José Ángel Valente: dos lecturas por José Luis Puerto I La melodía de la creación [Sobre Tres lecciones de tinieblas, 1980] Hay palabras que sabemos que nos acompañarán siempre, desde que las descubrimos y entramos en contacto con ellas. Porque llevan en su entraña las semillas de la belleza, del consuelo, de la memoria y esa vibración del espíritu que desprende toda experiencia humana verdadera cuando se verbaliza. Tal me ocurrió al entrar en la adolescencia, en mis ya lejanos años de bachillerato, en contacto con la poesía de José Ángel Valente, a través de la antología de Francisco Ribes, Poesía última. Selección, editada en 1963. Supe enseguida, al leer el poema “Consiento”, de su primer libro, A modo de esperanza, que la de José Ángel Valente iba a ser una palabra de larga distancia en mí. En el poema citado, a partir de ese diálogo implícito entre el yo y el mundo, entre la interioridad y la exterioridad, José Ángel Valente despliega la memoria personal y la memoria del mundo, que se alberga en todos nosotros, además de la memoria de la historia, para asumir la muerte (“Consiento”, “Debo morir”, “soy capaz de morir” -nos dice-, porque “he tocado” y “he creído”), frente a los elementos del cosmos: el día, la rosa, el sol, que no mueren, sino que pasan, se apagan, resbalan, porque el tiempo del cosmos es cíclico, frente al tiempo irreversible del ser humano, abocado a la muerte. Es la idea heideggeriana del hombre como ser para la muerte. Pero el ser humano puede levantar un muro contra la muerte. El muro de la belleza. El muro de la obra conseguida que perpetuará en el tiempo su latir, esa su vibración del espíritu, como persona y como especie. Y la escritura toda de José Ángel Valente es belleza, es obra conseguida. Y se levanta, por ello, como un muro frente a la muerte. Es una palabra de larga distancia, engendrada en nuestra contemporaneidad y proyectada hacia un tiempo futuro que sabrá extraer de ella consecuencias, a las que nosotros aún no llegamos. Por ello, hoy, el sentido de estas líneas no es otro que el de celebrar una escritura, la de José Ángel Valente, que es memoria y emoción, que es revelación del ser humano y del mundo, y, por tanto, consuelo y belleza, que cura nuestras heridas y nos reconcilia con nosotros mismos. Y homenaje a un ser, a un creador que, con su palabra verdadera y tan alta, aunque se nos haya ido a ese reino de bienaventurados (María Zambrano dejó escritas hermosas reflexiones sobre este término), estará siempre con nosotros a través de su escritura, una escritura de larga distancia, porque contiene semillas que germinarán siempre en el corazón de los hombres. Y, dentro de la escritura de José Ángel Valente, y de la poesía española contemporánea, ocupa un lugar muy especial Tres lecciones de tinieblas. Aparecido en 1980, en una hermosa edición barcelonesa, en La Gaya Ciencia, recibió el Premio de la Crítica, que venía a reconocer una singularidad que alcanza muchos matices: Uno, el de la utilización del poema en prosa, molde moderno y muy emblemático de la expresión poética contemporánea y con hitos en 40 nuestro idioma como el secreto José Somoza, Bécquer, Rubén Darío, Unamuno, Azorín o Juan Ramón Jiménez. Otro, y éste también de capital importancia, el buceo en el magma genesíaco del ser y del mundo, a través de la memoria semítica, tan importante, aunque perseguida y por ello subterránea, en la cultura española. Nos adentraremos en la memoria semítica. El hilo creador de Tres lecciones de tinieblas parte, en sus catorce textos, de cada una de las primeras catorce letras del alfabeto hebreo, pero nunca para hacer de ellas una glosa de su sentido cabalístico, sino para convertirlas en símbolos que quedan trascendidos y a través de los que el poeta accede, y nos conduce a nosotros también, a un territorio de significaciones metafísicas. Así, el ave, el pez, la sierpe, el agua, la luz, la materia, la raíz o la llama, nos hablan del principio originador, germinador; de la matriz, del seno o de la morada de la vida; o del movimiento que, al desplegarse, genera la creación. Poética de la materialidad, que entiende siempre que entre los intersticios de la materia actúa el espíritu, en una superación a la vez de cualquier dualismo. Poética de la pasividad vigilante, en la que arde la lengua y revela, al haberse desembarazado -como pidiera Juan de los Ángeles- de imágenes y de adherencias que estorban y que impiden ese otro grado más alto de conocimiento que es la ignorancia en medio de la noche. Pero Tres lecciones de tinieblas es un libro marcado por la alianza, tanto en el proceso de su creación como en el de sus ediciones. En José Ángel Valente, como creador, el proceso de escritura surge -como declara él mismo- de la escucha en un sentido literal. Tiene su origen en la música. Y de aquí nace una primera alianza, entre la palabra poética y la melodía musical. Escucha de las “Lecciones de tinieblas” sobre todo de Couperin, pero también de Charpentier y de las composiciones de Victoria, Tallis o Delalande. Escucha en la que se va generando el Ursatz o principio iniciador o movimiento primario que genera los catorce textos poéticos, que pueden ser entendidos, así, como variaciones sobre tal movimiento. Alianza también con una determinada tradición: con ese género sacro que son las lecciones de tinieblas, que posee una estructura determinada: el canto de una letra del alfabeto hebreo, seguido de un fragmento de las Lamentaciones de Jeremías. Tradición que tiene dos ejes: el vertical o de las letras, que habla -en palabras del propio Valente- de “la infinita posibilidad de la materia del mundo”; y el horizontal, que es el de la historia, el “de la destrucción, de la soledad, del exilio, del dolor, del llanto del profeta”. Y José Ángel Valente nos declara explícitamente que “Los catorce textos que componen las Tres lecciones de tinieblas se formaron en el eje de las letras que es, en efecto, el que hace oír el movimiento primario, el movimiento que no cesa de comenzar. Pueden leerse, pues, como un poema único: canto de la germinación y del origen o de la vida como inminencia y proximidad.” Pero hay otra alianza, aparte de las ya indicadas con la música y con una tradición sacra. Es la alianza de Tres lecciones de tinieblas con la pintura. En su primera edición, apareció el libro acompañado por trazos pictóricos en los que Baruj Salinas recreaba, en la doble página, la representación de cada una de las letras, en tonos amoratados.Y, aún más, en otra edición, la segunda edición exenta del libro, si no nos equivocamos, la palabra de José Ángel Valente aparece en alianza -como el poeta quiso, aunque no llegara a ver concluido el libro- con la pintura de Ramón Pérez Carrió, artista alicantino que bebe en las fuentes de una tradición pictórica atravesada por una espiritualidad a la que no son ajenas corrientes mediterráneas, como las de cierta pintura italiana o la obra de El Greco, o místicas y semíticas originadas en torno al mismo mar: las de Ramón Llull o la Cábala, además de otras judai- 41 cas e islámicas. Con esta segunda edición, vuelve a renovar Tres lecciones de tinieblas ese su destino de obra con vocación de alianza: con una determinada tradición literaria de génesis bíblica y con la música, en su creación; y, en su edición, con la pintura. A nosotros no nos queda sino celebrar el hecho de que la escritura, los versos de José Ángel Valente sigan siendo semilla en la tradición poética con una inequívoca irradiación universal. Y el que constituya, de por sí, una de las aventuras espirituales y estéticas más altas de la segunda mitad del siglo XX. II La perspectiva celeste [Sobre Fragmentos de un libro futuro, 2000] Una vez que ya se ha cerrado, podemos reunir la escritura poética de José Ángel Valente en tres grandes ciclos, que suponen otras tantas secuencias de su trayectoria lírica, Punto cero (19531979), Material memoria (1979-1989) y Fragmentos de un libro futuro (1991-2000). Es de este último ciclo, el más breve cronológicamente, pues va de 1991 a 2000, fecha de la muerte del escritor, del que queremos aquí tratar. Comprende un único libro, Fragmentos de un libro futuro, editado póstumamente, en Barcelona, por Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, en la última fecha indicada. No aspiramos a realizar, en el presente texto, un análisis sistemático y cerrado de este libro y, a la vez, ciclo que cierra la escritura poética de José Ángel Valente, sino más bien a trazar unas claves, entre otras posibles, que nos parece pueden ayudar a entenderlo mejor, trazando para ello una serie de círculos en torno al mismo. (1) Ínsula, N.º 282, Mayo de 1970, págs. 1 y 10. 42 En torno al título Un primer aspecto llamativo es el del propio título. José Ángel Valente, pese a que en ocasiones parezca lo contrario, no es un escritor de rupturas bruscas con su propio itinerario poético y reflexivo, antes al contrario, nada más que hurguemos en su propia poesía y en su propio pensamiento nos daremos cuenta de que, de continuo, hay semillas en ellos que dan fruto en fases posteriores. Así, el enunciado, “Fragmentos de un libro futuro”, que da título al libro y al ciclo que cierra la escritura poética de Valente aparece ya, de un modo aproximado, en 1970 en un ensayo que el autor orensano dedica a Lautréamont, titulado “Tres notas sobre Lautréamont”,(1) aparecido en la madrileña revista “Ínsula”, donde podemos leer lo siguiente a propósito de una de las obras de Ducasse: “Las “Poesías”, prefacio en prosa de un libro futuro, son el abrupto manifiesto de la conversión a los principios, al orden físico y moral, al decoro”. [El subrayado es nuestro]. Aparece ya así, desde 1970, una parte considerable de ese sintagma que da título al último libro y ciclo de la poesía de Valente. Sintagma que ya está actuando como semilla fónica y conceptual en el propio autor, desde una fecha temprana, en la que aún no se ha cerrado el primer ciclo de su poesía; fecha, por otra parte, la de 1970, muy significativa en la lírica valentiana, ya que en ella aparece publicado en México, D. F. un libro clave del poeta, El inocente, y otro tampoco nada desdeñable, Presentación y memorial para un monumento. “Fragmentos” nos está señalando la condición de abierta e inconclusa que Valente ve en su poesía. Y “libro futuro”, ese componente de larga distancia que la palabra verdadera tiene; larga distancia, porque se verá obligada a dialogar con la lírica posterior, todavía no creada, que, a su vez, cuando se manifieste, se encontrará asimismo con esa botella arrojada al mar del tiempo venidero (hermosa imagen, creada por Paul Celan, en Discurso de Bremen) que es toda poesía que puede ser calificada de tal. Pero el término “fragmentos” no es nuevo en la poesía de Valente. En 1972, aparecía Treinta y siete fragmentos, como parte final e inédita de la recopilación de la poesía del autor hasta aquel momento, titulada Punto cero (Poesía 1953-1971). Y del último de los fragmentos de ese libro, el XXXVII, hace brotar Valente la “(Raíz de Fragmentos de un libro futuro”, colocando el “fragmento” final citado como pórtico de esta su última entrega. Pórtico muy significativo, pues se nos dice que “el último fragmento llegaría a existir” “sólo en su omisión o en su vacío”. Recalcando, de este modo, esa condición abierta e inconclusa de su escritura poética, tal y como hemos indicado. La poesía entendida como diario Funciona en este libro y ciclo -nos parece- la poesía como diario, como un diario del espíritu, como una serie de anotaciones (y cuadra muy bien el término anotación como referencia a esa sensación de levedad y de algo fragmentario e inconcluso que el conjunto nos produce) que, al hilo de los días, el poeta va trazando y en las que, a partir de la conciencia de finitud, pero sin patetismo alguno, que agudiza la percepción del propio acabamiento, del límite de la propia temporalidad, se nos plasman motivos como el amor, el tiempo, la muerte, la memoria, la luz, la sombra, los homenajes, así como la reflexión sobre la propia creación poética. Diario del espíritu hecho carne en la vida propia, en la propia percepción del itinerario de la misma y del mundo en torno, de los seres de la entraña del poeta (el hijo muerto, la compañera...) o de aquellos otros por él admirados y a los que rinde homenaje, nombrados unas veces de modo explícito, otras de modo indirecto y otras, en fin, a través de guiños intertextuales (Paul Celan, Luis Cernuda, Federico García Lorca, Rosalía de Castro, San Juan de la Cruz, Valle-Inclán, Quevedo, Giordano Bruno...) Diario en el que el poeta dialoga con distintas tradiciones (oriental, barroca...), a partir de algunas de cuyas claves, motivos o textos crea él mismo los suyos propios; con la pintura (Ucello, Schiele...); con lugares en los que le ha sido dado tener alguna experiencia decisiva (Tubinga, Cabo de Gata, Parque de Figueras, Piazza S. Marco, Obradoiro...); o con los desheredados de la tierra (los kaiowá del Mato Grosso del Sur); por no poner sino unos cuantos ejemplos de las distintas direcciones que tal diálogo toma, a partir de una actitud de vigilancia, de atención a lo otro (vida, seres, cultura...) en la que el poeta se halla. Pero hay un diálogo también consigo mismo, expresado en una suerte de itinerario interior que recorre el libro todo. Un itinerario marcado por el sueño, algo en lo que acaso consista la vida, un motivo de raigambre claramente barroca (“Este sueño, que acabo de soñar [...] limita con la nada”, p. 11); por la memoria, que devuelve imágenes del pasado (“Los armarios de luna con la imagen de un niño / navegan en la noche”, p. 26; “La memoria nos abre luminosos / corredores de sombra”, p. 60) envueltas en un halo de irrealidad, subrayado por elementos como “la noche” o por esa suerte de machadianas galerías del alma que son, en significativo contraste, también barroco, esos “luminosos / corredores de sombra”, memoria que limita también, por otra parte, con el olvido tantas veces (“Pájaro del olvido / jamás te tuve más cierto en mi memoria”, p. 35); o por la conciencia de la pérdida, de la caída, de las desapariciones, como reversos del amor (“Todo está roto, mutilado, mudo, / caído a ciegas”, p. 85), conciencia que lleva al poeta hasta el territorio de la nada, un ámbito bien conocido por los místicos (“Se va deshaciendo en leves jirones / de nada el mundo”, p. 86), territorio de la completa negación (“Nadie. No estoy. No estás. ¿Volver? No vine nunca”, p. 24). Hay que advertir, en este sentido, que el ámbito léxico de la negación, con términos como “no”, “nada”, “nadie”, recorre todo el libro, en una suerte de -entre otras contraposiciones que en él funcionan- negatividad afirmativa. Y, en este diálogo consigo mismo, en este itinerario que el poeta nos traza, aparece una meditación meta-poética, sobre la propia creación, que surge sobre todo hacia el final del libro, aunque está presente asimismo en poemas ante- riores. Las palabras, para Valente, tienen un poder generador, nos poseen y pueden lograr que nazcamos de nuevo (“(Segunda oda a la soledad, fragmento)”, p. 25). El canto es tarea cenital, de altura, de ahí su analogía con el vuelo, con el pájaro (“(El vuelo)”, p. 89). De ahí que, para realizar su destino de cantar, el poeta haga una petición a la materia, madre del mundo: “Acógeme de nuevo en ti, / mas sólo cuando haya / acabado mi canto” (p. 91). Pero el canto adquiere vida autónoma, más allá del cantor, a quien, cuando sus poemas lo visitan, “me dan la clave del enigma / en la pregunta misma sin respuesta” (p. 98). Sin embargo, el tiempo final en el que el escritor vive, “vacío, blanco, extenso”, en “lenta progresión hacia la sombra”, no es un tiempo en el que el canto se manifieste, “No se oye la voz” (p. 100); pese a lo cual, el poeta cierra su canto (aunque tan abierto quede) con una afirmación cenital: “Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo.” (p. 102) La poesía, en Fragmentos de un libro futuro, se hace diario. Cada texto se halla datado. Cada vibración espiritual y estética que representa cada uno de ellos lleva una fecha precisa. Sigue así José Ángel Valente una práctica poética que se halla, dentro de la tradición lírica española contemporánea, por ejemplo, en Miguel de Unamuno y que tiene en su Cancionero. Diario poético (1953) el ejemplo más paradigmático. En la fuga del tiempo La temporalidad se halla muy presente y subrayada en esta obra. Una 43 temporalidad que surge, sobre todo, de la conciencia de final, de desaparición, que tiene el poeta, en definitiva, de la conciencia de la muerte, expresada, de un modo hermosísimo, en el siguiente poema: ME cruzas, muerte, con tu enorme / manto de enredaderas amarillas. Me miras fijamente. Desde antiguo me conoces y yo a ti. Lenta, muy lenta, muerte, en la belleza tan lenta del otoño. Si ésta fuese la hora dame la mano, muerte, para entrar / contigo en el dorado reino de las sombras. (p. 95) O en el poema titulado “(Elegía: fragmento)”, que comienza con el verso: “Si después de morir nos levantamos” (p. 39); tengamos en cuenta que a la figura evangélica de Lázaro, que este verso inicial sugiere, le ha dedicado José Ángel Valente algún poema y que tal personaje aparece en el segundo libro poético de nuestro autor, titulado Poemas a Lázaro (1960). Pero hay en Fragmentos de un libro futuro un punto de fuga, una perspectiva de superación del tiempo, que, en la medida que es tal, también lo es de la muerte. Veamos cómo se produce este proceso. Es significativa, en este sentido, dentro de las dos citas iniciales del libro, la de Juan Ramón Jiménez, un poeta -lo sabemos, pues Valente lo ha manifestado en varias ocasiones- admirado por nuestro autor: “Dios del venir, te siento entre mis manos”, perteneciente a Dios deseado y deseante; cita que alude a la entrada, una vez finalizado el tiempo humano, en la 44 perspectiva de la divinidad, algo a lo que alude el epitafio que Unamuno para sí mismo escribió y que se halla grabado en la lápida que cubre su nicho, en el cementerio de Salamanca: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, / misterioso hogar; / dormiré allí, pues vengo deshecho / del duro bregar.” La fuga del tiempo supone una superación de la temporalidad, un dar el paso más allá de la duración, pues nuestra existencia en la materia -nos indica el poeta- es efímera, pero acaso sea ella (una suerte de deidad femenina) la que en su seno (Unamuno hablaba de la acogida en el seno divino) nos termine acogiendo en un modo de resurrección que es latencia y pasividad. En esta perspectiva, son muy significativos los poemas “(Isla)” y “(Sobrevolando los Andes)”. En el primero, nos habla el poeta de “Salir del tiempo”, a la vez que invoca al “Ave. / Palabra” para que lo sostenga “en el no tiempo, / en la no duración, / en el lugar donde no estoy, no soy, o sólo / en el seno secreto de las aguas” (p. 90), seno que se convierte para el poeta en ámbito de latencia y pasividad, como una suerte de resurrección. “(Sobrevolando los Andes)” tiene como motivo al “Animal extendido / sobre la duración” (p. 91) y contiene una nueva invocación a la “Materia. / Madre / del mundo” (p. 91), a la que dirige una petición precisa: que lo acoja, pero sólo cuando su canto haya sido acabado. El canto, pues, se produce en la temporalidad, pero no termina nunca, queda abierto, fragmentario, ya que -tal y como indicábamos- el último fragmento sólo existe “en su omisión o en su vacío” (p. 9). La suspensión de la temporalidad, o, mejor, la superación de la misma, aparece en la imagen del péndulo: “Un niño toca el reloj: el péndulo se detiene. Como lo divino es indiferente a la forma, el tiempo, número del movimiento, sería indiferente a la cantidad. El péndulo se detiene. Sólo en el péndulo parado se inscribe en verdad el ser del tiempo” (p. 50). Y tal imagen del “Péndulo inmóvil” se reitera en el poema siguiente, “(Variación sobre un tema barroco)”, tan quevediano. Pero, ¿cuál es y en qué consiste la fuga del tiempo, esa posibilidad de superación de la muerte? Acaso la respuesta se halle en el poema “(Fábula)”. La vida incesante, como ocurre en Las mil y una noches (libro sobre el que Valente ha reflexionado en un texto muy lúcido), (2) se mantiene a través de la narración, de la fábula, de la utilización de la palabra para recrear el mundo. “Sólo queda la fábula. // Lo que se narra y al narrarse crea / la sola narración para ninguno” (p. 61). Y, en tal poema, el autor exclama: “Tiempo. // No podemos morir” (p. 61), ya que intuye que hay un punto de fuga hacia la perspectiva de la resurrección, que es la perspectiva de lo celeste (esencial en el libro): “Quedan tiempo y escucha / para oír lo celeste”, que dan al poeta otra posibilidad: “me acordaré de ti y de otro canto” (p. 61). La perspectiva de lo celeste es la perspectiva que abre la posibilidad de poder escuchar otro canto, que, acaso, coincida con ese “otro modo / de no perecedera / música” de que hablara Fray Luis de León en la oda “A Francisco Salinas”. La desrealización: hacia la transparencia Se produce a lo largo de Fragmentos de un libro futuro un movimiento muy significativo de recogimiento del ser, de retracción hacia la entraña del mundo: llámese tierra, luna (elemento importantísimo en el libro), sombra o nada, que de todos estos modos nombra la entraña o el seno el poeta. Un recogimiento, en definitiva, en la madre, en la matriz, en el principio femenino del que toda germinación procede. Hay, en este movimiento, un proceso de desrealización del ser, de desvinculación con la realidad, de desmaterialización, que termina en la transparencia, como forma de pervivencia oculta (el símbolo del velo es muy significativo en la obra), de resurrección. El poeta lo enuncia con claridad, cuando afirma: “El tiempo es como el mar. Nos va gastando hasta que somos transparentes. Nos da la transparencia para que el mundo pueda verse a través de nosotros” (p. 34). Surge de nuevo, a través de este concepto de “transparencia”, una vinculación con la poesía juanramoniana de plenitud, de su última época, suficiente o verdadera, con Dios deseado y deseante, donde el poeta de Moguer exclama ya en el título del poema que abre Animal de fondo: “La transparencia, Dios, la transparencia”. La transparencia como sinónimo de la divinidad, pues, como indica el propio Valente: “lo divino es indiferente a la forma” (p. 50), no tiene forma. Hay, en el proceso de desrealización, de desmaterialización, presente a lo largo de todo el libro, un viaje a la semilla (tomamos la expresión del título del relato de Alejo Carpentier), un itinerario hacia el seno, hacia la madre, en definitiva, hacia el origen, ya que principio y fin se corresponden más de lo que parece; así lo expresa el propio autor: “No sé si salgo o si retorno. / ¿Adónde? / El fin es el comienzo. / Nadie / me dice adiós. Nadie me espera” (p. 27). Tal regreso al origen, a la semilla, en una suerte de itinerario a contracorriente, del final al principio, es el motivo de ese bellísimo y largo poema que es Muerte sin fin (1939), del mexicano José Gorostiza. En Fragmentos de un libro futuro, hay todo un conjunto de reiteraciones léxicas y conceptuales que nos están tejiendo ese territorio de la desrealización, de la desmaterialización, que no conduce a la desaparición, sino a la transparencia. Pasamos a indicar algunas de ellas. El concepto de “abandono”, como forma de cesación de la actividad, de la lucha, como forma de pasividad, podemos observarlo en expresiones y términos como: “ceder, abandonarse. / Declinación” (p. 27), o: “Abandonarse” (p. 77). También está presente la realidad aludida a través del concepto de “descenso”, que estructura, por ejemplo, el poema “(Tanquam centrum circuli)” (p. 60), en el que nos encontramos con: “Bajamos lentos por su lenta luz / hasta la entraña de la noche”, se nos está hablando de la luz de la memoria; o “Descendí hasta su centro”, el del rayo de tiniebla; o, en fin, “Bajé desde mí mismo / hasta tu centro, dios, hasta tu rostro”. El “deshacimiento” aparece en secuencias como: “Todo se deshacía en el aire” (p. 19); “Era tu forma ese deshacimiento” (p. 77), le dice el poeta a Rosalía de Castro. La “disolución” (“Disolución falaz de la memoria”, p. 19; “Me he perdido / con el aire en las bóvedas tan bajas / de un cielo que, piadoso, me disuelve”, p. 71), el “desvanecimiento” (“Caer. / Desvanecerse”, p. 87), la “desaparición” (“Vienes. / No estás. / Desapareces”, p. 84), la “reducción” (“y la naturaleza madre me reduce, / me asume en sí, me devuelve a la nada”, p. 53), el “anegamiento” (“Ven, anégame en este largo olvido”, p. 90), el “vaciamiento” (“Dejarse vaciar por el tiempo”, p. 34), el “acabamiento” (“Esos nombres son cifras de la ciega alegría / que al término me lleva y ciego en él me acabo”, p. 75)... son otros tantos modos de expresar esa desrealización que conduce a la transparencia, ¿como resurrección? Como también -por terminar con la serie, necesariamente incompleta, de ejemplos- los conceptos antitéticos de “entrada” y de “salida”: “Y lentamente / entro en el seno inmenso / de ti, la nada” (p. 93), “dame la mano, muerte, para entrar contigo / en el dorado reino de las sombras” (p. 95), frente a “Salir del tiempo” (p. 90), salir que es desandar, volver al origen: “Yo desanduve solo el terrible camino / para llegar al punto del origen” (p. 52). Y todos estos conceptos (abandono, descenso, deshacimiento, disolución, desvanecimiento, desaparición, reducción, anegamiento, vaciamiento, acabamiento...), es decir, este itinerario de desrealización, hacia la transparencia (donde, como el poeta indica: “Nadie / me dice adiós. Nadie me espera”, p. 27), lleva, conduce a una inevitable pregunta: “¿Y es éste el día / de mi resurrección?”. Coda Éstas son algunas de las reflexiones que nos sugiere la lectura de Fragmentos de un libro futuro. Una lectura que dejamos abierta e inconclusa. Dejamos apuntados meramente elementos observados en el libro que nos parecen de un gran interés, como el proceso de simbolización, en el que advertimos la riqueza de sugerencias que se desprende de elementos que adquieren carácter simbólico, como: el cielo, el otoño, el velo, el seno, la luna, la luz, la sombra... También son muy ricos el juego de contraposiciones: memoria / olvido, luz / sombra...; el territorio de las negaciones: nadie, nada, “No tener, no sentir” (p. 99), etc.; el del amor, tanto como presencia (la compañera) como ausencia (el hijo)... Los lugares, los referentes literarios y artísticos configuran toda una serie de poemas de homenajes, algunos de los cuales ya están presentes -en el caso de poetas, y de modo ensayístico- en Las palabras de la tribu (1971) Las alusiones a los desheredados de la tierra (“(Redoble por los kaiowá del Mato Grosso del Sur)”) o a la libertad de conciencia y de pensamiento del hombre frente a cualquier inquisición (el hermoso poema “(Campo dei Fiori, 1600)”, sobre Giordano Bruno), son también elementos que nos hablan de cómo en José Ángel Valente siempre van unidas ética y estética. Pero todo esto lo dejamos meramente señalado. Pues la lectura de una obra tan importante, que cierra de un modo tan alto la poesía española del siglo XX, necesariamente ha de quedar abierta, como el último fragmento -tal y como llegara a propugnar José Ángel Valente- sólo puede existir “en su omisión o en su vacío”. Es la exigencia necesaria para que la belleza habite el lenguaje. (2) “Las mil y una noches o la narración como supervivencia”, ABC, 6 de febrero de 1988, p. 3. 45