrados y sancionados por el discurso del poder.
En forma semejante a la construcción de héroes patrios que
parecen requerir, para magnificar su ejemplaridad, de la elaboración
de antihéroes, se generan ideológicamente espacios históricos
magnificados mediante el opacamiento de otros.
En el caso que nos ocupa, el congreso constituyente de Querétaro
aparenta ser el único momento de confrontación de propuestas polí­
tico-sociales en el transcurso de la revolución. Como se sabe, en
dicho congreso estaban lejos de estar representadas todas las pro­
puestas y posturas de los actores revolucionarios puesto que ya se
había constituido el grupo triunfador de la contienda. El juego había
terminado antes de llegar a Querétaro.
Al echar al olvido a la convención iniciada en 1914, se produce
la imagen —¿acaso deseada?— de un país en que sólo se oyeron
balazos durante seis años, carentes de todo debate y exposición de
motivos políticos. De esta manera, igualmente se asumen los conte­
nidos de la Carta Magna como el producto genuino de un acuer­
do resultante del consenso entre todos los grupos sociales
revolucionarios.
En realidad, habían quedado derrotados en el campo de batalla
proyectos de sociedad y de vida política, mas ello no justifica su
envío al olvido histórico. En las causas perdidas, señala Thompson,
“ podemos descubrir una profunda comprensión de males sociales
que aún están por curar” .1
El análisis de la convención permite dar cuenta de la exposición
de las diferentes propuestas políticas fraguadas al calor de la revo­
lución. En razón de la diversa cultura política de los convencionistas,
dichas propuestas no siempre aparecen sistematizadas verbalmente,
sino que asumen más bien el estatuto de ideas o incluso de creencias
políticas. En efecto, la composición de los delegados era heterogénea;
se dieron cita hombres cultos, exlegisladores del breve período pre­
sidencial maderista, militares de carrera, militares de última hora y
caudillos locales. Algunos eran diestros en el uso de la palabra,
mientras que otros, a pesar de los adornos cursis de su retórica, no
lograban ocultar su ignorancia de las palestras políticas y de sus
rituales consagrados. Con todo, expresaron hábil o torpemente sus
demandas y las razones por las cuales se hallaban tratando de dirimir
pacíficamente los conflictos entre las fuerzas de la revolución.
En 1914, el aparato estatal porfiriano había sido destruido, tarea
a la cual contribuyó involuntariamente el propio Huerta. Militar­
mente, e incluso políticamente, México se encontraba fragmentado.
Ningún grupo podía aspirar al dominio político y a alcanzar el
consenso de la sociedad porque para ello era preciso vencer en el
terreno militar a los demás, cuestión a la que ninguno podía aspirar
aisladamente y, de manera simultánea, generar un proyecto político
que trascendiera las fronteras de su patria chica o de su patria
mediana. Ni el propio grupo carrancista, compuesto por un mayor
número de individuos con “ vocación nacional” , como los calificó
Knight, poseía en 1914 una definición del nuevo Estado mexicano.2
Para los tres grupos principales de la revolución —carrancistas,
zapatistas y villistas— era imperioso llenar el vacío de poder.
Algunos autores consideran, con base en la distinta adscripción
clasista de los participantes de la convención, que los dardos esta­
ban cargados desde antes de iniciar las sesiones, esto es, ningún
acuerdo podía ser alcanzado por fuerzas tan disímbolas. Probable­
mente el argumento sea verdadero, pero los asambleístas de 1914,
con diversos grados de compromiso, intentaron hallar una solución
política a la crisis intrarrevolucionaria mediante un acuerdo en tomo
al modo de gobierno que regiría sobre las cenizas del porííriato. Se
sabían diferentes entre sí. ¿Cómo unificarse a partir de esa diferen­
cia?
Esta es la perspectiva que hemos escogido para estudiar la Sobe­
rana Convención Revolucionaria. Nos restringimos a dos momen­
tos; el que se desarrolla en la ciudad de México entre el Io y 5 de
octubre de 1914 y que agrupó a núcleos cercanos a Carranza, y
aquel que tiene lugar en la ciudad de Aguascalientes entre el 10 de
octubre y el 10 de noviembre del mismo año, fecha correspondiente
a la salida de los carrancistas de la convención. El segundo momen­
to constituye el de mayor exaltación nacional.
Sintéticamente, nuestra perspectiva de análisis intenta dar cuenta
de la construcción de una identidad nacional a la que procedieron
los convencionistas de 1914.
1. Más allá de Caín y Abel: el mestizo
La identidad nacional no es un dato cuyo origen pudiéramos ras­
trear claramente. Es una elaboración ideológica que se viene cons­
truyendo laboriosamente a lo largo de la historia patria, precisamen­
te más allá de la microhistoria regional o historia matria, según la
feliz expresión de Luis González. Es una necesidad vital para la
construcción de un Estado nacional. Constituye su algamasa ideoló­
gica, como diría Gramsci.
La expresión sentimental de la identidad nacional es el amor a la
patria. Sabemos defender su honor y morir por ella. El sentimiento
patrio es la relación afectiva que mantenemos con el Estado nacio­
nal. Nos sentimos parte de la gran familia mexicana aunque viva­
mos fuera de las fronteras de la madre patria. La mexicanidad no es
asunto de genética, aun cuando se haya tenido que recurrir al con­
cepto de raza para afianzarla.
Intentaremos rastrear aquí esta elaboración de la hermandad
nacional que sublima razas y clases sociales y nos detendremos en
el momento crucial en que el ser mexicano implica ser, primero,
“ ciudadano en armas” o revolucionario; pero en un segundo mo­
mento adquiere un sentido más estrecho bajo el empuje de las fuer­
zas populares zapatistas y villistas que enarbolan su condición de
indios para reivindicar una relación privilegiada con la madre pa­
tria: son sus hijos legítimos.
La Convención de Aguascalientes fue el gran foro donde se dirimió
definitivamente esta gran discusión en tomo a la identidad nacional.
Finalmente prevaleció el concepto de ciudadano —ligado al afianza­
miento de un Estado nacional pluriétnico— sobre el concepto de
indianidad, sobre el México profundo.
Sin embargo, la raza dejará de ser el núcleo duro alrededor del
cual se aglutinará la elaboración de una identidad nacional en los
años veinte.
Veamos rápidamente cómo fue cuajando la idea de familia mexi­
cana a lo largo del siglo XIX, para volverse realidad durante la
convención, en plena guerra civil, cuando peleaban mexicanos con­
tra mexicanos; y cómo se resolvió ideológicamente, aunque no so­
cialmente, el dilema de una sociedad pluriétnica.
Al independizarse, México heredó y conservó prácticamente la
división territorial del antiguo virreinato. Sin embargo, la nueva
república con un territorio, una lengua y una religión nacionales,
carecía de cultura propia y homogénea: “ El ínfimo nivel educativo
y la incomunicación de la inmensa mayoría de sus habitantes des­
cartaban el proyecto de unificar el subcontinente y hacían que la
idea de 'nacionalidad’ existiese sólo en la mente de sus élites” .3
La apuesta política de los criollos fue crear una patria mexicana
de españoles americanos, independientemente de los peninsulares.
Los pocos mestizos que llegaron a puestos de mando estaban total­
mente blanqueados por su educación y su cultura hispánica. Morelos
y Guerrero son los grandes proceres mestizos de la nación mexica­
na, Juárez su máximo representante político y Altamirano su estre­
lla intelectual. Morenos por fuera, blancos por dentro.
Aun cuando se logró la integración política de México, nunca se
pudo resolver el problema de la integración racial y, por ende, de su
identidad nacional. Con el afianzamiento de una conciencia nacional
acicateada por dos invasiones consecutivas, el mestizaje surge du­
rante el porfiriato como la gran respuesta a la búsqueda de la identi­
dad nacional ya que “ el compartir una ciudadanía republicana no
había creado lazos de identificación entre los grupos étnicos ni mu­
cho menos una verdadera conciencia nacional” .4
Las grandes rebeliones indígenas de Yucatán y Sonora demostra­
ron claramente el fracaso de la integración del indígena a la socie­
dad blanca. Fue una “ guerra de castas” cuyas causas no fueron de
índole meramente económica.
Según los ideólogos del Porfiriato, para que México progresara,
se tenía que desindianizar al indio. Era preciso integrarlo cultural y
económicamente ante la imposibilidad de una nación birracial (crio­
lla e india) tal como la habían soñado los liberales constituyentes de
1857 cuando establecieron el sufragio universal sin excluir a los
indios en aras de la igualdad absoluta de todos los mexicanos.
Durante el Porfiriato pareció injusto a los criollos tener que cargar con
el peso enorme de la otra mitad inconsciente, primitiva, que por ser
tentación para el mal, era contraria como fuerza y negativa como
cantidad5(...] Se convendrá en que el indio en crudo, tal como lo da la
tribu, no puede aprender a leer6 [...] En todos los casos es la vida en
medio de las castas superiores lo que transforma la mentalidad del
indio.7
Se pregunta Rabasa: “ ¿Cuál será la composición de la gran
familia nacional?” 8 La respuesta será el mestizaje, medio más efi­
caz para “ la transformación de la raza” 9 y Díaz su máximo procer.
Más allá del desprecio hacia el indio vivo, la identificación nacional
pasaba por el proceso de apropiación del indio muerto, “ el joven
abuelo Cuauhtémoc” y la pacificación del indio vivo rebelde. Poco
a poco la escolarización lograría que el indio renuncie a su cultura y
a su lengua para identificarse como mexicano, a la gran fraternidad
escolar occidental. Más adelante desarrollaremos este punto.
De ahora en adelante, el parteaguas social dejaba de ser de orden
genético: la raza, para volverse de orden socio-económico: el indio
se disolvió en la categoría global de proletariado.
El liberalismo industrializante hizo surgir su contraparte, el sin­
dicalismo, quien tampoco resolvió el problema étnico y lo subsumió
en una gran fraternidad obrera, encargada de educar al obrero. El
Reglamento del Gran Círculo, aprobado el 2 de junio de 1872,
rezaba en su cláusula I: “ Mejorar por todos los medios legales la
situación de la clase obrera, ya en su condición social, ya en la
moral y económica” .10 El uso del artículo definido la asimila en una
sola clase trabajadora a todos los mexicanos.
La conciencia de clase es un proceso identitario y unificador de
un México que se integra al mundo industrial. La tercera cláusula
del mismo Reglamento precisaba: “ Relacionar entre sí a toda la
gran familia obrera de México” . Por su parte, los campesinos can­
taban: “ Si sernos hijos no entenados de la Patria, los herederos de la
paz y libertad” .11
El movimiento obrero, los campesinos y los intelectuales porfiristas
compartían la creencia en una gran familia mexicana heredera de la
misma sangre — “ hijos no entenados” —; esa sangre era la sangre
mestiza.
Agustín Basave, en su libro México mestizo ilustra bien la evo­
lución paralela del concepto de nación con el desarrollo de la
mestizofilia. Estudia particularmente la obra de Andrés Molina
Enríquez ubicándola en la corriente intelectual del porfiriato. Al
analizar la obra dirigida por don Vicente Riva Palacio México a
través de los siglos, Basave apunta:
Ni criollos ni indios son mexicanos stricto sertsu, porque se parecen a
los españoles y a los antiguos aztecas o mayas: por primera vez se
hace una vinculación explícita entre mestizaje y mexicanidad que
otorga al mestizo la exclusiva de la nacionalidad mexicana.12
En la misma corriente se ubicaba don Justo Sierra para quien la
patria era un hogar y
la familia mestiza, llamada a absorber en su seno a los elmentos que
la engendraron, a pesar de errores y vicios que su juventud y su falta
de educación explican de sobra, ha constituido el factor dinámico en
nuestra historia.13
Esta gran convergencia ideológica hacia una sola identidad na­
cional cuajará en el crisol de la revolución. Ahí se enfrentarían las
identidades de clase revueltas con identidades étnicas: indios de
tilma y huarache contra criollos europeizantes.
La revolución no fue guerra de castas; fue una conjunción de
varios movimientos populares con claras reivindicaciones sociales.
A veces coincidieron clase social y raza, pero en la mayoría de los
casos los bandos contrarios incluían múltiples identidades super­
puestas. Es así como el indio Huerta se vuelve espadachín de la
burguesía y como los grandes intelectuales del mestizaje intentan
secundarlo eficazmente. Mientras tanto los campesinos no se deja­
ron engañar y se mantuvieron al pie del cañón hasta derrocarlo y
lograr su propia representación política a través del gran movimien­
to convencionista.
La convención fue el momento culminante en que se plasmó
realmente una identidad nacional que subsume múltiples identidades
étnicas y clasistas. De ahí en adelante la identidad dejó de ser tema
filosófico, sociológico e histórico de los intelectuales para volverse
realidad. Las diversas facciones populares de la revolución se re­
unieron físicamente —ya no sólo ideológicamente— en Aguascalientes
y entablaron un diálogo directo que realmente constituyó, en los
hechos cuando no jurídicamente, la primera Asamblea Nacional Mexi­
cana donde la nación se volvió efectivamente emanación del pueblo.
II. La difícil tarea de los convencionistas
A. El santo revolucionario contra el satánico científico
Para los personeros del anden régime y los observadores extranje­
ros poco advertidos, los vencedores de la gesta iniciada en 1910
eran homologados bajo el término unificador de revolucionarios.
Éstos también se consideraban como tales.
Aquello que había sido desterrado del vocabulario decente del
porfiriato, devenía un calificativo portado con orgullo y hasta codi­
ciado. Se convirtió en parteaguas fundamental para decidir quién
podía participar y quién no en la redención de la patria. Pero ¿cuál
era el relleno del concepto de revolucionario?
El primer procedimiento para dotarse de una identidad consiste
en diferenciarse de los otros, establecer una relación de alteridad
con respecto a ellos. En las circunstancias de finales de 1914, ello
implicaba designar a los enemigos, a los enemigos de la revolución
de la cual los convencionistas se declararon los más fieles represen­
tantes.
El apelativo más usual para invocar a los derrotados fue el de
científicos. Ser objeto de este atributo equivalía no sólo a una
lapidación política inmediata, sino también podía significar la liqui­
dación física del individuo.
El carácter peyorativo del adjetivo tuvo una aplicación más laxa
puesto que se dirigió no únicamente a los protagonistas del anden
régime, sino también a todo disidente de las acciones o del pensa­
miento de algún grupo revolucionario. Carranza llamó a la ‘‘actitud
de rebeldía del general Villa” , una “ reacción instigada por los
llamados científicos” .14 Igualmente García Vigil, representante de
Cedillo, al oponerse a una propuesta del zapatista Soto y Gama,
reclamó que el potosino hablaba como hablaría Limantour o Joa­
quín Casasús: “ Allí está el fantasma del extranjerismo” .15
El grupo de los científicos devino encarnación general del
porfiriato; símbolo de lo odiado y, por lo tanto, insulto de moda.
Este primer nivel de identificación de los enemigos era aún de­
masiado precario. No faltarían las definiciones más exactas de los
sujetos del mal.
La lista de los enemigos era enunciada con cierta regularidad por
los oradores y su composición no variaba. El eje del discurso pro­
nunciado por Antonio Villarreal, en ocasión de la protesta de los
delegados y de la declaración de la soberanía de la convención, giró
en tomo a los enemigos. En primer lugar, fueron enunciados de
manera vaga (“ la reacción que nos acecha” ); luego la noción ad­
quirió perfiles más nítidos (“ nuestro enemigo es rico, nuestro ene­
migo es poderoso” ).16 Finalmente queda precisada.
Nuestro enemigo fue el privilegio, el privilegio sostenido desde el
pulpito por las prédicas del clericalismo, en forma del clericalismo
anticristiano, que tenemos en esta época de vicios, asociado también
al militarismo de cuartelazos.17
La tríada enemiga se compuso entonces de privilegio, clericalismo
y militarismo y no habrá posteriormente profundas alteraciones en
este enunciado. Paulino Martínez, presidente de la comisión zapatista
en la convención, procuró, al finalizar su intervención inaugural,
destacar el objetivo común de los asambleístas con base en la lucha
contra los mismos enemigos, el clero, el militarismo y la plutocra­
cia. Empero, el énfasis puesto en cada uno de los tres difirió: Villareal
atacó al clericalismo mientras Paulino Martínez fustigó más dura­
mente al militarismo.
Si bien definir a los otros implica una plataforma identitaria,
resulta insuficiente para definir al grupo. En el caso que nos intere­
sa, seguía pendiente la autoidentificación de los revolucionarios.
Veamos cómo procedieron.
B. ¿Y tú quién eres?
De acuerdo a lo pactado con Villa, los delegados a la convención
sólo podrían ser militares con mando de tropa. Esta condición ex­
cluía a los civiles, entre los cuales se hallaban expertos en oratoria
parlamentaria. Evidentemente, ninguno de los presentes18 en las se­
siones celebradas en la ciudad de México entre carrancistas podía
ser considerado como anti o no revolucionario, fuera civil o militar.
Era preciso entonces demostrar que sólo los más revolucionarios
eran los elegibles para abordar las cuestiones de la patria en vilo.
Los más revolucionarios eran aquellos que habían arriesgado sus
vidas en el campo de batalla.
Yo creo, alegó el general Hay, que es honrado y que no es indecoroso,
por parte de los militares, exigir que se les reconozca el derecho de
ser los únicos que implanten el nuevo gobierno, emanado de la revo­
lución sostenida por ellos.19
Una vez establecidas las cuotas de contribución a la obra revolu­
cionaria, los militares podían reconocerse como pares.20 Sin embar­
go, autotitularse militares confería una identidad de dudosa legitimi­
dad. ¿Cómo un movimiento que peleaba por el restablecimiento de
la Constitución podía ser encabezado por militares? Pero además, el
enemigo más inmediato, aunque ya derrotado, Victoriano Huerta,
era un militar que había quebrado el orden constitucional mediante
el uso de las armas.
Los militares tenían que enmendar esa carta de presentación. En
el transcurso de la primera sesión celebrada en Aguascalientes, un
delegado de la División del Norte, Dusart, solicitó a Hay le permi­
tiera llamarlo ciudadano y no general.
porque en verdad somos ciudadanos armados, no somos el ejército
que hemos vencido. Fuimos los patriotas que supimos agarrar una
(sic) arma para ir a vengar la ofensa que se había lanzado contra la
patria.21
“ Yo soy civil, señaló Hay. Soy un elemento civil, un ciudadano
armado. No soy militar” .22 Se trataba de militares de la coyuntura,
no profesionalizados que, por lo tanto, podían representar política­
mente a la ciudadanía.
La fórmula conciliatoria fue nuevamente utilizada en ocasión del
juramento de los delegados en Aguascalientes: “ ¿Protesta usted, por
su honor de ciudadano armado, cumplir y hacer cumplir las decisio­
nes de esta Asamblea” .23
Subsistía un último problema ligado al militarismo y al hecho de
autonombrarse campeones de la revolución merced a la condición de
m ilitares o, mejor dicho, de ciudadanos armados, de los
convencionistas.
Este escollo era el de la representatividad de la convención. ¿Po­
día una junta de militares en nombre de todo el pueblo redimir a la
nación postrada? Luis Cabrera, el brillante abogado poblano y el
intelectual más cercano a Carranza, había disputado el derecho de
los civiles a asistir a Aguascalientes precisamente en nombre de la
escasa y nula representatividad de los militares. Según él, los civiles
eran los legítimos representantes de catorce millones de ciudadanos,
no así los militares quienes en el mejor de los casos eran portavoces
de un ejército de 150 000 hombres.24
La correlación de fuerzas no lo favoreció y sólo tomaron el tren
hacia Aguascalientes los militares, pero en realidad la objeción no
carecía de fundamentos. Regresaba una y mil veces el fantasma del
golpe de estado huertista que había derrocado a un gobierno que se
había legitimado por medio de la elección popular.
La respuesta a Cabrera se formuló veinte días después, cuando
fue planteada la cuestión de la soberanía de la convención. El dele­
gado Siurob lo expresó en los siguientes términos:
Nos han querido poner la razón de que deberíamos ser nombrados
por el pueblo democráticamente y que, conforme a la ley, debíamos
ser nombrados para que tuviéramos la soberanía popular, sin ponerse
a considerar que no es esa la razón por la que estamos aquí; estamos
aquí por la necesidad nacional, porque es una suprema necesidad que
haya un poder que componga todas las facciones, que las sujete a su
dominio; y ¿quién mejor para abrogase ese poder que los que tienen
en sus manos la fuerza, esa fuerza salvadora que ha sabido conservar
los principios de la República?25
A partir de ese momento, los convencionistas no tuvieron remor­
dimientos para designar como uno de los enemigos de la revolución
al militarismo: su honorabilidad quedaba a salvo.
III. En la forja de una historia patria
A. “ Si sernos hijos no entenados de la patria...”
(Corrido zapatista)
Halbwachs, el sociólogo francés de la memoria, evidenció la dife­
rencia entre memoria colectiva y memoria social o historia social.
La distinción se apoya sobre dos conceptos cuyas realidades socio­
lógicas no pueden ser confundidas; a saber, el grupo y la nación. El
primero remite a un espacio de alta frecuencia de interacción entre
los hombres, con un pasado común. Este es recreado y transforma­
do simultáneamente por el grupo en su conjunto o por los portado­
res de la memoria.
La nación, en cambio, procede de una construcción intelectual.26
Desde esa perspectiva, la nación es una creación, es una ilusión
activa en cuanto los hombres no sólo creen que son iguales, sino
que pueden actuar en defensa o conservación de su comunidad ilu­
soria.
Entre un yucateco y un sonorense hay tan pocas cosas comparti­
das que sólo una abstracción puede unificarlos, pero con tal fuerza,
que los hombres llegan a sentirse mexicanos ante todo. La construc­
ción de esta abstracción consiste en una práctica simbólica e intelec­
tual que requiere de instituciones para su intemalización y difusión;
entre estas destaca el aparato escolar.
A la legitimidad vertical de las castas, sucede la legitimidad
horizontal de la nación. La identidad nacional se construye en tofno
a una “ comunidad política imaginada” , tal como la define Benedict
Anderson:
Es imaginada porque incluso los miembros de la nación más pequeña
nunca conocerán a la mayoría de sus coterráneos, ni se encontrarán
con ellos ni tampoco oirán hablar de ellos. Empero, en el espíritu de
cada uno vive la imagen de su comunión.27
Cierto es que más allá de la comunidad pueblerina no podemos
conocer directamente a nuestros coterráneos de la comunidad nacio­
nal y que sólo nos queda imaginárnoslos. La comunidad nacional es
una identidad abstracta que supera las relaciones primordiales de
parentesco y clientelismo. Es una comunidad de tipo familiar ya
que, más allá de las desigualdades sociales que allí prevalecen,
siempre es concebida como una honda fraternidad horizontal. Aboli­
das las castas, todos somos ciudadanos mexicanos.
En síntesis, la identidad nacional requiere de una historia nacio­
nal, de una memoria, de un mítico pasado común que unifica a los
hombres convertidos en connacionales, participantes de una gran
familia. Hay quienes postulan que la especificidad de la nación
reside precisamente en el mito fraternal:
La nación contemporánea es una comunidad de hermanos y herma­
nas, iguales [...]. Como dice Anderson, “ la nación es siempre conce­
bida como una camaradería horizontal” .28
Ahora bien, la historia nacional, a pesar de sus mitos fraternales,
expresa las divisiones que sacuden a la sociedad.29 En efecto, la
historia nacional abreva en las tradiciones y costumbres de alguna
de las memorias de grupo existentes y margina, relega al estatuto de
folklore, a otras. Es decir, despoja de su memoria a determinados
grupos.30 No hay nada idílico en la construcción de una historia
nacional y en esa disputa estuvieron involucrados los convencionistas
de Aguascalientes.
Con el objeto de criticar las caracterizaciones clasistas del
carrancismo y del villismo como han pretendido algunos historiado­
res, Alan Knight demostró la composición heterogénea de ambas
fuerzas que incluían tanto campesinos como rancheros e intelectua­
les, entre otros. Más allá de la polémica, indudablemente el grupo
más homogéneo eia el zapatista. Por lo tanto, era lógico que su
visión del pasado fuera más compacta que la de los demás.
Escribir la historia patria no era para el México del segundo
decenio del siglo XX una térra incógnita. El terreno estaba ocupa­
do por la herencia educativa del porfiriato y a la que no todos los
hombres de 1914 renunciaban.
La materia prima de las historias patrias, los héroes, habían
nutrido la versión escolarizada de la historia durante la pax porfiriana:
“ Se despertará en los alumnos grande admiración por nuestros hé­
roes, haciendo ver que por ellos todos los mexicanos formamos una
familia” .31
García Vigil, uno de los más prolíficos oradores de la conven­
ción, proclamó la necesidad de revisar la historia, es decir, cuestio­
nar la colección de héroes y su jerarquización legada por el porfiriato:
¿Cómo, pues, respetar la historia cuando nosotros debemos depurarla
para redimir al país y dejar un legado glorioso a la historia, y más
que glorioso, un legado verdadero?
Si somos verdaderos radica­
les, debemos resolver hasta la historia, de todas las injusticias que nos
han hecho renegar de las escuelas públicas, de todos los amigos de
Porfirio Díaz y de algunos otros pseudohéroes.32
En otras palabras, había que descender a Cortés y a Iturbide del
pedestal para poner a otros en su lugar.33
Para los revolucionarios permanecería incólume el proyecto
porfirista de promover el sentimiento de pertenecer a una gran fam i­
lia con un destino común. La obra de Justo Sierra había sido pione­
ra, pero geográficamente incompleta. La revolución se encargaría de
completarla llevando el sentimiento nacional hasta los últimos confi­
nes de la república.
La eficacia política de la escuela y de sus contenidos era bien
conocida por algunos jefes del constitucionalismo como para des­
echar la experiencia. Romana Falcón y Soledad García demostraron
cómo la escuela de Chicontepec en la Huasteca veracruzana, fue el
tejido primario de la amplia traba de alianzas verticales que permi­
tieron al coronel Adalberto Tejeda mantener las riendas del control
político del estado de Veracruz durante largo rato.34
B. El poder del símbolo
El discurso de Soto y Gama en el que aludió a la bandera como un
“ pedazo de trapo” ha sido interpretado como un incidente chusco
en la historia de la convención. En realidad, rebasa esa interpreta­
ción.
Desde nuestro punto de vista, en la polémica desatada en tomo
al discurso del intelectual zapatista se expresa una de las disputas
más enconadas acerca del contenido de la identidad nacional y de
sus símbolos.
Díaz Soto y Gama, al tomar por primera vez la palabra el 27 de
octubre, ironizó acerca de la firma que habían estampado los dele­
gados en la bandera. Aceptaba la invocación de símbolos, pero de
símbolos respetables. La bandera firmada era el símbolo del “ triun­
fo de la reacción clerical” ,35 de la victoria de la raza criolla sobre el
indígena que seguía siendo burlado.
El comentario provocó una cascada de respuestas airadas y otros
géneros de protestas indignadas. “ Traidor” , “ sinvergüenza” , le
gritaron algunos; el secretario de la mesa confirmó que los civiles
además de extranjerizantes —“ defensores de allende el Bravo” —
no podían ser revolucionarios; un delegado alegó que “ el ultraje a
nuestra bandera” debía ser reparado a tiros, no con argumentos.
Al retomar la palabra, Soto y Gama, menos agresivo y como
tratando de aclarar el agua gravemente enturbiada, invocó la comu­
nidad de intereses de todos los presentes: “ Todos somos mexicanos
y todos somos patriotas” .36 Pretendió componer el sacrilegio come­
tido al mencionar que la bandera de la reacción clerical se había
santificado con “ la gloriosa derrota del 47 y con los gloriosos
triunfos contra la Intervención Francesa” .
Soto y Gama logró el objetivo de calmar los ánimos, mas no
impidió que los siguientes oradores hicieran referencia a la torpe
denigración del lábaro patrio. Eduardo Hay reivindicó a la bandera
confiriéndole otro significado. Era el símbolo de los mexicanos:
Esta es la bandera por la cual todos los mexicanos estamos dispuestos
a derramar hasta nuestra última gota de sangre. [...] No se necesita
instrucción y conocimientos de Historia Nacional para saber qué es la
bandera nacional, y eso es suficiente para que nosotros muramos por
ella y la defendamos hasta el último instante [,..]37
Soto y Gama había despojado a la bandera de su valor simbólico
y le otorgaba su sentido más literal, el ser un pedazo de trapo. Para
los demás convencionistas, incluidos los villistas, ese pedazo de
trapo estaba preñado de un sentido que desbordaba la literalidad,
puesto que simbolizaba la unificación posible en nombre de la co­
mún pertenencia a una nación. Fuera del símbolo, todo dividía a los
convencionistas. Era pues preciso conservar el símbolo a todo pre­
cio. “ Es el clarín que junta todas las almas” , sentenció Marciano
González. Y prosiguió: “ Dónde está la labor de unión, la labor de
concordia, la labor de fuerza, si se rompe en añicos esa cadena
[•■ ]? 38
En resumen, renunciar al símbolo, al único símbolo disponible,
significaba renunciar a la unidad revolucionaria. Los demás símbo­
los revolucionarios habían sido tomados en préstamo de la Revolu­
ción Francesa a falta de una creación propia.39 Madero adquirió en
el discurso de Marciano González las dimensiones de una figura
simbólica,40 pero nada más para convertirlo en portavoz de los prin­
cipios de la revolución de 1789 porque “ éstos necesitaban fuerza,
necesitaban energía de un hombre” .
C. El sujeto de la nueva identidad nacional
Tras la discusión acerca de la bandera, se ocultaba una disputa de
mayor fondo aún.
Los convencionistas se presentaron como redentores del pueblo y
salvadores de la patria postrada. Hombres como Obregón tenían
seguramente una noción del significado de pueblo, mientras villistas
como Ángeles o González Garza, otra diferente.
Hasta la llegada de los zapatistas a Aguascalientes, ningún dele­
gado se había ocupado por precisar el significado de pueblo, el
sujeto por redimir. El arribo de la comisión encabezada por Paulino
Martínez alteró esa situación de silenciamiento voluntario.
El discurso de Martínez tendió un puente entre Villa y Zapata:
“ Indios los dos, delineados en sus rostros los caracteres de esa raza
altiva a que pertenecen [...]” .41 Ya no era el estatuto de militar lo
que unificaba, sino una identidad étnica inventada. Martínez sabía
bien que el Norte y el Sur constituían entidades diferentes no sólo
geográficamente, sino también socioeconómicamente y que los des­
heredados del Norte y del Sur tampoco eran iguales. Empero, al
conferir el carácter de indios a los dos jefes los unificaba idealmente
y excluía a los carrancistas: Zapata podía pasar por indígena a
los ojos de un citadino; Villa igualmente, pero Carranza definitiva­
mente no.
Súbitamente los villistas se veían dotados de una identidad que
los igualaba y aliaba a los zapatistas. Hasta ese momento, el trato
discursivo con ellos había sido de admiración hacia alguien que se
percibía diferente.
El problema zapatista no es más que el resumen de la amargura de
hace 300 años, no es más que el resumen de las aspiraciones del
pueblo, no es más que el resumen de las aspiraciones justas de toda
una raza, de la raza indígena, sobre cuyos hombros pesan todas las
amarguras, todos los dolores, todos los sinsabores, todos los vicios y
todas las maldades atávicas de los científicos y de los burgueses [...].42
Soto y Gama, en la misma intervención en que abordó el tema de
la bandera, retomó la trama identitaria que había empezado a bor­
dar el orador anterior: “ Los del Sur, por poco que valgamos, veni­
mos a hablar en nombre de la verdadera revolución, y ustedes,
aunque sean jefes, si no son indígenas [...] si no están identificados
con los indígenas, no pueden hablar con sus propias ideas” .43
Por primera vez aparecía en el seno de la convención una defini­
ción de pueblo en cuyo nombre, se aseguraba, se había hecho la
revolución. El verdadero pueblo eran los indígenas.
No tardaron las voces de protesta. García Vigil impugnó la
unilateralidad del abogado potosino.
No son los indígenas los únicos que constituyen la Patria mexicana;
también somos nosotros, si es que no se me quiere reputar indígena.
[...] Pueblo somos todos, absolutamente todos, y mientras no renun­
ciemos por un acto deliberado, no se nos excluya de esa Patria; tene­
mos derecho a confundimos con esos de los sombreros de petate y
con esos de los sombreros altos.44
Continuó García Vigil con un discurso donde se ocultaba a me­
dias su racismo compartido por otros delegados: “ No quiero hacer
desprecio de los pobres indios que están luchando” , aseveró.45
Alvaro Obregón, en cambio, mucho más astuto, rápidamente
adoptó la piel indígena y se proclamó “ indio mayo puro” que había
compartido penalidades con sus semejantes.
No sólo la bandera, como símbolo transclasista y transétnico,
unifica a los diversos grupos sociales; también el Estado, en tanto
que autoridad suprema de todos los mexicanos, cumple la misma
función, opaca las diferencias y los desniveles sociales.
Al pregonar su reconocimiento como legítima autoridad nacio­
nal, la convención pretendió cobijar bajo su soberanía a todos los
mexicanos. Al ser emanación de las fuerzas populares, se asumió
como representante de todos los mexicanos, por encima de las fac­
ciones militares. Se empeñó en esgrimir el argumento de su sobera­
nía como palabra mágica para reconciliar a los hermanos enemista­
dos, olvidándose que las diversas posturas militares ocultaban fuer­
tes divergencias políticas que, finalmente, se iban a dirimir por la
fuerza de las armas. La reivindicación incesante de soberanía por
parte de la convención se inscribió en esta problemática. “ Sobera­
nía” entendida como poder único y por encima de las facciones. Es
el viejo poder del soberano cuyo origen era de orden divino. Con la
independencia se transforma en poder de la nación, es decir, deja de
ser de origen divino para recibir su legitimidad de la voluntad popu­
lar.
Por lo tanto, la reiterada insistencia de la convención en decla­
rarse soberana es, por una parte, un requerimiento jurídico, pero,
por otra, tiene un inmenso valor identitario. No sólo se afirma ahí la
supremacía de las decisiones de la convención sobre las diversas
facciones militares, sino también la voluntad de unificación identitaria
de la revolución. Los delegados se consideraban ciudadanos en ar­
mas, pero además y sobre todo hermanos revolucionarios, ciudada­
nos mexicanos deseosos de restablecer la paz en todo el país y para
todo el pueblo, sea cual fuera su ubicación geográfica y su
adscripción militar.
Conclusión
La convención falló en imponer un gobierno aceptable para todos,
mas logró, por primera vez en la historia de México, reunir cara a
cara a norteños, sureños y habitantes del centro. Si aceptamos que
el sentido de pertenencia a la identidad nacional es de naturaleza
familiar —todos somos hermanos por ser hijos de la madre pa­
tria—, la convención es el momento más álgido de deseos de frater­
nidad nacional. Jugó un papel fundamental en el afianzamiento de
una conciencia nacional popular.
En diciembre de 1914, cuando las principales fuerzas populares
de la revolución desfilaron en apoyo al general Eulalio Gutiérrez,
presidente elegido por la convención, el pueblo de la capital se volcó
en estruendos festivos para aclamar a sus conciudadanos norteños y
sureños. Así lo describe Andrés Molina Enriquez.
El General Villa, llegó como era natural, con todas sus fuerzas, éstas
y las zapatistas hicieron juntas una entrada triunfal; más de ochenta
mil hombres de unas y otras, mostrando lo más florido de nuestras
razas populares, desfilaron por las calles de la ciudad, mostrando las
fuerzas agrarias de la revolución.‘I6
Según Molina Enriquez, al vencer Carranza política y militar­
mente a las fuerzas de la convención, “ los criollos triunfaban y
parecían querer extinguir de una vez por todas la nueva raza mesti­
za que se había venido formando en el país como centro de la
verdadera nacionalidad mexicana” .47
Muchos de los hombres de 1910 hicieron sus primeros pasos en
la política durante la Soberana Convención Revolucionaria, se
foguearon en ella. No todos permanecieron en ese escenario, no
obstante los vencedores de 1915 y 1916 construyeron el discurso
social del nuevo poder absorbiendo las expresiones ideológicas de
los movimientos populares representados y oídos en la convención.
Entre ellos, Obregón emerge como la figura más conciliadora del
carrancismo y la más consciente de la peligrosidad de las reivindica­
ciones populares y, consecuentemente, de su potencial rebelde.
La convención marcó un giro en la correlación de fuerzas entre
norte y sur. El viejo sur de Oaxaca a Yucatán cedió su lugar al
belicoso norte. Por ello, en la convención la voz política del sur
fronterizo no se oyó con la misma intensidad que los rugidos que
descendían del norte.
Esta sobrerepresentación política del norte acarreó otra conse­
cuencia fundamental. Se ensancharon los límites de la conciencia
nacional que, por primera vez, coincidieron con el territorio nacio­
nal. En la conciencia de los hombres, éste se desplazó desde las
cordilleras hasta los márgenes del Río Bravo.
Ni los delegados zapatistas, ni los villistas y menos aún los
carrancistas eran indígenas, pero los primeros hicieron valer a éstos
como portadores legítimos de la identidad nacional. Este triunfo
zapatista marcó un vuelco en la herencia del porfirismo. La identi­
dad indígena dejaba de ser una identidad estigmatizada.48 Uno de los
participantes de la convención, José Vasconcelos, llegaría a hablar
de la raza cósmica.
En el terreno de las armas, indudablemente la convención como
acuerdo posible entre los grupos revolucionarios quedó derrotada,
mas en el terreno ideológico, la abolición de la mentalidad de castas
fomentó la identidad común de aquellos que a partir de ese momento
se considerarían mexicanos.
Notas
1.
2.
E.P. Thompson, La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra:
1780-1832, 3 vols, Barcelona, Ed. Laia, 1977, tomo I, p. 13.
Como tantas veces se ha dicho, la Revolución Mexicana, a diferencia de la
rusa, no estuvo guiada por un orden programático emanado de un partido
político que centralizara las acciones de los sujetos en la posrevolución y
ofreciera el marco ideológico de la “ nueva era” .
3.
4.
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18.
19.
20.
21.
22.
23.
24.
25.
26.
27.
28.
Agustín Basave Benítez, México mestizo, México, F.C.E., 1992, p. 14.
Ibid., p. 23.
Emilio Rabasa, La Evolución Histórica de México, M.A. Porrúa, 4a. Ed.,
1986, pp. 241-242.
Idem, p. 266.
Idem, p. 269.
/¿fem, p. 34.
Idem, p. 247.
Gastón García Cantú, El socialismo en M éxico, México, Ed. ERA, 1969,
p. 95. El subrayado es nuestro.
Catalina Giménez, Así cantaban la revolución, México, Ed. Grijalbo, 1991,
p. 298.
Agustín Basave, op. cit., p. 30.
Ibid., p. 37.
Crónicas y debates de las sesiones de la Soberana Convención Revolucio­
naria, Introducción y notas de Florencio Barrera Fuentes, 3 vols, INEHRM,
1964-1965, tomo I, p. 48.
Crónicas..., op. cit., p. 631.
Crónicas..., op. cit., p. 229..
Idem.
Con excepción de Francisco Canseco y Onésimo González, acusados de
huertistas y felicistas.
Crónicas..., op. cit., p. 37.
El calificativo de “ militar” unificaba a todas las facciones revolucionarias;
los civiles las dividían, señaló el general Hay.
Crónicas..., op. cit., p. 87.
Idem.
Crónicas..., op. cit., p. 225.
Crónicas..., op. cit., p. 64.
Crónicas..., op. cit., p. 481.
Ello no soslaya que la determinación última de la nación la constituya el
intercam bio generalizado de m ercancía y, consiguientem ente la
homogeneización de los trabajos concretos mediante el imperio de la ley del
valor. En ese sentido, enfatizamos dos postulados. Uno, la nación es un
concepto de la modernidad capitalista y dos, se trata de una construcción
ideológica cuya realidad no se agota en el análisis de la economía capitalis­
ta. Desde nuestro punto de vista, la construcción de la nación implica dotar
de subjetividad a una sociedad basada en relaciones impersonales.
Benedict Anderson, Imagined com m unities, Londres, Ed. Verso, 1983,
p. 15.
Chris Southcott, “ Au-delá de la conception politique de la nation” en
Communications No. 45, Paris, 1987, p. 65.
29. En el México actual, esto resulta prácticamente obvio a la luz de los acalora­
dos debates desatados por la publicación de los nuevos libros de texto de
historia de México.
30. “ Puesto que la memoria es un poderoso factor de lucha (efectivamente, las
luchas se desarrollan en una suerte de dinámica consciente de la historia), si
se posee la memoria de la gente, se posee su dinamismo. Y se posee
asimismo su experiencia, su saber sobre las luchas anteriores” (Régine
Robin, Le cheval blanc de Létiine ou l ’histoire autre, Bruselas, Dialectiques,
1979, p. 124).
31. Citado por Josefina Vázquez de Knauth. Nacionalismo y educación en Méxi­
co, México, El Colegio de México, 1970, p. 105. Escribía Gabino Barreda:
“ Otra influencia social de la más alta importancia que podrá sacarse de esta
fusión de todos los alumnos en una sola escuela, será la de borrar rápida­
mente toda distinción de razas y de orígenes entre los mexicanos educándo­
los a todos de una misma manera y en un mismo establecimiento, con lo
cual se crearán lazos de fraternidad íntima entre todos ellos, y se promove­
rán nuevos enlaces de familias; único medio con que podrán llegar a extin­
guirse las funestas divisiones de razas” (Citado por Agustín Basa ve, op.
cit., p. 25. Las cursivas son nuestras).
32. Crónicas..., op. cit., p. 632.
33. Para la galería de figuras heroicas durante el porfiriato, ver Josefina Vázquez,
op. cit., pp. 81-125.
34. Romana Falcón y Soledad García. La semilla en el surco, México, El Cole­
gio de México-Gobiemo del Estado de Veracruz, 1986, p. 41.
35. Crónicas..., op. cit., p. 510.
36. Crónicas..., op. cit., p. 511.
37. Crónicas..., op. cit., p. 514.
38. Crónicas..., op. cit., p. 520. El delegado Paniagua arremetió en la misma
dirección que González, es decir, evidenciando que la veneración del símbo­
lo era el eslabón que unía a todos los convencionistas: “ [...] Si estamos
aquí, señor licenciado Soto y Gama, para hacer obra de confraternidad, obra
de unión entre todos los revolucionarios, yo pido que públicamente digáis
que no habéis tenido nunca la intención de insultar el emblema santo de la
Patria mexicana” (Crónicas..., op. cit., p. 525).
39. Esta temática ha sido desarrollada por Gloria Villegas en “ Entre el gorro
frigio y la 30’30\ La Francia revolucionaria en el discurso político de la
Revolución Mexicana” en Impacto ideológico de la revolución francesa,
México, Cuadernos del Acervo Histórico Diplom ático, S.R.E., 1990,
pp. 43-60.
40. “ Y Madero, señores, seguirá siendo para nosotros un símbolo y brillará
siempre como sobre el nopal el águila caudal de los emperadores aztecas”
(Crónicas..., op. cit., p. 521).
41.
42.
43.
44.
45.
Crónicas..., op. cit., p. 506.
Intervención del delegado González Garza en Crónicas..., op. cit., p. 242.
Crónicas..., op. cit., p. 513.
Crónicas..., op. cit., p. 530.
Idem. El representante del gobernador de Sonora, Pifla, había dicho respecto
a los soldados yaquis: “ No hay que ponemos en el criterio propio, hay que
ponemos en el criterio de los que están allá, de los soldados; decimos que la
mayor parte de ellos no son gentes que piensan, que sienten, que tienen
como nosotros nuestro criterio, su inteligencia más o menos desarrollada,
como podrá tenerla la mayor parte de los miembros que integran esta Asam­
blea” (p. 271).
46. Andrés Molina Enriquez, La revolución agraria de México 1910-1920, 5
vols., México, Ed. Miguel Angel Porrúa, 1986, tomo V, p. 148.
47. Ibid , p. 150.
48. “ El primer paso era incorporar a los oprimidos, darles un lugar incluso
glorioso para romper la tradición de exclusión y sometimiento; para trocar,
diría él [Vasconcelos], la humillación centenaria que desata la violencia
bárbara en un orgullo que estimularía la creación. [...] El orgullo de la raza.
Que los indios no vivieran en un país que los despreciaba e inhibía, por el
contrario: los edificios públicos, las portadas de las revistas, las estatuas, los
conciertos públicos, se constituirían en una liturgia de la grandeza racial del
pueblo que les ofrecería imágenes redimidas” (José Joaquín Blanco, Se
llamaba Vasconcelos, Una evocación crítica, México, F.C.E., 1977, p. 98.
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