José Ángel Valente: dos lecturas

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José Ángel Valente: dos lecturas
por José Luis Puerto
I
La melodía de la creación
[Sobre Tres lecciones de
tinieblas, 1980]
Hay palabras que sabemos que nos
acompañarán siempre, desde que las
descubrimos y entramos en contacto
con ellas. Porque llevan en su entraña
las semillas de la belleza, del consuelo,
de la memoria y esa vibración del espíritu que desprende toda experiencia humana verdadera cuando se verbaliza.
Tal me ocurrió al entrar en la adolescencia, en mis ya lejanos años de bachillerato, en contacto con la poesía de
José Ángel Valente, a través de la antología de Francisco Ribes, Poesía última.
Selección, editada en 1963. Supe enseguida, al leer el poema “Consiento”, de
su primer libro, A modo de esperanza,
que la de José Ángel Valente iba a ser
una palabra de larga distancia en mí.
En el poema citado, a partir de ese
diálogo implícito entre el yo y el mundo,
entre la interioridad y la exterioridad,
José Ángel Valente despliega la memoria personal y la memoria del mundo,
que se alberga en todos nosotros, además de la memoria de la historia, para
asumir la muerte (“Consiento”, “Debo
morir”, “soy capaz de morir” -nos dice-,
porque “he tocado” y “he creído”), frente a los elementos del cosmos: el día, la
rosa, el sol, que no mueren, sino que pasan, se apagan, resbalan, porque el
tiempo del cosmos es cíclico, frente al
tiempo irreversible del ser humano, abocado a la muerte. Es la idea heideggeriana del hombre como ser para la muerte.
Pero el ser humano puede levantar
un muro contra la muerte. El muro de la
belleza. El muro de la obra conseguida
que perpetuará en el tiempo su latir, esa
su vibración del espíritu, como persona
y como especie.
Y la escritura toda de José Ángel
Valente es belleza, es obra conseguida.
Y se levanta, por ello, como un muro
frente a la muerte. Es una palabra de larga distancia, engendrada en nuestra
contemporaneidad y proyectada hacia
un tiempo futuro que sabrá extraer de
ella consecuencias, a las que nosotros
aún no llegamos.
Por ello, hoy, el sentido de estas líneas no es otro que el de celebrar una
escritura, la de José Ángel Valente, que
es memoria y emoción, que es revelación del ser humano y del mundo, y, por
tanto, consuelo y belleza, que cura nuestras heridas y nos reconcilia con nosotros mismos. Y homenaje a un ser, a un
creador que, con su palabra verdadera y
tan alta, aunque se nos haya ido a ese
reino de bienaventurados (María Zambrano dejó escritas hermosas reflexiones
sobre este término), estará siempre con
nosotros a través de su escritura, una escritura de larga distancia, porque contiene semillas que germinarán siempre en
el corazón de los hombres.
Y, dentro de la escritura de José
Ángel Valente, y de la poesía española
contemporánea, ocupa un lugar muy especial Tres lecciones de tinieblas. Aparecido en 1980, en una hermosa edición barcelonesa, en La Gaya Ciencia,
recibió el Premio de la Crítica, que venía
a reconocer una singularidad que alcanza muchos matices: Uno, el de la utilización del poema en prosa, molde moderno y muy emblemático de la expresión
poética contemporánea y con hitos en
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nuestro idioma como el secreto José Somoza, Bécquer, Rubén Darío, Unamuno, Azorín o Juan Ramón Jiménez.
Otro, y éste también de capital importancia, el buceo en el magma genesíaco
del ser y del mundo, a través de la memoria semítica, tan importante, aunque
perseguida y por ello subterránea, en la
cultura española.
Nos adentraremos en la memoria
semítica. El hilo creador de Tres lecciones de tinieblas parte, en sus catorce
textos, de cada una de las primeras catorce letras del alfabeto hebreo, pero
nunca para hacer de ellas una glosa de
su sentido cabalístico, sino para convertirlas en símbolos que quedan trascendidos y a través de los que el poeta accede, y nos conduce a nosotros también,
a un territorio de significaciones metafísicas. Así, el ave, el pez, la sierpe, el
agua, la luz, la materia, la raíz o la llama,
nos hablan del principio originador, germinador; de la matriz, del seno o de la
morada de la vida; o del movimiento
que, al desplegarse, genera la creación.
Poética de la materialidad, que entiende siempre que entre los intersticios
de la materia actúa el espíritu, en una
superación a la vez de cualquier dualismo. Poética de la pasividad vigilante, en
la que arde la lengua y revela, al haberse
desembarazado -como pidiera Juan de
los Ángeles- de imágenes y de adherencias que estorban y que impiden ese otro
grado más alto de conocimiento que es
la ignorancia en medio de la noche.
Pero Tres lecciones de tinieblas es
un libro marcado por la alianza, tanto en
el proceso de su creación como en el de
sus ediciones.
En José Ángel Valente, como creador, el proceso de escritura surge -como
declara él mismo- de la escucha en un
sentido literal. Tiene su origen en la música. Y de aquí nace una primera alianza, entre la palabra poética y la melodía
musical. Escucha de las “Lecciones de tinieblas” sobre todo de Couperin, pero
también de Charpentier y de las composiciones de Victoria, Tallis o Delalande.
Escucha en la que se va generando el
Ursatz o principio iniciador o movimiento primario que genera los catorce textos poéticos, que pueden ser entendidos,
así, como variaciones sobre tal movimiento.
Alianza también con una determinada tradición: con ese género sacro que
son las lecciones de tinieblas, que posee
una estructura determinada: el canto de
una letra del alfabeto hebreo, seguido de
un fragmento de las Lamentaciones de
Jeremías. Tradición que tiene dos ejes: el
vertical o de las letras, que habla -en palabras del propio Valente- de “la infinita
posibilidad de la materia del mundo”; y el
horizontal, que es el de la historia, el “de
la destrucción, de la soledad, del exilio,
del dolor, del llanto del profeta”.
Y José Ángel Valente nos declara
explícitamente que “Los catorce textos
que componen las Tres lecciones de tinieblas se formaron en el eje de las letras que es, en efecto, el que hace oír el
movimiento primario, el movimiento que
no cesa de comenzar. Pueden leerse,
pues, como un poema único: canto de la
germinación y del origen o de la vida como inminencia y proximidad.”
Pero hay otra alianza, aparte de las
ya indicadas con la música y con una
tradición sacra. Es la alianza de Tres lecciones de tinieblas con la pintura. En su
primera edición, apareció el libro acompañado por trazos pictóricos en los que
Baruj Salinas recreaba, en la doble página, la representación de cada una de las
letras, en tonos amoratados.Y, aún más,
en otra edición, la segunda edición exenta del libro, si no nos equivocamos, la
palabra de José Ángel Valente aparece
en alianza -como el poeta quiso, aunque
no llegara a ver concluido el libro- con la
pintura de Ramón Pérez Carrió, artista
alicantino que bebe en las fuentes de
una tradición pictórica atravesada por
una espiritualidad a la que no son ajenas
corrientes mediterráneas, como las de
cierta pintura italiana o la obra de El
Greco, o místicas y semíticas originadas
en torno al mismo mar: las de Ramón
Llull o la Cábala, además de otras judai-
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cas e islámicas. Con esta segunda edición, vuelve a renovar Tres lecciones de
tinieblas ese su destino de obra con vocación de alianza: con una determinada
tradición literaria de génesis bíblica y
con la música, en su creación; y, en su
edición, con la pintura.
A nosotros no nos queda sino celebrar el hecho de que la escritura, los versos de José Ángel Valente sigan siendo
semilla en la tradición poética con una
inequívoca irradiación universal. Y el
que constituya, de por sí, una de las
aventuras espirituales y estéticas más altas de la segunda mitad del siglo XX.
II
La perspectiva celeste
[Sobre Fragmentos de un
libro futuro, 2000]
Una vez que ya se ha cerrado, podemos reunir la escritura poética de José
Ángel Valente en tres grandes ciclos,
que suponen otras tantas secuencias de
su trayectoria lírica, Punto cero (19531979), Material memoria (1979-1989)
y Fragmentos de un libro futuro
(1991-2000).
Es de este último ciclo, el más breve
cronológicamente, pues va de 1991 a
2000, fecha de la muerte del escritor,
del que queremos aquí tratar. Comprende un único libro, Fragmentos de un libro futuro, editado póstumamente, en
Barcelona, por Galaxia Gutenberg /
Círculo de Lectores, en la última fecha
indicada.
No aspiramos a realizar, en el presente texto, un análisis sistemático y cerrado de este libro y, a la vez, ciclo que
cierra la escritura poética de José Ángel
Valente, sino más bien a trazar unas claves, entre otras posibles, que nos parece
pueden ayudar a entenderlo mejor, trazando para ello una serie de círculos en
torno al mismo.
(1) Ínsula, N.º 282, Mayo de 1970, págs. 1 y 10.
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En torno al título
Un primer aspecto llamativo es el
del propio título. José Ángel Valente,
pese a que en ocasiones parezca lo contrario, no es un escritor de rupturas bruscas con su propio itinerario poético y reflexivo, antes al contrario, nada más que
hurguemos en su propia poesía y en su
propio pensamiento nos daremos cuenta de que, de continuo, hay semillas en
ellos que dan fruto en fases posteriores.
Así, el enunciado, “Fragmentos de
un libro futuro”, que da título al libro y al
ciclo que cierra la escritura poética de
Valente aparece ya, de un modo aproximado, en 1970 en un ensayo que el
autor orensano dedica a Lautréamont,
titulado “Tres notas sobre Lautréamont”,(1) aparecido en la madrileña revista “Ínsula”, donde podemos leer lo siguiente a propósito de una de las obras
de Ducasse: “Las “Poesías”, prefacio en
prosa de un libro futuro, son el abrupto
manifiesto de la conversión a los principios, al orden físico y moral, al decoro”.
[El subrayado es nuestro].
Aparece ya así, desde 1970, una
parte considerable de ese sintagma que
da título al último libro y ciclo de la poesía de Valente. Sintagma que ya está actuando como semilla fónica y conceptual
en el propio autor, desde una fecha temprana, en la que aún no se ha cerrado el
primer ciclo de su poesía; fecha, por
otra parte, la de 1970, muy significativa
en la lírica valentiana, ya que en ella
aparece publicado en México, D. F. un
libro clave del poeta, El inocente, y otro
tampoco nada desdeñable, Presentación
y memorial para un monumento.
“Fragmentos” nos está señalando la
condición de abierta e inconclusa que
Valente ve en su poesía. Y “libro futuro”,
ese componente de larga distancia que la
palabra verdadera tiene; larga distancia,
porque se verá obligada a dialogar con la
lírica posterior, todavía no creada, que, a
su vez, cuando se manifieste, se encontrará asimismo con esa botella arrojada al
mar del tiempo venidero (hermosa imagen, creada por Paul Celan, en Discurso
de Bremen) que es toda poesía que puede ser calificada de tal.
Pero el término “fragmentos” no es
nuevo en la poesía de Valente. En
1972, aparecía Treinta y siete fragmentos, como parte final e inédita de la
recopilación de la poesía del autor hasta
aquel momento, titulada Punto cero
(Poesía 1953-1971). Y del último de los
fragmentos de ese libro, el XXXVII, hace
brotar Valente la “(Raíz de Fragmentos
de un libro futuro”, colocando el “fragmento” final citado como pórtico de esta
su última entrega. Pórtico muy significativo, pues se nos dice que “el último
fragmento llegaría a existir” “sólo en su
omisión o en su vacío”. Recalcando, de
este modo, esa condición abierta e inconclusa de su escritura poética, tal y como hemos indicado.
La poesía entendida como
diario
Funciona en este libro y ciclo -nos
parece- la poesía como diario, como un
diario del espíritu, como una serie de
anotaciones (y cuadra muy bien el término anotación como referencia a esa sensación de levedad y de algo fragmentario
e inconcluso que el conjunto nos produce) que, al hilo de los días, el poeta va
trazando y en las que, a partir de la conciencia de finitud, pero sin patetismo alguno, que agudiza la percepción del propio acabamiento, del límite de la propia
temporalidad, se nos plasman motivos
como el amor, el tiempo, la muerte, la
memoria, la luz, la sombra, los homenajes, así como la reflexión sobre la propia
creación poética.
Diario del espíritu hecho carne en la
vida propia, en la propia percepción del
itinerario de la misma y del mundo en
torno, de los seres de la entraña del poeta (el hijo muerto, la compañera...) o de
aquellos otros por él admirados y a los
que rinde homenaje, nombrados unas
veces de modo explícito, otras de modo
indirecto y otras, en fin, a través de guiños intertextuales (Paul Celan, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rosalía de
Castro, San Juan de la Cruz, Valle-Inclán, Quevedo, Giordano Bruno...)
Diario en el que el poeta dialoga
con distintas tradiciones (oriental, barroca...), a partir de algunas de cuyas claves, motivos o textos crea él mismo los
suyos propios; con la pintura (Ucello,
Schiele...); con lugares en los que le ha
sido dado tener alguna experiencia decisiva (Tubinga, Cabo de Gata, Parque de
Figueras, Piazza S. Marco, Obradoiro...);
o con los desheredados de la tierra (los
kaiowá del Mato Grosso del Sur); por no
poner sino unos cuantos ejemplos de las
distintas direcciones que tal diálogo toma, a partir de una actitud de vigilancia,
de atención a lo otro (vida, seres, cultura...) en la que el poeta se halla.
Pero hay un diálogo también consigo mismo, expresado en una suerte de
itinerario interior que recorre el libro todo. Un itinerario marcado por el sueño,
algo en lo que acaso consista la vida, un
motivo de raigambre claramente barroca
(“Este sueño, que acabo de soñar [...] limita con la nada”, p. 11); por la memoria, que devuelve imágenes del pasado
(“Los armarios de luna con la imagen de
un niño / navegan en la noche”, p. 26;
“La memoria nos abre luminosos / corredores de sombra”, p. 60) envueltas
en un halo de irrealidad, subrayado por
elementos como “la noche” o por esa
suerte de machadianas galerías del alma
que son, en significativo contraste, también barroco, esos “luminosos / corredores de sombra”, memoria que limita
también, por otra parte, con el olvido
tantas veces (“Pájaro del olvido / jamás
te tuve más cierto en mi memoria”, p.
35); o por la conciencia de la pérdida, de
la caída, de las desapariciones, como
reversos del amor (“Todo está roto, mutilado, mudo, / caído a ciegas”, p. 85),
conciencia que lleva al poeta hasta el territorio de la nada, un ámbito bien conocido por los místicos (“Se va deshaciendo
en leves jirones / de nada el mundo”, p.
86), territorio de la completa negación
(“Nadie. No estoy. No estás. ¿Volver? No
vine nunca”, p. 24). Hay que advertir, en
este sentido, que el ámbito léxico de la
negación, con términos como “no”, “nada”, “nadie”, recorre todo el libro, en una
suerte de -entre otras contraposiciones
que en él funcionan- negatividad afirmativa.
Y, en este diálogo consigo mismo,
en este itinerario que el poeta nos traza,
aparece una meditación meta-poética,
sobre la propia creación, que surge sobre todo hacia el final del libro, aunque
está presente asimismo en poemas ante-
riores. Las palabras, para Valente, tienen un poder generador, nos poseen y
pueden lograr que nazcamos de nuevo
(“(Segunda oda a la soledad, fragmento)”, p. 25). El canto es tarea cenital, de
altura, de ahí su analogía con el vuelo,
con el pájaro (“(El vuelo)”, p. 89). De
ahí que, para realizar su destino de cantar, el poeta haga una petición a la materia, madre del mundo: “Acógeme de
nuevo en ti, / mas sólo cuando haya /
acabado mi canto” (p. 91). Pero el canto
adquiere vida autónoma, más allá del
cantor, a quien, cuando sus poemas lo
visitan, “me dan la clave del enigma / en
la pregunta misma sin respuesta” (p.
98). Sin embargo, el tiempo final en el
que el escritor vive, “vacío, blanco, extenso”, en “lenta progresión hacia la
sombra”, no es un tiempo en el que el
canto se manifieste, “No se oye la voz”
(p. 100); pese a lo cual, el poeta cierra
su canto (aunque tan abierto quede) con
una afirmación cenital: “Cima del canto.
/ El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo.”
(p. 102)
La poesía, en Fragmentos de un libro futuro, se hace diario. Cada texto se
halla datado. Cada vibración espiritual y
estética que representa cada uno de ellos
lleva una fecha precisa. Sigue así José
Ángel Valente una práctica poética que
se halla, dentro de la tradición lírica española contemporánea, por ejemplo, en
Miguel de Unamuno y que tiene en su
Cancionero. Diario poético (1953) el
ejemplo más paradigmático.
En la fuga del tiempo
La temporalidad se halla muy presente y subrayada en esta obra. Una
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temporalidad que surge, sobre todo, de
la conciencia de final, de desaparición,
que tiene el poeta, en definitiva, de la
conciencia de la muerte, expresada, de
un modo hermosísimo, en el siguiente
poema:
ME cruzas, muerte, con tu enorme
/ manto
de enredaderas amarillas.
Me miras fijamente.
Desde antiguo
me conoces y yo a ti.
Lenta, muy lenta, muerte, en la belleza
tan lenta del otoño.
Si ésta fuese la hora
dame la mano, muerte, para entrar
/ contigo
en el dorado reino de las sombras.
(p. 95)
O en el poema titulado “(Elegía:
fragmento)”, que comienza con el verso: “Si después de morir nos levantamos” (p. 39); tengamos en cuenta que a
la figura evangélica de Lázaro, que este
verso inicial sugiere, le ha dedicado José
Ángel Valente algún poema y que tal
personaje aparece en el segundo libro
poético de nuestro autor, titulado Poemas a Lázaro (1960).
Pero hay en Fragmentos de un libro futuro un punto de fuga, una perspectiva de superación del tiempo, que,
en la medida que es tal, también lo es de
la muerte. Veamos cómo se produce este proceso.
Es significativa, en este sentido, dentro de las dos citas iniciales del libro, la de
Juan Ramón Jiménez, un poeta -lo sabemos, pues Valente lo ha manifestado en
varias ocasiones- admirado por nuestro
autor: “Dios del venir, te siento entre mis
manos”, perteneciente a Dios deseado y
deseante; cita que alude a la entrada, una
vez finalizado el tiempo humano, en la
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perspectiva de la divinidad, algo a lo que
alude el epitafio que Unamuno para sí
mismo escribió y que se halla grabado en
la lápida que cubre su nicho, en el cementerio de Salamanca: “Méteme, Padre
eterno, en tu pecho, / misterioso hogar; /
dormiré allí, pues vengo deshecho / del
duro bregar.”
La fuga del tiempo supone una superación de la temporalidad, un dar el
paso más allá de la duración, pues nuestra existencia en la materia -nos indica el
poeta- es efímera, pero acaso sea ella
(una suerte de deidad femenina) la que
en su seno (Unamuno hablaba de la acogida en el seno divino) nos termine acogiendo en un modo de resurrección que
es latencia y pasividad. En esta perspectiva, son muy significativos los poemas
“(Isla)” y “(Sobrevolando los Andes)”.
En el primero, nos habla el poeta de
“Salir del tiempo”, a la vez que invoca al
“Ave. / Palabra” para que lo sostenga
“en el no tiempo, / en la no duración, /
en el lugar donde no estoy, no soy, o sólo / en el seno secreto de las aguas” (p.
90), seno que se convierte para el poeta
en ámbito de latencia y pasividad, como
una suerte de resurrección.
“(Sobrevolando los Andes)” tiene
como motivo al “Animal extendido / sobre la duración” (p. 91) y contiene una
nueva invocación a la “Materia. / Madre
/ del mundo” (p. 91), a la que dirige una
petición precisa: que lo acoja, pero sólo
cuando su canto haya sido acabado. El
canto, pues, se produce en la temporalidad, pero no termina nunca, queda abierto, fragmentario, ya que -tal y como indicábamos- el último fragmento sólo existe “en
su omisión o en su vacío” (p. 9).
La suspensión de la temporalidad,
o, mejor, la superación de la misma,
aparece en la imagen del péndulo: “Un
niño toca el reloj: el péndulo se detiene.
Como lo divino es indiferente a la forma, el tiempo, número del movimiento,
sería indiferente a la cantidad. El péndulo se detiene. Sólo en el péndulo parado
se inscribe en verdad el ser del tiempo”
(p. 50). Y tal imagen del “Péndulo inmóvil” se reitera en el poema siguiente,
“(Variación sobre un tema barroco)”,
tan quevediano.
Pero, ¿cuál es y en qué consiste la
fuga del tiempo, esa posibilidad de superación de la muerte? Acaso la respuesta
se halle en el poema “(Fábula)”. La vida
incesante, como ocurre en Las mil y
una noches (libro sobre el que Valente
ha reflexionado en un texto muy lúcido),
(2) se mantiene a través de la narración,
de la fábula, de la utilización de la palabra para recrear el mundo. “Sólo queda
la fábula. // Lo que se narra y al narrarse crea / la sola narración para ninguno” (p. 61). Y, en tal poema, el autor
exclama: “Tiempo. // No podemos morir” (p. 61), ya que intuye que hay un
punto de fuga hacia la perspectiva de la
resurrección, que es la perspectiva de lo
celeste (esencial en el libro): “Quedan
tiempo y escucha / para oír lo celeste”,
que dan al poeta otra posibilidad: “me
acordaré de ti y de otro canto” (p. 61).
La perspectiva de lo celeste es la perspectiva que abre la posibilidad de poder
escuchar otro canto, que, acaso, coincida con ese “otro modo / de no perecedera / música” de que hablara Fray Luis de
León en la oda “A Francisco Salinas”.
La desrealización: hacia la
transparencia
Se produce a lo largo de Fragmentos de un libro futuro un movimiento
muy significativo de recogimiento del
ser, de retracción hacia la entraña del
mundo: llámese tierra, luna (elemento
importantísimo en el libro), sombra o nada, que de todos estos modos nombra la
entraña o el seno el poeta. Un recogimiento, en definitiva, en la madre, en la
matriz, en el principio femenino del que
toda germinación procede.
Hay, en este movimiento, un proceso de desrealización del ser, de desvinculación con la realidad, de desmaterialización, que termina en la transparencia,
como forma de pervivencia oculta (el
símbolo del velo es muy significativo en
la obra), de resurrección.
El poeta lo enuncia con claridad,
cuando afirma: “El tiempo es como el
mar. Nos va gastando hasta que somos
transparentes. Nos da la transparencia
para que el mundo pueda verse a través
de nosotros” (p. 34).
Surge de nuevo, a través de este
concepto de “transparencia”, una vinculación con la poesía juanramoniana de
plenitud, de su última época, suficiente o
verdadera, con Dios deseado y deseante, donde el poeta de Moguer exclama
ya en el título del poema que abre Animal de fondo: “La transparencia, Dios,
la transparencia”. La transparencia como sinónimo de la divinidad, pues, como indica el propio Valente: “lo divino
es indiferente a la forma” (p. 50), no tiene forma.
Hay, en el proceso de desrealización, de desmaterialización, presente a
lo largo de todo el libro, un viaje a la semilla (tomamos la expresión del título del
relato de Alejo Carpentier), un itinerario
hacia el seno, hacia la madre, en definitiva, hacia el origen, ya que principio y
fin se corresponden más de lo que parece; así lo expresa el propio autor: “No
sé si salgo o si retorno. / ¿Adónde? / El
fin es el comienzo. / Nadie / me dice
adiós. Nadie me espera” (p. 27).
Tal regreso al origen, a la semilla,
en una suerte de itinerario a contracorriente, del final al principio, es el motivo de ese bellísimo y largo poema que
es Muerte sin fin (1939), del mexicano
José Gorostiza.
En Fragmentos de un libro futuro,
hay todo un conjunto de reiteraciones léxicas y conceptuales que nos están tejiendo ese territorio de la desrealización,
de la desmaterialización, que no conduce
a la desaparición, sino a la transparencia. Pasamos a indicar algunas de ellas.
El concepto de “abandono”, como
forma de cesación de la actividad, de la lucha, como forma de pasividad, podemos
observarlo en expresiones y términos como: “ceder, abandonarse. / Declinación”
(p. 27), o: “Abandonarse” (p. 77).
También está presente la realidad
aludida a través del concepto de “descenso”, que estructura, por ejemplo, el
poema “(Tanquam centrum circuli)” (p.
60), en el que nos encontramos con:
“Bajamos lentos por su lenta luz / hasta
la entraña de la noche”, se nos está hablando de la luz de la memoria; o “Descendí hasta su centro”, el del rayo de tiniebla; o, en fin, “Bajé desde mí mismo
/ hasta tu centro, dios, hasta tu rostro”.
El “deshacimiento” aparece en secuencias como: “Todo se deshacía en el
aire” (p. 19); “Era tu forma ese deshacimiento” (p. 77), le dice el poeta a Rosalía de Castro.
La “disolución” (“Disolución falaz de
la memoria”, p. 19; “Me he perdido /
con el aire en las bóvedas tan bajas / de
un cielo que, piadoso, me disuelve”, p.
71), el “desvanecimiento” (“Caer. / Desvanecerse”, p. 87), la “desaparición”
(“Vienes. / No estás. / Desapareces”, p.
84), la “reducción” (“y la naturaleza madre me reduce, / me asume en sí, me
devuelve a la nada”, p. 53), el “anegamiento” (“Ven, anégame en este largo
olvido”, p. 90), el “vaciamiento” (“Dejarse vaciar por el tiempo”, p. 34), el “acabamiento” (“Esos nombres son cifras de
la ciega alegría / que al término me lleva
y ciego en él me acabo”, p. 75)... son
otros tantos modos de expresar esa desrealización que conduce a la transparencia, ¿como resurrección?
Como también -por terminar con la
serie, necesariamente incompleta, de
ejemplos- los conceptos antitéticos de
“entrada” y de “salida”: “Y lentamente /
entro en el seno inmenso / de ti, la nada” (p. 93), “dame la mano, muerte, para entrar contigo / en el dorado reino de
las sombras” (p. 95), frente a “Salir del
tiempo” (p. 90), salir que es desandar,
volver al origen: “Yo desanduve solo el
terrible camino / para llegar al punto del
origen” (p. 52).
Y todos estos conceptos (abandono,
descenso, deshacimiento, disolución,
desvanecimiento, desaparición, reducción, anegamiento, vaciamiento, acabamiento...), es decir, este itinerario de
desrealización, hacia la transparencia
(donde, como el poeta indica: “Nadie /
me dice adiós. Nadie me espera”, p.
27), lleva, conduce a una inevitable pregunta: “¿Y es éste el día / de mi resurrección?”.
Coda
Éstas son algunas de las reflexiones
que nos sugiere la lectura de Fragmentos de un libro futuro. Una lectura que
dejamos abierta e inconclusa.
Dejamos apuntados meramente elementos observados en el libro que nos
parecen de un gran interés, como el
proceso de simbolización, en el que advertimos la riqueza de sugerencias que
se desprende de elementos que adquieren carácter simbólico, como: el cielo, el
otoño, el velo, el seno, la luna, la luz, la
sombra...
También son muy ricos el juego de
contraposiciones: memoria / olvido, luz /
sombra...; el territorio de las negaciones:
nadie, nada, “No tener, no sentir” (p.
99), etc.; el del amor, tanto como presencia (la compañera) como ausencia (el
hijo)...
Los lugares, los referentes literarios
y artísticos configuran toda una serie de
poemas de homenajes, algunos de los
cuales ya están presentes -en el caso de
poetas, y de modo ensayístico- en Las
palabras de la tribu (1971)
Las alusiones a los desheredados de
la tierra (“(Redoble por los kaiowá del
Mato Grosso del Sur)”) o a la libertad
de conciencia y de pensamiento del
hombre frente a cualquier inquisición (el
hermoso poema “(Campo dei Fiori,
1600)”, sobre Giordano Bruno), son
también elementos que nos hablan de
cómo en José Ángel Valente siempre
van unidas ética y estética.
Pero todo esto lo dejamos meramente señalado. Pues la lectura de una
obra tan importante, que cierra de un
modo tan alto la poesía española del siglo XX, necesariamente ha de quedar
abierta, como el último fragmento -tal y
como llegara a propugnar José Ángel
Valente- sólo puede existir “en su omisión o en su vacío”. Es la exigencia necesaria para que la belleza habite el lenguaje.
(2) “Las mil y una noches o la narración como supervivencia”, ABC, 6 de febrero de 1988, p. 3.
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